Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49277
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

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Capítulo 13: Capítulo 12

Me despierto poco a poco, sintiéndome contenta y a salvo, con el pecho duro de Edward pegado a mi espalda, sus brazos alrededor de la cintura y su cara escondida en mi cuello. Sonrío y me fundo con él, que no haya ni un hueco entre nosotros. Cojo la mano que reposa en mi vientre.

Es temprano y el sol naciente brilla perezoso en la ventana. Estoy a gusto y arropada, pero tengo mucha sed. Estoy seca.

Librarme del firme abrazo de Edward es impensable, pero siempre puedo volver a acurrucarme junto a él en cuanto haya calmado la sed. Intento separarme de su cuerpo, quitarme los brazos que rodean mi cintura y acercarme al borde del sofá sin despertarlo.

Luego me pongo de pie y lo observo un rato. Está despeinado, sus pestañas negras parecen abanicos y tiene entreabierta la boca carnosa. Parece un ángel entre las sábanas. Mi caballero a tiempo parcial, tarado emocionalmente.

Podría quedarme aquí una eternidad, sin moverme, mirando cómo duerme. Está en paz. Yo estoy en paz. Nos rodea una atmósfera de paz.

Con un suspiro de felicidad, muevo mi culo desnudo hasta el pasillo y camino hasta que estoy delante de uno de los cuadros de Edward. Es el London Bridge. Inclino la cabeza, me pongo seria e intento comprender su percepción del monumento. Los trazos borrosos de pintura me ponen los ojos bizcos al poco tiempo y de repente reconozco el puente. Frunzo el ceño, parpadeo y el cuadro vuelve a ser un perfecto caos al óleo. Ha cogido el precioso London Bridge y casi ha conseguido que parezca feo, como si quisiera que la gente sintiera aversión ante su belleza, y es entonces cuando me pregunto si Edward Masen ve toda su vida distorsionada y borrosa. ¿Acaso ve el mundo así? Echo el cuello hacia atrás, es otro momento de especulación. ¿Acaso es así como se ve a sí mismo? De lejos, el cuadro parece perfecto, pero cuando uno se acerca y bajo la superficie, es un desastre. Un caos de color feo y confuso. Creo que así es como se ve a sí mismo, y creo que hace todo lo posible por enturbiar la percepción que los demás tienen de él. Es una revelación, tan triste como demencial. Es bellísimo, por dentro y por fuera, aunque es posible que yo sea la única persona del mundo que lo sabe con certeza.

Una musiquilla distante me hace pegar un brinco y me saca de mi ensimismamiento. Me llevo la mano al pecho para que no se me salga el corazón enloquecido.

—¡Jesús! —exclamo siguiendo el sonido hasta que estoy rebuscando mi móvil nuevo en el bolso.

Miro la pantalla. Son las cinco y cuarto y la abuela me está llamando.

—¡Ay, mierda! —Lo cojo al instante—. ¡Abuela!

—¡Isabella! Gracias a Dios, ¿dónde te has metido? —Parece fuera de sí y tuerzo el gesto, de culpabilidad y de miedo—. Me he levantado para ir al baño y he mirado en tu habitación. ¡No estás en la cama!

—Evidentemente.

Hago una mueca y planto mi culo desnudo en una silla, me tapo la cara con la mano a pesar de que no me ve nadie. Oigo una pequeña exclamación al otro lado del teléfono. Lo ha pillado. Es una exclamación de felicidad.

—Isabella, cariño, ¿estás con Edward?

Está rezando en silencio para que la respuesta sea que sí. Lo sé.

Levanto los hombros desnudos hasta que me tocan las orejas.

—Sí —digo con una vocecita aguda y poniendo aún peor cara que antes.

Debería disculparme por haber hecho que se preocupara, pero estoy demasiado ocupada mordiéndome el labio. Sé cuál va a ser su reacción ante la noticia.

La abuela tose, está claro que intenta contener un grito de felicidad.

—Ya veo. —Finge fatal que no le da importancia—. Pues, eh..., en ese caso, eh..., siento haberte molestado. —Vuelve a toser—. Voy a acostarme otra vez.

—Abuela. —Pongo los ojos en blanco y me arden las mejillas de la vergüenza—. Perdona que no te haya llamado. Debería haberte...

—¡Uy, no! —Su gritito me perfora los tímpanos—. ¡Está bien! ¡Está muy bien!

Ya lo sabía yo.

—Pasaré por casa antes de ir a trabajar.

—¡De acuerdo! —Seguro que ha despertado a medio barrio—. George va a llevarme a comprar a primera hora. Creo que no estaré aquí.

—Entonces te veo al salir del trabajo.

—¡Sí, con Edward! ¡Prepararé la cena! ¡Solomillo Wellington! ¡Dijo que era el mejor que había probado en su vida!

Me froto la frente y vuelvo a sentarme. Debería haberlo imaginado.

—Mejor otro día.

—Bueno, está bien, pero no puedo organizar mi vida según os convenga. —Claro que puede, y seguro que lo haría—. Pregúntale qué día le va mejor.

—Lo haré. Te veo luego.

—Claro que sí. —Suena dolida y su tono es de amenaza. Me espera un tercer grado.

—Adiós —digo para poder colgar.

—Oye, Bella.

—¿Sí?

—Dales un pellizco de mi parte a sus bizcochitos.

—¡Abuela! —exclamo, y oigo cómo se ríe mientras me cuelga.

Me ha dejado boquiabierta. ¡La muy pendona! Estoy a punto de estampar el teléfono contra la mesa del asco pero el icono del mensaje de texto llama mi atención. Tengo un mensaje. Sé de quién es. Lo abro a pesar de lo mucho que también me gustaría estrellar este móvil contra la pared.

 

Apreciaría que me pusieras al corriente de lo que ocurra esta noche. Charlie.

 

¿Quiere un informe? Le lanzo una mirada asesina al móvil y lo tiro sobre la mesa. No voy a contarle nada, por muy educadamente que me lo pida. Tampoco voy a permitir que me convenza para que deje a Edward. Ni que me obligue a hacerlo. Nunca. Decidida y segura de mí misma, me levanto. De repente me muero por reunirme con Edward en el sofá. Voy al armario de la cocina, saco un vaso y lo lleno de agua del grifo. No voy a perder ni un segundo en abrir una botella de agua mineral. Me lo bebo de un trago, dejo el vaso en el lavavajillas y vuelvo al estudio de Edward. Me detengo de repente al ver mi vestido tirado en el suelo. Sigue tirado en el suelo. ¿No lo ha recogido ni lo ha doblado pulcramente ni lo ha dejado en el cajón de abajo?

Frunzo el ceño mientras observo la prenda de vestir. No puedo resistirme a recogerlo, a sacudirlo y a doblarlo. Me quedo de pie pensativa y antes de darme cuenta estoy en el estudio de Edward, mirando su ropa tirada por todas partes. Sé que en la zona en la que pinta impera un caos mayúsculo, pero su traje no debería encontrarse en el suelo. Está mal.

Me apresuro a recoger su ropa, a metérmela bajo el brazo y a estirarla y doblarla lo mejor que sé antes de ir a su habitación. Me paseo por el vestidor y me aseguro de dejarlo todo en su sitio: cuelgo la chaqueta, los pantalones y el chaleco; dejo la camisa, los calcetines y el bóxer en el cesto de la ropa sucia y pongo la corbata en el corbatero. Luego meto mi vestido y mis zapatos en el cajón de abajo de la cómoda del dormitorio. Antes de salir me doy cuenta de que la cama también está hecha un desastre, así que me tiro diez minutos peleando con las sábanas, intentando devolverles su antiguo esplendor. Ha dormido toda la noche del tirón, sin pesadillas ni obsesionado con objetos que están donde no deberían. No quiero que le entre el pánico al ver el caos.

Vuelvo de puntillas al estudio, me meto bajo las mantas, con cuidado de no despertarlo... Y grito como una posesa cuando me coge de la cintura y me estrecha contra su pecho. No me da ni un segundo para recuperarme. Me coge en brazos y me lleva al dormitorio, me lanza sobre la cama sin reparar en que acabo de dejarla perfecta. Aunque probablemente no lo bastante perfecta según su estándar.

—¡Edward! —Me sujeta por las muñecas, sus rizos me hacen cosquillas en la nariz y me desorientan—. Pero ¿qué haces?

Estoy demasiado desconcertada para poder reírme.

—Un momento —musita suavemente contra mi cuello. Me abre las piernas para poder ponerse cómodo. De repente la piel de mi cuello está caliente y mojada gracias a las caricias de su lengua—. ¿Qué tal estás hoy?

Me lame y me mordisquea la garganta. Arqueo la espalda y mis muslos se aferran a sus caderas.

—Estupendamente —respondo, porque así es como me siento.

Mis brazos le rodean los hombros cuando me suelta y lo abrazo con fuerza mientras él se pasa una eternidad adorando mi cuello. No tengo ganas de ir a trabajar. Quiero hacer lo que Edward dijo un día: encerrarnos a cal y canto y quedarme aquí con él para siempre. Está de un buen humor excepcional, ni rastro del tío borde. Yo me encuentro justo donde debo estar y Edward también, en cuerpo y alma.

Su cara emerge junto a la mía. Esos ojos me llenan aún más de felicidad. Me observa detenidamente unos instantes.

—Me alegro de que estés aquí. —Me da un pico —. Me alegro de haberte encontrado, me alegro de que seas mi hábito y me alegro de que estemos irrevocablemente fascinados el uno con el otro.

—Yo también —susurro.

Me brillan los ojos. Sus labios esbozan una sonrisa y parece que el hoyuelo encantador va a hacer acto de presencia.

—Mejor, porque en realidad no tienes elección.

—No quiero tener elección.

—Por tanto, esta conversación no tiene sentido, ¿no te parece?

—Sí —respondo con decisión en un nanosegundo, y la boca de Edward sonríe un poco más.

Quiero ver su gran sonrisa, preciosa y con hoyuelo, así que deslizo las manos por su espalda, sintiendo cada suave centímetro de su cuerpo mientras él me observa con interés.

Llego a su trasero. Arquea las cejas curioso y yo lo imito.

—¿Qué estás tramando? —pregunta. Está evitando a propósito que sus labios formen la gran sonrisa.

Pongo cara de buena y me encojo de hombros.

—Nada.

—Discrepo.

Con una pequeña sonrisa, le clavo las uñas en el trasero prieto. Frunce el ceño.

—Esto es de parte de la abuela.

—¿Perdona? —Se atraganta y se apoya en los antebrazos.

Yo sí que luzco una sonrisa picarona.

—Me ha dicho que les dé un buen pellizco a tus bizcochitos de su parte.

Vuelvo a clavarle las uñas y Edward se atraganta de la risa. Una risa en condiciones. El hoyuelo aparece en la mejilla y a mí se me borra la sonrisa de la cara cuando veo que inclina la cabeza, su pelo cae hacia adelante y sus hombros suben y bajan. Sé que quería ver una sonrisa, pero no estaba preparada para esto. No estoy segura de qué debo hacer. Está que se parte y no sé cómo reaccionar de manera natural. Lo único que puedo hacer es permanecer aquí tumbada, atrapada bajo su cuerpo convulsionado por la risa, y esperar a que se le pase.

Pero no parece que se le vaya a pasar pronto.

—¿Estás bien? —pregunto. Sigo alucinada y con el ceño fruncido.

—Isabella Taylor, tu abuela vale un Potosí —dice entre carcajadas y me besa en los labios con fuerza—. Es un tesoro de oro de dieciocho quilates.

—Es un enorme grano en el culo, eso es lo que es.

—No hables así de un ser querido.

Ahora aparece la cara seria que conozco tan bien. La risa y la felicidad se han esfumado como si jamás hubieran existido. Su repentino cambio de humor me hace comprender lo increíblemente insensibles que han sido mis palabras. Edward no tiene a nadie. Ni un alma.

—Perdón. —Me siento culpable y desconsiderada bajo su mirada acusadora—. Lo he dicho sin pensar.

—Es muy especial, Isabella.

—Lo sé —respondo. Era una broma, aunque me vendrá bien recordar que a Edward no le van las bromas en absoluto—. No lo decía en serio.

Se sume en sus pensamientos, sus ojos azules vuelan por mi cara antes de posarse en mis ojos. Sus esferas centelleantes se suavizan.

—Mi reacción ha sido un poco exagerada. Te pido disculpas.

—No, no hace falta. —Niego con la cabeza y suspiro, perdida en sus mares azules—. Tienes a alguien, Edward.

—¿A alguien? —inquiere frunciendo su bello ceño.

—Sí —digo con entusiasmo—. A mí.

—¿A ti?

—Yo soy tu alguien. Todo el mundo tiene a alguien y yo soy el tuyo, igual que tú eres el mío.

—¿Tú eres mi alguien?

—Sí.

Asiento con firmeza, observándolo meditar mi declaración.

—¿Y yo soy tu alguien?

—Correcto.

La cabeza de Edward baja un poco, es un leve gesto de asentimiento.

—Isabella Taylor es mi alguien.

Me encojo de hombros.

—O tu hábito.

Deja de asentir al instante y observo con deleite cómo sus labios esbozan de nuevo una sonrisa.

—¿Las dos cosas?

—Por supuesto —asiento. Seré lo que quiera que sea.

—No tienes elección. —El esbozo se convierte entonces en su encantadora sonrisa y casi me deslumbra.

—No la quiero.

—Por tanto...

—Esta conversación no tiene ningún sentido. Sí, estoy de acuerdo.

Tiro de él hacia mi cuerpo, le rodeo la cintura con las piernas, mis brazos descansan en sus hombros. Y algo en este momento me lleva a decirlo alto y claro, sin palabras ni gestos en clave.

—Me muero por tus huesos, Edward Masen.

Deja de lamerme el cuello y se levanta muy despacio para mirarme. Me preparo, no sé para qué. Sabe lo que siento. Se para a pensar un momento antes de coger aliento.

—Voy a hacer una suposición lógica: lo que has querido decir es que me amas profundamente.

—Correcto.

Me echo a reír y me lanzo contra su boca cuando su cabeza amenaza con volver a esconderse en mi cuello.

—Estupendo. —Me da un beso casto y asciende por mi mandíbula, cruza la barbilla y termina en mis labios—. A mí también me tienes profundamente fascinado.

Me derrito. Eso es todo cuanto necesito. Él es así. Es Edward Masen, el caballero fraudulento emocionalmente negado expresando sus sentimientos con sus propias palabras, que son un poco raras pero yo las entiendo. Yo lo entiendo.

Dejo que me bese, que su barba rasposa me arañe la cara, y disfruto de cada dulce segundo.

Gruño cuando se aparta.

—Voy a ir al gimnasio antes de trabajar. —Se pone de rodillas y me sienta en su regazo—. ¿Te gustaría acompañarme?

—¿Eh? —Ahora ya no sé si me hace falta. Toda la rabia y el estrés han desaparecido gracias a Edward y a su adoración. No necesito pegarle a un saco de arena hasta la muerte—. No soy socia de ningún gimnasio.

Miento, porque tampoco me hace falta ver cómo Edward le pega una paliza a un saco de arena. Las escenas del gimnasio y de la puerta de Ice son acontecimientos que ni me gustaron ni deseo revivir.

—Serás mi invitada. —Me da un beso rápido y me levanta de la cama—. Vístete.

—Tengo que ducharme —digo viendo cómo su espalda desaparece en el vestidor. El olor a sexo es intenso y se me ha pegado al cuerpo—. Sólo serán cinco minutos.

Voy hacia el cuarto de baño pero suelto un gritito cuando me intercepta y me coge en brazos.

—Te equivocas —replica con tranquilidad mientras me devuelve a la cama—. No hay tiempo.

—Pero estoy... pegajosa —protesto cuando me deja en el suelo.

Edward ya está a medio vestir, con los pantalones cortos puestos. Luce el pecho al descubierto y se balancea como si fuera un capote esperando al toro. No puedo quitarle los ojos de encima, se acerca más y más hasta que casi puedo tocarlo con la nariz.

—Tierra llamando a Isabella. —Su voz aterciopelada me saca de mi trance y doy un paso atrás. Lo miro y encuentro una sonrisa prepotente.

—Dios prestó especial atención el día en que te creó —digo.

Enarca las cejas y una sonrisa le cruza la cara.

—Y a ti te creó para mí.

—Correcto.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado —dice. Luego hace un gesto hacia la cama con la cabeza—. ¿Quieres ayudarme a hacer la cama?

—¡No! —exclamo sin pensar. Ya he perdido demasiada energía peleándome con su querida cama. Además, la última vez hice una obra de arte para nada. Podría haberse contenido y no haberla deshecho de nuevo para poder volver a arreglarla. Cosa que hizo—. Hazla tú.

Volvería a deshacerla y a hacerla a su modo, así que sería perder mi tiempo.

—Como quieras —dice y asiente de buena gana—. Vístete.

No discuto. Dejo a Edward haciendo la cama y saco mi ropa del cajón.

—No tengo ropa de deporte —señalo.

—Te llevaré a casa. —Extiende la colcha con esmero encima de la cama y ésta aterriza a la perfección. Aun así, la rodea tirando y alisando las esquinas—. Luego te llevaré al trabajo. ¿A qué hora tienes que estar allí?

—A las nueve.

—Estupendo. Tenemos tres horas y media. —Coloca los cojines y da un paso atrás para valorar su trabajo antes de pillarme observándolo—. ¡Un, dos, un dos...!

Sonriendo, me meto en el vestido y me pongo los tacones.

—¿Dientes?

Puedo esperar a ducharme ya que insiste, pero necesito lavarme los dientes.

—Lo haremos juntos.

Extiende el brazo para indicarme que pase yo primero, cosa que hago con una sonrisa en la cara. En general, sigue siendo un estirado pero lo rodea un aire de paz, y sé que la causa de esa armonía soy yo.

Capítulo 12: Capítulo 11 Capítulo 14: Capítulo 13

 
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