Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49274
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 12: Capítulo 11

No sé cómo he acabado aquí. Probablemente para reforzar mi decisión. Ver la cama con dosel, la lujosa habitación y recordarme a mí misma maniatada me ayuda a mantenerme firme, pero también intensifica el dolor. Estoy en la habitación de hotel, mirando, torturándome y rezando para ser fuerte. Para huir. Para desaparecer para siempre. No veo otra solución. Tengo frío y la piel de gallina. Me pican los ojos por las lágrimas. Tengo que poner en marcha los planes que he empezado a hacer tantas veces. Necesito desaparecer una temporada, poner tierra de por medio y esperar que el refrán «Ojos que no ven, corazón que no siente» se cumpla. Para los dos.

—¿Por qué has venido?

La pregunta se filtra entre el zumbido de la sangre que distorsiona mis oídos y me arrastra de vuelta a la habitación helada.

—Para convencerme de que estoy haciendo lo correcto.

—Y ¿sientes que es lo correcto?

—No —confieso.

Nada es lo correcto. Todo está muy mal. Oigo el clic de la puerta al cerrarse y salgo de mi ensoñación. Me vuelvo y encuentro a un desastre de hombre: el pelo alborotado, el traje arrugado. Sin embargo, hay alivio en sus ojos azules.

—No voy a perder —dice metiéndose las manos en los bolsillos—. No puedo perder, Isabella.

Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. Estoy ante él, derrotada.

Conquistada.

Su espalda choca contra la puerta, se le humedecen los ojos y su cuerpo se hunde en la madera. Ver a Edward Masen luchando por contener las lágrimas me arranca el corazón del pecho y me deja sin fuerza en las rodillas. Mi cuerpo se desploma en el suelo, la mandíbula contra el pecho, y mi pelo cae sobre los hombros. Y lloro. El hombre destrozado que tengo ante mí siempre ha hecho que me dolieran los ojos, pero esta vez no es de placer ni por su belleza. Esta vez es de verlo tan atormentado. Desesperado. En ruinas.

Me envuelve en un nanosegundo, sus manos cálidas me rodean con firmeza, mi cara se apoya en su pecho.

—No llores —susurra sentándome en su regazo—. Tienes que ser fuerte por mí.

Me coge en brazos y me lleva a la cama. «Se acaba aquí», dice tumbándome con delicadeza y cubriendo mi cuerpo con el suyo. Entierra la cara en mi cuello. No me resisto.

Dejo que su cuerpo se funda con el mío, que su fortaleza me inunde. Me abrazo a él como si mi vida dependiera de ello. Él hace lo mismo. Nos estrechamos con todo lo que tenemos, nuestros corazones laten con fuerza al unísono. Escucho los latidos. Los dos estamos volviendo a la vida.

Levanta la cabeza muy despacio hasta que me encuentro mirando unos ojos azules llenos de angustia.

—Lo siento mucho. —Me enjuga las lágrimas—. Sé que yo también he estado huyendo, pero ya lo he aceptado.

Me besa con dulzura. Necesito y deseo sus suaves labios.

—Necesito que tú hagas lo mismo. —Se sienta y me coloca en su regazo con facilidad. Me rodea con sus brazos y me besa la cara sin parar—. Lo que tenemos es hermoso, Isabella. No puedo perderlo. —Coge el bajo de mi vestido pero no empieza a quitármelo—. ¿Me permites?

Respondo empujando su chaqueta hasta que se la dejo por los hombros y él suelta mi vestido y me permite librarlo de ella. Necesito su piel desnuda contra la mía.

—Gracias —susurra.

Me quita el vestido y lo deja a un lado. Sus labios encuentran los míos e inician una delicada caricia, su lengua titubeante y suave se desliza en mi boca. Tengo la mente en blanco pero mi cuerpo responde por instinto. Acepto su beso, sigo su ritmo perezoso, me empapo en la emoción que mana de todo su ser. Siento sus manos tibias por todas partes, acariciándome y sintiéndome, recordándome que no tengo su piel bajo las palmas de las manos. Empiezo a desabrocharle el chaleco, luego la camisa, hasta que mis manos bucean bajo la tela, sintiéndolo por todas partes durante demasiado poco tiempo antes de empezar a quitarme la ropa. Me niego a separarme de su boca, ni siquiera para comerme su torso perfecto. En cuanto sus brazos quedan libres de nuevo me desabrocha el cierre del sujetador y me lo quita muy despacio. Deja al descubierto mis pezones, que están muy muy duros. Separa nuestras bocas y gimo en señal de protesta. Mis manos se apresuran a desabrocharle el cinturón.

Esa boca hipnótica está entreabierta y de ella fluye su aliento jadeante. Tiene la mirada fija en mis diminutos pechos. Le bajo los pantalones, impaciente por tenerlo desnudo.

Arranca sus ojos de mi pecho y me mira.

—Saboréame —dice.

No pierdo un segundo pero me lanzo a por su cuello, no a por su boca. Le mordisqueo la garganta e inhalo su fragancia masculina. Me faltan manos, lo hago gemir y mascullar de agradecimiento.

—Mi boca —dice con voz ronca, y con su súplica me desvía a sus labios—. ¡Dios mío, Isabella!

Sus grandes palmas encuentran mis mejillas y me sujeta la cabeza mientras nos besamos, despacio, con dulzura.

—No puedo imaginar nada mejor que besarte —dice contra mis labios—. Dime que eres mía.

Asiento contra él y salgo al encuentro de los remolinos de su lengua mientras me tumba en la cama. Rápidamente le bajo los pantalones por sus largas piernas. Me abandona un momento, saca un condón de la nada y se lo pone, siseando y apretando la mandíbula. Luego cierra los ojos antes de caer de nuevo sobre mi cuerpo. Gimo cuando se acomoda entre mis muslos y siento la ancha cabeza de su erección empujando contra mi entrada.

—Dilo. —Me muerde el labio inferior y retrocede—. No me rechaces.

—Soy tuya. —No cabe la menor duda.

Apoya su frente en la mía y empuja en mi interior con una controlada exhalación.

—Gracias.

—Edward... —suspiro sintiendo que los pedazos de mi corazón roto se unen de nuevo.

Cierro los ojos satisfecha, la paz se apodera de mí y él empieza a balancear las caderas sin prisa. Tengo las manos libres, puedo tocarlo a mi antojo. Deslizo las palmas de las manos por todas partes acariciando cada centímetro de su cuerpo. Nuestras lenguas bailan felices, sus caderas oscilan con delicadeza y la adoración fluye de él. Se ha redimido del todo. Es tan atento que borra la escena de terror que tuvo lugar en este hotel; este momento perfecto me recuerda al hombre dulce y gentil que es cuando me venera, el hombre que necesito que sea. El hombre que quiere ser. Por mí.

—Nunca voy a soltar tus labios —anuncia, mientras nuestros cuerpos sudorosos se deslizan lánguidamente—. Nunca.

Me vuelve debajo de él para tenerme sentada a horcajadas sobre sus caderas, llena a rebosar. El movimiento lo lleva increíblemente más adentro.

—¡Ay, Dios!

Me apoyo con las palmas de las manos en sus abdominales y me preparo. La barbilla me choca contra el pecho.

—¡Joder! —maldice Edward entrando y saliendo sin parar de mí, agarrándose con fuerza a la parte alta de mis muslos—. Isabella Taylor —susurra—, mi pertenencia más valiosa.

—No sueltes mis labios —digo atragantándome por el deseo.

Cojo aire cuando me sujeta de la nuca y me atrae hacia su cara. Vuelve a entrar en mí.

Grito. Luego me hace enloquecer con un beso tan hambriento que me cuesta recordar mi nombre.

—Muévete. —Me mordisquea la lengua y me sujeta por las nalgas con las manos para animarme. Me levanta. Siento que se me escapa y el roce crea esa deliciosa fricción que me eleva con un grito. Me llevo las manos a la cabeza —. ¡Eso es, Bella!

El placer que contorsiona su rostro me da fuerzas. Me levanto y me dejo caer sobre sus caderas sin control.

—¿Así? —pregunto sin aguardar respuesta. Sus ojos fuertemente cerrados lo dicen todo. Me sujeto los mechones de pelo rubio de cualquier manera—. ¡Dímelo, Edward!

—¡Sí! —Abre los ojos y aprieta los dientes—. Puedes hacerme lo que quieras, Isabella. Aceptaré lo que sea.

Hago una pausa. Me cuesta respirar y lo siento palpitar incesantemente dentro de mí. Mis músculos acarician cada movimiento.

—Yo también.

Se mueve con rapidez. Me tumba sobre mi espalda y vuelve a deslizarse dentro de mí con facilidad. Con la punta de los dedos dibuja un sendero hasta mi mejilla ardiente y vuelve a reclamar mi boca.

—Ojalá estuvieras en mi cama —susurra sin soltar mis labios, moviendo las caderas en círculos constantes sin dejar de entrar y salir, cada vez más adentro—. Por favor, dime que puedo llevarte a mi cama y pasarme la noche abrazado a ti.

Su petición genera una pregunta. Rompo nuestro beso.

—¿Cómo es posible que abrazarme sea «lo que más te gusta»?

No le doy tiempo a responder. Echo mucho de menos su boca y no pierdo ni un segundo en hundir la lengua en ella mientras él continúa meciéndose en mí.

—Sólo es «lo que más me gusta» hacer contigo. —Me mordisquea el labio y me planta un reguero de besos ligeros como una pluma de una comisura de los labios a la otra—. A la única a la que quiero estrechar hasta que me muera es a ti.

Sonrío y casi me echo a llorar cuando me deslumbra con su poco frecuente pero increíble sonrisa. Sus ojos azules brillan como estrellas. Se ha redimido del todo. El Edward brutal ha quedado olvidado hace mucho. Quiero sus labios otra vez en los míos, pero también quiero verle la cara cuando luce la sonrisa más maravillosa que he visto nunca.

—Me encanta cuando sonríes —proclamo jadeante mientras me bendice con una suave rotación de sus caderas que acierta justo en ese punto de mi pared frontal—. ¡Ay, Dios!

—Sólo sonrío por ti. —Me da un pico y levanta el torso, apoyado en sus brazos largos y musculosos—. Me encantan tus tetas —dice entonces. Las mira y se pasa la lengua por los labios provocativo.

—No son gran cosa. —Quiero taparme mis encantos minúsculos con las manos, pero éstas están muy ocupadas acariciando sus antebrazos.

—Discrepo. —Jadea ligeramente y cierra los ojos mientras ejecuta el movimiento perfecto, profundo, preciso.

Mis músculos se tensan y empujo contra sus brazos robustos.

—¡Madre de Dios! —suspiro sintiendo llegar el preludio de un delicioso orgasmo.

—¿Vas a correrte, mi dulce niña?

—Sí —gimo arqueando la espalda y enrollando las piernas en su cintura. La corriente caliente de presión en mi entrepierna desciende como un remolino.

Edward deja caer la cabeza, abre los ojos muy despacio y se apoya en los antebrazos.

—Dame tus labios —dice con voz ronca mientras entra, sale y vuelve a adentrarse en mí. El placer que me regala me deja sin fuerzas, mareada—. Bella, tus labios...

Me acerca la cara para que sólo tenga que levantar un poco la mía. Nuestras lenguas se encuentran y se enzarzan en un delicado baile. Empiezo a estremecerme y mi clímax se apodera de mí, él me embiste con fuerza y me besa ardientemente, gimiendo con pasión. Mis manos se enroscan en sus rizos húmedos y tiran de ellos hacia atrás.

—Me corro —gimo—. Edward, me corro.

Empiezo a contraerme a su alrededor e intento besarlo con fogosidad mientras me atacan oleadas de placer. Sin embargo, él no me lo permite. Se aparta un poco unos segundos antes de unir nuestros labios para guiarme en silencio.

Chispas ardientes de placer me atacan en todas direcciones. Las sensaciones son tan abrumadoras que no puedo respirar. Grito. Exploto. Mi carne palpita y me pesan los párpados mientras él continúa adorando mi boca y entrando sin prisa en mí. Me he hecho añicos y esos añicos vuelven a unirse bajo su adoración. Podemos hacerlo. Si estamos juntos, podemos salir airosos de los retos que nos aguardan. Mi determinación nunca ha sido tan fuerte.

—Gracias —suspiro sonriente dejando caer los brazos por encima de mi cabeza.

—Nunca me des las gracias.

En mi estado de felicidad absoluta apenas soy consciente de que él sigue como una piedra en mi interior.

—No te has corrido —gimoteo.

Se sale despacio y recorre mi cuerpo a besos hasta que tiene la cabeza entre mis muslos y me vuelve loca con pequeños lametones en mi piel estremecida, seguidos de un largo lametón justo en el centro. Me arrugo, intentando controlar el cosquilleo palpitante. Él asciende por mi cuerpo y hunde la lengua en mi boca.

—Te adoro. —Me besa en la frente y me da un beso de esquimal—. Quiero «lo que más me gusta».

—No puedo mover los brazos.

—Dame «lo que más me gusta», Bella. —Enarca las cejas a modo de advertencia, y me hace sonreír aún más—. Ya.

No me cuesta nada darle lo que me pide. Rodeo sus hombros con los brazos y lo estrecho contra mí.

—Quiero estar en tu cama —susurro contra su pelo, deseando estar ya allí.

—Y lo estarás.

Se da la vuelta llevándome consigo y luego me levanta hasta que me sienta sobre su estómago. Me estudia en silencio.

—¿En qué piensas? —pregunto.

—Pienso que nunca me ha sorprendido nada en la vida —dice dibujando círculos en mis pezones hasta que los tengo como balas, duros y sensibles—. Pero el día en que lanzaste aquel dinero encima de la mesa en la brasería Langan tuve que contenerme para no atragantarme con el vino.

Me ruborizo un poco ante mi propia osadía. Ojalá nunca lo hubiera hecho.

—No volveré a hacerlo.

—Ni yo —susurra llevando su mano a mi muñeca y acariciando la zona en la que los moratones ya casi han desaparecido—. Perdóname. Me consumía la desesperación por...

Me suelto la mano, le planto un beso en los labios y lo acallo con mi cuerpo.

—Por favor, no te sientas culpable.

—Aprecio tu compasión, pero nada de lo que digas borrará mis remordimientos.

—Yo te presioné.

—Eso no es excusa. —Se sienta y nos lleva al borde de la cama. Me pone en pie—. Te lo compensaré, Isabella Taylor —jura levantándose y cogiéndome la cara entre las manos—. Te haré olvidar a ese hombre.

Sus labios encuentran los míos y enfatizan sus palabras. Asiento sin separarme de él.

—No es el hombre que quiero ser para ti —añade.

Dejo que me ahogue en su boca y en su arrepentimiento, que me empuje contra la pared con desesperación, que me acaricie por todas partes.

—Llévame a tu cama —suplico.

Necesito el confort y la seguridad que me produce estar en los brazos y en la cama de Edward, cosa que no acabo de conseguir aquí, en esta habitación de hotel, donde la cama con dosel me recuerda constantemente que hay un Edward muy diferente de éste.

—Haré lo que tú quieras —susurra haciendo una pequeña pausa en su beso de disculpa y dándome un sinfín de picos en los labios—. Cualquier cosa. Por favor, intenta borrar lo que ocurrió.

—Entonces sácame de aquí —insisto—. Sácame de esta habitación.

Le entra un poco el pánico y se aparta al darse cuenta de mi desesperación por escapar de todo lo que me lo recuerda. Ahora él también está desesperado. Se pone en acción. Se quita el condón, se viste a la velocidad de la luz, de cualquier manera. Se deja la camisa a medio abotonar y por fuera de los pantalones. Luego se pone el chaleco y la corbata con el mismo poco cuidado antes de coger mi vestido y meterme en él.

Me coge de la mano y me conduce lejos de la frialdad de la extravagante habitación de hotel. Bajamos por la escalera y de vez en cuando mira hacia atrás para comprobar que estoy bien.

—¿Voy demasiado rápido? —pregunta sin aminorar el paso.

—No —respondo. Aunque a mis piernas les cuesta seguirle el ritmo, quiero ir deprisa.

Quiero salir de este lugar cuanto antes.

Llegamos al vestíbulo palaciego y llamamos la atención de la clientela pija porque vamos hechos unos zorros. Me da igual, que miren. Edward tampoco parece preocupado.

Prácticamente le tira la llave de tarjeta a la chica que está en recepción. Parece tan desesperado por salir de aquí como yo.

Da la impresión de que el coche está lejísimos, cuando en realidad está aparcado a la vuelta de la esquina. El trayecto parece durar horas cuando de hecho han sido sólo unos minutos. La escalera que lleva al apartamento de Edward parece tener miles de peldaños, cuando sólo hay unos cientos.

En cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros, me quita el vestido con impaciencia. Mi ropa interior desaparece y me coge en brazos, pegada a su cuerpo vestido sin cuidado. Me besa en la boca durante todo el camino hasta su dormitorio, sólo que no vamos al dormitorio, sino al estudio, donde me deja sobre el sofá. Me siento, un poco rara y un poco desconcertada por el modo en que crece su desesperación. Se quita la ropa a toda velocidad y la deja tirada, una pila de tela cara en el suelo. Baja el cuerpo sobre el mío y se me traga por completo. Me hunde en el viejo y gastado sofá. Tengo su cara en mi cuello, inhalando mi pelo. Luego su boca está en la mía, abriéndose paso con delicadeza con la lengua mientras gime cuando el beso se vuelve más voraz y derrota por completo el propósito de nuestro encuentro. Siempre soy yo la que lleva las cosas a más y Edward el que insiste en ir poco a poco, y ahora sé por qué. Sin embargo, la preocupación es más fuerte que él.

Intento suavizar el beso, bajarlo unos pocos decibelios, pero lo ciega el propósito de hacerme olvidar. No es un beso violento, en absoluto, si bien no es ni lo que quiero ni lo que necesito.

—Más despacio —jadeo apartándome de sus labios, pero los reubica en mi cuello, donde vuelven a su entusiasmo previo—. ¡Edward, por favor!

Ante mi súplica, se levanta sobresaltado y se hunde las manos en los rizos. El miedo en sus ojos es más de lo que puedo soportar, y es entonces cuando me doy cuenta de que es dos personas completamente diferentes, física y emocionalmente. Al menos, desde que estoy en su vida. Sospecho que antes de que yo apareciera era simplemente el hombre disfrazado de caballero y el amante despiadado (o chico de compañía).

—¿Te encuentras bien? —pregunto sentándome.

—Te pido disculpas —dice. Se levanta y camina hasta el ventanal.

Su espalda desnuda brilla casi etérea en la noche. Siento la necesidad abrumadora de tocarlo, pero está sumido en sus pensamientos y debería dejarlo meditar. Durante mucho tiempo he pensado que yo era la única con taras en esta relación. Estaba muy equivocada.

Edward está aún mucho peor que yo. He visto los resultados de su estilo de vida. He visto el efecto que tuvo en mi madre y el impacto permanente que dejó en mi abuela. Y en mí. He hecho muchas estupideces. Sólo que Edward no tiene familia. Está solo, da igual cómo formule la pregunta. Y no va derecho al infierno porque yo lo he rescatado y ahora que lo sé me siento aún más esperanzada. Edward ha pasado demasiados años haciendo algo que no quería hacer.

—¿Edward?

Se vuelve, lentamente, y no me gusta lo que veo.

Derrotismo.

Pena.

Tristeza.

Deja caer la cabeza.

—Soy un desastre, Isabella. Perdóname.

—Ya te has disculpado de sobra. Deja ya de pedirme perdón. —Me está entrando el pánico—. Por favor, ven aquí.

—No sé qué sería de mí, pero deberías poner pies en polvorosa, mi dulce niña.

—¡No! —exploto, preocupada por su cambio de actitud hacia nuestro reencuentro—. ¡Ven aquí!

Estoy a punto de ir a buscarlo cuando él se acerca y se sienta en la otra punta del sofá.

Demasiado lejos.

—No digas esas cosas —le advierto tumbándome boca arriba y apoyando la cabeza en su regazo desnudo para poder mirarlo a la cara.

Baja la cabeza para que sus ojos encuentren los míos; sus manos acarician mi pelo.

—Lo siento.

—Si vuelves a disculparte otra vez —le advierto cogiéndolo del cuello y bajándolo a la fuerza hasta que estamos frente a frente—, te voy a...

—¿Qué?

—No lo sé —admito—, pero ya se me ocurrirá algo.

Lo beso porque es lo único que puedo hacer, y él se deja. Soy yo la que marca el ritmo delicado, soy yo quien guía a Edward. Ahora yo soy la fuerte. Yo. Da igual lo que haya sucedido antes de mi llegada. Lo que importa es que nos hemos encontrado y por fin nos hemos aceptado el uno al otro. Es el ciego que guía a otro ciego pero estoy completamente decidida.

He dejado que derribe mis barreras y, en el proceso, yo también he derribado las suyas sin darme cuenta. No estoy dispuesta a renunciar a sus labios. No voy a ceder a esta sensación de que aquí es donde pertenezco. Aquí está mi sitio. No estoy preparada para luchar más contra lo que siento. Soy lo bastante fuerte para ayudarlo. Él me da fuerzas.

Detiene nuestro beso repentinamente y suspira. Su aliento me baña la cara. Se esfuerza por acariciarme el pelo y las mejillas con ternura.

—¿Me estás diciendo que te ha molestado? —pregunta muy serio. Me da un beso en la mejilla—. Porque, si es así, lo siento.

—Para.

—Perdona.

—Mira que eres tonto.

—Lo siento.

—Te voy a... —le advierto dándole un tirón de pelo.

Me levanta la cabeza, se tumba y me recoloca de modo que me quedo encima de él, cara a cara.

—Adelante, por favor —susurra acercándome sus labios y parpadeando muy despacio, tentándome.

—¿Quieres que te bese? —pregunto en voz baja, mientras mantengo la mínima distancia que separa nuestras bocas y me resisto al impulso de capturar la tentación que tengo a un mordisco.

—Perdona.

—No hace falta.

—Lo siento. —Roza mis labios y se acabó la resistencia. Me es imposible apartarlo—. Lo siento mucho.

Mi lengua se hunde sin piedad pero con ternura, y se mueve con total adoración. Estamos donde debemos estar. Todo vuelve a funcionar bien en mi mundo. Se puede perdonar todo, sólo que ahora hay mucho más que perdonar. Sus reglas, las que me impedían tocarlo y besarlo, son papel mojado. Estoy acariciándolo por todas partes, besándolo como si nunca más fuera a volver a tener el placer de hacerlo. Hay amor, cariño, significa algo y es alucinante. Es perfecto.

—Me encantan tus castigos —masculla poniéndose de lado y estrechándome contra su pecho sin dejar de besarme y acariciarme—. Quédate esta noche conmigo.

Soy yo la que pone fin a la unión de nuestras bocas. Tengo los labios doloridos e hinchados. Su incipiente barba está siempre rasposa y pincha, pero me resulta familiar y reconfortante. Le acaricio la mejilla con la palma de la mano y observo cómo entreabre la boca cuando mi pulgar le roza los labios.

—No quiero quedarme únicamente esta noche —susurro. Mis ojos ascienden reticentes por su nariz hasta que están mirando unos círculos azules y comprensivos.

—Quiero que te quedes para siempre —responde con ternura, y con un fuerte beso sus labios enfatizan sus palabras—. Te quiero en mi cama.

Se levanta del sofá y me coge en brazos. Me besa como si no nos hubiéramos separado mientras me lleva al dormitorio.

—¿Tienes idea de cómo me haces sentir? —pregunta acostándome con delicadeza e indicándome que me tumbe boca abajo.

—Sí —digo.

Dejo la cara sobre la almohada y él inicia un delicado ascenso con su lengua por mi columna que termina con un suave beso en mi omóplato.

La punta dura de su erección juguetea en mi entrada y pongo el culo en pompa para meterle prisa.

—Doy gracias al cielo porque vuelves a ser mía.

Se hunde en mí con una dura exhalación, luego se queda quieto, intentando recobrar el control de su respiración. Muerdo la almohada y gimo en silencio. Su torso duro me presiona la espalda, me hunde en el colchón, y yo me aferro a las sábanas con los puños apretados.

—Has cogido lo único que resistía en mí y lo has aniquilado, Bella —susurra con voz ronca, trazando círculos con las caderas.

Vuelvo la cabeza cuando siento sus labios en mi oreja y veo unas pestañas oscuras enmarcando unos ojos azules resplandecientes.

—No quiero coger nada —replico—. Quiero que tú me lo des.

Se retira lentamente y empuja hacia adentro con firmeza, una y otra vez, ahogando gemidos de placer con cada movimiento.

—¿Qué quieres que te dé?

—¿Qué es lo más sólido y resistente que hay en ti? —Gimoteo las palabras durante una embestida increíblemente profunda.

—Mi corazón, Bella. Mi corazón es lo más resistente que tengo.

Pierde el control un instante y arquea la espalda con un rugido.

Me duele el alma al oírlo.

—Quiero verte. —Me revuelvo bajo su cuerpo—. Por favor, quiero poder verte.

—¡Joder! —maldice saliendo rápidamente de mí para que me dé la vuelta y lo coja por los hombros. Vuelve a entrar y embiste hacia adelante sin control—. ¡Bella! —grita apoyándose en los brazos. Se queda muy quieto, jadeante, mirándome—. Me das mucho miedo.

Levanto las caderas y la barbilla le toca el pecho. Sus rizos caen como una cascada.

—Yo también te tengo miedo —susurro—. Estoy aterrada.

Levanta los ojos y mueve las caderas en círculos.

—Emocionalmente soy virgen, Bella. Tú eres la primera.

—¿Eso qué quiere decir? —pregunto en voz baja.

Va a hablar, pero lo piensa dos veces. Sus ojos me atraviesan.

—Me he enamorado, Isabella Taylor —susurra.

Tengo que morderme el labio para no dejar escapar un sollozo. Eso es lo único que importa.

—Me fascinas —contraataco.

Estoy reafirmando mis sentimientos, que sepa que nada ha cambiado. He malgastado un tiempo precioso apartándolo de mi vida, un tiempo que podría haber pasado ayudándolo y haciéndome más fuerte.

Él se deja caer sobre los antebrazos y empieza a mover las caderas despacio, rítmicamente, haciéndome enloquecer de deleite.

—Por favor, no me dejes caer —susurra.

Niego con la cabeza y le acaricio la nuca. Recibo cada uno de sus avances imitando su movimiento de caderas. No sé qué está pasando, pero sé que mis sentimientos son profundos.

Y sé que acaban de hacerse más fuertes.

—Me ha salvado una niña dulce y bonita —dice mirándome a los ojos—. Hace que se me acelere el pulso y me tiene embobado.

Cierro los ojos, lo dejo seguir adelante, la perfección de este momento me desgarra el alma.

—Voy a correrme —jadea—. ¡Isabella!

Abro los ojos, mi cuerpo se retuerce bajo sus músculos prietos. Ha aumentado el ritmo y, por tanto, mi placer. Nuestros cuerpos están entrelazados, unidos, como nuestras miradas, y la conexión permanece intacta hasta que los dos nos arqueamos, nuestros clímax se apoderan de nosotros al unísono y ambos nos quedamos rígidos, jadeando en la cara del otro. Me invade una extraña sensación. Literalmente. Siento calor por dentro, es muy agradable. Demasiado.

—No llevas condón —digo en voz baja.

Lleva escrito «culpable» en su cara perfecta, y su delicado movimiento de caderas se detiene demasiado repentinamente. Se queda pensativo un momento y al final dice: —Supongo que no soy el caballero que digo ser.

No debería reírme, la situación es muy seria, pero lo hago. La inusual expresión de sentido del humor de Edward, por inapropiada que sea, hace imposible que no me ría.

—Humor seco.

Me embiste de nuevo con las caderas, hacia arriba y muy adentro, su semierección me acaricia y me recuerda el gusto que da sentirlo a pelo.

—Aquí dentro no hay nada seco.

Me río. Edward Masen nunca deja de sorprenderme.

—¡Es terrible! —me lamento.

—Pues a mí me parece estupendo.

Me lanza una sonrisa de pillo y me muerde en la mejilla. Tiene razón, es estupendo, pero no significa que hayamos hecho bien.

—Voy a tener que ir al médico.

Lo beso en los labios y lo abrazo con fuerza.

—Yo te llevo. Acepto toda la responsabilidad. —Se aparta y me observa con atención—. Nunca imaginé que sería tan increíble. Me va a ser difícil volver a usar preservativo.

Y en este instante caigo en la cuenta: —Lo sabías. Lo has sabido todo el rato.

—Era demasiado agradable como para parar. —Besa castamente mi cara estupefacta—. Además, podemos aprovechar la visita para pedirle al médico que te recete la píldora.

—¿Ah, sí?

—Sí —responde con seguridad—. Ahora que te he probado sin nada que se interponga entre nosotros, quiero más.

No tengo nada que objetar.

—¿Te importa si dormimos en el sofá de mi estudio?

—¿Por qué?

—Porque me calma y, contigo y «lo que más me gusta», sé que voy a dormir la mar de bien.

—Me encantaría.

—Perfecto, porque no tenías elección.

Me coge en brazos y me transporta de vuelta al estudio, donde me coloca con esmero en el viejo y desvencijado sofá. Luego se tiende a mi lado, me estrecha contra su pecho y apoya la cabeza en la mía para que los dos disfrutemos de las impresionantes vistas. El silencio que nos rodea me da la oportunidad de pensar en algunas de las respuestas que todavía me faltan.

—¿Por qué no me dejabas besarte? —susurro.

Se tensa detrás de mí, y no me gusta.

—No quiero responder a más preguntas tuyas, Bella. No quiero que vuelvas a salir huyendo.

Me llevo su mano a los labios y la beso con dulzura.

—No voy a huir.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

—Gracias. —Tira de mí, ayudándome a que me dé la vuelta para mirarlo. Quiero contacto visual mientras hablamos—. Besar es algo muy íntimo —dice acercándome a su cara y dándome un beso largo, lento y lánguido.

Ambos gemimos.

—Igual que el sexo —replico.

—Te equivocas. —Se aparta y examina mi cara de confusión—. Sólo es íntimo cuando hay sentimientos de por medio.

Me tomo un momento para asimilar sus palabras.

—Entre nosotros hay sentimientos.

Sonríe y me cubre la cara de besos para representar sus sentimientos. No se lo impido. Lo dejo que me colme de besos babosos. Me empapo de su afecto hasta que decide que mi cara ya ha disfrutado de suficiente intimidad. Comprender las reglas de Edward (ni besos, ni caricias) me produce una cálida satisfacción en lo más profundo de mi ser y alivia la angustia que me incapacitaba desde que las descubrí. A mí me deja besarlo y me deja tocarlo y acariciarlo.

Esas mujeres se han perdido lo mejor del mundo.

—¿No te has acostado con ninguna mujer desde que me conociste?

Niega con la cabeza.

—Pero has tenido... —Hago una pausa intentando encontrar la palabra adecuada— ¿reservas?

—Citas —me corrige—. Sí, he tenido citas.

La curiosidad de Charlie es más fuerte que yo. Se preguntaba cómo se las había apañado Edward para mantener sus citas sin tener que acostarse con esas mujeres. Odio mi propia curiosidad y aborrezco la de Charlie.

—Si pagan por el mejor polvo de su vida, ¿cómo has evitado tener que dárselo?

—No ha sido fácil. —Me aparta el pelo de la cara—. No me gusta mucho dar conversación.

—¿Hablando? —pregunto patidifusa.

—Es posible que metiera alguna palabra cuando fingía escuchar. Estaba pensando en ti la mayor parte del tiempo.

—Ah.

—¿Hemos terminado? —inquiere.

Está claro que lo incomoda la conversación, pero a mí no. Debería. Debería darme por satisfecha con la información que me ha proporcionado, contenta de que se haya abierto y me lo haya aclarado, de que no haya sentimientos de por medio. Pero no lo estoy. Estoy demasiado confundida.

—No entiendo por qué esas mujeres te desean tanto.

Dios bendito, si esas mujeres sintieran lo que yo con Edward Masen, si él las hubiera venerado, estoy segura de que echarían la puerta abajo para conseguirlo.

—Las hago llegar al orgasmo.

—¿Las mujeres pagan miles de libras por un orgasmo? —balbuceo—. Eso es... —Iba a decir obsceno, pero entonces recuerdo mis propios orgasmos y la leve sonrisa de Edward me dice que sabe en qué estoy pensando. Me desinflo—. Haces que todas esas mujeres se sientan tan bien como me siento yo en la cama. —Asiente—. Así que no soy nada especial. —Mi voz suena dolida. De hecho, lo estoy.

—Discrepo —rebate, y estoy a punto de discutírselo pero me hace callar con sus gloriosos labios, deslizando su lengua lentamente por mi boca. Mi cerebro se abotarga y me olvido de lo que iba a decir—. Tienes algo muy especial, Isabella.

—¿Qué? —pregunto disfrutando de su atención.

—Me haces sentir tan bien como yo te hago sentir a ti, cosa que nadie más ha logrado y nadie más logrará. Me he acostado con muchas mujeres. Nada de ninguno de esos encuentros me ha acelerado el pulso.

—Has dicho que te resultaba placentero —le recuerdo pegándome a él—. Yo no sentí ningún placer cuando me lo hiciste de aquel modo. ¿Y tú?

Recuerdo perfectamente que se corrió.

—No sentí nada más que repulsión, antes, durante y después.

—¿Por qué?

—Porque juré por mi vida que nunca iba a mancillarte con mi sucio pincel.

—Y ¿por qué no paraste?

—Me quedo en blanco. —Suelta mi boca y se revuelve incómodo—. Es como un resorte: cuando salta ya no veo nada, sólo mi propio objetivo.

—Y ¿cómo es que esas mujeres obtienen alguna satisfacción de eso?

—Me desean pero soy inalcanzable. Todo el mundo quiere lo que no puede tener —dice observándome detenidamente, casi con recelo.

Rompo el contacto visual, intentando asimilarlo todo, pero Edward interrumpe el hilo de mis pensamientos.

—¿Sabes cuántas mujeres consiguen llegar al orgasmo durante la penetración?

Levanto la mirada.

—No.

—Según las estadísticas, el número es increíblemente bajo. Todas las mujeres a las que me follo se corren conmigo dentro. Ni siquiera tengo que esforzarme. En cierto sentido, tengo talento. Y estoy muy solicitado.

Me ha dejado sin habla, alucinada con su sinceridad. Lo explica como si fuera una carga.

Puede que lo sea. Y agotadora. Mi pobre mente inocente va a cien por hora y aterriza en un pequeño detalle. Mi orgasmo en la habitación de hotel. Ése no lo busqué. Me había disociado de mi cuerpo; se corrió por su cuenta... Y entonces el torbellino de mis pensamientos procesa algo más.

—Tuviste que ayudarme una vez —susurro, recordando lo inútil y lo frustrada que me sentí—. Usaste los dedos.

Frunce el ceño.

—Eso te hace aún más especial.

—Te he fastidiado el historial impecable.

Me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Es ridículo, hago como que me parece tan gracioso como a él. Pero la alternativa sería sentirme como una mierda.

—La arrogancia es una emoción muy fea —susurra.

Abro unos ojos como platos.

—¿Y me lo dices tú? —me atraganto.

Se encoge de hombros.

—Podría vender mi historia —anuncio muy seria. Su media sonrisa se convierte en una gran sonrisa, esa tan poco frecuente y que tanto me gusta—. El chico de compañía más famoso de Londres pierde su toque.

Me quedo muy seria, observando cómo le brillan los ojos.

—¿Cuánto va a costarme tu silencio? —pregunta.

Miro al techo y pongo cara pensativa, como si estuviera dándole vueltas a su pregunta pese a que sé lo que voy a decir desde el momento en que me ha hecho la pregunta.

—Una vida de adoración continua.

—Espero que sea yo el que tenga que adorarte.

Nuestros labios vuelven a unirse.

—Única y exclusivamente. Me debes mil libras —mascullo pegada a su boca. Se aparta con el ceño fruncido—. Pagué por un servicio con el que no quedé satisfecha. Quiero que me devuelvan el dinero.

—¿Quieres un reembolso? —sonríe, pero durante un segundo la preocupación reemplaza a su sonrisa—. Dejé tu dinero en la mesa.

—Ah.

Me incorporo y me monto a horcajadas en su regazo. No quiero ese dinero, del mismo modo que tampoco quiero los otros miles de libras que hay en la cuenta bancaria de la que salió ése.

—Entonces te invité a cenar —digo encogiéndome de hombros.

—Bella, las ostras y el vino no costaron mil libras.

—Pues te invité a cenar y dejé una generosa propina.

Aprieta los labios en una línea recta, intentando contener la risa.

—Mira que eres tonta.

—Y tú, un estirado.

—¡¿Cómo has dicho?!

—¡Relájate!

Me desternillo contra su pecho y hundo la cabeza en su cuello. Edward resopla ante mi insulto pero me estrecha como una fiera.

—Tomo nota de su petición, señorita Taylor.

Sonrío pegada a su piel y me siento inmensamente feliz.

—Así me gusta, señor Masen.

—Descarada.

—Te encanta mi vena atrevida.

Suspira profundamente y apoya la cabeza en la mía.

—Es verdad —susurra—. Si eres atrevida conmigo, me encanta, casi siempre.

Su declaración indirecta termina de convencerme. Estoy enamorada de Edward Masen hasta la médula. Me separa de él y luego vuelve a estrecharme contra su cuerpo. Apoyo la cabeza en su antebrazo, mi mano encuentra la suya y nuestros dedos se entrelazan y en silencio dicen: «No me sueltes nunca».

—Inalcanzable —susurro con un suspiro.

—Para ti estoy al alcance de la mano, Isabella Taylor. —Me abraza y respira hondo, luego me besa con ternura en la coronilla—. Nunca le había hecho el amor a una mujer. —Apenas si puedo oír sus palabras—. Sólo a ti.

Asimilo su reveladora confesión. Me deja atónita.

—¿Por qué yo? —pregunto en voz baja, y me resisto a darme la vuelta para mirarlo a los ojos. No debería darle importancia, aunque la tiene, muchísima.

Hunde la nariz en mi pelo y aspira mi fragancia.

—Porque cuando miro esos centelleantes zafiros sin fondo, veo la libertad.

Mi cuerpo se relaja con un suspiro satisfecho. No me creía capaz de apartar la mirada de las impresionantes vistas del desvencijado sofá de Edward pero, cuando remata la frase con su tarareo característico, sé que estoy equivocada. Londres desaparece ante mis ojos y las horrendas imágenes que he luchado por borrar de mi mente sin éxito durante tanto tiempo desaparecen con él.

Capítulo 11: Capítulo 10 Capítulo 13: Capítulo 12

 
14430864 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10748 usuarios