NO TE BUSCABA PERO TE ENCONTRÉ (+18)

Autor: Yusale
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 31/07/2013
Fecha Actualización: 17/01/2014
Finalizado: SI
Votos: 20
Comentarios: 138
Visitas: 72943
Capítulos: 35

Isabella Swan, una fotógrafa de Boston, celebra el éxito de su última exposición en un exclusivo after hours de la ciudad. Entre el acalorado gentío siente la presencia de un sensual desconocido que despierta en ella las fantasía más profundas. Pero nada relacionado con esa noche ni con ese hombre resulta ser l o que parece. A la salida, Isabella presencia un asesinato y, a partir de ese momento, la realidad se convierte en algo oscuro y mortífero, adentrándose en un submundo que nunca supo que existía, habitado por vampiros urbanos enfrentados.

Edward Cullen es un vampiro, un guerrero de la Raza, que ha nacido para proteger a los suyos -así como a los humanosque existen en una vida paralela a la suya- de la creciente amenaza de los vampiros renegados. Edward no puede arriesgarse a unirse a una humana, pero cuando Isabella se convierte en el objetivo de sus enemigos, no tiene más opción que llevársela a ese otro mundo que él lidera, en el que serán devorados por un deseo salvaje e insaciable

Ni la historia, ni los personajes son mios, la historia le pertenece a Lara Adrian cuyo libro se llama El Beso de la Medianoche, y los personajes por supuesto son de Stephanie Meyer.

 

Aqui les dejo el link de mis otras historias

UN EMBARAZOS DOS AMORES (TERMINADA)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3392

 

 

ENTRE EL ODIO Y EL AMOR (TERMINADO)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3796

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Capítulo 11: 10

Hola chicas bellas, lunes al fin, aquí les dejo otro capítulo, gracias a Delmary, Sora, Moni por sus comentarios así como también  Zehzcg (espero haberlo escrito bien), por su primer comentario y bienvenida a la historia.

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CAPÍTULO 10

 

Edward llamó a la puerta del apartamento de Isabella otra vez.

Todavía, ninguna respuesta.

Hacía cinco minutos que se encontraba de pie en la entrada, en la oscuridad, esperando a que o bien ella abriera la puerta y le invitara a pasar, o bien le maldijera y le llamara bastardo desde el otro lado de los numerosos cerrojos de seguridad y le dijera que se perdiera.

Después del comportamiento pornográfico que había tenido con ella la noche anterior, no estaba seguro de cuál era la reacción que se merecía encontrar. Probablemente, una airada despedida.

Golpeó la puerta con los nudillos otra vez con tanta fuerza que era probable que los vecinos le hubieran oído, pero no se oyó ningún movimiento dentro del apartamento de Isabella. Solamente silencio. Había demasiada quietud al otro lado de la puerta.

Pero ella estaba allí dentro. La notaba al otro lado de las capas de madera y ladrillo que les separaban. Y olía a sangre, también. No mucha sangre, pero cierta cantidad en algún punto cercano a la puerta.

Hijo de puta.

Ella estaba dentro, y estaba herida.

—¡Isabella!

La preocupación le corría por las venas como si fuera un ácido. Intentó tranquilizarse lo suficiente para poder concentrar sus poderes mentales en el cerrojo de cadena y en las dobles cerraduras que estaban colocadas al otro lado de la puerta. Con un esfuerzo, abrió un cerrojo y luego el otro. La cadena se soltó y cayó contra el quicio de la puerta con un sonido metálico.

Edward abrió la puerta con un empujón y sus botas sonaron con fuerza sobre el suelo de baldosas del vestíbulo. La bolsa de las cámaras de Isabella se encontraba justo en su camino, probablemente donde ella la había dejado caer con las prisas. El dulce olor ajazminado de su sangre le llenó las fosas nasales justo un instante antes de que su vista tropezara con un caminito de pequeñas manchas de color carmesí.

El ambiente del apartamento tenía cierto aire amargo de miedo cuyo olor, que ya tenía unas horas, se había apagado pero permanecía como una neblina.

Atravesó la sala de estar con intención de entrar en la cocina, hacia donde se dirigían las gotas de sangre. Mientras cruzaba la sala, tropezó con un montón de fotografías que había en la mesa del sofá.

Eran unas tomas rápidas, una extraña variedad de imágenes. Reconoció algunas de ellas, que formaban parte del trabajo que Isabella estaba llevando a cabo y que titulaba Renovación urbana. Pero había unas cuantas imágenes que no había visto antes. O quizá no había prestado la atención suficiente para darse cuenta.

Ahora sí que se dio cuenta.

Mierda, vaya que sí.

Un viejo almacén cerca del muelle. Un viejo molino papelero abandonado justo a las afueras de la ciudad. Varias estructuras distintas que prohibían la entrada donde ningún humano —por no hablar de una mujer confiada como Isabella— debía acercarse de ninguna forma.

Guaridas de renegados.

Algunas de ellas ya habían sido erradicadas, lo estaban gracias a Edward y a sus guerreros, pero unas cuantas más todavía eran células activas. Vio unas cuantas que se encontraban en esos momentos vigiladas por Jasper. Mientras pasaba rápidamente las fotos, se preguntó cuántas localizaciones de guaridas de renegados tendría Isabella fotografiadas y qué todavía no se encontraban en el radar de la raza.

—Mierda —susurró, tenso, mirando un par de imágenes más.

Incluso tenía algunas fotos exteriores de unos Refugios Oscuros de la ciudad, unas entradas oscuras y unas señalizaciones disimuladas cuya función era evitar que esos santuarios de los vampiros fueran fácilmente localizables tanto por los curiosos seres humanos como por sus enemigos los renegados.

Y a pesar de todo, Isabella había encontrado esos lugares. ¿Cómo?

Por supuesto, no podía haber sido por casualidad. El extraordinario sentido visual de Isabella debía de haberla conducido hasta esos lugares. Ella ya había demostrado que era completamente inmune a los trucos habituales de los vampiros: ilusiones hipnóticas, control mental... Y ahora esto.

Edward soltó una maldición y se metió unas cuantas fotografías en el bolsillo de la chaqueta de cuero. Dejó el resto de las imágenes encima de la mesa.

—¿Isabella?

Se dirigió hasta la cocina, donde algo todavía más inquietante le estaba esperando.

El olor de Isabella era más fuerte allí, y le condujo hasta el fregadero. Se quedó inmóvil delante de él y sintió una sensación helada en el techo en cuanto fijó la mirada en el mismo.

Parecía que alguien hubiera intentado limpiar una escena del crimen, y que lo hubiera hecho muy mal. En el fregadero había un montón de toallitas de papel empapadas de agua y manchadas de sangre, al lado de un cuchillo que habían sacado del estuche de madera que se encontraba en el mármol de la cocina.

Tomó el afilado cuchillo y lo inspeccionó rápidamente. No había sido utilizado, pero toda la sangre que había en el fregadero y que había caído al suelo desde el vestíbulo hasta la cocina pertenecía únicamente a Isabella.

Y el trozo de ropa que se encontraba tirado en el suelo al lado de sus pies también tenía su olor.

Dios, si alguien le había puesto la mano encima...

Si le hubiera sucedido algo...

—¡Isabella!

Edward siguió sus instintos, que le llevaron hasta el sótano del apartamento. No se molestó en encender las luces: su visión era más aguda en la oscuridad. Bajó las escaleras y gritó su nombre en medio de ese silencio.

En un rincón, al otro extremo del sótano, el olor de Isabella se hacía más fuerte. Edward se encontró de pie delante de otra puerta cerrada, una puerta rodeada de unos burletes para que no penetrara la luz exterior. Intentó abrirla por el pomo, pero estaba cerrada y sacudió la puerta con fuerza.

—Isabella. ¿Me oyes? Niña, abre la puerta.

No esperó a recibir respuesta. No tenía la paciencia para eso, ni la concentración mental para abrir el cerrojo que cerraba la puerta desde el otro lado. Soltó un gruñido de furia, golpeó la puerta con el hombro y entró.

Al instante, sus ojos, en la oscuridad de esa sala, dieron con ella. Su cuerpo se encontraba enroscado en el suelo de la desordenada habitación oscura y estaba desnuda excepto por un sujetador y unas braguitas de bañador. Ella se despertó inmediatamente con el repentino estruendo de la puerta.

Levantó la cabeza rápidamente. Tenía los párpados pesados e hinchados por haber llorado hacía poco. Había estado allí sollozando, y Edward hubiera dicho que lo había hecho durante bastante rato. Su cuerpo parecía exhalar oleadas de cansancio: se la veía tan pequeña, tan vulnerable.

—Oh, no, Isabella —susurró él, dejándose caer en el suelo al lado de ella—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí dentro? ¿Alguien te ha hecho daño?

Ella negó con la cabeza, pero no contestó inmediatamente. Con un gesto titubeante, se llevó las manos hasta la cara y se apartó el pelo del rostro, intentando verle en medio de esa oscuridad.

—Sólo... cansada. Necesitaba silencio... paz.

—¿Y por eso te has encerrado aquí abajo? —Él dejó escapar un fuerte suspiro de alivio, pero en el cuerpo de ella vio unas heridas que habían dejado de sangrar hacía muy poco tiempo—. ¿De verdad que estás bien?

Ella asintió con la cabeza y se acercó hacia él en la oscuridad.

Edward frunció el ceño y alargó la mano hasta ella. Le acarició la cabeza y ella pareció entender ese contacto como una invitación. Se colocó entre sus brazos como una niña que necesitara consuelo y calor. No era bueno lo natural que le pareció abrazarla, lo fuerte que sintió la necesidad de tranquilizarla para que se sintiera segura con él. Para que sintiera que él la protegería como si fuera suya.

Suya.

«Imposible», se dijo a sí mismo. Más que imposible: era ridículo.

Bajó la vista y en silencio observó la suavidad y el calor del cuerpo de esa mujer que se enredaba con el suyo en su deliciosa y casi completa desnudez. Ella no tenía ni idea del peligroso mundo en el que se había metido, y mucho menos de que era un mortífero macho vampiro quien la estaba abrazando en esos momentos.

Él era el último que podía ofrecer protección contra el peligro a una compañera de raza. En el caso de Isabella, solamente notar la más ligera fragancia de ella elevaba su sed de sangre hasta la zona de peligro. Le acarició el cuello y el hombro e intentó ignorar el constante ritmo del pulso de sus venas bajo las yemas de los dedos. Tenía que luchar de manera infernal para no hacer caso del recuerdo de la última vez que había estado con ella, tanto que necesitaba tenerla otra vez.

—Mmmm, tu tacto es muy agradable —murmuró ella, somnolienta, contra su pecho. Su voz fue como un ronroneo oscuro y adormilado que le provocó una descarga de calor en la columna vertebral—. ¿Esto es otro sueño?

Edward gimió, incapaz de responder. No era un sueño, y él, personalmente, no se sentía bien en absoluto. La manera en que ella se arrebujaba entre sus brazos, con una tierna confianza e inocencia, le hacía sentir dentro de él a la bestia, antigua y demacrada.

Buscando una distracción, la encontró demasiado pronto. Echó un vistazo hacia arriba, por encima de las cabezas de ambos, y todos los músculos de su cuerpo se endurecieron a causa de otro tipo de tensión.

Fijó los ojos en unas fotografías que Isabella había colgado para que se secaran en la habitación oscura. Colgando, sobre otras imágenes sin importancia, había unas imágenes de unas cuantas localizaciones más de vampiros.

Por Dios, incluso había fotografiado el complejo de edificios de los guerreros. Esa foto de día había sido tomada desde la carretera, al otro lado del lugar vallado. No había manera de confundir la enorme puerta de hierro llena de inscripciones que cerraba el largo camino y la mansión de alta seguridad que se encontraba al final del mismo, oculta perfectamente de los ojos curiosos.

Isabella debió de haberse puesto justo a las afueras de la propiedad para haber tomado esa fotografía. Por el follaje veraniego de los árboles que rodeaban la escena, la imagen no podía tener más de tres semanas. Ella había estado allí, solamente a unos centenares de metros de donde él vivía.

Él nunca había tenido tendencia a creer en la idea del destino, pero parecía bastante claro que, de una u otra forma, esa mujer estaba destinada a cruzarse en su camino.

Oh, sí. A cruzarse como un gato negro.

—Está bien —le dijo a Isabella, aunque las cosas estaban tomando una mala dirección rápidamente—. Voy a subirte a la habitación para que te vistas y luego hablaremos. —Antes de que la visión continuada de su cuerpo envuelto en esas finas capas de ropa interior acabaran con él.

Edward la tomó en brazos, la sacó de la habitación oscura y la subió por las escaleras hasta el piso principal. Ahora que la sujetaba cerca de él, sus agudos sentidos percibieron los detalles de las diversas heridas que tenía: unos grandes rasguños en las manos y en las rodillas, prueba de una caída bastante mala.

Ella había intentado escapar de algo —o de alguien— presa del terror y se había caído. A Edward le bullía la sangre de deseos de saber quién le había provocado ese daño, pero ya habría tiempo para ello luego. La comodidad y el bienestar de Isabella eran su preocupación principal en ese momento.

Edward atravesó con ella en brazos la sala de estar y subió las escaleras hasta el piso de arriba, donde se encontraba la habitación. Su intención era ayudarla a ponerse algo de ropa, pero cuando pasó por delante del baño que se encontraba al lado del dormitorio, pensó en el agua. Los dos necesitaban hablar, verdaderamente, pero teniendo en cuenta la situación probablemente se relajaran con mayor facilidad después de que ella hubiera tomado un baño caliente.

Con Isabella abrazándole por encima de los hombros, Edward entró en el baño. Una pequeña lámpara de noche ofrecía una tenue iluminación de ambiente, lo justo para que se sintiera a gusto. Llevó a su lánguida carga hasta la bañera y se sentó en el borde de la misma, con Isabella en el regazo.

Desabrochó el cierre de la parte de delante de la pequeña pieza de satén y desnudó sus pechos ante sus ojos, repentinamente enfebrecidos. Le dolían las manos de deseo de tocarla, así que lo hizo, y acarició las generosas curvas con las yemas de los dedos mientras pasaba el pulgar por los pezones rosados.

Que Dios le ayudara. El suave ronroneo que oyó en la garganta de ella le endureció la polla hasta que le dolió.

Le pasó la mano por el torso, hasta el trozo de tela que le cubría el sexo. Sus manos eran demasiado grandes y torpes para el suave y fino satén, pero de alguna manera consiguió quitarle las braguitas y acariciar la parte interna de las largas piernas de Isabella.

Ante la visión de esa bella mujer, desnuda otra vez delante de él, la sangre le corría por las venas como la lava.

Quizá debería sentirse culpable por encontrarla tan increíblemente deseable incluso en su actual estado de vulnerabilidad, pero él no tenía más tendencia a aceptar la culpa de la que tenía a hacerse el cuidador. Y ya se había demostrado a sí mismo que intentar tener el más mínimo control al lado de esa mujer en particular era una batalla que nunca iba a ganar.

Al lado de la bañera había una botella de jabón líquido. Edward echó una generosa cantidad bajo el chorro de agua que caía en la bañera. Mientras la espuma se formaba, depositó a Isabella con cuidado en el agua caliente. Ella gimió, claramente de gusto, al entrar en el agua espumosa. Sus piernas se relajaron de forma evidente y apoyó los hombros en la toalla que Edward había colocado rápidamente para ofrecerle un cojín y para que no tuviera que apoyar la espalda contra la frialdad de las baldosas y la porcelana.

El pequeño lavabo estaba inundado por el vapor y por el ligero olor a jazmín de Isabella.

—¿Cómoda? —le preguntó él, mientras se quitaba la chaqueta y la tiraba al suelo.

—Aja —murmuró ella.

Él no pudo evitar ponerle las manos encima. Le acarició el hombro con suavidad y le dijo:

—Deslízate hacia delante y mójate el pelo. Yo te lo lavaré.

Ella obedeció, permitiendo que él le condujera la cabeza bajo el agua y luego hacia fuera otra vez. Los largos mechones se oscurecieron y adquirieron un tono oscuro y brillante. Ella se quedó en silencio durante un largo momento. Luego, levantó lentamente los párpados y le sonrió como si acabara de recuperar la conciencia y se sorprendiera de encontrarle allí.

—Hola.

—Hola.

—¿Qué hora es? —le preguntó ella con un largo y amplio bostezo.

Edward se encogió de hombros.

—Las ocho, más o menos, supongo.

Isabella se hundió en la bañera y cerró los ojos con un gemido.

—¿Un mal día?

—No uno de los mejores.

—Eso me imaginé. Tus manos y tus rodillas se ven un poco maltrechas.— Edward alargó una mano y cerró el agua. Tomó una botella de champú de al lado y se puso un poco en las manos—. ¿Quieres contarme qué te ha pasado?

—Prefiero no hacerlo. —Entre sus finas cejas se formó una arruga—. Esta tarde hice una cosa muy tonta. Ya te enterarás bastante pronto, estoy segura.

—¿Y eso? —preguntó Edward, frotándose las manos con el champú.

Mientras él le masajeaba la cabeza con la densa crema del champú, Isabella abrió un ojo y le dirigió una mirada de reojo.

—¿El chico de comisaría no le ha dicho nada a nadie?

—¿Qué chico?

—El que se encarga de los archivos en la comisaría. Alto, desgarbado, de un aspecto normal. No sé cómo se llama, pero estoy bastante segura de que se encontraba allí la noche en que hice mi declaración sobre el asesinato. Hoy le he visto en el parque. Creí que me estaba espiando, la verdad, y yo... —se interrumpió y meneó la cabeza—. Corrí detrás de él como una loca, acusándole de estar espiándome.

Las manos de Edward se quedaron inmóviles sobre su cabeza. Su instinto de guerrero se alertó completamente.

—¿Que hiciste qué?

—Ya lo sé —dijo ella, evidentemente malinterpretando su reacción. Apartó un montón de burbujas con una mano—. Ya te dije que había sido algo tonto. Bueno, pues perseguí al pobre chico hasta Chinatown.

Aunque no lo dijo, Edward sabía que el instinto inicial de Isabella había sido acertado acerca del desconocido que la observaba en el parque. Dado que el incidente había sucedido a plena luz del día, no podía tratarse de los renegados —una pequeña suerte—, pero los humanos que les servían podían ser igual de peligrosos. Los renegados utilizaban subordinados en todos los rincones del mundo, humanos esclavizados por un potente mordisco infligido por un vampiro poderoso que les desproveía de conciencia y libre albedrío, y les dejaba en un estado de obediencia completa cuando despertaban.

Edward no tenía ninguna clase de duda de que el hombre que había estado observando a Isabella lo hacía como servicio al renegado que se lo había ordenado.

—¿Esa persona te hizo daño? ¿Fue así como te hiciste estas heridas?

—No, no. Eso fue cosa mía. Me puse nerviosa por nada.

Después de haber perdido la pista del chico en Chinatown, me perdí. Creí que un coche venía a por mí, pero no era así.

—¿Cómo lo sabes?

Ella le miró con exasperación hacia sí misma.

—Porque se trataba del alcalde, Edward. Creí que su coche, conducido por su chófer, me estaba persiguiendo y empecé a correr. Para culminar un día perfectamente horroroso, me caí de morros en medio de una acera repleta de gente y luego tuve que ir cojeando hasta casa con las rodillas y las manos llenas de sangre.

Edward soltó una maldición en voz baja al darse cuenta de hasta qué punto ella había estado cerca del peligro. Por el amor de Dios, ella misma en persona había perseguido a un sirviente de los renegados. Esa idea dejó helado a Edward, más asustado de lo que quería admitir.

—Tienes que prometerme que tendrás más cuidado —le dijo él, dándose cuenta de que la estaba regañando, pero sin ánimo de molestarse a comportarse con educación al saber que ese mismo día la hubieran podido matar—. Si vuelve a suceder algo así, tienes que decírmelo inmediatamente.

—Eso no va a suceder otra vez, porque fue una equivocación mía. Y no iba a llamarte, ni a ti ni a nadie de la comisaría, para esto. ¿No se divertirían mucho si yo llamara para decirles que uno de sus administrativos me estaba persiguiendo sin ninguna razón aparente?

Mierda. La mentira que le había contado de que era un policía le estaba resultando un maldito estorbo ahora. Incluso peor, eso la hubiera puesto en peligro en caso de que ella hubiera llamado a comisaría preguntando por el detective Cullen, porque, al hacerlo, hubiera llamado la atención de un subordinado infiltrado.

—Voy a darte el número de mi móvil. Me encontrarás ahí siempre. Quiero que lo utilices a cualquier hora, ¿comprendido?

Ella asintió con la cabeza mientras él volvía a abrir el grifo del agua, se lavaba las manos y le enjuagaba el cabello sedoso y ondulado.

Frustrado consigo mismo, Edward alcanzó una esponja que se encontraba en un estante superior y la lanzó al agua.

—Ahora, déjame que le eche un vistazo a la rodilla.

Ella levantó la pierna desde debajo de la capa de burbujas. Edward le sujetó el pie con la palma de la mano y le lavó con cuidado el feo rasguño. Era solamente un rasguño, pero estaba sangrando otra vez a causa de que el agua caliente había reblandecido la herida. Edward apretó la mandíbula con fuerza: los fragantes hilos de sangre escarlata tenían un delicado camino por su piel y se introducían en la prístina espuma del baño.

Terminó de limpiarle las dos rodillas heridas y luego le hizo una señal para que le permitiera limpiar las palmas de las manos. No se atrevía a hablar ahora que el cuerpo desnudo de Isabella se combinaba con el olor de su sangre fresca. La sensación era como si acabaran de darle un golpe en el cráneo con un martillo.

Concentrándose en no desviar su atención, se dedicó a limpiarle las heridas de las palmas de las manos, sabiendo perfectamente que sus profundos y oscuros ojos seguían cada uno de sus movimientos y notando dolorosamente el pulso en las venas de las muñecas, rápido, bajo la presión de las yemas de sus dedos.

Ella le deseaba, también.

Edward se dispuso a soltarla y, justo cuando empezaba a doblar el brazo para retirarlo, vio algo que le inquietó. Sus ojos tropezaron con una serie de marcas tenues que manchaban la impecable piel aterciopelada. Esas marcas eran cicatrices, unos delgados cortes en la parte interior de los antebrazos. Y tenía más en los muslos.

Cortes de hojas de afeitar.

Como si hubiera soportado una tortura infernal de forma repetida cuando no era más que una niña.

—Dios Santo. —Levantó la cabeza para mirarla, con expresión de furia, a los ojos—. ¿Quién te hizo esto?

—No es lo que crees.

Ahora él estaba encendido de ira, y no pensaba dejarlo pasar.

—Cuéntamelo.

—No es nada, de verdad. Olvídalo...

—Dame un nombre, joder, y te juro que mataré a ese hijo de puta con mis propias manos.

—Yo lo hice —le interrumpió repentinamente ella en voz baja—. Fui yo. Nadie me hizo eso, yo misma me lo hice.

—¿Qué? —Mientras le aguantaba la frágil muñeca con una mano, volvió a darle la vuelta al brazo para poder observar la tenue red de cicatrices de color púrpura que se entrelazaba en su brazo—. ¿Tú te hiciste esto? ¿Por qué?

Ella se soltó de su mano e introdujo los dos brazos bajo el agua, como si quisiera ocultarlos de su mirada.

Edward soltó un juramento en voz baja y en un idioma que ya no hablaba más que muy raramente.

—¿Cuántas veces, Isabella?

—No lo sé. —Ella se encogió de hombros, evitando su mirada—. No lo hice durante mucho tiempo. Lo superé.

—¿Es por eso que hay un cuchillo en el fregadero, abajo?

La mirada que ella le dirigió expresaba dolor y una actitud defensiva. No le gustaba que él se entrometiera, tanto como no le hubiera gustado a él, pero Edward quería comprenderlo. No era capaz de imaginar qué podía haberla llevado a clavarse una cuchilla en la propia carne.

Una y otra y otra vez.

Ella frunció el ceño con la mirada clavada en la espuma que empezaba a disolverse a su alrededor.

—Oye, ¿no podemos dejar el tema? De verdad que no quiero hablar de...

—Quizá deberías hablar de ello.

—Oh, claro. —Se rio en un tono que delataba un filo de ironía—. ¿Ahora llega la parte en la que me aconsejas que vaya a ver a un loquero, detective Cullen? ¿Quizá que me vaya a algún lugar donde  me puedan dejar en un estado de estupor a base de medicamentos y donde un doctor pueda vigilarme por mi propio bien?

—¿Eso te ha sucedido?

—La gente no me comprende. Nunca lo ha hecho. A veces ni yo me comprendo a mí misma.

—¿Qué es lo que no comprendes? ¿Que necesitas hacerte daño a ti misma?

—No. No es eso. No es ése el motivo por el que lo hice.

—Entonces, ¿por qué? Dios santo, Isabella, debe de haber más de cien cicatrices...

—No lo hice porque quisiera sentir dolor. No me resultaba doloroso hacerlo. —Inhaló con fuerza y soltó el aire despacio por entre los labios. Tardó un segundo en hablar, y cuando lo hizo Edward se quedó mirándola en un silencio pasmado—. Nunca tuvo que ver con provocar daño, a nadie. No estaba intentando enterrar unos recuerdos traumáticos ni intentaba escapar de ningún tipo de maltrato, a pesar de las opiniones de quienes se definen como expertos y que me fueron asignados por la administración. Me corté porque... me tranquilizaba. Sangrar me calmaba. Cuando sangraba, todo aquello que estaba fuera de lugar y era extraño en mí, de repente me parecía... normal.

Ella mantuvo la mirada sin titubear, en una expresión nueva como de desafío, como si una puerta se hubiera abierto en algún punto dentro de ella y acabara de soltar una pesada carga. De alguna forma borrosa, Edward se dio cuenta de que eso era lo que él había visto. Sólo que a ella todavía le faltaba una pieza de información crucial, que haría que las cosas encajaran en su lugar para ella.

Ella no sabía que era una compañera de raza.

Ella no podía saber que, un día, un miembro de su estirpe la tomaría en calidad de eterna amada y le mostraría un mundo muy distinto al que ella hubiera podido soñar nunca. Ella abriría los ojos a un placer que solamente existía entre parejas que tenían un vínculo de sangre.

Edward se dio cuenta de que ya odiaba a ese macho desconocido que tendría el honor de amarla.

—No estoy loca, si es que es eso lo que estás pensando.

Edward negó con la cabeza despacio.

—No estoy pensando eso en absoluto.

—Me disgusta que me tengan pena.

—A mí también —dijo, percibiendo la advertencia que encerraban esas palabras—. Tú no necesitas compasión, Isabella. Y yo no necesito medicina ni doctores, tampoco.

Ella se había retraído en el momento en que él había descubierto las cicatrices, pero ahora Edward se dio cuenta de que ella dudaba, de que una dubitativa confianza volvía a aparecer lentamente.

—Tú no perteneces a este mundo —le dijo él, en un tono nada sentimental, sino constatando los hechos. Alargó la mano y le tomó la barbilla con la palma—. Tú eres demasiado extraordinaria para la vida que has estado viviendo, Isabella. Creo que lo has sabido siempre. Un día, todo cobrará sentido para ti, te lo prometo. Entonces lo comprenderás, y encontrarás tu verdadero destino. Quizá yo pueda ayudarte a encontrarlo.

Él hubiera querido acabar de ayudarla a bañarse, pero la atención con que ella le miraba le obligó a mantener las manos quietas. Ella, por toda respuesta, sonrió, y la calidez de su sonrisa le provocó una punzada de dolor en el pecho. Atrapado en la tierna mirada de ella, sintió que la garganta se le cerraba de una forma extraña.

—¿Qué sucede?

Ella negó con la cabeza brevemente.

—Estoy sorprendida, sólo es eso. No esperaba que un policía duro como tú hablara de forma tan romántica sobre la vida y el destino.

El recordar que él se había acercado a ella, y continuaba haciéndolo, bajo una apariencia falsa, le permitió recuperar parte del sentido común. Volvió a hundir la esponja en el agua enjabonada y la  dejó flotar en medio de la espuma.

—Quizá todo esto son tonterías.

—No lo creo.

—No me tengas tan en cuenta —le dijo él, forzando un tono de despreocupación—. No me conoces, Isabella. No de verdad.

—Me gustaría conocerte. De verdad. —Ella se sentó dentro de la bañera. Las tibias pequeñas ondas del agua le lamían el cuerpo desnudo igual que a Edward le hubiera gustado hacerlo con la lengua. Las puntas de los pechos le quedaban justo por encima de la superficie del agua, los pezones rosados duros como pétalos cerrados y rodeados por una densa espuma blanca—. Dime, Edward. ¿De dónde eres?

—De ninguna parte. —La respuesta sonó entre sus labios como un gruñido, y era una confesión que se acercaba más a la verdad de lo que le gustaba admitir. Al igual que ella, le disgustaba la compasión así que se sintió aliviado de que ella le mirara más con curiosidad que con pena. Con el dedo, le acarició la nariz respingona y salpicada de pecas.

—Yo soy el inadaptado original. Nunca he pertenecido verdaderamente a ningún lugar.

—Eso no es cierto.

Isabella le rodeó los hombros con los brazos. Sus cálidos ojos marrones le miraron con ternura y expresaban el mismo cuidado que él le había ofrecido al sacarla de la habitación oscura y traerla hasta el cálido baño. Isabella le besó y, al notar la lengua de ella entre sus labios, los sentidos de Edward se inundaron del embriagador perfume de su deseo y de su dulce y femenino afecto.

—Me has cuidado tanto esta noche. Déjame que yo te cuide ahora a ti, Edward—Ella le besó otra vez. El beso fue tan profundo que la pequeña y húmeda lengua de ella le arrancó un gruñido de puro placer masculino de lo más hondo de él. Cuando ella finalmente interrumpió el contacto, respiraba con agitación y sus ojos estaban encendidos de deseo carnal—.Llevas demasiada ropa encima. Quítatela. Quiero que estés aquí dentro, desnudo, conmigo.

Edward obedeció y tiró las botas, los calcetines, el pantalón y la camisa al suelo. No llevaba nada más y se puso de pie delante de Isabella completamente desnudo.

Completamente erecto y deseoso de ella.

Edward tuvo cuidado de mantener los ojos apartados de los de ella, porque ahora las pupilas se le habían achicado a causa del deseo, y era consciente de la presión y la pulsión de sus colmillos, que se habían alargado detrás de los labios. Si no hubiera sido porque la luz que llegaba desde la lámpara de noche que se encontraba al lado del lavamanos era muy tenue, sin duda ella le habría visto en toda su voraz gloria.

Y eso hubiera echado a perder ese momento prometedor.

Edward se concentró y emitió una orden mental que rompió la pequeña bombilla dentro de la mampara de plástico de la lámpara de noche. Isabella se sobresaltó al oír el repentino chasquido, pero al notarse rodeada por la oscuridad, suspiró, feliz. Se movía dentro del agua y ese movimiento de su cuerpo al deslizarse dentro del agua emitía unos sonidos deliciosos.

—Enciende otra luz, si quieres.

—Te encontraré sin luz —le prometió él. Hablar era un pequeño truco ahora, cuando la lascivia le dominaba por completo.

—Entonces ven —le pidió su sirena desde la calidez del baño.

Él se introdujo en la bañera y se colocó delante de ella, a oscuras. Solamente deseaba atraerla hasta sí, arrastrarla hasta su regazo para en fundarse hasta la empuñadura con una larga embestida. Pero por el momento pensaba dejar que fuera ella quien marcara el ritmo.

La pasada noche, él había venido hambriento y tomó lo que deseaba. Esta noche iba a ser él quien se ofreciera.

A pesar de que el tener que refrenarse le matara.

Isabella se deslizó hacia él entre las delgadas nubes de espuma. Le pasó los pies por ambos lados de las caderas y los juntó agradablemente en su trasero. Se inclinó hacia delante y sus dedos encontraron los muslos de él por debajo de la superficie del agua. Acarició y apretó sus fuertes músculos, los masajeó y pasó las manos a lo largo de sus muslos en una caricia que era un tormento lento y delicioso.

—Tienes que saber que no me comporto así normalmente.

Él emitió un gruñido que pretendía mostrar interés pero que sonó forzado.

—¿Quieres decir que normalmente no estás tan caliente como para hacer que un hombre se derrita a tus pies?

Ella soltó una carcajada.

—¿Es eso lo que te estoy haciendo?

Él le condujo las manos hasta la dureza rampante de su polla.

—¿A ti qué te parece?

—Creo que eres increíble. —Él le soltó las manos pero ella no las apartó. Le acarició el miembro y los testículos y, con gesto perezoso, le acarició con los dedos la punta hinchada que sobresalía por encima de la superficie del agua de la bañera.

—No te pareces a nadie que haya conocido nunca. Y lo que quería decir era que habitualmente no soy tan... quiero decir, agresiva. No tengo muchas citas.

—¿No traes a un montón de hombres a tu cama?

Incluso en la oscuridad, Edward se dio cuenta de que ella se había ruborizado.

—No. Hace mucho tiempo.

En ese momento, él no deseaba que ella llevara a ningún otro macho, ni humano ni vampiro, a su cama.

No quería que ella follara con nadie más nunca.

Y, que Dios le ayudara, pero iba a perseguir y a destripar al bastardo sirviente de los renegados que había podido matarla hoy.

Esa idea le surgió en un repentino ataque de posesión. Ella le acariciaba el sexo y la punta se le humedeció. Sus dedos, sus labios, su lengua, su aliento contra su abdomen desnudo mientras ella le tomaba hasta el fondo de su cálida boca: todo eso le estaba conduciendo al límite de una extraordinaria locura. No conseguía tener bastante. Cuando ella le soltó, él pronunció un juramento de frustración por perder la dulzura de esa succión.

—Te necesito dentro de mí —le dijo ella, con la respiración agitada.

—Sí —asintió él—, claro que sí.

—Pero...

Verla dudar le confundió. Enojó a esa parte de él que se parecía más a un renegado salvaje que a un amante considerado.

—¿ Qué sucede ? —Sonó más parecido a una orden de lo que hubiera querido.

—¿No tendríamos... ? La otra noche, las cosas se nos fueron de las manos antes de que pudiera decírtelo... pero ¿no deberíamos, ya sabes, utilizar algo esta vez? —La incomodidad de ella se le clavó como el filo de un cuchillo. Se quedó inmóvil, y ella se apartó de él como si fuera a salir de la bañera—. Tengo condones en la otra habitación.

Él la sujetó por la cintura con ambas manos antes de que ella tuviera tiempo de levantarse.

—No puedo dejarte embarazada. —¿Por qué le sonaba eso tan duro en ese momento? Era la pura verdad. Solamente las parejas que tenían un vínculo..., las compañeras de raza y los machos vampiros que intercambiaban la sangre de sus venas, podían tener descendencia con éxito—. Y en cuanto a lo demás, no tienes que preocuparte por protegerte. Estoy sano, y nada de lo que hagamos nos puede hacer daño a ninguno de los dos.

—Oh, yo también. Y espero que no creas que soy una mojigata por decírtelo...

Ella atrajo hacia sí y silenció su expresión de incomodidad con un beso. Cuando sus labios se separaron, le dijo:

—Lo que creo, Isabella Swan, es que eres una mujer inteligente que respeta su cuerpo y a sí misma. Yo te respeto por tener el valor de tener cuidado.

Ella sonrió con los labios junto a los de él.

—No quiero tener cuidado cuando estoy cerca de ti. Me vuelves loca. Me haces desear gritar.

Le puso las manos planas sobre el pecho y le empujó hasta que él quedó apoyado de espaldas contra la pared de la bañera. Entonces ella se levantó por encima de su pesada verga y pasó su sexo húmedo por toda su longitud, deslizándose hacia arriba y hacia abajo, casi —pero, joder, no del todo— envainándole con su calor.

—Quiero hacerte chillar —le susurró ella al oído.

Edward gruñó de pura agonía provocada por esa danza sensual. Apretó las manos en puños a ambos costados de su cuerpo, por debajo del agua, para no agarrarla y empalarla con su erección que estaba a punto de explotar. Ella continuó con ese perverso juego hasta que él sintió su orgasmo contra su polla. El estaba a punto de derramarse, y ella continuaba provocándole sin piedad.

—Joder —exclamó él con los dientes y los colmillos apretados, echando la cabeza hacia atrás—. Por Dios, Isabella, me estás matando.

—Eso es lo que quiero oír —le animó ella.

Y entonces, Edward sintió que el jugoso sexo de ella rodeaba centímetro a centímetro la cabeza de su pene.

Despacio.

Tan vertiginosamente despacio.

Su semilla se derramó y él tembló mientras el caliente líquido penetraba en el cuerpo de ella. Gimió, y nunca había estado tan cerca de perderse como en ese momento. Y la turgencia del sexo de Isabella le envolvió todavía más. Sintió que los pequeños músculos de ella le apretaban mientras se clavaba más en su polla.

Ya casi no podía soportarlo más.

El olor de Isabella le rodeaba, se mezclaba con el vapor del baño y se sentía embargado por la mezcla del perfume de sus cuerpos unidos. Los pechos de ella flotaban cerca de sus labios como unos frutos maduros a punto de ser tomados, pero él no se atrevió a tocarlos en ese momento en que estaba a punto de perder el control. Deseaba sentir esos aterciopelados pechos en la boca, pero los colmillos le latían de la necesidad de chupar sangre. Esa necesidad se veía incrementada en el momento del clímax sexual.

Giró la cabeza y dejó escapar un aullido de angustia; se sentía desgarrado en demasiados impulsos tentadores, y el menor de ellos no era la tensión por correrse dentro de Isabella, de llenarla con cada una de las gotas de su pasión. Soltó un juramento en voz alta y entonces gritó de verdad, pronunció un profundo juramento que se hizo más fuerte cuando ella se clavó con mayor fuerza en su polla ansiosa y le obligó a derramarse antes de que su propio orgasmo siguiera al de él.

Cuando la cabeza le dejó de dar vueltas y sintió que sus piernas volvían a tener la fuerza necesaria para aguantarle, Edward rodeó a Isabella con los brazos y empezó a levantarse con ella, evitando que Isabella se apartara de su polla que volvía a entrar en erección.

—¿Qué estás haciendo?

—Tú te has divertido ya. Ahora te llevo a la cama.

El agudo timbre del teléfono móvil arrancó de un sobresalto a Edward de su pesado sueño. Se encontraba en la cama con Isabella, los dos estaban agotados. Ella estaba enroscada a su lado, el cuerpo desnudo de ella rodeaba maravillosamente sus piernas y su torso.

—Mierda, ¿cuánto tiempo llevaba fuera? Posiblemente hubieran pasado unas cuantas horas ya, lo cual era increíble, teniendo en cuenta su habitual estado de insomnio.

El teléfono volvió a sonar y él se puso en pie y se dirigió al lavabo, donde había dejado su chaqueta. Sacó el teléfono de uno de los bolsillos y respondió.

—Sí.

—Eh. —Era Jasper, y su voz tenía un tono extraño—. Edward, ¿con cuánta rapidez puedes venir al complejo?

Él miró por encima del hombro hacia el dormitorio adyacente. Isabella estaba sentada en ese momento, somnolienta. Sus caderas desnudas estaban envueltas en las sábanas y su pelo era un revoltijo salvaje en su cabeza. Él nunca había visto nada tan terriblemente tentador. Quizá fuera mejor que se marchara pronto, mientras todavía tenía la oportunidad de alejarse antes de que el sol se levantara.

Apartó los ojos de la excitante visión de Isabella y Edward respondió a la pregunta con un gruñido.

—No estoy lejos. ¿Qué sucede?

Se hizo un largo silencio al otro lado del teléfono.

—Ha pasado una cosa, Edward. Es mala. —Más silencio. Entonces, la tranquilidad habitual de Jasper se quebró—: Ah, mierda, no hay forma buena de decirlo. Esta noche hemos perdido a uno, Edward. Uno de los guerreros está muerto.

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Verdad que es lindo como Edward se preocupó por Bella y como la cuido, ¿Quién quiere a alguien que la concienta a una cuando está mal?, asumo que la mayoría por no decir todas responden YOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO, jajajaja.

Gracias a todas por tomarse su tiempo de pasar por aqui y leer la historia, asi como también a las que como siempre me dejan sus comentarios, no saben cuanto me anima leer sus comentarios a si como a las que han dejado sus votos, mil besos y gracias a todas por sus votos, sus comentarios y también a las silenciosas.

Chaito y cuidense.

Capítulo 10: 9 Capítulo 12: 11

 
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