LOS HERMANOS MACMASEN (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 27/08/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 390
Visitas: 103342
Capítulos: 57

"FANFIC TERMINADO"

 

Tres hermanos, tres guerreros, unidos no solo por sangre sino  por una fuerza más poderosa, por culpa de una malvada hechicera, Durante trescientos años, han permanecidos alejados del mundo, ocultando al vengativo dios que llevan prisionero en sus almas, pero muy pronto las cosas cambiaran, una épica guerra entre el bien y el mal se avecina, Edward, Emmett y Jasper deberán luchar no solo contra el mal que los ha asechado toda su vida, sino también contra el amor y la pasión que se encontraran en el camino

Todo el poder, la pasión y la magia de los legendarios guerreros de Escocia atados al juramento de luchar por la victoria en la batalla y en el amor.

 

 

adaptacion de los personajes de crepusculo con el libro "Serie Highlander la espada negra de Donna Grant"

 

 

 

 

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Capítulo 14: TRECE

Edward apretó su mano en un puño y golpeó el muro de piedra del patio interior. Las piedras se rompieron y cayeron. La mano le dolió, pero solo un momento, hasta que empezó a curarse. Miró las piedras que habían caído a sus pies y suspiró.

Su madre habría negado con la cabeza por dejar que su temperamento se apoderara de él. Había controlado sus emociones durante demasiados años. En su clan, su control había sido legendario. Y ahora una chica delgada lo había hecho todo pedazos.

Edward no había pedido una mujer, no había querido una mujer.

Mentiroso, pensó.

Puso las manos sobre los muros y dejó que la cabeza le cayera entre los hombros. Sí, había querido una mujer, pero nunca pidió sentir tal hambre por una como lo hacía por Isabella. Su cuerpo ansiaba el placer que había en el cuerpo deseoso de una mujer. Anhelaba coger a una mujer entre sus brazos y entrar en su húmedo calor.

Con Isabella sentía mucho más que el deseo físico. Y con esos sentimien­tos más complejos llegaba la esperanza. Edward sabía demasiado bien que no había esperanza para él, ni salvación para sus hermanos. Estaban destinados a vivir como lo hacían, aislados y solos, observando el mundo desde el castillo.

¿Y cuando no podáis esconderos más en el castillo? ¿Entonces qué?

El no tenía respuestas, nunca las había tenido. Volver a casa había sido lo que había mantenido unidos a los hermanos. En realidad, Edward no había querido vivir en el castillo. Había demasiados recuerdos, demasia­da ira y resentimiento en las piedras para poder encontrar la paz. Pero había calmado mucho a Jasper. En cuanto a eso, había valido la pena.

De alguna manera, de algún modo, si conseguían volver a escapar de Tanya, tendrían que salir al mundo y encontrar otro hogar. No podían esconderse más. Habían cambiado muchas cosas. Eran highlanders, pero ya no encajaban en las Highlands.

Isabella te puede enseñar.

Edward cerró con fuerza los ojos. Isabella nunca estaba lejos de sus pensamientos. Pensaba en ella constantemente. Fue ese mero pensa­miento en ella mientras él y Jasper volvían de la aldea lo que había hecho que Edward la buscara. Cuando la había encontrado a ella y a Emmett en una de las torres medio derrumbadas y se había roto la tabla bajo los pies de Isabella, Edward había vivido un momento de auténtico pánico. El tiempo se había ralentizado mientras ella gritaba y caía. Él estaba en la puerta, a unas veinte zancadas de ella, pero había saltado y le había cogido el brazo.

Había querido zarandearla, y pegarle una paliza a Emmett por dejar que cayera. Edward no podía dejar sola a Isabella sin que se metiera en algún problema.

Emmett, sin embargo, volvió a demostrar que dejaría que alguien muriese antes que liberar su dios.

A pesar de la ira de Edward, no podía culpar a Emmett. Él ya tenía sus propios problemas, igual que todos. Quizá algún día Emmett pudiera enfrentarse a ellos.

Edward se apartó del muro y caminó hacia la herrería. La última vez que la había utilizado fue hacía más o menos una década, cuando le había hecho una espada nueva a Emmett. Como Edward necesitaba hacer algo para ocupar su mente y su cuerpo, encendió el fuego de la fragua y cogió un hierro. Isabella necesitaba una daga.

 

 

Isabella se reprochó haber dejado el castillo sin comida ni agua. Conocía suficientemente bien la zona para saber que cerca había un arroyo, pero eso significaba que tendría que seguirlo, en vez de andar campo a través.

No tenía ni idea de adónde iba, solo que quería poner la máxima distancia posible entre ella y los MacMasen.

Ni comida, ni agua, ni armas. ¿Y refugio para la noche?

Envolvió su cuerpo con sus brazos. En su prisa por huir, había actuado precipitadamente y no se había preparado para el viaje. No había pensado en la noche y en que estaría sola en la oscuridad. Sin Edward a su lado, ¿volverían a acecharla los demonios? La primera cosa en que pensó fue en una hoguera, pero eso atraería una atención que no deseaba. Isabella se había alejado del mar hacía como una hora. El paisaje era ondulado, por todas partes surgían rocas, pero no le proporcionaban un sitio donde esconderse. A unas dos leguas había un bosque al que de vez en cuando iban a cazar muchos de los hombres de la aldea. Ese sería su primer destino.

Ella se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que los hermanos se dieran cuenta de que se había ido. ¿Iría Edward a buscarla? Su corazón se aceleró con aquella posibilidad, pero en realidad ella sabía que la respues­ta era no. No dejarían el castillo. Sobre todo no por alguien que les había echado encima a Tanya.

Isabella estaba ansiosa por conocer a aquella mujer. Edward dijo que era preciosa e Isabella la odiaba por ello. Los celos que ardieron dentro de Isabella no tenían ningún sentido, principalmente porque ella sabía cuánto odiaba Edward a Tanya. Pero, sin embargo, la envidia persistía.

—Idiota, idiota, idiota —masculló Isabella para sí misma.

 

 

Edward estaba empapado en sudor a causa del esfuerzo de golpear el acero y del calor de la fragua. La forma de la daga estaba quedando muy bien. Levantó el hierro con las tenazas y lo inspeccionó. Había curvado la hoja, dándole un punto despiadado al final del arma. El peso estaba bien, era lo suficientemente ligera para que la empuñara Isabella.

Dejó las tenazas y cogió la túnica que se había quitado horas antes. Se limpió el sudor de la Isabella con la túnica y apagó la fragua. Cuando salió de la herrería era ya más de mediodía, lo que explicaba el hambre que tenía.

Edward caminó por el patio interior hasta la cocina y por el desgastado camino que lo llevaría hasta el mar. Se sorprendió al ver abierta la puerta que salía del muro del castillo, pero no le dio más vueltas, ya que Jasper bajaba muchas veces al mar.

Mientras Edward descendía por el camino, le vino un recuerdo de él huyendo del castillo con su padre antes de que la madre de Edward los cogiera. Aquel día el cielo tenía un color azul brillante, y de vez en cuando lo atravesaban algunas nubes blancas y esponjosas. Él y su padre habían pasado la tarde pescando y echados en la arena. Había sido un día glorioso.

Cuando el pie de Edward tocó la arena se detuvo y observó la piedra en la que su padre se colocaba cuando lanzaba la red al mar. Entonces parecía un gigante, alto e imponente.

Sacudiendo la cabeza, Edward apartó aquellos recuerdos y se quitó las botas y los pantalones antes de meterse corriendo en el mar. El agua fría era estupenda para su carne caliente, que había estado demasiado tiempo delante de la fragua. Sus músculos también se relajaron y volvió a recuperar el control. Ahora sería capaz de ver a Isabella y mantener controlado su deseo.

Cuando se hubo refrescado, subió a una de las rocas. Se acostó, su piel tocaba la cálida roca. Un hilo de humo subía hacia el cielo desde la aldea donde los MacBlack habían quemado los cuerpos de su clan. Edward se puso un brazo encima de los ojos para protegerse del fuerte sol. No podía quedarse mucho, pero aprovecharía todo el tiempo que tenía para sí mismo.

Pasada media hora, se levantó y se puso la ropa. Cuando entró en el castillo vio que Jasper había matado al ciervo y estaba asando carne en uno de los hornos. La boca de Edward se hizo agua mientras su estómago rugía.

Cogió una galleta de avena y entró en el gran salón, donde, como era previsible, Emmett estaba echado en el banco, con su botella de vino en la mano.

—¿Dónde has estado?  —le preguntó Emmett con los ojos entreabiertos.

Edward se sentó en el otro banco.

—Trabajando.

—¿En qué?

—Isabella necesitaba una daga que le cupiese en la mano.

Emmett se irguió sobre los codos y miró a Edward por encima de la mesa.

—¿De verdad?

—Sí.

Al cabo de un momento Emmett se sentó y descansó los brazos sobre la mesa.

—¿Sigues enfadado conmigo ?

Edward sabía que se refería a la caída de Isabella.

—No. Habías subido a por ella. Tiene que saber que la mayor parte del castillo no es seguro. Un paso en falso y podría morir.

—Intenté decírselo.

Le dio unos golpecitos a Emmett en el hombro.

—Aprenderá.

Jasper entró en el salón desde el patio interior y cerró la puerta de una patada.

—Supongo que estáis hablando de Isabella.

—No tienes que pronunciar su nombre como si se te agriara el estómago —dijo Edward.

Jasper retorció los labios en una sonrisa irónica.

—No lo hago. Me ayudó a limpiar el ciervo. Dijo que necesitaba hacer algo.

—Eso es bueno. ¿Dónde está ahora?

—No lo sé —dijo Jasper—. La última vez que la vi iba a bajar al mar a lavarse la sangre de las manos.

Edward frunció el ceño.

—Acabo de estar en la playa y no estaba.

—Eso fue hace horas.

—Entonces, ¿dónde está?

—Tranquilo, Edward —dijo Emmett—. Seguro que estará por aquí. No tiene adonde ir.

Edward respiró hondo para calmar los pinchazos de miedo que lo atravesaban. Entonces vio que Jasper estaba pensando en algo.

—¿Qué ocurre?

La mirada de Jasper se encontró con la suya.

—No le di importancia, creí que estaba hablando como lo hacen muchas mujeres.

—Jasper —bramó Emmett.

—Dijo que necesitaba irse. Que todo el mundo que estaba a su alrededor moría, y que no quería que nosotros corriéramos la misma suerte —dijo Jasper—. Yo le contesté que era una estupidez porque somos inmortales.

Edward se agarró a la mesa hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Oyó como la madera empezaba a astillarse, pero no le importaba.

—¿Qué dijo después de eso?

—Nada. Bajó a la playa.

Edward se apartó de la mesa de un salto y se fue corriendo por las escaleras hasta el dormitorio de Isabella. Cuando no la encontró allí, empezó a gritar su nombre.

Un momento después Jasper y Emmett también la llamaban. Quince minutos después no la habían encontrado y Edward supo que se había ido. Se reunió con sus hermanos en el gran salón.

—Me voy a buscarla —dijo Edward.

Jasper negó con la cabeza.

—Eso no es sensato. Tanya podría atacar esta noche.

—Podría. También podría enviar guerreros. Le prometí a Isabella que la protegería.

—Si se ha ido es porque obviamente no quiere tu protección —dijo Emmett—. Piénsalo.

Edward escuchaba a sus hermanos, pero no pensaba perder tiempo discutiendo.

—Me voy a buscarla. O me ayudáis, con lo que volveré a casa antes, o me lo impedís. Es vuestra elección.

Emmett y Jasper compartieron una mirada antes de que Jasper dijera:

—Está bien. ¿Qué quieres que hagamos?

—Necesito saber hacia dónde ha ido.

Emmett fue a la puerta del castillo.

—No creo que fuera a la aldea, pero iré a mirar.

—Yo iré al acantilado donde la salvaste —dijo Jasper.

El pecho de Edward estaba tenso de la frustración.

—Yo iré a la playa a ver si encuentro algo.

Pero a pesar de lo mucho que buscó Edward, no encontró a Isabella. Estaba volviendo a subir hacia el castillo cuando aparecieron Jasper y Emmett.

—¿Nada? —preguntó Edward.

—Nada —respondieron al unísono.

Isabella no podía haber desaparecido.

—¿Crees que intentó irse nadando? —preguntó Jasper.

Edward miró el mar por encima del hombro y negó con la cabeza.

—No, no lo creo.

Su pie resbaló y se agarró a una roca más grande que sobresalía del suelo. Entonces fue cuando vio una zona de hierba que había sido pisada.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó Jasper.

Edward se encogió de hombros y apartó la hierba alta. En sus labios se formó una sonrisa cuando vio más hierba pisoteada.

—Este camino hace mucho tiempo que no se usa —dijo Emmett—. Lo usábamos para ir a buscar huevos de pájaro.

—También es el camino que tomó Isabella —dijo Edward. Miró a sus hermanos—. Esta noche habremos vuelto.

—Si ella quiere volver.

Edward miró a Emmett.

—No lo ha pensado con claridad. Cuando hable con ella, volverá.

Jasper cruzó los brazos sobre su pecho.

—No es una niña, Edward. Es una mujer adulta.

—Que nos necesita. No sabemos qué planes tiene Tanya para ella.

—Entonces, ¿quieres mantenerla encerrada como Tanya nos mantu­vo a nosotros? —preguntó Emmett—. Piensa, Edward. No puedes hacerla volver.

Edward odiaba que tuvieran razón. Quería a Isabella a su lado, aunque tenerla cerca fuera la tortura más cruel imaginable.

—Está bien. Solo quiero encontrarla y asegurarme de que está bien. Si no quiere volver, no la obligaré.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Jasper.

—No, quédate aquí por si nos atacan.

Edward se dio la vuelta y empezó a bajar el sendero andando. Sentía un ansia enorme de correr, de que el suelo cayera bajo sus pies, y de encontrar a Isabella. Tan enorme que no quería que sus hermanos lo vieran.

Pero una vez hubo perdido de vista el castillo, empezó a correr. Con el corazón retumbando en el pecho y la mente recorriendo todas las posibilidades, se exprimió al máximo.

De vez en cuando paraba y buscaba el rastro de Isabella. En cuanto vio que se alejaba de la costa, Edward supo que se dirigía al bosque.

Ahora ya nada impediría que la encontrara.

 

Isabella se detuvo a descansar contra uno de los altos pinos del bosque. Miró hacia atrás, escudriñando entre los árboles. Durante casi dos horas había tenido la sospecha de que alguien la observaba. Y la seguía.

A cada paso intentó dejar atrás el miedo que no dejaba de aumentar, pero fue incapaz. Los wyrran de Tanya podrían estar siguiéndola. El corazón le daba golpes en el pecho, latiendo el doble cuando veía algo moverse entre los árboles.

El impulso de correr era fuerte, pero Edward le había dicho que se mantuviese firme para saber contra qué luchaba. Si había alguna opor­tunidad de ganar, tenía que llevar ventaja.

¿Ventaja cómo, tonta? No tienes armas.

Isabella aún no podía creer que se hubiese ido sin nada. Echó un fugaz vistazo alrededor de sus pies y vio un palo lo bastante largo y grueso como para usarlo como arma.

Se sacó el frasco de su madre de debajo del vestido y lo agarró entre los dedos. Su boca dejaba escapar algunas oraciones, pero nada podía aliviar el pánico que había en ella. Intentó recordar todo lo que Edward le había enseñado, pero una tarde de entrenamiento no la había convertido en una guerrera.

Una ramita chasqueó a su derecha e hizo que volviera bruscamente la cabeza, levantando el palo con ambas manos. Pero no había nada. Sabía que su imaginación le estaba jugando malas pasadas y que estaba viendo monstruos donde no los había.

Dio un grito ahogado al darse la vuelta y ver a un hombre de pie detrás de ella. Tenía el pelo moreno recogido en una coleta baja. La camiseta color azafrán dentro de su falda escocesa verde oscuro, azul y negra estaba gastada, pero limpia. No reconocía el estampado del tartán, lo que significaba que no era de un clan vecino.

—¿Te has perdido? —Ella se sorprendió de su voz profunda y sono­ra—. Puedo ayudarte —continuó—. Es fácil perderse en el bosque.

Ella se humedeció los labios.

—Has estado siguiéndome.

—Sí—contestó él, asintiendo ligeramente y mirándola pacientemen­te con sus ojos azules—. Te vi entrar en el bosque como si estuvieses huyendo de algo.

—¿A qué clan perteneces?

Su mirada se apartó de la de ella por un instante.

—A los Shaw.

No había Shaw en ningún sitio cerca de allí. No sabía si había sido desterrado o había dejado el clan por sí mismo, y no estaba segura de querer saberlo.

—Estaré bien, gracias por ofrecerte.

—No parece que vayas a estar bien. Hay muchas criaturas salvajes en el bosque, y ese palo que llevas no te ayudará a mantenerlas a raya.

Le sería más fácil enfrentarse a un jabalí que a uno de los guerreros.

Él levantó las manos.

—No tengo armas y no te haré daño. Solo quiero sacarte del bosque sana y salva.

Ella miró hacia el cielo. Pronto oscurecería. Y la noche traería consigo todo tipo de cosas a las que no estaba preparada para enfrentarse. No sin Edward.

—¿Hay algún sitio en donde pueda pasar la noche?

—Hay una cabaña —dijo él despacio, con los ojos entrecerrados como si no estuviera seguro de lo que debía decir—. Puedo llevarte hasta ella.

Isabella dejó caer hacia atrás la cabeza, contra el árbol. No sabía qué hacer. La hermana Abigail siempre le había dicho que era demasiado confiada. El extraño, Shaw, no parecía querer hacerle ningún daño, pero eso no significaba nada.

—No confías en mí.

No era una pregunta.

Isabella sacudió la cabeza.

—Haces bien en no confiar —dijo Shaw—. Hay demasiadas cosas con las que hay que ser cauteloso.

Su forma de decirlo hizo que ella le mirase de nuevo. En su mirada azulada vio dolor y desánimo y... algo más que le resultaba casi familiar.

—¿Qué hay en el bosque? —preguntó ella. Tenía que saberlo.

Él dirigió la mirada hacia los árboles por encima de su hombro.

—Nada que dé demasiado miedo.

Isabella pensó en Edward y en lo mucho que deseaba que estuviera a su lado. Sentía el alma fría y solo el calor de Edward podría darle calor. Las únicas cosas terroríficas que ella conocía eran los wyrran y los guerreros. Mientras no estuviesen en el bosque, podría apañárselas.

—¿De qué huyes? —preguntó Shaw.

Ella se encogió de hombros.

—De mí misma.

—Ah —dijo él, y asintió—, ya entiendo.

Se oyó un fuerte rugido a su izquierda. Isabella giró la cabeza y vio algo oscuro moviéndose entre los árboles a toda velocidad. Atisbo garras y dientes entre lo que parecían sombras.

¡No!

Se giró hacia donde estaba Shaw y vio que el hombre había desapare­cido y en su lugar había un guerrero. Este se enfrentó a la amenaza avanzando entre los árboles, con los labios retraídos dejando a la vista sus colmillos. Isabella no podía apartar los ojos de su piel, que se había vuelto de un verde oscuro que le permitía camuflarse fácilmente en el bosque.

Los hermanos se habían preguntado cómo encontrar a otros guerreros y ella había descubierto a uno por casualidad. ¿Era amigo o enemigo? Y lo más importante, ¿podría vencer a lo que fuese que les quisiera atacar?

La idea apenas se había perdido en su pensamiento cuando Shaw cayó al suelo hacia atrás, dando vueltas una y otra vez con la fuerza de otro guerrero sobre él. Isabella se dio la vuelta para huir cuando vio algo dorado relucir en la piel negra del cuello del atacante.

Edward.

Éste se sentó a horcajadas sobre Shaw y alzó la mano. Ella hizo una mueca de dolor cuando las garras rajaron el pecho de Shaw. El otro guerrero aulló de dolor y golpeó a Edward en la espalda, haciéndole caer sobre la cabeza de Shaw.

Ambos se pusieron de pie de un salto, formando un círculo. Alrededor de Edward vio que la oscuridad le seguía, como si esperase una señal suya.

Dijo que controlaba las sombras y la oscuridad.

Isabella no podía dejar que aquello continuase.

—¡Edward! ¡Para! Me estaba ayudando—gritó.

Edward se detuvo a mirarla.

—¿Estás herida?

—No.

—¿Edward? —dijo Shaw—. ¿Edward MacMasen?

La mirada de Isabella se dirigió rápidamente hacia Shaw, que miraba fijamente a Edward.

—¿Quién lo pregunta? —preguntó Edward.

Shaw bajó los brazos. En un abrir y cerrar de ojos su piel volvió a la normalidad y todo rastro de guerrero desapareció.

—Soy Jacob Shaw. Tanya liberó a mi dios poco después de encon­trarte a ti y a tus hermanos.

Isabella avanzó un paso hacia ellos, pero Edward levantó una mano para detenerla. Se mantuvo en su forma de guerrero, con la piel negra brillante por la débil luz del sol que se filtraba entre los árboles. Estaba fascinada por el cambio en él y por lo fácil que llevaba la doble responsabilidad.

—Todos los guerreros que me he encontrado han intentado llevarme de nuevo con Tanya —dijo Edward.

Jacob sacudió la cabeza.

—Lo que oímos acerca de que tú y tus hermanos escapasteis de Tanya es lo que nos dio a muchos el valor que necesitábamos para liberarnos. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando ella creía que el miedo nos haría permanecer en la montaña. Ahora tiene unas mazmorras diferentes, de las cuales nadie vuelve.

—Podrías estar mintiendo.

—Podría —admitió Jacob—, pero no es así. Todos los guerreros conocen a los MacMasen. Tú y tus hermanos sois leyenda, Edward. Os he estado buscando durante más de un siglo.

Edward se puso tenso.

—¿Quieres ser tú el que intente devolverme a Tanya?

Jacob suspiró.

—¿Has oído algo de lo que he dicho? Tus hermanos y tú no sois los únicos que lucháis contra Tanya y su plan de dominación. Tenemos que unirnos.

—Sí—dijo Isabella—. Estoy de acuerdo.

Edward la ignoró, atravesando a Jacob con la mirada.

Finalmente Jacob suspiró.

—Piensa en ello, MacMasen. Tanya os encontrará algún día.

—Ya lo ha hecho —dijo Edward.

El cuerpo de Jacob se sacudió como si hubiese sido atravesado por una flecha.

—¿Ya habéis luchado contra ella?

—Aún no. Envió a sus wyrran y a algunos guerreros a buscar... otra cosa. Pero me encontraron a mí.

Isabella se preguntó por qué no le había dicho a Jacob que Tanya la quería a ella.

Los ojos de Jacob brillaron con expectación.

—Matasteis a los guerreros.

—Había dos. Uno de ellos se fue.

—Así que Tanya irá a por vosotros.

Edward se encogió de hombros.

—Probablemente.

—Yo puedo ayudar —dijo Jacob—. Necesitaréis a todos los guerreros que podáis tener.

—Mis hermanos y yo no hemos sobrevivido tanto tiempo por confiar en la gente. La respuesta es no.

Jacob la miró a ella.

—Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme.

Dicho esto, desapareció en el bosque. Isabella dejó caer el palo y suspiró. Entonces Edward se dirigió hacia ella.

—Huiste —dijo, con la mandíbula apretada por la rabia. Las sombras se acercaron a él.

Isabella asintió. Le había hecho daño marchándose. Podía verlo en sus ojos.

—Lo hice, Edward, pero solo para protegerte.

Él frunció el ceño.

—¿No huiste porque me tienes miedo?

—No. —Se acercó a él y puso las manos sobre su pecho; el calor la envolvió—. Huí porque todo el mundo muere a mi alrededor. No quiero que mueras.

—Mírame, Isabella.

—Lo estoy haciendo.

—¡No! —gritó él—. Mírame, mira lo que soy.

Ella sonrió y acarició sus labios con los dedos, rozando con el pulgar uno de sus colmillos.

—Te miro, Edward. Veo al dios que te da la inmortalidad y una fuerza que va más allá de mi comprensión. También veo al hombre que me ha salvado tantas veces y que continúa protegiéndome a pesar de todo. Veo al hombre que me desea, pero que niega ese deseo por lo que es.

—Isabella.

Ella ignoró su advertencia y dejó que sus manos le recorriesen el pecho. Deseó que no llevase túnica para poder sentir la piel bajo sus dedos.

—Has venido a por mí.

—Juré que te mantendría a salvo. Tan solo me pregunto quién te mantendrá a salvo de mí.

—No quiero mantenerme a salvo de ti —susurró ella.

Él le agarró los brazos con las manos y la apoyó contra el árbol. Ella suspiró con anticipación cuando su cuerpo se golpeó violentamente contra el de él.

—Vete, Isabella. Por favor.

—No puedo —murmuró—. Deseo esto, Edward. Lo he deseado desde el primer momento en que vi tus ojos.

Él cerró los ojos.

—No sabes lo que estás diciendo.

—Sí que lo sé —replicó ella.

Le excitaba que se mantuviese en su forma de guerrero. Era peligroso e impredecible. Y era suyo.

Ella se puso de puntillas y juntó sus labios con los de él. Él gimió e inclinó su boca sobre la de ella, deslizando la lengua entre sus labios para invadir su boca de un malvado placer. Cuando la lengua de ella tocó sus colmillos, él agarró sus caderas con las manos.

—Dios mío, Isabella, eso que haces... —murmuró junto a su cuello mientras le daba cálidos y húmedos besos.

Ella sonrió y abrió los ojos lo suficiente como para ver que él había vuelto a la normalidad. Él levantó la cabeza y la miró fijamente con sus ojos verde mar.

—¿Estás segura? Esta vez no creo que pueda parar.

Ella deslizó las manos bajo su túnica para tocar su torso musculado y sintió que su estómago se retorcía de placer.

—Nunca he querido que parases.

No hubo más palabras y él reclamó su boca. Sus labios eran suaves, tersos y firmes, y sabían a gloria. Era lo que ella necesitaba, su delicioso y seductor sabor. Pero ella quería más. Quería entender la sensación que se desarrollaba más abajo de su ombligo y hacía que su sexo vibrase cuando Edward la tocaba.

Tiró hacia arriba de la túnica para dejar más a la vista su cuerpo escultural. Él interrumpió el beso lo suficiente como para quitarse la túnica por la cabeza y tirarla a un lado. Luego, su boca volvió con la de ella de nuevo, aumentando aún más la pasión de ella y prometiendo un placer infinito.

Edward la sostenía como si tuviese miedo de que pudiese huir. Ella sonrió por dentro. No huiría a ninguna parte y él tampoco lo haría. Quería saber adónde les conduciría su deseo.

Edward agarró firmemente a Isabella y la apretó contra él. Ella le acarició el pecho, los hombros y el cuello, al mismo tiempo que lo besaba con un desenfreno que aumentaba su deseo.

Había luchado contra esa ansia que sentía por ella y había perdido. La tenía en sus brazos e iba a saborear cada minuto que pasara con ella. Sus suaves gemidos hacían que su corazón palpitase más deprisa.

—Quiero sentirte —dijo él.

Ella asintió con una sonrisa. Él dio un paso atrás y la ayudó a desvestirse. Se arrodilló ante ella y le levantó uno de sus pequeños pies para quitarle el zapato y después desenrollar lentamente sus gruesas medias de lana a lo largo de su pierna. Tocaba su piel con los dedos, maravillado por su suave tacto.

Miró hacia arriba mientras empezaba a repetir el proceso con la otra pierna y vio que ella se agarraba al árbol con las manos, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. El pulso de ella latía rápidamente en su cuello, haciéndole saber que disfrutaba con el tacto.

Edward besó la punta de su pie y lo dejó en el suelo. Se estiró y se quitó las botas, pero cuando iba a quitarse los pantalones, ella le detuvo con las manos.

—Quiero hacerlo yo —dijo.

Él miró sus ojos oscuros y vio un deseo igual al suyo. Asintió y sus testículos se tensaron por la excitación. Ella le desabrochó los pantalones y tiró de ellos hacia abajo. Su pene se destapó de un salto, duro y expectante.

Ella inspiró aire suavemente antes de rodearlo con los dedos. Edward echó la cabeza hacia atrás y apretó los puños. Su forma de tocarle era suave y sensual, inocente y erótica. Movía la mano arriba y abajo, aprendiéndose el tacto que tenía.

—Estás muy duro y caliente, pero muy suave.

Él pensó que se moría. Había esperado demasiado. No habría forma de hacer que ella llegara al clímax sin que él eyaculara, al menos no si ella seguía tocándole.

—Ya no más —susurró, mirándola—. Me toca a mí.

Extendió en el suelo su túnica y la falda de ella, y le tendió la mano. Isabella no dudó en aceptarla y dejar que él la tumbase en el suelo.

Recorrió su cuerpo con la mirada, y vio la perfección en cada detalle, desde sus redondos pechos de oscuros pezones, hasta su cintura estrecha y sus caderas más anchas, o sus esbeltas piernas.

Ella estiró los brazos hacia él, envolviéndole el cuello. La sonrisa que había en sus labios era pura seducción. Si a él se le ocurría intentar detener lo que había entre ellos, sabía que ella no se lo permitiría. El hecho de que ella lo hubiese visto, de que hubiese conocido de verdad el monstruo que era y de que aún le desease, lo aturdía.

—No me hagas esperar —susurró ella—. He soñado con esto desde que nos besamos por primera vez. Enséñame lo que es la pasión, Edward. Enséñame la promesa de placer que veo en tus ojos.

Edward estaba abrumado por aquellas palabras. Acarició su Isabella y la besó, poniendo suavemente sus labios sobre los de ella. Quería hacerlo lentamente, ya que para ella era la primera vez. Pero Isabella no. Se humedecía los labios y gemía. Entonces no pudo más. Le daría todo lo que ella quería, sin importar lo que costase.

Se perdió en sus besos, devorando su sabor y su fragancia. Con las manos recorría su cuerpo, aprendiéndose sus curvas y las zonas sensibles de su piel. Al tener su miembro entre las piernas de ella, sentía su calor y su humedad. Quería introducirse dentro de ella, pero no estaba preparada. Aún no.

Rodeó sus pechos con las manos y los masajeó mientras sus pulgares se movían arriba y abajo sobre los pezones. Ella clavó las uñas en su espalda cuando la pequeña protuberancia se puso dura. Él se inclinó y cerró los labios sobre el pezón. Excitó la punta con los dientes, mordiéndola con delicadeza antes de lamerla y chuparla profundamente con la boca.

Sus pechos eran dulces sorbos, sus caderas se elevaban con las de él, buscando el final que ella aún no entendía. Edward cambió al otro pecho y repitió el ritual. Ella se retorció bajo su cuerpo y murmuró su nombre.

Edward ya estaba en su punto álgido. Tenía que estar dentro de ella. Deslizó la mano entre sus cuerpos hasta que sus dedos encontraron sus rizos oscuros. Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando notó lo húmeda que estaba.

Ella gimió cuando acarició su sexo con los dedos, tocando una parte de ella que nadie había tocado antes. Ni ella lo había imaginado.

—Edward —susurró.

Él deslizó un dedo dentro de ella. Vaya, estaba tensa. Apretó la mandíbula para contener su deseo mientras la preparaba. Con el dedo entraba y salía y sus caderas se sacudían contra él. Otro dedo siguió al primero. Ella gimió y arqueó la espalda. Sus duros pezones reflejaban la luz vespertina, rogándole que los tomara de nuevo.

Incapaz de resistirse, chupó la tensa punta y puso un tercer dedo dentro de ella. Ella gritó, aumentando el ritmo de sus caderas.

El pene se arqueó, demasiada necesidad. Quitó la mano. Los ojos de Isabella se abrieron y se encontraron con los de él. La excitación destelló en lo más profundo de ella cuando el extremo de su pene rozó su sensible sexo. Él empujó dentro de ella y cerró los ojos ante tan exquisito placer.

Sacó el pene y luego lo introdujo más adentro, en el calor. Cuando encontró su barrera, se retiró hasta que solo la punta estuvo dentro de ella. Con una embestida, rasgó su himen.

El cuerpo de ella se tensó y se sacudió. Edward se quedó quieto para darle tiempo a que su cuerpo se volviera a ajustar a él.

—¿Ha acabado?

Él tuvo deseos de reír ante su tono enojado. La miró a los ojos y le dio un beso.

—En absoluto.

—Bien.

La necesidad de moverse, de hundirse en ella dura y profundamente, le abrumaba. Se controló y empezó a moverse con sacudidas cortas y lentas. Ella no tardó en relajarse y empezó a gemir suavemente en su oído.

—Pon las piernas alrededor de mi cintura —dijo él.

En cuanto lo hizo, él se hundió más profundamente. No pudo contener un gemido al sentir que ella tenía todo su pene dentro. Su ritmo se aceleró, las embestidas se volvieron más profundas y duras cada vez que ella elevaba las caderas hacia él.

El placer era enorme, demasiado intenso. Sabía que estaba a punto de llegar al orgasmo, pero se negó a llegar hasta el final antes que Isabella. Apoyó todo su peso sobre una mano y deslizó la otra entre ellos hasta que alcanzó el clítoris con el dedo. Ella gritó y le clavó las uñas en la espalda mientras él la acariciaba.

Mantuvo un ritmo regular, atento a la expresión de su rostro al tiempo que su cuerpo se tensaba. Un instante después, ella gritó mientras alcanzaba el punto álgido. Edward era incapaz de contener su clímax por más tiempo. Con el cuerpo de ella rodeando el suyo, se introdujo en ella y dejo que lo ordeñase hasta dejarle seco.

Durante un buen rato se quedaron en esa posición. Su respiración se entremezclaba, sus corazones latían con fuerza. Él abrió los párpados y vio que ella lo miraba con los ojos brillantes.

—Ha sido... —Sus palabras se apagaron mientras se encogía de hombros.

Él sabía lo que quería decir. Sobraban las palabras para explicar lo que había pasado, las sensaciones que los habían inundado. Entonces una, que definía perfectamente el momento, cruzó su cabeza.

—Ha sido perfecto.

Una leve sonrisa apareció en los labios de ella.

—Sí, definitivamente ha sido perfecto.

Él puso su frente contra la de ella.

—¿Volverás conmigo al castillo?

—Iré a cualquier sitio contigo, Edward, incluso a las llamas del infierno.

—Esperemos no llegar a eso —dijo besándole la nariz.

Rodó sobre su espalda y la empujó contra él. Miró las cimas de los árboles y el cielo rosa y anaranjado de la puesta de sol.

Con el cuerpo saciado, pensó en cuando había encontrado a Isabella con Jacob. La necesidad de matar nunca había sido tan fuerte. Jacob no estaba hiriendo a Isabella, pero había estado cerca de ella. Para Edward era suficiente.

Lo que aún no entendía era por qué ella lo deseaba. Edward había permanecido en su forma de guerrero, por lo que ella pudo ver lo que era, pudo ver su rabia y el peligro que le rodeaba. En vez de alejarla, parecía que la excitaba. Debería estar preocupado, pero le gustaba más de lo que quería admitir.

—¿En qué piensas? —preguntó ella adormecida.

—En ti.

Ella rió.

—Espero que sea algo bueno.

—Ojalá no hubieses huido, Isabella.

Con un suspiro se incorporó sobre el codo y la miró.

—Hice lo que pensaba que era lo mejor.

—Sabías que huir te convertiría en una presa fácil para Tanya.

—Lo sabía.

—Pero huiste de todos modos.

—Tú mismo me dijiste que Tanya no dejaría de perseguirme. Me imaginé que, si dejaba que me cogiese, tú y tus hermanos tendríais una oportunidad de libraros de ella.

Él le cogió la Isabella entre las manos.

—Eres la mujer más valiente que conozco.

—No —dijo con un ligero movimiento de cabeza—. Solo una que se muere de hambre.

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POR FINNNNNNNNNNNN!!!!! HASTA QUE SE DESIDIERON JAJAJA AUNQUE HACERLO EN EL BOSQUE NO SEA DE LO MAS ROMATICO PARA LA PRIMERA VEZ, ESTUVO HERMOSO NO CREEN JAJAJA, OK AHORA BLACK, ¿ES BUENO O MALO? EDWARD HACE BIEN EN DESCONFIAR, UUUUUUUUUUUY ¿QUE PASARA?

BUENO CHICAS LAS VEO MAÑANA BESITOS.

Capítulo 13: DOCE Capítulo 15: CATORCE

 
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