EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26147
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 10: NUEVE

La Habana, Cuba

La profundidad del agua en el puerto de La Habana permitió al Santa María fondear junto al Malecón y tender la pasarela directamente al muelle. A lo largo de los años, la población parecía haber sufrido abundantes ataques de piratas ingleses, franceses y holandeses. En 1537, la ciudad fue saqueada e incendiada y justo un año antes de que hubiera pasado medio siglo, en 1586, padeció la amenaza de Sir Francis Drake. No era de extrañar que el rey Felipe II de España hubiese mandado construir la Fortaleza de La Punta y el Castillo del Morro para defender la ciudad. Cuando la población de La Habana estaba alcanzando los tres mil habitantes, la residencia del gobernador general se trasladó de Swan de Cuba a La Habana.

De pie junto al pasamanos, Isabella vio la silueta del Castillo del Morro, que se alzaba sombrío como un espectro contra el cielo azul brillante. Aún no estaba terminado, pero estaba segura de que, cuando lo estuviese, serviría para disuadir a los piratas merodeadores y a los invasores. Los hombros encorvados y la mirada vidriosa daban fe de la desolación de Isabella. Habían pasado casi una semana en alta mar y ella había fracasado en su intento de encontrar la forma de liberar a Edward.

Era su marido. Cerró los ojos y apreció el sabor de la palabra en su boca, hasta que recordó que los planes que tenía don Aro para Edward la iban a convertir en viuda.

Isabella no había encontrado el modo de ayudar a Edward. Paul y Jared la vigilaban como perros de presa. Sólo se le había permitido salir a la cubierta en compañía de sus hermanos. Lo único que había conseguido suplicando por la vida de Edward era que la miraran con desprecio.

—¿Estás lista para bajar a tierra? —le preguntó Jared cuando llegó hasta donde ella estaba.

—Todo lo lista que soy capaz de estar, Jared. ¿No hay nada que pueda decir para persuadirte de que me lleves de vuelta al convento? No quiero convenirme en la esposa de don Aro. Nunca he querido.

—Es por tu propio bien, Isabella. Paul y yo queremos que seas feliz. Don Aro cuidará bien de ti. —Clavó la mirada en el vacío y suspiró con fuerza—. Asegúrate de taparte la cabeza. Los trasquilones que tienes en el pelo son una vergüenza.

—Ya te he contado por qué me lo corté —dijo Isabella—, Ya me volverá a crecer. No me has dicho lo que vais a hacer con Edward.

—Su destino ya está escrito. Su muerte te asegurará el futuro. Don Aro no se puede casar contigo mientras no seas viuda. No te preocupes, todo va a salir bien.

A Isabella se le puso en los ojos una mirada de angustia.

—No lo entiendes, ¿verdad, Jared? Yo… —se mordió la tierna carne de dentro del labio —amo a Edward.

Jared la miró como si no estuviera bien de la cabeza.

—Ese canalla te ha destrozado la vida. ¿Cómo puedes amarlo? Qué ingenua eres, Isabella, si piensas que le importas a ese sinvergüenza. Deja de intentar convencerte de que tú lo amas. Don Aro es un hombre de más edad y más sabio; él te guiará por el buen camino.

—No, yo…

—Ah, ya ha llegado Paul. Él te llevará con don Aro. Yo os seguiré más despacio con el prisionero. Nos reuniremos en la mansión del gobernador general.

Jared se apresuró a marcharse, ignorando las súplicas de su hermana en favor del pirata. Su hermana aún era joven. No sabía nada de las tribulaciones de la vida, ni de los hombres que se aprovechan de personas inocentes. Él tenía la certeza de que don Aro iba a ayudar a Isabella a olvidarse del pirata y de lo que le había hecho.

Isabella ya estaba en el muelle con Paul cuando Julio y Mateo subieron por la fuerza a Edward a la cubierta. Los grilletes que le habían puesto entrechocaban ruidosamente mientras se arrastraba penosamente escalera arriba hasta la cubierta, donde Jared lo estaba esperando. Pero la breve visión que tuvo de Isabella le dejó la satisfacción de saber que ella estaba bien.

Era su esposa. Aquel pensamiento le brindó cierta satisfacción, a pesar de lo improbable que resultaba. Pronto iba a morir, y ella sería su viuda y la esposa de otro. ¡Maldición!

Obligado a avanzar por Jared y sus hombres, Edward anduvo por las calles estrechas y abarrotadas hasta la mansión del gobernador general, arrastrando las cadenas tras de sí. Era objeto de todo tipo de especulaciones por parte de la gente que se paraba a mirarlo boquiabierta. Cuando Julio proclamó orgulloso que el prisionero que llevaban no era otro que el infame Diablo, se alzó una protesta general contra el cruel pirata que había estado saqueando el Virreinato de Nueva España sin compasión durante los últimos años.

—No temáis, buena gente —prometió Jared—; el pirata será llevado ante el gobernador general. Tengo entendido que a don Aro no le tiembla la mano a la hora de imponer duros castigos. Se hará justicia.

 

 

Isabella y Paul fueron conducidos de inmediato al despacho de don Aro. Él los saludó efusivamente, sin dejar ni por un instante de examinar a Isabella con su mirada oscura e inteligente. Cuando su secretario le hizo saber los nombres de los visitantes, le costó dar crédito al hecho de que el infame Diablo hubiera dejado marchar a su prometida y ella estuviera en La Habana. Por lo que él sabía, no se había pedido ningún rescate. Con sólo echarle un vistazo a Isabella, supo por qué el Diablo se había apoderado de ella. Isabella Swan era de una belleza deslumbrante. ¿Qué hombre en su sano juicio la dejaría marchar por propia voluntad una vez que ella le hubiese llenado la cama de gloria?

—Paul, cuánto me alegro de volver a veros —dijo don Aro mientras le apretaba la mano a modo de bienvenida. Desvió la mirada de manera casi insultante hacia Isabella—. Y tú has cambiado mucho, querida.

—La última vez que nos vimos yo tenía diez años —dijo Isabella con amargura.

—Sentaos, sentaos. Tenéis que contármelo todo. No esperaba veros en La Habana. Cuando me enteré de que el Santa Cruz había sido hundido y a ti te había raptado el infame Diablo, perdí toda esperanza de volver a verte. Debes de haber sufrido mucho. Vuestro padre debe de haber tenido que desprenderse de una fortuna para recuperarte.

Paul se aclaró la garganta.

—Hay muchas cosas que vos no sabéis, Excelencia. Tal vez lo mejor fuese que Isabella vaya a descansar mientras nosotros discutimos el asunto que tenemos entre manos.

—Perdóname, querida —dijo don Aro volviéndose hacia Isabella—. Debes de estar agotada. —Tiró del cordel del badajo para convocar a un lacayo que recibió instrucciones de conducir a Isabella a una de las habitaciones de invitados y llamar a una sirvienta para que atendiera sus necesidades. Cuando Isabella se hubo ido, don Aro volvió su mirada negra y resplandeciente hacia Paul—. Ahora podéis empezar, señor Swan. Contádmelo todo.

Paul se quedó contemplando a don Aro, estudiándolo en silencio. Hacía años que no veía a aquel hombre, pero lo encontró poco cambiado por el paso del tiempo. De estatura media, su figura aristocrática y esbelta y su postura arrogante daban idea de su carácter voluble y de su naturaleza cruel. Sólo aquellos que habían tratado con él de cerca conocían su lado oscuro y vengativo. La boca, bajo el fino bigote, mostraba sus dientes perfectamente blancos y su naturaleza interesada. A pocas personas se les permitía conocer al verdadero don Aro. Sólo mostraba de sí mismo lo que favorecía a sus propósitos.

Pero a Paul, un hombre más conocido por su temperamento explosivo que por su buen juicio, don Aro le pareció un caballero digno y sensato, capaz de tratar con amabilidad a su hermana. Cuando hubo llegado a esa conclusión, Paul se lanzó a relatar vividamente el rescate de su hermana, sin mencionar el detalle de que Isabella había sido descubierta en la cama del pirata. Tampoco explicó los motivos de la boda precipitada a bordo del Santa María.

—Nuestro padre pensó que lo mejor sería traer a Isabella y al pirata directamente a La Habana —explicó Paul al llegar al final de su relato—. Una vez que os hayáis encargado de la ejecución del pirata, Isabella estará libre para volver a casarse. —Paul sonrió, pensando que había manejado la situación con bastante sensatez en ausencia de Jared.

Pero no era tan fácil engañar a don Aro.

—¿Por qué considerasteis vos y vuestro hermano que era necesario obligar al Diablo y a Isabella a casarse? —Tenía la expresión rígida, la voz tensa.

—Pensamos que era necesario para acallar los rumores que van a surgir en torno al secuestro de Isabella. Como pronto va a quedar viuda, no creo que eso vaya a causar ningún problema.

—Mmm… —dijo don Aro golpeteando su escritorio con los dedos—. Puede que tengáis razón. Aun así, todavía no me habéis dicho lo que realmente quiero saber. —Miró fijamente a Paul a los ojos—. ¿Ha mancillado el pirata a la mujer que me estaba destinada?

Paul tragó saliva con visible dificultad. Tenía la esperanza de que ese asunto tan delicado no saliera a la luz. Por desgracia, era algo que don Aro tenía derecho a saber.

—Tenemos buenas razones para creer que sí. Pero nuestro padre se preparó para semejante desgracia y tomó medidas. Ya os he dicho que hemos recuperado la dote de Isabella en su totalidad. Lo que aún no he mencionado es que, en vista de lo ocurrido, nuestro padre, en su generosidad, ha duplicado la cantidad que había acordado inicialmente con vos. Todos los doblones de oro, todas las joyas y todas las piezas de plata están, intactos, a bordo del Santa María. Y todo eso os pertenecerá a vos en cuanto os caséis con Isabella.

Los ojos de don Aro brillaron con placer avaricioso.

—¿Ha duplicado la dote? —repitió, con la mirada turbia de emoción. La dote de Isabella ya era generosa antes de que su ansioso padre la incrementara.

En aquel preciso momento anunciaron la llegada de Jared, que exigía audiencia inmediata con don Aro. El gobernador general se la concedió. Se le ensombreció el semblante cuando vio a Edward, que entraba en la sala arrastrado por Jared y sus hombres.

—Así que éste es el infame Diablo —dijo don Aro fríamente y con desdén—, el azote del Virreinato de Nueva España. Ahora ya no parecéis tan peligroso, pirata.

—Se llama Edward Cullen— le informó Jared—. Es cortesano de la reina de Inglaterra.

—Lástima que vaya a morir de forma tan poco aristocrática en La Habana. —Don Aro sonrió levemente. La de aquel infame Diablo iba a ser una muerte lenta—. Ha mancillado a mi prometida y se ha enriquecido saqueando a los españoles. Quiero ver a este hombre en el infierno por todo lo que me ha robado.

Edward, divertido, torció el gesto con ironía.

—Ningún hombre, incluido vos, obtendrá de Isabella lo que a mí me dio por su propia voluntad. Si a vos o a sus hermanos os preocupara lo más mínimo su bienestar, la devolveríais al convento. Eso es lo que ella quiere.

—¡Canalla! —don Aro le asestó a Edward un brutal golpe a la altura de la cintura que le hizo tambalearse hacia atrás—. Tengo intención de dejar a Isabella viuda muy pronto, y me voy a casar con ella como don Charlie y yo teníamos planeado. Pero antes os voy a hacer sufrir por haber mancillado a mi futura esposa. Una muerte rápida es poco para lo que se merece semejante malnacido violador de españolas.

Antes de que Edward hubiera logrado recomponerse, don Aro llamó a los guardias e hizo que se lo llevaran a los calabozos situados cerca del Malecón, en ellos el aire enrarecido y sucio y la humedad amansaban rápidamente a los presos más recalcitrantes, si es que no enfermaban y morían antes.

Cuando se llevaron a Edward de la sala a rastras, don Aro se volvió como una fiera a encarar a los hermanos Swan.

—¿No será que vuestra propia hermana se prestaba de buen grado a ser la barragana del pirata? Quiero la verdad.

Paul se levantó disparado de su asiento, pero Jared, sabiamente, lo retuvo.

—Nuestra hermana fue forzada, don Aro. Isabella era una inocente, criada como Dios manda en un convento. Confío en que no estaréis pensando que ella incitó al pirata a que la violara.

—Por supuesto que no, no creo que Isabella tenga ninguna culpa —mintió don Aro con diplomacia—. Es joven. No temáis, ella y yo nos vamos a llevar muy bien una vez que entienda cuál es su lugar. Y en cuanto a la dote —le recordó a Jared—, ¿la habéis traído con vos? ¿No me habrá mentido Paul al decirme que don Charlie, en su generosidad, ha duplicado la suma que habíamos acordado? —Estaba casi salivando.

—Mi hermano ha dicho la verdad. Nuestro padre ha incrementado la dote de Isabella con la esperanza de que esa pequeña indiscreción suya sea más fácil de pasar por alto.

—Es muy generoso —dijo don Aro—, aunque tampoco era necesario. Isabella es un tesoro. Fue una sabia decisión casarla con ese granuja inglés. Eso dará reposo a las malas lenguas. Una vez que sea viuda, la gente se olvidará de su deshonra. Podéis dejar a Edward Cullen a mi cargo: será ejecutado de la manera oportuna. Podéis marcharos tranquilos de La Habana sabiendo que Isabella está ahora bajo mi protección.

—Gracias, don Aro —dijo Jared—. Nosotros tenemos que marcharnos de inmediato. El rey Felipe necesita todos los barcos que pueda conseguir para su expedición. Se está reuniendo en Lisboa una armada muy grande que pronto va a navegar por aguas inglesas. La reina hereje será destituida por la gloria inmensa de Dios. Con un poco de suerte, el Santa María puede llegar a tiempo para unirse a la armada.

—Daos prisa, amigos míos. Voy a enviar a mis hombres de más confianza al Santa María para descargar la dote de Isabella y ponerla bajo mi custodia. También voy a autorizar a mi secretario a que os pague la recompensa por haber apresado al infame Diablo. Se os dará todo lo que necesitéis para aprovisionar vuestro barco para la travesía.

—¿No deberíamos despedirnos antes de Isabella? —preguntó Jared, no tan seguro, de repente, de las intenciones de don Aro hacia su hermana. No había mencionado el matrimonio. Aquel hombre era demasiado diplomático, demasiado frío y calculador. Estaba empezando a preguntarse vagamente si Paul y él habían hecho bien en traer a Isabella a La Habana.

—Mejor será no añadir más disgustos a los que ya tiene. Yo le comunicaré vuestra partida de la forma más amable posible.

—No sé —dijo Jared lleno de dudas—. Isabella estará esperando encontrarse con nosotros esta noche.

—Don Aro tiene razón —apoyó Paul, que tenía sus ansias puestas en el dinero de la recompensa—. Es mejor que dejemos a Isabella con su prometido. Él se encargará de hacer lo que corresponde. Nosotros ya hemos cumplido con nuestra misión. Nuestro padre puede estar satisfecho.

Jared no estaba del todo convencido, pero dejó sus dudas a un lado. A fin de cuentas, Aro del Fugo era un hombre honrado y respetable.

Don Aro había puesto a disposición de Isabella todo tipo de lujos y comodidades. Ella había agradecido poder darse ese baño que tanto necesitaba, y después había probado la comodidad de la cama. Enseguida se había quedado dormida y, más tarde, la despertó la criada diciéndole que don Aro contaba con su presencia en la cena. Y que la cena se servía a las nueve en punto.

Isabella quería estar lo más guapa posible, y se puso uno de los hermosos vestidos de su ajuar. La seda de la que estaba hecho tenía un reflejo amarillo de un encanto especial y, en cuanto a su forma, el cuello se cerraba en una ancha golilla que rodeaba su garganta y enmarcaba la delicada belleza de su cara. La sirvienta chasqueó la lengua con desaprobación ante el corte tan poco a la moda del pelo de Isabella; pero cuando le hubo colocado la mantilla de encaje sobre la peineta azul turquesa en lo alto de la coronilla, su falta de pelo resultaba apenas perceptible.

Había un motivo importante para que Isabella quisiera estar más guapa que nunca. Aún albergaba la esperanza de convencer a sus hermanos y a don Aro de que le salvaran la vida a Edward. Era una flaca esperanza, pero una esperanza al fin y al cabo. Si fracasaba, esperaba convencerlos de que la dejaran pasar el resto de sus días en un convento para redimir sus pecados. Si Edward iba a morir en plena flor de la vida, ella no le encontraba el sentido a la suya propia. Preferiría verlo con otra mujer antes que verlo muerto.

Al dar las nueve, Isabella bajó delicadamente por la curva que dibujaba la larga escalera hacia la planta baja. Don Aro la estaba esperando al pie de la escalera.

—Has sido puntual; qué agradable detalle. —La recorrió de pies a cabeza con una mirada penetrante que detuvo a la altura de su cara. La admiración brilló en las profundidades vibrantes de sus ojos. Pero por detrás de la admiración merodeaba otra cosa: algo profundo, oscuro y perturbador.

—Siempre soy puntual —murmuró Isabella.

Él le ofreció su brazo y ella lo aceptó con elegancia, reprimiendo un escalofrío de repulsión. Apenas conocía a aquel hombre, pero ya lo había juzgado severamente. Ningún hombre podría salir bien parado al compararlo con su apuesto pirata. Pasaron al comedor, que la luz de las velas que había en los candelabros mantenía en penumbra. Isabella observó la habitación y estuvo a punto de desmayarse al ver que la mesa estaba puesta para dos.

—¿No van a cenar mis hermanos con nosotros esta noche?

A él se le puso un brillo oscuro en los ojos. La sonrisa que le arqueó los labios tenía un aire siniestro a la luz de las candelas.

—Tus hermanos se han vuelto a España. Estaban ansiosos por llegar a tiempo para unirse con el Santa María a la armada del rey Felipe. —La hizo sentarse en la silla que había a su derecha y, acto seguido, se sentó él a la cabecera de la mesa.

—¿Sin despedirse de mí? Ellos no harían una cosa semejante. ¿Qué les habéis hecho?

Don Aro pareció enfadarse al oír aquello.

—¡Vas a aprender a tener cuidado con lo que dices! ¿Por qué iba yo a querer hacerles daño a tus hermanos, cuando me han devuelto a mi mancillada futura esposa? ¿Acaso no soy afortunado? —se burló—. A estas horas, La Habana entera está murmurando que la prometida de Aro del Fugo es la barragana del infame Diablo.

Isabella retrocedió, sobrecogida.

—Si eso es lo que sentís, ¿por qué no me habéis mandado de vuelta a España con mis hermanos?

Aro se rió con malicia.

—¿Y haber dejado que tus hermanos le devolvieran la dote a tu padre? No soy imbécil, Isabella. Además, eres una mujer hermosa y deseable. Habría sido una tontería por mi parte no quedarme con tu dote y dejar que me complacieras con ese cuerpecito tan tentador que tienes. Estoy deseando ver lo que te ha enseñado el pirata ese.

A Isabella la sacudió un sentimiento de inquietud.

—¿Estaban mis hermanos al tanto de vuestros sentimientos?

—Tus hermanos me consideran el colmo de la amabilidad y de la generosidad por haberles quitado las miserias de su hermana de encima. Pocos hombres son tan indulgentes. Y, además, la recompensa que recibieron por capturar al Diablo les aflojó en gran medida las conciencias.

Isabella se levantó desafiante.

—No me voy a casar con vos. Os podéis quedar con mi dote. Me vuelvo a casa en el primer barco que zarpe.

—¿Y arruinar mi reputación de hombre honorable? Ah, no, querida. Hace mucho que está planeada esta unión. Tu padre la espera.

—¿Aún me queréis a pesar de… a pesar de…?

—¿…A pesar de haber sido completamente deshonrada por el Diablo? —terminó crudamente él—. Tu cuerpo me interesa, Isabella, eso no lo puedo negar. Pareces inocente, pero tienes fuego bajo esa apariencia. Quiero explorar ese fuego, querida. Pero ¿casarnos? —Soltó una risa amarga—. Las mujeres como tú son dignas de la cama de un hombre, pero no de llevar su apellido o darle hijos. Vas a ser mi amante.

—¡De eso nada! —saltó Isabella, indignada.

Don Aro la miró de cerca.

—Me pregunto —musitó— si protestaste tanto cuando el pirata te convirtió en su fulana.

Ella se alzó bruscamente con la intención de salir de su vil presencia.

—Siéntate, querida, no montes un numerito delante de los criados. —Él cogió la servilleta, la sacudió y se la puso sobre el regazo—. Ya lo discutiremos después de la cena. No quiero que se me altere la digestión.

—Yo ya no tengo hambre, don Aro. Si me disculpáis, me voy a mi habitación a preparar mi equipaje. Me marcho en el primer barco que zarpe.

Con un gesto brutal, él la agarró por la cintura, haciendo que el dolor le arrancara un grito de los labios.

—He dicho que te sientes.

Isabella se sentó de malos modos, frotándose la cintura en el punto donde los dedos de él le habían amoratado la carne.

Él sonrió.

—Eso está mejor.

Los sirvientes entraron desfilando y sirvieron la elegante cena con toda la pompa y el boato propios del estatus del gobernador general. Comieron en silencio, Aro a grandes bocados e Isabella a duras penas. Lo más sorprendente era que los miedos de Isabella no eran por lo que le pudiera pasar a ella, sino a Edward. Si a Aro ella le importaba tan poco, ¿cómo iba a lograr convencerlo de que le perdonara la vida a Edward?

—Tomaremos café en mi alcoba —dijo Aro apartando la silla de Isabella.

Isabella habría deseado estar en cualquier lugar donde no tuviera que verse a merced de Aro. ¿Cómo había podido su padre hacerle una cosa así?

—Ven, querida, hay cosas que tenemos que aclarar.

Isabella le precedió subiendo las escaleras, con el corazón saliéndosele del pecho y las rodillas que le fallaban. Lo único que quería aclarar con don Aro era la liberación de Edward. Y para ello no necesitaba la intimidad de su alcoba. ¿Qué iba a hacer si él pretendía meterla en su cama aquella misma noche? ¡No podría soportarlo! No iba a ser capaz.

El saloncito de la alcoba de don Aro era pequeño e íntimo, decorado con ricos muebles oscuros y muy sólidos. La noche era cálida y las ventanas, que daban a un balcón, estaban abiertas para que corriera la brisa del mar. Percibió el olor a flores que se elevaba del jardín tapiado que había debajo. Se sentó con cautela al borde del pequeño sofá, observando con preocupación cómo don Aro se sentaba a su lado.

—Bueno, ¿por dónde íbamos? —retomó Aro—. Ah, sí, ya me acuerdo. —Le puso la mano en la mejilla y se la acarició con el reverso del dedo. Isabella se puso tensa. Un gesto que debía entrañar ternura resultó, en cambio, feo y mezquino—. Estaré encantado de que seas mi amante.

—Don Aro, no podéis estar hablando en serio. Mi padre confía en vos. Se quedaría espantado si supiera cómo me estáis tratando.

—Don Charlie te ha dejado bajo mi custodia, Isabella. Ha insultado mi orgullo al ofrecerme esa dote que no podía rechazar. Él sospechaba que estabas echada a perder y ha querido deshacerse de ti para evitarse la vergüenza de tu lamentable comportamiento con el pirata. Lo que haga yo ahora contigo es asunto mío.

—¡Eso no es cierto! Lo que mi padre espera es que os caséis conmigo, no que me humilléis.

—¿Cómo voy a humillar a una mujer que ya de por sí es una puta?

A Isabella se le encendió la cara. Por desgracia, todo el mundo opinaría de ella lo mismo que don Aro. A pesar de todo, se sentía sorprendentemente poco culpable por haberse entregado a Edward. Aquel atisbo de felicidad que había encontrado entre sus brazos era, probablemente, la única felicidad que iba a conocer en la vida. Pero quizás, pensó astutamente, podría sacarse algo en claro de aquella burda parodia.

—Si me convierto en vuestra amante, ¿me concederíais una cosa a cambio? —Aquella pregunta tan directa lo cogió a él por sorpresa.

—No estás en situación de pedir nada, querida.

—¿Qué preferís: una amante servicial, o una que luche contra vos con uñas y dientes?

Él se la quedó mirando.

—¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Bonitos trajes? ¿Joyas? ¿Oro?

—Nada de eso. Quiero que liberéis a Edward Cullen. Haré todo lo que me pidáis si no lo matáis.

Aro le echó una mirada especuladora. Luego se echó a reír con tantas ganas que se le saltaron las lágrimas. Se las secó con un pañuelo y sacudió la cabeza.

—Te prestes o no a ello, pienso tomarte cuando me apetezca. En cuanto a ese infame Diablo tuyo, su destino ya está escrito. Mañana firmaré los papeles para su ejecución. Antes de que haya pasado esta semana, España tendrá un enemigo menos.

Isabella palideció, luchando por no desmayarse.

—Quiero ver a Edward antes de… antes de…

Aro esbozó una sonrisa desagradable.

—Qué tierno. Ese hombre debe de ser un amante espectacular. Pero yo soy mejor que él. —La atrajo hacia sus brazos, pero ella se resistió con todas sus fuerzas.

Entonces la cogió en volandas, y ya se encaminaba con ella hacia el dormitorio cuando las patadas y los puñetazos que ella le iba dando acabaron por ponerlo furioso hasta el punto de rugir de enfado.

—¡Caramba! Tal vez me aprecies más cuando haya enviado a ese pirata tuyo al infierno. Soy un hombre paciente, puedo esperar. —La soltó, de repente, en el suelo—. ¡Largo de aquí! No estoy de humor esta noche para luchar por tus favores.

Isabella se levantó del suelo y fue a trompicones hasta la puerta.

—¡Espera! —dijo él taimadamente. Ella se detuvo para volverse a mirarlo. Él entornó los ojos con gesto astuto—. He cambiado de parecer. Puedes ver a tu maldito pirata. Un carruaje te estará esperando en la puerta mañana a las cinco de la tarde. —Él se dio la vuelta e Isabella salió huyendo de la habitación.

Edward se revolvía incómodo sobre el duro suelo de tierra. Sus dolores y pesares eran muchos y muy variados, y el hedor repulsivo de la paja sobre la que yacía lo ponía enfermo. La noche anterior, sus carceleros se habían dedicado a torturarlo. Las costillas le ardían por culpa de los golpes tan brutales que le habían dado y tenía la cara toda amoratada. Encima de la ceja derecha tenía un corte que le goteaba sangre en el ojo.

Encadenado e indefenso, ni siquiera había podido protegerse adecuadamente. Cuando los carceleros dejaron de divertirse a su costa, él se quedó acurrucado y trató de dormir. Se levantó por la mañana sintiéndose como si tuviera rotos todos los huesos del cuerpo. Pero no habían utilizado el látigo de nueve puntas, y eso era muy de agradecer.

Pasaba del mediodía cuando le sirvieron un rancho a modo de almuerzo que Edward despreció, asqueado. Sabía que iba a morir, y prefería morir con hambre a comerse semejante porquería. La muerte. Qué definitivo sonaba eso. Si de algo se arrepentía, era de cómo había tratado a Isabella. Debía haberla mandado de vuelta al convento como ella quería en lugar de haberla utilizado en aquel desencaminado acto de venganza contra los españoles. Ella no se merecía la crueldad con la que él la había tratado. Ella era una inocente hasta que cayó en sus manos y se convirtió en la víctima de su venganza lujuriosa.

Rememoró la boda apresurada a bordo del Santa María. Isabella era su esposa; suya hasta que la muerte los separase. Aquel pensamiento lo reconfortó un poco.

Rogó a Dios que lo perdonase por haberla tomado en contra de su voluntad. Pero Dios sabía que no habría logrado mantenerse apartado de ella ni aunque hubiera querido. La había deseado con toda su alma, más que a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Y ella también lo había deseado a él. La forma apasionada que tuvo de responder a su amor demostraba que ella también lo necesitaba. Cuando él ya no estuviese, ella se convertiría en la esposa del gobernador general de Cuba. Él habría dado su vida por salvarla de semejante destino, pero al parecer su vida ya no le pertenecía. Pronto se la iban a arrebatar con la misma facilidad con que se apaga una vela.

Las divagaciones de Edward sufrieron una abrupta interrupción cuando oyó el sonido de unos pasos que se acercaban a su celda. Se puso de pie con dificultad, gimiendo del esfuerzo que le costaba.

La puerta se abrió de golpe y entró don Aro. Arrugó la nariz, como ofendido por el hedor pestilente de Edward combinado con el de la paja cochambrosa. El estrecho bigotillo que llevaba sobre el labio le tembló de repugnancia. Se quedó mirando a Edward con hostilidad manifiesta.

—Buenas tardes, Capitán. ¿Habéis dormido bien?

Edward frunció sardónico los labios.

—Todo lo bien que era de esperar.

—Pues yo he dormido extraordinariamente bien. Es lo que ocurre normalmente después de haber pasado una noche harto satisfactoria en los brazos de una mujer apasionada. Debo elogiaros por lo bien que se desenvuelve Isabella. Muy fogosa y, sobre todo, muy creativa. La habéis enseñado bien.

—¡Será canalla! —Edward trató de agarrar a don Aro por el cuello, pero las cadenas frustraron el intento. Don Aro retrocedió para quedar bien fuera de su alcance.

—¿Os he comentado ya que Isabella es desde anoche mi amante? Estoy seguro de que vos mismo comprenderéis que no me puedo casar con ella después de que la hayáis mancillado. La habéis hecho indigna de llevar mi apellido. Pero va a ser una amante maravillosa. Cuando encuentre a una mujer respetable para casarme, entregaré a Isabella a alguno de mis hombres, o la enviaré a un burdel.

Edward sabía que Del Fugo lo decía para mortificarle, y lo estaba consiguiendo. La idea de que el español le pusiera las manos encima a Isabella le daba ganas de vomitar.

—Isabella es demasiado buena para vos.

Aro sonrió.

—¿Eso creéis? Tal vez cambiéis de opinión al saber con qué dulzura me suplicó que os castigara por hacerla indigna de casarse. Os desprecia por haberla mancillado, Capitán. De no haber sido por vuestra inoportuna intervención, ella se habría convertido en mi esposa. Podría haber tenido todo lo que hubiera sido capaz de desear.

—Isabella nunca ha querido casarse con vos.

—¿Creéis que no? Puede que Isabella venga en persona a deciros lo mucho que os odia. ¿Os parece que me iba a molestar en daros una paliza cuando ya estáis sentenciado a muerte? No; es Isabella quien ha pedido que os castiguen y os hagan sufrir por los pecados que cometisteis contra ella. Me complació de tal modo anoche que no le puedo negar nada. ¡Corles, trae el látigo!

En el umbral de la puerta apareció un hombre con un látigo de nueve puntas. Se lo alcanzó a don Aro y se hizo a un lado.

—¡Descúbrele la espalda y engánchale las cadenas en la pared!

Brandon reaccionó enseguida, rasgándole la camisa a Edward y sujetándole las muñecas encadenadas a una argolla que había a media altura de la pared mohosa, mientras Aro blandía amenazador su espada por si Edward se resistía. Edward apenas tuvo tiempo de tomar aliento antes de oír el látigo silbar por el aire. Se preparó para sentir su mordedura, pero sin alcanzar a prever el tormento que le sobrevino cuando los cabos separados le cortaron la carne. Se le puso el cuerpo rígido y se mordió los labios para no ponerse a gritar. Tenía la espalda ardiendo; sentía cómo le chorreaba la sangre hasta la cinturilla de los pantalones.

Aro le sacudió otro golpe despiadado antes de que Edward se hubiera podido recuperar del primero. A partir de ahí ya perdió la conciencia de cuándo terminaba uno y empezaba el siguiente. De repente, cesó la flagelación. Edward se desplomó, colgado de las cadenas, sin fuerzas para levantar siquiera la cabeza.

Aro sacó un pañuelo de un blanco inmaculado y se secó el sudor de la frente.

—Me parece que Isabella estará satisfecha por hoy con este castigo. Tampoco queremos que muráis antes de tiempo. La Habana entera está deseando que os ejecutemos mañana. Se ha declarado día de fiesta. Si Isabella así lo desea, mañana volveré a visitaros antes de la ejecución para asegurarme de que os arrepentís convenientemente antes de ir a reuniros con nuestro hacedor.

Las palabras de Aro levantaban chispas en el cerebro de Edward. El dolor de la paliza había espantado de su mente todos sus pensamientos tiernos sobre Isabella. Esta quería que lo castigaran, era la culpable de aquel dolor insoportable, lo odiaba. No le bastaba el hecho de que fuese a morir. ¡Por todos los diablos, no! Aquella pequeña bruja sedienta de sangre disfrutaba haciéndole sufrir. Si salía vivo de aquélla, lo cual era altamente improbable, la iba a hacer pagar por ello, y le iba a salir muy caro. Lo último que pensó antes de perder el conocimiento fue que, por más que mereciera morir por lo que había hecho como pirata, no merecía sufrir semejante tormento por culpa de una mujer vengativa.

Ya le resultaba gracioso y todo. ¡Había empezado a enamorarse de aquella pequeña bruja!

 

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GGGGGGGRRRRR, MALDITO ARO ES UN CERDO, Y LOS HERMANOS COMO FUERON A DEJARLA AHI? AAAAAAAAA POBRE EDWARD LO VAN A MATAR A LATIGASOS, ¿USTEDES CREEN QUE DE VERDAD ARO DEJE ENTRAR A ISABELLA PARA VERLO? YO CREO QUE AQUI HAY GATO ENCERRADO.
 ESTO SE PONE EMOCIONANTE.

 

BESITOS, NOS VEMOS MAÑANA

Capítulo 9: OCHO. Capítulo 11: DIEZ

 
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