Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
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Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

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Capítulo 24: Capítulo 23

Perdón, perdón por la tardanza, estaba que actualizaba desde la mañana pero entre una cosa y otra se me fue totalmente de la cabeza, pero ya esta aquí el capítulo. 

Ya son los últimos.  

 

 

Una hora después estoy en el sofá chirriante de Edward. Primero me he metido en su cama, luego he probado suerte con el salón y la cocina. He memorizado los detalles de la moldura redonda del techo y he revivido cada momento desde que lo conocí. Todo. Sonrío cada vez que recuerdo uno de los cautivadores rasgos de Edward pero maldigo cuando la cara de Renée Taylor se cuela en mis intentos por distraerme. No tiene cabida ni en mis pensamientos ni en mi vida. El mero hecho de que se cuele en mi mente a la primera de cambio me cabrea sobremanera. No tengo tiempo ni energía para revolcarme en toda la mierda que puede traer consigo. No se merece la pena que pueda sentir por ella. Es una egoísta. La odio y ahora además le pongo cara, una cara que se me ha quedado grabada en la mente.

 

Me tiro en el sofá y contemplo Londres de noche. Me pregunto si mi mente me está haciendo pensar en esto a propósito. ¿Lo hace para que no piense en lo que está ocurriendo en este momento? Supongo que la ira es mejor que la pena. Estoy segura de que eso es lo que sentiría si me pusiera a pensar qué estará haciendo Edward.

 

Cierro los ojos y me grito a mí misma cuando Renée desaparece de repente y la perfección de Edward justo antes de que se marchara ocupa su lugar. No puedo. No puedo quedarme aquí sentada toda la noche esperando que vuelva. Acabaré con camisa de fuerza antes de que termine la noche.

 

Salto del sofá como si estuviera en llamas y salgo corriendo del estudio de Edward. Procuro no mirar la mesa porque sé que recordarme allí abierta de piernas no me ayudará. Tampoco quiero ver el sofá del salón, ni la cama, ni la ducha, ni la nevera, ni el suelo de la cocina…

 

—¡Por Dios!

 

Me tiro del pelo de la frustración y ando en círculo por el salón, pensando en dónde podría esconderme de todo. El dolor que siento en el cuero cabelludo me recuerda los dedos de Edward enredados en mi pelo. No hay escapatoria.

 

Me entra el pánico. Cierro los ojos y respiro hondo para intentar que me lata más despacio mi loco corazón. Cuento hasta diez.

 

Uno.

 

«Todo lo que puedo ofrecerte es una noche».

 

Dos.

 

«Y rezo para que me la des».

 

Tres.

 

«Te lo he dicho, Bella. Me fascinas».

 

Cuatro.

 

«¿Lista para dejar que te adore, Isabella Taylor?»

 

Cinco.

 

«Porque nunca me conformaría con menos que con adorarte. Nunca seré una noche de borrachera, Bella. Te acordarás de cada una de las veces que hayas sido mía. Cada instante quedará grabado en tu mente para siempre. Cada beso, cada caricia, cada palabra».

 

Seis.

 

«Mi niña dulce y bonita se ha enamorado del lobo feroz».

 

Siete.

 

«Nunca dejes de amarme».

 

Ocho.

 

«Acéptame tal y como soy, mi dulce niña. Porque soy mucho mejor de lo que era».

 

Nueve.

 

«Para mí eres perfecta, Isabella Taylor».

 

Diez.

 

«¡La amo! La amo. Amo todo lo que representa, y amo lo mucho que ella me ama a mí. Y mataré a cualquier hijo de puta que intente arrebatármela. Lentamente».

 

«¡Para!»

 

Corro al dormitorio a por mi ropa, me la pongo sin orden ni concierto, cojo el bolso y salgo zumbando por la puerta. Empiezo a marcar el número de Alice pero el móvil comienza a sonar en mi mano antes de que pueda llamar a mi amiga.

 

Mi intuición me dice que rechace la llamada. En la pantalla sólo aparece un número, sin nombre. Pero lo reconozco. Me detengo en la puerta del apartamento, con la mano en el picaporte. Contesto.

 

—Irina —suspiro al aparato, ni siquiera intento parecer cautelosa.

 

—Estoy de camino al aeropuerto —dice con tono de mujer de negocios.

 

—¿Y eso a mí qué me importa? —La verdad es que me importa. ¡Se va del país! ¡Hurra!

 

—Te importa, dulce niña, porque Aro ha cambiado de planes. Tengo que desaparecer antes de que descubra que he destruido el vídeo y me dé tal paliza que ni el forense pueda identificarme.

 

Jugueteo con el picaporte. Esto me interesa pero tengo miedo. Puede que el resentimiento se le note en la voz pero se nota que está aterrorizada.

 

—¿Qué cambio de planes? —El corazón me zumba en los oídos.

 

—Le he oído antes de marcharme. No va a jugársela con Edward. No puede arriesgarse a que el trato no vaya bien.

 

—¿Qué quieres decir?

 

—Isabella… —Hace una pausa, como si no quisiera darme la información. Me da un vuelco el estómago y tengo náuseas al instante—. Tiene planeado drogar a Edward y entregárselo a esa rusa diabólica.

 

—¿Qué?

 

Suelto el picaporte y me tambaleo.

 

—Dios mío…

 

Me echo a temblar. No podrá matar a Aro. Me entra el pánico sólo de pensarlo, pero como además sé lo que esa mujer sería capaz de hacerle paso directamente al terror más absoluto. Destrozará todo lo que tanto le ha costado arreglar. Será otra vez como en el vídeo. Se me cierra la garganta. No puedo respirar.

 

—¡Bella! —grita Irina sacándome de mi ataque de pánico—. Dos, cero, uno, cinco. Recuerda ese número. También tienes que saber que he destruido la pistola. Tengo un vuelo a ninguna parte. Llama a Charlie. Tienes que detener a Edward antes de que lo pierdas para siempre.

 

Cuelga.

 

Suelto el móvil y me quedo mirando la pantalla. Sin pararme a pensar en qué debo hacer a continuación, salgo por la puerta, impulsada por el pánico.

 

Necesito a Charlie. Tengo que averiguar dónde está el Templo. Pero primero intento llamar a Edward y grito de desesperación cuando salta el buzón de voz. Cuelgo y lo intento de nuevo. Otra vez. Y otra.

 

—¡Coge el teléfono! —grito apretando el botón del ascensor. No lo coge. Salta el buzón de voz una vez más y trato de coger aire para hablar, rezando para que escuche el mensaje antes de aceptar una copa en el Templo.

 

—Edward —jadeo mientras se abren las puertas—. Llámame, por favor. He… —Tengo la lengua de trapo y mi cuerpo se niega a moverse cuando veo el interior del ascensor—. No —susurro retrocediendo, huyendo de lo que me da tanto miedo. Debería dar media vuelta y echar a correr pero mis músculos se han vuelto de piedra y no hacen caso de los gritos de mi cerebro—. No. —Meneo la cabeza.

 

Es como si me estuviera mirando a un espejo.

 

—Isabella. —Los ojos azul marino de mi madre se dilatan un poco—. Isabella, cielo, ¿qué te ocurre?

 

No sé por qué cree que mi estado se debe a algo más que a habérmela encontrado en el ascensor. Doy un paso atrás.

 

—Isabella, por favor. No huyas de mí.

 

—Vete —susurro—. Vete, por favor.

 

Esto es lo último que necesito. A ella no. Tengo cosas más importantes que requieren mi atención, que se merecen mi atención, que necesitan mi atención. Mi resentimiento aumenta cuando pienso que va a retrasarme aún más. Si no fuera porque el tiempo apremia, la atacaría con esa insolencia que he heredado de ella. Pero no tengo ni un minuto que perder. Edward me necesita. Doy media vuelta y corro a la escalera.

 

—¡Isabella!

 

No hago caso de sus gritos desesperados, atravieso la puerta y bajo los escalones de cemento de dos en dos. El claqueteo de sus tacones indica que me está pisando los talones pero las Converse corren más que los tacones, sobre todo cuando una tiene prisa. Bajo un piso tras otro mientras intento marcar el número de Charlie con dedos torpes al tiempo que huyo de mi madre.

 

—¡Isabella! —grita sin aliento. Corro aún más deprisa—. ¡Sé que estás embarazada!

 

—¡No tenía derecho a contártelo! —le espeto escaleras abajo. El miedo y la preocupación se convierten en furia imparable. Me devora por dentro y aunque me asusta lo rápido que se apodera de mi cuerpo, sé que me será de ayuda cuando haya conseguido escapar de esta ramera de tres al cuarto y esté junto a Edward. Necesito el fuego en mis entrañas y ella le está echando leña.

 

—Me lo ha contado todo. Adónde ha ido Edward, lo que va a hacer y por qué va a hacerlo.

 

Freno en seco y me vuelvo. Se derrumba contra una pared, agotada, aunque su traje pantalón blanco está inmaculado, igual que sus rizos brillantes y perfectos. Me pongo a la defensiva y maldigo al traidor de Charlie y a toda su estirpe.

 

—¿Dónde está el Templo? —exijo saber—. ¡Dímelo!

 

—No voy a decírtelo para que te metas en esa carnicería —me dice inflexible.

 

Me muerdo la lengua, rezando para mantener la calma.

 

—¡Dímelo! —le grito, estoy perdiendo la poca cordura que me queda—. ¡Me lo debes! ¡Dímelo!

 

Tuerce el gesto, dolida, pero no siento la menor compasión.

 

—No me odies. No tuve elección, Isabella.

 

—¡Todo el mundo tiene elección!

 

—¿La tuvo Edward?

 

Retrocedo asqueada.

 

Da un paso hacia mí, dubitativa.

 

—¿La tiene ahora?

 

—Cállate.

 

No lo hace.

 

—¿Está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que tú estés a salvo?

 

—¡Cállate!

 

—¿Daría su vida por ti?

 

Me agarro a la barandilla con tanta fuerza que no siento la mano.

 

—Por favor.

 

—Yo lo haría. —Se acerca un poco más—. Y lo hice.

 

Me quedo helada en el sitio.

 

—Mi vida se acabó el día en que te abandoné, Isabella. Desaparecí de la faz de la tierra para protegerte, cariño.

 

Tiende la mano hacia mí y observo horrorizada y en silencio cómo se acerca.

 

—Sacrifiqué mi vida para que tú pudieras tener la tuya. Nunca habrías estado a salvo si yo me hubiera quedado contigo. —Su suave caricia aterriza en mi brazo, la miro sin poder apartar la vista hasta que me coge de la mano y me la estrecha con ternura—. Y volvería a hacerlo, te lo prometo.

 

No puedo moverme. Busco desesperadamente la falsedad en sus palabras pero no la encuentro. Sólo oigo que habla de corazón, con la voz quebrada por el dolor. Entrelaza los dedos con los míos. Permanecemos en silencio. El cemento de la escalera está frío pero siento un calor en la piel que me tranquiliza en lo más hondo y sé que emana de ella, la mujer a la que he odiado casi toda mi vida.

 

Juguetea con el zafiro que llevo en el dedo, luego levanta mi mano para que el brillo de la piedra se refleje en las dos.

 

—Llevas mi anillo —susurra, con un toque de orgullo. Frunzo el ceño pero no aparto la mano. Estoy confundida por la sensación de paz que me provoca su caricia.

 

—El anillo de la abuela —la corrijo.

 

Renée me mira con una sonrisa triste en los labios.

 

—Este anillo me lo regaló Charlie.

 

Trago saliva y meneo la cabeza pensando en todas las veces que Charlie ha jugueteado con el anillo que llevo en el dedo.

 

—No. El abuelo se lo regaló a la abuela y la abuela me lo regaló a mí cuando cumplí veintiún años.

 

—Ese anillo me lo regaló Charlie, tesoro. Lo dejé aquí para ti.

 

Ahora sí que aparto la mano y rápido.

 

—¿Qué?

 

Le tiembla la barbilla y se revuelve incómoda. Reacciona igual que Charlie cuando me habló de ella.

 

—Dijo que le recordaba a mis ojos.

 

Miro la escalera vacía. La cabeza me da vueltas.

 

—Me abandonaste —mascullo. Renée cierra los ojos, despacio, como si estuviera intentando luchar contra los espantosos recuerdos, y ahora creo que es posible que así sea.

 

—De verdad que no tuve elección, Isabella. Todas las personas a las que quería, tú, Charlie, la abuela y el abuelo, corrían peligro. No fue culpa de Charlie. —Me da un apretón en la mano—. De haberme quedado, el daño habría sido mucho peor. Estabais todos mejor sin mí.

 

—Eso no es verdad —discuto débilmente, con un nudo en la garganta. Intento encontrar el odio que he sentido por Renée toda la vida para cargar mis palabras con él, pero ha desaparecido. Se ha ido. No tengo tiempo para pensarlo—. Dime dónde está —exijo saber.

 

Su cuerpo bien vestido se desinfla cuando ve lo que hay detrás de mí. Algo le ha llamado la atención y me vuelvo para ver qué es. Charlie nos observa al pie de la escalera.

 

—Tenemos que encontrar a Edward —digo preparándome para la oposición a la que sé que tendré que enfrentarme—. Dime dónde está el Templo.

 

Charlie niega con la cabeza.

 

—Todo habrá terminado antes de que te des cuenta —dice con total seguridad, pero no cuela.

 

—Charlie —dice Renée con dulzura.

 

Le lanza una mirada de advertencia y niega con la cabeza. Se lo está advirtiendo. Le está advirtiendo que no me lo diga.

 

Renée no le quita los ojos de encima. No tengo tiempo de volver a preguntarlo.

 

—El número ocho de Park Piazza —susurra.

 

Charlie maldice en voz alta pero paso de todo y pongo pies en polvorosa. Empujo a Charlie para que me deje pasar.

 

—¡Isabella! —dice cogiéndome del brazo e inmovilizándome.

 

—Irina me ha llamado —digo entre dientes—. Aro va a drogar a Edward. Si se lo entrega a esa mujer, lo perderemos para siempre.

 

—¿Qué?

 

—¡Va a drogarlo! ¡No va a poder librarse de Aro porque estará comatoso! ¡Esa mujer volverá a violarlo! ¡Lo destrozará para siempre!

 

Se yergue, mira a mis espaldas, a Renée. Se dicen algo sin palabras y yo los miro a uno y a otra intentando averiguar de qué se trata.

 

Puede que no esté en mis cabales pero sé lo que he oído y no tengo tiempo para convencer a Charlie. Bajo volando el último tramo de escalera y corro hacia la salida. Me siguen dos pares de pies, pero ninguno conseguirá detenerme. Busco un taxi y chillo de frustración al no ver ninguno.

 

—¡Isabella! —grita Charlie mientras cruzo la calle a toda prisa.

 

Doblo la esquina y suspiro aliviada al ver que un taxi se para junto a la acera. Apenas le doy tiempo al pasajero a pagar antes de sentarme y cerrar la puerta.

 

—A Park Piazza, por favor.

 

Me derrumbo en el asiento y me paso el viaje rezando para que no sea demasiado tarde. Maldigo a gritos cada vez que no contesta a mis llamadas.

 

 

 

El enorme edificio blanco que se alza tras tres hileras de árboles es imponente. Tengo mariposas en el estómago y me cuesta respirar. Me da miedo ver aparecer el Lexus de Charlie por la esquina. No intento convencerme de que no sabe dónde está Edward. Parte de su trabajo consiste en estar al tanto de todo.

 

Subo la escalera hasta las puertas de doble hoja. A medida que me acerco los sonidos del interior se distinguen con más claridad. Hay risa, conversaciones y suena música clásica de fondo, pero la felicidad que se respira entre esas cuatro paredes no elimina mi aprensión. Noto las barreras invisibles que intentan impedirme que siga avanzando, es como si la casa me hablara.

 

«¡Éste no es tu sitio!»

 

«¡Vete!»

 

Ni caso.

 

Veo un timbre y un llamador pero lo que me llama la atención es el teclado. Cuatro dígitos.

 

Dos, cero, uno, cinco.

 

Los tecleo, oigo cómo se descorre el cerrojo y empujo la puerta con cautela. Los ruidos se intensifican, saturan mis oídos y me ponen la piel de gallina.

 

—Tú no sabes lo que te conviene, ¿verdad?

 

Me vuelvo con un grito quedo. Eleazar está detrás de mí. Él también va a intentar detenerme. El instinto toma el control, le pego una patada a la puerta y entro en un vestíbulo gigantesco con escaleras de caracol a ambos lados y un descansillo enorme. Es ostentoso a más no poder y por un instante me quedo pasmada. Entonces me doy cuenta de que no sé qué hacer. Lo único en lo que pensaba era en encontrar a Edward, en impedir que lo destruyeran para siempre sin que yo pudiera arreglarlo.

 

—Por aquí. —Eleazar me coge del brazo y tira de mí a la derecha, sin miramientos—. Eres un puto grano en el culo, Bella. —Me mete en un estudio de lo más extravagante y cierra la puerta de un portazo. Me suelta y me empuja contra la pared—. ¡Vas a conseguir que lo maten!

 

No tengo tiempo para contarle a Eleazar las novedades porque la puerta se abre de sopetón y me quedo sin aliento al ver a Aro.

 

—Me alegro de volver a verte, dulce niña.

 

—Mierda —maldice Eleazar pasándose una mano temblorosa por la frente sudorosa—. Aro.

 

Miro a uno y a otro. El corazón me late tan fuerte que creo que pueden oírlo. La sonrisa malévola de Aro me dice que huele mi miedo. Se acerca como si tal cosa sin dejar de mirarme y le da a Eleazar una palmadita en el hombro. Es un gesto amigable pero sé que de cordial no tiene nada y me basta con una mirada para comprender que Eleazar también lo sabe. Está nervioso.

 

—Sólo tenías que encargarte de una cosa —masculla Aro mientras Eleazar retrocede receloso—: mantener lejos a la chica.

 

La mirada acusadora de Eleazar me cae como un jarro de agua fría y pierdo el valor.

 

—Te pido disculpas —murmura meneando la cabeza, desesperado—. La chica no sabe lo que le conviene, ni a ella ni al muchacho.

 

Si pudiera encontrar mi insolencia, se la dispararía a Eleazar como si fueran las balas de una ametralladora.

 

—Ah. —Aro se echa a reír. Es una risa siniestra para meterme miedo.

 

Lo consigue. Este hombre es el mal en persona.

 

—El chico especial. —Da un paso hacia mí—. O más bien, mi chico especial. —Da otro paso—. Pero tú querías que fuera tuyo. —Lo tengo frente a frente, echándome el aliento en la cara. Estoy temblando—. Cuando la gente intenta quitarme lo que es mío, lo paga.

 

Cierro los ojos tratando de olvidar lo cerca que lo tengo pero no surte efecto. Lo huelo y lo siento. El chico especial. Quiero vomitar, se me revuelve el estómago y la cabeza me va a cien por hora y me dice que estaba loca por creer que iba a poder arreglar esto yo sola. Sólo he pasado unos segundos en compañía de Aro y de Eleazar, los suficientes para saber que no voy a salir de esta habitación.

 

—Sólo una persona ha intentado quitarme algo que era mío y ha vivido para contarlo.

 

Abro los ojos. Tiene la cara a un milímetro de la mía. Quiere que le pregunte quién y qué pero mi cerebro no consigue enviarle a mi boca las palabras necesarias para obedecer su orden silenciosa.

 

—Tu madre era mía.

 

—Ay, Dios —musito. No siento las rodillas y me tambaleo. La pared es lo único que me sostiene—. No. —Meneo la cabeza.

 

—Sí —contesta—. Me pertenecía y la única razón por la que no le arranqué las tripas a Charlie Swan fue por la satisfacción que me producía saber que sin ella el resto de su vida iba a ser un infierno.

 

Me acorrala como un perro de presa y me roba el aire de los pulmones. No puedo hablar. No puedo pensar. Me he quedado en blanco.

 

—Matarlo habría sido demasiado caritativo. —Me acaricia la mejilla, pero ni siquiera parpadeo. Soy una estatua. Una estatua atontada—. ¿Qué se siente al saber que te abandonó para salvarle la vida?

 

Todo encaja. Todo. Charlie no se deshizo de ella. Ella no me abandonó porque no me quería. Aro la obligó a marcharse.

 

—Apártate, Aro.

 

No muevo un músculo. Su cuerpo me tiene atrapada contra la pared. Apenas puedo respirar pero esa voz es el sonido más maravilloso del mundo.

 

—Puedes irte, Eleazar. —La orden de Charlie no admite réplica.

 

Oigo cómo se cierra la puerta y pasos. Aunque no puedo ver a Charlie, su presencia es como el cuchillo que corta la tensión en el aire.

 

—He dicho que te apartes —repite.

 

Lo veo con el rabillo del ojo, imponente, pero no puedo apartar la vista de los ojos vacíos de Aro.

 

Son cafés.

 

Me voy a desmayar.

 

Me lanza una sonrisa amenazadora de superioridad, como si pudiera ver que acabo de comprenderlo.

 

—Hola, mi querido hermano —dice lentamente, volviéndose hacia él.

 

La mandíbula me llega al suelo y tengo un millón de palabras en la punta de la lengua. ¿Hermano? Los ojos. ¿Cómo es que no me he dado cuenta antes? Los ojos de Aro son idénticos a los de Charlie, excepto que Charlie los tiene dulces y brillantes y los de Aro son duros y fríos. Son hermanos. También son enemigos. No puedo contener el bombardeo de información fragmentada que cae sobre mi mente, datos que cobran sentido y conforman una realidad complicada a más no poder.

 

Renée, Charlie y Aro.

 

Carnicería.

 

Los ojos cafés de Charlie se han endurecido tanto como los de su hermano y sus palabras rozan la amenaza. Son rasgos de Charlie que conozco, sólo que corregidos y aumentados. Da tanto miedo como Aro.

 

—No significas nada para mí, sólo eres una vergüenza.

 

—Yo también te quiero, hermano. —Aro se acerca tranquilamente a Charlie y abre los brazos en un gesto condescendiente—. ¿No vas a darme un abrazo?

 

—No. —Charlie aprieta los labios y retrocede, lejos de la imponente presencia de Aro—. He venido a llevarme a Isabella.

 

—Los dos sabemos que eso no va a pasar. —Me mira por encima del hombro de su hermano—. No pudiste controlar a Renée, Charlie. ¿Qué te hace pensar que podrás controlar a su hija?

 

Desvío los ojos, me incomoda su intensa mirada. Él sabe quién soy.

 

Charlie empieza a temblar.

 

—Eres un desgraciado.

 

Aro arquea las cejas. Parece que le interesa.

 

—¿Un desgraciado?

 

No me gusta la preocupación que cruza la cara de Charlie cuando parpadea hacia mí antes de volver a sostenerle la mirada gélida a su hermano. Pero no dice nada.

 

—Un desgraciado… —musita Aro pensativo—. ¿Qué clase de desgraciado pondría a esta preciosa muchacha a trabajar?

 

Frunzo el ceño sin quitarle los ojos de encima a Charlie. Sé que le está costando estarse quieto. Está incómodo. Ya lo he visto antes así y, cuando me mira, se me cae el alma al suelo.

 

—¿Tú qué opinas? —Parece una pregunta inocente pero sé por dónde van los tiros.

 

—No sigas —le advierte Charlie.

 

—No tienes nada que decir —suspira Aro con una amenazadora sonrisa de satisfacción—. Dime, ¿qué clase de desgraciado pondría a su sobrina a trabajar?

 

—¡Aro! —ruge Charlie pero el feroz bramido no me asusta. Me acabo de morir.

 

—No —susurro negando con la cabeza como una loca. No es posible. Miro en todas direcciones y me tiembla todo el cuerpo.

 

—Perdóname, Isabella —dice Charlie abatido—. No sabes cuánto lo siento. Te lo dije: en cuanto me enteré de quién eras te mandé de vuelta a casa. No lo sabía.

 

Voy a vomitar. Miro a Charlie pero sólo veo dolor.

 

—Entonces ¿no disfrutaste permitiendo que mi hija vendiera su cuerpo?

 

—Tú y yo no estamos hechos de la misma pasta, Aro. —La desaprobación distorsiona el rostro de Charlie.

 

—Somos de la misma sangre, Charlie.

 

—No nos parecemos en nada.

 

—Intentaste quitarme a Renée —dice Aro apretando los dientes, pero la rabia que bulle en su interior no es el resultado de haber perdido a la mujer a la que amaba. Es una cuestión de principios. No deseaba ser el perdedor.

 

—¡No quería verla en este mundo putrefacto! Y tú, maldita sanguijuela, ¡la obligaste a permanecer en él!

 

—Era una mina de oro —resopla Aro con insolencia—. Teníamos un negocio que mantener, hermano.

 

—No podías soportar la idea de que me quisiera a mí. ¡No podías soportar el hecho de que te detestaba! —Charlie da un paso hacia él, todo agresividad. El traje tiembla sobre su cuerpo gigantesco—. ¡Debería haber sido mía!

 

—¡Pero no luchaste lo suficiente por ella! —ruge Aro.

 

Esas palabras. Me estremezco ante la complejidad de la historia de mi madre, que se repite ante mí. Dos hermanos amargados. Una dinastía dividida. Charlie dejó al bastardo sin moral para poder ser amoral en solitario.

 

Charlie prácticamente brama:

 

—Intenté luchar con todas mis fuerzas contra lo que sentía por ella. No quería verla en este mundo enfermo en el que vivimos tú y yo. Tú la metiste hasta el fondo. ¡Y la compartías con tus putos clientes!

 

—Ella no protestaba. Le encantaba la atención… Lo disfrutaba.

 

Hago una mueca y Charlie pone cara de asco antes de perder la calma. Está lívido. Va a explotar. Salta a la vista.

 

—Le gustaba hacerme daño y tú te aprovechaste. La empujaste a la bebida y le lavaste el cerebro. Disfrutabas viendo cómo me mataba poco a poco.

 

Empiezo a rezar. Que esto no sea real. Que la sangre de este demonio no sea la que corre por mis venas.

 

Aro sonríe satisfecho y me dan escalofríos.

 

—Tuvo a mi hija, Charlie. Eso la hizo mía.

 

—No.

 

La voz melodiosa de Renée flota en la habitación y todos nos volvemos hacia la puerta. Está de pie, erguida, con la barbilla bien alta. Entra en la habitación y sé que está luchando por hacerse la valiente en presencia de Aro. Todavía le tiene miedo.

 

—Isabella no es tuya y lo sabes.

 

Abro los ojos como platos. Charlie observa a mi madre, quiere más datos.

 

—¿Renée?

 

Ella lo mira pero da un paso atrás cuando Aro se le acerca, amenazador.

 

—¡Ni se te ocurra! —le ruge.

 

Ella se sobresalta pero Charlie y yo nos hemos quedado de piedra.

 

—Amenazó con ir a por ella si lo contaba.

 

—¡Maldita zorra! —Se abalanza sobre ella pero Charlie lo intercepta y lo envía varios metros hacia atrás con un puñetazo en plena cara. Charlie ruge furibundo. Aro recupera el equilibrio y mi madre grita.

 

—¡No te atrevas a tocarla! —aúlla apretando los puños, echando chispas por los ojos.

 

Intento concentrarme en mitad de esta locura. ¿Aro no es mi padre? Estoy demasiado consternada para poder alegrarme ante la noticia de que no lo sea. Es demasiado. Demasiada información a una velocidad que mi frágil mente no puede procesar.

 

Renée contiene a Charlie pero no tarda en apartarse de él, como si también le tuviera miedo.

 

—Me prometió que dejaría en paz a mi bebé si desaparecía —le dice desolada. Parece avergonzada. Charlie la mira como si estuviera viendo un fantasma—. Me prometió que no te mataría a ti…

 

Respira hondo para armarse de valor.

 

—No —musita Charlie. Le tiembla la mandíbula—. Por favor, Renée, no.

 

—Me prometió que no mataría al padre de mi niña si yo desaparecía.

 

—¡No!

 

Echa la cabeza hacia atrás, grita al cielo y se lleva las manos a la cabeza.

 

Mi mundo se hace añicos. La pared me recoge cuando me tambaleo hacia atrás, desorientada, y me pego a ella, como si pudiera tragarme y evitarme los horrores a los que me estoy enfrentando. Charlie deja caer la cabeza y un millón de emociones invaden su rostro, una detrás de otra: sorpresa, dolor, rabia… Y la culpa cuando levanta la vista hacia mí. No puedo ofrecerle nada. Soy una estatua. Lo único que le queda son mis ojos como platos y mi cuerpo petrificado, pero no necesita más que eso.

 

Estamos alucinando los dos.

 

Aro le lanza a mi madre una mirada que mata.

 

—Puta. No te bastaba con diez hombres a la semana. Encima querías que mi hermano fuera tuyo.

 

—¡Me obligaste a aceptarlos y a escribirlo con pelos y señales! —grita mi madre.

 

—¡Me mentiste! —Aro echa humo. Por primera vez desde que he entrado por esa puerta veo su cara desfigurada por una ira peligrosa—. ¡Me tomaste por imbécil, Renée!

 

Se le acerca a mi madre y se me acelera el pulso cuando la veo retroceder y Charlie rápidamente se interpone entre ellos para protegerla.

 

—No me obligues a matarte, Aro.

 

—No podías meterte las manos en los bolsillos —le espeta estirándose los puños de la chaqueta. Es un gesto que me recuerda a Edward y de repente vuelvo a la vida y me alejo de la pared a la que he permanecido pegada todo este tiempo. Tengo que encontrarlo.

 

Salgo disparada hacia la puerta.

 

—¿Adónde crees que vas, mi querida sobrina?

 

Vacilo al sentir su aliento en la nuca. Pero no me detengo.

 

—Voy a buscar a Edward.

 

—Creo que no —afirma muy seguro de sí mismo. Ahora sí que me paro—. No te lo recomiendo.

 

Me doy la vuelta muy despacio. No me gusta tenerlo tan cerca. Pero por poco tiempo. Charlie me coge del brazo y me aparta de él.

 

—Ni la mires —le dice Charlie cogiendo a Renée con la otra mano y estrechándonos a las dos contra su pecho—. Son mías. Las dos.

 

Aro se echa a reír.

 

—Es una reunión familiar de lo más conmovedora, mi querido hermano, pero creo que se te olvida una cosa. —Se inclina hacia adelante—: Puedo meteros en la cárcel de por vida a ti y al muchacho de la cara bonita con una sola llamada a un repartidor. —Sonríe muy pagado de sí mismo—. La pistola que mató a nuestro tío, Charlie, la tengo yo. Está llena de huellas; ¿a que no adivinas de quién son?

 

—¡Eres un cabrón!

 

—No tiene la pistola —tartamudeo. De repente pienso con claridad. Me separo de Charlie y no hago caso de Renée, que me dice que vuelva, preocupada. Charlie intenta cogerme del brazo pero me zafo—. Déjame.

 

—Isabella —me advierte Charlie intentando cogerme otra vez.

 

—No.

 

Doy un paso al frente. El desprecio con el que me mira Aro me infunde valor. Este hijo del mal es mi tío. Prefiero tenerlo de tío que de padre, pero sólo el que sea familia hace que sienta ganas de darme una ducha con papel de lija.

 

—Tu mujer te ha dejado.

 

Compone un gesto de burla. La noticia le hace mucha gracia.

 

—No se atrevería a hacerlo.

 

—Está en un avión.

 

—Tonterías.

 

—Para escapar de ti.

 

—Jamás.

 

—Pero antes de embarcar le contó un secreto a Edward —continúo. Me está gustando ver que su sonrisa malévola no es tan grande como antes—. Ya no hay ningún vídeo de Edward matando a uno de tus hombres —digo con calma, serena. Ahora oigo con diáfana claridad la voz de Irina antes de que colgara—. Porque Irina lo ha destruido.

 

Adiós sonrisa.

 

El cabrón sin moral se ha arrastrado por la vida como un reptil a base de chantajear y manipular. El resentimiento lo ha devorado durante años. Es un malvado que va a ir de cabeza al infierno y espero que uno de los dos hombres a los que amo lo ayude a tener un buen viaje.

 

—Renée no te quería e Irina tampoco.

 

—¡He dicho que te calles! —Está temblando pero mi miedo ha desaparecido en cuanto se me han aclarado las ideas.

 

—También se ha deshecho de la pistola. ¡No tienes nada!

 

De repente estoy volando y empotrada contra la pared, con la mano de Aro en el cuello.

 

Oigo gritos pero no son míos. Es Renée.

 

—¡No la toques!

 

Aro pega la cara a la mía y su cuerpo me acorrala contra la pared. Trago saliva varias veces, intentando coger aire.

 

—Eres una pequeña ramera patética —ruge—. Igual que tu madre. —Su aliento sube por mi cara de asombro.

 

Pero sólo durante una fracción de segundo, porque su cuerpo sale disparado hacia atrás y Charlie lo tira al suelo con un solo movimiento. Los observo horrorizada mientras arman la de Dios.

 

No necesito quedarme a ver cómo acaba. Me lo imagino y mi misión es encontrar a Edward. Toda esta depravación, la trama de engaños y mentiras, ha desempeñado un papel demasiado importante en la vida de ambos. Se acabó.

 

Me abro paso y oigo una serie de golpes, que deben de ser los puñetazos que Charlie le está propinando a Aro en la cara, seguidos de un torrente de gritos e improperios. Que se las apañen. No pienso perder ni un segundo más en el infierno de sus vidas destrozadas. Ya he tenido que soportar bastante y estoy a punto de arrancar a Edward de las garras corruptas de Aro. Salgo del estudio y dejo atrás una conmoción de proporciones épicas. Corro hacia las risas y las conversaciones. Creía que tenía todos los datos. Creía que sabía lo que había pasado. He estado intentando procesarlo todo para nada. Ahora tengo una nueva versión actualizada y la detesto aún más que la anterior.

 

Sigo hasta un salón colosal. Estoy perdida en un mar de trajes de noche y esmóquines. Las mujeres tienen copas de champán en la mano y los hombres beben vasos de whisky. La de dinero que hay aquí dentro. Pero sólo puedo pensar en Edward. Miro a todas partes, todas las caras, buscándolo desesperadamente. No lo veo. Mis piernas echan a andar entre la multitud. Algunos me miran, otros fruncen el ceño, pero la mayoría se limita a disfrutar de la compañía y de la bebida. Un camarero pasa junto a mí con una bandeja de copas de champán y aunque se detiene y frunce el ceño, me ofrece una.

 

—No —le digo de mala manera sin dejar de inspeccionar la sala, y grito de frustración cuando no logro encontrarlo.

 

—Isabella, cielo… —Una mano cálida me roza el brazo y me vuelvo rápidamente. Mi madre me mira preocupada.

 

—¡¿Dónde está?! —grito atrayendo un millón de miradas—. ¡Tengo que encontrarlo!

 

El pánico acaba con mi determinación y mis emociones se desbordan. Tiemblo y se me llenan los ojos de lágrimas de terror. Me he entretenido mucho. Puede que sea demasiado tarde.

 

—Calla… —me dice como si intentara calmar a un bebé. Tira de mi cuerpo inerte hasta que me tiene a su lado y me acaricia el pelo.

 

Sólo una diminuta parte de mí me permite sentir el inmenso consuelo de notar su calor a mi alrededor. Es raro y me confunde, pero me hace mucha falta. Va en contra de todo pero es lo mejor del mundo. Desde mi escondite en el hueco de su cuello noto que mueve la cabeza. Ella también está buscando a Edward.

 

—Ayúdame —susurro lastimera, desmoronándome—. Ayúdame, mamá. Por favor.

 

Deja de moverse y bajo la palma de mi mano se le acelera el corazón. Me aparta un poco y durante unos instantes estudia cada rasgo de mi rostro, hasta llegar a mis ojos. Miro unos zafiros iguales a los míos y me seca las lágrimas que ruedan por mis mejillas.

 

—Lo encontraremos, cielo —me promete cerrando los ojos y dándome un beso en la frente—. Encontraremos a tu amado.

 

Me conduce entre la multitud sin intentar ser ni educada ni considerada.

 

—Aparta —ordena y la gente retrocede recelosa. Me cuesta seguirle el paso y no se me escapa cómo muchos pronuncian sorprendidos el nombre de mi madre. No soy la única que siente que ha regresado de entre los muertos.

 

Llegamos al enorme vestíbulo y Renée se detiene. Mira a un lado y a otro. No sabe hacia dónde ir.

 

—Está en la suite Dolby —dice Eleazar saliendo de la nada. Me vuelvo y me ofrece una llave. Se me cae el alma a los pies. No puedo respirar. Está en un dormitorio.

 

Cojo la llave y vuelo escaleras arriba como una bala, frenética y gritando su nombre.

 

—¡Edward! —chillo al llegar al descansillo—. ¡Edward!

 

Veo una placa dorada en una puerta. Suite Dolby. Meto la llave en la cerradura con dedos torpes y la abro de par en par, como una bola de demolición. El choque de la madera contra la pared retumba en toda la casa y me sobresalta. La suite es muy grande y miro en todas direcciones con los ojos como platos, presa del pánico; no puedo ni pensar ni moverme.

 

Entonces lo veo.

 

Y el corazón se me rompe en mil pedazos.

 

Está desnudo, con los ojos vendados y colgando de unos grilletes dorados que sobresalen del lujoso papel pintado. Me he quedado helada. Tiene la barbilla hundida en el pecho. Respiro con dificultad y no consigo moverme por más que me grite a mí misma que corra a su lado. No ha movido un músculo. Me trago un sollozo ahogado al darme cuenta de que he llegado demasiado tarde y chillo de frustración. Sólo entonces veo a la rubia alta que se acerca hacia mí con un látigo en la mano.

 

—¡¿Cómo te atreves a interrumpirnos?! —me grita azotando el látigo. La punta me roza la mejilla y retrocedo. De inmediato noto que empieza a salirme sangre de la cara. Me llevo la mano a la herida y casi me caigo del susto. Se me van a salir los ojos de las órbitas: quieren ver a Edward, pero la maldad que emana esa mujer me lo impide. Es potente y aplastante, como un maremoto.

 

—Nos estás molestando —ruge con un marcado acento ruso—. ¡Vete!

 

Ni de broma voy a dejar a Edward así. Me hierve la sangre.

 

—¡No es tuyo! —grito enloquecida y retrocedo cuando vuelve a azotar el látigo. La rabia es más fuerte que yo y reduce a cenizas mi miedo.

 

Busco en la habitación cualquier objeto con el que pueda defenderme y veo algo de metal en la cama. El cinturón de Edward. Corro a arrancarlo de los pantalones. Tengo el cuerpo en tensión y me ciega la ira. Me preparo para atacar.

 

—Pequeña zorra, ¿qué crees que vas a conseguir? —Se acerca silenciosa como un depredador, retorciendo el látigo. Sin inmutarse.

 

—Él me pertenece —mascullo entre dientes, mientras lucho desesperadamente por mantenerme firme. No estaré completa hasta que salga de aquí con Edward sano y salvo en mis brazos.

 

Sus labios dibujan una sonrisa feroz que no hace ni un rasguño al muro de furia que me rodea. Yo también sonrío y la reto a que venga a buscarme con la mirada. Lo veo con el rabillo del ojo, colgando inerte de la pared. Me enfado todavía más. Me arde la piel del calor que desprende la sangre que hierve en mis venas y antes de darme cuenta estoy azotando con el cinturón y la hebilla chasquea en el aire. No espero a ver dónde aterriza pero grita y sé que le he dado. Corro hacia Edward y le acaricio la mejilla y la barba. Musita algo ininteligible y entorna los ojos en mi mano. Tengo un polvorín bajo la piel y mis manos buscan sus ataduras. Empiezo a quitarle con calma los grilletes.

 

—¡Apártate de él! —De repente la tengo al lado, tirando del brazo de Edward, marcando territorio. Él hace una mueca y lloriquea. Es desgarrador.

 

No puedo soportarlo.

 

Me vuelvo, lívida, pegando manotazos sin pararme a pensar.

 

—¡No lo toques! —grito y le doy un bofetón bien sonoro con el dorso de la mano. Se tambalea desorientada, y aprovecho para empujarla lejos de Edward. Mi Edward.

 

No tengo miedo. Ni el más mínimo. Me concentro de nuevo en Edward pero ahogo un grito cuando algo me agarra la muñeca y no es una mano. El dolor es intenso y el cuero de su látigo de pervertida constriñe la piel castigada de mi muñeca.

 

—Apártate —repite tirando del látigo y acercándome a ella. Grito de dolor. Me he metido en una buena. No va a renunciar a él.

 

—Apártate tú, Ekaterina.

 

Giro la cabeza al oír la voz de mi madre. Está jadeante en la puerta, evaluando la situación. Parece enfadada. Tiene las piernas abiertas y nos mira a Edward y a mí antes de concentrarse en la pervertida que me tiene sujeta con un látigo. Mi madre la mira con desprecio.

 

Lleva una pistola.

 

Me quedo pasmada sin poder quitar los ojos del arma que apunta directamente a la rusa.

 

Sólo tengo que esperar unos segundos antes de que el cuero se deslice de mi muñeca y me la froto para aliviar el dolor.

 

—Renée Taylor —musita sonriente—. Voy a hacer como que no me estás apuntando con una pistola. —Su acento es hipnótico y está muy tranquila.

 

—Me parece bien. —Mi madre no se amilana—. Luego vas a llamar a tu hermano y le vas a decir que Aro no ha cumplido su parte.

 

Unas cejas perfectamente depiladas se arquean sorprendidas.

 

—¿Por qué iba a hacer eso?

 

—Porque el acuerdo al que habían llegado Aro y tu hermano es nulo. Edward ya no es propiedad de Aro, Ekaterina. Aro no tiene derecho a entregártelo. Míralo, ¿te parece a ti que ha consentido a esto? Ha sido cosa de Aro. Estoy segura de que no es lo que esperabas después de todo lo que te han contado del chico especial. —Mi madre sonríe con una frialdad y una dureza que no había visto antes—. Tienes una reputación excelente, sé que no quieres arruinarla ni que digan que eres una violadora, Ekaterina.

 

Suelta el látigo y mira a Edward con un mohín. Luego mira a mi madre.

 

—Me gusta que me supliquen que pare. —Se la ve muy indignada. Lentamente se acerca a Renée, que baja la pistola con cautela—. ¿Y dices que Aro Swan lo ha drogado y me lo ha entregado completamente inservible?

 

—¿Lo quieres escrito en sangre?

 

—Sí —dice desdeñosa mirando a mi madre de arriba abajo—. Con la sangre de Aro. —Lo dice en serio—. Creo que voy a llamar a mi hermano. No le gusta verme enfadada.

 

—A nadie le gusta verte enfadada, Ekaterina.

 

—Cierto. —Casi se echa a reír y vuelve sus sucios ojos hacia mí—. Se parece a ti, Renée. Deberías enseñarle buenos modales.

 

—Sus modales son perfectos cuando está con la compañía adecuada —replica y Ekaterina le sonríe con frialdad—. Aro está en el salón. Charlie te lo ha dejado con vida. Considéralo una tarjeta de agradecimiento de parte de mi hija.

 

Sonríe y asiente complacida.

 

—Tienes una hija valiente, Renée. Puede que incluso demasiado. —Se estremece de placer sólo de pensar en la venganza—. Gracias por el regalo.

 

Tiene un acento precioso a pesar del deje violento de sus palabras.

 

—Adiós, Renée. —Se marcha contoneándose de la habitación, sus caderas ondean seductoras mientras arrastra el látigo como si fuera la cola de un vestido.

 

Renée deja escapar un suspiro de alivio. La pistola cae al suelo en cuanto la rusa desaparece. Voy derecha a por Edward. Por el camino cojo una toalla de la cama. Se me parte el corazón mientras se la enrollo en la cintura y le quito los grilletes. Se me cae encima y lo único que puedo hacer es ponerme debajo para amortiguar la caída.

 

Incluso drogado se abraza a mí y nos quedamos en el suelo una eternidad. Él balbucea cosas ininteligibles y yo le tarareo suavemente al oído.

 

Sé que no puede hablar pero le entiendo perfectamente cuando arrastra la mano a mi vientre. La mueve en círculos con ternura hasta que estoy segura de que nuestro bebé responde a sus caricias. Tengo mariposas en el estómago.

 

—Mi bebé —susurra.

 

 

 

Mi madre me pone la mano en el hombro y me baja de mi nube de felicidad. Su calor se extiende por mi piel y va directo a mi corazón. Me aparto de Edward, confusa porque sé que no es él lo que tanto me reconforta. Es un consuelo extra. Abro los ojos. Renée está arrodillada junto a nosotros, sonriendo un poco.

 

—¿Lista para llevarlo a casa, cielo? —me pregunta mientras me acaricia el brazo con ternura.

 

Asiento. Detesto tener que molestar a Edward, que yace feliz en mis brazos, pero me muero por sacarlo de aquí.

 

—Edward —susurro dándole un pequeño codazo. No responde. Miro a mi madre en busca de ayuda.

 

Charlie entra dando grandes zancadas. No puedo ocultar la sorpresa. Está hecho un desastre: con el pelo gris alborotado y el traje lleno de arrugas. Flexiona los dedos y se nota que sigue enfadado. Sólo tiene una magulladura en la mandíbula pero tengo la impresión de que Aro no ha salido tan bien parado.

 

—Hemos de salir de aquí —dice después de procesar el cuadro que ve ante él.

 

—Edward no puede andar. —Me da tanta pena que casi no puedo decirlo.

 

Con movimientos tranquilos y eficientes, Charlie atraviesa la suite y coge a Edward en brazos. Le indica a Renée que me ayude y ella se apresura a obedecer porque sabe que, pese a la calma aparente, todavía corremos peligro.

 

—Estoy bien. —La voz ronca de Edward me saca de mi ensimismamiento. Intenta que Charlie lo suelte—. Puedo andar, joder.

 

Qué alivio. Se endereza y se pasa la mano por los rizos, que están mucho más despeinados que de costumbre, para dejarlos sólo medio despeinados. Se arregla la toalla y me mira con sus ojos azules. Tiene las pupilas tan dilatadas que parecen negros. Me quedo inmóvil, dejo que me disfrute, que me recuerde, hasta que asiente muy despacio y cierra los ojos como a mí me gusta.

 

—¿Qué ocurre?

 

Le va a dar un ataque. Es el centro de atención, medio desnudo y vulnerable.

 

—Te han drogado. Dejemos las explicaciones para más tarde —le dice Charlie, no tan calmado—. Tenemos que salir de aquí.

 

Me ahogo en esta suite tan pija. A Edward se le van a salir los ojos de las órbitas. No dice nada, se queda ahí de pie asimilando la noticia. La mandíbula le tiembla con violencia. Creo que soy una sádica porque me gustaría saber en qué está pensando.

 

—¿Dónde está Aro? —Por su tono de voz, tiene intención de asesinarlo.

 

Charlie se adelanta y le devuelve una fría mirada café.

 

—Se acabó, Edward. Eres un hombre libre, sin las manos manchadas de sangre y sin que te pese la conciencia.

 

—No me pesaría la conciencia —se mofa—. Ni un poquito.

 

—Por Isabella.

 

Le lanza una mirada asesina a Charlie y tuerce el gesto.

 

—O porque es tu hermano.

 

—No, porque somos mejores que él.

 

Charlie ladea la cabeza y Edward se lo queda mirando, pensativo, unos instantes.

 

—¿Dónde está mi ropa? —Recorre la habitación con la mirada, la ve encima de la cama y va a buscarla—. Un poco de intimidad, por favor.

 

—Masen, no tenemos tiempo para que te pongas tiquismiquis.

 

—¡Dos minutos! —grita echándose los pantalones sobre los hombros.

 

Hago una mueca al ver que Charlie se muerde la lengua para no contestar.

 

—Un minuto. —Coge a Renée del brazo y la saca de la habitación. Cierra la puerta de un golpe.

 

El Edward Masen que conozco va reapareciendo con cada exquisita prenda de vestir que se pone. Tira de los puños de la camisa, se arregla la corbata y el cuello. Nunca lo había visto hacerlo tan rápido. Ha vuelto a ser el de siempre, aunque no del todo. La mirada ausente sigue ahí y sospecho que tardará en irse.

 

Cuando ha terminado, su nuez sube y baja y me mira.

 

—¿Estás bien? —pregunta mirando mi vientre—. Dime que los dos estáis bien.

 

Me llevo la mano a la barriga sin pensar.

 

—Estamos bien —le aseguro y asiente.

 

—Excelente —suspira aliviado pese a lo formal de su respuesta. Sé lo que está haciendo, se está distanciando y lo entiendo. Va a salir por la puerta, fuerte y distante como siempre. No está preparado para mostrarles a esos cabrones viciosos ni una gota de debilidad. Por mí perfecto.

 

Se acerca a mí y cuando estamos frente a frente me coge de la nuca y me masajea el cuello.

 

—Estoy locamente enamorado de ti, Isabella Taylor —susurra con la voz ronca y apoya la frente en la mía con delicadeza—. Voy a dejar esta casa a mi manera pero cuando hayamos salido de aquí soy tuyo para que hagas conmigo lo que quieras.

 

Me da un beso en la frente y un apretón en la nuca.

 

Sé lo que intenta decirme pero no quiero hacer lo que me dé la gana con él. Simplemente lo quiero a él. Nunca lo obligaré a nada, no después de todo lo que ha pasado. Es libre y no voy a ponerle condiciones, exigencias ni restricciones. Puede hacer lo que le plazca conmigo. Me aparto y sonrío al ver que su mechón rebelde hace de las suyas. Lo dejo donde está.

 

—Soy tuya, sin condiciones.

 

—Me alegro, señorita Taylor. —Asiente complacido y me besa, esta vez en los labios—. Aunque tampoco tienes elección.

 

Sonrío y me guiña el ojo. Es precioso a pesar de la oscuridad inusual de sus ojos.

 

—Vamos —le digo, empujándolo hacia la puerta.

 

Aprieta los labios y echa a andar hacia atrás, cogiéndose las solapas de la chaqueta hasta que estamos fuera. Dejamos la puerta abierta. Renée y Charlie nos están esperando. Los dos miran a Edward como si hubiera resucitado. Lo ha hecho. Sonrío un poco por dentro mientras Charlie sigue la silueta perfecta de Edward por el descansillo, meneando la cabeza y riéndose burlón antes de alcanzarlo y flanquearlo justo cuando empieza a bajar la escalera.

 

Los sigo y ni siquiera parpadeo o protesto al notar que me pasan un brazo por los hombros. Renée me mira fijamente.

 

—Se pondrá bien, Isabella.

 

—Claro que sí.

 

Sonrío y bajamos juntas la escalera, detrás de Charlie, que acompaña al chico especial lejos de este infierno. Pero cuando llegamos al vestíbulo me entran dudas: Aro está apoyándose en la pared de su despacho. Le han dado una paliza de muerte. Uno de sus hombres se vuelve hacia nosotros con gesto despectivo. Mi gozo en un pozo.

 

Esto no ha acabado. Ni de lejos.

 

Charlie y Edward parecen impertérritos.

 

—Buenas noches. —No es la voz de Charlie, ni tampoco la de Edward ni la de ninguno de los esbirros de Aro.

 

Todas las miradas se vuelven hacia la entrada y la tensión se puede cortar con un cuchillo. Hay una bestia parda que casi no cabe por la puerta. Es un gigante de pelo cano con la cara llena de marcas de viruela.

 

—Has roto el trato, Aro.

 

El ruso.

 

Renée me pone una mano temblorosa en el brazo con la mirada fija en el mal bicho que tiene la atención de todos.

 

Aro y sus hombres ya no están tan tranquilos. Lo noto.

 

—Estoy seguro de que podremos renegociarlo, Vladimir.

 

Aro intenta reírse pero le sale una especie de resoplido.

 

—Un trato es un trato.

 

Sonríe y un ejército se une a él, todos vestidos con traje, todos tan grandes como Vladimir y todos pendientes de Aro.

 

Silencio.

 

Los hombres de Aro se alejan de su jefe, lo dejan desprotegido, ahora es presa fácil.

 

Y se arma la de Dios.

 

Charlie intenta coger a Edward del brazo, que se lanza a la carga contra Aro con expresión asesina. Nadie podrá detenerlo. Los hombres de Aro no mueven un dedo y Edward tiene vía libre hacia el cabrón sin moral.

 

No muestro ni sorpresa ni preocupación. Ni siquiera cuando Edward agarra a Aro del cuello, lo levanta del suelo y lo estampa contra la pared tan fuerte que creo que ha roto la escayola. Aro tampoco demuestra ni miedo ni sorpresa. Está impasible pero el aura de maldad ha desaparecido. Se lo esperaba.

 

—¿Ves esto? —pregunta Edward en voz baja, de pura amenaza, recorriendo con el dedo la cicatriz de la mejilla de Aro, hasta la comisura de los labios—. Voy a pedirles que completen la sonrisa de payaso antes de matarte.

 

Vuelve a empujar a Aro contra la pared, esta vez más fuerte. El golpe retumba por el vestíbulo y los cuadros de la pared caen al suelo a causa de la vibración. No muevo un músculo y Aro sigue impertérrito, aceptando el castigo de Edward. No le queda nada. Está derrotado.

 

—Lentamente —susurra Edward.

 

—Te veré en el infierno, Masen —bromea Aro con desdén.

 

—Ya he estado allí. —Edward lo empotra contra la pared, aún más fuerte, para rematarlo antes de soltarlo. El hijo del mal se desliza pared abajo, débil y patético, mientras Edward se toma su tiempo para alisarse el traje con esmero—. Me encantaría matarte con mis propias manos, pero aquí nuestro amigo ruso es todo un experto. —Da un paso al frente, se yergue alto y amenazador sobre el cuerpo tirado de Aro. Se aclara la garganta con un sonido sucio que se hace eterno. Lo mira fijamente y le escupe en la cara—. Y se asegurará de que no quede nada que sirva para identificarte. Adiós, Aro.

 

Se da la vuelta y entonces echa a andar sin echar la vista atrás, ignorando a todos los que contemplan la escena en silencio e impertinencias, incluso a mí.

 

—Que sea doloroso —dice al pasar junto a Vladirmir.

 

El ruso esboza una sonrisa aterradora.

 

—Será un placer.

 

De repente estoy en movimiento, cortesía de Renée, que tira de mí y por encima de mi hombro ve a Aro resbalándose en el suelo, intentando levantarse. No siento nada… Hasta que veo cómo Charlie observa atentamente al patético de Aro. Se miran a los ojos durante un siglo, en silencio. Charlie es quien rompe la conexión para mirar a Vladimir. Asiente débilmente. Triste.

 

Y nos sigue al exterior.

 

Me cuesta un esfuerzo sobrehumano no quedarme a mirar.

 

 

 

El chófer de Charlie se levanta la gorra para saludarme, me sonríe y me abre la puerta.

 

—Gracias.

 

Asiento y me meto en el coche. Charlie y Edward están hablando. Bueno, Charlie es el que habla. Edward se limita a escuchar con la cabeza baja, asintiendo de vez en cuando. Quiero bajar la ventanilla y ver qué es lo que dicen pero mi curiosidad se transforma en pánico cuando empiezo a asimilar lo ocurrido. De repente, en el transcurso de un solo día, tengo madre y padre. Edward no lo sabe. No sabe que Charlie Swan es mi padre y algo me dice que la noticia lo va a sorprender aún más que a mí.

 

Salgo del coche en un nanosegundo. Se me quedan mirando: Edward con el ceño fruncido y Charlie con casi una sonrisa de satisfacción. Lo está disfrutando, lo sé. Podría pasarme años buscando las palabras adecuadas sin encontrarlas. No hay nada que pueda decir que mitigue el golpe. Edward me mira fijamente, sigo sin decir nada. Cojo todo el aire que puedo y señalo a… mi padre.

 

—Edward, te presento a mi padre.

 

Nada. Pone cara de póquer. Está impasible. Impertérrito. Nunca lo había visto tan inescrutable. Me he pasado todo este tiempo aprendiendo a interpretar sus expresiones faciales y ahora no tengo ni idea. Empiezo a preocuparme y a darle vueltas a mi anillo, nerviosa bajo su atenta mirada en blanco. Miro a Charlie, a ver qué cara ha puesto. Está pasándoselo pipa.

 

Meneo la cabeza, esto no tiene arreglo. A Edward parece que le va a dar algo.

 

—¿Edward? —pregunto preocupada. Este silencio se está alargando más de la cuenta.

 

—¿Masen? —Charlie intenta ayudarme a sacar a Edward de su estado catatónico.

 

Tras unos segundos incomodísimos, da señales de vida. Nos mira a uno y a otro y respira hondo. Muy hondo. Y lentamente, dice:

 

—Justo lo que me faltaba.

 

Charlie se echa a reír. Una carcajada en toda regla.

 

—¡Ahora sí que vas a tener que respetarme! —dice entre risas. Está disfrutando con la reacción de Edward.

 

—Hay que joderse.

 

—Me alegro de que te guste.

 

—Hostia puta.

 

—Menos tacos delante de mi hija.

 

Edward se atraganta y me mira con unos ojos como platos.

 

—Cómo… —Hace una pausa, aprieta los labios… Y no tarda en esbozar una sonrisa traviesa dedicada a Charlie. Se alisa las mangas de la chaqueta.

 

¿Qué estará pensando?

 

Termina de arreglarse el traje y extiende los brazos hacia Charlie.

 

—Encantado de conocerte. —Sonríe de oreja a oreja—. Papá.

 

—¡Vete a la mierda! —le espeta Charlie rechazando el abrazo de Edward—. ¡Por encima de mi cadáver, Masen! Tienes suerte de que te permita formar parte de la vida de mi hija. —Cierra la boca avergonzado, se acaba de dar cuenta de que eso no le corresponde a él decidirlo—. Cuídala mucho —termina de decir nervioso—. Por favor.

 

Edward me coge de la nuca y me susurra al oído:

 

—¿Nos das un minuto? —Me gira la muñeca para colocarme en dirección al coche—. Sube.

 

No protesto, más que nada porque por mucho que quiera retrasar la conversación que van a mantener estos dos, tarde o temprano tendré que dejarlos hablar. Cuanto antes se la quiten de encima, mejor.

 

Me meto en el coche y me pongo cómoda. Cierro la puerta y resisto la tentación de pegar la oreja a la ventanilla. Se abre la otra puerta del coche y aparece Renée. Se agacha para quedar a mi altura. Me revuelvo incómoda. Sus ojos azul marino me miran con mucho cariño.

 

—Sé que no tengo derecho —afirma en voz baja, casi como si no quisiera decirlo—, pero estoy muy orgullosa de ti por haber luchado por tu amor.

 

Le tiembla la mano. Se muere por tocarme pero no sabe si hacerlo, puede que porque Edward ha vuelto a la normalidad y yo parezco más estable. Al menos me siento más estable. Pero mentiría si dijera que no la necesito. Mi madre. Ha estado a mi lado cuando me ha hecho falta, puede que lo haya hecho porque se siente culpable, pero allí estaba. Le cojo la mano temblorosa y le doy un apretón, diciéndole sin palabras que no pasa nada.

 

—Gracias —susurro intentando sostenerle la mirada, simplemente porque creo que voy a echarme a llorar si no la aparto. No quiero llorar más.

 

Se lleva mi mano a los labios y la besa con los ojos cerrados.

 

—Te quiero —dice con la voz rota.

 

Saco fuerzas de flaqueza para no desmoronarme delante de ella. Sé que a ella también le cuesta.

 

—No seas muy dura con tu padre. Todo lo que pasó fue culpa mía, cielo.

 

Meneo la cabeza, enfadada.

 

—No. Fue culpa de Aro. —Se lo tengo que preguntar porque hay una cosa que sigo sin tener muy clara—. ¿Conociste a Charlie antes que a Aro?

 

Ella asiente frunciendo el ceño.

 

—Sí.

 

—¿Y Charlie rompió contigo?

 

Asiente y se nota que le duele recordarlo.

 

—Yo ignoraba la existencia del mundo de Charlie. Él quería mantenerme alejada de aquello pero me acosté con Aro para castigarlo. No sabía dónde me metía, no lo supe hasta que fue demasiado tarde. No estoy orgullosa de lo que hice, Isabella.

 

Ahora la que asiente soy yo. Lo entiendo. Todo. Y a pesar de los horrores que mis padres han tenido que soportar, no puedo evitar pensar que yo no tendría a mi alguien si nuestro pasado hubiera sido diferente.

 

—¿Por qué no acudiste a Charlie? —pregunto—. ¿Por qué no le contaste que yo era su hija, lo que te hizo Aro…?

 

Me sonríe con ternura.

 

—Era joven y tonta. Y tenía mucho miedo. Me lavó el cerebro. Tenía que tomar una decisión muy sencilla: o sufría yo, o sufrían todas las personas a las que quería.

 

—Sufrimos de todas maneras.

 

Asiente y traga saliva.

 

—No puedo cambiar el pasado y las decisiones que tomé. Ojalá pudiera. —Me aprieta la mano—. Sólo espero que puedas perdonarme por no haberlo hecho mejor.

 

Ni lo dudo. No tengo ni que pensarlo. Salgo del coche y abrazo a mi madre. Hundo la cara en su cuello y ella solloza sin parar. No la suelto. No pienso soltarla.

 

Hasta que Charlie coge a Renée de las caderas e intenta quitármela.

 

—Vamos, cariño —le dice. Renée me da más besos en la cara antes de que consiga separarla de mí.

 

Sonrío al ver a Charlie completo con mi madre.

 

—No quería que odiaras a tu madre —dice sin que tenga que preguntarle por qué me mintió y me dijo que fue él quien la echó. Él no sabía que la coaccionaron para que desapareciera. Pensaba que nos había abandonado a los dos—. No quería que supieras quién era tu padre. —Renée le da un apretón en el antebrazo—. Bueno, yo creía que ése era tu padre.

 

—Pero mi padre eres tú —digo sonriente. Me devuelve la sonrisa.

 

—¿Decepcionada?

 

Niego con la cabeza y vuelvo a sentarme en el coche, sonriendo como una tonta. Se abre la otra puerta y Edward entra, se acomoda y dice:

 

—Te vienes a mi casa. Charlie ha hablado con Gregory. Está todo arreglado.

 

De repente me siento muy culpable. Con todo el follón me había olvidado de la abuela.

 

—Tengo que ir a verla.

 

Estará muerta de preocupación. Recuerdo todo lo que me ha dicho. Sabe que Renée ha vuelto y no me creo ni por un segundo que no quiera verla. Tengo que ir a casa y prepararla para el reencuentro.

 

—No es necesario.

 

Edward me mira con las cejas en alto y me encanta que vuelva a sacarme de quicio, pero no me emociona que insista en mantenerme lejos de mi abuela.

 

—Sí que lo es —replico con mirada desafiante. Le ruego a Dios que no insista. Acabo de recuperarlo y no quiero empezar a discutir.

 

—Necesitamos estar a solas —dice en voz baja, apelando a mi corazón.

 

Sé que me estoy dando por vencida. ¿Cómo voy a negarme después de lo que ha pasado?

 

—Te necesito entre mis brazos, Isabella. Solos tú y yo. Te lo suplico. —Me acaricia la rodilla con la mano—. Quiero lo que más me gusta, mi dulce niña.

 

Suspiro con los hombros caídos. Las dos personas a las que más quiero en el mundo me necesitan y no sé por cuál decidirme. ¿Por qué no puedo tenerlos a los dos?

 

—Ven a casa conmigo —sugiero resolviendo el dilema en un tris, pero la alegría me dura poco. Edward menea la cabeza.

 

—Necesito mi casa, mis cosas… a ti.

 

Quiere decir que necesita su mundo perfecto. Ese que está patas arriba y en el que tiene que poner un poco de orden. No estará tranquilo hasta que lo haga. Lo entiendo.

 

—Edward, yo…

 

Charlie entra en el coche.

 

—Voy a llevar a tu madre a casa de Marie.

 

Me entra el pánico e intento salir del coche.

 

—Pero…

 

—Nada de peros —me advierte Charlie.

 

Cierro el pico y lo miro indignada, aunque no por eso se muestra menos inflexible o autoritario.

 

—Por una vez vas a hacer lo que te digo y a confiar en que es por el bien de tu abuela.

 

—Está delicada —protesto saliendo del coche. No sé por qué, no voy a ir a ninguna parte.

 

—Entra. —Charlie casi se ríe y vuelve a sentarme en el coche. Edward aprovecha y me aprisiona entre sus brazos.

 

—Suelta —refunfuño, revolviéndome en un intento inútil de escapar.

 

—¿Lo dices en serio, Isabella? —masculla cansado—. ¿Después de todo lo que hemos pasado hoy, de verdad vas a ponerte insolente? —Me estrecha con decisión—. No tienes elección. Te vienes conmigo y fin de la cuestión, mi dulce niña. Cierra la puerta, Swan.

 

Miro a Charlie con cara de pena. Se encoge de hombros y va a cerrar la puerta cuando una mano con la manicura perfecta le toca el antebrazo. Renée lo mira suplicante. Suspira y le pone la misma cara de pena a Edward. Me uno a la fiesta. Mi pobre hombre tiene tres pares de ojos suplicantes fijos en él. Ni siquiera me siento culpable por la expresión de derrota que empaña su rostro. Con lo decidido que estaba a tenerme toda para él…

 

—Justo lo que me faltaba —suspira.

 

—Tengo que verla, Edward —interviene Renée. Charlie no la detiene—. Y necesito a Isabella a mi lado. Te prometo que nunca más te pediré nada. Concédeme sólo esto.

 

Me trago mi dolor y Edward asiente.

 

—Pues yo también voy —añade tajante para asegurarse de que no es negociable—. Nos vemos allí. Arranca, Jasper. —Edward ni me mira.

 

—Sí, señor —confirma Jasper mirándome sonriente por el retrovisor—. Será todo un placer.

 

La puerta se cierra y nos ponemos en marcha. Charlie acompaña a mi madre, que parece muy frágil, al Audi de Eleazar. No pierdo el tiempo intentando mentalizarme de lo que nos espera al llegar a casa de la abuela. No serviría de nada.

 

 

 

No quiero entrar. Sé que Charlie y Renée aún no han llegado. Ni siquiera un piloto de carreras se las apañaría mejor con el tráfico de Londres. Me quedo de pie en la acera, mirando la puerta, deseando que Edward me anime a entrar. Aunque sé que no lo hará. Me dará todo el tiempo del mundo si eso es lo que necesito, no va a meterme prisa. Sabe que es una situación muy delicada a la que nunca pensé que tendría que enfrentarme. Pero aquí estamos y no tengo ni idea de cómo enfocarlo. ¿Entro y la preparo, le digo que Renée viene de camino? ¿O me espero y entro directamente con mi madre? No lo sé, pero cuando se abre la puerta principal y aparece Gregory parece que la decisión está tomada. Tardo un instante en darme cuenta de que no está solo. No está con la abuela ni con George. Está con Ben.

 

—¡Nena! —exclama suspirando de alivio y rápidamente me da un gran abrazo, sin pedirle permiso a Edward. Ya no hace falta. Me estrecha con fuerza y Ben sonríe con afecto. Ni siquiera el hecho de ver a Edward le borra la sonrisa de la cara.

 

»¿Estás bien? —me pregunta Greg cuando me suelta. Examina mis facciones y tuerce el gesto al ver el corte del cuello.

 

Intento asentir porque sé que ahora mismo soy incapaz de articular una palabra, pero ni para eso sirve mi cuerpo. Gregory se dirige a Edward.

 

—¿Está bien?

 

—Perfecta —dice y oigo que sus zapatos de cuero se acercan.

 

—¿Y tú? —le pregunta Gregory, preocupado de verdad—. ¿Tú estás bien?

 

Edward responde con la misma palabra.

 

—Perfecto.

 

—Me alegro. —Me da un beso en la frente—. Charlie me ha llamado.

 

Ni pestañeo. Charlie ha puesto a mi mejor amigo al corriente de… todo y éste me lo confirma cuando me baja la vista a mi vientre. Sonríe pero consigue no comentar nada al respecto.

 

—Te está esperando.

 

Ben y él me ceden el paso para que vaya a ver a mi abuela pero no llego a tener que andarme con pies de plomo porque un coche aparca en la acera.

 

Me vuelvo aunque sé quién es. Sale del coche, sujetándose a la puerta, vacilante. Está haciendo lo mismo que estaba haciendo yo, quedarse mirando la casa, un poco perdida y abrumada. Charlie acude a su lado y le rodea la cintura con el brazo. Ella lo mira y fuerza una pequeña sonrisa. Él no dice nada, sólo asiente animándola, y observo fascinada cómo saca fuerzas de la conexión que comparten, igual que Edward y yo. Respira hondo y suelta la puerta del coche.

 

Nadie dice nada. Es un asunto delicado y todos estamos nerviosos, no sólo yo. Aquí todo el mundo quiere mucho a mi abuela, incluso Ben, que obviamente ha estado visitándola con frecuencia. Todo el mundo es consciente de lo importante que es lo que va a pasar. Pero nadie da el primer paso. Estamos todos en la acera, esperando que uno de nosotros tome la iniciativa, hable, ponga las cosas en marcha.

 

Pero no es ninguno de los presentes.

 

—¡Dejadme pasar! —Todos giramos la cabeza al oír a la abuela—. ¡Apartaos de mi camino! —De un empellón quita de en medio a Ben y a Gregory e irrumpe en escena.

 

Va en camisón pero lleva el pelo perfecto. Es perfecta.

 

Se detiene en el escalón de la entrada y se sujeta a la pared para no caerse. Quiero correr a darle un abrazo y decirle que todo está bien pero algo me lo impide. Da un paso adelante, sus ancianos ojos azul marino miran más allá de mí, al final del sendero.

 

—¿Renée? —susurra, intentando enfocar la vista, como si no pudiera creer lo que ven sus ojos—. Renée, cariño, ¿eres tú?

 

Da otro paso vacilante y se tapa la boca con la mano.

 

Aprieto los dientes con fuerza y las lágrimas me nublan la vista. Sollozo sin parar, sin que me consuele que Edward me rodee la cintura con el brazo. Miro a mi madre. Charlie la sostiene y ella está agarrada a él como si le fuera la vida en ello.

 

—Mamá… —solloza y las lágrimas le bañan el rostro.

 

Un llanto que es puro dolor hace que me vuelva hacia la abuela y me asusto al ver que se tambalea. Está atónita y feliz.

 

—Mi preciosa niña.

 

Empieza a doblarse hacia adelante, su cuerpo no es capaz de mantenerla en pie por más tiempo.

 

—¡Abuela!

 

El corazón se me sale del pecho y corro hacia ella pero se me adelantan. Renée llega primero, coge a la abuela y las dos caen suavemente al suelo.

 

—Gracias, Dios mío, por habérmela devuelto —solloza la abuela arrojándole a mi madre los brazos al cuello y estrechándola con todas sus fuerzas. Abrazadas, lloran la una en el cuello de la otra. Nadie interviene, las dejamos tal cual, reunidas al fin después de tantos años perdidos. Miro a todos los presentes, a todos se les han humedecido los ojos. Todos tienen un nudo en la garganta. Es un reencuentro cargado de emoción. Es como si la última pieza de mi mundo, que estaba hecho pedazos, encajara en su sitio.

 

Al rato miro a Edward. Me entiende sin necesidad de decirle nada y me coge del cuello con cuidado. Necesitan estar juntas, a solas las dos. Y en mi corazón sé que mi valiente abuela podrá apañárselas sin mí un poco más.

 

Y en mi corazón sé que Edward no.

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