Una noche deseada (1)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/02/2018
Fecha Actualización: 27/04/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 12
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Capítulos: 26

Isabella lo siente nada más entra en la cafetería. Es absolutamente imponente, con una mirada azul tan penetrante que casi se distrae al tomar nota de su pedido. Cuando se marcha, cree que no lo volverá a ver jamás, hasta que descubre la nota que le ha dejado en la servilleta, firmada  «E».

 

Todo lo que él quiere es una noche para adorarla. Sin resentimientos, sin compromiso, sólo placer sin límites. Isabella y Edward. Edward e Isabella. Opuestos como el día y la noche, y aun así tan necesarios el uno para el otro. Él es distante, desagradable y misterioso: sabe siempre lo que quiere y la quiere a ella. Ella es dulce y atenta, una mujer joven de hoy en día que se hace a sí misma y debe encontrar las respuestas a los interrogantes de la vida y de las relaciones a medida que los vive. Quiere ser feliz y amada, pero cuando Edward entra en su vida se da cuenta que ha perdido el control sobre sí misma y sucumbe a la pasión desenfrenada que nace entre ellos dos. ¿Debe escuchar a su corazón o a la razón?

 

“¿Crees que van a saltar chispas?”

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer. La historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada. 

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Capítulo 7: Capítulo 6

—Te espero aquí. —Detiene el coche en la puerta de mi casa y se saca el teléfono del bolsillo—. Tengo que hacer unas llamadas.

¿Va a esperar? ¿Va a esperar fuera de mi casa? No, no puede hacer eso. Joder, seguro que mi abuela lo ha olido ya. Miro hacia la ventana de la parte delantera de la casa para ver si se mueven las cortinas.

—Cogeré un taxi hasta tu casa —sugiero mientras hago una lista mental de las cosas que tengo que hacer cuando entre: ducharme, pasarme la maquinilla de afeitar… por todas partes, ponerme crema, tomarme una copa, maquillarme…, contarle una trola monumental a mi abuela.

—No. —Rechaza mi oferta sin mirarme siquiera—. Te espero. Coge tus cosas.

Hago una mueca de fastidio, salgo del coche y recorro de forma lenta y precavida el camino hasta mi casa, como si mi abuela fuera a oírme si ando más deprisa. Introduzco la llave en la cerradura poco a poco, la hago girar despacio, abro la puerta pausadamente, levanto el pie con cuidado, lista para entrar, y aprieto los dientes al oír que la puerta chirría.

«Mierda».

Mi abuela está a menos de un metro de distancia, cruzada de brazos, golpeteando la moqueta estampada con el pie.

—¿Quién es ese hombre? —pregunta enarcando sus cejas grises—. Y ¿por qué entras a hurtadillas como una vulgar ladrona, eh?

—Es mi jefe —balbuceo rápidamente, y así comienza la mayor mentira de mi vida—. Trabajo esta noche. Me ha traído a casa para que me cambie.

Un halo de decepción recorre su rostro arrugado.

—Ah… —Se vuelve y pierde por completo el interés por el hombre de fuera —. Así, no me preocupo por la cena.

—Muy bien.

Subo la escalera de dos en dos y corro al cuarto de baño. Abro el grifo de la ducha y me desvisto a la velocidad del rayo. Me meto antes de que salga el agua caliente. «¡Mierda!» Me aparto con la carne de gallina y temblando de manera incontrolable. «¡Mierda, mierda, mierda! ¡Caliéntate!» Paso la mano por debajo del agua y deseo con desesperación que se caliente de una vez. «Vamos, vamos».

Después de un rato demasiado largo, ya está lo bastante caliente como para poder soportarlo, y me meto debajo. Me lavo el pelo a toda velocidad, me enjabono entera y me afeito… todo. Atravieso corriendo el descansillo envuelta en la toalla y llego a la seguridad de mi cuarto sin aliento. En circunstancias normales, suelo tardar diez minutos en vestirme, empolvarme un poco la cara y secarme el pelo al aire. Pero ahora quiero estar bien, quiero estar guapa. Y no tengo tiempo suficiente.

«Ropa interior», me recuerdo, y corro hacia mis cajones, abro el primero y compongo una mueca al ver la pila de bragas y sujetadores de algodón. «Tengo que tener algo… ¡algo que no sea de algodón, por Dios!»

Después de cinco minutos de comprobar pieza por pieza, descubro que, en efecto, todas mis prendas son de algodón, y no tengo nada ni de encaje, ni de raso, ni de cuero. Ya lo sabía, pero pensé que tal vez un conjunto sexy podría haberse colado en mi armario por arte de magia para evitarme esta humillación. Me equivocaba, pero como no me queda más remedio, me planto mis bragas blancas de algodón con su aburrido sujetador a juego. Después, me arreglo el pelo, me empolvo un poco la cara y me pellizco las mejillas.

Ahora observo mi mochila y me pregunto qué necesito llevarme. No tengo lencería ni tacones de aguja, ni nada remotamente sexy. ¿En qué estaba pensando? ¿En qué estaba pensando él? Apoyo el trasero en el borde de la cama y hundo la cabeza entre las manos. Mi pesado cabello cae hacia adelante formando una cascada sobre mis rodillas. Debería quedarme aquí y aguardar a que se canse de esperar y se vaya porque, de repente, esto ya no me parece tan buena idea. De hecho, es la peor idea que he tenido en mi vida y, satisfecha de haber llegado a esa conclusión, me escondo bajo las sábanas y me cubro la cabeza con la almohada.

Es rico, está buenísimo, es refinado, es algo distante, ¿y me quiere durante veinticuatro horas? Necesita que le examinen la cabeza. Esos pensamientos invaden mi mente mientras me escondo del mundo, hasta que llego a una conclusión perfectamente sólida: debe de tener un montón de mujeres florero a los pies todos los días (joder, ya vi a una de ellas), y deben de estar todas cubiertas de diamantes, bolsos de diseñadores y zapatos que deben de costar más de lo que yo gano al mes, así que tal vez quiera probar algo un poco distinto, algo como yo: una camarera normal y corriente que sirve cafés horribles y que tira bandejas de champán carísimo al suelo. Hundo la cara todavía más contra la almohada y gruño:

—Idiota, idiota, idiota.

—No, no eres idiota.

Me incorporo al instante y lo veo sentado en el sillón de la esquina de mi cuarto, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y el codo apoyado en el reposabrazos, sujetándose la barbilla con la palma de la mano.

—Pero ¿qué coño…?

Me levanto de la cama de un salto, corro a la puerta de mi habitación, la abro y me asomo para comprobar si mi abuela tiene la oreja pegada a la puerta de madera. No está, pero eso no hace que me sienta mejor. Debe de haberlo dejado entrar.

—¿Cómo has subido hasta aquí?

Cierro la puerta de golpe y me encojo al ver que resuena por toda la casa.

Él no. Permanece impasible, y no parece afectarle lo más mínimo mi nerviosismo.

—Tu abuela debería tomarse la seguridad un poco más en serio. —Se frota el mentón cubierto de una barba incipiente con el dedo índice y repasa mi cuerpo entero con la mirada.

Entonces me doy cuenta de que voy en ropa interior y me cubro el pecho con los brazos de manera instintiva en un vano intento de esconder mis vergüenzas de su mirada lasciva. Estoy horrorizada, y me horrorizo más todavía cuando veo que las comisuras de sus labios se curvan y sus ojos brillan al posarse en los míos.

—Será mejor que pierdas esa timidez, Bella. —Se levanta y se acerca a mí tranquilamente metiéndose las manos en los bolsillos de su pantalón gris. Pega el pecho contra el mío, me mira y no me toca con las manos pero sí con todo lo demás—. Aunque, bien pensado, me resulta bastante atractiva.

Estoy temblando, literalmente, y su intento de infundirme seguridad no lo detiene. Quiero parecer segura, tranquila y despreocupada, pero ni siquiera sé por dónde empezar. Una ropa interior adecuada sería un buen comienzo.

Se agacha, desciende hasta mi línea de visión y me aparta el pelo de los hombros sosteniéndolo para que no me caiga sobre el rostro. Me levanta la cara, muy ligeramente, y pronto me topo con la suya.

—Mis veinticuatro horas no empiezan hasta que te tenga en mi cama.

Frunzo el ceño.

—¿Vas a cronometrarlo? —inquiero, preguntándome de verdad si va a sacar un reloj.

—Bueno… —Me suelta el pelo y consulta su carísimo reloj de pulsera—. Son las seis y media. Cuando lleguemos a las afueras de la ciudad, más o menos sobre las siete y media, será hora punta. Mañana por la noche tengo una fiesta benéfica…, lo he calculado al milímetro.

Sí, lo ha calculado al milímetro. De modo que, cuando el reloj marque las siete y media, ¿me dará una patada en el culo? ¿Me convertiré en una calabaza? Ya me siento como si me hubiese plantado, y ni siquiera hemos empezado, así que, ¿cómo me sentiré mañana cuando lleguen las siete y media? Hecha una piltrafa. Rechazada, indigna, deprimida y abandonada. Abro la boca para detener todo este plan diabólico, pero entonces oigo pasos subiendo por la escalera.

—¡Mierda! ¡Viene mi abuela!

Pego las manos a su pecho, cubierto por el traje, y lo empujo, guiándolo de espaldas hacia el armario empotrado. El terror me invade, pero no me impide deleitarme en la firmeza que siento con mis palmas. Eso hace que tropiece y el corazón casi se me sale por la boca. Lo miro.

—¿Estás bien? —pregunta.

Desliza las manos por mi espalda y me rodea la cintura. Contengo la respiración; entonces oigo las pisadas de nuevo, y salgo de mi estado de éxtasis.

—Escóndete.

Gruñe su descontento y me agarra de las muñecas para apartarme de su pecho.

—No pienso esconderme en ninguna parte.

—Edward, por favor, le dará un ataque al corazón como te pille aquí.

Me siento totalmente ridícula por obligarlo a hacer esto, pero no puedo dejar que mi abuela entre en mi cuarto y lo vea. Sé que le dará algo, y sé que será por la sorpresa, pero no será una sorpresa cualquiera. No, se desmayará unos segundos y después dará una fiesta. Dejo escapar un grito ahogado de frustración, me olvido de mi vergüenza por no llevar nada puesto y lo miro con ojos suplicantes.

—Se emocionará mucho —le explico—. Reza todos los días para que me autodescubra. —Se me acaba el tiempo. Oigo el suelo crujir conforme se aproxima a la puerta de mi dormitorio—. Por favor. —Dejo caer los hombros, abatida. Ya es bastante malo que me haga esto a mí misma. No puedo hacérselo a mi anciana abuela. Sería cruel darle esperanzas con algo que no va a ninguna parte—. Nunca te pediré nada más pero, por favor, no dejes que te vea.

Sus labios forman una línea recta e inclina un poco la cabeza hacia adelante. El mechón de pelo le cae sobre la frente. Y, sin mediar palabra, me suelta y se desplaza por mi cuarto, pero no se mete en el armario; se esconde detrás de las cortinas, que llegan hasta el suelo. No lo veo, de modo que no me quejo.

—¡Isabella Taylor!

Me vuelvo y encuentro a mi abuela en la puerta inspeccionando toda mi habitación, como si supiera que estoy ocultando algo.

—¿Qué pasa? —pregunto, reprendiéndome al instante por haber elegido tan mal las palabras.

«¿Qué pasa?» Yo jamás diría eso y, por su expresión recelosa, veo que ella también se ha dado cuenta.

Entorna los ojos y me hace sentir todavía más culpable.

—Ese hombre…

—¿Qué hombre?

Será mejor que me calle y que la deje soltar lo que tenga que decir sin interrumpirla para no parecer más sospechosa.

—El hombre de ahí fuera, el del coche —continúa apoyando la mano en el pomo de la puerta—. Tu jefe.

Debo de relajarme visiblemente al instante, porque recorre con la vista toda mi figura semidesnuda con cara de que lo sabe todo. Todavía piensa que está ahí fuera, lo cual es perfecto.

—Sí, ¿qué pasa con él?

Saco mis vaqueros ajustados del cajón, paso las piernas por las perneras y me los subo. Me abrocho la cremallera y cojo una camiseta blanca demasiado grande del respaldo de la silla del tocador.

—Se ha ido.

Me quedo congelada con la camiseta a medio pasar por la cabeza, con un brazo en una manga y el pelo atrapado alrededor de mi cuello.

—¿Adónde? —pregunto, pues no se me ocurre otra cosa que decir.

—No lo sé, pero estaba ahí, y lo sé porque le veía el pelo asomando ligeramente por la ventanilla abierta. Me he dado la vuelta para decirle a George que tenía uno de esos Mercedes tan elegantes, y cuando he vuelto a mirar…, ¡plaf!, ya no estaba. Aunque el coche pomposo sigue ahí. —Empieza a dar toquecitos en el suelo con el pie—. Y mal aparcado, por cierto.

El sentimiento de culpa me inmoviliza. Es la maldita señorita Marple.

—Seguramente habrá ido un momento a la tienda —digo metiéndome del todo la camiseta. Después cuelo los pies a toda prisa en mis Converse fucsia.

Joder, tengo que sacarlo de aquí, y con Ironside en el caso, no va a ser cosa fácil.

—¿A la tienda? —Se echa a reír—. La más cercana está a kilómetro y medio. Habría ido en coche.

Me esfuerzo por evitar exteriorizar mi irritación.

—¿Qué más da adónde haya ido? —pregunto, y entonces me dispongo a soltar la mayor mentira de mi vida—. Ah, y esta noche me quedaré en casa de Alice a dormir. Es una compañera del trabajo.

Me preparo para su grito de sorpresa, pero éste no llega, de modo que me vuelvo para ver si todavía está en mi cuarto. Está, y con una sonrisa pícara en la cara.

—¿Ah, sí? —pregunta ella, y, con los ojos haciéndole chiribitas, me mira de arriba abajo—. No vas vestida para ir a trabajar.

—Me cambiaré cuando llegue allí —digo con voz aguda y chillona, y me apresuro a preparar el neceser y todo lo que voy a necesitar para pasar veinticuatro horas con Edward Masen, que no es mucho, espero—. El evento en el que voy a trabajar esta noche terminará sobre las doce, y Alice vive cerca de allí, así que será mejor que me quede en su casa.

Soy una idiota, y sé que estoy malgastando saliva. De repente, al cerrar la mochila y colgármela al hombro, caigo en la cuenta de que él sigue escondido en mi habitación. ¿Qué estará pensando? Entendería perfectamente que saliera en este mismo instante. El comportamiento de mi abuela no tiene nada que ver con que desapruebe que haya un hombre en mi vida. Lo que pasa es que no le gusta no estar al tanto de ello. Y no lo va a estar, al menos no de manera oficial. El silencio que acaba de hacerse entre nosotras es señal de nuestro mutuo entendimiento al respecto. Gregory le ha dicho que estoy colgada por alguien, y no soporta el hecho de que no se lo haya contado. Ya se me haría bastante difícil decírselo si estuviera viendo a un tipo normal, en circunstancias normales, pero con Edward… Y con nuestro acuerdo de las veinticuatro horas… No, va en contra de todos mis principios, y me avergüenzo de mí misma por ello. Mi abuela lleva mucho tiempo rogándome que me suelte el pelo, pero no creo que quiera que me lo suelte tanto como mi madre.

Sus ancianos ojos azul oscuro me observan con aire pensativo.

—Estoy contenta —dice con ternura—. No puedes huir del pasado de tu madre eternamente.

Me encojo de hombros ligeramente, pero no quiero seguir hablando de esto, y menos con Edward detrás de las cortinas. Me limito a asentir levemente. Es mi manera silenciosa de decir que tiene razón. Ella hace lo propio y sale despacio de mi dormitorio, como si no pasara nada, pero sé que va a ir directa a la ventana del salón para ver si el hombre ha regresado a su flamante vehículo. La puerta de mi cuarto se cierra y Edward aparece por detrás de la cortina. No había sentido tanta vergüenza en mi vida, y el interés que vislumbro en su rostro no hace sino aumentarla, aunque es agradable verlo con una expresión distinta de la cara seria a la que me tiene acostumbrada.

—Tu abuela es una metomentodo, ¿no? —Parece haberse divertido mucho con el interrogatorio, aunque sigo atisbando un halo de curiosidad en ese rostro perfecto.

Me pongo derecha, por hacer algo que no sea seguir alimentando su diversión y su curiosidad. Me encojo de hombros y me siento más pequeña que nunca.

—Es una mujer peculiar —contesto, y fijo la vista en el suelo. Me gustaría que la tierra se me tragase en este mismo momento.

Se pega a mí al instante.

—Me he sentido como un adolescente.

—¿Te escondías detrás de muchas cortinas a esa edad? —Doy un paso atrás para tener un poco de espacio vital, pero mi intento de evasión es en vano. Da un paso al frente.

—¿Estás preparada, Isabella Taylor?

Tengo la sensación de que no se refiere sólo al hecho de marcharnos. ¿Estoy preparada? Y ¿para qué?

—Sí —contesto con decisión, sin saber muy bien de dónde ha salido tanta seguridad. Lo miro, y me niego a ser la primera en apartar la mirada. No sé adónde me dirijo, ni qué voy a experimentar cuando llegue allí, pero sé que quiero ir… con él.

En sus atractivos labios se dibuja una sonrisa casi imperceptible que indica que sabe que estoy fingiendo seguridad, pero continúo mirándolo, sin flaquear. Se inclina hasta que nuestras narices se rozan, entorna los ojos lentamente, separa los labios muy despacio y dirige la mirada poco a poco hasta mi boca. El corazón se me acelera todavía más al sentir el calor de su mano acariciándome delicadamente el brazo desnudo. No ha hecho nada extraordinario, pero la sensación es más que extraordinaria. Jamás había sentido nada igual… hasta que lo conocí.

Agacha aún más la cabeza, y está tan cerca que no puedo evitar cerrar los ojos. Estoy mareada y entusiasmada al mismo tiempo mientras siento cómo su lengua recorre mi labio inferior.

—Si empiezo, no podré parar —murmura, y se aparta—. Necesito tenerte en mi cama.

Me agarra de la nuca y gira la mano ligeramente, forzándome a darme la vuelta y a caminar hacia adelante.

—Mi abuela —logro articular apenas en mi estado de excitación—. No debe verte.

Me dirige por el descansillo, y por la escalera. Yo avanzo con cautela; él, con premura.

—Te espero en el coche.

Me suelta y se dirige con grandes zancadas hacia la puerta de casa, la abre y la cierra sin importarle que mi abuela pueda estar vigilando.

—¡Abuela! —grito, alarmada, sabiendo que estará con la cara pegada contra el cristal de la ventana buscándolo—. ¡Abuela! —Tengo que apartarla de ahí antes de que Edward aparezca en el portal—. ¡Abuela!

—¡Por el amor de Dios, chiquilla! —Asoma por la puerta con George a la zaga y me observa con ojos preocupados—. ¿Qué pasa?

Tanto mi mente como mi rostro se quedan en blanco. Me acerco y le doy un beso en la mejilla.

—Nada. Hasta mañana —digo, y me apresuro a salir de casa.

Dejo a mi abuela extrañada y a George murmurando algo sobre una mujer rara y corro por el sendero hasta el reluciente Mercedes negro. Me monto y me hundo en el asiento del acompañante.

—Vamos —lo insto impaciente.

Pero no se mueve. El coche sigue quieto junto al bordillo, y él en su asiento, sin mostrar la menor intención de marcharse a toda prisa de mi casa tal y como le he ordenado. Su alta y trajeada figura permanece relajada en el asiento, con una mano sobre el volante, mientras me mira, completamente serio, y sus ojos azules como el acero no revelan ninguna información. ¿En qué está pensando? Interrumpo el contacto visual, pero sólo porque quiero confirmar lo que ya sé. Miro hacia la ventana delantera de mi casa y veo que las cortinas se mueven. Me hundo aún más en el asiento.

—¿Qué pasa, Bella? —pregunta Edward, y estira el brazo hasta apoyar la mano sobre mi muslo—. Háblame.

Fijo la vista en su mano, grande y masculina. La piel me arde bajo su tacto.

—No deberías haber entrado —digo tranquilamente—. Igual te parecía divertido, pero acabas de complicar aún más todo esto.

—Bella, es de mala educación no mirar a la gente a la cara cuando les hablas. —Me agarra de la barbilla y me levanta la cara para que lo mire—. Lo siento.

—El mal ya está hecho.

—Nada respecto a las próximas veinticuatro horas va a ser difícil, Bella. — Desliza la mano por mi mejilla con ternura y yo me pego contra ella—. Sé que estar contigo va a ser lo más fácil que he hecho en la vida.

Tal vez eso sí sea fácil, pero no creo que lo que venga después lo sea. Para él sí, desde luego, pero a mí me espera un sufrimiento horrible. No soy yo misma cuando estoy con él. La mujer sensata en la que me he obligado a convertirme ha pasado de un extremo al otro. Mi abuela está en la ventana, Edward me está acariciando la mejilla dulcemente, y yo soy del todo incapaz de detenerlo.

—Las lunas son tintadas —susurra. Entonces se acerca lentamente y pega sus suaves labios contra los míos.

Puede ser; de todos modos, él no es mi jefe, y mi abuelita lo sabe perfectamente. Pero ya me enfrentaré a su interrogatorio cuando vuelva a casa. De repente ya no estoy tan preocupada. Ya ha vuelto a conseguir que deje de ser yo misma.

—¿Estás preparada? —me pregunta de nuevo, pero esta vez me limito a asentir pegada a él.

No estoy preparada para que me parta el corazón.

 

 

El trayecto hasta el apartamento de Edward es tranquilo. El único sonido que se oye es el de Gary Jules cantando Mad World. No sé mucho sobre Edward, pero me imagino que viene de buena familia. Su manera de hablar es refinada, su ropa de la mejor calidad, y vive en el exclusivo barrio de Belgravia. Detiene el coche delante del edificio y, sin perder un minuto, sale del vehículo y viene junto a mi puerta. La abre y me ayuda a bajar.

—Que lo laven —ordena, y le entrega la llave a un aparcacoches vestido con un uniforme verde.

—Señor. —El hombre lo saluda con respeto inclinando el sombrero, se monta en el coche de Edward y pulsa inmediatamente un botón que lo acerca un poco más al volante.

—Camina.

Edward me coge la mochila y apoya la mano en mi cuello de nuevo mientras me guía a través de la enorme puerta giratoria de cristal que da a un vestíbulo con paredes de espejo. Estamos allá adonde miro, yo delante, pequeña y con aspecto aprensivo, y él empujándome hacia adelante, grande y poderoso.

Pasamos las hileras de ascensores con espejo y nos dirigimos a la escalera.

—¿Se han averiado los ascensores? —pregunto mientras entramos por la puerta y empezamos a subir los escalones.

—No.

—Entonces ¿por qué…?

—Porque no soy un perezoso —me interrumpe zanjando el tema, y continúa sosteniéndome de la nuca mientras ascendemos.

Puede que no sea un perezoso, pero está claro que sí es un chalado. Cuatro tramos de escalones después, los gemelos me arden de nuevo. Me cuesta seguir. Me esfuerzo por subir un tramo más, y justo cuando estoy a punto de pedirle que paremos a descansar, me coge en brazos, probablemente al darse cuenta de que estoy sin aliento. Rodeo su cuello con mis brazos. La sensación es agradable y reconfortante como la vez anterior. Continúa subiendo conmigo en brazos como si fuese lo más natural del mundo. Nuestros rostros están muy cerca el uno del otro. Percibo su olor masculino. Avanza con la mirada fija hacia adelante hasta que nos encontramos frente a la reluciente puerta negra de su casa.

Edward me deja en el suelo, me devuelve mi mochila, me agarra de nuevo de la nuca y, con la mano libre, abre la puerta, pero en cuanto vislumbro el interior de su apartamento, tengo la repentina necesidad de salir corriendo. Veo las obras de arte, la pared contra la que me inmovilizó y el sofá en el que me sentó. Las imágenes son muy vívidas, y mi sensación de impotencia también. Si cruzo este umbral, estaré a la merced de Edward Masen, y no creo que mi antiguo descaro me sirva para nada… si es que consigo encontrarlo.

—No estoy segura de que… —digo, y empiezo a apartarme de la puerta.

La duda se apodera de mí y la sensatez se abre paso en mi confundido cerebro. No obstante, la ardiente determinación que se refleja en sus ojos me indica que no voy a ir a ninguna parte. Su mano también empieza a ejercer más presión sobre mi nuca.

—Bella, no voy a abalanzarme sobre ti en cuanto traspases esta puerta. — Desplaza la mano a mi brazo, si bien esta vez no me agarra—. Relájate.

Intento hacerlo, pero mi corazón sigue latiendo a toda prisa, y no paro de temblar.

—Lo siento.

—Tranquila. —Se aparta y me deja vía libre para entrar a su apartamento—. Me gustaría que entrases, pero sólo si quieres pasar la noche conmigo —dice lentamente, atrayendo mi mirada hacia la suya—. Si no estás segura, quiero que des media vuelta y te marches, porque no puedo hacer esto a menos que estés conmigo al cien por cien. —Su expresión es seria, aunque detecto cierto aire de súplica reflejado en sus impasibles ojos azules.

—Es que no entiendo por qué me deseas —admito, sintiéndome insegura y vulnerable.

Sé qué aspecto tengo; me lo recuerdan cada vez que alguien me mira o me hace algún comentario sobre mis ojos, y también sé que tengo poco que ofrecerle a un hombre, aparte de algo bonito que admirar. La belleza de mi madre fue su perdición, y nunca he querido que fuera la mía. Me estoy arriesgando a perder mi amor propio, igual que lo hizo ella. He vivido de tal manera que no hay nada que saber de mí. ¿Quién prestaría la más mínima atención a una chica que no despierta ninguna intriga ni tiene ningún interés más allá de su aspecto? Sé perfectamente quién: los hombres que no quieren nada más que a una mujer bonita en su cama, que es precisamente la razón por la que me privo de la posibilidad de ser amada. No de ser deseada, pero sí amada. Nunca he querido ser como mi madre, y sin embargo aquí estoy, a punto de caer en la degradación.

Sé que está reflexionando sobre cómo contestar a mi pregunta, como si supiera que su respuesta influirá en mi decisión de quedarme o marcharme. Estoy dispuesta a dejar que sus próximas palabras me convenzan.

—Ya te lo he dicho, Bella. —Me indica que pase—. Me fascinas.

No sé si ésa es la respuesta correcta, pero empiezo a andar lentamente por su apartamento y oigo un claro y silencioso suspiro de alivio detrás de mí. Rodeo la mesa redonda del recibidor, dejo la bolsa sobre el mármol blanco al pasar y entonces me detengo, sin saber si sentarme en el sillón o si ir a la cocina. El ambiente es algo incómodo, a pesar de lo que ha dicho en el coche. Sí que es difícil.

Pasa por delante de mí y se quita la chaqueta del traje. La deja bien doblada sobre el respaldo de la silla y se dirige al mueble bar.

—¿Quieres tomar algo? —pregunta mientras vierte un poco de líquido oscuro en un vaso.

—No. —Niego con la cabeza, aunque no me está mirando.

—¿Agua?

—No, gracias.

—Siéntate, Bella —ordena volviéndose y señalando el sofá.

Sigo el gesto de su mano y, a pesar de la reticencia de mi cuerpo, tomo asiento en el enorme sofá de piel de color crema mientras él se apoya contra el mueble bar y da lentos sorbos a su bebida. Todo lo que hace con los labios, ya sea hablar o simplemente beber, me desconcentra. Los mueve lentamente, de un modo casi sensual…, deliberado.

Intento con todas mis fuerzas controlar el frenético ritmo de mis latidos, pero fracasó estrepitosamente cuando veo que viene hacia mí, se sienta sobre la mesita de café que tengo delante con los codos apoyados sobre las rodillas y la bebida suspendida delante de sus labios y me mira con unos ojos ardientes, llenos de toda clase de promesas.

 

—Necesito saber algo —dice tranquilamente.

—¿Qué? —pregunto demasiado rápido, preocupada.

Levanta el vaso despacio, pero mantiene los ojos fijos en los míos.

—¿Eres virgen? —inquiere antes de llevárselo a los labios.

—¡No! —Me aparto hacia atrás, mortificada al pensar que ha interpretado mi reticencia como un indicativo de eso. Aunque, en realidad, ojalá lo fuera.

—¿Por qué te ofende tanto mi pregunta?

—Tengo veinticuatro años.

Me revuelvo incómoda y aparto los ojos de su mirada inquisitiva. Noto que me pongo colorada, y quiero coger uno de sus sofisticados cojines de seda y taparme la cara con él.

—¿Cuánto tiempo hace desde tu última relación sexual, Bella?

«Tierra, trágame». ¿Qué importancia tiene cuándo me acosté por última vez con alguien? Salir corriendo me parece la mejor opción, pero mis motivos para huir han cambiado.

—Bella —prosigue, dejando su bebida en la mesa, y el ruido del cristal contra el cristal me hace dar un ligero respingo—. ¿Quieres hacer el favor de mirarme a la cara cuando te hablo?

Su severidad me irrita, y ésa es la única razón por la que hago lo que me dice y lo miro.

—Mi pasado no tiene nada que ver contigo —respondo tranquilamente, resistiendo la tentación de coger la bebida y bebérmela de un trago.

—Sólo te he hecho una pregunta. —Su sorpresa ante mi repentino cambio de actitud es evidente—. Y es de buena educación contestar cuando alguien te hace una pregunta.

—No, yo decido si respondo a una pregunta o no, y no veo qué relevancia tiene esa pregunta.

—Pues tiene mucha relevancia, Bella, al igual que tu respuesta.

—Y ¿por qué, si puede saberse?

Mira el vaso y lo hace girar en la mesa unos momentos antes de volver a fijar sus ojos en los míos. Siento que me atraviesa con la mirada.

—Porque así decidiré si te follo como un loco directamente o si te penetro poco a poco.

Dejo escapar un grito ahogado y abro los ojos ante su exabrupto. No le importan lo más mínimo mi sorpresa ni mi reacción ante las palabras de mal gusto que acaban de salir de su boca. Se limita a coger el vaso y a beber otro trago del líquido negro, con su inexpresiva mirada fija en mí.

—No me gusta repetirme, pero voy a hacer una excepción —me informa—. ¿Cuánto tiempo hace desde tu última relación sexual?

Enrosco la lengua dentro de la boca mientras él continúa observándome detenidamente. No quiero decírselo. No quiero que piense que soy aún más patética de lo que ya debe de creer.

—Me tomaré tu negativa a contestarme como un indicativo de que hace mucho tiempo. —Ladea la cabeza y el mechón de pelo rebelde cae sobre su frente y logra distraerme momentáneamente de mi humillación—. ¿Y bien?

—Siete años —susurro—. ¿Contento?

—Sí —responde rápidamente y con sinceridad, aunque claramente sorprendido—. No tengo ni idea de cómo es eso posible, pero me satisface inmensamente. —Me agarra de la barbilla y me eleva la cara—. Y te estoy hablando, Bella, así que mírame. —Obedezco su orden y recuperamos el contacto visual—. Supongo que eso significa que te penetraré poco a poco.

Esta vez no me indigno, pero la sangre me hierve al instante y el pulso se me acelera al máximo, sustituyendo la vergüenza por el deseo. Lo deseo más de lo que debería.

Recibo su embriagadora mirada y envío instrucciones a los músculos de mis brazos para que se eleven y lo palpen aunque, antes de llegar a moverlos, de repente mi teléfono empieza a sonar en la mochila.

—Deberías cogerlo. —Se sienta hacia atrás y me deja espacio para abandonar la intimidad de su cercanía—. Dile que sigues viva. —Su rostro permanece inexpresivo, pero su tono es ligeramente socarrón.

Me levanto rápidamente, ansiosa por tranquilizar a mi inquisitiva abuela y decirle que todo está bien. Respondo sin mirar la pantalla, aunque debería haberlo hecho.

—¡Hola! —saludo demasiado animada dadas las circunstancias.

—¿Bella? —La voz que oigo al otro lado de la línea hace que me aparte el teléfono de la oreja y mire la pantalla, aunque sé perfectamente de quién se trata.

Suspiro, imaginándome a mi abuela llamando a Gregory desesperada para informarlo de lo sucedido esta tarde.

—Hola.

—¿Quién es ese hombre?

—Mi jefe. —Cierro los ojos con fuerza esperando que se lo trague, pero resopla con incredulidad, un claro signo de que no ha colado.

—Bella, ¿por quién me tomas? ¿Quién es?

Empiezo a tartamudear, intentando pensar en qué puedo decirle.

—Sólo… es…, ¡da lo mismo! —le suelto, y empiezo a pasearme.

Después de las conversaciones que hemos mantenido sobre Edward Masen, sé que a Gregory no va a hacerle ninguna gracia esto.

—Es el tipo que detesta tu café, ¿verdad? —me dice con tono acusatorio. Eso provoca mi irritación.

—Puede —contesto—. O puede que no. —No tengo ni idea de por qué he añadido eso. Por supuesto que es el tipo que detesta mi café. ¿Quién iba a ser si no?

Estoy tan ocupada intentando darle largas a mi amigo que no me doy cuenta de que el tipo que detesta mi café está detrás de mí hasta que apoya la barbilla sobre mi hombro. Siento su respiración agitada en mi oreja. Dejo escapar un grito ahogado, me vuelvo y, sin pensar, le cuelgo a Gregory.

Edward enarca una ceja confundido.

—Era un hombre.

—Es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas. —Presiono el botón de rechazar la llamada cuando mi teléfono empieza a sonar otra vez.

—Puede ser. —Levanta la bebida, separa un dedo del vaso y me señala—. Pero, como he dicho, era un hombre. ¿Quién era?

—Eso no es asunto tuyo —respondo nerviosa y apartando la mirada de sus ojos azules y acusadores.

—Sí lo es si voy a meterte en mi cama, Bella —señala—. ¿Quieres hacer el favor de mirarme cuando te hablo?

No lo hago. Mantengo la vista fija en el suelo y me pregunto por qué no le digo quién era. No es quien él cree que es, de modo que qué más da. No tengo nada que ocultar, pero el hecho de que me exija que se lo cuente ha despertado a la niña rebelde que hay en mí. O tal vez sea mi antiguo descaro. No necesito buscarlo, porque parece que ha salido a jugar voluntariamente con este hombre, lo cual, sin duda, es bastante oportuno.

—Bella. —Se agacha, me mira a los ojos y enarca las cejas adoptando un gesto autoritario—. Si hay algún obstáculo, lo eliminaré gustoso.

—Es un amigo.

—¿Qué quería?

—Saber dónde estoy.

—¿Por qué?

—Porque obviamente mi abuela le ha dicho que has estado en casa, y él ha sumado dos más dos y le ha dado como resultado Edward.

¿Es posible sentirse más humillada?

—¿Le has hablado de mí? —pregunta, y sus cejas oscuras no parece que tengan intención de relajarse.

—Sí, le he hablado de ti. —Esto es absurdo—. ¿Puedo usar tu cuarto de baño? —pregunto, deseando escapar para recuperar la compostura.

—Puedes. —Aleja el vaso de su cuerpo y señala hacia el pasillo que sale del salón—. La tercera puerta a la derecha.

No me quedo aguantando su mirada interrogativa. Sigo la dirección que me indica con el vaso y apago el teléfono al ver que suena de nuevo. Entro en el tercer cuarto a la derecha, cierro la puerta y me apoyo contra ella. Pero mi exasperación se ve interrumpida en cuanto descubro el inmenso espacio que tengo ante mí. No es un cuarto de baño. Es un dormitorio.

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