BDSM

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 10/10/2012
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 47
Comentarios: 148
Visitas: 93006
Capítulos: 15

Fic recomendado por LNM

ADVERTENCIA

Este fic es para mayores de 18, contiene lenguaje fuerte y explicito sobre el sexo, esta bajo su discresion quien lo lea, si no te gusta mejor no pases a leer.

 Isabella es trabajadora, treintañera, hiperactiva, freelance, divertida y ávida de experimentar la vida. Su curiosidad la lleva a un mundo totalmente inédito para ella: los chats eróticos. Lo que en principio comienza como un merodeo divertido por distintas salas acaba convirtiéndose en algo más en el momento en que conoce a AMOCULLEN, un usuario con el que habla habitualmente acerca de su forma de entender el sexo y del que recibe continuas insinuaciones sobre la posibilidad de fantasear con una relación de dominación entre ambos. Aunque Isabella es reticente, poco a poco comenzará a conocer las reglas de un mundo que acaba por no ser tan descabellado como le parecía y a cuestionarse sus propios límites.

¡Triste época la nuestra!

 Es más fácil desintegrar un átomo, que un prejuicio.

 (ALBERT EINSTEIN)

 Basado en  La Sumisa insumisa  de Rosa Peñasco

 es una Adaptación del mismo

Mis otras historias:

 

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 1: Viaje a la fusta

 Basado en  La Sumisa insumisa  de Rosa Peñasco

 es una Adaptación del mismo

CAPÍTULO 1

VIAJE A LA FUSTA

 

 

Si hace menos de un mes, alguien me hubiera dicho que hoy iba a estar en un tren camino de Seattle, para ponerme en manos de un desconocido que encontré en la sala de Amos y sumisas de uno de los cientos de chats que pululan por la red, habría pensado que estaba drogado, que me estaba poniendo a prueba, que tenía mucha imaginación o que su aburrida vida erótica le hacía inventar cosas tan rocambolescas como ávidas de buscar, desesperadamente, la chispa que perdió su cama tiempo atrás...

Pero lo cierto es que aquí estoy, sin querer o sin poder escapar de mi aventura, mi perdición, mi secreto, mi curiosidad, mi gloria, mi lujuria o todo a la vez y, sobre todo, sin poder escapar del juego y la seducción de ese desconocido de Seattle que se hace llamar AMOCULLEN. Y conste que no digo Amocullen, AmoCullen, o ni siquiera AMO-Cullen, sino AMOCULLEN, ¡con mayúsculas! ¡Muchas mayúsculas! ¡Todo en mayúsculas! Mayúsculas —según dice— de AMO, mayúsculas de Dominante, y mayúsculas de Dueño y Señor de las riendas en materia erótica.

Es inevitable, pero todo lo que hago últimamente, incluyendo sobre todo este viaje, lo vivo con la extraña sensación de que mi aventura con AMOCULLEN va a borrar de un plumazo el camino de vuelta. ¿Estará contribuyendo el avance del tren a esta sensación de vértigo? Sí, ya sé que es lógico que un tren avance, y por muy enajenada que haya estado y siga estando, ¡hasta aquí llego! Entre otras cosas, es normal que el tren avance, primero porque la razón de ser de cualquier tren es, precisamente, avanzar, y segundo, porque de lo contrario se caerían en un abrir y cerrar de raíles, Amtrak, el Ministerio de Fomento y muchas instituciones y organismos que, si soy sincera, ahora me importan nada y menos, y menos que nada.

Quiero decir que cada metro que recorre este gusano de hierro es un metro que me acerca a un AMO, experto en lo que para él es el arte del BDSM o, en palabras y expresiones de andar por casa, dominantes y dominados, sádicos y masoquistas, látigos, cuerdas, esposas, fustas y otros juguetitos con los que, dicho sea de paso, no sólo no he jugado en mi vida sino que, para más ironía, no los he visto ni de lejos salvo en algún especial de ese programa de televisión que presentaba una tal..., ¿cómo se llamaba?, ¿seré idiota? ¡Pero si lo tengo en la punta de la lengua...! ¿Era...? ¿Cómo era? ¡Ni idea! En fin. ¡Vaya memoria la mía!

Soy incapaz de analizar la razón, pero hoy, último viernes de marzo, me he atrevido a llegar hasta este elegante tren europeo el Amtrak Cascade que, según insinúa el billete, se propone llegar a Seattle entre la una y media y las dos de la tarde. ¿Será posible? Por mi cabeza acaba de cruzar la idea de que hasta el tren es sádico, ¿o no es sádico elegir las inhumanas e intempestivas nueve y media de la mañana, para salir de la estación de Pacific Central ? ¿No es sádico el madrugón, el estrés por la ropa, la maleta, los atascos y esa zozobra nocturna que apenas me ha dejado dormir? En fin, una mala noche la tiene cualquiera, pero a este paso voy a empezar a preocuparme por el tema sueño porque, entre chateos con Amos y sumisas, sádicos, masoquistas y conversaciones con AMOCULLEN, hace más de un mes que apenas descanso.

No sé nada. Bueno, sería más correcto decir casi nada porque al menos sé que esta brillante frase es de Sócrates. Y no, no es que quiera copiar al maestro, es, sencillamente, que no puedo saber quién es esta mujer que debe poner sus posaderas en el vagón 25, asiento 74 con ventana, del Amtrak Cascade  Vancouver-Seattle, al tiempo que en una especie de arrebato literario sonríe pensando que, aunque de lejos y sólo en el sentido más abstracto del término, se parece algo a la protagonista de Las edades de Lulú.

Posaderas... ¿Seré necia? ¿Cómo es posible que mis neuronas decidan aterrizar en las posaderas precisamente ahora? ¿Cómo no recordar que en este mes, además de otros regalitos eróticos relacionados con mi trasero, me han dado cientos y cientos de golpes, latigazos y fustazos virtuales en esa parte de mi anatomía?

¡Bufff! Lo cierto es que me pongo mal con la idea de los azotes, la fusta y las habituales nalgadas cibernéticas; sobre todo si recuerdo cómo AMOCULLEN me habló del BDSM o esas siglas que no conocía y que, solícito, pronto se empeñó en traducir: B, de Bondage o ataduras. D, de Disciplina o Dominación. S, de Sadismo. M, de Masoquismo. ¡BDSM! ARTE del BDSM, lo llamaba él. No práctica del BDSM. No afición por el BDSM. No técnica del BDSM. Ni siquiera arte del BDSM, sino filosofía de vida y ARTE, ¡con las mismas mayúsculas que su condición de AMO!

Ahora sé que, consciente o inconscientemente, la aparición de AMOCULLEN marcó un antes y un después en mis curioseos cibernéticos. Me refiero a una especie de barrera en el tiempo que observo en pequeños detalles como, por ejemplo, el hecho de haber cambiado de nick cientos de veces, pero convertirme en Marta, y no dejar de ser Marta, justo desde que me encontré con ÉL...

Recuerdo que, al poco de dar con AMOCULLEN en la red, me comentó que en el mundo BDSM, los símbolos, la estética y, sobre todo, los detalles eran muy importantes. Me fascinó. Reconozco que me fascinó ese universo nuevo, prohibido para tantos, oscuro para otros, y repleto de símbolos que se abría ante mí. Claro que también fue inevitable sentir ese vértigo cuando me percataba de que, además de ilustrarme, quería ponerme a prueba, captarme como si su filosofía de vida fuese una especie de secta, e intentar arrastrarme, poco a poco, al deseo de practicar su ARTE. ¿Será ésta la razón por la que nuestras luchas erótico-virtuales no nos han dado ni una pequeña tregua? ¿Por eso nuestras batallas cibernéticas han sido siempre tan excitantes y divertidas? Tanto los mensajes privados que brotaban desde la sala de Amos y sumisas, como después el Messenger y su curiosa manera de estructurar y mostrar los diálogos, fueron fieles testigos de ello:


Marta: Bueno, reconozco que me parece muy atractiva la cuestión estética. En ésta y en otras cosas.

AMOCULLEN: Bien, vas por buen camino.

Marta: ¡No seas iluso! ¿De verdad crees que has ganado un tanto en esta lucha sin cuartel?

AMOCULLEN: Por supuesto: el AMO siempre gana.

Marta: Te equivocas. La estética me ha parecido importante siempre y no sólo ahora. Por ejemplo: un regalo cualquiera no hace la misma ilusión si el papel que lo envuelve es de una manera u otra.

AMOCULLEN: ¡Estupendo! ¿Ves como serás una detallista e irresistible sumisa?

Marta: ¡Y una mierda! Antes que sumisa, creo que sería una fantástica AMA-zona o AMA-pola o AMA-rilla... ¡Con lo mona que me veo yo con un corsé negro de cuero, el tanga a juego, las medias de rejilla y los tacones de aguja!

AMOCULLEN: ¡Hummm! Esa indumentaria es perfecta para una sumisa que se pone a cuatro patas o de rodillas frente a la polla de su AMO...

Marta: Se te olvida un detalle: cuando hice la comunión llevaba un librito y, desde entonces, estoy acostumbrada a tener siempre algo entre las manos. Por eso no dejo de fumar, así que si tengo que ser Barbie BDSM, al modelito del corsé y el tanga, deberías añadirle una fusta, un latiguito o cualquier otro juguetito de los tuyos...

AMOCULLEN: ¡Jajajajajajajaja! Crees que fumas para tener algo entre las manos, pero lo haces para tener algo en la boca. No te preocupes: yo te ayudaré a calmar la ansiedad, y te daré algo sabroso para que calmes tu vacío bucal...


El juego de palabras sobre AMA-zonas, AMA-polas o AMA-rillas siempre ha sido, además de provocador, totalmente incompatible con su condición erótica de AMO, pero Cullen, paciente y dicharachero desde el origen de esas charlas que más que diálogos parecían estratagemas eróticas, nunca bajó la guardia ni de su cinismo, ni de su afán por enseñarme el mundo del BDSM:


AMOCULLEN: ¿AMA-zona? Bueno, si te portas bien te dejaré que cabalgues un poquito, pero sólo si te portas bien.

Marta: De sobra sabes que eso es imposible. Si yo fuera AMA-zona y tú un AMO, lo nuestro sería como lo de todas las parejas: una vulgar lucha por el mando.

AMOCULLEN: Jajajajajajaja... ¡Pero qué graciosa es esta sumisa mía!

Marta: No soy de nadie, ¿eh, chulo?, de nadie...

AMOCULLEN: No te preocupes, eso tiene arreglo: Pronto serás MÍA.


Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que no hace mucho me habría escandalizado todo esto, ¡y hasta creo que me habría causado repugnancia la situación! Pero hoy no. No entiendo la razón, pero hoy no... ¿Será éste mi equipaje? ¿Será éste el verdadero camino que debo recorrer con la excusa de un viaje de tren? Intuyo que una buena parte de mí ha decidido acudir a esta cita para averiguar aspectos desconocidos de mí misma, a costa de buscar cosas tanto de AMOCULLEN como de esta nueva realidad que, con una insolencia insultante, ha abierto un cajón prohibido de mi, hasta ahora, cómoda vida. En fin, ¡sólo espero que no quiera hacerme salir de algún armario que no conozco ni yo!

No sé si receptiva o desesperada por poner en su sitio a ese gusanillo extraño que lleva días alterado dentro de mí, al mismo tiempo que atravieso vagones en busca de mi asiento, también busco señales hasta debajo de las piedras: anécdotas, hechos, recuerdos o situaciones que me ayuden a entender todo esto o, mejor dicho, a entenderme.

Parecerá una tontería, pero la revista Paisajes, que nada más subir al tren he cogido de ese montón que, medio descuidado, se encontraba apilado en un rincón de la barra de la cafetería, en vez de ayudarme al relax, ha contribuido a que me altere más. Conste que no lo digo por las maravillosas fotos que he tenido oportunidad de ver en esas ojeadas compulsivas que han durado décimas de segundo, o por esos reportajes sobre lugares hermosos que, como es natural, no he podido leer por una evidente falta de concentración y de tiempo, entre otras cosas porque hace escasos minutos que estoy aquí, pegada a un asiento que podría hacer el favor de parar mi loca cabeza y adormecerme con su nana de cha-ca-cha-ca-cha, hasta llegar a donde no sé si debo, o no debo, llegar.

No, aún no he tenido tiempo de leer, porque esas rutinarias tareas que llevamos a cabo todos los viajeros con más o menos gracia me han mantenido muy ocupada: recorrer el tren en busca de mi vagón, atravesar la cafetería y, de paso, coger o robar la revista Paisajes, caminar entre las tripas del tren intentando localizar mi asiento, hacer el esfuerzo de elevar la maleta en el portaequipajes sin aniquilar la cabeza de nadie, quitarme el abrigo, sentarme, descorrer la cortina azul añil salpicada de minúsculos logotipos de Amtrak estampados en amarillo ocre, ver con mirada absorta, si es que esto existe, cómo el tren va cogiendo poco a poco velocidad a medida que atraviesa y se va alejando de las horribles afueras de Vancouver, y cómo mi mente navega entre somnolientos y variopintos pensamientos que parecen ir moviéndose y mutando al compás del movimiento del tren.

Lo mejor, sin duda, ha sido comprobar que, de momento al menos, nadie me va a impedir dormir, pensar, moverme, levantarme, leer o poner el codo y estirar las piernas como me venga en gana porque, ¡y pienso cruzar los dedos!, no tengo ningún compañero en el asiento de la derecha. Es más: creo que seré mala a propósito y crearé una especie de extorsión visual gracias al bolso, el abrigo y varias revistas que pienso esparcir en el sillón vacío, para frenar a cualquier plasta que haga ademán de sentarse en él. Total, quedan un montón de sitios libres...

Lo que de verdad me ha causado tensión pese a haber estado tan ocupada, ha sido ese horóscopo que, plantado en la última página, sí he leído. No distingo si lo he hecho por distracción, por la brevedad casi tipo telegrama del texto con la que está redactado cada signo del zodiaco, o con ánimo de encontrar esas señales que ando buscando; claro que también es posible que simplemente lo haya hecho porque, aunque muchas veces tengamos la desfachatez de negarlo hasta delante de la máquina de la verdad, a las mujeres nos suelen gustar estos cotilleos astrológicos que, irónicamente, rara vez son lógicos.

Enseguida me ha hecho gracia que cada uno de los doce signos estuviese redactado con alusiones al mundo del ferrocarril, aunque también me han empachado esas reincidencias chirriantes, surgidas de la utilización abusiva de sustantivos como maleta, vía, billete, revisor, viaje, estación o equipaje. A ver, a ver... ¿Por dónde anda el mío? Aquí está: ¡Virgo! ¿Virgo? ¿Cómo que Virgo? ¡Socorro! Como por arte de magia me asalta la risa nerviosa, esa risilla que explota en momentos de descontrol y en situaciones inoportunas, tipo tanatorio, por ejemplo... ¿Pero cómo se me ocurre emprender esta aventura sexual siendo Virgo?, me digo intentando parar un carrusel de no sé qué.

Pronto me tranquilizo pensando que, pese a no ser una experta en las cosillas de un erotismo normal, e incluso a pesar de no tener ni idea de eso que llaman relaciones sadomaso, de virgo, lo que se dice virgo, por suerte sólo me queda el horóscopo... ¡Y menos mal!, porque con treinta y dos años sería algo más que preocupante si ciertas cosas siguieran siendo virgo, aunque ahora que no me oye nadie podría decir, respecto a alguna de esas cosas, que hace años me dolió tanto cuando intenté hacer uso de ellas, que opté por no volverlas a usar. O sea: casi virgo por culpa de este rollo, ¿cómo llamarlo?... ¿neuro-anal, quizás? Sí, neuro-anal me parece una buena y hasta tragicómica expresión...

Cuando logro dejar atrás esas bromas baratas que no engañan a nadie porque sólo son el camuflaje de una desbordante inquietud interior, decido leer por fin mi horóscopo: VIRGO: No dejes pasar de largo ningún tren. Hoy corres el riesgo de perder el rumbo si das marcha atrás.

¿Perder el rumbo? ¿Pero no lo tengo perdido de antemano con esta aventura que pretendo vivir? ¿Marcha atrás?... ¿Marcha atrás? ¡Prefiero no pensar! ¡Prefiero no pensar! ¡Prefiero no pensar! Inevitable. Tren... Tren... Tren... ¡Bufff! ¿Tren? ¿Último o primer tren? ¿Tren que pasa? ¿Tren que no vuelve? ¿Tren que se pierde? ¿Tren que se coge? ¿Tren que se escapa? ¿Tren que no se debe dejar escapar?

¡Socorro otra vez!... De repente, además de un sudor frío me han entrado unas ganas tremendas de mandar a la mierda las recomendaciones del horóscopo y bajarme del tren, pero el muy canalla ya le ha cogido el ritmillo a la ruta. No sé por qué, pero este maldito armatoste me parece un caballo percherón que tarda en aunar fuerzas y empezar a trotar, aunque cuando se calienta, ¡zas!, se pone a galopar como el que más. ¡Bufff! No es por nada, pero parece que el caballo de hierro ya ha pasado del trote al galope y ahora va a toda velocidad.

¡Próxima parada!, por favor, la próxima parada... ¿Cómo era eso de...? ¡Sí! Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? ¡Estás a tiempo! ¡Bájate, bájate en la próxima!, me grita esa voz insolente desde no sé dónde. Esa voz que se hace más y más potente cuando recuerdo que el AMO desconocido que me espera en Seattle, entre las primeras conversaciones y el posterior envío de fotos, ya conoce mi cara y mi cuerpo con pelos y señales.

¿Pelos y señales? ¡Joder! ¿Qué le pasa a mi cabeza que a todo le ve relación con... con...? Luego les decimos a los hombres: Que si vosotros no pensáis en otra cosa, que si tenéis dos cabezas pero las neuronas están en la de abajo, que si siempre estáis con lo único... Pero ¿y yo? ¿Quién soy yo, además de una cínica, si se me ocurre negar que, últimamente, y pese a no ser bicéfala, me está pasando algo parecido? ¿En qué no dejo de pensar yo?

¡Pelos y señales! ¡Pelos y señales! ¡Pelos y señales! Ya está otra vez esta endemoniada cabeza... ¡Menos mal que al final de la retahíla me da por pensar que de lo primero, o sea de pelos, nada de nada! Ayer me depilé de arriba abajo porque sé que a ÉL le gusta todo muy depiladito, demasiado depiladito quizás. Por cierto, ¿será que como ahora lo siento más cerca y más real, lo llamo ÉL porque no me atrevo a decirle mi AMO como en los juegos de teléfono o del Messenger? Porque ésa es la gracia: entre broma y broma, poco a poco se fue saliendo con la suya y logró que lo llamara AMO, y yo, que estaba eufórica con el descubrimiento de una nueva realidad, decidí ponerme a la altura y empezar a jugar. La broma me ha puesto caliente varias veces, sobre todo gracias a los relatos que hemos ideado juntos, los diálogos y batallas eróticas que hemos mantenido AMOCULLEN y yo, o los primeros polvos cibernéticos que se convirtieron en telefónicos y que, siguiendo la inercia de la travesura, hemos echado con una imaginación que rebasa lo desbordante, si es que esto existe sin caer en redundancias estúpidas.

No exagero con lo de caliente: las yemas de mis deditos y esa cosita que hoy tiene aspecto adolescente —porque ayer la depilé casi entera— son fieles testigos de las reiteradas subidas de mi temperatura. ¿Será éste un juego de fuego? ¡Socorro! ¡Como sea cierto que quien juega con fuego se quema, este TREN me va a colocar en el centro de la llama! Además, hay un detalle que no se me va de la cabeza: si sólo es un juego inocente, ¿qué estoy haciendo aquí? ¡Uffff! Me pongo enferma si me da por analizar el dato y concluir en que el primitivo poder del anonimato se está esfumando a medida que avanza el tren, tirando por la borda la teoría y acercándome, más y más, a la práctica de no sé qué.

Mi cabeza sigue empeñada en no dejar de pensar, elucubrar, evocar, fantasear o recordar cosas bien trascendentales, o bien tan triviales como la depilación de ayer. Por ejemplo: ¿Fue la depilación una iniciación de otras cosas que también se iniciarán más tarde? ¿Acudí como un corderito en busca de lo que le gusta a ese desconocido, de la misma forma que podría o podré acudir como un corderito en busca de otras cosas que también le gusten? Nueva tontería: ¿Fue el dolor de ingles la crónica de un sufrimiento anunciado?

Recuerdo la depilación y la espátula que untaba la rebosante cera caliente sobre mi piel, y vuelvo a ponerme enferma. Creo que es porque me viene a la cabeza la pregunta de otro AMO que me mandó un privado en el chat, cuando casi acababa de descubrir la sala de Amos y sumisas, y aún navegaba con el primitivo e inocente nick de treintañera. ¿Cómo se llamaba? ¿AMO-ABRASADOR? Sí, creo que fue AMO-ABRASADOR el fanático de la cera caliente:


AMO-ABRASADOR: Contéstame, sumisa...

treintañera: AMO-ABRASADOR, ¿me has llamado sumisa? ¿Por qué supones que soy sumisa?

AMO-ABRASADOR: Jajajajajaja... Primero, sé que eres mujer porque tu nick es femenino.

treintañera: ¡Obvio!, ¿hay segundo?

AMO-ABRASADOR: También sé que eres sumisa porque está escrito en minúsculas.

treintañera: ¡Vaya! ¡Mayúsculo error el mío!

AMO-ABRASADOR: Además, si fueras AMA me habrías dicho: ¿Qué quieres, abrasador?, en minúsculas y sin AMO por delante. De tú a tú, ¿entiendes?

treintañera: ¡En fin!, parece que hoy tampoco me voy a acostar sin saber algo nuevo... ¿Hay tercero?

AMO-ABRASADOR: Sí, tercero porque el AMO soy yo y quiero que seas mi sumi, sin más...

treintañera: Ahhhhhhhh, pues faleeeeeeeeeeee.

AMO-ABRASADOR: Contéstame, esclava.

treintañera: ¿Esclava? ¿Pero no se abolió la esclavitud hace tiempo?

AMO-ABRASADOR: Mira, sumi: en materia erótica nunca se abolió la esclavitud.

treintañera: Kunta Kinte al habla, dime: ¿qué quieres saber?

AMO-ABRASADOR: ¿Quieres que cubra tu cuerpo con cera hirviendo?

treintañera: Vale, jugamos: tú me cubres el cuerpo de cera hirviendo y yo...

AMO-ABRASADOR: Hummmmmmmmmmmmmm, ¡sí!... ¿Y tú?

treintañera: Yo voy a dejarte a dos velas. ¡Adiós!


Inevitable, entre tantas y tantas cosas, este temor incierto que me aflora al pensar en la cera hirviendo. ¡Bufff! ¡Cera hirviendo! ¡Cera hirviendo! Siento pánico imaginando que AMOCULLEN pudiera proponerme algo parecido a lo de AMO-ABRASADOR, pero me reafirmo en una idea: si por lo que sea me atrevo a llegar al final de esta historia, no permitiré que me echen cera hirviendo sobre el cuerpo. ¡Bastante quemada estoy ya con los problemas cotidianos! ¡He dicho!

Hoy no tengo ni un pelo de tonta, claro que tampoco de lista, porque ni siquiera con lupa podría encontrar un pelillo insolente que sobresalga lo más mínimo de los minúsculos y variados modelos de tanga que compré en un sex shop del centro. ¡Dios mío, el sex shop! ¡Ésa es otra! Definitivamente, ayer la vergüenza se condensó en dos momentos bien distintos: la depilación y las compras en el sex shop. Reconozco que, respecto a la primera, fui incapaz de dejar en paz a la peluquera; sobre todo cuando le dije aquello de más, más, mucho más, quítame todo, bueno, prácticamente todo: piernas enteras, axilas y, por supuesto, la ingle y casi todos sus alrededores...

Es verdad que sudé, pero me da la sensación de que la profesional de los pelos sudaba más que yo... En lo que a mí respecta, creo que sudé por una mezcla de todo: la excitación de pensar en por qué hacía aquello, mi secreto que tan bien conocían esos minúsculos cabellos rizaditos cercanos a mi sexo, la evocación de la turbación que he vivido este mes, el recuerdo de las múltiples contracciones vaginales por algunas proposiciones de AMOCULLEN o por las de otros usuarios de la sala de Amos y sumisas, el propio calor de la cera, la cortedad que genera ese momento casi tan íntimo como la visita al ginecólogo, la necesaria abertura de piernas que me incita a pensar cómo las abriré, o si llegaré a hacerlo, atreviéndome a mostrar todo el esplendor de mi intimidad a ese desconocido, la calefacción bochornosa que producen esos aparatillos portátiles, expendedores de un aire caliente que casi siempre molestan porque el aire da de lleno en la cara, o ese sudorcillo frío que sólo produce el dolor y que, en este caso, fue generado por unos malditos tirones en, como dicen las abuelas, semejante parte...

Pero ¿y ella? Creo que también sudó lo suyo:


— ¿Está así bien?

—No, depílame más...

—Es que me da cosa meterme ahí porque te va a doler mucho.

—Ya, pero es que a mi novio le gusta así —dije para zanjar el dilema, mintiendo más que Pinocho.


La cera caliente tan cerca de mis partes íntimas volvió a crearme un azoramiento desconocido hasta entonces. La peluquera, por cierto, no ayudaba mucho a enmascarar esa sensación:


— ¿Seguro que quieres que siga?

—Sí.

—Pues esto ya es digno de cualquier bikini. Vamos, ¡incluso de uno de Ipanema!

—Sigue, por favor —ordené.

—Pero es que esto ya es labio.

— ¿Labio?

—Claro, en fin, ya sabes que no me refiero al bigote —comentó la peluquera, queriendo hacer una broma para aligerar el trance.

—No te preocupes: este dolor tendrá su recompensa. Ya te he dicho que a mi novio le gusta así.

— ¡Joder con los hombres! ¡Esos cerdos nunca se enteran de los sacrificios que hacemos por ellos!

—Pues sí...


Sonreí. Observando mi sonrisa nadie hubiera pensado que la peluquera me estaba haciendo un daño atroz, pero lo siento: la situación se me antojó algo más que cómica. Ella intentando iniciar esa complicidad que se genera entre mujeres cuando criticamos a los hombres y, más concretamente, a nuestras parejas. Pero ¿y yo? Creo que fui malvada a propósito porque, mientras sentía cómo posaba lentamente otro rastro alargado de cera caliente sobre las ingles o, más concretamente, sobre el-los labio-s, pensaba: ¡Ay si supieras que a quien le gusta así es a un AMO fanático del BDSM que no conozco, pero que voy a conocer mañana para practicar juntos el arte de las ataduras, la dominación, el sadismo y el masoquismo! Me reí, claro: sobre todo porque tuve compasión con el ritmo cardiaco de la peluquera, y decidí callarme para que pudiera mantenerse constante...

¿Por ellos? ¿De verdad hacemos estas cosas por ellos? Ayer sentí claramente que no hacemos estas cosas por ellos, sino por nosotras. Porque en el fondo de todo, ¿es que no nos gusta gustar, tener buen aspecto, sentirnos queridas, guapas, y ver cómo el deseo explota en las pupilas de un hombre? ¡Bufff! ¿Parejas? ¿Novios? ¿Amantes? ¿Rolletes? ¡Dios mío, Marc!, perdóname... ¿Qué somos tú y yo? Sólo nos conocemos desde hace cinco meses y ya te comportas como si te debiera la vida, como si fuera tu jarrón, como si formara parte de tu colección de cromos manga. Y no, ¡eso sí que no! Ya te advertí que me agobiaba, que tenía que ir despacio, que necesitaba recrearme en el juego de la seducción porque acababa de cumplir treinta y dos años, y luchaba con uñas y dientes por salir de la maldita crisis de la década tres. Pero tú, ni caso: y venga a amarrar, y a no jugar, y a no seducir, y a chantajear... Y lo siento, Marc, lo siento, pero entre bronca y bronca, apareció ÉL...

A veces pienso que todo es fácil y complicado a la vez. Fácil porque la chispa es la chispa y, cuando asoma, es difícil no dejarse vibrar. Y, complicado, porque me cuesta digerir ciertas cosas como, por ejemplo, ese cinismo que me lleva a decirle a Marc que estoy confundida, y necesito tiempo para estar sola... Sí, Marc, sí... No quisiera tirar balones fuera, pero me pregunto si mi tristeza por ese injusto rapapolvo de hace un mes fue el detonante que me hizo pulsar, sin que me diera cuenta ni yo, ese botoncillo que va acompañado del letrerito portador de la anglosajona palabra CHAT.

Soledad y CHAT, soledad y CHAT, soledad y CHAT... ¿O sería más correcto decir sole-chat? ¡Curioso proceso éste!: rutina, hastío, incomprensión, tristeza, caos y crisis, para después pasar de la soledad al sole-chat, y allí, en este nuevo reducto, no dar crédito al descubrimiento que me invadió por completo: irrupción de un mundo repleto de luces, personas, nombres y nacionalidades diversas, irónica realidad cibernética, novedad a tutiplén, juego sin límites, y hasta este telón que se ha abierto en un extraño teatro vital, incitándome a practicar BDSM.

Con los últimos tironcillos de cera, Marc entró y salió de mi cabeza en un abrir y cerrar de ingles. Entró, inevitablemente, cuando la peluquera pronunció la palabra novio, aunque salió de mi mente como alma que lleva el diablo, quizás por pura supervivencia emocional tendente a huir de vestigios judeomasónicos y culpas extrañas. Porque con autoengaños y engaños, huidas o afrontamientos, compañía o soledad de sole-chat, tengo claro que esta experiencia con el AMO de Seattle la vivo como algo que necesito a nivel personal, y muy al margen de que esté o no con alguien. Sí, ya sé que puede parecer egoísta, pero me siento como si para descubrir si soy o no homosexual, necesitara relacionarme con otra mujer, intentando disipar las dudas en la intimidad de mi alma, mi sexualidad y mi dormitorio, pero sin tener que pregonar en una pancarta lo que aún no está claro en mi interior. Lo siento, pero por mucho que él se empeñe en lo contrario, Marc no es mi pareja, ni mi novio, ni nada: es sólo un rollete urbano con delirios de ser lo que no es.

¡Qué vértigo! ¿Qué me está pasando? No sé si será eso que llaman madurez o el cinismo que se está apoderando de mí, pero me he dado cuenta de que, hoy por hoy y en contra de lo que pensaba cuando tenía veinte años, la sinceridad extrema, además de hacer daño, es agresiva y hasta de mala educación. Sobre todo si, con la coraza de la falsa sinceridad, quien pretende sincerarse ni tiene las cosas claras, ni quiere otra cosa más que volcar el peso de su conciencia, y de su culpa, en otro. Además, sé que con veinte años nunca me hubiera atrevido a coger este tren. No sé por qué lo tengo tan claro, pero mi interior sí parece saber la diferencia entre una aún niña y lánguida mujer de veinte, una ya desinhibida y madura mujer de cuarenta, y el término medio que supone una pícara, caótica y atrevida mujer de treinta. Es más, creo que en esto consiste la peligrosa y ya recurrente crisis de la década tres, al menos la crisis de mis treinta y dos. ¿Niña? ¡No! ¿Mujer hecha y derecha? ¡Tampoco! ¿Entonces? Miedo a que una década no sea suficiente para decidir por dónde encauzar bien la vida. Temor al mundo adulto y fobia a ese tránsito que se aleja de una etapa clave para dirigirse a otra más clave aún.

Después de ese microparéntesis que dediqué ayer  a Marc en la camilla de la peluquera, mi cabeza pasó rápidamente, y como queriendo quitarse a un pesado de encima, a analizar ese último y horroroso tirón que se me antojó anunciador de no sé qué: ¿de futuros tirones?, ¿dolores?, ¿cirios?, ¿velas? ¡Ni idea! Sin variar la tónica que ya parece general en este mes: ni supe, ni sé, ni podré saber.

Me fui del centro de belleza con un pubis de aspecto adolescente, además de esa sensación de liviandad que sólo pueden entender quienes acaban de depilarse; claro que mi cabeza, que no ha parado un segundo en este mes, volvió a hacer de las suyas pensando, entre otras cosas, que si después del dolor viene lo bueno, mañana —o sea hoy— tendría —es decir, tendré— un premio espectacular. No te preocupes: este dolor tendrá su recompensa, dije a la peluquera. ¿Será que todo dolor tiene su recompensa? Porque ayer, por ejemplo, tras la quemazón de la cera, anunciadora del dolor que supondría el tirón de después, me invadió un tremendo bienestar cuando la peluquera posaba su mano, un segundo más tarde del correspondiente tirón, en cada milímetro de piel recién depilada. El gesto siempre fue aliviador, y hasta me atrevería a decir que curativo del dolor anterior, porque esa mano sanadora difuminó por arte de magia el escozor y el daño. Más tarde, y tras haber pagado con dolor el precio de la secuencia anterior, vino esa sensación de liviandad que compensaba todo el proceso, y nunca podrán entender quienes no se han depilado jamás...

Pero, un momento, ¡un momento! ¿Es tan raro el cuerpo que genera endorfinas después del dolor? ¿Lo hace para compensar? ¿Las producirá también el alma después de superar un malestar interior y una crisis? ¿Vendrá de esta sensación contradictoria la famosa y espiritual idea de curar y redimir a través del sufrimiento? ¡Bufff!, no sé... Porque, evidentemente, ¡el dolor duele!, y pensar que aparece la hormona del bienestar tras un profundo malestar me resulta muy extraño, la verdad.

Después de pagar a quien me agarró de los pelos, también pensé en el tipo de depilación que utilizarían, o bien las sumisas a las que sus AMOS dieran la orden de depilarse enteras o bien, y sobre todo, las actrices porno. Y la cosa, aunque trivial, no me parece ninguna broma porque la cámara que persigue a esos mitos eróticos en sus posturas acrobáticas es tan indiscreta que, a veces, parece que la lleva el tío colgada de los huevos. ¡Láser, seguro!, se depilan con láser, pensé ayer. ¡STOP! Un momento o, mejor dicho, otro momento: tanto la sumisión como el cine porno existen desde que, respectivamente, existe el mundo o el cine. En cambio el láser, como aquel que dice, sólo lleva tres días en el mercado... Conclusión: no pienso ser yo quien no reconozca los sacrificios depilatorios de las sumisas y de las actrices porno. ¡He dicho!

¡Pelos y señales! ¡Pelos y señales! ¡Pelos y señales! De acuerdo: de pelos, lo que se dice de pelos, nada de nada, ¿pero podría decir lo mismo de las señales? Es cierto que no tengo ninguna, pero no es menos cierto que una parte de mí quiere bajarse de este tren porque sé, con toda seguridad, que no me voy a librar de tenerlas si llego al final del viaje. ¿Seré idiota? ¡Mira que ir a Seattle a que me azoten! ¿Fue el marqués de Sade el que inventó y convirtió en exótico lo de matar a polvos? ¿Tengo alguna culpa escondida en no sé qué baúles, que necesito que me golpeen para eliminarla como si fuese un fraile de la Edad Media, de esos que se oprimían con el cilicio cada vez que les dominaba la gula? En fin, ¿cómo puedo dejar en paz a esta loca cabeza que no quiere dejar de elucubrar, fantasear, idear tonterías, recordar y hasta visualizar aquel diálogo del Messenger en el que AMOCULLEN me explicó por qué no tenía sumisa, al tiempo que aprovechó para hacer su propia campaña pro azotes?


AMOCULLEN: ¿Por qué crees que no tengo sumisa?

Marta: No sé: ¿ninguna te aguanta?

AMOCULLEN: Primero: no tengo sumisa porque exijo mucho, tanto que todo lo que digo suena a chiste. Por ejemplo: creo que la complicidad entre el AMO y la sumi debe ser tal, que la primera orden que doy consiste en escribir un diario para que podamos ver dónde estamos y por dónde anda la relación... Segundo: si fueses mi sumisa, no te toleraría lo que has dicho.

Marta: ¿Lo de que ninguna te aguanta? Lo siento: creo que me he pasado.

AMOCULLEN: Ya, pero aun así no te lo hubiera permitido.

Marta: ¿Y qué hubieras hecho? ¿Me habrías azotado?

AMOCULLEN: ¡Seguro, Marta, seguro!

Marta: ¿Ves las ventajas de la insumisión? Me he librado de una buena...

AMOCULLEN: No, bonita, no tienes ni idea: te la has perdido...

Marta: Jajajajajajaja. Espero que por lo menos te estés riendo como yo.

AMOCULLEN: ¡Cuando te azote no pensarás igual!

Marta: ¿Ah sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Echarás el lazo a mi espalda por el PC? ¡Mira cómo tiemblo!

AMOCULLEN: No, en la espalda no: las nalgas son mucho mejores para eso...

Marta: Qué amable: ¡una regresión a mi infancia a través del BDSM!

AMOCULLEN: No creo que te excitaras cuando te azotaban las nalgas en tu infancia... ¿O ya eras sumisa desde pequeña?

Marta: Bueno, en fin, eso sí que es un corte en toda regla, o mejor dicho: ¡en toda nalga!


Salgo de aquellas frases, escritas medio en broma y medio en serio, y vuelvo a la realidad, al carpe diem y al aquí y ahora con la misma idea de antes: que se pare, que se pare esto. ¡Por favor!, que algún gracioso le dé a esa palanca roja y pare esta máquina, o mejor aún, que lleguemos pronto a cualquier estación y yo pueda volverme por donde he venido...

Y de nuevo: ¿Quién soy yo? ¿Adónde voy? ¿Quiero ir? ¿Quiero volver? ¿Último o primer tren? ¿Emprendo un viaje de vuelta o a partir de ahora no podré evitar viajar más y más hacia un punto de encuentro que aún no soy capaz de ubicar? No lo digo porque me vaya a pasar algo grave, pese a que ese riesgo se mantiene latente si pienso que me voy a quedar a solas en una habitación de hotel con un desconocido experto en sadomasoquismo que, irremediablemente y sobre todo si llego al final de este trance, no creo que se vaya a cruzar de manos, de polla, de fusta o de látigo. ¿Quiero? ¿No quiero? ¿Me atreveré? ¿No me atreveré? ¡Otra vez el tren! ¡Último tren!

Está claro que me falta la objetividad que sólo concede el paso del tiempo, pero me cuesta creer que, para una treintañera como yo, éste sea el último tren. Me inclino más a pensar que es un tren anunciador de una nueva etapa, quizás porque una fuerza extraña ha hecho que me atreva a subir aquí, quién sabe si para subirme a un carrusel de lujuria, sumisión, erotismo o perversión, o a una noria de novedad, encuentro, vida, dominación, descubrimiento y aventura. ¡Atención! Absurdo juego de palabras que inventa mi mente para la ocasión: ¿no será todo esto otra vulgar salida de mi alma-rio? ¿Pero por qué elegir?, me pregunto. ¿Por qué no intentar aprender gozando de todo?

Ahora no tengo un espejo cerca pero creo que me ruborizo... Sí, ¡qué mal!, me noto caliente, y conste que no me refiero precisamente al tipo de calor que he experimentado días atrás, sino a ese incómodo bochorno que va trepando por todo el cuerpo con ánimo de acampar y quedarse a vivir en la cara. ¿Será chivato el calor? ¡Chivato, chivato, chivato! ¿Y okupa? ¡Okupa, okupa, okupa! Seguro que esta inoportuna transparencia, empeñada en delatar lo que me pasa con todo tipo de indicios, utilizará al calor, a esta mierda de calor, y lo acompañará de unos coloretes que señalizarán como banderas todo mi rubor; un rubor que crece y crece cuando me asalta el egocéntrico pensamiento de que gracias a esta cara roja, el resto de los viajeros notan lo que siento, saben lo que me pasa, conocen adónde voy y, con toda esta información, en cualquier momento, se van a poner a tararear por lo bajo aquello de ¿Qué hace una chica como tú —o sea como yo— en un vagón como éste?

Intento respirar. Todo me resulta tan loco que sólo se me ocurre respirar. ¡No seas paranoica! Tranquila. No lo saben. Tranquilízate porque nadie sabe que vas a donde vas, y a lo que ni siquiera tú, al menos conscientemente, sabes que vas. Respiro. Respiro hondo, pero nada. ¡Bájate!, bájate en la próxima, sigue diciéndome aquella voz.

Ni caso... El tren no para, y no sé si sigue avanzando para ayudarme a saber qué clase de aventura he venido a buscar o si, cómplice con AMOCULLEN, no tiene intención de detenerse hasta llegar a la ciudad que, rimando con miedo, me va a poner a su merced sin que yo pueda o quiera evitarlo. Me parece que he abierto una especie de caja de Pandora que, sin yo saberlo, vivía dentro de mí. ¡Dios mío! ¿Me atreveré a ver todo lo que hay dentro? ¿La cerraré en cuanto pare este tren y me baje? ¿Seré capaz de vivir lo que contenga? ¡Bufff!, ¡ya está otra vez este maldito alma-rio!

Agotada y sin siquiera fuerzas para abrir una caja de zapatos, intento relajarme antes de plantearme abrir, mirar, vivir o cerrar la caja de una tal Pandora porque, según cuentan, además de ser de un metal pesado, lleva varios siglos cerrada... ¡Pero eso sí!: al tiempo que apoyo la cabeza en esa ventanilla que previamente he vuelto a tapar corriendo la cortina azul con logotipos amarillos, mientras me coloco con la relativa posición fetal que permiten las circunstancias y el atrezo de Amtrak, cierro los ojos para evocar algunos de los primeros diálogos cibernéticos con AMOCULLEN.


AMOCULLEN: Mira, si en vez de tanta y tanta teoría tú y yo nos viéramos...

Marta: ¿Qué?

AMOCULLEN: Que te daría más placer del que te hayan dado jamás.

Marta: Qué atractivo. ¡Hasta ahora nunca había follado con fantasmas!

AMOCULLEN: No te preocupes: las sábanas no son necesarias para practicar BDSM.

Marta: ¡Idiota!

AMOSAPIENS: ¿AMO-idiota? ¡Pues no suena demasiado mal!

Marta: No te imaginas las ganas que tengo de insultarte...

AMOCULLE: Sí, pero te las tragarás, igual que te tragarás otras cosas...

Marta: ¡Y una leche!

AMOCULLEN: A eso me refería, reina, a eso me refería...


AMOCULLEN... AMOCULLEN... AMOCULLEN... ¡Bufff! ¿Sonrío? ¿De verdad ahora sonrío? Sí, creo que de repente sonrío cuando, junto al recuerdo de AMOCULLEN, a mi cabeza le da por pensar en los lugares que he tenido que visitar, entender y descubrir, antes de encontrarme con ÉL por la red. No, no ha sido fácil llegar hasta este tren, sobre todo si me da por pensar que los últimos treinta días de mi vida han dado lugar a un mes, ¿cómo llamarlo?, ¿mes lunático? ¿Mes de lunas? ¿Mes metafóricamente lunar?

Eso es: ¡Metafóricamente lunar! Porque si me da por comparar las distintas fases del satélite con los acontecimientos que han aterrizado en mi vida en este tiempo, me parece que he vivido en mi propia piel las inercias, el influjo, los cambios y las hermosas cuatro caras, unas veces ocultas y otras no tan escondidas, de la luna...

Capítulo 2: CHAT

 
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