-Mala, mala, mala, Bella. Vuelves a mentir. Tendré que castigarte a ti y a ella, a las dos.
A Paris le recorrió un escalofrío y Bella se quedó sin voz. «¡Dios mío! ¿Qué va a hacernos?»
**********
La hilera de vehículos policiales y el par de ambulancias viajó sin sirenas hacia el extremo este de la propiedad de Vulturi y aparcó a lo largo de la carretera.
Edward iba sentado en el asiento delantero del coche patrulla que conducía el sheriff. La capitana Torres y el teniente Jenkins iban en la parte de atrás. Embry, por su parte, viajaba con el ayudante del sheriff en el coche que los seguía.
Lo único que hacía pensar que había alguien al final de aquel camino era el buzón de madera y la alambrada que circundaba el terreno. Un reguero de pinos flanqueaba la carretera hasta donde Edward alcanzaba a ver.
-Allá vamos -animó el sheriff-. La casa queda a unos seis o siete kilómetros por aquel camino embarrado, en un claro que se abre detrás de aquellos pinos.
-Entonces, ¿nos verán llegar? -quiso saber Jenkins.
-Si vamos en coche, seguro -confirmó el sheriff-. Por eso he pensado que nos acerquemos a pie sigilosamente y sin hacer un ruido.
-No me convence la idea de aparecer a escondidas cuando no contamos con una orden de registro -intervino Torres.
-Bueno, respecto a eso, en cuanto acabé de hablar con ustedes, llamé al juez Burton y le pedí que preparara una. Al viejo no le preocupa demasiado lo de las situaciones probables y ha dictado una orden en blanco que tengo aquí conmigo. Sólo tengo que rellenar el nombre y la dirección -acto seguido mostró un papel blanco que llevaba en el bolsillo de atrás y se lo entregó a Lucy.
Ella se quedó mirándolo en silencio hasta contar tres mentalmente y luego reaccionó.
-Sheriff Parnell, ¿quiere usted casarse conmigo?
Él, que le sacaba al menos veinte años, le dedicó una sonrisa.
-Bueno, si mi Cora me echa de casa alguna vez, esté segura de que iré a buscarla a usted, capitana.
Impaciente por empezar a caminar, Edward interrumpió la bromita.
-Entonces, ¿qué hacemos? Caminar por este sendero y confiar en que no nos vean.
El sheriff se tiró del lóbulo de la oreja derecha como si estuviera ordeñando una vaca.
-La verdades que sería una pena no usar a los hombres del Equipo de Armas y Ataques Especiales, ya que han venido con ustedes desde Dallas -luego miró al teniente Jenkins y continuó-: Este camino es el único por el que pueden salir en coche de la casa. La salida por la zona norte está bloqueada por un lago de unas cinco hectáreas. Se me ocurre que podemos dividir su equipo en dos grupos y mandar la mitad con uno de mis ayudantes para que se dirijan a la casa por el sur y la otra mitad con otro para que acceda por el oeste. Cuando todo el mundo esté en su sitio, yo me acercaré en coche por la carretera -sonrió-, como en uno de esos movimientos en pinza que solía emplearse durante la guerra.
Los tres agentes de Dallas intercambiaron miradas.
Edward fue el primero en hablar:
-Yo quiero ir con usted, sheriff.
-¡No! -respondieron Torres y Jenkins al unísono.
La capitana intervino en primer lugar:
-Detective, Vulturi ya ha visto su cara. Si usted se presenta allí con el sheriff, perderemos el factor sorpresa.
-Bueno -interrumpió el sheriff antes de que Jenkins pudiera decir algo-, si la chica de este detective es la que está encerrada en aquel sitio, me parece a mí que se ha ganado el derecho a aparecer por la puerta principal -dijo con la mirada puesta en Edward-. Usted se quedará agazapado en la parte delantera dentro del coche hasta que veamos cómo va la cosa.
-Sí, señor -aceptó él.
-Permitan al detective venir conmigo. Yo ya estoy algo mayor y los reflejos no me funcionan tan bien como antes. Me gustará tener compañía.
Así, salieron del coche patrulla y el sheriff extendió sobre el capó un mapa de la zona. El sargento Gómez, a la cabeza del Equipo de Especiales, escuchó las instrucciones de Parnell.
-A mí me parece bien -dijo Gómez.
-Dejaremos a un ayudante con las ambulancias al principio de la carretera por si algo sale mal y Cabe, o vulturi o como se llame, logra escapar en la limusina.
Todos activaron el vibrador de los móviles y sincronizaron los relojes. Edward y el sheriff esperarían a que ambos equipos se situaran en sus puestos antes de avanzar por la carretera.
Los equipos partieron y se adentraron en el bosque mientras el sheriff se recostaba en el asiento del conductor del coche patrulla.
-Dentro de nada, detective, tendrá aquí a su chica.
-Espero que tenga razón, señor. Rezo para ya tenerla conmigo. -Edward caminaba de un lado a otro frente al vehículo.
-¿Ya le ha dicho que la quiere? -preguntó el sheriff.
Él se quedó mirándolo.
-¿Cómo? No, no se lo he dicho.
-Puede que ésa sea la razón por la que está usted tan nervioso. Aún no ha compartido con ella lo que siente.
-Sólo quiero que esté a salvo -afirmó Edward-. Nada de esto habría ocurrido si no fuera por mi culpa.
-¡Mentira! -respondió el sheriff mientras doblaba el mapa-. Usted quiere que esté a salvo porque la quiere. Sea usted un hombre y admítalo. La quiere y está sufriendo al saber que ella está en peligro. Créame, sé lo que digo. -La voz de sheriff adquirió el tono de alguien que narra una historia-: Cuando Cora y yo estábamos saliendo, ella trabajaba de enfermera en la cárcel de Hunstiville, donde yo estaba de vigilante. Un día se produjo un asalto y cuatro de los internos la cogieron junto a otros dos miembros del personal -movió la cabeza al recordarlo-. Quise morirme al enterarme de que Cora era una de las personas que habían tomado como rehenes.
El sheriff se frotó la nuca y continuó:
-Aquel día le hice una promesa a Dios. Le dije que si me devolvía a mi Cora, me casaría con ella y la protegería durante el resto de mi vida -y sonrió a Edward con los ojos chispeantes-. Y aún sigo cumpliendo esa cadena perpetua, después de cincuenta años.
Edward se rió porque el sheriff esperaba que lo hiciera.
Parnell suspiró y abrió la puerta del vehículo.
-Aún tenemos algo de tiempo de espera. Si no le importa, voy a echarme una pequeña siesta en el coche patrulla. Si pasa algo, me avisa, ¿de acuerdo?
El sheriff no tardó en quedarse dormido en el asiento del conductor. Edward continuó caminando: de un lado a otro, arriba y abajo. La mente no dejaba de funcionarle. Repensó la historia de Parnell y aunque no rezaba desde que era pequeño, se descubrió repitiendo la misma plegaria una y otra vez: «Dios mío, sé que Bella y yo no nos hemos conocido en la parroquia precisamente, pero si la mantienes viva, te juro que me comportaré como esperas. Le pediré que se case conmigo y, si acepta, la protegeré durante el resto de mi vida, pero cuídala tú esta vez por mí. No dejes que muera, déjame recuperarla. Déjame recuperarla.»
Falta poco para el final!!
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