Mi EXTRAÑO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2013
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 45
Comentarios: 81
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Capítulos: 24

Estuvieron juntos por las razones equivocadas…

Son la pareja más escandalosa de Londres. Isabella, lady Pelham, y Edward Cullen, marqués de Grayson, están a igualados en todo; sus apetitos lujuriosos, sus constantes amantes, su pícaro ingenio, provocativa reputación y su absoluto rechazo a arruinar su matrimonio de conveniencia enamorándose el uno del otro. Isabella sabe que un libertino tan encantador jamás interesará a su protegido corazón ni que ella influenciará su corazón de libertino. Es una farsa muy agradable… hasta que un sorprendente giro de los acontecimientos aparta a Edward de su lado.

Ahora, cuatro años más tarde, Edward ha vuelto a casa con Isabella. Pero el granuja despreocupado y juvenil que se marchó ha sido reemplazado por un hombre taciturno, poderoso e irresistible que está decidido a emplear la seducción para alcanzar sus afectos. Ha desaparecido el compañero despreocupado que compartía su amistad y nada más, y en su lugar está la tentación hecha carne… un marido que desea el cuerpo y el alma de Isabella, y que no se detendrá ante nada para conquistar su amor. No, este no es el hombre con que se casó. Pero es el hombre que podría por fin robarle el corazón…

BASADA EN UN EXTRAÑO EN MI CAMA DE SYLVIA DAY

 

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Capítulo 11: CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 10

 

 

Bella  estaba sentada a su escritorio, terminando de escribir las invitaciones para la cena de bienvenida que había organizado para Cullen, con una florida caligrafía que ocultaba la aprensión que sentía ante tal evento.

Cullen no era el tipo de hombre al que le gustase ser víctima de maquinaciones. Era taimado y carecía del código moral de la mayoría de la gente y, aunque quizá admirase ese comportamiento en los demás, seguro que no se tomaría nada bien ser objeto del mismo.

Consciente de que estaba provocando a un león salvaje y de que su única defensa era una caña, Bella vaciló un instante y se quedó mirando el montón de sobres de color crema que se apilaban junto a su codo.

— ¿Quiere que las mande de inmediato? —le preguntó su secretario, muy cerca de ella.

Bella dudó un instante y luego negó con la cabeza.

—Todavía no. Puede irse.

Bella se levantó del escritorio, consciente de que si retrasaba la búsqueda de una amante para Edward sólo estaba posponiendo lo inevitable, pero necesitaba encontrar un poco más de fuerzas para poder seguir adelante. La tensión y el deseo que vibraba entre los dos eran como un veneno para su salud mental.

La noche anterior había dormido mal. Su cuerpo, todavía dolorido, echaba de menos el tacto del de él. Si supiera cuál había sido la causa de que su relación cambiase tan drásticamente, quizá entonces podría encontrar el modo de remediarlo.

Tal como Edward le había pedido, se acercó a la puerta que comunicaba ambos dormitorios para ir a hablar con él y el estómago le dio un vuelco sólo con pensar en que iba a verlo. Apenas había abierto la puerta cuando oyó las voces furiosas que salían del interior de la habitación.

—Lo que me preocupa son las habladurías, Edward. Dado que hasta ahora me dedicaba a evitar esa clase de eventos a toda costa, no tenía ni idea de lo horribles que son. Es realmente desastroso.

—Lo que digan de mí no es asunto tuyo —respondió Edward, seco.

— ¡Por supuesto que lo es, maldita sea! —Gritó Emmett—. Yo también soy un Cullen. Me riñes porque dices que he perdido el norte y, sin embargo, la reputación de Bella es peor que la mía. Todo el mundo se pregunta si tienes lo que hay que tener para enderezar a tu esposa. Circulan teorías sobre por qué te fuiste, sobre que quizá ella era demasiado para ti. Que tú no eres lo suficientemente hombre como...

—Te sugiero que no digas nada más. —La interrupción de Edward sonó cargada de amenazas.

—Que te hagas el sordo y el ciego tampoco ayuda demasiado. Ayer por la noche, Bella tan sólo estuvo unos minutos en la habitación de descanso, pero las cosas que oí durante ese rato me helaron la sangre. Madre tiene razón. Deberías presentar una petición de divorcio al Parlamento para librarte de ella. Seguro que no te costará nada encontrar a dos personas que testifiquen que te ha sido infiel. De hecho, podrías encontrarlas a cientos.

—Te estás metiendo en aguas pantanosas, hermano.

—No toleraré que sigan mancillando nuestro nombre ¡y me horroriza que tú estés dispuesto a dejar las cosas así!

—Emmett —le advirtió su hermano bajando la voz—, no hagas ninguna tontería.

—Haré lo que sea necesario. Isabella es la clase de mujer a la que conviertes en tu amante, Grayson. No en tu esposa.

Se oyó un ruido y la pared que ella tenía al lado vibró. Se tapó la boca para no gritar.

—Di una cosa más sobre Bella —dijo Edward entre dientes— y no podré contenerme. No toleraré que sigas insultando a mi esposa.

—Maldita sea —sentenció Emmett sorprendido. El joven estaba tan cerca de la puerta que Bella temió que fuera a descubrirla—. ¡Me has empujado! ¿Qué te pasa? Has cambiado.

Un sonido de pasos le dijo a Bella que Edward había apartado a su hermano de su camino.

—Dices que he cambiado. ¿Y por qué? ¿Porque elijo mantener mis promesas y cumplir mis compromisos? A eso se lo llama madurar.

—Bella no actúa con el mismo respeto hacia ti.

El rugido de Cullen la asustó.

—Fuera de aquí. Ahora ni siquiera soporto estar cerca de ti.

—Pues ya somos dos, porque yo tampoco quiero estar cerca de ti.

Unas pisadas furiosas precedieron al portazo de la puerta que daba al pasillo.

El corazón de Bella latía desbocado y tuvo que apoyarse contra la pared para contener las náuseas. Era consciente de que la gente la criticaba a sus espaldas, la mayoría de los chismes habían empezado a circular poco tiempo después de que Edward y ella contrajeran matrimonio, y empeoraron al ver que vivían separados.

El título de Edward era lo bastante importante como para garantizarle que nadie la despreciase a la cara, y ella había llegado a la conclusión de que soportar las habladurías era el precio que tenía que pagar por disfrutar del grado de libertad que quería.

En esa época, Edward parecía inmune a los chismes y por eso Bella creía que no le importaban. Ahora sabía que sí. Le importaban. Y mucho. Descubrir que le había hecho daño a Edward le resultó tan doloroso que apenas podía respirar.

Sin saber qué hacer o qué decir para minimizar el daño causado, se quedó inmóvil en el pasillo hasta que oyó el suspiro de agotamiento de Edward. Ese sonido tan suave la conmovió tanto que derritió algo que Bella había creído congelado para siempre. Cogió el picaporte y abrió la puerta...

... y se quedó petrificada ante la escena que vio.

Edward sólo llevaba puestos unos pantalones, un par nuevo, a juzgar por su aspecto, y Bella recordó que esa mañana el sastre había ido a la casa. Su esposo estaba de pie junto a la cama, con una mano en uno de los postes, y vio que tenía la espalda y los perfectos glúteos apretados de la tensión.

—Cullen —lo llamó en voz baja, notando que se le aceleraba el pulso sólo con verlo.

Él se irguió, pero no se dio la vuelta para mirarla.

— ¿Sí, Bella?

— ¿Querías hablar conmigo?

—Te pido disculpas. Ahora no es un buen momento.

Bella respiró hondo y entró en el dormitorio.

—Soy yo la que te debe una disculpa.

Entonces Edward se volvió para mirarla, obligándola a sujetarse del respaldo de la silla que tenía más cerca para no caerse. Ver el torso desnudo de su esposo eliminó su capacidad de razonar.

—Nos has oído —señaló sin rodeos.

—No era mi intención.

—No vamos a hablar de eso ahora. —Apretó la mandíbula—. Ahora mismo no soy buena compañía.

Bella negó con la cabeza y se apartó de la silla para seguir avanzando.

—Dime cómo puedo ayudarte.

—No te gustará mi respuesta, así que te sugiero que te vayas ahora mismo.

Ella soltó el aliento y luchó contra su instinto de supervivencia.

— ¿Cómo es posible que estuviésemos tan equivocados? —preguntó casi para sí misma. Giró sobre sus talones y caminó hacia el otro lado del dormitorio—. Fuimos unos ignorantes, supongo. Y unos arrogantes. Creímos que podríamos vivir como quisiéramos y que el resto de la sociedad nos seguiría aceptando.

—Vete de aquí, Bella.

—Me niego a convertirme en un obstáculo entre tú y tu familia, Edward.

— ¡Mi familia puede irse al infierno! —exclamó él, furioso—. Y tú también vas a ir si te quedas aquí un segundo más.

—No me grites. —Lo miró a los ojos—. Antes solías contarme tus problemas. Y ahora que el problema soy yo, creo que es de vital importancia que recuperes esa costumbre. Y deja de mirarme de ese modo... ¿Qué estás haciendo?

—Te lo he advertido —dijo entre dientes y moviéndose tan rápido que ella no tuvo tiempo de esquivarlo.

Edward la cogió por la cintura con ambas manos y la llevó hasta el baño. Su piel quemaba, la sujetaba demasiado fuerte. Una vez allí, la dejó en el suelo y, de un golpe, cerró la puerta entre los dos.

— ¡Edward! —gritó Bella a través de la hoja de madera.

—Estoy muy incontrolado y tu perfume me vuelve loco de deseo. Si insistes en seguir hablando conmigo, terminarás en la cama y te aseguro que encontraré usos más interesantes para tu boca que la conversación.

Ella parpadeó atónita. Edward estaba siendo tan obsceno y maleducado porque quería asustarla, y había estado a punto de conseguirlo. A ella ningún hombre le había dicho nunca tales obscenidades y con tanta rabia. Y tuvo un efecto curioso en su interior; la hizo temblar y se le aceleró la respiración.

Permaneció de pie, con la mano apoyada en la puerta, escuchando atenta en busca de los sonidos de Cullen. No tenía ni idea de qué debía hacer, pero irse de allí mientras él estaba tan alterado le parecía una cobardía. Y, sin embargo...

Ella no era ninguna idiota. Conocía a los hombres mejor que a las mujeres y, ante un hombre furioso, sabía que la mejor opción siempre era mantenerse fuera de su camino. Era plenamente consciente de qué sucedería si volvía a entrar en su dormitorio.

— ¿Cullen?

Él no contestó.

Bella no podía hacer nada por él. No podía hacer nada para cambiar el pasado. Excepto darle la alegría pasajera de un orgasmo, tampoco podía hacer nada para que se sintiese mejor. Pero quizá eso fuera exactamente lo que Cullen necesitaba después de oír las críticas sobre su hombría. Quizá fuera también lo que ella necesitaba para olvidar por un segundo que sus dos matrimonios habían fracasado.

La primera vez ella era demasiado joven y demasiado inocente. Pero esa segunda vez sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

Había sido una idiotez creer que Edward no maduraría con la edad, cosa que al parecer había hecho, como demostraba que estuviese dispuesto a hacerse cargo de lord Emmett.  Bella se preguntó si quizá Pelham no habría terminado por madurar también, si hubiese vivido lo suficiente.

—Puedo oírte pensar a través de la puerta —dijo Edward sarcástico, pegado a la madera.

— ¿Todavía estás enfadado?

—Por supuesto, pero no contigo.

—Lo siento mucho, Edward.

— ¿El qué? —Le preguntó él en voz baja—. ¿Haberte casado conmigo?

A Bella le costó tragar saliva. La palabra «no» se quedó atrapada en su garganta, porque se negó a pronunciarla.

— ¿Bella?

Ella suspiró y se apartó de la puerta. Edward tenía razón. Aquél no era el momento adecuado para hablar, ni siquiera podía pensar con claridad. Odiaba que hubiese una puerta entre los dos. Bloqueaba el olor de él y sus caricias y no podía ver el hambre que siempre brillaba en sus ojos... Todas las cosas que ella no debería anhelar.

¿Por qué no podía ser tan práctica como el resto de su familia a la hora de pensar en el matrimonio? ¿Por qué sus emociones se entremezclaban siempre y lo echaban todo a perder?

—Para que conste en acta —dijo él con voz ronca—: yo no lo siento. Y de todas las cosas que me han dicho esta última hora, la que más me ha dolido ha sido oírte decir que nos equivocamos.

Bella titubeó. ¿Cómo era posible que Cullen no se arrepintiera de haberse casado con ella después de todo el daño que le había hecho? Si después de eso seguía interesado en tener una verdadera relación conyugal, nada lo haría cambiar de opinión.

Notó que se ablandaba al pensar en Edward y se puso furiosa. No debería sentirse así. Su madre no lo haría. Y tampoco Jasper. Ellos se lo pasarían en grande practicando sexo hasta cansarse y luego seguirían con sus vidas como si nada.

Levantó el mentón. Eso era exactamente lo que debería hacer ella si fuese una mujer práctica.

Salió del baño y entró despacio en su tocador. El hecho era que actuaba como una mujer práctica cuando tenía una aventura, porque las normas estaban claras desde el principio y porque era evidente que la relación iba a tener un final. No existía aquel sentido de propiedad que había tenido ella con Pelham al principio y que estaba empezando a tener con Cullen.

¡Maldito fuese ese hombre! Ellos dos eran amigos y ahora él iba y se convertía en un desconocido que suplantaba a su esposo.

Un esposo era una posesión. Un amante no.

Se le encogió el estómago.

«Isabella es la clase de mujer a la que conviertes en tu amante, Cullen. No en tu esposa.»

Tiró de la campana y esperó impaciente a que apareciese su doncella; luego, con la ayuda de la muchacha, se desnudó. Del todo. Y se soltó el pelo. Después echó los hombros hacia atrás y recorrió con paso firme la distancia que la separaba del dormitorio de Edward. Abrió la puerta de golpe y encontró a su esposo cogiendo una camisa que tenía encima de la cama. Sin decir nada, Bella lo abrazó desde atrás.

—Qué diablos...

Sorprendido, se tambaleó y cayó sobre la cama. Ella no lo soltó y Edward alargó un brazo hacia atrás y, con un rugido sordo, la cogió y la tumbó encima de la colcha.

—Por fin has entrado en razón —masculló, antes de bajar la cabeza para atraparle un pezón en la boca.

—Oh —exclamó Bella, sorprendida al notar el calor. Dios santo, aquel hombre se recuperaba a la velocidad del rayo—. Espera.

Edward refunfuñó y siguió lamiéndole el pezón.

— ¡Quiero fijar unas reglas!

Sus ardientes ojos azules se clavaron en los de ella y le soltó el pezón.

—Tú. Desnuda. Siempre que quiera. Donde quiera. Ésas son para mí las únicas «reglas».

—Sí —asintió ella y él se detuvo. Su cuerpo se tensó, volviéndose duro como una piedra—. Redactaremos un contrato y...

—Ya tenemos un contrato, madame, se llama certificado matrimonial.

—No. Seré tu amante y tú serás el mío. Lo dejaremos todo claro sobre el papel, ya que no puedo confiar en tu palabra cuando haces un trato.

—Sólo por curiosidad —dijo él, levantándose de la cama para ponerse en pie y desabrocharse los pantalones—. ¿Te has vuelto loca?

Bella se apoyó en los codos y se le hizo la boca agua cuando la ropa de él fue a parar al suelo y se quedó completamente desnudo, y excitado, ante sus ojos.

Edward se echó encima de ella sin demasiada delicadeza.

—Aunque estés loca no dejaré de desearte, así que no hace falta que te preocupes por eso. Puedes decir todas las tonterías que quieras mientras te hago el amor. No te haré ni caso.

—Edward, en serio.

Él le cogió una rodilla y le separó las piernas para colocarse entre ellas.

—Una esposa es una mujer a la que se trata con cariño y delicadeza. Una amante es sólo un coño que pagas para que esté a tu disposición. ¿Estás segura de que quieres alterar tu estatus en nuestro dormitorio?

Fue entonces cuando Bella se dio cuenta de que Edward todavía estaba enfadado y de que tenía la mandíbula peligrosamente apretada. El peso de su erección la hacía estremecer. Se le estaba poniendo la piel de gallina y los pechos le dolían muchísimo.

—No me asustas.

Todas las partes del cuerpo de Edward que tocaba estaban duras y tan calientes que casi quemaban.

—No se te da demasiado bien hacer caso a las advertencias —murmuró él en voz baja y, antes de que ella pudiese procesar lo que le estaba diciendo, Edward la penetró. Como todavía no estaba demasiado húmeda, y seguía algo dolorida de la otra noche, Bella gritó y arqueó la espalda. Su movimiento la había pillado desprevenida y le había hecho un poco de daño.

Él le enredó una mano en la melena y le echó la cabeza hacia atrás para dejarle el cuello al descubierto. Y también para mantenerla inmóvil mientras empezaba a follársela con embestidas secas y potentes.

—Cuando nos cansemos el uno del otro —le dijo Bella sin dejarse amedrentar—, nos separaremos. Yo volveré a mi antigua casa. Seremos amigos y tú recuperarás tu buen nombre.

Edward la penetró con tanta fuerza que pareció clavarse en su interior y Bella se quedó sin respiración.

—Sólo podrás acostarte conmigo —consiguió decir unos segundos más tarde, húmeda porque él estaba cogiendo lo que deseaba y ella se excitaba al notarlo—. Métete entre las sábanas de otra mujer y nuestro acuerdo quedará anulado.

Edward bajó la cabeza y le succionó el cuello con fuerza. Gemía con cada una de sus embestidas, sus pesados testículos golpeaban el sexo de ella al mismo ritmo de aquellos duros movimientos.

Como él seguía sujetándole la cabeza hacia atrás, los pechos de Bella apuntaban hacia arriba y el vello del torso de él le rozaba los pezones. Gimió al notarlo y empezó a costarle razonar.

No tendría que gustarle tanto. Aquella postura era muy incómoda, Edward le hacía daño, sus labios y dientes habían abusado de su cuello. Él movía las caderas encima de

las suyas, su miembro no dejaba de entrar y salir de entre los labios de su sexo... Y, sin embargo, saber que la estaba tocando sin ninguna inhibición, que estaba utilizando su cuerpo porque el muy arrogante quería darse placer a sí mismo, era casi maravilloso.

—Sí...

Bella se estremeció al borde del clímax y gimió desde lo más profundo de su garganta. Clavó las uñas en los costados de Edward y hundió los talones en sus nalgas; le dio tanto como recibió.

—Bella —jadeó él, con la boca pegada a su oído—. Eres lo bastante atrevida como para ir desnuda al encuentro de un hombre y sin embargo dejas que él te domine con su polla.

« ¡No va a ser como antes!»

—Mis reglas —repitió ella, antes de clavarle los dientes en el torso.

—A la mierda con tus reglas.

Edward salió de su cuerpo y, con la mano que tenía libre, se masturbó. El sonido de sus dedos subiendo y bajando por su miembro se acompasó con los de su respiración cuando eyaculó sobre el estómago de Bella.

Fue un acto desgarrador y carnal, completamente distinto a cuando le había hecho el amor el día anterior, y ella se quedó prisionera de la agonía del deseo insatisfecho.

—Bastardo egoísta.

Él le pasó una pierna por encima de las caderas y se sentó a horcajadas sobre su cuerpo. Tenía los preciosos labios apretados, la piel sonrojada y los ojos vidriosos.

—Un hombre no tiene obligación de darle placer a su amante.

—Entonces ¿aceptas el acuerdo? —soltó ella apretando los dientes.

Bella tenía el control, a pesar de lo que él pudiese pensar en aquel momento.

Edward le empezó a extender el semen por la piel y la sonrisa que apareció en sus labios fue fría y distante.

—Si de verdad quieres pactar con el diablo, por mí adelante.

Le cogió los pezones entre dos dedos todavía húmedos y se los apretó.

Bella le dio un golpe en las manos.

— ¡Basta!

—Tendría que dejarte así, enfadada e insatisfecha. Quizá entonces te sentirías un poco como yo.

—Ahórratelo —replicó burlona—. Tú ya vas servido.

Él chasqueó la lengua para reñirla.

— ¿De verdad crees que puedo sentirme satisfecho cuando tú no lo estás?

— ¿Acaso he malinterpretado el semen que tengo encima del estómago?

Edward se echó hacia atrás para enseñarle sin ningún disimulo su miembro erecto. Verlo casi fue demasiado para ella. Ni la sonrisa arrogante de él consiguió apagar su deseo. Su esposo tenía un cuerpo hecho para dar placer a una mujer y el muy condenado lo sabía.

—Creo que ya hemos dejado claro que tienes mucha resistencia, Cullen.

Él entornó los ojos, lo que aumentó la suspicacia de Bella, que podía ver su mente trabajando. Y seguro que se estaba planteando hacer algo perverso.

—Cualquier hombre que esté cerca de tu sexo, en cuestión de segundos está listo para follárselo.

—Qué poético —contestó sarcástica—. Creo que me va a dar un infarto de la emoción.

—La poesía la reservo para mi esposa. —Cullen se deslizó hacia abajo y le sonrió de un modo que la preocupó—. Si ella estuviese aquí, en mi cama, conmigo, no la dejaría a medias.

—No estoy a medias.

Él le lamió la piel de encima de los rizos que le cubrían el sexo y Bella se quedó sin aliento.

—Por supuesto que no —le contestó sonriendo—. Las amantes no esperan tener un orgasmo.

—Yo siempre los he exigido.

Edward la ignoró por completo y agachó la cabeza para pasarle la lengua entre los labios del sexo. Ella arqueó las caderas de modo involuntario.

—A mi esposa le diría lo mucho que me gusta su sabor y que adoro sentir los pétalos de su piel contra mi rostro. Le diría que el olor de nuestro deseo entremezclado me excita todavía más y que me mantiene erecto sin importar las veces que haya eyaculado.

Bella observó cómo las manos de él, de uñas perfectamente cortadas y con aquellas durezas nada propias de un noble, le separaban las piernas. Ver su piel morena encima de la suya tan blanca le pareció tremendamente erótico, igual que el mechón de pelo broncíneo  que le cayó a él sobre la frente y que a ella le hizo cosquillas en la parte interior del muslo.

—Le diría lo mucho que me gusta el color de su pelo justo aquí, como chocolate líquido en llamas. Es como un faro que me atrae sin remedio hacia su lado. A mi esposa le prometería horas y horas de placeres inimaginables.

Le dio un beso en el clítoris y, cuando Bella gimió, empezó a succionar y a pasarle la lengua arriba y abajo con cuidado.

Ella soltó la colcha a la que se había aferrado con fuerza y levantó las manos en busca de él. Hundió los dedos en su cabello y lo acarició hasta llegar a las raíces, empapadas de sudor. Edward hizo aquel sonido que ella adoraba y luego la recompensó lamiéndola más rápido.

Bella colocó las piernas encima de los hombros de él, acercándolo, buscando con las caderas sus expertos labios. Estaba convencida de que iba a parar en cualquier momento, de que sería cruel y se burlaría de ella, y de que la dejaría a medias. Desesperada por alcanzar el orgasmo, le suplicó.

—Por favor... Edward...

Él masculló algo y le dijo que se tranquilizase, luego la acarició con las manos hasta llevarla al orgasmo con la lengua. Bella se quedó petrificada, con todos los músculos de su cuerpo prisioneros del placer que poco a poco y de una manera incontrolada fue aumentando de intensidad hasta que la hizo sacudirse sin control.

—Esto me encanta —murmuró él, apartándose con cuidado de debajo de ella para ponerse de nuevo encima—. Casi tanto como esto. —Y, gimiendo, la penetró mientras ella seguía temblando a mitad de su orgasmo.

— ¡Oh, Dios mío!

Bella no podía abrir los ojos ni siquiera para mirarlo, algo que le gustaba tanto que solía quedarse embobada cuando lo hacía. Estaba ebria de Cullen, de su olor, de su tacto.

Si lo miraba entonces, estaría perdida para siempre.

—Sí —dijo él entre dientes, hundiéndose más adentro con su miembro tan duro como una piedra y tan caliente que Bella pensó que podría derretirla.

Edward deslizó los brazos por debajo de los hombros de ella y la abrazó estrechamente. Luego, le pegó la boca al oído y susurró:

—A mi esposa le diría lo que siento estando con ella, que noto que me quema, que es como si me metiese dentro de un bote de miel caliente.

Bella podía notar cómo los músculos del abdomen de él se flexionaban cada vez que salía de su cuerpo para volver a entrar lentamente.

—A mi esposa le haría el amor como se supone que tiene que hacerlo un marido, preocupándome por su bienestar y con el objetivo de darle placer.

Ella le acarició la espalda, deslizando las manos hasta llegar a sus nalgas. Gimió al sentir que Edward las apretaba al penetrarla.

—Vuelve a hacer eso —le susurró, con la cabeza girada hacia un costado.

— ¿Esto? —Él se apartó y luego, trazando un círculo con las caderas, volvió a entrar dentro de ella.

—Mmmm... Más fuerte.

La siguiente embestida llegó más hondo. Delicioso.

—Eres una amante muy exigente.

Le recorrió el pómulo con la boca y se rió.

—Sé lo que quiero.

—Sí. —Edward le pasó una mano por el costado y la detuvo en la cadera de ella para colocarla en la postura exacta—. A mí.

—Edward.

Bella tensó los brazos; se sentía el cuerpo dominado por la lujuria y por el deseo.

—Di mi nombre —le pidió él con la voz ronca y deslizando el miembro en su interior con movimientos rítmicos.

Ella se obligó a abrir los ojos y a enfrentarse a su mirada. No era una petición frívola. El atractivo rostro de su esposo estaba desnudo de artimañas, con lo que parecía un chico joven desprovisto de su arrogancia habitual.

Una amante nunca lo llamaría por su nombre. Ni tampoco lo harían la mayoría de las esposas. Ése era un gesto muy íntimo. Y si se lo decía mientras estaba poseyéndola con tanta pericia, sería devastador.

—Dímelo.

Ahora fue una orden.

— ¡Edward! —gritó ella cuando la hizo alcanzar un clímax puro, intenso y demoledor.

Y entonces él la abrazó y le hizo el amor y no dejó de decirle cosas bonitas.

Igual que haría un esposo.

Capítulo 10: CAPÍTULO 9 Capítulo 12: CAPÍTULO 11

 
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