Edward volvió con rapidez la cabeza para mirarla.
-¿Cómo dices?
Bella le señaló el banco y le ordenó:
-Bájate la cremallera de los vaqueros y siéntate.
Edward la miró, sin poder dar crédito.
-¿Estás loca? Aquí puede vernos todo el mundo.
Bella se rió.
-No antes de que los hayamos visto nosotros. Los arbustos que hay al otro lado del camino nos tapan la parte de abajo del cuerpo y desde donde tú estás puedes ver a cualquier persona que se acerque.
Edward se mojó los labios. Bella dedujo enseguida que la idea lo excitaba: ya se le notaba el bulto en los pantalones.
-¿Tendrán prismáticos en aquellos barcos? -se preguntó mirando hacia el lago.
-Seguramente -asintió ella-, pero ¿qué más da? Están demasiado lejos como para poder hacer algo más que disfrutar mirándonos.
Aquellas palabras y la actitud de Bella lo convencieron. Se dispuso a desabrocharse el cinturón y bajarse la cremallera de los pantalones.
-Habrá que hacerlo rápido.
-¿Por qué no te los bajas hasta las rodillas? -Indicó al tiempo que le señalaba los pantalones-. Así no estorbarán ni los mancharemos.
Absolutamente dispuesto, él se bajó los vaqueros por las caderas, se sentó en el banco y se sacó la polla de los calzoncillos. Luego extrajo un preservativo del bolsillo.
Bella se había quitado la mariposa azul en el apartamento de Javier y se la había guardado en el bolso.
Libre de nuevo, el sexo volvía a hinchársele por el deseo. Se subió a horcajadas sobre Edward y colocó las rodillas a la altura de sus caderas. Bajó la mano hasta los muslos y le ayudó a dirigir el pene hacia la hendidura hasta que la penetró deslizándose en la humedad y encajando en su cavidad como si se tratara de una llave en un candado. Ambos gimieron de placer. Para poder disfrutar de todas las sensaciones, Bella se inclinó sobre el regazo de Edward, que la agarró de la cintura.
-Vamos, cielo, móntame. Soy tu semental, móntame fuerte y ligera.
Ella se hizo enseguida con el ritmo, cabalgando a velocidad creciente mientras se mantenía agarrada a sus hombros para no perder el equilibrio.
-¿Estás vigilando el camino? -quiso asegurarse.
-Sí -la tranquilizó, con la barbilla clavada en su hombro. Y Sin sujetador, los pechos se movían arriba y abajo desacompasados. Se bajó la camisa para sacarse el seno izquierdo.
-Muérdemelo -le pidió a Edward.
En el siguiente movimiento de Bella hacia arriba, él le cazó el pezón al vuelo. No había sido precisamente delicado al hacerlo, pero a ella no le importó, lo que quería era follar salvaje y descontroladamente. Cuando se le escapó el pecho de la boca, Edward volvió a mirar el camino.
Estaban tan excitados que él sólo tardó un par de minutos en preguntar:
-¿Estás lista?
-Sí -respondió Bella sin aliento.
Él rugió y murmuró y empezó a mover las caderas con fuerza para penetrarla profundamente hasta estallar en un grito de placer mientras se corría.
Bella tuvo un segundo para pensar: «Van a oírnos.» Sin embargo, el orgasmo la invadió y se olvidó de todo lo demás, hasta de su nombre. La fuerza de las convulsiones hizo que el banco chirriara. Una vez que hubieron acabado, ambos se desplomaron uno sobre el cuerpo del otro como si fueran un par de muñecos de trapo.
Bella se descubrió preguntándose, por primera vez, si sería posible que a alguien le estallara el corazón al follar. A ella le latía como una locomotora y la pregunta le resultó más que apropiada.
De repente Edward le susurró apremiante:
-Viene alguien.
Ella se incorporó tan rápido que se tambaleó y estuvo a punto de caer se sobre las azaleas.
Barrió los alrededores con la mirada hasta localizar a una pareja de ancianos que atravesaban pausadamente el jardín. Cuando se dio la vuelta para mirar a Edward, vio que él ya estaba subiéndose los pantalones.
-Vamos, date prisa y ponte de pie, yo te tapo -dijo acercándose a él.
Javier se subió la cremallera mientras ella lo cubría.
Cuando la pareja de ancianos alcanzó la cima de la colina, ambos estaban ya disfrutando inocentemente de las vistas. La única prueba del polvo que acababan de echar era el penetrante olor a sexo que aún se respiraba en el lugar. Ni siquiera la fragancia de las flores podía solapar aquel inconfundible aroma. Bella rezó para que la pareja no lo notara o, al menos, no lo reconociera.
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