BDSM

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 10/10/2012
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 47
Comentarios: 148
Visitas: 92988
Capítulos: 15

Fic recomendado por LNM

ADVERTENCIA

Este fic es para mayores de 18, contiene lenguaje fuerte y explicito sobre el sexo, esta bajo su discresion quien lo lea, si no te gusta mejor no pases a leer.

 Isabella es trabajadora, treintañera, hiperactiva, freelance, divertida y ávida de experimentar la vida. Su curiosidad la lleva a un mundo totalmente inédito para ella: los chats eróticos. Lo que en principio comienza como un merodeo divertido por distintas salas acaba convirtiéndose en algo más en el momento en que conoce a AMOCULLEN, un usuario con el que habla habitualmente acerca de su forma de entender el sexo y del que recibe continuas insinuaciones sobre la posibilidad de fantasear con una relación de dominación entre ambos. Aunque Isabella es reticente, poco a poco comenzará a conocer las reglas de un mundo que acaba por no ser tan descabellado como le parecía y a cuestionarse sus propios límites.

¡Triste época la nuestra!

 Es más fácil desintegrar un átomo, que un prejuicio.

 (ALBERT EINSTEIN)

 Basado en  La Sumisa insumisa  de Rosa Peñasco

 es una Adaptación del mismo

Mis otras historias:

 

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 12: Puesta de largo

Capítulo
12
  Puesta de largo

 


Insolente y despiadado con mi rico y profundo sueño, el móvil sonó con tenacidad a las diez y media de la mañana. No reaccioné, y mi pereza y yo nos dimos media vuelta con el beneplácito de un cómodo edredón. El aparato volvió al acecho una y otra vez, dejándome claro que no estaba dispuesto a permitirme descansar ni un minuto más. ¡Qué fastidio! Para una vez que duermo como un lirón después de no sé cuántos días... ¿Quién será el pesado?, pensé todavía medio adormilada. ¡Socorro!, ¿seré idiota? ¡Si es Cullen!, me dije, reparando por fin en dónde estaba, por qué me encontraba allí, qué había pasado la noche anterior y por qué me llamaba AMOCULLEN a las diez y media de la mañana. ¡EL MAESTRO era mi despertador!


—Lo siento, AMO, estaba totalmente dormida —contesté, carraspeando para intentar aclarar mi voz dormilona.

—¡Buenos días, sumi! ¿Cómo estás?

—Bien, pero estaría mejor con una ducha y, sobre todo, con un café con leche. ¿Qué tal si te llamo en media hora, AMO?

—De acuerdo.


No quise bajar a la cafetería porque prefería charlar con Cullen en la habitación y desayunar con tranquilidad, mientras hacía otra vez la maleta, me arreglaba para ir a no sé dónde o, simplemente, me deleitaba observando los restos posbélicos de la maravillosa batalla que había tenido lugar en esa habitación, hacía sólo unas horas: cirios apagados por todo el cuarto, agua jabonosa de la palangana y de la depilación, desparramada por el suelo del baño, sábanas con manchas difusas, pequeños indicios de un añejo aroma a cera, maquinillas de usar y tirar en una papelera y ese olor a sexo salvaje que, aun estando medio dormida y con los cinco sentidos bajo mínimos, podía percibir para colmo de mi recreo...

Tardarían alrededor de diez minutos en subirme zumo de naranja, por descontado natural, café con leche en cantidad, y el dulce que había pedido. ¡Perfecto, así me da tiempo a ducharme!, pensé. El potente chorro de agua a presión me refrescó instantáneamente el cuerpo y la memoria, sobre todo cuando me enjabonaba las nalgas doloridas o cuando mi cabeza, que optó por mantenerse perenne bajo el chorro de agua casi fría, se empeñó en hacerme recordar con meticulosidad de CD lo ocurrido la noche anterior. Me sentí bien: tanto mis nalgas como mis recuerdos, me hicieron sentir más que bien...

El albornoz blanco y la toalla anudada que me recogía el pelo dieron la bienvenida a un recién exprimido zumo de naranja que hizo las delicias de mi estómago y de mi sistema inmunitario, ávido de vitamina C, aunque el placer por esa bebida matutina no podía compararse con el del cálido y tonificante café con leche que acompañé con un cruasán. ¡Hummmmmmmm! ¡Ya era persona otra vez! Recreándome en el gusto que me proporcionaba la segunda taza de café y el cigarro de después del desayuno, llamé a quien debía llamar:


—¡Buenos días, AMOCULLEN! ¿Cómo estás? Perdona lo de antes, pero aún estaba cruda. ¡Bufff!, a veces creo que no me convierto en persona hasta que no tomo un café y me doy una ducha.

— ¡Jajajajajajajajajajaja!: ¿Y qué se supone que eres antes de eso?

—Depende del momento. Si se trata de mucho, pero que mucho tiempo antes del café, tú ya sabes mejor que nadie quién y cómo soy...

— ¡Hummmmmmmmmmmm, sumi, no me recuerdes el paraíso!

—Sí, AMO, lo fue, pero no me hagas preguntas raras porque aún estoy intentando reaccionar, y si no sé quién soy después del café, ¡no pretendas que sepa quién soy minutos antes!

—Querida Mafalda: nunca es tarde. Igual hoy averiguas algo respecto a lo de ser o no ser... Cambiando de tema, ¿estás bien? ¿Has descansado?

— ¡Ni te lo imaginas! Hacía tiempo que no dormía tan bien...

—Me alegro. El día de hoy puede ser agotador. Por cierto, ¿recuerdas que debemos coger un avión? Si te parece, a las once y media paso a recogeros a ti y a tu maleta, ¿OK?

—OK, AMO —asentí, siendo consciente de que los dos evitábamos hablar de anoche.


Saboreé con deleite y parsimonia el café, y hasta me recreé haciendo dibujos con el humo del cigarro antes de ponerme de nuevo en marcha con un sinfín de pequeñas, pero necesarias acciones: recoger la ropa que ayer saqué de la maleta, cepillarme los dientes, darme crema en el cuerpo incidiendo con cariño y cuidado en mis doloridas nalgas, secar el pelo, ponerme cómoda gracias a mis eternos pantalones vaqueros, acompañarlos de una camisa y unas botas rojas tan urbanas como cómodas, pintar mis labios con ese armatoste que nunca dura nada, aunque la publicidad televisiva insista en la mentira de que el pintalabios es un inseparable compañero de la boca, rociarme de colonia fresca, peinarme con esas dos coletas bajas y ligeramente onduladas que sobrepasaban mis hombros llegando casi hasta los pechos, y coronar esta imagen desenfadada con la gorra de cuadros en tonos rojos que combinaba a la perfección con mi nuevo color de pelo, y que tanto me gusta usar en esas mañanas en las que la gran ciudad exige rapidez y versatilidad.

A las once y veinticinco bajé al vestíbulo del hotel, y vi que Cullen estaba saldando la cuenta en la recepción. Evitando la indiscreción, no quise acercarme, pero me encantó que cuando me vio de lejos, mi AMO me guiñase un ojo. ¡Bufff! Volvió a darme un vuelco el corazón porque, sin duda, de día también me gustaba mucho ese hombre que, hoy por la mañana, había decidido vestirse con unos vaqueros gastados, sus zapatos de cuero negro con los calcetines también negros y, para variar, una camiseta de manga corta del eterno color cucaracha, que le quedaba de maravilla bajo su chaqueta de hilo del tono de siempre. Por cierto, había sustituido la enorme maleta de anoche por otra exactamente igual, pero de tamaño fin de semana.

Esas cosas pasan: hay veces que la noche, con el alcohol y la desinhibición que proporciona la oscuridad, hace que todos los gatos parezcan pardos, pero no..., en mi caso no fue así: primero porque, salvo el vino que nos regalamos después de que Cullen y yo estuviésemos «encantados de conocernos», no bebí alcohol, y segundo, porque ahora, en una mañana en la que Seattle había querido mostrar su sol más radiante, sentí que Cullen me gustaba igual o más que ayer, sobre todo cuando lo vi acercarse una vez que le devolvieron la tarjeta de crédito, y rodeó mi cintura al tiempo que me daba un beso en la mejilla:


—Hummmmmmmmm. ¿Está preparada mi bella sumi? —me preguntó, sonriente y bromista al tiempo que me bajaba la visera de la gorra.

— ¿Para qué?

—Para todo.


No me atreví a contestar a ese «para todo»; tampoco a preguntar hacia dónde nos dirigiríamos o para qué nos desplazábamos, quizás porque intuí que, aunque lo preguntase, Cullen no iba a tener la delicadeza de responderme.

Subimos al coche negro del AMO del norte y me sorprendí riendo sola, quizás porque reparé en que EL MAESTRO no tenía un cochazo enorme o de los que a veces se me antojaban sustitutos y compensadores, bien de las pollas pequeñas de sus acomplejados dueños, o bien representativos de un excesivo gusto por los golpes y la agresividad de su conductor. El coche de Cullen era mediano, casi pequeño, como esos utilitarios que se mueven como pez en el agua dentro de la ciudad. Todo estaba equilibrado en este sentido, y yo, sin dejar de reírme internamente, pensé que ya podía dar buena fe de este equilibrio, tanto por el asunto del tamaño como por el asunto de la agresividad y los golpes.

La calidad de vida de esta ciudad me sorprendió al ver que llegamos al aeropuerto en apenas quince minutos para tomar un vuelo hacia no sé dónde, aunque una vez más la incógnita, lejos de molestarme, me producía un morbo y una adictiva sensación de juego, sobre todo por la confianza casi ciega que, sin saber por qué, mi corazón depositaba en Cullen.

Dejamos el coche en el aparcamiento del aeropuerto y, tras los típicos deambuleos por la pequeña terminal, nuestro avión despegó por fin. ¡Portland!, ¡qué suerte!, pensé cuando el comandante avisó del inminente aterrizaje en la ciudad de destino. ¡Estamos llegando a la bella  Portland!

En la preciosa ciudad, el clima era totalmente diferente al de la ciudad que rimaba con mi miedo: cálido y primaveral hasta el punto de poder transitar por sus calles en mangas de camisa. El olor a ciudad o el antiguo barrio señorial donde estaba situado el hotel en el que dejamos nuestras maletas me conmovió; quizás, porque quienes vivimos en el interior nos comportamos como niños ansiosos  al descubrir una nueva ciudad.

 Cullen y yo fulminamos la mañana con paseos, complicidad, cariño, besos y magreos a tutiplén por cada esquina y, en definitiva, como una pareja cualquiera a la que acaba de sorprender la pasión y no puede, ni quiere, evitar abrazarse por la cintura o cogerse de las manos, mientras pasea por los parques oliendo las maravillosas variedades de flores o árboles.

Todo me emocionaba: Cullen, el sol, las flores, los libros antiguos de temática variopinta de un mercadillo, el clima cálido, la libertad, la grandiosidad de los monumentos. ¡Bufff! En el aspecto artístico de este tour turístico, sólo me faltaba entrar en algún museo.

De nuevo en el centro, y ya bien entrada la tarde, comimos una ensalada y pescado a la plancha, que acompañamos con un estupendo vino blanco, en una terraza con vistas fantásticas, de esas que tienen el sabor de varias generaciones que han ido heredando el pequeño negocio familiar, por cierto mil veces más cálido, sabroso y mágico que cualquier restaurante de lujo; al menos para mí, que soy amante del sabor añejo y, en general, de todo el casco antiguo de cualquier ciudad. Sin duda, este tipo de lugares son los que incitan a tararear, aunque fuese mentalmente, que un manjar puede ser cualquier bocado si el horizonte es luz y el mundo un beso, y yo, en ese momento mágico, podía gozar del beso, del horizonte, de la luz y del manjar. ¡Qué suerte la mía!


—Lo de anoche fue increíble. De nuevo mi sumi me hizo el hombre más feliz de la tierra —comentó Cullen distrayéndome de aquella sensación de plenitud, pero queriendo adentrarme en el recuerdo de otro tipo de plenitud.

—Para mí también fue estupendo, AMO: viví experiencias maravillosas anoche; tanto que creo que me relameré de nostalgia y de gusto cuando esté sola y las recuerde...

—No hace falta que las recuerdes: podemos repetirlas cuando quieras. ¿Querrá mi bella sumisa volver a sesionar esta noche conmigo?

— ¿Es una proposición deshonesta?

—No, es muy honesta: a las claras y en la cara.

—Jajajajajajaja, perdona que me ría: es la primera vez que un tío me propone sesionar, cuando está pensando en...

— ¿En follar? ¿Crees que lo de anoche fue sólo follar?

—No, AMO, por favor: no quería decir eso —contesté agobiada ante el malentendido.

— ¡Bufff!, ¡me habías asustado!

Yo sesiono, tú sesionas, ellos sesionan, nosotros sesionamos —dije, saliendo por la tangente con el juego de palabras y la broma de turno.

—Jajajajajaja. No lo dudes, sumi, no lo dudes: ellos sesionan, nosotros sesionamos y, además, nosotros sesionaremos con ellos...

¿Cómo?

—Nada, sumi, nada: hablaba solo...


Aunque no entendí nada, obvié lo que acababa de escuchar porque Cullen zanjó la conversación con ese tonillo irónico y cortante que le salía cuando no quería incidir en un tema determinado. Además, el sol estaba dándome de lleno en la cara y parecía que me provocaba para cerrar los ojos y sonreír o sonreírle, mientras daba pequeños sorbitos a ese fantástico vino blanco. ¡Éste es otro instante de placer infinito!, pensé, agradeciéndoselo a la vida con mi sonrisa.

Me apetecía acercarme al parque y disfrutarlo todo lo posible; es más, porque hacía un poco de fresco, pero sabía que con tres o cuatro grados más, ya estaría en manga corta medio desnuda y todo lo salvaje que me permitieran las circunstancias y el entorno. Comenté a Cullen mis ganas de acercarme y le pareció una idea estupenda, que al instante materializamos en una preciosa caminata por la frondosa vegetación.


—Espérame aquí —me comentó Cullen cuando vio una cruz verde, indicadora «de farmacia».


AMOCULLEN salió del comercio con un paquete que depositó en mis manos. Por cierto, ¡era otro enema!


—Es para ti. Sé que puede ser un incordio, pero ya has tenido pruebas más que evidentes de sus beneficios. Lo siento, sumi, pero esta noche, más que nunca, necesitamos beneficiarnos de este invento...

— ¡Jooo! Me vas a deshidratar —protesté malcriada.

—Todos los días no se debe hacer algo así, pero estamos viviendo nuestro momento de gloria, y una tontería de éstas no nos lo va a enturbiar, ¿no te parece?

Cago ennnnnnnnnnn......

Eso es, sumi, eso es, ¡pero qué obediente es esta sumi mía!

—Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.


El asunto enema volvió a quedarse atrás, cuando nos decidimos a tomar un café en otra terracita con vistas al estanque, de esas que parecía estar siglos esperándonos. Cullen y yo seguimos recreándonos comentando cosas de la noche anterior, aunque, poco a poco, iban apareciendo dudas y temas nuevos que, rápidamente, incorporaba a mi extensa lista de por qué, por qué y por qué.


— ¿Por qué has dicho antes eso de ellos sesionan, nosotros sesionamos, y nosotros sesionaremos con ellos? ¿Por qué quieres que utilice otra vez un enema? ¿Por qué esta noche necesitamos más que nunca beneficiarnos del invento? ¿Por qué me has traído a Portland?

— ¡Bufff, qué incordio! ¡Ya se ha despertado Mafalda!

—Menos coñas, Cullen: sabes que necesito saber...

—Te equivocas: ayer vi claramente que necesitas sentir y olvidarte de racionalizar. Créeme: en el fondo te hago un favor si no te respondo.

—Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

—Además soy tu AMO, tú eres mi sumi, y debes obedecer sin que tenga que explicarte nada.

— ¡Negativo! ¡Error! ¡Error! ¡Error! —dije, imitando una especie de tonillo mecánico «tipo robot»—. He pasado una noche estupenda contigo y la volvería a vivir mil veces, pero no olvides que te llamo AMO porque es un jueguecito que te pone, pero no porque yo sea tu sumisa o la sumisa de nadie. Ya te dije una vez que si el mundo es yin y también yang, es un desperdicio tener que elegir entre Jane y Tarzán. Además, lo de ser AMA-zona también me atrae un montón.

—Jajajajajajajajaja: sigue así y verás. Sigue sin reconocer la evidencia. Sigue pidiendo a gritos más pruebas que ese santo que no se creyó nada hasta que no vio y tocó. No te preocupes, ¿necesitas más? Sabes que tengo paciencia y te daré esas pruebas, sumi: esta noche seré generoso y te daré esas pruebas, lo tuyo y lo del inglés...

Me está entrando un mosqueo con esta noche que ni te cuento. ¿Qué pasa? ¿Perderé el zapato de cristal? ¿Te convertirás en sapo? ¿Algún coche se volverá calabaza?

—De momento te diré algo: son las seis y debo irme ya porque necesito hablar con algunas personas, precisamente de esta noche. Ya ves: tu AMO te da la tarde libre.

—Pero...


AMOCULLEN se percató de mi nuevo agobio y creo que se decidió a abrazarme para infundirme tranquilidad.


—Sabes que nunca haría nada que te hiciese daño.

—Lo sé.

—Entonces, ¿para qué sufres? ¡Vive el momento! Aprovecha el lago, la luz y esta tarde maravillosa. Yo voy al hotel a darme una ducha y volveré a por ti, no sé: ¿qué tal a eso de las diez?

—Llevas razón, AMO. Y vale: las diez me parece una hora estupenda.

— ¡Ésta es mi sumi optimista! Por cierto, es sólo una sugerencia, pero sé que en el sitio al que iremos esta noche te sentirías especialmente bien con ese precioso corsé negro que encontré ayer encima de la cama, cuando subí a encender los cirios. ¡Hummmmmmmmmmm!, ¿cómo sabías que me encantan los corsés?

— ¿Y tú cómo sabías que pensaba estrenarlo hoy? ¿Eh, AMO fetichista y cotilla?


Cullen y yo nos despedimos, y sin distinguir si era desconsiderada o no, lo cierto es que me gustó mi ratito de soledad y libertad. Seguí paseando por la orilla del lago, toqué varias veces el agua e incluso me senté, sin miedo a embadurnarme de barro y mancharme los vaqueros, porque una maravillosa puesta de sol me sugirió aquel gesto rústico, salvaje y hasta un poco hippie.

Alrededor de las ocho decidí comerme una chocolatina y tomar otro café con leche por un bar que me pillaba de paso, aunque no sé si necesitaba cafeína o si, simplemente, pretendía acudir al hotel con la dosis necesaria de cafeína, para relajarme en todos los sentidos, y arreglarme después con tranquilidad.

En esta ocasión, y como llevando la contraria al estilo del hotel de ayer, el de hoy sí era antiguo, de techos altos, inmensas y rocambolescas barandillas de forja negra, suelos de madera que crujen y pasillos fantasmagóricos. ¡Me encantó! Quizás porque, al igual que la terracita con vistas al lago, prefiero una y mil veces los sitios con sabor que el lujo de lo que ahora llaman diseño a todas horas, aunque sepa reconocer que todo tiene su momento y su razón de ser.

La habitación ya no parecía «mi habitación», sino «la nuestra», porque las toallas usadas por Cullen en la ducha, más los potingues de hombre tipo masaje, más objetos varoniles como las maquinillas de afeitar, más la maleta negra tamaño fin de semana que permanecía tranquilamente dormida en un rincón, no dejaban lugar a dudas. Claro que, si no dejaban lugar a dudas, supuse que eso significaba que dormiríamos juntos esa noche. Mi AMO era imprevisible, pero ¡me encantaba la idea!

Repetí una secuencia que me resultaba familiar: leer unas instrucciones absurdas para utilizar correctamente un artefacto tormentoso, tumbarme de costado esperando a que hiciera su efecto y, ¡zas!, estrenar el baño de la habitación 217 de un hotel con vistas al lago, situado en Portland.

Después de esto, y exceptuando el yacusi, tampoco cambió demasiado la siguiente secuencia con respecto al día anterior: baño de espuma, crema, desodorante, perfume, cepillado de dientes, rímel y eye liner negro, pintalabios rojo de larga duración, que nunca sobrevivía a los besos de verdad, y, por último, enésimo secado de pelo. Novedades: dolor en las nalgas e intento de masaje para aliviarlo, más peinado y ropa interior y exterior diferente. Pelo: esta noche opté por recrear el peinado que llevaba en la foto que antaño le envié a Cullen y, para ello, tuve que alisar el cabello como si lo hubiese lamido una vaca, subirlo hasta la nuca y recogerlo en una cola de caballo larga y lacia que me rozaba la mitad de la espalda y hasta me hacía cosquillas en los hombros cada vez que movía la cabeza. Adorno: dos enormes aros de plata. Ropa interior: tanga negro también, pero con unos graciosos remates de chinchetas plateadas. Vestimenta: pantalones negros ajustadísimos de culo, aunque acampanados en los bajos, y por los que, en otro orden de cosas, sobresalían mis inmensos zapatos de tacón de aguja o esos fetichistas zancos con los que me cuesta horrores andar sin torcerme los tobillos. Toque maestro: corsé de cuero modelo antiguo que, anudándose por detrás, dejaba los hombros sin adornos al descubierto y realzaba las tetas hasta el punto de hacerlas parecer amígdalas. Papel de regalo: mi eterno y gastado abrigo de cuero negro...

Cullen, puntual como siempre, dio unos golpecitos en la puerta a las diez en punto. Abrí, claro, y los ojos de El MAESTRO se me antojaron vidriosos por segunda vez.


—A tu AMO le encantaría que te quitases el abrigo —comentó, haciendo la broma de repetir el mensaje que me envió ayer por el móvil, cuando acababa de llegar a El Torreón.

—Claro, AMO —dije, obedeciendo su orden.

—Niña, mi niña, ¡estás preciosa! ¡Bufff! Dan ganas de no salir de aquí en toda la noche.

—Gracias, AMO. Por cierto, ¿quién nos obliga a salir?

—Tu puesta de largo, sumi.

— ¿Mi qué?

—Escúchame bien —me dijo casi susurrando EL MAESTRO, mientras me agarraba de los hombros y me miraba fijamente a los ojos—. En cuanto crucemos esa puerta no tendré ocasión de repetir lo que voy a decirte ahora. Por favor, presta atención: necesito que, pase lo que pase, veas lo que veas y oigas lo que oigas, confíes en mí en todo momento. Sabes, y te lo repito por enésima vez, que nunca haría nada que te hiciera daño. Sabes también que debes abandonarte a tu AMO, aunque en algunos momentos no entiendas ciertas cosas. Te prometo que todo lo que ocurra esta noche lo he preparado sólo para ti. ¿Está claro?

—Sí, AMO, está claro —contesté un poco asustada ante tanta advertencia extraña.

—Bien. Ahora debes prestarme mucha más atención. Necesito que busques una palabra fácil, muy fácil de recordar, pero que no sea hola, gracias, adiós u otra que pronuncies siempre.

—No te entiendo, ¿por ejemplo?

—Por ejemplo, no sé: ¿qué tal papel, árbol, esquina, túnica, cuento, foto, palabra, estrella...?

—Árbol. Me gusta mucho árbol. Es fácil, natural, llana, campestre...

— ¡Estupendo! Mírame bien —dijo Cullen, cogiéndome de nuevo por los hombros—. Si esta noche te sobrepasa alguna situación, di fuerte y claramente ÁRBOL. ÁRBOL, ¿entiendes? Pero sólo en el caso de que alguna situación te sobrepase, ¿vale?

—OK, AMO —respondí más asustada que nunca.

—Está bien, perrita. La palabra ÁRBOL será nuestra contraseña...


Un taxi nos condujo por una nocturna, amplia y luminosa Portlan, hacia la dirección que Cullen indicó y, por supuesto, yo no fui capaz de memorizar. Al cabo de poco tiempo reconocí fácilmente como cruzábamos el rio Willamette, y por una de sus calles, el taxista terminó su carrera en un local revestido de ladrillo mate. Tras pronunciar no sé qué contraseña, EL MAESTRO entró y, sin rechistar, le seguí por los pasillos de ese lugar que, según me pareció leer en un pequeño letrero de la entrada, creo que se llamaba Rosas, Rosa’s, Roses o algo parecido. Es cierto que no me esperaba luces de verbena, pero el ambiente me resultó demasiado lúgubre, en tanto que la música, que no pude calificar dentro de un estilo concreto, me fascinó envolviéndome con estridentes y parsimoniosos acordes, además de solos que, en cuestión de segundos, pasaban de ser muy agudos a muy graves, y al mezclarse con los eróticos acordes de un saxo decadente, me parecieron perfectos para aquel entorno aún no catalogado por mis antenas.

Llegamos a una barra de bar, que bien podría ser una barra cualquiera de los millones de bares que andan repartidos por el país, si no fuera por los cuadros que adornaban la pared con fotos de instrumentos de tortura como sacados de una película sobre la Inquisición, o por las bellas mujeres que caminaban desnudas por allí, tomaban una copa y exhibían con orgullo unos collares de perro, del que tiraban con fuerza sus AMOS, únicamente vestidos, por cierto, con minúsculos tangas y antifaces de cuero negro.

No sé si Cullen se dio cuenta o no, pero sentí que los ojos se me iban a salir de las órbitas, igual que a esos asquerosillos bichos cazainsectos que muestran los documentales del canal National geographic, solidarios, sin duda, con nuestra latina necesidad de echar un sueñecito después de comer. ¡Y no era para menos! Porque además de las fotos de las torturas, las mujeres del collar y los que tapados con un extraño antifaz tiraban de él, junto a la estantería en donde se exhibían todo tipo de bebidas alcohólicas, leí un letrero que me dejó aún más perpleja:


SE ALQUILAN MAZMORRAS.

 

Interesados preguntar en la barra o llamar al 658309877

 


¿Mazmorras? Sabía que en este mundo consumista se vende y se alquila casi todo: pisos, ropa, apartados de correos, juguetes, disfraces, vajillas y prácticamente cualquier cosa, pero mazmorras, lo que se dice mazmorras, ¡no! ¡Socorro! Creo que intenté distraerme a propósito del escabroso tema alquiler de la mazmorra porque irremediablemente un ánimo agobiante y agobiado, tipo Conde de Montecristo o Fuga de Alcatraz, se estaba apoderando de mí...

¿Habría algo que pudiese desconcertarme más que el alquiler de la mazmorra?, pensé. Al instante, yo sola, sin necesidad de preguntar ni hablar con nadie, me respondí afirmativamente cuando sentí que la sorpresa por la decoración del lugar fue nimia, comparada con ese pequeño escenario, situado a la derecha de la barra, en el que una mujer altísima en parte gracias a unos interminables zapatos de aguja y vestida sólo con un tanga de látex azotaba con fuerza a un japonés. Pese a la difícil posición, aquel hombre, que estaba completamente desnudo y caído de bruces en el suelo, parecía mostrar con orgullo tanto su espalda marcada por un látigo, como ese trasero por el que su autoritaria y déspota AMA le daba patadas sin piedad, para deleite de ambos.

¿Sorpresa? No, sorpresa no fue exactamente lo que sentí, aunque tampoco encontré una palabra que pudiese describir la turbación y la estupefacción que me producían, no sé si aquellas escenas o la indolencia de cuantos charlaban, tomaban sus copas o deambulaban por allí, como si viesen y viviesen esas realidades con la misma asiduidad que un plúmbeo y repetitivo programa de televisión...

Capítulo 11: Conocernos Capítulo 13: Sesion

 
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