Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
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Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

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Capítulo 16: Capítulo 15

Ni siquiera el estrépito del vaso estrellándose contra el suelo cuando se me cae de las manos sin vida consigue que apartemos nuestras miradas.

 

Zafiro frente a zafiro.

 

Aflicción frente a desconcierto.

 

Madre frente a hija.

 

—No. —Sollozo, me levanto del taburete y retrocedo con piernas temblorosas—. ¡No!

 

Me vuelvo para escapar, mareada, temblando y sin poder respirar, pero me estrello contra un pecho inmenso. Siento cómo unas fuertes palmas envuelven mis antebrazos. Al levantar la vista veo a Felix evaluando mi expresión de angustia con ojos cargados de preocupación. Eso sólo confirma que lo que creo que acabo de ver es real. El tipo parece inquieto, algo que no le pega en absoluto.

 

Las lágrimas brotan de mis ojos atormentados mientras me sostiene. Su enorme cuerpo emana vibraciones de ansiedad que se me contagian.

 

—Maldita sea —ruge—. Renée, ¿a qué coño estás jugando?

 

La mención del nombre de mi madre inyecta vida a mi cuerpo bloqueado.

 

—¡Deja que me vaya! —grito, y empiezo a revolverme, llena de ansiedad y de pánico—. ¡Por favor, déjame!

 

—¿Isabella? —Su voz penetra hasta los rincones más profundos de mi mente y provoca el ataque de un aluvión de recuerdos perdidos—. Isabella, por favor.

 

Oigo su voz de cuando era una niña pequeña. Oigo cómo me tarareaba nanas, siento cómo sus dedos suaves me acarician la mejilla. La veo de nuevo por última vez saliendo de la cocina de la abuela. Todo me está confundiendo. Su rostro lo ha provocado todo.

 

—Por favor —ruego mirando a Felix con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa. El corazón me está asfixiando—. Por favor.

 

Aprieta los labios con fuerza y todas las emociones posibles se reproducen en él como fotogramas: compasión, tristeza, culpabilidad, ira.

 

—Joder —maldice, y de repente me lleva detrás de la barra. Golpea con el puño un botón oculto que hay tras una estantería llena de licor y una alarma empieza a resonar con fuerza por todo el edificio, haciendo que todo el mundo se levante de sus sillas.

 

El bullicio de la actividad es instantáneo, y el insoportable sonido resulta curiosamente reconfortante. Está llamando la atención de todo el mundo, pero sé que sólo quiere la presencia de un hombre aquí.

 

—Isabella, nena.

 

Siento que una descarga eléctrica recorre todo mi cuerpo cuando me toca el brazo con su suave mano. Hace que mi constitución menuda empiece a forcejear de nuevo con Felix, sólo que esta vez consigo liberarme.

 

—¡Renée, déjala estar! —ruge éste cuando salgo corriendo desde detrás de la barra a tal velocidad que al instante dejo de sentir las piernas.

 

No puedo pensar en nada más que en escapar. En salir de aquí. En huir muy lejos. Consigo llegar a la puerta del bar y giro la esquina rápidamente. Entonces veo que ella viene detrás de mí, pero Charlie aparece de la nada y la bloquea.

 

—¡Renée! —exclama Charlie con tono amenazador mientras lucha por retenerla—. ¿Cómo puedes ser tan estúpida?

 

—¡No dejes que se marche! —grita—. ¡Por favor, no la dejes!

 

Detecto la angustia en su voz y veo el terror en su precioso rostro antes de que desaparezca de mi vista cuando giro la esquina. Lo veo. Pero no lo siento. Sólo siento mi propio dolor, mi rabia, mi confusión, y no puedo soportar ninguna de estas sensaciones. Vuelvo a concentrarme en continuar hacia adelante y corro hacia las puertas que me sacarán de este infierno, pero de repente dejo de moverme, y tardo un tiempo en comprender por qué: mis piernas se mueven pero las puertas no se acercan, consumida por la angustia.

 

—Isabella, estoy aquí —me susurra Edward al oído infundiéndome calma. Pero por muy bajo que las dice, lo oigo perfectamente a pesar del alarido de las alarmas y de la frenética actividad que hay a mi alrededor—. Chist.

 

Sollozo, me doy la vuelta, lo rodeo con los brazos y me aferro a él como si me fuese la vida en ello.

 

—Ayúdame —sollozo en su hombro—. Sácame de aquí, por favor.

 

Siento cómo mis pies abandonan el suelo. Y siento cómo me sostiene contra la seguridad de su pecho.

 

—Chist. —Apoya la mano en mi cabeza y empuja mi rostro hacia el confort de su cuello mientras empieza a caminar con paso decidido. Siento cómo el pánico que me invade empieza a disminuir con tan sólo estar inmersa en lo que más le gusta—. Nos vamos, Isabella. Voy a sacarte de aquí.

 

Mis músculos cobran vida gracias a la firmeza de sus brazos y a su tono tranquilizador y lo abrazo con fuerza para mostrarle mi agradecimiento, pues todavía soy incapaz de expresarlo con palabras. Apenas soy consciente de que súbitamente las sirenas dejan de sonar, pero sí oigo claramente unos pasos que se aproximan a toda prisa detrás de nosotros. Dos pares de pies. Y ninguno de ellos es el de Edward.

 

—¡No la alejes de mí!

 

Trago saliva y hundo más el rostro en el cuello de Edward mientras él hace caso omiso de la súplica de mi madre y continúa avanzando.

 

—¡Renée! —El bramido de Charlie detiene las pisadas e incluso provoca que el paso de Edward vacile por un segundo, pero al sentir cómo entierro más la cabeza en él vuelve a acelerar el ritmo—. ¡Renée, maldita sea! ¡Déjala en paz!

 

—¡No!

 

De repente alguien nos detiene de un tirón y Edward gruñe y se vuelve para enfrentarse a mi madre.

 

—Suéltame el brazo —silba con los dientes apretados, y su tono adquiere el mismo nivel de amenaza que le he visto usar con otros. El hecho de que esta mujer sea mi madre le da exactamente igual—. No te lo voy a repetir.

 

Edward permanece quieto, esperando a que ella lo suelte en lugar de quitársela de encima de un tirón.

 

—No dejaré que te la lleves. —La voz decidida de Renée me llena de pánico. No puedo mirarla. No quiero verla—. Tengo que hablar con ella. Necesito explicarle muchas cosas.

 

Edward empieza a agitarse, y es en este momento cuando comienzo a asimilar la situación. Está mirando a mi madre. Está mirando a la mujer que me abandonó.

 

—Hablará contigo cuando esté preparada —responde con tranquilidad, pero sus palabras están cargadas de advertencia—. Si es que algún día lo está.

 

Gira el rostro hacia mi cabeza, pega los labios en mi cabello e inspira hondo. Me está infundiendo seguridad. Me está diciendo que no voy a hacer nada que no quiera hacer, y lo amo mucho por ello.

 

—Pero necesito hablar con ella ahora. —Su tono está cargado de determinación—. Tiene que saber…

 

Edward pierde la paciencia al instante.

 

—¿Te parece que está preparada para hablar contigo? —ruge y hace que me estremezca en sus brazos—. ¡La abandonaste!

 

—No tuve otra opción —dice mi madre con voz temblorosa y cargada de emoción.

 

Sin embargo, no siento ninguna empatía, y me pregunto si eso me convierte en una persona inhumana y sin corazón. No, tengo un corazón, y ahora mismo está latiendo en mi pecho, recordándome su crueldad de hace tantos años. En mi corazón no hay sitio para Renée Taylor. Está demasiado ocupado por Edward Masen.

 

—Todos tenemos opciones —dice Edward—, y yo he escogido la mía. Sería capaz de atravesar las entrañas del infierno por esta chica, y lo estoy haciendo. Tú no lo hiciste. Eso es lo que hace que yo merezca su amor. Eso es lo que hace que yo la merezca.

 

Sollozo intensamente al escuchar su confesión. Saber que me quiere llena el vacío que siento en mi interior con una gratitud pura y absoluta. Oírle confirmar que se considera merecedor de mi amor hace que todo se desborde.

 

—¡Capullo engreído! —le espeta Renée haciendo uso de la insolencia de las Taylor.

 

—Renée, querida… —interviene Charlie.

 

—¡No, Charlie! Me marché para evitar someterla a la depravación a la que me estaba enfrentando. He ido de país en país durante dieciocho años, muriéndome por dentro a diario por no poder estar con ella. ¡Por no poder ser su madre! ¡No pienso permitir que este hombre irrumpa en su vida y eche a perder cada doloroso momento que he tenido que soportar durante estos dieciocho años!

 

Esa frase se queda grabada alto y claro en mi mente a pesar de mi estado de angustia. ¿Su dolor? ¿Su puto dolor? Siento tal necesidad de saltar de los brazos de Edward para abofetearle la cara que por un momento la furia me nubla el entendimiento, pero él inspira hondo para tranquilizarse y me estrecha la cintura con más fuerza, distrayéndome de mi intención. Lo sabe. Sabe el efecto que esas palabras han surtido en mí. Desliza una mano hasta la parte trasera de mi pierna y tira de ella esperando que reaccione, de modo que envuelvo su cintura con los muslos a modo de respuesta y tal vez para restregárselo a mi madre por la cara.

 

Esto es todo lo que necesito. Él no va a renunciar a mí, y yo no pienso dejarlo marchar. Ni siquiera por mi madre.

 

—Isabella es mía —afirma Edward con tono frío, tranquilo y seguro—. Ni siquiera tú podrás robármela. —Su promesa casi irracional me colma de esperanza—. Ponme a prueba, Renée. Atrévete a intentarlo.

 

Da media vuelta y sale del Society conmigo enroscada a su alrededor como una bufanda, una bufanda bien anudada que nunca se desatará.

 

 

 

—Tienes que soltarte —murmura Edward en mi pelo cuando llegamos a su coche, pero yo respondo únicamente aferrándome más a él y protestando contra su cabello—. Isabella, vamos.

 

Cuando mis lágrimas amainan, despego mi cara mojada de su cuello y mantengo la vista fija en el cuello empapado de su impoluta camisa blanca. La he manchado toda de maquillaje. Hay pegotes de rímel y de colorete incrustados en la cara tela.

 

—Te la he estropeado —suspiro.

 

No necesito mirar su rostro atractivo para saber que tiene el ceño fruncido.

 

—No pasa nada —responde con un tono repleto de confusión, lo que viene a confirmar mi pensamiento anterior—. Venga, bájate.

 

Cedo y me desengancho de su alta figura con su ayuda. Me quedo delante de él, con la mirada baja, sin querer enfrentarme a su perplejidad. Exigirá una explicación ante mi falta de interés. No quiero dar explicaciones, y por mucho que insista no conseguirá que lo haga. De modo que es más fácil evitar su mirada interrogante.

 

—Vamos a por la abuela —digo prácticamente cantando, y doy media vuelta y me dirijo al asiento del pasajero, dejando a Edward atrás, decididamente confundido. Me da igual. En lo que a mí respecta, lo que acaba de suceder nunca ha pasado. Me meto en el coche, cierro la puerta y me pongo el cinturón a toda prisa. Me muero por reunirme con la abuela. Estoy desesperada por llevarla de vuelta a casa y empezar a ayudarla con su recuperación.

 

Hago como que no me percato del calor de su mirada sobre mí cuando se sienta a mi lado y decido encender la radio. Sonrío cuando Midnight City de M83 suena a todo volumen por los altavoces. Perfecto.

 

Pasan unos cuantos segundos y Edward todavía no ha arrancado el coche. Por fin reúno el valor de mirarlo a la cara. Mi sonrisa se intensifica.

 

—¡Vamos!

 

Apenas logra contener su estupefacción.

 

—Bella, ¿qué…?

 

Levanto la mano y pego los dedos contra sus labios para acallarlo.

 

—Ellos no existen, Edward —empiezo, y recorro el camino hasta su garganta cuando tengo la certeza de que va a dejarme continuar sin interrumpirme. Su nuez se hincha bajo mi tacto cuando traga saliva—. Sólo nosotros.

 

Sonrío y observo cómo entorna los ojos con incertidumbre y menea la cabeza de un lado a otro lentamente. Entonces me devuelve la sonrisa con una leve por su parte, se lleva mi mano a la boca y me la besa con ternura.

 

—Nosotros —confirma, y mi sonrisa se intensifica.

 

Asiento con agradecimiento, reclamo mi mano y me pongo cómoda en el asiento de piel, con la cabeza apoyada en el reposacabezas y la mirada al techo. Me esfuerzo todo lo posible en concentrar mis pensamientos únicamente en una cosa.

 

En la abuela.

 

En ver su precioso rostro, escuchar sus expresiones bordes, sentir su cuerpo rechoncho cuando la abrazo con fuerza y disfrutar del tiempo que pasaré con ella mientras se recupera. Es mi trabajo y el de nadie más. Nadie más tiene el placer de disfrutar de esas cosas. Sólo yo. Ella es mía.

 

—Por ahora, respetaré tu decisión —dice Edward mientras arranca el motor.

 

Lo miro con el rabillo del ojo y veo que él está haciendo lo mismo conmigo. Desvío rápidamente la vista hacia adelante y paso por alto sus palabras y su mirada, que me dice que no voy a permanecer en la ignorancia durante mucho tiempo. Eso ya lo sé, pero por ahora tengo la distracción perfecta y pienso concentrarme en ella por completo.

 

 

 

En el hospital hace un calor horrible y sofocante, pero, curiosamente, siento una inmensa paz al llegar aquí. Mis pies avanzan con determinación, como si mi cuerpo fuese consciente de mis intenciones y me estuviese ayudando a llegar al objeto de mi plan de distracción lo antes posible. Edward no ha dicho ni una palabra desde que nos marchamos del Society. Me ha dejado sumida en mis pensamientos, que han estado bloqueando todo lo que pueda empañar el entusiasmo que espero sentir una vez que pose los ojos sobre mi abuela. Su mano envuelve mi nuca mientras camina a mi lado y su dedo masajea suavemente mi piel. Me encanta que intuya lo que necesito, y ahora necesito esto. A él. A la abuela. Y nada más.

 

Giramos la esquina hacia la sala Cedro y oigo al instante la risa distante de la abuela, haciendo que ese entusiasmo con el que contaba se dispare. Acelero el paso, ansiosa por llegar hasta ella, y cuando entro en la habitación donde sé que se encuentra, todas las piezas de mi vida vuelven a encajar en su sitio. Está sentada en su sillón, ataviada con su mejor traje de los domingos y con su bolsa de viaje sobre el regazo. No para de reírse con algo de la televisión. Me relajo bajo la mano de Edward y me quedo observándola durante un buen rato, hasta que sus ojos azul marino se apartan de la pantalla y me encuentran. Los tiene húmedos de tanto reír. Levanta la mano y se seca las lágrimas de las mejillas.

 

Entonces su sonrisa desaparece y me mira con el ceño fruncido, haciendo que mi alegría se esfume y que mi corazón lleno de dicha se acelere, pero esta vez de preocupación. ¿Sabe algo? ¿Se me nota en la cara?

 

—¡Ya era hora! —protesta mientras dirige el mando hacia la pantalla y apaga el televisor.

 

Su hostilidad restaura mi felicidad al instante y mis temores de que pudiese saber algo desaparecen. Ella jamás debe enterarse. Me niego a poner en riesgo su salud.

 

—He llegado con media hora de antelación —le digo, y cojo a Edward de la muñeca para mirar su reloj—. Me dijeron a las cuatro.

 

—Pues llevo aquí sentada una hora. Se me está durmiendo el culo. —Arruga la frente—. ¿Te has cortado el pelo?

 

—Sólo me lo he saneado. —Me llevo la mano al pelo y me lo atuso un poco.

 

Hace ademán de levantarse y Edward desaparece de mi lado rápidamente. Le coge el maletín y le ofrece la mano. Ella se detiene, lo mira y su irritación se transforma al instante en una sonrisa pícara.

 

—Eres todo un caballero —le dice con entusiasmo, y apoya su arrugada mano sobre la de Edward—. Gracias.

 

—De nada —responde Edward inclinándose mientras la ayuda a levantarse—. ¿Cómo se encuentra, señora Taylor?

 

—Perfectamente —responde ella poniéndose derecha una vez de pie. No está perfectamente, para nada, tiene las piernas un poco flojas, y Edward me mira al instante para indicarme que él también lo ha notado—. Llévame a casa, Edward. Te prepararé solomillo Wellington.

 

Me mofo, expresando mi opinión al respecto, y miro a mi derecha cuando la enfermera de planta aparece con una bolsa de papel.

 

—La medicación de tu abuela. —Sonríe cuando me la entrega—. Ella ya sabe qué pastillas tiene que tomar y cuándo, pero también se lo he explicado a su hijo.

 

—¿Su hijo? —espeto con los ojos abiertos como platos.

 

La enfermera se pone colorada.

 

—Sí, ese caballero que viene todos los días un par de veces.

 

Me vuelvo y veo que Edward está tan confundido como yo, y la abuela sonríe de oreja a oreja. Empieza a reírse y se inclina ligeramente mientras Edward la sostiene del brazo.

 

—Ay, querida. Ese hombre no es mi hijo.

 

—Vaya… —dice la enfermera, y se une a Edward y a mí en nuestra perplejidad—. Pensaba que… bueno, lo había dado por hecho.

 

La abuela recobra la compostura, se pone derecha, pone los ojos en blanco y se coge del brazo de Edward.

 

—Charlie es un viejo amigo de la familia, querida.

 

Me mofo de nuevo, pero me callo cuando la abuela me lanza una mirada interrogante. ¿Un viejo amigo de la familia? ¿En serio? Mi mente no para de darle vueltas a la cabeza, pero me esfuerzo todo lo posible por evitar que las preguntas escapen por mi boca a diestro y siniestro. No quiero saber nada. Acabo de dejar al viejo amigo de la familia en el Society, reteniendo a mi ma…

 

—¿Estás lista? —pregunto, ansiosa por olvidar este pequeño malentendido.

 

—Sí, Bella. Llevo lista una hora —responde, frunce los labios y desvía su agria mirada hacia la enfermera.

 

—Éste es el novio de mi nieta —anuncia la abuela en voz más alta de lo necesario, como si quisiese mostrar a toda la sala el magnífico trofeo que tiene en el brazo—. Es guapo a rabiar, ¿verdad?

 

—¡Abuela! —exclamo, poniéndome colorada por Edward—. ¡Para!

 

La enfermera sonríe y se aparta lentamente.

 

—Reposo absoluto durante una semana, señora Taylor.

 

—Sí, sí —responde con hastío a la enfermera, y señala a Edward con la cabeza—. Tiene un buen culito.

 

Me atraganto. Edward se ríe y la enfermera se pone roja como un tomate cuando sus ojos se dirigen a la susodicha zona de Edward, pero entonces mi móvil empieza a sonar en mi bolso y me salva del comportamiento travieso de mi abuela. Sacudiendo la cabeza totalmente exasperada, rebusco en el bolso. Localizo el dispositivo y me quedo paralizada cuando veo el nombre de Charlie en la pantalla.

 

Le doy a «Rechazar».

 

Vuelvo a meterlo en el bolso y observo el rostro risueño de Edward con cautela cuando su teléfono empieza a sonar dentro de su bolsillo interior. Su sonrisa desaparece al ver mi mirada y detectar la melodía de su móvil. Sacudo la cabeza sutilmente, esperando que la abuela no capte los mensajes silenciosos que nos estamos lanzando y me pongo furiosa cuando deja la bolsa de la abuela en el suelo y se lleva la mano lentamente al bolsillo. Le grito mentalmente que lo deje estar y lo fulmino con la mirada desde el otro lado de la cama, pero hace caso omiso y responde a la llamada.

 

—¿Te importa? —pregunta, indicándome que lo releve para sostener a la abuela.

 

Me esfuerzo al máximo en no arrugar el rostro de enfado, porque sé que la abuela nos está observando. Me acerco lentamente y sustituyo el brazo de Edward por el mío.

 

—¿Es una llamada importante? —pregunta la abuela con suspicacia. Debería haber imaginado que nada le pasa desapercibido.

 

—Podría decirse que sí. —Edward me besa en la frente en un intento de calmarme, y la abuela suspira embelesada mientras observa cómo se alejan sus nalgas—. ¿Sí? —dice Edward al teléfono mientras desaparece por la esquina.

 

Pongo morritos. No puedo evitarlo, y me ofendo con Edward por no ser capaz de hacer lo que a mí me sale con demasiada facilidad: enterrar la cabeza en la arena; hacer como si nada; continuar como si jamás hubiese sucedido nada espantoso.

 

—¿Va todo bien entre vosotros dos? —pregunta la abuela con preocupación, interrumpiendo mis acelerados pensamientos y devolviéndome de sopetón al lugar en el que quiero estar.

 

—De maravilla —miento, y fuerzo una sonrisa y recojo su bolsa del suelo—. ¿Lista?

 

—¡Sí! —refunfuña exasperada, y acto seguido su rostro anciano me devuelve la sonrisa. Entonces se vuelve hacia la cama que tiene enfrente y me obliga a volverme con ella—. ¡Adiós, Enid! —grita molestando a la pobre anciana que parece estar profundamente dormida—. ¡Enid!

 

—¡Abuela, está dormida!

 

—Siempre está durmiendo. ¡Enid!

 

La ancianita abre los ojos lentamente y mira a todas partes, algo desorientada.

 

—¡Estoy aquí! —grita la abuela, levanta la mano y la menea por encima de su cabeza—. ¡Hooolaaa!

 

—Por Dios, abuela —farfullo, y mis pies se ponen en marcha cuando mi abuela empieza a trotar por la sala.

 

—No uses el nombre de Dios en vano, Isabella —me reprocha arrastrándome con ella—. Enid, querida, ya me voy a casa.

 

Enid nos regala una sonrisa desdentada, suscitando una pequeña carcajada de compasión por mi parte. Se la ve muy frágil, y parece estar algo senil.

 

—¿Adónde vas? —grazna. Intenta incorporarse, pero acaba rindiéndose y jadeando de cansancio.

 

—A casa, querida. —La abuela nos lleva junto a la cama de Enid y se suelta de mi brazo para poder cogerla de la mano—. Ésta es mi nieta, Isabella. ¿La recuerdas? La conociste el otro día.

 

—¿Ah, sí? —Se vuelve para inspeccionarme y la abuela hace lo mismo siguiendo su mirada y me sonríe cuando me tiene a la vista—. Ah, sí. Ya me acuerdo.

 

Sonrío mientras las dos mujeres me retienen en el sitio con sus ojos ancianos y sabios y me siento un poco incómoda bajo sus miradas escudriñadoras.

 

—Ha sido un placer conocerla, Enid.

 

—Cuídate, bonita. —Extrae la mano de la de mi abuela con cierto esfuerzo y agarra el aire delante de mí, instándome a darle lo que está buscando. Apoyo la mano en la suya—. Será perfecto —dice, y ladeo la cabeza sin saber a qué se está refiriendo—. Él será perfecto para ti.

 

—¿Quién? —pregunto con una risa nerviosa y desviando la mirada hacia el rostro serio de mi abuela.

 

Ésta se encoge de hombros y se vuelve de nuevo hacia Enid, que coge aire para iluminarnos, pero no dice nada más. Me suelta la mano y vuelve a quedarse profundamente dormida.

 

Me muerdo el labio y contengo la necesidad de decirle a la durmiente Enid que él ya es perfecto para mí, por muy extraña que haya sido su sorprendente afirmación.

 

—Hmmm. —El murmullo pensativo de la abuela atrae mi atención. Observa a Enid dormir con una sonrisa cariñosa—. No tiene familia —dice, y despierta inmediatamente en mí una enorme tristeza—. Lleva aquí más de un mes y no ha venido nadie a visitarla. ¿Te imaginas lo que tiene que ser estar tan sola?

 

—No —admito al plantearme semejante soledad.

 

Puede que me haya aislado del mundo, pero jamás me he sentido sola. Nunca estaba sola. Edward, en cambio, sí.

 

—Rodéate de gente que te quiere —se dice la abuela a sí misma, si bien es evidente que desea que yo lo oiga, aunque sus motivos no lo son tanto—. Llévame a casa cariño.

 

Sin perder ni un solo segundo, le indico a la abuela que se coja de mi brazo e iniciamos una marcha lenta hacia la salida.

 

—¿Te encuentras bien? —le pregunto justo cuando Edward gira la esquina con una leve sonrisa en sus carnosos labios.

 

A mí no me engaña. He visto la ansiedad en sus ojos y su expresión impasible antes de que él nos viera.

 

—¡Aquí está! —gorjea la abuela—. Todo trajeado y bien plantado.

 

Edward me coge el maletín de la abuela, se coloca al otro lado de ella y le ofrece también su brazo, que ella acepta alegremente.

 

—La rosa entre dos espinas —dice riéndose, y nos obliga a ambos a aproximarnos más tirando de repente de nuestros brazos—. ¡Eeeooo! —grita la abuela a la recepción de enfermería cuando pasamos por delante—. ¡Adiós!

 

—¡Adiós, señora Taylor!

 

Todas se ríen mientras nosotros la escoltamos hasta la salida, y yo sonrío mis disculpas al equipo médico que ha tenido que soportar varios días sus comentarios bordes. La verdad es que no lo lamento tanto, sólo por el hecho de no ser la única que está constantemente recibiendo las insolencias de las Taylor.

 

Tardamos un rato, pero por fin salimos del hospital. Edward y yo paseamos alegremente sin prisa, teniendo que retener constantemente a la abuela para evitar que salga corriendo del lugar que ha considerado una cárcel durante su ingreso. No he mirado a Edward a la cara ni una vez durante los veinte minutos que nos ha llevado llegar hasta su coche, aunque he sentido sus ojos dirigidos hacia mí por encima de la cabeza de la abuela en más de una ocasión, probablemente evaluando mis procesos mentales. Si la abuela no estuviese entre nosotros, le diría exactamente cuáles son y le ahorraría tiempo. Es muy sencillo: me da igual y no quiero saberlo. Sea lo que sea lo que Charlie y él hayan estado hablando, sean cuales sean sus planes, no quiero saberlos. El hecho de que Charlie haya puesto al día a Edward sobre el asunto de mi madre no despierta mi curiosidad en absoluto. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que Charlie sabía que Renée Taylor estaba aquí y decidió no decírmelo. No sé si debería estar cabreada o agradecida por ello.

 

—¡Vaya! ¡Mira qué cortés! —ríe la abuela cuando Edward le abre la puerta de atrás del Mercedes y baja el brazo para guiarla con aire caballeroso.

 

Se está aprovechando de la ilusoria imaginación de mi abuela y está fingiendo que siempre es así. Pero lo dejaré correr, aunque sólo sea por seguir viendo esa increíble sonrisa en su rostro. Lo miro un poco de soslayo esforzándome por evitar imitar su expresión de diversión mientras ayuda a la abuela a sentarse.

 

—¡Madre mía! —exclama acomodándose en el asiento trasero—. ¡Me siento como de la realeza!

 

—Lo es, señora Taylor —responde Edward antes de cerrar la puerta, ocultando el rubor de satisfacción que acaba de formarse en sus mejillas.

 

Ahora que la abuela ya no está en medio, estamos solos Edward y yo, y no me gusta nada la expresión meditabunda que veo en su rostro. ¿Adónde ha ido a parar la impasividad? Amo y a la vez detesto todas estas expresiones faciales.

 

—Charlie quiere hablar contigo —susurra, cosa que agradezco, porque la abuela está a tan sólo unos centímetros de distancia, aunque se encuentra tras una puerta cerrada.

 

Me pongo inmediatamente a la defensiva.

 

—Ahora no —silbo con los dientes apretados, sabiendo perfectamente que en realidad quiero decir «nunca» —. Ahora tengo otra prioridad.

 

—Coincido —responde Edward para mi sorpresa.

 

Se inclina hasta que nuestros rostros están al mismo nivel. Sus ojos azules me infunden confianza y me hechizan con su seguridad y su confort, haciendo que mis brazos tiemblen a mis costados.

 

—Por eso le he dicho que no estás preparada.

 

Decido dejar de seguir luchando por contener mis brazos y rodeo sus hombros con ellos llena de agradecimiento.

 

—Te quiero.

 

—Eso lo dejamos claro hace ya tiempo, mi niña —susurra, y se retira para mirarme a la cara—. Deja que te saboree.

 

Nuestras bocas se unen y mis pies abandonan el suelo. Nuestras lenguas inician una delicada danza y nos mordisqueamos los labios el uno al otro cuando nos separamos de vez en cuando. Estoy perdida, consumida, ajena a nuestro entorno público… hasta que un súbito golpeteo me devuelve en el acto al presente y ambos nos separamos. Edward empieza a reírse con incredulidad y los dos nos volvemos hacia la ventana de su coche. No veo la cara de la abuela porque los cristales ahumados me lo impiden, pero si pudiera, seguro que estaría pegada contra el cristal, riéndose.

 

—Es un tesoro —murmura Edward y me suelta y me alisa la ropa antes de alisarse la suya propia.

 

Llevaba ya rato sin arreglarse el traje, pero ahora lo está compensando: se toma su buen minuto para colocar todo en su sitio mientras yo lo observo con una sonrisa en la cara, hallando consuelo en una de sus manías, e incluso alargo la mano y le sacudo una pelusilla que se le ha pasado. Él sonríe en respuesta, me agarra de la nuca, me atrae hacia él y me besa en la frente.

 

¡Toc, toc, toc!

 

—Señor, dame fuerzas —farfulla contra mi piel, y entonces me libera y se vuelve con el ceño fruncido hacia la ventana de su coche—. Las cosas bonitas deben saborearse, señora Taylor.

 

La abuela responde con otra tanda de golpeteos en la ventana que provocan que Edward se incline y se acerque a ella, aún con el ceño fruncido. Empiezo a reírme cuando veo que él golpea en respuesta. Oigo la exclamación de indignación de la abuela, incluso a través de la puerta cerrada, aunque eso no surte ningún efecto en mi caballero a tiempo parcial. Golpea de nuevo.

 

—Edward, compórtate. —Me río y adoro la irritación que le invade ante el comportamiento impertinente de mi abuela.

 

—Sin duda pertenece a la realeza. —Se pone derecho y se mete las manos en los bolsillos—. Es una auténtica…

 

—¿Pesadilla? —Termino la frase por él antes de que diga algo de lo que se pueda arrepentir, y veo la culpa en su rostro al instante.

 

—A veces —admite, y me hace reír.

 

—Llevemos a su señoría a palacio, ¿te parece? —Edward asiente hacia el otro lado del coche y yo sigo su instrucción. Me dirijo yo solita al asiento del pasajero y me meto en el de atrás con la abuela.

 

Me abrocho el cinturón y veo que ella no se aclara con el suyo, de modo que le echo una mano y también se lo abrocho.

 

—Ya está —digo, apoyo la espalda en el respaldo y observo cómo inspecciona el suntuoso interior del lujoso coche de Edward.

 

Levanta la mano y aprieta un botón que enciende una luz para después apagarla de nuevo. Juguetea con los botones del aire acondicionado que hay entre el espacio para los pies y murmura su aprobación. Pulsa un botón que hace que baje su ventana y lo pulsa de nuevo para volver a subirla. Entonces encuentra un reposabrazos entre nosotras, lo baja, lo retira hacia atrás y descubre que contiene posavasos. Sus fascinados y ancianos ojos azul marino me miran mientras forma una O con sus labios rosados.

 

—Apuesto a que el coche de la reina no es ni la mitad de lujoso que éste.

 

Su comentario debería hacerme reír, pero estoy demasiado ocupada lanzándole a Edward miradas nerviosas por el espejo retrovisor, intentando evaluar su reacción ante el hecho de que la abuela esté toqueteando su mundo perfecto.

 

Me está mirando a mí, con la mandíbula tensa. Le regalo una sonrisa incómoda y le digo un silencioso «lo siento» con la cara arrugada. Sacude su preciosa cabeza de un lado a otro, meneando los rizos al tiempo que prácticamente sale derramando de la plaza de aparcamiento. Imagino que quiere finalizar este viaje lo antes posible y limitar el tiempo que mi querida abuelita tiene de seguir hurgando en su mundo perfecto. Dios nos libre de que algún día descubra los diales de la temperatura en la parte delantera. Me río para mis adentros. ¿Y quería que se trasladase a su apartamento? Joder, ¡le daría un ataque cada cinco minutos!

 

La abuela exclama con regocijo continuamente mientras Edward esquiva el tráfico londinense, pero su emoción desaparece al verme la mano izquierda cuando la levanto y la apoyo en el asiento que tengo delante. Detecto al instante qué es lo que ha captado su atención. Alarga la mano, me coge la mía, la acerca hacia ella y la estudia en silencio. No puedo hacer nada más que dejarle y me preparo para su reacción. Miro con ojos suplicantes hacia el espejo retrovisor y veo que Edward nos observa de manera intermitente mientras mantiene la atención en la carretera.

 

—Hmmm —murmura ella, y pasa la almohadilla del pulgar por la parte superior de mi anillo—. Bueno, Edward, ¿cuándo vas a casarte con mi preciosa nietecita?

 

La pregunta es para Edward, aunque sus grises cejas enarcadas se dirigen rápidamente hacia mí y me encojo en el asiento de piel. Más le vale encontrar una respuesta rápida, porque yo no tengo ni la menor idea de qué decirle. Necesito que deje de mirarme de esa manera. Me estoy poniendo como un tomate, y siento que se me está cerrando la garganta a causa de la presión, impidiéndome hablar.

 

—¿Y bien? —insiste.

 

—No voy a hacerlo —responde él directamente, y su brusca respuesta hace que me muera por dentro.

 

No tiene ningún problema en decírselo a la deslenguada de mi abuela y, aunque yo lo entiendo, no estoy segura de si ella lo hará. Es muy tradicional.

 

—¿Y por qué no? —Parece ofendida, casi enfadada, y me planteo la posibilidad de alargar la mano y darle un coscorrón a Edward en la cabeza. Ella probablemente lo haría—. ¿Qué tiene mi nieta de malo?

 

Me reiría si fuese capaz de hallar el aire para respirar. ¿Que qué tengo de malo? ¡Todo!

 

—Ese anillo representa mi amor, señora Taylor. Mi amor eterno.

 

—Sí, eso está muy bien, pero ¿por qué lo lleva en el dedo donde se llevan los anillos de casada?

 

—Porque su precioso anillo ya ocupa su mano derecha, y jamás sería tan irrespetuoso como para pedirle que reemplace algo que lleva en su vida más tiempo que yo.

 

Me inflo de orgullo y la abuela tartamudea estupefacta.

 

—¿No podemos intercambiarlos?

 

—¿Acaso quieres casarte conmigo? —le pregunto hallando por fin algunas palabras.

 

—¿Y por qué no? —refunfuña con la nariz estirada. Ni siquiera la respetuosa explicación de Edward ha conseguido mitigar su disgusto—. ¿Pensáis vivir siempre en pecado?

 

Su distraída elección de palabras resuena en mi interior y mis ojos se encuentran con los de Edward a través del espejo: los míos están abiertos como platos; los suyos recelosos.

 

Pecado.

 

Hay muchas cosas pecaminosas que ella desconoce. Cosas que mi pobre mente está intentando asimilar. Jamás se las habría narrado antes, por muy insolente y deslenguada que sea, y desde luego no pienso narrárselas ahora. No en su delicado estado de salud tras el ataque al corazón sufrido, aunque con ella una nunca sabe. Permanecer hospitalizada durante los últimos días parece haberle inyectado todavía más descaro en sus huesos de Taylor.

 

Edward vuelve a mirar hacia la carretera y yo me quedo tensa en mi asiento, pero los ojos expectantes de mi abuela sobre mi célebre antiguo chico de compañía, exprostituto, obsesivo compulsivo…

 

Suspiro. Mi mente no tiene las fuerzas suficientes para elaborar mentalmente la lista de interminables cosas pecaminosas que Edward representaba.

 

—Pienso venerar a su nieta durante el resto de mi vida, señora Taylor —dice Edward con voz tranquila, aunque el triste arrullo de la abuela indica que lo ha oído perfectamente y que tendrá que conformarse con eso. Para mí es suficiente, y aunque me digo constantemente que nada más importa, lo cierto es que la aprobación de la abuela sí que me importa. Creo que cuento con ella. Sólo tendré que seguir diciéndome a mí misma que el hecho de que no sepa toda la verdad no tiene ninguna importancia, que su opinión no cambiaría lo más mínimo si conociese cada sórdido detalle.

 

—Hogar, dulce hogar, señora —dice Edward interrumpiendo mis divagaciones cuando nos detenemos delante de la casa de la abuela.

 

George y Gregory esperan inquietos en la acera, ambos sentados en el muro bajo que hay al final del jardín de nuestro patio. No tengo ni el tiempo ni la energía para preocuparme por el hecho de que Edward y Gregory se encuentren a una distancia tan reducida. Espero que sepan comportarse.

 

—¿Qué hacen éstos aquí? —refunfuña la abuela, sin hacer ningún intento por salir del coche, esperando a que Edward le abra la puerta. A mí no me la pega. Le encanta estar recibiendo este trato tan especial, aunque no es que no lo reciba en circunstancias normales—. ¡No soy ninguna inválida!

 

—Discrepo —responde Edward con firmeza mientras le ofrece la mano, que ella acepta con el ceño ligeramente fruncido—. No sea tan insolente, señora Taylor.

 

Salgo del coche riéndome para mis adentros y me reúno con ellos en la acera mientras la abuela no para de farfullar y de resoplar indignadísima con Edward.

 

—¿Cómo te atreves?

 

—Está claro de quién lo ha aprendido Isabella —le suelta, y la entrega a George cuando éste se aproxima con su viejo y redondo rostro cargado de preocupación.

 

—¿Cómo te encuentras, Marie? —dice tomándola del brazo.

 

—¡Estoy bien! —La abuela acepta el brazo de George, lo que indica su necesidad de apoyarse, y deja que la guíe por el camino del jardín—. ¿Tú cómo estás, Gregory? —pregunta cuando pasa por su lado—. ¿Y Ben?

 

¿Se lo ha contado? Miro a mi amigo, al igual que Edward y que George. Gregory se revuelve incómodo al notar cuatro pares de ojos fijos en él. Sus botas golpetean el suelo y nos contempla a todos con los ojos abiertos como platos mientras seguimos mirando al pobre chico, esperando su respuesta. Carraspea.

 

—Esto… Sí, bien. Estamos bien. ¿Cómo estás tú, abuela?

 

—Perfectamente —responde ella al instante, y le hace un gesto a George para que continúe avanzando—. Preparemos un poco de té.

 

Todo el mundo se pone en acción y sigue a la abuela y a George hacia la casa, pero pronto me adelanto para poder abrir la puerta y dejarlos pasar a todos mientras la mantengo abierta. El profundo suspiro que da cuando la ayudan a atravesar el umbral y absorbe la familiaridad de su hogar me llena de una dicha tan plena que podría rivalizar con el maravilloso lugar al que Edward me lleva cuando soy el único foco de su atención. Y eso ya es decir. Tenerla en casa, y verla y oír sus insolencias consigue borrar de mi mente otros asuntos más peliagudos que me esfuerzo por evitar.

 

Gregory entra y me guiña un ojo con descaro, aumentando así mi felicidad, seguido de Edward, que me releva en la puerta y me indica que continúe con un gesto de la cabeza.

 

—Qué caballeroso —bromeo, y me vuelvo para ver cómo la abuela guía a George hasta la cocina al otro extremo de la casa, cuando lo que debería hacer es tumbarse en el sofá o incluso irse a la cama.

 

Esto no va a ser fácil. ¡Es imposible! Pongo los ojos en blanco, la persigo y empiezo a determinar unas cuantas normas, pero, de repente, una palmada en el culo me detiene. El dolor es instantáneo, y me llevo la mano al trasero para frotármelo en un intento de aliviar así el dolor mientras me vuelvo y veo a Edward cerrando la puerta.

 

—¡Au!

 

¿Au? No se me ocurre nada más que decir. ¿Edward Masen, el hombre cuyos modales avergonzarían hasta a la mismísima reina de Inglaterra, acaba de darme una palmada en el culo? No un golpecito, no. Una palmada. Y bastante fuerte, por cierto.

 

Un rostro perfectamente serio se gira hacia mí. Inspira cuando se alisa el traje tomándose su ridículo tiempo mientras yo permanezco totalmente boquiabierta ante él, esperando… no sé… algo por su parte.

 

—¡Dime algo! —exclamo indignada frotándome todavía el trasero.

 

Termina de perfeccionar su ya perfecto traje y se aparta el perfecto pelo de su perfecto rostro. Sus ojos se nublan. Cruzo las piernas estando de pie.

 

—¿Quieres otra? —pregunta como si tal cosa con un brillo de picardía en sus preciosos ojos.

 

Inspiro hondo y contengo el aliento. Me muerdo el labio inferior con fuerza. ¿Qué le está pasando? ¿Se le está contagiando esta actitud de mi abuela?

 

—Lo que me gustaría hacer en realidad es hincar los dientes en ese precioso culito que tienes.

 

Expulso todo el aire de mis pulmones y la anticipación sexual me devora.

 

Es un cabrón. No tiene ni la menor intención de terminar lo que ha empezado. Pero eso no calma mi ansia ni mi necesidad. ¡Maldito sea!

 

Se aproxima lentamente, como si me estuviera rondando, y mis ojos lo siguen hasta que lo tengo respirando encima de mí.

 

—La dulce abuelita no está en situación de andar blandiendo cuchillos de trinchar.

 

Mueve una ceja sugerente. Ésta es probablemente la acción menos propia de Edward de todas las acciones poco propias de Edward que he experimentado conforme nuestra relación ha ido creciendo. No puedo evitarlo. Comienzo a partirme de risa, pero él no se aparta ofendido tal y como esperaba. Empieza a reírse también y, aunque mi deseo desesperado por él se ha disipado ligeramente, la tremenda felicidad que corre por mis venas es un buen término medio.

 

—No estés tan seguro —respondo riéndome mientras él me coge de la cintura, me vuelve en sus brazos y me guía por el pasillo con la barbilla apoyada en el hombro—. Creo que la medicación le ha desarrollado la insolencia.

 

Pega la boca en mi oreja. Cierro los ojos y disfruto de cada delicioso instante que pasa rozándome.

 

—Coincido —susurra, y me mordisquea el lóbulo.

 

No necesito combatir las llamas de deseo que arden en mis venas porque se transforman en llamas de furia en cuanto llegamos a la cocina y veo a la abuela llenando el hervidor de agua en el fregadero.

 

—¡Abuela!

 

—¡Yo lo he intentado! —exclama George lanzando los brazos al aire con exasperación mientras toma asiento—. ¡Pero no me ha hecho ningún caso!

 

—¡Yo también! —interviene Gregory para hacerme una idea general de la situación mientras se sienta sobre una de las sillas de la mesa de la cocina. Me mira y sacude la cabeza—. No me apetece recibir una paliza verbal. Bastante he tenido ya con las físicas.

 

Durante un segundo, el sentimiento de culpa me invade tras la áspera pullita por parte de mi mejor amigo, pero vuelvo a centrarme en la situación cuando oigo el hervidor golpeando el borde del fregadero.

 

—¡Por favor, abuela! —grito, y atravieso la cocina corriendo al ver que se tambalea ligeramente. Edward también acude al instante, y oigo el chirrido de dos sillas contra el suelo, lo que me indica que Gregory y George también se han levantado—. ¡¿Quieres hacer el favor de hacernos caso?! —grito con una mezcla de enfado y preocupación que me hace temblar mientras la sostengo.

 

—¡Deja de agobiarte tanto! —me ladra intentando apartarme las manos—. ¡No soy ninguna inválida!

 

Necesito hacer acopio de todas mis fuerzas para no gritarle mi frustración. Dirijo mis ojos desesperados hacia Edward y me sorprendo al ver una expresión de enfado en su rostro. Tiene los labios apretados, cosa que en circunstancias normales haría que me preocupase, pero en estos momentos sólo espero que me ayude a controlar a mi testaruda abuela.

 

—Deme eso —masculla con impaciencia quitándole el hervidor de las manos y dejándolo de un golpe sobre el banco antes de reclamar a mi abuela—. Y ahora va a estarse sentadita, señora Taylor.

 

Guía a mi desconcertada abuela por delante de las expresiones de estupefacción de George y de Gregory y la sienta en una silla. Ésta mira a Edward desde su posición sentada con ojos cautelosos mientras él se cierne sobre ella, retándola a desafiarlo. Se queda sin habla, con la boca abierta de la impresión. Edward inspira profunda y pausadamente para calmarse. Entonces se sube ligeramente las perneras de los pantalones a la altura del muslo y se acuclilla ante ella. La abuela lo sigue con la mirada hasta que están al mismo nivel. Permanece callada, como el resto de nosotros.

 

—A partir de ahora hará lo que se le diga —empieza Edward, y se apresura a levantar una mano y a ponerle un dedo sobre los labios cuando ella inspira para espetarle alguna fresca—. Ah-ah —la corta Edward antes de que empiece.

 

No le veo la cara, pero sí veo cómo ladea ligeramente la cabeza a modo de advertencia, y estoy convencida de que también la mantiene en su sitio con la mirada. Edward aparta el dedo lenta y cuidadosamente y ella frunce los labios inmediatamente, indignada.

 

—Eres un poco mandón, ¿no?

 

—No sabe cuánto, señora Taylor.

 

La abuela me mira buscando… no sé qué, pero sé que algo le doy, aunque me estoy esforzando todo lo posible por no hacerlo. Me pongo roja como un tomate, y maldigo a mis mejillas por delatarme y me revuelvo incómoda bajo su mirada curiosa.

 

—Señora Taylor —dice Edward tranquilamente para ahorrarme el escrutinio de sus ojos cuando ella dirige de nuevo la atención hacia él—. Estoy bastante familiarizado con la insolencia de las Taylor. —Señala con su pulgar por encima de su hombro en mi dirección, y hace que quiera anunciar que sólo lo utilizo en circunstancias especiales, pero soy lista y me contengo—. De hecho me he acostumbrado a ella.

 

—Me alegro por ti —masculla la abuela, y levanta la nariz con aire altanero—. ¿Y qué vas a hacer? ¿Azotarme?

 

Toso para ocultar la risa, y George y Gregory hacen lo mismo. ¡Menuda pieza es la abuela!

 

—No es mi estilo —responde Edward con ligereza sin caer en sus provocaciones, cosa que no hace más que instigar más comentarios bordes por parte de la abuela, y eso hace que el resto estemos a punto de llorar de risa.

 

Esto no tiene precio, y evito en todo lo posible mirar a George y a Gregory a los ojos, porque sé que en el momento en que lo haga empezaré a desternillarme al ver sus propias expresiones de diversión.

 

—¿Sabe cuánto quiero a su nieta, Marie?

 

Esa pregunta detiene al instante las risitas nerviosas y el rostro de la abuela se suaviza al instante.

 

—Creo que me hago una buena idea —dice tranquilamente.

 

—Bien, pues deje que se lo confirme —dice Edward formalmente—. Me duele tremendamente. —Me quedo paralizada y veo cómo el rostro de la abuela se ilumina de felicidad a través del hombro de Edward—. Justo aquí. —Le coge la mano y se la coloca sobre la chaqueta del traje—. Mi niña me ha enseñado a amar, y eso hace que la quiera más todavía. Ella lo es todo para mí. No soporto que esté triste o verla sufrir, Marie.

 

Permanezco callada en un segundo plano, como Gregory y George. Está hablando con ella como si estuvieran solos. No sé qué tiene esto que ver con que mi abuela sea obediente, pero parece estar funcionando, y confío en que tenga alguna relevancia.

 

—Sé lo que se siente —murmura la abuela forzando una sonrisa triste. Creo que voy a llorar—. Yo también lo he vivido.

 

Edward asiente y alarga la mano para apartarle un rizo gris y rebelde de la frente.

 

—Isabella está enamorada de usted, querida señora. Y yo también la aprecio bastante.

 

La abuela sonríe a Edward tímidamente y reclama su mano. Estoy convencida de que se la está estrechando con fuerza.

 

—Tú tampoco estás mal.

 

—Me alegro de que hayamos dejado las cosas claras.

 

—¡Y tienes un buen culito!

 

—Eso me han dicho. —Se ríe, se inclina y la besa en la mejilla.

 

Yo me derrito por dentro de felicidad cuando probablemente debería estar rodando por el suelo de risa ante su descarada salida.

 

Edward nunca había tenido a nadie. Ahora no sólo me tiene a mí, sino que además la tiene a ella. Y de repente veo claramente que él es consciente de ello. También quiere a la abuela. A un nivel diferente, claro, pero sus sentimientos por ella son intensos. Muy intensos, y lo ha demostrado con cada palabra y cada acción desde que regresamos de Nueva York.

 

—Y ahora —se pone de pie y deja a la abuela sentada, con expresión risueña y soñadora—, Isabella va a meterla en la cama. Yo ayudaré a Gregory a preparar el té, y George se lo llevará a su habitación.

 

—Si insistes…

 

—Insisto. —Edward me mira y muestra interés al ver mis ojos vidriosos—. ¡Venga!

 

Recobro la compostura al instante y levanto a la abuela de la silla, ansiosa por escapar de la presencia de este hombre tan maravilloso antes de que me tenga lloriqueando por toda la cocina.

 

—¿Te encuentras bien? —le pregunto mientras salimos de la cocina, recorremos el pasillo y subimos la escalera pasito a pasito.

 

—Mejor que nunca —responde con total sinceridad tocándome la fibra sensible.

 

Mi contento pronto se transforma en temor, porque sé que por mucho que quiera enterrarla en mi cabeza, sólo hay una cosa que no podré ocultarle eternamente.

 

A Renée Taylor.

 

Todavía estoy intentando asimilarlo yo. La abuela no podría.

 

—Se casará contigo algún día —rumia para sí misma sacándome de mis angustiosas divagaciones—. Escúchame bien, Isabella. Jamás había sentido un amor tan rico y tan puro en mis ocho décadas de vida. —Asciende la escalera con cuidado y yo la sigo y la sostengo por detrás, hecha un auténtico lío de sentimientos encontrados, sentimientos de indescriptible felicidad y de sombría tristeza—. Edward Masen te ama con toda su alma.

 

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