Mi EXTRAÑO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2013
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 45
Comentarios: 81
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Capítulos: 24

Estuvieron juntos por las razones equivocadas…

Son la pareja más escandalosa de Londres. Isabella, lady Pelham, y Edward Cullen, marqués de Grayson, están a igualados en todo; sus apetitos lujuriosos, sus constantes amantes, su pícaro ingenio, provocativa reputación y su absoluto rechazo a arruinar su matrimonio de conveniencia enamorándose el uno del otro. Isabella sabe que un libertino tan encantador jamás interesará a su protegido corazón ni que ella influenciará su corazón de libertino. Es una farsa muy agradable… hasta que un sorprendente giro de los acontecimientos aparta a Edward de su lado.

Ahora, cuatro años más tarde, Edward ha vuelto a casa con Isabella. Pero el granuja despreocupado y juvenil que se marchó ha sido reemplazado por un hombre taciturno, poderoso e irresistible que está decidido a emplear la seducción para alcanzar sus afectos. Ha desaparecido el compañero despreocupado que compartía su amistad y nada más, y en su lugar está la tentación hecha carne… un marido que desea el cuerpo y el alma de Isabella, y que no se detendrá ante nada para conquistar su amor. No, este no es el hombre con que se casó. Pero es el hombre que podría por fin robarle el corazón…

BASADA EN UN EXTRAÑO EN MI CAMA DE SYLVIA DAY

 

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Capítulo 14: CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 13

 

En cuanto el carruaje de Grayson entró en el concurrido camino que conducía a la mansión de los Hammond, Bella no pudo contener un gemido de frustración. Vio que había un invitado en particular al que no tenía ningunas ganas de ver.

Sentado delante de ella, Edward levantó una ceja a modo de pregunta.

«Tu madre», articuló sin sonido para no disgustar a lord Emmett, que compartía asiento con su esposo.

El aristócrata se apretó el puente de la nariz y soltó un largo suspiro.

Bella perdió de repente las ganas que tenía de disfrutar del fin de semana. Bajó del carruaje con la ayuda de Edward y consiguió sonreír, mientras observaba al resto de los invitados.

Tuvo un escalofrío cuando la marquesa viuda de Grayson le guiñó un ojo en plan conspirador. Aquella mujer le gustaba mucho más cuando eran enemigas.

—Bella.

El alivio que sintió al oír esa voz a su espalda fue abrumador. Se dio la vuelta y cogió las manos a Jasper como si se estuviese ahogando y él pudiese salvarla. La sonrisa de su hermano fue arrolladora y vio que estaba guapísimo, con su cabello negro peinado hacia atrás bajo el sombrero.

— ¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, consciente de que a él no le gustaban las fiestas campestres.

—He sentido la necesidad de estar rodeado de gente respetable —contestó como si nada.

— ¿Estás enfermo? —le preguntó ella, entrecerrando los ojos.

Jasper se rió echando la cabeza hacia atrás.

—No, aunque supongo que estoy un poco melancólico. Unos cuantos días en el campo me curarán.

— ¿Melancólico? —Bella se quitó un guante y le tocó la frente con la muñeca.

Su hermano puso los ojos en blanco.

— ¿Desde cuándo da fiebre el mal humor?

—Tú no has estado de mal humor en toda tu vida.

—Hay una primera vez para todo.

Unas manos en su cintura captaron la atención de Bella.

—Cullen —saludó su hermano, levantando la mirada por encima de la cabeza de ella.

—Trenton —le devolvió Edward el saludo—. No esperaba encontrarte aquí.

—Un ataque de enajenación mental transitoria.

—Ah. —Edward acercó a Bella a su cuerpo consiguiendo que ella lo mirase con los ojos abiertos como platos. Tenían el acuerdo tácito de no tocarse en público, dado que, al parecer, bastaba con eso para que ardiese la pasión entre los dos—. Me parece que yo sufro la misma enfermedad.

—Cullen, Bella, qué alegría encontraros aquí a los dos —les dijo la marquesa viuda, acercándose.

Bella abrió la boca para contestar, pero justo entonces, Edward le pellizcó las nalgas y la hizo saltar, dejando completamente atónita a la madre de él.

Bella echó disimuladamente una mano hacia atrás e intentó golpear la de él.

— ¿Te encuentras mal? —Le preguntó la marquesa viuda, con cara de desaprobación—. No tendrías que haber venido si estás enferma.

—Está perfectamente bien —contestó Edward en plan seductor—. Puedo asegurártelo.

Bella le dio un pisotón en la bota, aunque él ni se inmutó.

« ¿Qué pretende?»

No lograba entenderlo. Parecía como si intentara seducirla allí, delante de todos...

—La vulgaridad es para la gente corriente —criticó la madre de él—. Y está muy por debajo de un hombre de tu estatus social.

—Pero, madre, es que es de lo más deliciosa.

— ¡Lord y lady Grayson! Qué alegría que hayan venido.

Bella volvió la cabeza y vio a lady Hammond descendiendo la escalinata de la entrada.

—Le agradecemos mucho que nos invitara —contestó Bella.

—Ahora que han llegado —siguió la vizcondesa—, ya podemos irnos. Hace un día maravilloso para un picnic, ¿no cree?

—Así es —murmuró Bella, impaciente por volver a meterse en el carruaje.

—Yo iré con vosotros, Grayson —dijo la madre de él.

Bella hizo una mueca de dolor y pensó que aquel trayecto iba a ser una auténtica tortura.

Edward le acarició cariñoso la espalda, pero el alivio que ella sintió fue sólo momentáneo, pues tuvo que pasarse el resto de la mañana y de la tarde confinada en aquel carruaje, escuchando cómo la madre de Edward los reñía a todos por una cosa tras otra.

No podía ni imaginarse lo horrible que tenía que ser vivir con una madre a la que le parecía mal todo lo que hacías, así que acarició el muslo de Edward con el dorso de la mano para darle ánimos.

Él permaneció sentado en silencio durante todo el trayecto y sólo reaccionó cuando se detuvieron para cambiar los caballos y comer un poco.

Fue un gran alivio cuando al final del día llegaron a la preciosa mansión que los Hammond tenían en el campo. En cuanto el carruaje se detuvo, Edward saltó fuera y ayudó a bajar a Bella. Y entonces ella vio a Jacob Hargreaves y comprendió por qué su marido se había comportado de ese modo tan posesivo. Incluso entonces, a pesar de que fingía estar muy aburrido, Bella notaba que estaba pendiente de ella y vio que desviaba ligeramente la vista hacia el camino.

—Es una finca preciosa —comentó la marquesa viuda, sonriéndole a la vizcondesa.

Lo era; la pared de ladrillo de color crema resaltaba entre la multitud de flores de colores y las enredaderas.

En otras circunstancias, pasar una semana allí habría sido algo maravilloso. Pero teniendo en cuenta quiénes estaban presentes, incluida lady Stanhope, que no paraba de mirar a Edward de aquella manera que tanto enfurecía a Bella, ésta lo ponía seriamente en duda.

—Tendríamos que habernos quedado en Londres —murmuró.

— ¿Quieres que nos vayamos? —Le preguntó Edward—. Tengo una propiedad no muy lejos de aquí.

Ella se volvió y lo miró atónita.

— ¿Te has vuelto loco? —dijo, a pesar de que en el profundo azul de sus ojos vio que estaba completamente dispuesto a irse.

Aunque, en ocasiones, Bella creía que ya no quedaba ni rastro del Grayson que había conocido antes, había momentos en los que éste aparecía. Ahora era más sofisticado, más sombrío, pero seguía siendo igual de implacable.

—No.

Él suspiró resignado y le ofreció el brazo.

—Sabía que dirías eso. Espero que no te importe pasar mucho tiempo encerrada en nuestro dormitorio.

—Eso podemos hacerlo en casa. Aquí sería de mala educación.

—Tendrías que haberlo mencionado antes y nos habríamos ahorrado el viaje.

—No me eches a mí la culpa —susurró ella con un temblor, al notar que el poderoso antebrazo de Edward se flexionaba bajo las yemas de sus dedos—. Estamos aquí por ti.

—Quería ir de viaje —se limitó a decir él y la miró de reojo para indicarle que sabía perfectamente cómo la estaba afectando— y pasar unos días a solas contigo y con Emmett. No tenía ni idea de que iba a encontrarme con toda la gente que quiero evitar aquí reunida.

— ¡Isabel!

Jasper llamó a su hermana y corrió hacia ella marcha atrás, con la mirada fija en otra parte. Iba tan distraído que casi la tiró al suelo, pero Edward se colocó en medio y lo evitó.

—Perdona —dijo Jasper al instante y luego miró a Bella, sin ocultar lo nervioso que estaba—. ¿Sabes quién es esa mujer de allí?

Ella esquivó la alta silueta de su hermano y vio un grupo reducido de mujeres hablando con lady Hammond.

— ¿Cuál de ellas?

—La morena que está a la derecha de lady Stanhope.

—Oh... Sí, sí lo sé, pero ahora no recuerdo su nombre.

— ¿Aly? —sugirió él—. ¿Alice?

— ¡Eso es! Alice Brandon. Es la sobrina de lord Hammond. La hermana de lord Hammond y su esposo americano, un exitoso hombre de negocios, han muerto, dejando huérfana a la señorita Brandon, aunque he oído decir que ha heredado una fortuna más que considerable.

—Una heredera —dijo Jasper en voz baja.

—Pobrecita —comentó Bella con simpatía, negando con la cabeza—. La Temporada pasada la persiguieron todos los cazafortunas de Inglaterra. Hablé con ella en una ocasión. Es muy lista, un poco brusca, pero encantadora.

—Nunca me fijé en ella.

— ¿Y por qué ibas a hacerlo? La señorita Brandon sabe ocultarse muy bien y no es de la clase de mujer que te gusta. Demasiado lista para ti —se burló de su hermano.

—Sí... Seguro que tienes razón.

Jasper se apartó de ellos con cara de preocupación.

—Creo que antes has dado en el clavo —dijo Edward, lo bastante cerca de ella como para que los sentidos de Bella reaccionasen de inmediato—. Creo que tu hermano está enfermo. Quizá deberíamos seguir su ejemplo. Tú y yo podemos fingir que nos encontramos muy mal y pasarnos la semana en la cama. Juntos. Desnudos.

—Eres incorregible —contestó ella, riéndose.

Tanto ellos dos como el resto de los invitados fueron conducidos a sus respectivas habitaciones antes de la cena. Edward se aseguró de que Bella estuviera bien instalada y en compañía de su doncella antes de despedirse de ella y bajar al salón para reunirse con los demás caballeros.

A pesar de lo desafortunada que le parecía la lista de invitados, pensó que en el fondo podría resultarle muy conveniente. Dado que tanto su madre como Hargreaves estaban allí, podía aprovechar para disipar cualquier duda que ambos pudiesen tener acerca de su matrimonio con Bella.

No iba a permitir que nadie se inmiscuyese en sus asuntos. Una y otro habían cometido el error de olvidar que él tenía muy pocos escrúpulos. Pero Edward no iba a tener ningún inconveniente en recordárselo.

Entró en el salón del piso de abajo y se fijó en la decoración. El ventanal del fondo estaba enmarcado por unas cortinas de color rojo oscuro y proliferaban los sillones tapizados en piel de color borgoña. Era el refugio de un hombre. Justo la clase de lugar que necesitaba para lo que quería decir.

Saludó a Spencer con un leve gesto de la cabeza y rechazó el habano que le ofreció lord Hammond, luego cruzó la alfombra en dirección a la ventana frente a la cual estaba Jacob Hargreaves mirando hacia afuera.

A medida que se acercaba, Edward aprovechó para observar el porte del impecable conde. Aquel hombre había compartido la vida de Bella durante dos años y la conocía mucho mejor que él.

Recordó cómo era ella cuando estaba con  Carlisle Markham; los ojos le brillaban cuando lo miraba, como si se sintiera muy segura de sí misma. Sin embargo a él sólo lo miraba como si fuese un objeto sexual. La diferencia era tan evidente que Edward no pudo evitar inquietarse. Su amistad de antaño ahora estaba enmarañada por la tensión.

Echaba de menos la tranquilidad que siempre había sentido cuando estaba con Bella y se moría de ganas de que fuese tan cariñosa con él como lo era con los demás.

—Jacob Hargreaves —murmuró.

—Lord Grayson. —El conde lo miró fríamente. Eran casi de la misma estatura, aunque Edward un poco más alto—. Antes de que me advierta que no intente reconquistar a Bella, déjeme decirle que no tengo intención de hacerlo.

— ¿Ah, no?

—No, pero si ella volviese a acercarse a mí, no la rechazaría.

— ¿A pesar del peligro que conllevaría para usted tomar tal decisión?

Edward era un hombre de acción y no amenazaba en vano. Y a juzgar por el modo en que Hargreaves asintió, éste lo sabía.

—No puede tener encerrada a una mujer como Bella, Grayson. Ella valora su libertad por encima de todo. Estoy convencido de que está furiosa; se casó con usted para ser libre y, sin embargo, de repente descubre que está atrapada. —Se encogió de hombros—. Además, usted terminará cansándose de ella y ella de usted, el primitivo instinto que siente ahora desaparecerá.

—Mi instinto, como usted lo llama —dijo Edward entre dientes—, no es sólo algo primitivo. Responde a una unión legal y obligatoria para ambas partes.

El conde negó con la cabeza.

—Usted siempre ha deseado a las mujeres de los demás.

—Pues en este caso, resulta que deseo a la mía. Isabella me pertenece.

— ¿Ah, sí? ¿En serio? Qué raro que lo haya descubierto después de pasarse cuatro años sin acordarse de que estaba casado. Los he visto juntos desde que ha vuelto, todo el mundo lo ha hecho. Y, a decir verdad, parece que apenas puedan soportarse. Edward esbozó una lenta sonrisa.

—Hacemos mucho más que soportarnos.

Hargreaves se sonrojó.

—No tengo tiempo para educarlo sobre las mujeres, Grayson, pero déjeme que le diga que no les basta con unos cuantos orgasmos para ser felices. Bella no se enamorará de usted, ella es incapaz de sentir esa clase de sentimiento por nadie, pero, aun en el caso de que estuviese dispuesta, jamás lo haría de un hombre tan inconstante como usted. Se parece demasiado a Pelham, ¿sabe? Él tampoco supo apreciar el regalo

que tenía. No puedo ni recordar la cantidad de veces que Bella me contó, riéndose, alguna de sus peripecias, para terminar diciendo: «Es igual que Pelham».

Si Jacob Hargreaves le hubiese dado un puñetazo en el estómago no le habría dolido tanto. Edward consiguió mantener el rostro impasible, a pesar de que se le revolvían las entrañas. Carlisle Markham le había dicho lo mismo. Ante los ojos de Bella, nada iría tan en contra de Edward como que le recordara a su primer esposo. Si no podía demostrarle que era mejor que Pelham, jamás lograría conquistarla.

Pero Bella le había escrito cada semana y él se aferró a ese detalle como a un clavo ardiendo. Seguro que eso podía darle esperanzas, ¿no?

¡Maldita fuera! ¿Por qué no había abierto las cartas?

—Dice que Bella es incapaz de sentir amor por nadie, pero al mismo tiempo cree que volverá a su lado, cuando de todos es sabido que ella nunca vuelve con ninguno de sus antiguos amantes.

—Porque somos amigos. Sé cómo le gusta el té, qué libros son sus preferidos... —Jacob Hargreaves irguió la espalda—. Ella era feliz conmigo antes de que usted regresase.

—No. No lo era. Y usted lo sabe tan bien como yo.

Bella no habría sentido la tentación de estar con otro si el conde hubiese sido el hombre de su vida. Ella no era una mujer fácil. Pero sí una mujer herida, y Edward estaba decidido a curarla.

Hargreaves apretó la mandíbula.

—Creo que los dos hemos entendido perfectamente lo que quería decir el otro. No hace falta que sigamos hablando. Usted sabe cuál es mi postura. Y yo cuál es la suya.

Edward inclinó ligeramente la cabeza.

— ¿Seguro que lo sabe? Asegúrese de que así sea, Hargreaves. Soy un hombre irritable y, si le soy sincero, no volveré a tener esta conversación con usted. La próxima vez que sienta la necesidad de recordarle que estoy casado, le haré recuperar la memoria con la punta de mi espada.

—Caballeros, ¿me permiten que les cuente las anécdotas de mi viaje a la India? —Los interrumpió lord Hammond, mirando nervioso primero al uno y después al otro—. Es un país fascinante, si dejan que se lo diga.

—Gracias, Hammond —contestó Edward—. Tal vez esta noche, cuando tomemos el oporto.

Y dicho esto, se fue y cruzó el salón para reunirse con Emmett, que lo recibió con las cejas levantadas.

—Sólo tú eres capaz de ser tan descarado.

—He aprendido que el tiempo es un bien muy escaso y no le veo sentido a andarse con subterfugios cuando recurrir a la franqueza es siempre mucho más práctico.

Su hermano se rió.

—Debo reconocer que estaba resignado a pasar una semana muerto de aburrimiento, pero veo que contigo aquí será todo lo contrario.

—Puedes estar seguro. Tengo intenciones de mantenerte muy ocupado.

— ¿Ah, sí?

Emmett abrió los ojos y la alegría que brilló en ellos compitió con la de su sonrisa. Edward se dio cuenta de nuevo de la influencia que ejercía sobre su hermano y esperó que esa vez fuese para bien.

—Sí. A una hora a caballo de aquí, se encuentra una de las propiedades del marquesado de Grayson. Iremos mañana.

— ¡Fantástico!

Edward sonrió.

—Y ahora, si me disculpas...

—No puedes estar tanto rato lejos de ella, ¿no? —Emmett negó con la cabeza—. Aunque me duela reconocerlo, creo que yo jamás estaré tan excitado como tú.

—Das por hecho que lo único que hacemos cuando estamos solos es acostarnos.

Su hermano se rió.

— ¿Me estás diciendo que no es así?

—Me niego a seguir hablando del tema.

Bella se hundió un poco más en el agua fría de la bañera y pensó que tenía que salir, pero no logró encontrar las fuerzas necesarias para levantarse. A pesar de la cantidad de veces que la había satisfecho, el apetito sexual de Grayson parecía inagotable. Dormir era un lujo que ella podía permitirse en contadas ocasiones, así que iba a aprovecharlo.

Deseó poder ser capaz de quejarse, pero estaba demasiado saciada como para siquiera intentarlo. Era difícil enfadarse de verdad cuando aquel hombre se encargaba de provocarle más orgasmos de los que él tenía. Y eso que tenía muchos.

Edward había empezado a utilizar protección, porque ya no era capaz de salir de dentro de ella para eyacular fuera. La disminución de tacto sólo sirvió para que aguantase más y pudiese resistir durante más rato, una circunstancia que antes ella había valorado positivamente, cuando sólo veía a su amante una vez o dos a la semana.

Con su apasionado esposo era demasiado. A Edward le encantaba torturarla y hacer que le suplicase, tumbada debajo de él. La asaltaba sexualmente siempre que podía y no paraba hasta que ella gemía y se entregaba por completo a él.

Era un animal, la mordía, le dejaba las marcas de sus dedos... y a ella le encantaba cada segundo que pasaba en sus brazos.

La pasión de Cullen era real, a diferencia de las estudiadas maniobras de Pelham.

Bella suspiró. Aunque no quería, los recuerdos de la última fiesta campestre a la que había asistido con su primer esposo acudieron a su mente, acompañados del respectivo dolor de estómago.

En esa época, Pelham estaba en su momento álgido; tenía varias amantes con las que se reunía en distintas alcobas y además entraba y salía constantemente del dormitorio de ella.

Toda la estancia había sido un auténtico infierno; Bella se pasó los días preguntándose con cuántas de aquellas mujeres con las que ella tomaba el té se había acostado su esposo la noche anterior. Y, cuando se fueron, supo sin lugar a dudas que se había acostado con todas las que le habían parecido atractivas.

A partir de ese viaje, se negó a compartir el lecho con Pelham. Él cometió la temeridad de no aceptarlo, hasta que comprendió que si insistía, Bella terminaría agrediéndolo.

Al final dejaron de viajar juntos.

La puerta se abrió y Bella oyó la deliciosa voz de Edward diciéndole a la doncella que podía irse. Los pasos de él al acercarse sonaron seguros, como de costumbre. Tenían un ritmo especial, una cadencia, eran los pasos de un hombre que emana poder. Siempre que entraba en un sitio, Cullen daba por hecho que tenía el control.

—Tienes frío —le dijo al oído  Bella dedujo que se había agachado a su lado—. Deja que te ayude a salir.

Abrió los ojos y vio que le estaba tendiendo la mano, con su rostro cerca de ella, su mirada completamente centrada en su persona. El modo en que Edward la miraba siempre la cogía desprevenida. Claro que ella lo miraba de la misma forma.

Igual que le sucedía cada vez más a menudo, al verlo, Bella pensó que él le pertenecía y notó una punzada de dolor. Cualquier mujer suplicaría por poseer a un hombre semejante, pero ella, la única que tenía derecho, no podía. No quería.

Edward se había quitado la ropa y sólo llevaba un albornoz. Antes de impedírselo a sí misma, le tocó el hombro y observó cómo sus ojos azules empezaban a arder. Una caricia, una sonrisa, el tacto de sus labios... cualquier cosa conseguía despertar su ardor por Edward en menos de un segundo.

—Estoy cansada —le dijo.

—Has empezado tú, Bella. Como todas las malditas veces.

Se puso en pie, tiró de ella y luego cogió una toalla para abrigarla.

— ¡No es verdad!

Edward  la rodeó con ella y le dio un cariñoso beso en la curva del cuello, una leve caricia de sus labios sobre su piel, no uno de esos besos con los labios abiertos a los que Bella se había acostumbrado.

—Sí, sí lo es. Lo haces a propósito, porque quieres que me muera de deseo por ti.

—Que «te mueras de deseo» es muy poco práctico.

—Me he dado cuenta de que te gusta que sea poco práctico. Te gusta excitarme y que te desee en público y en privado. Te gusta volverme loco de deseo hasta tal punto que sería capaz de echarte un polvo en cualquier parte, delante de cualquiera, en cualquier momento. Bella se rió por lo bajo, pero tembló ante su tono de voz y al notar su aliento encima de su piel mojada.

¿Era verdad? ¿Era ella la que siempre lo provocaba?

—Tú siempre estás loco de deseo, Edward. Siempre lo has estado.

—No, siempre he sentido deseo, sí, pero eso nunca me había hecho perder la cordura. La verdad es que creo que sería capaz de hacerte el amor en público, Bella, así de intenso es lo que siento por ti. Si me rechazas ahora, creo que sería capaz de tumbarte encima de la mesa a la hora de cenar y ofrecerles a todos un espectáculo.

Le mordió el lóbulo de la oreja.

Ella se rió.

—No tienes remedio. Eres un animal salvaje.

Él rugió en broma y le pasó la nariz por el cuello.

—Y tú eres la única que puede domarme.

— ¿De verdad?

Se volvió entre sus brazos y, con una sonrisa, le deslizó un dedo por la abertura del albornoz.

—Sí, de verdad.

Edward le cogió la mano y se la llevó más abajo, dentro del albornoz hasta llegar a su miembro, para que ella notase lo excitado que estaba.

—Es increíble lo rápido que te excitas —dio ella, negando con la cabeza.

Él era tan descarado, tan desinhibido respecto al deseo que sentía por ella. Sí, Edward la había seducido, pero no era un seductor. Tal vez al ser tan extremadamente guapo no le hacía falta seducir a nadie. O quizá fuera porque tenía un pene como el que latía ahora encima de la palma de la mano de ella. Eso seguro que había ayudado mucho.

El miembro se flexionó en los dedos de Bella y Edward le sonrió arrogante.

Ella le devolvió la sonrisa y tuvo que reconocer ante sí misma que le gustaba que él fuese tan primitivo. Sin artimañas, sin mentiras, sin ocultarle nada.

—A mí me parece que nadie puede domarte.

Se apartó tan rápido que la toalla se arremolinó alrededor de sus pies. Sin dejar de acariciar su erección, se pasó la lengua por los labios.

—Eres mala —dijo él, dando un paso hacia adelante y empujándola un poco. La sujetó por las caderas al notar que la pillaba desprevenida—. Has utilizado el sexo para convertirme en tu esclavo.

—No es verdad. —Eran pocas las ocasiones en que él le dejaba llevar las riendas, porque Edward siempre prefería tener el control—. Yo he venido aquí con la intención de dormir una siesta. Eres tú el que siempre lo empieza todo y yo no tengo más remedio que seguirte la corriente para ver si así consigo apagar el deseo que siento por ti y puedo dormir un poco.

La parte posterior de los muslos de Bella chocó con la cama y él la cogió en brazos para tumbarla encima del colchón. Luego se quitó el albornoz y se le acercó como un depredador.

Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta de que su sonrisa la tenía fascinada y el color de sus ojos y su cabello negro tan sedoso, que le caía sobre la frente. Qué distinto de aquel hombre tan serio y taciturno que Isabel había encontrado en el salón de su casa, días atrás.

¿Era ella la causante del cambio? ¿Tanta influencia tenía sobre él?

Su mirada descendió.

—Esa mirada —dijo él serio— es el motivo de que pasemos tanto tiempo en esta postura.

— ¿Qué mirada?

Bella batió las pestañas provocativamente, disfrutando de nuevo de aquellos momentos de humor que tanto había echado de menos. Siempre parecía haber tanta tensión entre los dos, que cuando desaparecía era todo un placer.

Edward inclinó la cabeza y le lamió la punta de la nariz y luego colocó los labios encima de los suyos.

—Es una mirada que me dice «Fóllame, Edward. Sepárame las piernas ahora mismo y poséeme, haz que mañana no pueda caminar de placer».

—Dios santo —exclamó Bella—. Es un milagro que pueda decir algo en voz alta si mis ojos son tan parlanchines.

—Hum... —Él cambió el tono de voz y utilizó el que avisaba que se avecinaban problemas—. La verdad es que yo pierdo la capacidad de hablar cuando me miras así. Me vuelves loco.

—Entonces quizá no deberías mirarme —sugirió ella, levantando las manos para acariciarle las caderas.

—Tú jamás permitirías que te ignorase, Bella. Te encargas de que me enamore de ti un poco más cada segundo que pasa.

¿Enamorarse?

Bella se estremeció.

¿Era posible que Edward sintiese algo por ella? ¿Quería que sintiese algo por ella?

— ¿Y por qué iba a hacer yo tal cosa?

—Porque no quieres que me fije en otra.

La besó antes de que ella pudiese digerir lo que acababa de decirle.

Se quedó quieta y el beso de él la hizo estremecer. Su lengua acarició la de ella, se deslizó por debajo y bebió de sus labios como si fuese un néctar exquisito. Y durante todo ese rato, Bella no dejó de pensar en lo que le había dicho.

¿De verdad estaba utilizando el sexo para mantenerlo a su lado?

Cuando Edward levantó la cabeza, tenía la respiración tan alterada como ella.

—No me dejas ni medio segundo para pensar en otra mujer. —Entrecerró los ojos ocultándole sus pensamientos—. Me llevas a la cama siempre que puedes. Me dejas exhausto y...

—Ja. Tu apetito es inagotable.

Pero su contestación, que había pretendido ser una réplica, sonó más a pregunta y a miedo.

¿De verdad había pasado de querer que él tuviese una amante a querer tenerlo para ella sola?

Con un único y grácil movimiento, Edward se tumbó de espaldas y la colocó a ella encima.

—Yo necesito dormir, como el resto de los seres humanos. —Le puso un dedo en los labios para acallar su respuesta—. No soy tan joven como para poder pasarme noches enteras sin dormir, así que no intentes excusarte con eso. Tú no eres demasiado mayor para mí. Yo no soy demasiado joven para ti.

Bella le cogió la muñeca y le apartó la mano.

—Podemos dormir separados.

—No digas tonterías. Malinterpretas mi comentario y te lo tomas como una queja y no lo es. —Le acarició la curva de la espalda y la abrazó con más fuerza, para que sus pechos se apretasen contra su torso—. Quizá me haya pasado una o dos veces por la cabeza la posibilidad de dominar mi polla en vez de dejar que ella me domine a mí. Pero entonces recuerdo cómo me siento cuando estoy dentro de ti y tienes un orgasmo, cómo me aprietas, cómo arqueas la espalda y gritas mi nombre. Y le digo a mi cerebro que se calle y me deje en paz.

Bella apoyó la frente en el torso de él y se rió.

Edward la tumbó a su lado con cuidado.

—Si necesitas que te demuestre físicamente mi cariño en este mismo momento, estoy más que dispuesto a hacerlo. No podemos correr el riesgo de que vayas por ahí preocupada por si has dejado de interesarme y todas esas tonterías. Puedo hacer todo lo que necesites, Bella, y lo haré, porque quiero que creas en mí. Supongo que tendría que habértelo dejado claro desde el principio para que no tuvieses ninguna duda: yo no soy Pelham.

Edward la miró con ternura, con deseo controlado. La miró como un hombre mira a una mujer cuando tan feliz lo hace abrazarla como poseerla.

Bella notó un nudo en la garganta y le escocieron los ojos.

— ¿Desde cuándo eres un experto en mi comportamiento? —le preguntó en voz baja.

El Cullen con el que se había casado jamás se habría fijado en esos detalles.

—Ya te lo he dicho, tienes toda mi atención. —Le hundió los dedos en la melena, le quitó las horquillas que le sujetaban el recogido y fue lanzándolas al suelo—. No me fijo en nadie más. No hay ninguna persona con la que desee estar excepto tú, mujer u hombre. Tú me haces reír, siempre lo has hecho. Tú nunca dejas que me tome demasiado en serio. Conoces todos mis defectos y la gran mayoría te parecen encantadores. No me hace falta estar con nadie más. De hecho, tú y yo nos quedaremos en esta habitación toda la noche.

— ¿Y ahora quién es el que está diciendo tonterías? Si no asistimos a la cena, todo el mundo pensará que nos hemos quedado aquí para hacer el amor.

—Y no se equivocarán —murmuró él, con los labios pegados a la frente de ella—. Estamos de luna de miel, es lo que se espera de nosotros.

«Luna de miel.» Esas tres palabras bastaron para que Bella recordase la época en que soñaba con un matrimonio monógamo y apasionado. Cuántas esperanzas había depositado en ese sueño. Qué inocente había sido. Ahora se suponía que era demasiado mayor para creer en esas cosas y para esperar tanto del futuro.

Se suponía. Porque estaba descubriendo todo lo contrario.

—Cenaremos tú y yo solos aquí arriba —siguió Edward— y jugaremos al ajedrez. Yo te contaré...

—Odias el ajedrez —le recordó ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo.

—De hecho, he aprendido a disfrutarlo. Y se me da muy bien. Prepárate para recibir una paliza.

Bella se quedó mirándolo. Últimamente, no dejaba de tener la sensación de que el que había vuelto a su lado era un desconocido. Alguien que en el físico se parecía al hombre con el que se había casado, pero que no era él. ¿Cuánto habría cambiado en realidad?

Edward era muy volátil. Incluso en ese momento parecía distinto del hombre que había salido de aquel mismo dormitorio una hora antes.

— ¿Quién eres? —le preguntó sin aliento y tocándole la cara para pasar los dedos por el arco de sus cejas.

Era el mismo. Era completamente distinto.

La sonrisa de él se desvaneció.

—Soy tu marido, Bella.

—No, no lo eres.

Ella se apretó de nuevo contra él. La textura de su cuerpo era maravillosa, igual que sus músculos tan duros y el vello que le cubría la piel morena.

— ¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó él con voz ronca, al notar que ella se movía—. Tú estabas de pie a mi lado frente al altar. Tú pronunciaste tus votos y oíste cómo yo decía los míos.

Bella inclinó la cabeza y capturó los labios de él en un beso muy sensual, deseándolo de repente. No porque fuese incapaz de resistir la tentación física que representaba, sino porque vio algo en Edward que antes no había visto: compromiso. Estaba comprometido con ella, entregado a ella, decidido a saberlo todo de ella y a entenderla.

Comprender eso la hizo estremecer, hizo que lo estrechase con fuerza, que le gustase todavía más sentir sus brazos a su alrededor.

Edward giró la cabeza y esquivó sus labios.

—No me hagas esto —le dijo, con la respiración entrecortada.

— ¿El qué? —le preguntó ella, acariciándole el torso. Luego detuvo la mano en su cadera y la movió hasta colocarla entre las piernas de él.

—Decirme que no soy tu esposo y luego silenciarme con el sexo. Tenemos que terminar esta conversación de una vez por todas, Bella. No quiero volver a oírte decir esa tontería de que eres mi amante ni cosas por el estilo.

Ella acarició su miembro con mano firme. Si algo demostraba que Edward había cambiado era precisamente que se resistiese a hacer el amor porque quería una conexión más íntima entre los dos.

Aunque su cerebro le decía que tenía razón y que sus propias experiencias le demostrasen que no tenía que esperar que el amor en el matrimonio fuese duradero, una vocecita en su interior le dijo que hacía bien en creer lo contrario.

Edward le cogió la muñeca y, tras soltar una maldición, movió su miembro entre sus dedos. Aprovechando la sorpresa de Bella, intercambió sus posiciones y se colocó encima de ella, sujetándole los brazos contra el colchón. Tenía las facciones duras como el mármol y los ojos le brillaban con una determinación que también se reflejaba en lo tensa que tenía la mandíbula.

— ¿No tienes ganas de echarme un polvo? —le preguntó Bella, haciéndose la inocente.

—Hay un corazón y una mente unidos a esta polla que tanto te gusta —le dijo furioso—. Y las tres partes juntas forman un hombre: tu esposo. No puedes fragmentarme y quedarte sólo con una de ellas.

Sus palabras la sacudieron por dentro y la obligaron a tomar una decisión. Pelham... el Grayson de antes... Ninguno de ellos habría dicho algo así. Fuera quien fuese el hombre que tenía encima, Bella quería conocerlo. Quería saberlo todo de él y de la mujer que era ella cuando estaba a su lado.

—Tú no eres el esposo ante el que pronuncié mis votos. —Cuando vio que iba a protestar, se apresuró a añadir—: A él no le quería, Edward. Eso lo sabes.

Oírla decir su nombre hizo que un temblor le recorriese todo el cuerpo. Entrecerró los ojos.

— ¿Qué me estás diciendo?

Bella se movió debajo de él, se estiró, lo tentó. Separó los muslos para darle la bienvenida. Se abrió a él.

—Te quiero a ti.

— ¿Bella? —Edward apoyó la frente empapada de sudor en la de ella, encajó las caderas en las suyas y su pesado miembro encontró los labios de su sexo sin que tuviese que guiarlo—. Dios, terminarás matándome.

Bella giró la cabeza a un lado al notar lo despacio que él la penetraba sin protección. Muy despacio. Piel desnuda contra piel desnuda. Echaba de menos notarlo en su interior sin ninguna barrera entre los dos.

La diferencia entre aquel momento y las anteriores ocasiones en que habían practicado sexo era muy acusada. Al principio, justo después de su regreso, Edward había sido delicado con ella, pero estaba claro lo mucho que le costaba mantener el control. Ahora se movía lentamente en su interior y el único motivo por el que iba despacio era porque quería que ese momento durase eternamente.

Tenía la boca pegada a su oreja y le susurró:

— ¿A quién quieres?

Ella le respondió con la voz embargada de placer:

—A ti.

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