BDSM

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 10/10/2012
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 47
Comentarios: 148
Visitas: 92998
Capítulos: 15

Fic recomendado por LNM

ADVERTENCIA

Este fic es para mayores de 18, contiene lenguaje fuerte y explicito sobre el sexo, esta bajo su discresion quien lo lea, si no te gusta mejor no pases a leer.

 Isabella es trabajadora, treintañera, hiperactiva, freelance, divertida y ávida de experimentar la vida. Su curiosidad la lleva a un mundo totalmente inédito para ella: los chats eróticos. Lo que en principio comienza como un merodeo divertido por distintas salas acaba convirtiéndose en algo más en el momento en que conoce a AMOCULLEN, un usuario con el que habla habitualmente acerca de su forma de entender el sexo y del que recibe continuas insinuaciones sobre la posibilidad de fantasear con una relación de dominación entre ambos. Aunque Isabella es reticente, poco a poco comenzará a conocer las reglas de un mundo que acaba por no ser tan descabellado como le parecía y a cuestionarse sus propios límites.

¡Triste época la nuestra!

 Es más fácil desintegrar un átomo, que un prejuicio.

 (ALBERT EINSTEIN)

 Basado en  La Sumisa insumisa  de Rosa Peñasco

 es una Adaptación del mismo

Mis otras historias:

 

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 13: Sesion

Capítulo
13
Sesion

 

Ante tanto asombro, sólo una cosa me pareció real: cuando Cullen acababa de pedirse un gin tonic y yo mi refresco de té con limón y hierbabuena, una extraña pareja se acercó hacia nosotros...

Él era muy alto, delgado, intensamente moreno y no como yo que, desde hacía más o menos un mes, había coloreado mi pelo con unos difusos reflejos entre caoba y rojizos. Le calculé unos treinta y ya muchos años, aunque no creo que hubiera inaugurado aún la década que empieza por cuatro. Llevaba una perilla que se me antojó demoniaca y hasta divertida, e iba vestido, como no podía ser menos, de negro de la cabeza a los pies. Ella, en cambio, parecía un ángel que, con movimientos gráciles, proporcionaba vaporosidad a una túnica blanca que, a veces, sobre todo si coincidía que en su cuerpo se posaba algún hilillo de luz, transparentaba su intimidad sin rubor. Creo que tendría unos treinta años como mucho, y era hermosa, realmente hermosa con su cabello rubio, lacio y de corte recto estilo francés que, unido a sus enormes ojos azules, le daba un aspecto parecido al de la cinematográfica y conocida Grace Kelly.


— ¿Así que ésta es la nueva perra de tu cuadra, Cullen? —comentó el hombre moreno, mirándome obscenamente de la cabeza a los pies.

—Sí, Justiciero, ésta es mi nueva perra, aunque está tan verde que ni siquiera he podido empezar con su doma —contestó Cullen.

—Te felicito, Cullen, está realmente rica tu zorrita. ¿Y dices que aún no has podido empezar con su doma?

—Así es, Justiciero.


¿Justiciero? ¿Cullen había dicho Justiciero? ¿Acaso hablaba con un tal AMO-Justiciero y se estaban tratando de tú a tú, y obviando la palabra AMO del principio como los que tienen confianza y obvian el usted? ¿Será hortera? ¿Pero cómo un AMO podía llamarse Justiciero? Mi cara debió de gesticular un rictus de desconcierto que tuvo que ser captado por la mujer de la túnica blanca o, para mí y desde el principio, un ángel, quizás mi ángel. Imagino que tuvo que ser así porque la mujer a la que acababa de denominar internamente como Grace, sin dejar de bajar la cabeza pero aprovechando el entretenimiento de su AMO con Cullen, me guiñó con timidez un ojo. El gesto me pareció un símbolo de complicidad femenina y como la señal que una buena amiga intentaba hacer para tranquilizarme, poniendo cara de: No te preocupes, yo también he pasado por lo mismo. Lo superarás y todo será maravilloso. Ánimo: estoy contigo...

No sé si fue mi cabeza la que se imaginó todo esto, pero lo cierto es que ese demonio Justiciero, como también denominé al hombre moreno, ya no me asustó tanto cuando seguía mirándome de arriba abajo, sin dejar de preguntar a Cullen cosas sobre mí:


—Las más ricas no suelen ser dóciles. Le pasa esto a tu perra, ¿verdad, Cullen?

—Sí —contestó un chivato y asquerosamente traidor Cullen—. Lo mismo juega a ser insumisa, AMA, switch, sumisa o de todo un poco.

— ¿AMA? Jajajajajaja. ¡Eso habrá que verlo! Todas dicen lo mismo, ¿o no, Cullen?

—Ya ves, Justiciero, ya ves. Y la ironía es que, desde el principio, supe que esta perra sería una de las mejores, aunque lo del collar le queda lejos aún.

— ¡Ay qué dura es la vida del AMO! Las domas no acaban nunca... En fin. Esta noche, amigo Cullen, promete. Gracias por invitarme.

—De nada, Justiciero. Gracias a ti por venir —respondió Cullen, cortés.

—Cuando quieras empezamos —dijo ese moreno grosero, frotándose las manos.

—Vale, empecemos cuanto antes.


Los dos AMOS caminaban delante sin hablarnos o dedicarnos una mirada indicadora de algo, ni al ángel ni a mí que, prácticamente, no pronunciamos una sola palabra en toda la noche. No comprendía nada. Sólo sé que seguí a un Cullen totalmente distinto del que había conocido hasta ahora, aunque no dejé de pensar que, como venía siendo habitual, todo era parte de una nueva etapa de este extraño juego.

Atravesamos dos pasillos largos y bajamos una escalera que nos condujo a una cueva estilo bodega y como las de las antiguas casonas de pueblo. Unas luces indirectas y camufladas estratégicamente tras los ladrillos de la pared apenas dejaban observar con claridad un entorno cuajado de sombras. ¿Cómo? ¿Estaba viendo bien? Sí, estaba viendo bien: la cueva, perfectamente acondicionada respecto a los asuntos de la luz tenue y temperatura ambiente, contaba con instrumentos de tortura como los de las fotos de la barra, aunque esta vez eran reales. Delante de mí podía ver un potro, cadenas enormes, poleas de hierro suspendidas en distintas alturas, una silla con torniquetes espectaculares y otro tipo de artilugios que no había visto en mi vida.

Me asusté de verdad, sobre todo cuando por sorpresa Justiciero se puso detrás de mí para sujetarme con fuerza los brazos, hasta conseguir que los juntara delante del cuerpo. Me resistí, pataleé al aire, y hasta le aticé más de una patada en las piernas o en sitios peores, acompañada de unos insultos que, automáticamente, causaron pavor en el rostro de Grace:


— ¡Suéltame ahora mismo, gilipollas!

— ¿Ah, sí, puta? ¿Conque gilipollas, eh? —respondió aquel hombre que, quizás motivado por el insulto, me apretó con tanta fuerza los brazos que hasta llegué a creer que me los podría romper—. Veremos si dentro de un minuto te atreves a decir lo mismo.


Cullen aprovechó mi posición de indefensión para amarrarme las muñecas con las argollas que colgaban de una cuerda que, a su vez y debido a un curioso efecto óptico, parecía nacer del mismo techo. Después, aunque ya no pude distinguirlo muy bien, me pareció que presionaba una especie de palanca que servía para tensar despacio aquellas cuerdas y elevarme los brazos por delante del cuerpo, hasta conseguir dejarme completamente suspendida en el aire. Sentí pavor, grité y pataleé de nuevo a la nada sin dejar de insultar, pedir o exigir que me bajaran de allí. Odié a Cullen con todas mis fuerzas y le dediqué una mirada más que furiosa, pero la cara de bondad y a la vez de autoridad de EL MAESTRO sólo me hizo recordar nuestra complicidad y la advertencia de sus últimas palabras: Necesito que, pase lo que pase, veas lo que veas y oigas lo que oigas, confíes en mí en todo momento.

Entonces me tranquilicé. Sólo por un momento, pero me tranquilicé, pese a estar indefensa, suspendida en el aire y con un demonio Justiciero merodeando alrededor.

Me pareció que ante una especie de chasquido casi imperceptible de dedos, Justiciero avisaba a Grace de alguna cosa porque coincidió que aquel ángel, al toque del moreno, se quitó la túnica blanca y se presentó completamente desnuda y con la cabeza baja frente a su AMO.

¡Increíble! Es cierto que Cullen me había repetido una y mil veces que «perra» era sinónimo de estar siempre caliente y dispuesta para el AMO, pero para mí, en ese instante en el que acababa de observar perpleja la actitud de Grace, «perra» era el mejor sustantivo que podría describir el nivel de respeto y obediencia que una sumisa demostraba y tenía para con su Dueño. Por no hablar, claro está, del adiestramiento que un AMO podría lograr con respecto a su esclava que, sorprendentemente, acataba las órdenes dadas a través de extraños gestos y como si, en vez de una persona, fuese un animal.

¿Podía pensar lo contrario si Grace, además de aparecer cabizbaja y sin mirar a Justiciero a los ojos, se quitó la vaporosa y casi transparente túnica blanca, justo cuando su AMO chascó los dedos? Por otro lado, ¿cómo no asociar y recordar a través de esa señal, otro de los famosos archivos que me escandalizaron en su día? En particular, el titulado El arte de la entrega y, más concretamente, aquel párrafo que mostraba cómo una esclava debía reaccionar ante ciertos indicios como palmadas y chasquidos, del mismo modo que un perro bien domado obedecía, saltaba, buscaba, se sentaba, dejaba de ladrar y hasta traía entre sus fauces las zapatillas de su dueño, tras la respectiva orden y correlativo gesto de aquél:


La esclava o sumisa debe aprender a expresar con su cuerpo su sometimiento total al Amo, su pertenencia a su dueño, su humildad y permanente disponibilidad para ser usada. Para ayudarla en dicho aprendizaje, es importante que sea entrenada en adoptar determinadas posiciones corporales, correspondiendo al tipo de situación en la que se encuentre.
Creo que fue inevitable recordar esa información que, por otro lado, era de las pocas que aterrizaron en mi PC acompañada de dibujos ilustrativos de su texto. Por cierto, un texto que, al estar escrito completamente en negrita, parecía hacer especial hincapié en una frase que siempre me dejó boquiabierta:


Con tan sólo unos chasquidos y unas palmadas, puede disponerse de la esclava tanto para infligirle castigos corporales como para utilizarla sexualmente.
Ocho posturas diferentes mostraban aquellas estampas pero, sin duda, la actitud de Grace era un claro reflejo de la primera o la que, según su pie de foto, debía utilizarse para las situaciones en las que la sumisa debía oír algo de su Dueño o prestarle atención visual, pese a que, irónicamente, no permitía, ¡bajo ningún concepto!, mirar al AMO a los ojos. Además, y al igual que Grace, en la foto también la esclava se presentaba desnuda, de pie ante su Dueño y con las piernas ligeramente abiertas.

En cambio, posturas más complejas, asimismo surgidas de palmadas y chasquidos, se utilizaban para otro tipo de prestaciones: servir oralmente al Amo, no oponer resistencia a ninguno de sus mandatos, facilitar la inspección de los genitales, recibir azotes en nalgas y espalda, ser utilizada sexualmente, y aquella pose en la que la esclava, a cuatro patas y tras mover ligeramente las nalgas hacia un lado, indicaba a su Amo que estaba excitada y deseaba sexo, sin que ello significase, como expresamente constaba en el texto, que el Amo tuviese que atender tales demandas.

No dejé de mirar a Grace, pero logré apartar por fin de mi cabeza aquella gimnasia BDSM, pensando que ese ángel tenía un cuerpo perfecto. Es más, aunque se diga por ahí que los ángeles no tienen sexo, Grace me parecía un ángel bellísimo que, como yo, también tenía el sexo depilado.

No sé si entre Justiciero y Grace hubo más chasquidos, palmadas o miradas delatoras e indicadoras de lo que ocurrió después. Sólo sé que la escena cambió completamente cuando el ángel se posó frente a mí, agarró mis piernas al tiempo que echaba el cuello hacia atrás con ánimo de poder encontrarse con mis ojos, para terminar mirándome con un gesto de ternura que me conmovió.

Cullen, que observaba la estampa sin inmutarse ni participar en nada, pronunció de las pocas palabras que, prácticamente, le escuché decir en toda la noche:


—Fíjate bien en lo que hace ella. Puede que algún día tú debas hacer lo mismo con otra perra como tú, igual que a ella, hace tiempo, también le hizo algo parecido otra esclava.


Ahora sí entendí, o más bien intuí, lo que estaba pasando. Definitivamente, «el ángel» era la esclava oficial de Justiciero, y conmigo estaba cumpliendo una de sus órdenes; en concreto, algún mandato relacionado con este rito que parecía transmitirse de una esclava a otra, si sus AMOS así lo ordenaban. Al menos me vino esta explicación a la cabeza, cuando la extraña situación me recordó, de nuevo, una de las 55 reglas de oro de una esclava:


Llegará el día en que tu Amo y Señor te prestará a otros Amos, a sus amigos o incluso a otros esclavos. Sírvelos tal como tu Amo y Señor desee.
Me relajé pensando que otras mujeres habían estado donde me encontraba yo ahora; al menos, y en concreto, la hermosa mujer que, frente a mí, no dejaba de mirarme con mezcla de devoción, complicidad femenina, protección lujuriosa y tierna amistad. Tras este pensamiento que duró décimas de segundo, me percaté de que acababa de perder de vista a Grace para pasar a notar, primero su aura detrás de mí y después sus manos sobre mis pantorrillas y muslos, cubiertos aún por mi ropa. Los AMOS eran simples espectadores de cómo esa mujer me rodeaba de un lado a otro hasta que se decidió a quitarme los zapatos, desabrocharme los pantalones e izar sus brazos para poder bajármelos más fácilmente, sobre todo si yo, solícita, colaboraba con ella girando suavemente la cadera y la cintura para que pudiera maniobrar mejor. Después, Grace coronó mi casi desnudez con un toque tan femenino como fetichista porque, tras quitarme los pantalones, aquel ángel no dudó en volver a calzarme con mis interminables zapatos de aguja, aunque estaba claro que, al estar suspendida en el aire, no tendría que pisar o caminar por ningún sitio.

Y allí estaba yo: colgada del techo, con un doloroso tirón en los hombros y casi desnuda porque Grace, quizás solidaria con mi extraña situación, no me había quitado el tanga negro con remates plateados, el corsé que tanto gustaba a Cullen y, por descontado, mis inoperantes zapatos de tacón alto.

Creo que permanecí así unos minutos en los que tuve la extraña sensación de que tanto los Amos como Grace me miraban como si fuese una pieza de colección, una especie de joya expuesta en una singular vitrina o un animal salvaje recién cazado. Pero no, en ese momento aún no me di cuenta de que, en realidad, no era nada de eso. Era, o al menos allí pretendían que así fuera, la nueva perra de Cullen que, en una ceremonia de iniciación BDSM, iban a intentar domar tres extraños seres, a través de una peculiar sesión sadomasoquista.

El dolor de hombros y mi desnudez pasaron a un segundo plano cuando aquella mujer, de nuevo frente a mí, volvió a quitarme los zapatos para comenzar a lamerme cada dedo de los pies, del mismo modo que antaño y en el chat hizo una tal ramera con un tal solitario. Su lengua pasaba de dedo a dedo, de pie a pie, de pierna a pierna, hasta que tras haber recorrido por completo con esa capa de saliva mis dos extremidades inferiores, se detuvo en el vértice que unía a ambas. Ese ángel, del que desde aquella posición sólo me permitía verle la coronilla, miró hacia arriba para apartar el tanga negro de mi pubis, abrir suavemente mis labios mayores con sus manos y pasar al instante siguiente a presionar mi clítoris, como sólo una mujer sabe que debe presionarse ese botoncillo juguetón.

No podía verlo en la oscuridad del rincón en el que supuse permanecía impasible y a modo de espectador, pero me imaginé a Cullen tan excitado como estaba empezando a excitarme yo que, irónicamente, tanto había asegurado y hasta afirmado con rotundidad que no me gustaban las mujeres. Nuestras conversaciones sobre «tríos» invadieron mi cabeza mientras disfrutaba los regalos de Grace:


—Lo siento, perrita, pero no te permitiría tener un sumiso porque no me van los tíos.

— ¿Y a ti qué más te da? ¿No sería sólo para mí?

—Sólo si yo te lo autorizase puedo darte permiso para disfrutar sesiones a solas con otra sumisa o sesiones conmigo delante.

—Ya, claro, y me imagino que sería lo segundo, ¿verdad?

—Sí. Me encantaría ver cómo te folla o cómo te la follas tú. ¡Me muero de morbo!

— ¿Tantas vueltas para esto? Mira, Cullen, tú, como todos los tíos, sólo quieres ver cómo se enrollan dos mujeres... ¡Haberlo dicho sin excusas de BDSM!

—Es cierto, pero no olvides que aquí también se utilizan los juguetes...

— ¿Y cómo los consigues? ¿Se los pides a los reyes todos los años? A Baltasar, supongo, porque «el negro» es el color del BDSM... Venga, AMO, que te ayudo a escribir la carta del próximo año: Querido Baltasar: mi AMO quiere unas esposas de Famosa, un látigo de Playmóbil y una fusta de Toy-saras... ¡Ya te vale, AMO, ya te vale!


De acuerdo, había dicho una y mil veces que no me gustaban las mujeres, pero además de nada, ¿qué pasaba si acababa de cambiar de opinión? ¿Y si por fin mi vida no era un desperdicio porque el mundo era yin y también yang, y ya no tenía que elegir entre Jane y Tarzán? En cualquier caso, Grace no me parecía una mujer, sino un ángel que empezaba a darme mordisquitos en el clítoris y a lamer mi vagina con ternura y lujuria a la vez, despertando esos jadeos tímidos que salían por mi boca. Mi cueva estaba cada vez más húmeda, no sé si por efecto de la saliva o ya de otras cosas, y deseé con fervor que alguien me bajara de allí para corresponder con mi lengua y mis caricias los gestos eróticos de Grace.

Pero nadie me bajó, quizás porque al igual que la noche anterior, mis súplicas o no podían ser escuchadas por quien podía hacerlas realidad, o bien, y precisamente por suplicar, aunque fuera internamente, me negaban lo que estaba deseando en cada momento con todas mis fuerzas. Con esta actitud de recelo, creo que mi inconsciente también resolvió una recurrente, antigua y rocambolesca duda: definitivamente, si a una sumisa le encanta, por ejemplo, que le acaricien el clítoris, el AMO que quiere darle placer hará cualquier cosa excepto acariciárselo porque la humillación, la dominación y hasta cierto despotismo priman en BDSM sobre el placer fácil.

Es más. No sólo no me bajaron de allí, sino que cuando me relajé y abandoné al placer de esas caricias y ese maravilloso cunnilingus, que un ángel me estaba regalando sin que supiera por qué, el demonio moreno, a traición, me propinó un golpe rápido y como de culebra que cayó en mi espalda y mis nalgas. Grité, me mordí los labios, tensé y endurecí mi cuerpo como si fuera una piedra, hasta el punto de que me parecía que iba a estallar, e incluso crucé las piernas que ya se habían relajado y entreabierto para colaborar con las acciones de aquel ángel; un ángel que, de nuevo comprensivo con la extraña y dolorosa situación, me las abrió con suavidad para regalarme otra vez sus mimos.

Intenté abandonarme de nuevo a las caricias, presiones y lametazos que Grace ejercía sobre mi sexo, al tiempo que recibía aquellos golpes que ya supe con certeza que venían de un látigo y no de un simple cinturón. Me moría de dolor y, varias veces, estuve a punto de pronunciar la palabra ÁRBOL, pero un extraño amor propio me impedía dejar salir ese vocablo de mi boca.

Se me saltaron las lágrimas y puse todo de mi parte para soportar aquello, o bien excitándome cuando bajaba la cabeza para ver las acciones de aquella mujer sobre mi pubis, o bien pensando que quizás Cullen estaría disfrutando con todo esto o, por último, recordando e intentando aplicar, para mi beneficio, una de las ya para mí sagradas 55 reglas de oro de una esclava:


Desarrolla tu capacidad de autocontrol sobre las sensaciones dolorosas para mejorar progresivamente tus prestaciones. Verás gozar a tu Amo y Señor y te sentirás satisfecha de conseguirlo.
Aunque intuía su dolor por mi dolor y, contradictoriamente también, su placer por ese dolor que me resultaba casi insoportable, no podía ver gozar a mi AMO y Señor porque de Cullen sólo me llegaba una sombra escondida en algún rincón del habitáculo. Además no podía pensar en ÉL porque sentí que mi espalda sangraba y me abrasaba con una quemazón brutal, directamente proporcional a cada golpe y chasquido seco que seguía retumbando en aquella cueva.

Tuve que sufrir varios latigazos, y quizás porque aunque no la pronuncié en voz alta, la palabra ÁRBOL fue dibujada por mis labios cuando estuve a punto de desmayarme, Cullen se decidió, ¡por fin!, a aparecer en la escena para presionar de nuevo esa palanca y terminar con mi suspensión, al tiempo que con una esponja húmeda mojaba sin cesar mi cara. Me sentí aliviada por el agua, pero mucho más aún porque pude divisar al demonio moreno: sin duda, ver a aquel bicho delante de mí era señal de que ya no se encontraba detrás para azotarme de nuevo.

Caí de bruces al suelo, exhausta, aunque libre de ataduras y, a los pocos minutos, sólo tuve el impulso de levantarme como pude para abrazar a aquella mujer, no sé si como agradecimiento por lo que me había hecho, por la excitación que me produjeron sus caricias, por la necesidad de ese afecto de adulto que tiene un niño cuando se ha hecho una herida o con ánimo de calmar el dolor o el terrible miedo que sentía y, sin rubor, delataban mis lágrimas difusas.

Ella me abrazó también y al ritmo de mis casi imperceptibles quejidos, comenzó a darme besos por cada herida y por cada rastro de látigo que había pasado por mi espalda como un relámpago certero. Eché las manos hacia atrás intentando dar con ella, cogerla y así poder tenerla delante para besarla, porque eso fue lo único que me apeteció hacer cuando conseguí mi propósito: reposar mi cabeza en su hombro, abrazarla, besarla, acariciarle los cabellos, lamerle los lóbulos de las orejas, tocarle unos hermosos, turgentes y redondos senos, para terminar jugando con su sexo húmedo, con ánimo de seguir humedeciéndolo más y más.

Nos besamos, nos acariciamos, nos masturbamos las dos, despertando unos orgasmos suaves que se acompañaban de esos susurros que, seguramente, estarían calentando más que una estufa a unos AMOS que estarían divisando la escena en algún rincón de la lúgubre cueva. Nuestra complicidad debió de despertar la envidia del diablo moreno porque rompió violentamente nuestro tímido éxtasis, agarrando a Grace del pelo y llevándola a la fuerza hacia una mesa sobre la que la obligó a flexionarse horizontalmente, haciéndola reposar la cabeza y los brazos en el tablero. Después se dirigió a mí:


—Vamos, zorra: haz lo que un AMA tiene que hacer —me increpó autoritariamente, poniendo en mis manos una fusta.

—¿Zorra? No te entiendo...

—¿No entiendes? ¡Jajajajajaja! ¡Vamos! ¡Azótala! ¿O tú no eras AMA-zona? ¡Jajajajajajaja!


Pese a la incomodidad de tenerla reposada sobre la mesa, el ángel giró la cabeza, creo que con ánimo de hacerme un gesto de asentimiento y de: ¡Adelante, por favor, pégame!, no te preocupes por mí: me encanta que me hagas esto.

¡La fusta me asusta!, recordé cómo le dije una vez a Cullen, cuando me insinuó que algún día tendría que acudir al sex shop para comprar una. ¡Socorro, la fusta!, ¡pero si yo siempre dije de broma lo de AMA-zona y Barbie BDSM! ¡Quiero irme!, ¿qué hago aquí si ni quiero, ni me siento capaz de pegar a nadie? ¡Y menos a un ángel! Fue inmedible el nivel de angustia que me invadió, cuando noté entre mis manos ese artilugio que sólo había utilizado, por cierto muy torpemente, una vez; en concreto, cuando con un grupo de amigos, Marc y yo hicimos una excursión a caballo por un bucólico paisaje y me tocó montar un percherón tan vago, que tuvieron que dejarme una fusta para conseguir que esa mole equina se moviera de vez en cuando, y no retrasase el trotecillo novato del grupo...

¡Es increíble la cantidad de registros que todos llevamos dentro! ¿Quién dijo que no iba a ser capaz de pegar? ¡Claro que fui capaz! Es más, pegué a aquel ángel porque era lo que exigían las circunstancias del momento, aunque también es cierto que no podría haberle propinado aquellos golpes con la fusta si no hubiera visto esa cara de placer que parecía pedírmelos con devoción.

Intenté hacerlo lo mejor que pude: despacio, torpe y tímidamente primero, aunque al tercer o cuarto intento, de mi mano salieron golpes rítmicos, precisos y tan secos, que se escucharon en toda la habitación como los latigazos que unos minutos antes acababa de recibir yo.

No era capaz de entenderlo, pero me excité mucho pegando a Grace, quizás porque, sin hablar, supe con toda seguridad que esos golpes le daban más placer que cualquier otra cosa a esa mujer. ¿De verdad era AMA-zona?, me pregunté en medio de mis líos de AMAS y sumisas. ¿Sí? ¿No? ¿Por qué estaba disfrutando causando dolor a otra persona? Es más, ¿por qué me producía dolor su dolor, al tiempo que sentía placer, por el placer que a Grace le causaba mi fusta? ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo podía ser? En apenas un día y medio, había disfrutado obedeciendo a Cullen, rogándole, diciéndole AMO a todas horas, abandonándome a ÉL como si quisiera dejarle el control de mi vida y hasta corriéndome con sus despotismos y dominaciones. Pero ahora, ¡socorro! ¿Qué me estaba pasando ahora? ¿Por qué disfrutaba haciéndole a otra persona lo que Cullen me había hecho a mí? ¿Y si no fuera AMA ni sumisa, sino una switch o como me dijo EL MAESTRO una vez?


—Lo siento, Cullen, pero ya te he dicho mil veces que no soy sumisa porque si el mundo es yin y también yang, es absurdo tener que elegir entre Jane y Tarzán...

—¡Jajajajajajajajaja! ¿Y?

—Pues que también quiero jugar a ser AMA-zona, aunque tuviera que enamorarme de un masoquista faquir y de su cama de pinchos. ¿Te imaginas qué mona iba a estar con un corsé de cuero negro, un tanga a juego y un latiguito o un cinturón en la mano? ¡Vamos, esclavo! ¡Dame tu espalda, que me tiembla la fusta!

—¡Jajajajaja! ¡Me encanta tu inocencia! Mira, el problema es que el BDSM es muy jerárquico. Esto quiere decir que nunca puede haber relación entre dos amos porque debe estar claro dónde está el mando y dónde la obediencia...

—Sí, el mando a distancia siempre es una lucha a muerte, ya te digo.

—Para lo que tú dices está la figura de la switch o una persona que adopta los dos roles.

—¡Hummmmmmm! ¡Ésa quiero ser yo! ¿Quieres ser mi esclavito, AMO? ¡Vamos sumiso! ¡He dicho que te pongas a cuatro patas! ¡Hoy vas a probar mi látigo!

—¡Jajajajajajajajaja! Me parto de risa contigo, de verdad que me parto... Mira, perrita, yo no puedo ser tu esclavito, pero tú puedes ser sumisa y tener una esclava, claro que si yo fuera tu AMO, también sería esclava mía. ¡Qué bien! ¡Otra perra para mi cuadra!

—GUAU, ¡pero qué morro! Yo prefiero un esclavo...

—Lo siento pero ya te he dicho que no te permitiría un sumiso porque no me van los tíos.

— ¡Ni a mí las tías! No te fastidia...


Al cabo de unos diez fustazos, y sin que nadie me lo ordenara, el dolor por el dolor de Grace me llenó de ternura, compasión y hasta una especie de remordimiento de conciencia que traduje en el gesto de ir a abrazarla por la espalda, para girarla y volverla a besar como la estaba besando antes del momento cuero o antes de excitarme sintiendo un desconocido y enorme placer: el placer del poder, de dominar y llevar a mi antojo las riendas de un juego erótico a través del sadismo, la autoridad y el mando.

No sé si los AMOS se sorprendieron o no por esta reacción; no sé si estaban excitados o confusos. Sólo sé que Cullen, ya desnudo completamente, pareció animarse a participar por fin, acercándose para ponerse detrás de mí y restregarme su polla por las nalgas, mientras yo, quizás porque me sentía culpable por los golpes que acababa de propiciar, haciendo caso omiso de la provocación de EL MAESTRO, no dejaba de besar y acariciar a Grace con un amor que me explotaba desde lo más profundo.

Por su parte, el diablo moreno, después de desnudarse y mostrar su polla erecta, hizo lo mismo con su esclava, aunque pronto se cambiaron las tornas, y me quedé excitadísima y fuera de juego, viendo cómo Gracese inclinó para chupar con devoción la polla de Cullen, al tiempo que Justiciero empezó a encularla sin piedad.

Observé completamente sorprendida aquella escena... También observé sorprendida la cara de placer de esos AMOS. Observé más sorprendida todavía cómo el ángel mutaba la ternura inicial de su gesto por una lujuria desaforada, quizás porque mientras hacía aquella mamada a un AMO que no era el suyo, aunque por orden de Justiciero imagino que debía tratar a Cullen como si en realidad fuera su Dueño, tenía muy presente otra de las ilustrativas 55 reglas de oro de una esclava:


Cuando participes en escenas en las que además de tu Amo y Señor intervengan otras personas o esclavos, demuestra a todo el mundo que tu Amo y Señor es el mejor y que ha hecho de ti la más sumisa, la más guarra y la más puta de las esclavas. Haz que se sienta orgulloso de ti.
Observé, además, cómo el diablo moreno se sentía orgulloso de haber conseguido que Grace fuera la más sumisa, la más guarra y la más puta de las esclavas. Por eso observé también cómo su orgullo y, sobre todo, el agradecimiento infinito a su sumisa se traducían en unas embestidas brutales a las que ella, a veces, respondía gritando sólo cuando el placer la desbordaba y se animaba a sacar la polla de Cullen de su boca. Asimismo observé, para colmo de indicios, que una de las paredes de la cueva estaba adornada con un enorme botón como de casaca antigua, aunque no era sino un trisquel que dividía su representativo círculo en tres partes. El símbolo BDSM también contaba con tres agujeros que, ahora, en el momento que estaba viviendo, me parecieron los tres orificios por los que, indistintamente, cualquier AMO podía follarse a su esclava. Claro, que si me daba por aplicar aquellos huecos a lo que estaba ocurriendo en aquella cueva, y a las tres personas que estaban dando rienda suelta a su pasión, el primero de esos huecos se me antojaba, sin duda, la boca de Grace mamando la polla de Cullen; el segundo, el culo de ese ángel que estaba siendo sodomizado por un AMO Justiciero, y el último, la vagina que a oscuras y en silencio masturbaban los dedos de una excitadísima AMA-sumisa-insumisa, que tenía el lujo de presenciar aquella escena.

Observé, en fin, una estampa que me regalaban en vivo y en directo dos AMOS y una sumisa, quizás para que aprendiera, ¡por fin!, que todo forma parte de un viaje al éxtasis, incluyendo las diferentes paradas por el lado doloroso de la vida que, en vez de negarse como si no existiera, debería incitarnos a hacer un alto en esa punzante parte del recorrido, por el simple hecho de existir. Aprender a disfrutar del dolor era un fragmento importante del camino, y aceptar este hecho no era sino una ventana de luz que servía para que AMO y sumisa se comunicasen en busca de la virtud, poniendo al servicio del ARTE BDSM una complicidad milagrosa, una simbiosis mágica y una religiosa entrega, tan grandiosa como mística.

Con estas ideas nadando y aflojando las antaño rígidas etiquetas que había forjado mi encorsetada cabeza, observé también cómo Cullen eyaculó en la boca de aquella hermosa mujer, que veneró los fluidos de EL MAESTRO como si el cielo le mandase maná o como, en otro orden de cosas, me dio a entender Cullen respecto al tema de la leche en otra de nuestras innumerables charlas:


—Por cierto, ¿te gusta la leche?

— ¿La leche? ¿Te refieres a esa... leche? ¡Puaggggggggggg!

—Hummmmmmmmmmmmmmmmm —exclamó Cullen.

—¿Hummmmmmm o Ufffffffffff? No me digas que te gusta que no me guste la leche.

—Me encanta que no te guste.

—No te entiendo. ¡Y yo que creía que había perdido cien puntos!

— ¡Al contrario! —exclamó un, para mí, contradictorio AMOCULLEN.

— ¡La leche! ¿Y se puede saber por qué te gusta que no me guste la leche?

—Mira, hay cosas que son retos, tienen más ciencia... Si todo fuera demasiado fácil pierde interés.

—O sea, que te gusta que no me guste para darte el gusto de que termine gustándome la degustación... ¡Ya te veo, MAESTRO, ya te veo!

—Jajajajajaja. ¡Premio! ¡La bici para esta señorita que, además de poeta y ludópata gramatical, es jodidamente lista!


Tras entender aquellos «milagros lácteos», observé cómo el diablo moreno también derramó sus fluidos en las interioridades de Grace, al tiempo que le concedía un permiso expreso para que ella dejase salir su placer, ya sin inhibiciones. El ángel obedeció, coronando una sinfonía de orgasmos que, a capela, derramaron con su voz tres seres, al menos para mí, absolutamente luminosos.

Por cierto, no sé si Grace o cualquiera de los AMOS pudieron percatarse de que yo también acababa de correrme, cuando tuvo lugar el final de la paja que me hice, esta vez sin necesidad de imaginar nada y sí, en cambio, gracias a la escena que acababan de sesionar y representar frente a mí un MAESTRO, un ángel y un demonio moreno.

Creo que ninguno de los tres se dio cuenta de mi masturbación porque cuando terminaron con sus juegos se miraron satisfechos, haciendo caso omiso de mi existencia y como si esta indiferencia formase parte de su recreo. Sólo cuando se vistieron y comentaron que les apetecía tomar una copa, Cullen me cogió con brusquedad del brazo, arrastrándome hasta una especie de jaula enorme que, tenebrosa, descansaba en un rincón de aquella cueva. Caí de rodillas cuando EL MAESTRO me empujó al interior de esa mazmorra que cerró con llave, mientras aprovechaba el espacio existente entre barrote y barrote para colocar su polla desnuda en medio de estos hierros, orientarla hacia mi cara y, ¡por muy increíble que parezca!, mearse encima.

Un minuto después y como si nada hubiera pasado, Justiciero, Cullen y Grace apagaron las luces de la cueva y salieron de allí como si tal cosa...

Mear... Mear... Mear... ¡Aquello era el colmo! Estaba tan aturdida, magullada, cansada, dolorida, sobresaltada o incómoda de rodillas dentro de una jaula oscura y con ese complejo de irrealidad que surge cuando no se puede dar crédito a una experiencia demasiado intensa que sí está ocurriendo de verdad, que respecto al sentido de la micción de Cullen en mi cara, sólo alcancé a recordar, quizás por la imperiosa necesidad de entender ese humillante gesto, el último párrafo del famoso contrato, que personalmente nunca firmé, aunque poco a poco había entrado en vigor en mi vida sin que, al parecer, hubiera podido evitarlo:


Y como prueba de aceptación de todo lo estipulado en el presente documento y de mi entrega y sumisión absoluta a mi Amo, Dueño, Señor y Maestro, me entrego hoy totalmente a él y arrodillada le expreso mi sumisión. La conformidad de mi Amo y Señor a este pacto me será dada en el momento en que él derrame su orina sobre mi cara.
¡No puede ser! ¿Cullen me vio de rodillas y me creyó su sumisa? ¿Por eso se meó encima? No, no puede ser. Yo de rodillas, expresándole a Cullen, sin querer, mi sumisión con este gesto, y ÉL dando su conformidad a mi supuesta sumisión, derramando su orina sobre mi cara. ¡¡¡NO PUEDE SER!!! Esto no me está pasando a mí. ¡Que soy Isabella! ¡Socorro! Esto es sólo un sueño, intenso, pero sueño... ¡¡¡NO PUEDE SER!!! ¡¡¡NO PUEDE SER!!! ¡¡¡NO PUEDE SER!!!

Todo me resultó tan intenso, que intentando no pensar más porque de lo contrario parecía que iba a marearme, me abandoné en ese habitáculo como si fuese la suite de un hotel de lujo con la cama más cómoda del mundo.

No sé cuánto tiempo debí permanecer enjaulada en ese zulo con rejas y de tamaño tan enorme que hasta me permitía tumbarme en posición fetal. Sólo sé, para mi sorpresa, que al poco tiempo de estar allí apenas sentí repugnancia por la meada de Cullen o miedo por la extraña situación. Más bien al contrario: una especie de risilla nerviosa me asaltaba cada dos por tres, no sé si como desahogo del horrible y zozobrante secuestro, como sublimación de la tremenda sensación de irrealidad o como muestra de cinismo porque «mi colegio interior» sabía que todo era una etapa más de este escabroso juego, sobre el que Cullen me advirtió con sus frases de padre protector:


Necesito que pase lo que pase, veas lo que veas y oigas lo que oigas, confíes en mí en todo momento. Sabes, y te lo repito por enésima vez, que nunca haría algo que te hiciera daño. Sabes también que debes abandonarte a tu AMO, aunque en algunos momentos no entiendas ciertas cosas.
Creo que debía de estar medio dormida cuando me sorprendió un ruido de chatarra. Abrí los ojos, y esta vez más que nunca, Grace me pareció un ángel que hacía malabares intentando abrir el cerrojo de mi jaula con una inmensa llave negra. Mi ángel me tendió una mano para ayudarme a desentumecerme y salir de allí. Sin pronunciar palabra me besó de nuevo y, tras quitarme con sumo cuidado el tanga negro y el corsé de cuero que se encontraba pegado a mi espalda y sus heridas, guardó toda mi ropa en una especie de saco blanco para vestirme, lentamente y con parsimonia de rito, con una túnica tan inmaculada como la suya.

Después, volvió a darme la mano y salimos de allí como dos musas de Sorolla: cómplices y, sobre todo, etéreas gracias a unos casi transparentes y vaporosos vestidos blancos.

Por cierto, no sé si Gracepudo ver las lágrimas que me brotaban sin remedio, mientras me conducía entre pasadizos y escaleras hasta la puerta del local, para depositarme con un guiño de ojo y tierno beso final, al que correspondí más que gustosa, en un taxi en cuyo interior se encontraba Cullen...

Capítulo 12: Puesta de largo Capítulo 14: Me ama

 
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