Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
Visitas: 46878
Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 2: Capítulo 1

Esto es perfecto. Pero sería aún más perfecto si mi mente no estuviese plagada de preocupaciones, miedo y confusión.

 

Me vuelvo y me pongo boca arriba en esta cama tamaño queen. Levanto la vista hacia el tragaluz instalado en el techo abovedado de nuestra suite de hotel y observo las nubes suaves y esponjosas que salpican el intenso cielo azul. También veo los edificios que se elevan hasta los cielos. Contengo el aliento y escucho los sonidos, ahora familiares, de las mañanas de Nueva York: los cláxones de los coches, los pitidos y el bullicio en general se distinguen perfectamente a una altura de doce plantas. Similares rascacielos nos envuelven, haciendo que parezca que este edificio se haya perdido en medio de la jungla de cristal y cemento. El entorno que nos rodea es increíble, pero no es eso lo que hace que esto sea casi perfecto, sino el hombre que tengo al lado en esta cama mullida y enorme. Estoy convencida de que las camas en Estados Unidos son más grandes. Aquí todo parece más grande: los edificios, los coches, las celebridades… mi amor por Edward Masen.

 

Ya llevamos aquí dos semanas, y echo muchísimo de menos a la abuela, aunque hablo con ella a diario. Dejamos que la ciudad nos absorba por completo y no hacemos nada más que enfrascarnos el uno en el otro.

 

Mi perfecto hombre imperfecto está relajado aquí. Conserva sus exageradas costumbres, pero puedo vivir con ello. Curiosamente, estoy empezando a encontrar adorables muchos de sus hábitos obsesivo-compulsivos; ahora puedo admitirlo. Y puedo decírselo a él, aunque sigue prefiriendo ignorar el hecho de que la obsesión influye en la mayoría de elementos de su vida. Incluida yo.

 

Al menos aquí en Nueva York no sufrimos intromisiones. Nadie intenta arrebatarle su bien más preciado. Yo soy su posesión más preciada. Un título que me encanta llevar, aunque también supone una carga que estoy dispuesta a soportar, porque sé que el santuario que hemos creado aquí es sólo algo temporal. Afrontar ese oscuro mundo es una batalla que planea en el horizonte de nuestra actual casi perfecta existencia. Y me odio a mí misma por dudar de que mi fuerza interior consiga que lo superemos; esa fuerza en la que tanto confía Edward.

 

Se mueve ligeramente a mi lado y me devuelve a la lujosa habitación que hemos estado llamando casa desde que llegamos a Nueva York, y sonrío al ver cómo hunde su boca en la almohada mientras murmura. Su preciosa cabeza descansa cubierta de rizos alborotados y una densa barba de varios días puebla su mandíbula. Suspira y palpa a su alrededor medio dormido hasta que su mano alcanza mi cabeza y sus dedos localizan mis rizos revueltos. Mi sonrisa se intensifica y me quedo observando su rostro muy quieta, y siento cómo sus dedos se hunden en mi pelo mientras vuelve a dormirse del todo. Ésta es una nueva costumbre de mi perfecto caballero a tiempo parcial: juguetea con mi pelo durante horas, incluso dormido. Me he despertado con nudos en varias ocasiones, a veces con sus dedos todavía enredados en los mechones, pero nunca me quejo. Necesito el contacto físico con él, sea de la naturaleza que sea.

 

Mis párpados empiezan a cerrarse lentamente adormecidos por su tacto. Pero mi paz pronto se ve bombardeada por desagradables visiones, incluida la perturbadora visión de Renée Taylor. Abro los ojos de golpe, me incorporo de un salto y esbozo una mueca de dolor al sentir un tirón de pelo que hace que eche la cabeza atrás.

 

—¡Mierda! —susurro, levantando la mano para iniciar la meticulosa tarea de desenredar los dedos de Edward de mi cabello.

 

Gruñe unas cuantas veces, pero no se despierta, y le coloco la mano sobre la almohada antes de acercarme con cuidado al borde de la cama. Miro por encima del hombro, veo que está profundamente dormido y espero que sus sueños sean tranquilos y apacibles. Todo lo contrario a los míos.

 

Tanteo con los pies la alfombra mullida, me levanto estirándome un poco y termino con un suspiro. Me quedo de pie junto a la cama, con la mirada perdida hacia la enorme ventana. ¿Es posible que haya visto a mi madre por primera vez en dieciocho años? ¿O sólo fue una alucinación provocada por el estrés?

 

—¿Qué es lo que preocupa a esa preciosa cabecita tuya? —Su voz grave y adormilada interrumpe mis pensamientos y, cuando me vuelvo, lo veo tumbado de lado, con las palmas de las manos unidas descansando bajo su mejilla.

 

Fuerzo una sonrisa que sé que no va a convencerlo, y dejo que Edward y toda su perfección me distraigan de mi conflicto interior.

 

—Sólo estaba soñando despierta —digo en voz baja, y paso por alto su expresión de incredulidad.

 

Llevo torturándome mentalmente con esto desde que embarcamos en aquel avión, y he reproducido el momento una y otra vez en mi mente. Pero a Edward no le ha pasado desapercibida mi actitud meditabunda. Sin embargo, no me ha presionado, y estoy convencida de que creerá que estoy reflexionando sobre la traumática situación que nos ha traído hasta Nueva York. Y en parte tendría razón. Muchos acontecimientos, revelaciones y visiones han invadido mi mente desde que llegamos aquí, y esto hace que me sienta mal por no poder apreciar del todo la compañía de Edward y su devoción a la hora de venerarme.

 

—Ven aquí —susurra, sin acompañar sus autoritarias palabras de gesto alguno.

 

—Iba a preparar café. —Soy una ingenua si creo que podré evitar sus preguntas mucho más tiempo.

 

—Ya te lo he dicho una vez. —Se apoya sobre un hombro y ladea la cabeza. Sus labios forman una línea recta, y sus ojos cristalinos y azules me atraviesan con la mirada—. No hagas que me repita.

 

Sacudo la cabeza suavemente y suspiro. Me deslizo de nuevo entre las sábanas y me acurruco contra su pecho mientras él permanece quieto y deja que me acomode. Una vez adoptada mi posición, me rodea con los brazos y hunde la nariz en mi pelo.

 

—¿Mejor?

 

Asiento contra su pecho y me quedo observando sus músculos mientras él me acaricia por todas partes y respira hondo. Soy consciente de que está desesperado por reconfortarme e infundirme confianza. Pero no lo consigue. Me ha concedido tiempo para cavilar, y le debe de haber resultado tremendamente difícil. Sé que estoy pensando demasiado. Lo sé. Y Edward también lo sabe.

 

Se aparta de la calidez de mi pelo y pasa unos instantes arreglándomelo. Después se centra en mis atribulados ojos azules.

 

—No dejes de quererme nunca, Isabella Taylor.

 

—Jamás —afirmo, sintiéndome muy culpable. Deseo que sepa que mi amor por él no debería preocuparle en absoluto—. No des tantas vueltas.

 

Levanto la mano, le acaricio el labio inferior con el pulgar y observo cómo entorno los ojos y desliza la mano para agarrar la mía en su boca.

 

Me alisa la palma y me la besa en el centro.

 

—Lo mismo te digo, preciosa mía. Detesto verte triste.

 

—Te tengo a ti. Es imposible que esté triste.

 

Me sonríe afablemente y se inclina para besarme la punta de la nariz con delicadeza.

 

—Discrepo.

 

—Discrepa todo lo que quieras, Edward Masen.

 

Me levanta al instante y me coloca encima de él, atrapándome con los muslos. Me coge las mejillas con las palmas de las manos, acerca los labios y los deja a unos milímetros de los míos. Siento su aliento caliente sobre mi piel. Soy incapaz de controlar la reacción de mi cuerpo. Y no quiero hacerlo.

 

—Déjame saborearte —murmura mientras busca mi mirada.

 

Bajo la cabeza y me estrello contra sus labios. Repto por su cuerpo hasta que me quedo a horcajadas sobre sus caderas y noto su estado de ánimo, duro y erecto bajo mi trasero. Gimo contra su boca, agradecida por sus tácticas para distraerme.

 

—Creo que soy adicta a ti —murmuro mientras coloco las manos en su nuca y tiro de él con impaciencia hasta que se incorpora.

 

Envuelvo las piernas alrededor de su cintura y él posa las manos sobre mi culo para estrecharme más mientras nuestras lenguas danzan lenta y apasionadamente.

 

—Me alegro. —Interrumpe nuestro beso y me mueve ligeramente para coger un condón de la mesita—. Pronto te bajará la regla —observa.

 

Asiento y alargo las manos para ayudarlo. Se lo quito y lo saco del envoltorio, tan ansiosa como Edward por comenzar la veneración.

 

—Bien. Así podremos prescindir de esto.

 

Le coloco el condón, me reclama, me levanta y cierra los ojos con fuerza mientras guía su erección hacia mi húmeda abertura. Desciendo sobre él hasta absorberla entera.

 

Lanzo un gemido grave y entrecortado de satisfacción. Nuestra unión disipa todas mis preocupaciones y no deja espacio a nada más que a un placer implacable y un amor imperecedero. Está hundido hasta el fondo, quieto, y echo la cabeza atrás mientras clavo las uñas en sus firmes hombros para apoyarme.

 

—Muévete —le ruego, aferrándome a su regazo y sin apenas respirar de mi necesidad por él.

 

Su boca encuentra mi hombro y me hunde los dientes suavemente mientras empieza a guiarme meticulosamente.

 

—¿Te gusta?

 

—Más que nada que pueda imaginar.

 

—Coincido. —Eleva las caderas al tiempo que me retiene abajo, provocando oleadas de placer en nuestros cuerpos jadeantes—. Isabella Taylor, me tienes completamente fascinado.

 

Su ritmo controlado es más que perfecto y nos calienta a ambos lenta y perezosamente. Cada rotación nos aproxima más a la explosión. La fricción de mi clítoris contra su entrepierna cuando me baja hasta el final con cada meneo me hace sollozar y jadear. Entonces mi cuerpo continúa su movimiento circular y el delicioso placer disminuye brevemente, hasta que vuelvo a sentir ese gozoso pico de frenesí. Su mirada cómplice me indica que lo está haciendo a propósito, y sus constantes parpadeos y sus carnosos labios separados no hacen sino intensificar mi desesperación.

 

—Edward —gimo. Entierro el rostro en su cuello y pierdo la capacidad de mantenerme derecha sobre su regazo.

 

—No me prives de esa cara, Isabella —me advierte—. Muéstramela.

 

Jadeando, le lamo y le muerdo la garganta, y su barba raspa mi rostro sudoroso.

 

—No puedo. —Su experta veneración siempre me deja inservible.

 

—Por mí puedes hacerlo. Muéstrame la cara —me ordena con dureza, y me embiste de nuevo con un golpe de caderas.

 

Grito ante la repentina y profunda penetración y me pongo derecha de nuevo.

 

—¿Cómo? —exclamo, frustrada y extasiada al tiempo.

 

Me retiene en ese punto, el punto entre la tortura y un placer sobrenatural.

 

—Porque yo puedo.

 

Me coloca boca arriba y vuelve a penetrarme lanzando un grito de satisfacción. Su ritmo y su ímpetu se aceleran. Nuestra manera de hacer el amor se ha vuelto más dura las últimas semanas. Es como si se hubiese encendido una luz, y Edward se ha dado cuenta de que tomarme con un poco más de agresividad y fuerza no hace que disminuya el nivel de veneración en nuestros encuentros íntimos. Sigue haciéndome el amor. Puedo tocarlo, y besarlo, y él me responde y no para de regalarme palabras de amor, como para asegurarse y dejarme claro que posee el control. Es innecesario. Le confío mi cuerpo tanto como ahora le confío mi amor.

 

Me agarra de las muñecas, me las sostiene con firmeza por encima de la cabeza y se apoya sobre sus tonificados antebrazos, cegándome con los definidos músculos de su torso. Tiene los dientes apretados, pero todavía detecto ese leve aire victorioso. Está contento. Se está deleitando en mi clara desesperación por él. Pero él está igual de desesperado por mí. Elevo las caderas y empiezo a recibir su firme bombeo. Nuestros sexos colisionan, él se retira y vuelve a hundirse de nuevo en mí una y otra vez.

 

—Te estás aferrando a mí, mi niña —jadea.

 

Su rizo rebelde le rebota en la frente con cada impacto de nuestros cuerpos. Todas y cada una de mis terminaciones nerviosas empiezan a crisparse con el incontrolable placer que se acumula en mi sexo. Intento contenerlo desesperadamente, lo que sea con tal de prolongar la magnífica imagen que tengo delante de mí, empapado de sudor y con el rostro descompuesto con un placer tan intenso que podría confundirse con el dolor.

 

—¡Edward! —grito extasiada. Mi cabeza empieza a temblar, pero mis ojos se mantienen fijos en los suyos—. ¡Por favor!

 

—Por favor, ¿qué? ¿Necesitas correrte?

 

—¡Sí! —exclamo, y aguanto la respiración cuando arremete con tanta intensidad que me empuja hacia la cabecera de la cama—. ¡No!

 

No sé qué quiero hacer. Necesito explotar, pero también quiero quedarme para siempre en este remoto lugar de puro abandono.

 

Edward gruñe y permite que su barbilla descienda hasta su pecho y que su feroz agarre libere mis muñecas, que ascienden inmediatamente hasta sus hombros. Le clavo mis uñas cortas con fuerza.

 

—¡Joder! —ruge, y acelera el ritmo.

 

Nunca me había tomado con tanta fuerza, pero en medio de este tremendo placer no hay lugar para la preocupación. No me está haciendo daño, aunque sospecho que yo a él sí. Me duelen los dedos.

 

Yo misma suelto unas cuantas palabrotas y recibo cada embestida hasta que, de pronto, se detiene. Siento cómo se dilata dentro de mí, y entonces retrocede ligeramente y se hunde expeliendo un gruñido largo y grave. Ambos descendemos en picado hacia un abismo de sensaciones indescriptibles y maravillosas.

 

La intensidad de mi clímax me deja sin sentido, y la manera en que Edward se derrumba sobre mi pecho sin preocuparse de si me está aplastando me indica que él está igual. Ambos jadeamos, ambos palpitamos, completamente extenuados. Creo que esta manera intensa y frenética de hacer el amor podría considerarse follar, y cuando siento que unas manos empiezan a acariciarme y que una boca repta por mi mejilla buscando mis labios, sé que Edward está pensando lo mismo.

 

—Dime que no te he hecho daño. —Dedica unos momentos a venerar mi boca, tomándola con suavidad y mordisqueándome los labios con delicadeza cada vez que tira de ellos. Siento cómo sus manos me hacen cosquillas, me recorren y me acarician por todas partes.

 

Cierro los ojos, suspiro de satisfacción y absorbo sus pausadas atenciones mientras sonrío y reúno las pocas fuerzas que me quedan para abrazarlo e infundirme seguridad.

 

—No me has hecho daño.

 

Siento su cuerpo pesado sobre mí, pero no tengo ningún deseo de aliviar el peso. Estamos conectados… por todas partes.

 

Respiro profundamente.

 

—Te quiero, Edward Masen.

 

Se levanta lentamente hasta que me mira con ojos centelleantes y con las comisuras de la boca curvadas hacia arriba.

 

—Acepto tu amor.

 

Intento en vano mirarlo con irritación, pero sólo consigo imitar su gesto alegre. Es imposible no hacerlo cuando últimamente no para de mostrar su sonrisa, antes tan cara de ver.

 

—Eres un caradura.

 

—Y tú, Isabella Taylor, eres una bendición del cielo.

 

—O una posesión.

 

—Lo mismo da —susurra—. Al menos en mi mundo.

 

Me besa los dos párpados con dulzura antes de elevar las caderas para salir de mí y de sentarse sobre los talones. La satisfacción templa mis venas y la paz inunda mi mente cuando me pone encima de su regazo y coloca mis piernas alrededor de su espalda. Las sábanas se han transformado en un montón de tela arrugada que nos rodea, y a él no parece importarle lo más mínimo.

 

—Esta cama es un desastre —digo con una sonrisa provocadora mientras él me coloca el pelo por encima del hombro y desliza las manos por mis brazos hasta agarrar las mías.

 

—Mi obsesión por tenerte en la cama conmigo supera con creces la de tener las sábanas ordenadas.

 

Mi sonrisita se transforma en una inmensa sonrisa.

 

—Vaya, señor Masen, ¿acaba de admitir que tiene una obsesión?

 

Ladea la cabeza y yo flexiono una de mis manos hasta que me la suelta y me tomo mi tiempo en apartarle el mechón de pelo rebelde de la frente.

 

—Tal vez tengas razón —responde, totalmente serio y sin tintes de humor en su tono.

 

Mi mano vacila en sus rizos. Lo observo detenidamente esperando encontrar su precioso hoyuelo, pero no lo veo y lo miro con expresión interrogante en un intento de averiguar si por fin está admitiendo que padece un tremendo TOC (trastorno obsesivo-compulsivo).

 

—Tal vez —añade manteniendo el rostro inexpresivo.

 

Sofoco un grito de fingida indignación y lo golpeo de broma en el hombro. Mi gesto provoca que una dulce risa escape de sus labios. Nunca deja de fascinarme que Edward sea capaz de divertirse. Es sin duda la cosa más bonita del mundo; no de mi mundo, sino del mundo entero. Tiene que serlo.

 

—Yo diría que no hay duda —digo interrumpiendo su risa.

 

Sacude la cabeza embelesado.

 

—¿Eres consciente de lo mucho que me cuesta aceptar que estés aquí?

 

Mi sonrisa se transforma en confusión.

 

—¿En Nueva York?

 

Me habría ido hasta Mongolia Exterior si me lo hubiese pedido. A cualquier parte. Se ríe ligeramente y aparta la mirada. Lo agarro de la mandíbula y dirijo su perfecto rostro de nuevo hacia el mío.

 

—Explícate. —Enarco las cejas con autoridad y pego los labios muy seria a pesar de la tremenda necesidad que siento de compartir su felicidad.

 

—Me refiero a aquí —dice encogiendo sus sólidos hombros—. Conmigo.

 

—¿En la cama?

 

—En mi vida, Isabella. Transformando mi oscuridad en una luz cegadora. —Acerca el rostro y sus labios acechan los míos—. Convirtiendo mis pesadillas en bonitos sueños.

 

Sostiene mi mirada y guarda silencio, mientras espera a que asimile sus sentidas palabras. Como muchas de las cosas que dice ahora, lo entiendo y lo comprendo perfectamente.

 

—Podrías limitarte a decirme lo mucho que me amas. Eso serviría.

 

Aprieto los labios, desesperada por mantenerme seria. No es fácil cuando acaba de robarme el corazón de cuajo con una declaración de tanto peso. Quiero empujarlo contra la cama y demostrarle lo que siento por él con un beso de infarto, pero una minúscula parte de mí anhela que capte mi insinuación poco sutil. Nunca ha dicho nada sobre el amor. Siempre habla de fascinación, y sé perfectamente lo que quiere decir. Pero no puedo negar mi deseo de escuchar esas dos palabras tan simples.

 

Edward me tumba boca arriba y cubre de besos cada milímetro de mi rostro arrugado debido al escozor de su barba.

 

—Me tienes profundamente fascinado, Isabella Taylor. —Atrapa mis mejillas entre sus palmas—. Nunca sabrás cuánto.

 

Cedo ante Edward y dejo que haga conmigo lo que quiera.

 

—Aunque me encantaría pasarme el día entero perdido bajo estas sábanas con mi obsesión, tenemos una cita. —Me besa la nariz, me levanta de la cama y me revuelve el pelo—. Dúchate.

 

—¡Sí, señor! —Lo saludo, y me dirijo a la ducha mientras él pone los ojos en blanco.

Capítulo 1: Prólogo Capítulo 3: Capítulo 2

 
14431300 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10749 usuarios