Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
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Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

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Capítulo 17: Capítulo 16

Dedico más de una hora a atender a la abuela y disfruto de cada momento: desde ayudarla a bañarse hasta meterla en la cama y arroparla. Le seco y le cepillo el pelo, la ayudo a ponerse su camisón de volantes y le ahueco las almohadas antes de ayudarla a subirse a la cama.

 

—Apuesto a que lo estás disfrutando —musita en voz baja, al tiempo que tantea la ropa de cama a su alrededor. Está sentada, con los rizos grises y perfectos ondeando sobre sus hombros mientras se pone cómoda.

 

—Me gusta cuidarte —confieso, aunque me contengo y no añado que prefiero cuidar de ella cuando no lo necesita. Quiero que se ponga bien, que vuelva a la normalidad. Es posible que haya recobrado su chispa pero no me engaño: sé que eso no significa que se haya recuperado.

 

—No te creas que voy a dejar que vuelvas al mundo vacío en el que vivías antes de que apareciera Edward —me dice sin levantar la vista de las sábanas. Me detengo en pleno ajetreo y me mira con el rabillo del ojo—. Que lo sepas.

 

—Lo sé —la tranquilizo, e intento ignorar la sombra de la duda que amenaza desde un rincón de mi mente. Lo fácil sería volver a esconderme, no salir a lidiar con todos los retos que tengo por delante.

 

—Ya te lo he dicho, Isabella —continúa. No me gusta el rumbo que está tomando esta conversación—. Enamorarse es fácil. Aferrarse al amor es especial. No creas que soy tan tonta como para creer que todo es perfecto. Veo a un hombre enamorado y a una chica enamorada. —Hace una pausa—. Y veo aún más claros los demonios que alberga Edward Masen.

 

Se me corta la respiración.

 

—También veo su desesperación. No puede ocultármela. —Me observa con detenimiento. Sigo conteniendo el aliento—. Depende de ti, mi querida niña. Ayúdalo.

 

Unos golpecitos en la puerta del dormitorio de la abuela me sobresaltan y corro a abrir con la cabeza a mil; la necesidad de escapar hace que me entre el pánico. George me mira un tanto reticente con una bandeja en las manos.

 

—¿Todo bien, Isabella?

 

—Sí —digo con voz chillona y me aparto para dejarlo pasar.

 

—¿Se encuentra en condiciones de recibir visitas? Traigo té.

 

—¡Llévame a bailar, George! —grita la abuela y George sonríe.

 

—Me lo tomaré como un sí. —George entra en la habitación y su sonrisa se torna más amplia al ver a mi abuela, limpia y arreglada en la cama—. Estás espectacular, Marie.

 

Me sorprende no escuchar una réplica burlona o sarcástica.

 

—Gracias, George. —La abuela le señala la mesita de noche para que deposite en ella la bandeja, cosa que él hace con esmero y sin tardanza—. A ver qué tal te ha salido el té.

 

—Nadie lo prepara como tú, Marie —dice George con alegría mientras echa azúcar en las tazas.

 

Los observo unos instantes mientras camino hacia la puerta y sonrío al ver a la abuela darle un manotazo a George en el dorso de la mano y a él reírse tan contento. Está feliz de tenerla en casa y, aunque ella no lo admitirá nunca, también está encantada de volver a tener a George bajo su techo. El cambio de papeles va a hacer que discutan más que de costumbre.

 

—Estaré abajo —les digo antes de salir de la habitación, pero ninguno de los dos me hace el menor caso y la abuela continúa dándole a George instrucciones precisas de cómo preparar el té a su gusto. El pobre lo intenta en vano; nadie prepara el té como la abuela.

 

Los dejo con su sainete, bajo la escalera, aliviada de estar lejos del radar de la abuela, y entro en la cocina. Edward está apoyado en la encimera y Gregory está tirado en una silla. Los dos me miran y me siento como si estuviera bajo un microscopio pero, aunque esto es muy incómodo, es mejor que cuando se tiran las manos al cuello. Mi alivio desaparece pronto, en cuanto noto la preocupación en el aire y no tardo en imaginarme por qué me miran así.

 

Edward le ha contado lo de mi madre. Mis mecanismos de defensa se ponen en alerta máxima, listos para disparar al que decida atacarme primero con sus opiniones, pero tras un largo y doloroso silencio, ninguno de los dos abre la boca. Decido tomar las riendas de la situación.

 

Y hacer el avestruz un poco más.

 

—Está descansando y George está con ella. —Me acerco al fregadero y meto las manos en el agua jabonosa—. Se la ve muy animada pero necesita, al menos, una semana de reposo. —Friego las tazas de té y las coloco en el escurreplatos. Luego rebusco en el agua algo más que fregar—. No va a ser fácil.

 

—Isabella —Edward se me acerca por detrás. Cierro los ojos y dejo de remover el agua en vano—, déjalo ya.

 

Me saca las manos de la pila y empieza a secármelas con un paño de cocina, pero lo aparto y cojo un trapo.

 

—Voy a limpiar la mesa. —Dejo caer el trapo húmedo sobre la mesa y Gregory se aparta un poco. No se me escapa la mirada cautelosa que le lanza a Edward por encima de mi hombro—. Tengo que mantener la casa como los chorros del oro. —Me esmero con la madera impecable, limpiando una suciedad inexistente—. O protestará e intentará limpiarla ella.

 

Unas manos fuertes se cierran sobre mis muñecas y les impiden moverse.

 

—Basta.

 

Mis ojos ascienden por su traje hecho a medida, por su cuello y por la sombra de su barbilla. Unos ojos azules se me clavan en el alma. Comprensivos. No necesito comprensión, lo que necesito es que me dejen seguir con lo mío.

 

—No quiero exponerte a más sufrimiento. —Me quita el trapo de la mano, lo dobla con pulcritud mientras le doy las gracias en silencio y me tomo un momento para recobrar la compostura—. Voy a pasar la noche aquí, así que necesito ir a casa a recoger un par de cosas.

 

—Vale —accedo mientras me aliso el vestido de verano.

 

—Y yo debería irme —dice Gregory poniéndose de pie y ofreciéndole la mano a Edward, que la acepta al instante y asiente con la cabeza. Es un mensaje silencioso para que mi amigo se sienta seguro.

 

En cualquier otro momento su intercambio de cortesías me parecería maravilloso, pero ahora mismo no. Es como si se hubieran aliado, como último recurso, para encargarse de la damisela desvalida. No están siendo educados porque saben que nada me gustaría más que saber que pueden llegar a caerse bien. Lo están haciendo por miedo a que sean la gota que colma el vaso.

 

Gregory se me acerca y me da un abrazo que me cuesta devolverle. De repente me siento frágil de verdad.

 

—Te llamo mañana, pequeña.

 

Asiento y me separo de él.

 

—Te acompaño a la puerta.

 

—Vale —contesta lentamente y se va hacia la puerta de la cocina, despidiéndose de Edward con la mano.

 

No veo la respuesta de Edward ni si se producen más intercambios porque ya estoy a mitad del pasillo.

 

—¡Es tremenda! —dice George entre risas. Levanto la vista y lo veo bajando la escalera—. Pero está agotada. Voy a dejarla descansar un poco.

 

—¿Te vas, George?

 

—Sí, pero volveré mañana al mediodía. Tengo órdenes. —Resopla al llegar al pie de la escalera, con el pecho palpitante del esfuerzo—. Cuídala mucho —me pide dándome un apretón en el hombro.

 

—Te llevo a casa, George —dice Gregory, que aparece con las llaves en la mano—. Siempre que no te importe compartir asiento.

 

—¡Ja! Compartí cosas peores durante la guerra, muchacho.

 

Gregory pasa a mi lado conteniendo la risa y le abre la puerta a George.

 

—Espero que me lo cuentes todo por el camino.

 

—¡Se te van a poner los pelos como escarpias!

 

Se marchan por el sendero, George hablando por los codos de los días de la guerra y Gregory riéndose de vez en cuando en respuesta. Cierro la puerta y dejo el mundo fuera, pero pronto me doy cuenta de que no puedo cerrar mi mente. Me estoy engañando. El estar aquí, oliendo nuestra casa, sabiendo que la abuela está a salvo arriba y que Edward pulula alrededor en toda su perfección no está yendo como yo esperaba. La increíblemente aguda conclusión de la abuela no hace más que empeorarlo.

 

Protesto al oír el tono lejano de mi móvil y no me doy prisa en cogerlo. La gente con la que quiero hablar o está aquí o acaba de irse. Arrastro los pies de vuelta a la cocina; ni rastro de Edward. Localizo el bolso, rebusco dentro y saco la fuente del sonido persistente. Rechazo la llamada y veo que tengo seis más, todas de Charlie. Lo apago y lo meto en el fondo del bolso, mirándolo con furia.

 

Luego me voy a buscar a Edward. Está en la sala de estar, sentado en un extremo del sofá. Tiene un libro en la mano. Un libro negro. Está muy concentrado en la lectura.

 

—¡Edward!

 

Se sobresalta y cierra el libro de golpe mientras me acerco a toda velocidad y se lo quito.

 

—¿De dónde lo has sacado? —le pregunto de mala manera escondiéndomelo a la espalda… Avergonzada de ese cuaderno.

 

—Estaba metido en un lateral del sofá. —Señala el extremo del que lo ha sacado y me acuerdo de cuando lo tiré en el sofá la última vez que me torturé leyendo un párrafo. ¿Cómo pude ser tan descuidada?

 

—No deberías haberlo leído —le espeto sintiendo cómo esa cosa monstruosa me quema los dedos, como si de un modo extraño estuviera volviendo a la vida. Me obligo a dejar de pensar estas cosas antes de que capten toda mi atención, que no se merecen—. ¿Recordando los viejos tiempos? —le pregunto—. ¿Pensando en todo lo que vas a perderte?

 

Me arrepiento de mi ataque rastrero antes de que Edward tuerza el gesto, sobre todo porque pone cara de dolor, no de enfado. Ha sido un golpe bajo e innecesario. No sentía mis palabras. Lo estoy pagando con él, estoy siendo cruel con la persona equivocada.

 

Lentamente, se levanta cuan alto es y recobra su expresión impasible característica. Se arregla las mangas de la chaqueta y se estira la corbata. Yo me revuelvo incómoda en mi sitio, buscando en mi cerebro algo con lo que redimirme. Nada. No puedo retirarlo.

 

—Perdóname. —Agacho la cabeza, avergonzada, resistiendo el impulso de arrojar el cuaderno al fuego.

 

—Estás perdonada —me contesta con cero sinceridad y marchándose a grandes zancadas.

 

—¡Edward, por favor! —Intento cogerle del brazo pero me esquiva y se aleja de mí sigilosamente—. ¡Edward!

 

Se da la vuelta y me echa para atrás con su fiera mirada. Tiene la mandíbula tensa y el pecho le sube y baja a gran velocidad. Me achico con cada ángulo cincelado y la expresión de su rostro, que indican su estado mental actual. Me señala con el dedo:

 

—Nunca vuelvas a restregármelo por la cara —me advierte echándose a temblar—. ¿Me has oído? ¡Nunca!

 

Sale dando un portazo y dejándome inmóvil con su ira desgarradora. Nunca la había dirigido hacia mí con tanta intensidad. Parecía como si fuera a hacer algo pedazos, y aunque me jugaría la vida a que nunca me pondrá la mano encima, temo por cualquiera que se cruce en su camino ahora mismo.

 

—¡Joder! —lo oigo maldecir, y sus pasos atronadores se acercan de nuevo. No me muevo del sitio, quieta y en silencio, hasta que entra por la puerta de la sala de estar. Vuelve a señalarme con el dedo y tiembla aún más que antes—. No te muevas de aquí, ¿entendido?

 

No sé qué pasa. Su orden desencadena algo y le planto cara antes de poder pararme a pensar en los pros y los contras de contestarle. Aparto su mano de un manotazo.

 

—¡No me digas lo que tengo que hacer!

 

—Isabella, no me presiones.

 

Lo mismo da que no tenga intención de ir a ningún sitio porque no quiero dejar sola a la abuela. Es una cuestión de principios.

 

—¡Que te den!

 

Aprieta los dientes.

 

—¡Deja de ser tan imposible! ¡De aquí no te mueves!

 

Me hierve la sangre y espeto algo que me sorprende tanto como a Edward.

 

—¿Tú lo sabías?

 

El cuello de Edward se retrae sobre sus hombros y arruga la frente.

 

—¿Qué?

 

—¡¿Tú sabías que había vuelto?! —le grito, pensando en lo bien que manejó la situación. No hubo sorpresa. Estaba en su salsa, como si se hubiera preparado para ese momento—. Cuando creía que me estaba volviendo loca y me quitaste la idea de la cabeza, ¿sabías que había vuelto?

 

—No. —Se mantiene firme pero no le creo. Haría cualquier cosa por aliviar mi dolor. Nadie habla. Jasper me eludía. Charlie me ha estado evitando a toda costa hasta ahora, que ya lo sé seguro, y Edward prácticamente tiró el teléfono de la mesa para cortar la conversación en cuanto se mencionó el nombre de Renée. Y luego está la llamada de Alice, cuando me dijo que una mujer me estaba buscando. Su descripción encaja con Irina a la perfección, pero también con mi madre. La claridad es una cosa maravillosa.

 

La sangre me hierve en las venas.

 

—Tú le dijiste a Charlie que no me lo contara, ¿verdad?

 

—¡Sí! ¡Joder, sí! —me grita mirándome fijamente—. ¡Y que sepas que no me arrepiento! —Me coge la cara con firmeza entre las manos, casi mostrando agresividad, y aprieta. Me roza la punta de la nariz con la suya y sus ojos se me clavan en el alma—. No sabía qué hacer.

 

No puedo hablar, por el modo en que me tiene cogida la cara no puedo abrir la boca. Así que asiento y dejo que me embriague la emoción; todo el estrés, la preocupación y el miedo atraviesan mi vulnerable ser. Él sólo estaba intentando protegerme de más sufrimiento.

 

—No te vayas. —Estudia mi cara, su mirada examina cada milímetro, y aunque es una orden, sé que quiere que yo esté de acuerdo. Asiento de nuevo—. Bien —se limita a decir y entonces pega los labios a los míos y me besa a la fuerza.

 

Cuando me suelta, doy un paso atrás y parpadeo para volver a la vida, justo a tiempo para verlo desaparecer.

 

Cierra la puerta con un estruendo.

 

Entonces me echo a llorar como un bebé, intentando contener el sonido para no despertar a la abuela. Es una tontería; si fuera a despertarse ya lo habría hecho con todos los berridos y los portazos que hemos dado. Mis patéticos sollozos ahogados no van a despertarla.

 

—¿Todo bien, señorita Taylor?

 

Levanto la vista y veo a Jasper en la puerta de la sala de estar.

 

—Todo bien. —Me restriego los ojos—. Estoy cansada, eso es todo.

 

—Es comprensible —dice en voz baja y me hace sonreír un poco.

 

—Tú también sabías que había vuelto, ¿no?

 

Asiente y baja la mirada.

 

—No me correspondía a mí contárselo, querida.

 

—Entonces la conocías.

 

—Todo el mundo conocía a Renée Taylor. —Sonríe sin levantar la vista del suelo, como si tuviera miedo de mirarme por si le pregunto más cosas. No voy a hacerlo. No quiero saberlo.

 

—Más vale que te coloques en tu puesto. —Señalo hacia mi hombro y cuando por fin me mira, su rostro curtido parece sorprendido—. Perdona que desapareciera así otra vez.

 

Se ríe.

 

—Está a salvo, eso es lo que importa. —Atraviesa la habitación y se coloca junto a la ventana. Lo observo un rato y recuerdo lo bien que conduce.

 

Tengo que saber más.

 

—¿Siempre has trabajado para Charlie?

 

—Veinticinco años.

 

—¿A qué te dedicabas antes?

 

—Era militar.

 

—¿Soldado?

 

No contesta, sólo asiente, cosa que me dice que ya me ha dado bastante conversación. Dejo a Jasper y arrastro mi cuerpo agotado escaleras arriba, al cuarto de baño, con la esperanza de que una buena ducha alivie los pesares de mi mente y de mi corazón a la par que mis músculos doloridos. Nos presionan desde tantos frentes que empieza a ser demasiado, y los dos estamos intentando cargar con todo. No va a tardar en aplastarnos.

 

Abro el grifo y me quedo de pie frente al lavabo, contemplando mi rostro macilento y las ojeras oscuras que tengo bajo los ojos. Sólo se borrarían si pudiera dormir cien años y al despertar todas mis preocupaciones se hubieran esfumado. Suspiro, abro el armario de espejo y maldigo cuando una avalancha de cosméticos cae sobre el lavabo.

 

—Mierda —refunfuño recogiendo frascos y tubos uno a uno y colocándolos otra vez en su sitio. Casi he terminado, sólo faltan los Tampax…

 

Tampax.

 

Me quedo mirando la caja. Tampax. Se me está retrasando. Nunca se me retrasa. Nunca. No me gustan los nervios que me revolotean por el estómago ni el zumbido de la sangre en los oídos. Intento calcular cuándo tuve el último período. ¿Hace tres semanas o cuatro? En Nueva York no lo tuve. Mierda.

 

Corro a mi habitación y busco la caja vacía de la píldora del día después. Saco el prospecto, y lo desdoblo con dedos nerviosos hasta que lo tengo extendido encima de la cama. Chino. Alemán. Portugués. Italiano.

 

—¡¿No está en ningún idioma que pueda comprender?! —grito dándole la vuelta y aplastándolo contra la cama. Me paso veinte minutos leyendo montañas de letra pequeña. No retengo nada, sólo la tasa de éxito. No hay garantías. Algunas mujeres, un porcentaje muy pequeño, se quedan embarazadas a pesar de todo. No me llega la sangre a la cabeza. Me mareo y la habitación da vueltas. Rápidas. Me desplomo en la cama y me quedo mirando el techo. Tengo frío, calor, estoy sudando y no puedo tragar.

 

—Mierda…

 

No sé qué hacer. Me he quedado en blanco, atontada del todo. ¡El móvil! Vuelvo a la vida y bajo a la cocina a toda velocidad. Con manos torpes que se niegan a cooperar y dedos que no aciertan a hacer lo que les digo.

 

—¡Maldita sea!

 

Pego una patada en el suelo y luego me quedo quieta, intentando que el aire llegue a mis pulmones. Dejo que salga, con calma, y empiezo otra vez. Consigo abrir el calendario. Cuento los días una y otra vez; son más de los que esperaba, pensando que con la locura de vida que he llevado últimamente es posible que haya cometido un error garrafal. No es así. Por más cuentas que haga, el resultado siempre es el mismo: llevo una semana de retraso.

 

—Mierda.

 

Me dejo caer contra la encimera, dándole vueltas al iPhone. Necesito ir a la farmacia, tengo que salir de dudas. Es posible que este ataque de nervios sea del todo innecesario. Miro el reloj de la cocina: son las ocho pasadas. Pero seguro que hay alguna farmacia de guardia. Mis piernas se ponen en marcha antes que mi cerebro. Ya estoy en el pasillo cuando mi cabeza empieza a funcionar y me detengo a medio descolgar la cazadora vaquera del perchero.

 

—La abuela.

 

Pierdo el ímpetu. No puedo salir, lo mismo da que sea una emergencia. No podría volver a mirarme al espejo si algo le pasara en mi ausencia. Además, Jasper está vigilando. No creo que vaya a aguantar muchas broncas más por culpa de mis tendencias escapistas antes de darse cuenta de que no valgo la pena y dimita.

 

Suelto la cazadora, me siento en el primer escalón y dejo caer la cabeza entre las manos. Justo cuando pensaba que la cosa no podía ir a peor, surge una mierda más que añadir a mi lista de cosas a las que no quiero hacer frente. Deseo hacerme una bola y que Edward me envuelva en lo que más le gusta, que me proteja de este mundo dejado de la mano de Dios. Su bello y reconfortante rostro se dibuja en mi mente y me envía cerca de ese lugar seguro. Luego se disuelve en la rabia manifiesta de antes de que se fuera echando chispas.

 

No me cuenta nada y, si me lo contara, estoy segura de que no querría oír lo que tiene que decir. Gruño y me froto la cara con las manos, intentando borrarlo… todo. Soy una imbécil. Una imbécil de tomo y lomo. Una imbécil que vive engañada y que debería enfrentarse a lo que está ocurriendo a su alrededor y encontrar el famoso valor de las mujeres de la familia Taylor. ¿Qué ha sido de la vida tranquila y relajada? Edward tiene razón: no soy capaz de vivir así.

Capítulo 16: Capítulo 15 Capítulo 18: Capítulo 17

 
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