NO TE BUSCABA PERO TE ENCONTRÉ (+18)

Autor: Yusale
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 31/07/2013
Fecha Actualización: 17/01/2014
Finalizado: SI
Votos: 20
Comentarios: 138
Visitas: 72926
Capítulos: 35

Isabella Swan, una fotógrafa de Boston, celebra el éxito de su última exposición en un exclusivo after hours de la ciudad. Entre el acalorado gentío siente la presencia de un sensual desconocido que despierta en ella las fantasía más profundas. Pero nada relacionado con esa noche ni con ese hombre resulta ser l o que parece. A la salida, Isabella presencia un asesinato y, a partir de ese momento, la realidad se convierte en algo oscuro y mortífero, adentrándose en un submundo que nunca supo que existía, habitado por vampiros urbanos enfrentados.

Edward Cullen es un vampiro, un guerrero de la Raza, que ha nacido para proteger a los suyos -así como a los humanosque existen en una vida paralela a la suya- de la creciente amenaza de los vampiros renegados. Edward no puede arriesgarse a unirse a una humana, pero cuando Isabella se convierte en el objetivo de sus enemigos, no tiene más opción que llevársela a ese otro mundo que él lidera, en el que serán devorados por un deseo salvaje e insaciable

Ni la historia, ni los personajes son mios, la historia le pertenece a Lara Adrian cuyo libro se llama El Beso de la Medianoche, y los personajes por supuesto son de Stephanie Meyer.

 

Aqui les dejo el link de mis otras historias

UN EMBARAZOS DOS AMORES (TERMINADA)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3392

 

 

ENTRE EL ODIO Y EL AMOR (TERMINADO)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3796

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Capítulo 3: 2

Vampiros.

La noche estaba infestada de ellos. Había contado más de una docena en la discoteca, la mayoría de ellos rondaban a las mujeres medio desnudas que se contoneaban bailando en la pista de baile, y seleccionaban entre ellas, seduciéndolas, a las mujeres que apagarían su sed esa noche. Ésa era una relación simbiótica que había sido de utilidad a su raza desde hacía más de dos mil años, una convivencia pacífica que dependía de la habilidad del vampiro en borrar los recuerdos de los humanos de quienes se alimentaba. Antes de que saliera el sol se habría derramado una buena cantidad de sangre, pero todos los de su raza se esconderían  en el interior de sus oscuros refugios de los alrededores de la ciudad, y los humanos de quienes habían  disfrutado esa noche no recordarían nada.

Pero ése no era el caso de lo sucedido en el callejón de al lado de la sala de fiestas.

Para los seis depredadores que se habían atiborrado de sangre,  esa muerte ilícita sería la última. No eran cuidadosos manejando su apetito, no se habían dado cuenta de que les habían visto. No se habían dado cuenta de que  él les había estado observando en la discoteca, ni de que les vio salir fuera desde la ventana del segundo piso  de la iglesia reconvertida en un club nocturno de moda.

Estaban cegados por el subidón de deseo de sangre, esa adicción que una vez había sido como una epidemia para esa raza y que había provocado que tantos de ellos se volvieran unos renegados. Igual que esos, que se alimentaban  abierta e indiscriminadamente de los humanos que vivían entre ellos.

Edward Cullen no sentía una simpatía especial por la raza humana, pero lo que sentía por esos vampiros renegados era peor todavía. Ver a uno o a dos vampiros asesinos en una sola noche rastreando una ciudad del tamaño de Boston no era algo poco frecuente. Encontrar a varios de ellos trabajando en equipo, alimentándose a cielo descubierto como habían hecho ésos, era más que un pequeño problema. El número de asesinos aumentaba otra vez y se hacían cada vez más fuertes.

Había que hacer algo al respecto.

Para Edward, al igual que para muchos otros de su raza, cada noche representaba la obligación de realizar una expedición de caza con el objetivo de aniquilar a aquellos que ponían en peligro lo que a la raza de vampiros les había costado tanto conseguir. Esa noche, Edward perseguía a sus presas solo, sin importarle que le superaran en número. Había esperado a que la oportunidad de atacar fuera óptima: cuando los renegados hubieran saciado esa adicción que dirigía sus mentes.

Borrachos después de haber tomado una cantidad de sangre muy superior a la que podían ingerir sin riesgos, habían continuado destrozando y golpeando el cuerpo de ese hombre joven de la discoteca, gruñendo y mordiendo como si fueran una manada de perros salvajes. Edward se había preparado para ejecutar una justicia rápida, y lo habría hecho de no ser por la repentina aparición de esa mujer pelirroja en el oscuro callejón. En un instante, ella había arruinado todo sus propósitos de esa noche al seguir a los renegados hasta el callejón y haber desviado la atención de su presa.

Mientras el haz luminoso de su teléfono móvil centelleaba en la oscuridad, Edward bajó desde el alféizar de la ventana oculto en sombras y aterrizó en el suelo sin hacer ni un sonido. Al igual que los renegados, los sensibles ojos de Edward se encontraron parcialmente cegados por ese repentino brillo de luz en la oscuridad. La mujer había  disparado una serie de veces mientras huía de la carnicería y esos destellos fruto del pánico fueron lo único que la salvaron de la ira de sus salvajes parientes.

Pero mientras que  los sentidos de los otros vampiros se encontraban aturdidos y entumecidos a causa de la sed de sangre, los de Edward estaban completamente despiertos. Sacó su arma de debajo del abrigo —una doble hoja de acero de filo de titanio que sobresalía de una única empuñadura— y la blandió, reclamando la cabeza del matón que se encontraba más cerca de él.

A ésta la siguieron dos más. Los cuerpos de los muertos se retorcieron al empezar la rápida descomposición celular que convertía la masa acida que supuraba de sus cuerpos en cenizas. Unos chillidos salvajes llenaron el callejón; Edward cortó la cabeza de otro de ellos y, dándose la vuelta, empaló a otro de los renegados por el torso. Éste soltó un silbido a través de los dientes y colmillos que goteaban sangre. Unos pálidos ojos de color áureo se clavaron en Edward con expresión de  desdén: los iris hinchados por el hambre se tragaban unas pupilas que se habían  achicado hasta convertirse en dos estrechas ranuras. La criatura sufrió un espasmo, alargó los brazos hacia él con los labios apretados dibujando una horrenda sonrisa que no era de este mundo: el acero forjado de forma específica envenenó su sangre asesina y redujo al vampiro a una mancha en el suelo de la calle.

Sólo quedaba uno. Edward se volvió para enfrentarse al alto macho con las dos hojas levantadas y preparadas para asestar el golpe.

Pero el vampiro se había ido: se había escapado en medio de la noche antes de que pudiera darle muerte.

≪Mierda.≫

Nunca antes había permitido que ninguno de esos bastardos se escapara a su justicia. No debería haberlo hecho ahora. Pensó en perseguir al matón, pero eso hubiera significado abandonar la escena del ataque expuesta, y ése era un riesgo mayor allí: permitir que los humanos conocieran la dimensión exacta del peligro en el cual vivían.

A causa de la ferocidad de los renegados, la raza de Edward había sido perseguida por los seres humanos durante la Vieja Era;  los de su raza no podrían sobrevivir a otra era de castigo ahora que los humanos tenían la tecnología de su parte.

Hasta que los renegados fueran sofocados —mejor todavía: eliminados por completo— la humanidad no debería saber que existían vampiros que vivían entre ellos.

Mientras se disponía a limpiar la zona de todo rastro de la matanza, los pensamientos de Edward no dejaron  de dirigirse hacia la mujer del pelo encendido y de esa dulce belleza de alabastro.

¿Cómo era posible que ella hubiera encontrado a los renegados en el callejón?

A pesar de  que era una creencia general entre los humanos que los vampiros podían desaparecer a voluntad, la realidad era mucho menos impactante. Tenían el don de poseer una gran agilidad y una gran velocidad y simplemente se movían con una rapidez mayor que la que podía captar el ojo humano. Esa habilidad, además, se veía aumentada por el gran poder hipnótico que tenían sobre las mentes de los seres inferiores. Pero, de forma extraña, esa mujer parecía inmune a ambas cosas.

Edward la había visto moverse por la discoteca,  y se dio cuenta de ello en ese momento. Su mirada se había desviado de su presa atraída por un par de conmovedores ojos y por un espíritu que parecía tan perdido como el suyo. Ella también le había visto y le había mirado desde donde se encontraba sentada con sus amigos. A pesar de la multitud de gente y del olor a rancio que llenaba la sala, Edward había detectado el aroma del perfume de su piel: algo exótico y raro.

En esos momentos  también lo olía. Era  una delicada nota aromática que pendía de la noche, que incitaba sus sentidos y que despertaba algo muy primitivo en él.  Las encías le dolieron a causa del repentino alargamiento de los colmillos: una reacción física ante la necesidad de tipo carnal o de cualquier otro tipo que él no conseguía controlar. La olía y la deseaba, y no de una forma más elevada que la de sus hermanos los renegados.

Edward echó la cabeza hacia atrás e inhaló con  fuerza el aroma de la mujer para seguir su  rastro oloroso por la ciudad. Al ser la única testigo del ataque  de los renegados,  no era inteligente permitir que ella conservara el recuerdo de lo que había visto. Edward encontraría a esa mujer y tomaría las medidas que fueran necesarias para asegurar la protección de su raza.

Y, desde algún recóndito lugar de  su mente, una antigua consciencia le susurraba que, fuera ella quien fuese, ya le pertenecía.

—Se lo estoy diciendo. Lo vi todo. Había seis, y estaban destrozando a ese chico con las manos y los dientes... como animales. ¡Le han matado!

—Señorita Swan, hemos pasado por esto muchas veces ya esta noche. Ahora estamos todos cansados, y la noche se está haciendo muy larga.

Isabella llevaba en la comisaría más de tres  horas intentando explicar el horror del que había sido testigo en la calle próxima a La Notte. Los dos agentes con quienes había hablado se habían mostrado escépticos al principio, pero ahora ya se estaban impacientando y casi tenían una actitud acusatoria hacia ella. Al cabo de muy poco tiempo de que ella hubiera llegado a la comisaría, habían enviado un coche patrulla a la zona de la discoteca para comprobar cuál era la situación y para recuperar el cuerpo que Isabella había dicho ver. Pero habían vuelto con las manos vacías. No había ninguna noticia de ningún altercado con ninguna banda y no encontraron pruebas de ninguna clase de que alguien hubiera sufrido algún acto delictivo. Era como si todo eso no hubiera sucedido nunca, o como si los rastros hubieran sido borrados de forma milagrosa.

—Si me escucharan... si quisieran mirar las  fotos que  he hecho...

—Las hemos visto, señorita Swan. Varias veces, ya. Francamente, todo de lo que nos ha contado esta noche se ha comprobado... su declaración, esas fotos borrosas y oscuras de su teléfono móvil.

—Siento mucho que les falte calidad —replicó Isabella en tono ácido— La próxima vez que me encuentre con una pandilla de psicópatas que llevan a cabo una matanza sangrienta, intentaré recordar que debo ir a buscar mi Leica y un par de objetivos extra.

—Quizá quiera usted replantearse su declaración —sugirió el más viejo de los dos oficiales cuyo acento bostoniano estaba teñido  con el deje irlandés que le había dado la juventud en Southie. Se llevó una mano regordeta a las cejas y se las frotó y, acto seguido, le pasó el móvil a Isabella por encima de la mesa—. Debe usted saber que firmar una declaración falsa es un delito, señorita Swan.

—Esta no es una declaración falsa —insistió ella, frustrada y no poco enojada de que la trataran como a una criminal—. Mantengo todo lo que he dicho esta noche. ¿Por qué tendría que habérmelo inventado?

—Eso solamente lo puede saber usted, señorita Swan.

—Esto es increíble. Tienen mi llamada al 911.

—Sí—asintió el agente—. Usted realizó, efectivamente, una llamada a Emergencias. Desgraciadamente, lo único que tenemos grabado es el sonido de interferencias. Usted no dijo nada, y no respondió a la petición que el telefonista le hizo de que informara de lo sucedido.

—Sí, bueno, es difícil encontrar las palabras para describir cómo le están cortando el cuello a alguien.

El la miró otra vez con expresión dubitativa.

—Esa discoteca... La Notte, es un lugar desenfrenado, por lo que sé. Muy popular entre los góticos, los raveros...

—¿Qué quiere decir?

El policía se encogió de hombros.

—Muchos chicos se meten en líos extraños hoy  en día. Quizá lo único que usted vio fue cómo una fiesta se les iba un poco de las manos.

Isabella soltó una  maldición y alargó la mano hasta el teléfono móvil.

—¿Le parece a usted que esto es una fiesta que se les va un poco de las manos ?

Apretó la tecla de «mostrar imagen» y volvió a observar las imágenes que había capturado. A pesar de que las instantáneas eran borrosas y de que el destello de luz había difuminado la escena, todavía se veía claramente a un grupo de hombres que rodeaba a otro en el suelo. Apretó el botón para pasar a otra imagen y vio el brillo de varios ojos que miraban a la cámara, y unos rostros cuyos vagos rasgos faciales se deformaban y adoptaban una expresión de furia salvaje.

¿Por qué los agentes no veían lo que veía ella?

—Señorita Swan—interrumpió el agente de policía más joven. Caminó hasta el otro lado del escritorio y se sentó en la esquina del mismo, delante de ella. Había sido el que, de los dos, había permanecido más tiempo en silencio, el que había estado escuchando con atención mientras su compañero comunicaba dudas y sospechas—. Es evidente que usted cree haber presenciado algo  terrible esta noche, en esa discoteca. El agente Jenks y yo queremos ayudarla, pero para que podamos hacerlo, tenemos que asegurarnos de que estamos hablando de lo mismo.

Ella asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

—Ahora tenemos su declaración y hemos visto sus fotos. Usted me da la sensación de ser una persona sensata. Antes de que profundicemos más en esto, necesito saber si estaría usted dispuesta a someterse a un análisis de control de drogas.

—Un análisis de drogas. — Isabella se levantó repentinamente de la silla. Ahora estaba más que enojada—. Esto es ridículo. Yo no soy una cabeza hueca colocada, y me disgusta  que me traten como si lo fuera. ¡Estoy intentando informar de  un asesinato!

—¿Bells? ¡Bella!

Desde algún punto, a sus  espaldas, en comisaría, Isabella oyó  la  voz de Jacob. Había llamado a su amigo al cabo de muy poco tiempo de haber llegado allí porque necesitaba el apoyo de tener un rostro familiar cercano  después de todo lo que había presenciado.

—¡Isabella!  —Jacob corrió hacia ella y le dio un cálido abrazo—. Siento no haber podido llegar antes, pero ya estaba en casa cuando recibí tu mensaje en el móvil. ¡Qué horror, cariño! ¿Estás bien?

Isabella asintió con la cabeza.

—Creo que sí. Gracias por venir.

—Señorita Swan, ¿por qué no deja que su amigo la lleve a casa? —le dijo el agente—. Podemos continuar con esto en algún otro momento. Quizá podrá pensar con mayor  claridad después de haber dormido un poco.

Los dos policías se levantaron y le hicieron una seña a Isabella para que hiciera lo mismo. Ella no discutió. Estaba cansada, agotada por completo, y no creía que aunque se quedara en la comisaría toda la noche consiguiera convencer a los polis de lo que había presenciado fuera de La Notte. Un poco atontada, dejó que Jacob y que los dos agentes la acompañaran fuera de comisaría. Ya se encontraba a mitad de las escaleras en dirección al aparcamiento cuando el más joven de los dos la llamó por su nombre.

—Señorita Swan.

Ella se detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro, en dirección a donde se encontraban los dos policías de pie, bajo la luz que salía de la comisaría.

—Si eso la ayuda a descansar con mayor tranquilidad, le enviaremos a alguien para que vigile su casa, y que quizá pueda hablar con usted un poco más cuando haya tenido usted tiempo de pensar un poco en su declaración.

A Isabella no le gustó el tono de mimo con que se lo  dijo, pero tampoco encontró las fuerzas necesarias para rechazar esa oferta. Después de lo que había presenciado esa noche, Isabella aceptaría gustosa la seguridad que le ofrecía el tener a un policía cerca, incluso aunque fuera un policía prepotente. Asintió con la cabeza y siguió a Jacob hasta el coche.

En un escritorio de un tranquilo rincón de la comisaría, un archivista apretó el botón de impresión del ordenador. Una impresora láser zumbó y se puso en funcionamiento a  sus espaldas, y sacó un informe de una sola página. El archivista se tragó el último sorbo de café frío que quedaba en su tazón desconchado Red Sox y se levantó de la desvencijada silla para recoger, con gesto indiferente, el documento que acababa de  salir de la impresora.

La Central se encontraba en silencio, vacía, después del cambio de turno de medianoche. Pero incluso aunque hubiera estado bullendo de actividad, nadie hubiera prestado ninguna atención al reservado y extraño interno  en prácticas que se mostraba tan cerrado en sí mismo.

Esa era la belleza de su papel.

Por eso lo habían elegido.

Él no era el único miembro del cuerpo  a quién podían reclutar. Sabía que había otros, aunque sus identidades se mantenían en secreto. De esa forma era más seguro, más limpio. Por su parte, no recordaba cuánto tiempo hacía que había conocido a su Maestro. Solamente sabía que ahora vivía para servir.

Con el informe firmemente sujeto en una mano, el archivista caminó despacio por el pasillo buscando un lugar tranquilo y privado. La habitación de descanso, que nunca se encontraba vacía fuera la hora del día que fuera, se encontraba ocupada en esos momentos por una pareja de secretarias y por Jenks, un policía gordo y bocazas que se retiraba a final de semana. Estaba fanfarroneando acerca de un fantástico negocio que había hecho con algún apartamento de Florida mientras las mujeres, básicamente, le ignoraban y se dedicaban a disfrutar de un pastel amarillo hecho el día anterior y a bañarlo con una coca-cola baja en calorías.

El archivista se pasó los dedos por entre el  cabello de un color  castaño claro y atravesó las puertas abiertas en dirección a los servicios, que se encontraban al final  del pasillo. Se detuvo fuera  del servicio de caballeros con la mano encima del pomo de metal y echó un vistazo a sus espaldas. Al darse cuenta de que nadie le veía, se dirigió a la habitación de al lado, al cuarto de suministros de conserjería. Se suponía que debía mantenerse siempre cerrado, pero pocas veces lo estaba. De todas formas, no había gran cosa que valiera la pena robar allí dentro, a no ser que uno tuviera debilidad por el papel higiénico industrial, el amoníaco o las toallas de papel marrón.

Giró la manilla de la puerta y empujó el viejo  panel de acero hacia dentro. Cuando se encontró en el interior del oscuro cuarto, presionó el cierre desde dentro y sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón. Apretó el botón de marcación  rápida y llamó al único número que tenía almacenado en esa unidad indetectable y desechable. El tono de llamada sonó dos veces y luego se impuso un silencio amenazante, la inconfundible presencia de su Maestro acechaba desde el otro extremo de la línea.

—Señor —dijo el archivista en un susurro reverente—. Tengo información para usted.

Habló deprisa y en voz baja, contándole todos los detalles acerca de la mujer  llamada Swan que había acudido a la comisaría y de la declaración que había realizado acerca de un asesinato por parte de una banda en el centro de la ciudad. El archivista oyó un gruñido y el suave siseo de la respiración desde el otro extremo de la línea.  Su maestro escuchaba la información en silencio.  Notó la furia contenida en esas lentas y acompasadas respiraciones, y se le heló toda la sangre.

—He reunido toda la información personal para usted, señor, toda —le dijo, y, sirviéndose del suave resplandor de la ventana del móvil, leyó la dirección de Isabella, su teléfono privado y demás detalles.  El servil subordinado estaba ansioso por complacer a su temible y poderoso señor.

Capítulo 2: 1 Capítulo 4: 3

 
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