EL CABALLERO DEMONIO (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 22/09/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 143
Visitas: 60955
Capítulos: 22

"FANFIC FINALIZADO"

SU PRISIONERA, SU DESEO…

Edward Masen, atractivo caballero inglés sin tierras, llega a las Highlands escocesas para evitar un matrimonio que uniría a dos poderosos clanes contra la Corona Inglesa. Pero no podrá disuadir a la novia, la salvaje y testaruda Isabella, Doncella de Cullen. Aunque es prisionera de Edward, la tentadora, orgullosa y desafiante dama nunca dejará que la confinen en un convento, y tampoco abandonará ni a su familia ni su determinación de casarse con el laird Black… dejando a Edward con sólo un camino que escoger: casarse él mismo con Isabella.

…SU NOVIA

¡Ese descarado canalla pronto descubrirá que ha encontrado a una igual! Sin embargo, Isabella no puede evitar sentirse conmovida por la ternura y la nobleza de Edward… y por un peligroso deseo al que no quiere dar cabida en su corazón.

Nada bueno puede resultar de su unión con este caballero que primero le robó su libertad y ahora le roba el aliento. Y aunque ha sido ella quien ha puesto al notorio guerrero enemigo de rodillas, ahora es Isabella quien debe rendirse… a la pasión y el amor.

 

 

Adaptacion de los personajes de crepusculo del libro

"El Sabor del Pecado" de Connie Mason

 

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Capítulo 20: DIECINUEVE

Isabella estaba acurrucada en la cama, envuelta en su capa, con la manta atada a los hombros para que le diera más calor y escuchando cómo el viento aullaba a través de la ventana. No sentía nada, nada en absoluto. Para sobrevivir, había forzado su cuerpo y su mente a un estado de entumecimiento. El tiempo carecía de significado. ¿Llevaba en la Torre una semana o dos? Parecía una eternidad.

Observó con escaso interés cómo las ratas jugaban a perseguirse.

Había perdido todo el miedo por aquellas odiosas criaturas que habían engordado con la comida que ella no probaba. Sus travesuras habían sido una diversión que servía para que Ella olvidara su desgracia.

Acostumbrada como estaba a las interrupciones externas, no prestó atención cuando se abrió la puerta de su cuarto. Supo sin necesidad de mirar que el celador había entrado con un cuenco de gachas, del que sin duda disfrutarían las ratas en cuanto él se marchara.

Isabella volvió a desear, y no por primera vez, tener algo decente que comer, pero sabía que tenía pocas posibilidades de conseguirlo. Ya no podía seguir negando lo que sospechaba desde que salió de Cullen. Las señales eran inconfundibles. Estaba esperando un hijo de Edward y necesitaba comida más saludable para que su hijo sobreviviera.

A menos que sus circunstancias cambiaran, sin embargo, Isabella temía no vivir lo suficiente como para traer a su hijo al mundo. No tenía espejo, pero sabía que los kilos de su cuerpo se habían derretido, y que tenía las mejillas hundidas y los ojos sin brillo. ¿Estaría cercana la muerte?

¿Por qué la había abandonado Edward? ¿Era mentira todo lo que le había dicho? Isabella dejó caer la cabeza sobre el pecho. Estaba herida, desilusionada, y desprovista de toda esperanza. No es que la Justicia fuera ciega; en su caso, sencillamente, no existía.

-Señora, ¿te encuentras mal?

Isabella levantó la cabeza. La voz no pertenecía al celador. -¿Me has oído, señora?

Era el teniente Belton.

-Sí, te he oído. ¿Qué es lo que quieres?

-Tienes que venir conmigo. El rey desea verte.

La opacidad desapareció de los ojos de Isabella, y fue lentamente remplazada por un cauteloso entendimiento.

-¿El rey quiere verme? ¿Me ha condenado a muerte?

-No lo sé. Una vez que hayas salido de aquí, ya no eres responsabilidad mía.

Isabella se levantó vacilante, un remanente de orgullo innato se reafirmó en su interior.

-No puedo aparecer así delante del rey. No me he dado un baño decente en más días de los que me atrevo a contar, y mi ropa apesta.

Belton se acercó a Isabella y arrugó la nariz mientras aspiraba con cuidado el aire.

-Sí, señora, lo cierto es que te rodea un olor apestoso.

-Y bien -inquirió Isabella con un deje de su antiguo valor. -¿Qué piensas hacer al respecto? -reafirmarse la hizo sentir tan bien que automáticamente adquirió la postura que acompañaba a su actitud.

-Sígueme. Hay una sala de aseo cerca de mis aposentos. Puedes utilizarla.

-¿Y qué hay de la ropa? Me niego a presentarme ante el rey vestida como una pordiosera.

-Veré si mi esposa tiene algo que te puedas poner. Ven conmigo. Isabella cogió su mochila y siguió a Belton por tortuosos pasadizos hasta llegar a la sala de aseo de sus habitaciones privadas. La emoción se apoderó de Isabella cuando vio la gran bañera de madera que había en el centro de la pequeña sala.

Belton llamó a un criado y ordenó agua caliente para la bañera. -No te demores- le advirtió. -Al rey no le gusta que le hagan esperar.

Media hora más tarde, con un deslucido pero limpio vestido de sarga que la mujer de Belton le había prestado generosamente, Isabella estaba preparada para conocer su destino. La amable señora incluso le había llevado una pastilla de jabón de dulce aroma y una toalla, y le había deseado suerte.

Isabella acababa de pasarse el cepillo por el cabello húmedo cuando Belton regresó.

-Es hora de irse, señora. Tu escolta está esperando -dijo Belton.

Isabella siguió a Belton a través de fríos y húmedos pasillos y descendieron por unas estrechas escaleras hasta el nivel del suelo. Cuando el teniente abrió la puerta, la luz, a la que ya no estaba acostumbrada, se le clavó en los párpados, e Isabella cerró los ojos para evitar deslumbrarse. Cuando los abrió, le sorprendió y en cierto modo la animó encontrarse con que el capitán Mccarty la estaba esperando. Al fin y al cabo, era un rostro conocido.

-¿Habéis estado enferma, mi señora? -le preguntó Mccarty con preocupación. -Tenéis mala cara.

Isabella contuvo una risa amarga. Decir que no tenía buen aspecto era quedarse muy corto.

-Una estancia en la Torre no proporciona buena salud -aseguró con ironía.

Mccarty se limitó a asentir mientras la ayudaba a montar, le ataba la mochila a la silla y guiaba a los caballos a través de la puerta para cruzar el puente de Londres y salir a su hervidero de calles. Tras haber estado tanto tiempo confinada, Isabella observó el ir y venir de la gente con embelesada atención. Aunque no le gustaba Londres, la consideraba una ciudad interesante debido a la diversidad de sus habitantes.

Llegaron al edificio del Parlamento antes de lo que a Isabella le hubiera gustado. No le entusiasmaba la perspectiva de escuchar el destino que el rey inglés había decidido para ella. El capitán Mccarty la ayudó a bajar, desató la mochila y la llevó directamente a los aposentos privados del rey, donde la dejó.

-Que Dios os acompañe, mi señora -dijo Mccarty cuando el guardia de Palacio abría la puerta para hacerla pasar.

Isabella se quedó paralizada, apretó con fuerza los dedos alrededor del cordel de su mochila como si fuera la correa de salvamento que la mantenía cuerda. El rey le hizo un gesto para que se acercara, pero ella no se movió. Enfrentarse a su propia muerte requería un inmenso coraje, algo de lo que ella carecía en aquellos momentos.

-Puedes acercarte, señora -ordenó el rey.

Al ver que Isabella no respondía, le dijo en un aparte a lord Pelham:

-Díselo tú, tal vez no nos ha entendido.

-¿No habéis oído a Su Majestad? -preguntó Pelham con impaciencia. -Podéis acercaros. No os olvidéis de hacer una reverencia.

Dándose cuenta de pronto de que se estaba poniendo en evidencia delante de los hombres y mujeres que asistían al rey, Isabella estiró los hombros y avanzó con todo el aplomo que fue capaz de reunir. Hizo una reverencia sin que pareciera que se humillaba y esperó a que aquel martillo conocido como Justicia Inglesa cayera sobre ella.

Escuchó un sonido ahogado que procedía de algún lugar cercano, pero apenas le prestó atención hasta que se dio cuenta de que se trataba de su nombre. Giró la cabeza, observando con ávida curiosidad los rostros que la miraban fijamente. Su mirada pasó por delante de Edward, y luego volvió a clavarse en él. No estaba solo. Tanya estaba a su lado, pegada a su costado. Sin poder creer lo que veía, Isabella parpadeó, pero allí seguían cuando abrió los ojos. El dolor se apoderó de su corazón. No necesitaba más pruebas de que el hombre al que amaba la había abandonado.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida?, se preguntó Isabella. Edward no la quería a ella, quería Cullen y haría todo lo que estuviera en su mano para no perder su premio. ¿Hasta qué extremos sería capaz de llegar para conseguir su fin?

-Señora, ¿nos estás escuchando?

Isabella hizo un esfuerzo por volver a centrarse en el rey. -Lo siento, señor, tenía la cabeza en otro sitio.

-¿No has oído nada de lo que hemos dicho?

-Lo siento -repitió ella.

El rey resopló para mostrar su desaprobación. -Hazle saber nuestra decisión, lord Pelham.

-Lo que Su Majestad estaba tratando de deciros -repitió Pelham con creciente impaciencia-, es que va a liberaros de la Torre.

Isabella se quedó muy quieta. -¿Liberarme? ¿Soy libre de marcharme?

-No exactamente. Su Majestad está al tanto de vuestra fe católica, y confía en que apreciéis su generosidad. Una escolta os acompañará al convento de Santa María del Mar, donde dedicaréis el resto de vuestra vida a la oración y las buenas obras. Si abandonáis el convento sin permiso, la Madre Superiora nos lo notificará. Seréis declarada fuera de la ley y condenada a muerte cuando os prendan.

Isabella contuvo el aliento. Iban a enviarla a Santa María del Mar. El convento sólo estaba a un día de camino de Cullen. Teniendo en cuenta que en la Inglaterra protestante existían ya pocos conventos, supuso que mandada a Escocia resultaba más conveniente que desterrada a un convento español o francés. Se regocijó secretamente. Prefería el convento a la Torre.

-Una advertencia -continuó Pelham-, el convento y sus moradoras le deben su existencia a Su Majestad, así que no intentéis salir de allí sin permiso ni esperéis un trato especial.

Isabella consideró las palabras de lord Pelham y decidió que se escaparía del convento a pesar de las advertencias. No le daba miedo convertirse en una fuera de la ley, porque sería libre. Sabía que desde que dejara el convento, harían falta semanas para que la noticia llegara a Londres. Sería tiempo suficiente para recoger a su madre y su hermana y llevárselas a Glenmoor. El único problema era que había que hacerlo antes de que Edward regresara a Cullen.

Los silenciosos pensamientos de Isabella quedaron interrumpidos cuando Edward se acercó al trono y le preguntó al rey si podía hablar un momento con ella. Tras un instante de vacilación, el rey dio su consentimiento con reticencia. Isabella se dio cuenta de que a Tanya no le hacía ninguna gracia, porque le dijo algo a Edward con un gruñido que le hizo a él fruncir el ceño y retirarle la mano del brazo.

Edward se giró hacia Isabella y la miró fijamente a los ojos, como si estuviera tratando de transmitirle un mensaje.

-Sólo quiero desearle a lady Isabella un buen viaje -dijo con gran seriedad. -Y decirle que lady Tanya y yo vamos a casarnos.

Isabella se tambaleó como si le hubieran dado un golpe. Tendría que haberlo esperado, pero aun así le resultaba insoportablemente doloroso.

Parecía como si Edward quisiera acercarse a ella, pero Isabella supo que se lo estaba imaginando.

-¿Estabas al tanto de que nuestro matrimonio ha sido declarado ilegal?

¿Acaso quería herirla intencionadamente?

-Sí. Lo sabía. ¿Tu prometida y tú regresaréis a Cullen inmediatamente después de la boda?

-No, lady Tanya desea disfrutar primero de la temporada de baile en Londres -respondió Edward.

El dolor de la traición de Edward le resultaba casi insoportable, pero que la asparan si permitía que sus crueles palabras la destruyeran. Además, si quería que funcionara el plan de sacar a su madre y a su hermana de Cullen, era mejor que Edward no estuviera allí para impedírselo. Por lo que a ella se refería, podía consentir a su prometida todo lo que quisiera, porque eso encajaba perfectamente con los planes de Isabella.

-¿Cuándo es la boda? -preguntó con escaso entusiasmo.

Edward abrió la boca para responder, pero lord Pelham se lo impidió.

-La boda tendrá lugar en los aposentos privados de Su Majestad dentro de diez días. Eso es todo lo que necesitáis saber. Os escoltarán al convento de inmediato.

A Isabella no le sorprendió aquella abrupta manera de despedida.

Sabía que era tan poco bienvenida allí como la peste. Ni el rey ni Edward podían soportar tenerla delante. Cuanto antes se libraran de ella, mejor. Sin embargo, le asombraba la decisión de la Corona de ingresarla en un convento en lugar de ejecutarla. ¿Habría solicitado alguien ante el rey que le perdonaran la vida?

Los pensamientos de Isabella quedaron interrumpidos cuando se abrió la puerta de la estancia y entró el capitán Mccarty... que supuso sería su escolta. Miró de reojo el rostro de Edward mientras hacia una reverencia sin ganas. Su expresión la sorprendió. Dolor, compasión, ira, ansiedad y algo más. ¿Amor? Seguro que no. El amor que Isabella creyó que existía entre ellos era un mito. Edward tenía ahora todo lo que siempre había deseado, mientras que ella no tenía más que el hijo que crecía en su vientre.

-Estoy lista, capitán -dijo mientras Mccarty la agarraba del brazo para acompañada fuera de allí.

Edward observó cómo partía Isabella, con la cabeza muy alta y la espalda estirada. Nunca había estado tan orgulloso de ella. Le rompía el corazón quedarse allí quieto y ver cómo el amor de su vida se alejaba. Nunca volvería a estrecharla entre sus brazos, ni le haría el amor, ni le diría que la amaba.

Había salvado a Isabella de una muerte segura, pero, ¿a qué precio?

Aunque Cullen seguía siendo suyo, lo entregaría encantado por un solo beso más de los dulces labios de Isabella. Tanya no podía sustituir a la mujer que acababa de perder, y Dios sabía que tendría que obligarse a acostarse con ella. Y cada vez que se acostara con Tanya, sería el rostro de Isabella el que vería, los labios de Isabella los que besaría, el cuerpo de Isabella el que amaría.

Una lenta sonrisa le curvó los labios. De pronto se le ocurrió la manera de poder ver a Isabella y contarle la verdad respecto a Tanya. ¿Podría hacer que funcionara? Un rápido plan fue tomando forma en su mente mientras acompañaba a Tanya a su dormitorio.

-Todo ha ido bien -dijo Tanya con suficiencia. -La jacobita ha desaparecido de nuestras vidas para siempre. ¿Me acompañarás esta noche a la velada musical de los Cavandish? Será la ocasión perfecta para anunciar nuestras inmediatas nupcias.

-Tengo otros planes -dijo Edward.

-¿No pueden esperar? -Tanya le puso la mano en el pecho-. Te necesito -ronroneó seductoramente-. Estamos prometidos. Quiero que vengas esta noche a mi cama.

La dureza de la expresión de Edward debería haberle servido a Tanya de advertencia, pero parecía demasiada absorta en sus propias necesidades como para darse cuenta mientras deslizaba la mano desde el pecho, acercándola con descaro hacia el sexo de Edward.

-Yo puedo hacer que esto se endurezca, Edward. Él le agarró la mano y se la apartó de allí.

-La nuestra no es una unión nacida del amor, Tanya. Los dos sabemos que voy a casarme contigo para salvarle la vida a Isabella. Cumpliré con mi deber, pero no hasta que tenga que hacerlo.

Girándose sobre los talones, y dejó a Tanya sin mirar una sola vez atrás.

 

A pesar de la fría y brumosa lluvia, Isabella siguió el paso de su escolta cuando salieron de Londres en dirección al norte.

-Nos detendremos en las posadas cuando las encontremos -la informó el capitán Mccarty colocándose a su lado-. Y cuando no haya ninguna disponible, buscaremos refugio en casas particulares. También hemos traído una tienda para vuestra mayor comodidad -escudriñó su rostro-. Estáis demasiado pálida, y mucho más delgada que la última vez que os vi, así que intentaré que este viaje sea lo más cómodo posible para vos.

-Agradezco vuestra preocupación, capitán -dijo Isabella con afecto. -La Torre es un lugar insalubre. El aire fresco hará maravillas conmigo, aunque estaría mejor si no lloviera.

Como para burlarse de sus palabras, los cielos se abrieron y la lluvia cayó con fuerza de ellos. Isabella se cubrió la cabeza con la capucha y se estremeció bajo su capa. Se llevó una sorpresa al ver que el capitán Mccarty se quitaba su propia capa y se la colocaba alrededor de los hombros. La compasión todavía existía en aquel mundo tan duro, pensó mientras sonreía para darle las gracias.

Isabella sólo estaba un poco mojada cuando entraron en el patio de la posada Royal George. Un muchacho llegó corriendo para hacerse cargo de los caballos mientras el capitán Mccarty la acompañaba a toda prisa al interior de la posada. Isabella se dirigió directamente a la sala común para calentarse delante del fuego mientras Mccarty encargaba las habitaciones y la comida. Nadie prestó atención al hombre encapuchado que entró en la posada poco tiempo después y se sentaba en la mesa de un oscuro rincón sumido en las sombras.

Isabella cenó un sabroso pastel de carne, cremoso queso amarillo y suave pan blanco, todo regado con té caliente. Encontró incluso hueco para una generosa porción de tarta de manzana.

Cuando terminó de comer, se levantó y pidió permiso para irse. -¿Puedo retirarme ya?

-Os acompañaré, mi señora -dijo el capitán Mccarty.

-Gracias, capitán. Sois muy amable.

-En absoluto, mi señora. El rey ha sido muy duro con vos cuando no había necesidad. En mi opinión, vos no le habéis hecho ningún mal. Perder a vuestro marido debe resultaros angustioso, y vuestra estancia en la Torre debió ser absolutamente desmoralizante, pero al menos estáis viva.

-Sí -reconoció Isabella con dulzura. "Y mi hijo también está vivo", pensó colocándose una mano en el vientre mientras se daba la vuelta.

La habitación de Isabella estaba en el segundo piso. Mccarty le deseó las buenas noches y cerró la puerta al salir. Ella se acercó a la ventana y se quedó mirando el suelo a través de la pertinaz lluvia. Observó pensativa el grueso roble que crecía al lado de la posada, y las ramas desnudas de hojas que golpeaban la ventana. Sólo una loca intentaría bajar por ahí. Tenía una vida que proteger, además de la suya, y no valía la pena correr el riesgo de llevar a cabo algo tan peligroso.

Suspirando con abatimiento, cerró las contraventanas y sacó su camisón de la mochila. Se desvistió rápidamente y se lo introdujo por la cabeza, acomodándolo alrededor de las caderas. Luego sopló para apagar la vela y se metió en la cama, subiéndose la colcha hasta la barbilla. Hacía semanas que no disfrutaba de un lujo semejante. El estómago lleno, una cama cómoda; era la dicha absoluta. Lo único que echaba de menos era a Edward para que le diera calor.

Isabella se durmió, pero al parecer no con la suficiente profundidad, porque escuchó un ruido y sintió una bocanada de aire frío. Quiso pensar que se trataba de su imaginación hasta que sintió algo acariciándole la mejilla. Todavía adormilada, trató de apartarlo, sorprendida cuando su mano entró en contacto con piel cálida que cubría huesos. Un grito surgió de su garganta. Una mano dura le cubrió la boca y el sonido murió por falta de aire.

-Calla -le advirtió una voz al oído-. Quitaré la mano si me prometes no gritar.

Isabella asintió y la mano se apartó de su boca.

-¡Edward! -susurró ella con la respiración agitada. Su rostro estaba oscurecido por las sombras, excepto sus ojos, que brillaban como monedas de plata en la oscuridad.

El último vestigio que le quedaba de sueño desapareció.

-¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás con tu futura esposa?

Edward se colocó en el extremo de la cama y le acarició suavemente la mejilla. Su contacto, la tensión de su cuerpo, todo en él hablaba de tristeza y de dolor.

-Te he seguido hasta aquí -susurró-. No fue difícil. Llegué poco después que tú y me senté en un rincón oscuro de la sala común mientras tú y el capitán Mccarty cenabais. Cuando te levantaste para subir a tu habitación, me enfrenté a un dilema. No sabía cuál era tu cuarto -sonrió-. El posadero fue de lo más complaciente cuando le engrasé la palma de la mano con una moneda. Pero seguía sin saber cómo entrar en tu habitación, así que salí para observar la forma del edificio. Entonces te vi mirando por la ventana. El árbol fue un extra con el que no contaba.

-¿Te subiste al árbol?

-Sí. Si ese árbol no hubiera estado a mano, habría encontrado otra manera. Tenía que explicarme para que no me odiaras.

-Odiarte es quedarse muy corto. Me abandonaste. La riqueza y las posesiones significan para ti más que mi amor. Vete de aquí, no te necesito.

-No, vas a escucharme. Si no hubiera accedido a casarme con Tanya, te hubieran condenado a muerte. Rogué te perdonaran la vida, pero el rey se negó a escucharme. Incluso me prohibió visitarte en la Torre. Estaba desesperado por verte. Cuando el rey prometió que te perdonaría la vida si me casaba con Tanya, no tuve más remedio que aceptar. Aunque no volviera a verte nunca más, seguirías viva. Y con los recursos que tienes, sabía que el convento no te retendría durante mucho tiempo.

Isabella escuchó las palabras de Edward con franco escepticismo. Deseaba desesperadamente creerle, y su explicación tenía sentido, pero le resultaba difícil disipar el dolor que le había producido su rechazo.

-¿Por qué debería confiar en ti? -le preguntó con suavidad.

-Porque te estoy diciendo la verdad. ¿Habría venido hasta aquí para mentirte? No quería que pensaras que te había abandonado. Habría hecho cualquier sacrificio por ti. Algún día, de alguna manera, volveremos a estar juntos de nuevo.

Isabella le creía. Madre Santísima, le creía. No tenía que verle la cara para saber que hablaba desde el corazón. Pero ya era demasiado tarde para ellos. Su matrimonio y su vida en común habían sido cercenadas con la misma limpieza que si un cuchillo los hubiera separado.

Necesitaba desesperadamente tocarle, así que le apoyó la mano en el pecho. El calor de su cuerpo le atravesó la palma y se dirigió a toda prisa a su corazón, que latía frenéticamente. Edward reaccionó espontáneamente. Gimiendo, la estrechó entre sus brazos. Y luego la besó con una ternura que la emocionó. Sabía a lluvia, a almizcle y a desesperación.

La amenaza de su permanente separación le proporcionó un aire frenético a su clandestino encuentro. Borracho por el sabor de sus labios, Edward la besó una y otra vez, pegándose a ella desde las caderas hasta el pecho. Si aquella iba a ser la última vez que se amaran, Edward quería saborearlo. Consciente, sin embargo, de que si lo encontraban con Isabella sería desastroso para ambos, dejó de besarla a regañadientes.

-Quiero hacerte el amor, cariño. Regálame ese recuerdo para llevármelo conmigo cuando nos separemos.

-Si, Edward, yo también quiero eso. Te amo muchísimo. No importa dónde estés ni dónde esté yo, seguiremos siendo uno solo en nuestra alma y en nuestro corazón.

A Edward le resultaba difícil expresar sus sentimientos, sobre todo cuando estaba sumido en la desesperanza, rodeado por ella, consumido en ella. Pero puso cada parte de sí mismo, el corazón, el cuerpo y el alma en aquel beso. Isabella sabía a éxtasis y tenía el tacto de la felicidad. Cuando las manos de Elisa tiraron de su ropa, Edward rápidamente se despojó de ella, rompiendo el contacto con sus labios sólo para inclinarse y quitarse las botas y los pantalones.

-Te he echado de menos -susurró Edward mientras la estrechaba con fuerza entre sus brazos.

Le deslizó las manos por el trasero, agarrándole la redondeada carne bajo el camisón, acomodándola contra él. Su erección se apretaba duramente en la parte inferior de su vientre. Inclinando la cabeza, se metió uno de sus duros pezones en la boca y luego el otro, lamiéndolos, chupándolos, provocando que las caderas de Isabella se retorcieran contra las suyas en seductor abandono.

Murmurando palabras ardientes sobre su seno, Edward le abrió los muslos y deslizó un dedo en su interior. Ella se arqueó al sentir la presión, introduciendo más profundamente su dedo. La boca de Edward descendió lentamente, trazando un camino de besos de fuego desde los senos hasta su femenina hendidura, mordisqueándole con suavidad la protuberancia oculta en los rizos que tenía entre las piernas. Propulsado por el sabor y el olor a tierra de Isabella, la lengua de Edward rodeó en círculos aquel punto tan sensible mientras le introducía más profundamente los dedos en su interior.

Ella le clavó los suyos frenéticamente en la parte posterior del cuello.

-Por favor. Ahora, Edward. Te quiero ahora.

-SÍ, ahora -murmuró Edward mientras su lengua encontraba su ardiente centro y se hundía en él. Lo lamió y lo sedujo sin piedad, agarrándole las caderas mientras Isabella se apretaba contra él. Edward continuó con su tormento de amor hasta que la sintió ponerse tensa y estremecerse entre sus brazos.

Cuando los temblores desaparecieron, Edward se movió despacio y la colocó encima de él, abriéndole las piernas a ambos lados de las caderas. Le frotó su erección contra su centro, el húmedo calor de Isabella lo ungía con su esencia. Edward gruñó en señal de aprobación cuando ella introdujo las manos entre sus cuerpos y lo guió hacia su interior. Edward la penetró lentamente, levantando al mismo tiempo la cabeza para mordisquear sus bamboleantes senos. El sudor le perló la frente cuando Isabella se apretó contra él, levantándose y hundiéndose a un ritmo que los incendió a ambos. Edward permitió que ella tomara las riendas hasta que sintió cómo su sexo se contraía alrededor de él y comenzaba a temblar, y entonces se dejó llevar por su propio y arrebatado deseo. Agarrándole las nalgas con las manos, se hundió húmedamente en ella una última vez, derramando su pasión en su interior.

Con la respiración entre cortada, Isabella apoyó la cabeza contra su hombro y le acarició el rostro suavemente con las yemas de los dedos. Cuando Edward recuperó finalmente las fuerzas, la apartó de sí y la acomodó contra la curva de su cuerpo.

-No quiero dejarte, cariño.

-Ojalá pudiéramos quedamos así para siempre -dijo ella con un suspiro tembloroso. -¿Crees que volveremos a estar juntos alguna vez?

-Si existe Dios, así será.

Isabella permaneció en silencio durante largo rato. Cuando por fin habló, Edward percibió su tono de ansiedad y maldijo a Tanya por hacerles aquello a ambos.

-¿Y qué pasa con mi madre y con Renesmee? No estarán a salvo en tu casa cuando Tanya se convierta en tu esposa.

-Confía en mí, yo las mantendré a salvo. No permitiré que Tanya maneje mi casa por mucho que lo intente. Tu familia tendrá la opción de permanecer en Cullen o de reunirse contigo en el convento.

Un silencio tenso siguió a sus palabras. -¿Ocurre algo, Isabella?

-Ocurre de todo. No puedo soportar la idea de que le hagas el amor a Tanya. Lo que nosotros tenemos es especial, y no puede compartirse con nadie más.

-En las escasas ocasiones en las que me vea obligado a cumplir con mi deber, no me acercaré ni por asomo a lo que siento cuando te hago el amor a ti -Edward entornó los ojos, pensativo-. Tal vez ni siquiera me acueste con ella nunca.

-Oh, Edward, no puedo pedirte eso. No me hagas esa promesa.

-Isabella, yo...

Ella le puso un dedo en los labios.

-No. Hazme el amor otra vez. Eso es todo lo que te pido.

 

Volvieron a unirse; su agridulce pasión resultó tan intensa que ninguno de los dos habló hasta mucho rato después. Cuando los rayos de luz se asomaron a través de un cielo nublado del color de la madera quemada, Edward besó a Isabella una última vez y recogió su ropa.

Se vistió rápidamente bajo la luz previa al amanecer, y luego se sentó al borde de la cama para secarle las lágrimas con sus labios.

-No llores, mi amor. Prométeme que te vas a cuidar hasta que podamos volver a estar juntos de nuevo. Si... cuando te marches del convento, y estoy seguro de que lo harás, intenta hacerme saber dónde estás para que pueda encontrarte.

-Sólo hay un lugar al que pueda ir -dijo Isabella-, a Glenmoor, con mi prima Christy Macdonald. Está casada con un inglés, pero viven separados desde que se casaron, hace ya muchos años. Si te enteras de que he dejado el convento, búscame en Glenmoor.

-Es la hora -dijo Edward con pesar. Isabella se levantó y se puso el camisón.

-Ten cuidado -ella lo siguió hasta la ventana. Una ráfaga helada la zarandeó cuando Edward abrió las contraventanas y pasó una pierna por el alféizar. Le dio otro beso fugaz y luego desapareció. Isabella observó con inquietud cómo se acercaba al árbol, se agarraba a una rama y luego descendía por el tronco. Cuando llegó al suelo, miró hacia arriba y le lanzó un beso. Luego desapareció.

Secándose las lágrimas, Isabella cerró las contraventanas y regresó a la cama. El aroma de Edward todavía impregnaba las sábanas; ella cerró los ojos e imaginó que estaba todavía a su lado, confortada por el rescoldo de su olor y rodeada de su amor. Debió quedarse adormilada, porque cuando abrió los ojos, unos débiles rayos de sol se estaban filtrando a través de la ventana.

Isabella salió de la cama y se lavó los restos de Edward de su cuerpo.

Acababa de terminar de vestirse cuando el capitán Mccarty llegó para abrir la puerta y acompañarla a la sala común para que desayunara.

Mccarty se sentó frente a ella con el ceño fruncido por la preocupación mientras escudriñaba su rostro.

-¿Habéis dormido mal? Parecéis cansada.

-Estoy bien, capitán, gracias. Esto tiene buen aspecto -dijo cuando una sirvienta le colocó delante un plato de huevos, riñones y patatas fritas.

-Tomaos vuestro tiempo -le aconsejó Mccarty-. Aquí la comida es buena, deberíais aprovecharos mientras podáis.

Durante los agotadores días que siguieron, Isabella tuvo muchas ocasiones para agradecer las atenciones del capitán Mccarty. Cada vez que se daba cuenta de que estaba agotada, hacían un alto para permitirle que descansara. Cuando el aire helado o la lluvia fría arreciaban más, él buscaba refugio, ya fuera en una posada, en una casa particular, en una sencilla cabaña de pastores o en una tienda montada precipitadamente para su comodidad. Isabella hizo todo lo posible para disimular lo mal que se encontraba y las náuseas matinales, pero sabía que el capitán Mccarty estaba el tanto de las veces en las que su estómago se había rebelado contra la comida.

Un día, cuando el viaje se acercaba a su fin, el capitán Mccarty tomó asiento al lado de Isabella.

-Me he dado cuenta de que todas las mañanas os encontráis mal -aventuró-. Por favor, disculpad mi osadía, pero, ¿estáis esperando un hijo, lady Isabella?

Isabella se sonrojó, pero no evadió la pregunta.

-Vuestra percepción no os engaña, capitán -dijo suavemente.

-¿Estáis esperando un hijo del que fue vuestro marido?

Isabella se puso tensa por la indignación.

-¿Estáis sugiriendo que he traicionado a mi esposo? Mccarty se apresuró a excusarse.

-Disculpadme. Nunca os acusaría de una infidelidad. El rey se equivocó al declarar vuestro matrimonio ilegal. Os ruego que aceptéis mis disculpas por formar parte de vuestro sufrimiento. Sólo estoy siguiendo órdenes. Ojalá pudiera ayudar.

-Sois un buen hombre, capitán. Me habéis ayudado haciendo este viaje lo menos doloroso posible.

Mccarty se llevó la mano de Isabella a los labios y la besó. -Sois una auténtica dama.

Dos días después llegaron al convento de Santa María del Mar, una construcción solariega colocada en un acantilado sobre el agitado océano. El muro de piedra que rodeaba la impresionante estructura era gigantesco, pero para Isabella suponía únicamente un escalón hacia la libertad.

 

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:( :( :( :( :( :(   AAAAAAAA POBRE ISABELLA, !!!!QUE HORROR!!!! QUE MALA IMPRESION SE DEBO LLEVAR A LA HORA QUE VIO A EDWARD CON TANYA, Y MAS SABIENDO QUE ESTABA EMBARAZADA, AAAAAAAAAA PERO QUE ALEGRIA QUE EDWARD HAYA ENCONTRADO LA FORMA DE VERLA Y DECIRLE LA VERDAD, NO SABEN COMO RESPIRE, POR LO MENOS NO LO ODIARA, :( PERO NO LE DIJO DEL BEBE, AAAAAAAAAAAAAA SE QUE TODO PINTA MAL Y NO HAY SOLUCION POSIBLE PERO LES PROMETO QUE SE ARREGLARA. AHORA LES PREGUNTO, QUIERO SABER QUE SE IMAGINAN QUE SUCEDERA ¿COMO SE IMPEDIRA LA BODA DE TANYA Y EDWARD? ¿QUE CREEN QUE PODRIA PASAR PARA IMPEDIRLA?

 

AAAAAAAAAAAA LAS VEO MAÑANA CHICAS

Capítulo 19: DIECIOCHO Capítulo 21: VEINTE

 
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