Veintisiete años atrás
Su niña no dejaba de llorar. Había empezado a mostrarse inquieta en la última estación, cuando el autobús de Grayhound a Bangor se detuvo en Portland para recoger a más pasajeros. Ahora, un poco después de la una de la madrugada, casi habían llegado a la estación de Boston y esas dos horas que llevaba intentando tranquilizar a su niñita la estaban, tal y como dirían sus amigos de la escuela, sacando de sus casillas.
El hombre que se encontraba en el asiento de al lado probablemente tampoco estaba muy contento.
—Siento mucho esto —le dijo ella, dirigiéndose para hablarle por primera vez desde que habían subido al autobús—. Normalmente no tiene tan malhumor. Es el primer viaje que hacemos juntas. Supongo que tiene ganas de llegar a su destino.
El hombre cerró los ojos y los abrió lentamente, en un gesto de asentimiento, y sonrió sin enseñar los dientes.
—¿A donde se dirigen?
—A Nueva York.
—Ah. La Gran Manzana —murmuró él. Su voz sonaba seca, casi ahogada—. ¿Tiene usted familia allí o algo?
Ella negó con la cabeza. La única familia que tenía se encontraba en un pueblo provinciano cerca de Rangeley, y le habían dejado claro que tenía que apañárselas por sí misma.
—Voy por trabajo. Quiero decir, que espero encontrar trabajo. Deseo ser bailarina. Quizá en Broadway, o ser una de las Rockette.
—Bueno, desde luego es usted muy guapa.
El hombre la miraba fijamente ahora. El autobús estaba oscuro, pero a ella le pareció que había algo raro en sus ojos. Otra vez la misma sonrisa tensa.
—Con un cuerpo como el que tiene, tendría que ser usted una gran estrella.
Ella se sonrojó y bajó la mirada hasta el bebé que lloraba en sus brazos. Su novio de Maine también tenía por costumbre decirle cosas como ésa. Le solía decir muchas cosas para llevársela al asiento trasero del coche. Y ya no era su novio, tampoco. No desde el último año del instituto, cuando ella empezó engordar a causa del embarazo.
Si no lo hubiera dejado para tener a la niña, se habría graduado en verano.
—¿Ha comido algo hoy? —le preguntó el hombre mientras el autobús reducía la velocidad y entraba en la estación de Boston.
—La verdad es que no.
A pesar de que no servía de nada, ella mecía a la niña entre los brazos. El bebé tenía el rostro enrojecido, los pequeños puños apretados y lloraba como si se acabara el mundo.
—Qué coincidencia —dijo el desconocido—. Yo tampoco he comido nada. Me iría bien tomar algo. ¿Se anima a acompañarme?
—No. Estoy bien. Tengo unas galletas saladas en la bolsa. Y de todas maneras, creo que éste es el último autobús a Nueva York esta noche, así que no voy a tener tiempo de hacer gran cosa más que cambiar a la niña y descansar. Gracias, de todas formas.
El no dijo nada más. Simplemente la observó mientras ella recogía sus cosas ahora que el autobús ya había parado en su andén. Luego se apartó para dejarla pasar y dirigirse hacia la estación.
Cuando salió de los lavabos, el hombre la estaba esperando.
Ella sintió cierta intranquilidad al verle allí de pie. No le había parecido tan alto mientras estaba sentado a su lado. Ahora que le veía otra vez, se dio cuenta de que definitivamente había algo muy extraño en sus ojos. ¿Estaría un poco colocado?
—¿Qué sucede?
El soltó una risa ahogada.
—Ya se lo he dicho. Necesito alimentarme.
Ésa era una forma muy extraña de decirlo.
Ella se dio cuenta de que había muy pocas personas en la estación a esa hora tardía. Había empezado a llover ligeramente, el suelo estaba mojado y los últimos rezagados se habían puesto a cubierto. El autobús estaba esperando en el andén mientras cargaba a los nuevos pasajeros con sus equipajes. Pero para llegar hasta él, tenía que pasar primero por su lado.
Se encogió de hombros, demasiado cansada y ansiosa para tener que encontrarse con esa tontería.
—Bueno, pues si tiene hambre, vaya a decirlo en el MacDonald's. Llego tarde al autobús.
—Mira, zorra...
Se movió con tanta rapidez que ella no supo con qué la había golpeado. Estaba de pie a un metro de ella y al cabo de un segundo le había puesto la mano en el cuello y le cortaba la respiración. La empujó hasta las sombras del edificio de la estación, hacia un punto donde nadie se daría cuenta de si iba a atracarla. O a hacerle algo peor. Le acercó tanto la boca que ella notaba el hedor de su aliento. Él hizo una mueca, la amenazó en un susurro terrorífico y ella vio unos dientes afilados.
—Si dices una palabra más o mueves un solo músculo, me comeré tu jugoso corazoncito de niña mimada.
Su niñita estaba gimiendo entre sus brazos, pero ella no dijo ni una palabra.
Ni siquiera se atrevía a pensar en moverse.
Lo único que importaba era su niña. Protegerla. Por eso no se atrevió a hacer nada ni siquiera cuando esos dientes se acercaron a ella y se le clavaron en el cuello.
Se quedó de pie helada por el terror, apretando con fuerza al bebé mientras su atacante penetraba con fuerza en la herida sangrante que le había hecho en el cuello. Le sujetaba la cabeza y el hombro con dedos fuertes, sus uñas se le clavaban como las garras de un demonio. Él gruñía sin dejar de hincarle cada vez con más fuerza los afilados dientes. A pesar de que tenía los ojos abiertos por el terror, su visión empezaba a oscurecerse y las ideas empezaban a resultarle confusas, como si se rompieran en pedazos. Todo a su alrededor empezaba a nublarse.
La estaba matando. El monstruo la estaba matando. Y luego iba a matar a su niña, también.
—No. —Intentó inhalar, pero solamente tragó sangre—. Maldito seas... ¡No!
Con un desesperado esfuerzo de voluntad, dio un cabezazo contra el rostro de su atacante. Él soltó un gruñido, se apartó, sorprendido, y ella consiguió soltarse. Se apartó de él, tambaleándose, estuvo a punto de caer sobre sus rodillas pero consiguió enderezarse. Con un brazo sujetaba a su niña y con el otro se cubrió la herida húmeda y caliente de la garganta mientras se alejaba despacio de esa criatura, que levan- taba la cabeza y la miraba, burlón, con los ojos amarillentos y brillantes y los labios manchados de sangre.
—Oh, Dios —gimió, mareada ante esa visión.
Dio otro paso hacia atrás. Se dio la vuelta y se dispuso a correr, aunque fuera inútil.
Y entonces fue cuando vio al otro.
Uno fieros ojos de color ámbar la atravesaron, y por entre unos gran- des y brillantes colmillos sonó un silbido que anunciaba la muerte. Ella pensó que iba a cargar contra ella y a terminar lo que el otro había empezado, pero no lo hizo. Escupieron unos sonidos guturales entre ellos, y luego el recién llegado pasó por su lado con un largo cuchillo en la mano.
«Coge a la niña y vete.»
La orden pareció surgir de la nada y atravesar la neblina de su mente. Volvió a oírla, esta vez más acuciante, empujándola a la acción. Corrió ciega de pánico, atontada por el miedo y la confusión, se alejó corriendo de la estación atravesando una de las calles más cercanas. Penetró en la ciudad desconocida, en la noche. La histeria la poseía y cada ruido, incluso el de sus pies contra el suelo, le parecía monstruoso y mortífero.
Y su niña no dejaba de llorar.
Las iban a descubrir si no conseguía que su niña se tranquilizara. Tenía que meterla en la cama, tenía que ponerla en la cuna cálida y a- cogedora. Entonces su niña estaría contenta. Entonces estarían a salvo. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Poner a la niña en la cama, donde los monstruos no podrían encontrarla.
Estaba cansada, pero no podía descansar. Demasiado peligroso. Tenía que llegar a casa antes de que su madre se diera cuenta de que otra vez había salido tan tarde. Estaba confusa, desorientada, pero tenía que correr. Y eso hizo. Corrió hasta que cayó, exhausta e incapaz de dar un paso más.
Al despertar, al cabo de un rato, sintió que su mente se partía como una cascara de huevo. La cordura la estaba abandonando, la realidad se deformaba y se convertía en algo cada vez más oscuro y escurridizo, se alejaba cada vez más de su alcance.
Oyó un lloro ahogado que procedía de algún lugar, en la distancia. Un sonido tan insignificante. Se llevó las manos a los oídos y se los cubrió, pero continuaba oyendo ese pequeño aullido de desvalimiento.
≪Shhh —murmuró, a nadie en especial, meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Cállate ahora, la niña está durmiendo. Cállate, cállate, cállate...»
Pero el lloro continuaba. No cesaba, no cesaba. Le rompía el corazón, allí, sentada en la mugrienta calle mientras miraba, sin ver nada, la luz del amanecer.
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