EL CABALLERO DEMONIO (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 22/09/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 143
Visitas: 60934
Capítulos: 22

"FANFIC FINALIZADO"

SU PRISIONERA, SU DESEO…

Edward Masen, atractivo caballero inglés sin tierras, llega a las Highlands escocesas para evitar un matrimonio que uniría a dos poderosos clanes contra la Corona Inglesa. Pero no podrá disuadir a la novia, la salvaje y testaruda Isabella, Doncella de Cullen. Aunque es prisionera de Edward, la tentadora, orgullosa y desafiante dama nunca dejará que la confinen en un convento, y tampoco abandonará ni a su familia ni su determinación de casarse con el laird Black… dejando a Edward con sólo un camino que escoger: casarse él mismo con Isabella.

…SU NOVIA

¡Ese descarado canalla pronto descubrirá que ha encontrado a una igual! Sin embargo, Isabella no puede evitar sentirse conmovida por la ternura y la nobleza de Edward… y por un peligroso deseo al que no quiere dar cabida en su corazón.

Nada bueno puede resultar de su unión con este caballero que primero le robó su libertad y ahora le roba el aliento. Y aunque ha sido ella quien ha puesto al notorio guerrero enemigo de rodillas, ahora es Isabella quien debe rendirse… a la pasión y el amor.

 

 

Adaptacion de los personajes de crepusculo del libro

"El Sabor del Pecado" de Connie Mason

 

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Capítulo 19: DIECIOCHO

Isabella estaba delante del rey, temblando bajo su capa mojada. La lluvia había caído sin cesar durante los últimos días, dejándola húmeda e incómoda. El viaje a Londres no había sido placentero, aunque el capitán Mccarty la había tratado con reticente respeto. Se habían alojado en posadas cuando había sido posible, y habían dormido en tiendas cuando no se encontró acomodo posible. Cuando salieron de Cullen, el tiempo se volvió lóbrego y sombrío. Luego comenzó a caer una lluvia helada; Isabella no recordaba haberse sentido nunca tan desgraciada.

Y para colmo de males, la llevaron ante el rey inmediatamente después de su llegada, sin darle tiempo a quitarse la ropa mojada y comer y beber algo. Las rodillas le temblaban cuando la desdeñosa mirada del corpulento monarca se posó sobre ella con lo que sólo podía describirse como curiosidad. Lord Pelham, el primer ministro, estaba de pie al lado de la silla del rey, observándola con frío desprecio.

-¿Es ésta la mujer? -preguntó el rey Jorge en un inglés con tan marcado acento alemán que Isabella apenas consiguió entenderlo. -Eso parece, Su Majestad -respondió lord Pelham.

-¿Sabe ella por qué está aquí?

-Se lo han comunicado.

Isabella parpadeó. ¿Por qué estaban hablando como si ella no se encontrara allí?

-Que traigan a lady Tanya -ordenó el rey.

Lord Pelham habló con un lacayo que estaba allí al lado y que salió de inmediato. Isabella se preparó para enfrentarse a su castigo. -Isabella Swan -dijo el rey dirigiéndose directamente a ella por primera vez. -Lord Pelham te explicará los cargos presentados contra ti mientras esperamos a que llegue lady Tanya.

Isabella sopesó sus palabras y finalmente comprendió lo que acababa de decir.

-No soy culpable de ningún crimen, Majestad. El rey la miró fijamente.

-No estáis autorizada a hablar, señora -la reprendió lord Pelham-. Escuchad cuidadosamente mientras señalo los cargos que hay contra vos.

Leyó de un pergamino que estaba sujetando con las manos. -Planeasteis traición con el proscrito Jacob Black. Atrajisteis a lord Clarendon hasta vuestra cama y lo convencisteis para que os dejara quedaros en Cullen pese a las órdenes de Su Majestad. Lo convencisteis para que echara de allí a lady Tanya, la dama con la que iba a casarse, provocándole a ella una angustia y una vergüenza incalculables.

Isabella estiró los hombros.

-¿Puedo responder a los cargos, Su Majestad? El rey Jorge asintió brevemente.

-No planeé ninguna traición. Iba a casarme con Jacob Black porque mi padre lo arregló así cuando yo era una niña... mucho antes de Culloden. En cuanto al segundo cargo, sólo puedo decir que yo no atraje a lord Clarendon a mi cama. Respecto al último cargo, os aseguro que fue decisión de lord Clarendon enviar a lady Tanya de regreso a Londres, no mía. No tengo nada que ver con ello. También fue decisión suya que me casara con él.

El rey se levantó de su silla.

-¿Te has casado con lord Clarendon? ¿Te has casado con lord Clarendon? ¡Traición! ¡Traición! No contaba con nuestro permiso. Le enviamos una esposa adecuada y la rechazó.

Lady Tanya entró en el área de recepción mientras el rey seguía despotricando. Debió escuchar lo que se había dicho, porque se lanzó hacia delante como si la hubieran propulsado.

-¿He oído bien, Su Majestad? ¿Habéis dicho que lord Edward se ha casado con esta simpatizante jacobita? Eso es una abominación. Se requiere un duro castigo, Su Majestad.

-Por favor, sentaos, señor -le urgió lord Pelham-. No debéis acaloraros tanto.

-¿Puedo hablar, Su Majestad? -preguntó Tanya con dulzura. El rey le dio permiso agitando la mano.

-Isabella Swan envenenó la mente de lord Edward contra mí. No estuvo satisfecha hasta que lo tuvo en su cama. Luego lo engatusó para que me echara de allí.

-¡No, está mintiendo! -lo negó Isabella.

-Antes de que yo me marchara de Cullen, trató de fugarse para reunirse con su amante, Jacob Black. La atraparon y la llevaron de regreso. Cuando yo me hube marchado, debió cautivar a lord Edward para que se casara con ella. La jacobita merece ser castigada, Su Majestad. Isabella Swan ha cometido traición y debe morir por ello.

El miedo se alojó en el pecho de Isabella. Podía considerarse ya muerta, porque no tenía modo de demostrar que Tanya mentía. Confiaba con contar con la indulgencia del rey, pero aquella esperanza murió en el momento en que escuchó aquellas palabras envenenadas salir de la boca de Tanya.

-Tal vez la muerte sea un castigo demasiado duro, señor -le dijo lord Pelham al rey en un aparte.

-Tomaremos la decisión que nos parezca oportuna -dijo el rey. -Llamad al escribano. Ese matrimonio no válido entre lord Clarendon e Isabella Swan debe terminar. Lo anularemos ahora mismo.

Isabella sintió los ojos de Tanya clavados en ella y captó una mirada de victoria, que se convirtió al instante en otra de odio implacable. Entonces el escribano entró en la sala de recepción, e Isabella centró su atención de nuevo en el rey.

El escribano hizo una reverencia. -¿Me habéis mandado llamar, señor?

-Ciertamente. Necesitamos que prepares un documento de nulidad, y que sea presentado inmediatamente para mi firma. Deseamos anular el matrimonio entre Edward Masen, lord Clarendon, e Isabella Swan. Necesitaremos dos copias, una para nuestros archivos, y la otra para lord Clarendon.

-Sí, señor -dijo el escribano inclinándose una vez más. El rey lo despidió con un gesto de la mano.

Lord Pelham se aclaró la garganta.

-¿Cuáles son vuestros deseos en lo concerniente a Isabella Swan, mi señor?

-Pensaremos en ello. Hasta que hayamos tomado una decisión, encerradla en la Torre -deslizó la mirada sobre su desaliñada figura. -Si no ha traído ropa para cambiarse, ocupaos de que le proporcionen algo seco que pueda ponerse.

-Sois demasiado indulgente, señor -protestó Tanya.

-Tendremos en cuenta vuestras consideraciones, lady Tanya.

Los cargos presentados contra la señora Isabella son ciertamente graves; por lo tanto, le asignaremos un castigo acorde. Si debe pagar con la muerte, cumpliremos con nuestra obligación.

Isabella palideció. -Exijo un juicio, señor.

El rey Jorge frunció el ceño.

-No estás en posición de exigir nada, señora. No es necesario ningún juicio. Yo actuaré como juez y como jurado -el rey agitó lánguidamente un pañuelo de encaje hacia delante y hacia atrás delante de su rastro-. Y ahora dejadme, estoy agotado.

Tanya hizo una profunda reverencia. La de Isabella no fue ni grandiosa ni respetuosa. Su destino estaba en manos de un hombre que había tratado con crueldad a los habitantes de las Tierras Altas después de Culloden. No podía esperar piedad del Hannover.

-Seguidme, señora -dijo lord Pelham, poniendo fin a sus angustiosos pensamientos.

Isabella siguió a lord Pelham fuera de la sala. Había escuchado historias horripilantes de gente a la que habían encarcelado en la Torre, y sabía que no cabía esperar ningún trato especial. Lord Pelham la guió a través de un laberinto de pasillos y luego hasta una puerta que daba a un pequeño patio. Para su sorpresa, se encontró con el capitán Mccarty esperando.

-El capitán Mccarty tenía instrucciones de esperaros -explicó Pelham-. Él os acompañará y os ayudará a llevar a la Torre las pertenencias personales que hayáis traído con vos.

-Dejad que os auxilie -dijo Mccarty mientras ayudaba a Isabella a montarse en uno de los caballos que había llevado consigo. -Informad al teniente Belton de que la señora Isabella será su huésped en la Torre hasta que Su Majestad decida cuál será su destino, capitán -dijo Pelham dándose la vuelta.

El capitán Mccarty se montó en su propio caballo, agarró las riendas del de Isabella y guió a ambos a través de una puerta con arco que daba a una calle estrecha repleta de hombres y mujeres que la miraron con abierta curiosidad. Vendedores ambulantes, vagabundos, carteristas y hombres de posibles se mezclaban en una cacofonía de imágenes y sonidos que Isabella encontró confusa tras vivir prácticamente aislada en Cullen. Nunca había visto tanta gente reunida en un solo sitio.

Alguien encima de ella soltó un grito a modo de advertencia e Isabella agachó la cabeza justo a tiempo para esquivar el fétido contenido de un orinal. Arrugó la nariz en gesto de repugnancia y vio cómo aquellas aguas residuales corrían por las alcantarillas a ambos lados de la estrecha calle. Una vez más, deseó estar de regreso en Cullen, donde el aire era puro y dulcificado por el aroma de las flores.

Cuando llegaron a la Calle de la Torre, Isabella se quedó mirando con auténtico terror la plataforma y las horcas que había encima de lo que supuso que era Tower Hill, el lugar donde numerosos habitantes de las Tierras Altas, incluidos algunos miembros de su propio clan, habían perdido la vida. Cruzaron el Támesis por un paso elevado de piedra y luego por un puente de madera que se extendía sobre un foso. A continuación entraron en el complejo a través de la reja levadiza de Middle Gate. El capitán Mccarty tiró de las riendas frente a una pesada puerta de roble tachonada con remaches de hierro y ayudó a Isabella a desmontar. Le puso en las manos la mochila, abrió la puerta y la hizo pasar. Isabella entró en la oscura antesala y se detuvo bruscamente.

-Subiendo la escalera, mi señora -la urgió Mccarty.

A Isabella le temblaron las piernas cuando se quedó mirando los húmedos muros de piedra y la estrecha escalera de caracol que daba sólo Dios sabía adónde. ¿Iba a ser aquella su tumba?, se preguntó angustiada. ¿Colgaría de una de las horcas de Tower Hill?

Mccarty le dio un toque en la espalda y ella se movió con absoluta rigidez hacia la escalera. Isabella tembló incontroladamente cuando un escalofrío helado se abrió camino por su ropa húmeda, congelándole los huesos.

Edward, mi amor, te necesito, gritó su corazón en silencio. ¿Volveré a estar alguna vez sana y salva entre tus brazos?

Llegó a lo alto de la escalera y esperó a que el capitán Mccarty se dirigiera a ella.

-Girad a la derecha -le ordenó Mccarty.

Isabella tomó un pasillo húmedo y frío, tenuemente iluminado por antorchas colocadas en apliques a lo largo del muro. Parecía algo sacado de épocas oscuras. A Isabella le castañearon los dientes y se abrazó a sí misma, pero no encontró calor en sus propios brazos.

-Deteneos.

Isabella se paró frente a una puerta cerrada. Mccarty llamó y abrió cuando le dieron permiso para entrar. Mantuvo la puerta abierta y le hizo un gesto a Isabella para que pasara delante de él.

-Ha llegado vuestra nueva prisionera, teniente Belton.

Isabella miró al hombre que estaba sentado detrás del escritorio con curiosidad y con una buena dosis de miedo. Era un hombre grande, de complexión rubicunda y enorme nariz. Su cuerpo, parecido al de una salchicha, estaba embutido en un uniforme que le tiraba por las costuras. Levantándose del escritorio, observó a Isabella con embelesado interés.

-¿Quién es? ¿Qué es lo que ha hecho? -preguntó Belton.

-Se llama Isabella Swan; es una simpatizante jacobita.

Belton salió de detrás del escritorio con la mirada clavada en el rostro de Isabella. Ella retrocedió cuando Belton extendió la mano y le apartó un rizo mojado de la frente.

-Me gusta el cabello rojo -dijo Belton sonriendo-. ¿Está condenada a la horca?

-El rey no ha decidido todavía el destino de la dama. Y no te equivoques, Belton, es una dama -le advirtió Mccarty, pillando por sorpresa a Isabella-. Trátala como tal.

Belton se encogió de hombros.

-No tiene nada que temer de mí. Mi esposa no me lo permite. Pero no puedo hablar por los celadores. Son unos tipos peligrosos, como tú bien sabes.

Mccarty le dirigió a Isabella una mirada cargada de compasión y luego se marchó, dejándola al cuidado de Belton. Isabella tembló mientras esperaba a que Belton le dijera qué venía después en aquella pesadilla en la que se veía inmersa.

-Te enseñaré tu cuarto para que puedas instalarte -dijo Belton. -Un celador te llevará agua y comida más tarde. Las comidas no son tan espléndidas como aquellas a las que estás acostumbrada, pero serán suficiente para alguien tan menudo como tú. Ven conmigo, señora.

Reuniendo todo su coraje, Isabella dijo:

-Soy una dama. Debéis dirigiros a mí por mi título.

-Aquí no eres absolutamente nadie, señora. Sígueme.

Agarrando su mochila con dedos rígidos, Isabella sintió cómo su bravuconería se venía abajo mientras le seguía por el estrecho corredor hacia otras escaleras. Finalmente, el teniente Belton se detuvo frente a una gruesa puerta de roble. Hurgó en el anillo de llaves que le colgaba del cinto, escogió una y la metió en la cerradura. Luego abrió la puerta y le dio un empujoncito para que entrara.

Isabella dejó la mochila en el suelo y miró a su alrededor con creciente aprensión. El cuarto olía a humedad y a podrido. Sintió una corriente de agua fría y miró hacia la ventanita de barrotes que había al otro lado del cuarto, estremeciéndose cuando una ráfaga de aire helado pasó a través de ella. Hizo un esfuerzo por apartar la vista de la ventana y vio un estrecho camastro cubierto por una sábana sucia y una única manta. Rezó para no estuviera infestada de bichos. Un candelabro vacío colocado sobre una mesita y un taburete bajo constituían el único mobiliario, aparte del camastro. No había ninguna fuente de calor que Isabella pudiera ver, y no quería siquiera pensar en el orinal que había en una oscura esquina.

El nauseabundo hedor que salía del orinal provocó que Isabella se fuera para atrás. Horrorizada, desvió de nuevo la vista hacia Belton con las cejas alzadas, cuestionándole en silencio su buen juicio por haberla acomodado en un lugar tan miserable.

-Ponte cómoda -le aconsejó Belton-. Con el tiempo te acostumbrarás.

Con el corazón golpeándole salvajemente contra el pecho, Isabella supo que nunca se acostumbraría a un cuarto tan deprimente.

-Un celador te traerá comida y una vela. Utiliza la vela con moderación, porque te la cambian sólo cada tres días. Te vaciarán el orinal cada mañana y te darán dos comidas diarias, el desayuno y otra más tarde. El celador se ocupará de tus necesidades como él juzgue necesario. Si tienes dinero o puedes conseguir algo, dáselo y él te proporcionará pequeñas comodidades que en otro caso no tendrías.

-¿Pequeñas comodidades? -preguntó Isabella-. No entiendo.

-Cosas como una manta más gruesa, o un trozo de carne en la sopa. Tal vez un brasero para que entres en calor.

-No tengo dinero ni conozco a nadie en Londres.

-Ah, vaya, mala suerte. Buenos días, pues, señora.

Belton salió por la puerta y cerró con llave tras él, dejando a Isabella aislada del mundo. Nunca se había sentido tan abandonada ni tan asustada... era como si la vida se le estuviera yendo lentamente.

Se dejó caer sobre el camastro, demasiado abatida y torpe como para pensar con claridad. La paja crujió debajo de ella y un hedor a moho surgió de la grumosa superficie. Entonces una rata curiosa apareció de debajo del camastro y correteó bajo su falda mojada. A Isabella se le quedó congelado un grito en la garganta mientras se ponía de pie de un salto y subía tambaleándose encima del taburete. La rata se apoyó en las patas traseras y la miró con sus ojillos pequeños y brillantes. Fue una especie de empate, hasta que finalmente la rata se aburrió y se escabulló de allí.

Absolutamente desesperada, Isabella temió no ser capaz de sobrevivir a la Torre. De pronto se le ocurrió que quizá se suponía que no debía sobrevivir, que el rey quería que muriera allí. ¿Dónde estaba Edward? ¿Acaso sus promesas estaban vacías?

Isabella bajó del taburete, se recogió las faldas y tomó asiento en su dura superficie. Permaneció allí durante lo que le pareció una eternidad, temblando, pero sin la energía suficiente para cambiarse y ponerse ropa seca. Las sombras habían crecido considerablemente cuando escuchó la llave girando en el cerrojo.

Un hombre entró en el cuarto.

-Soy el celador, señora. Te traigo algo de comer -dijo cerrando de un portazo con el tacón de su bota. Parte del contenido del cuenco se derramó cuando lo colocó con fuerza sobre la mesa junto a un trozo de pan mohoso y negro y una cuchara. Cuando Isabella alzó la vista hacia el rostro del hombre, su ánimo decayó hasta el punto más bajo, porque la estaba mirando con lascivia con sus ojos pequeños y maliciosos.

Colocando la cara cerca de la suya, el celador le dijo: -Bien, señora, ¿estás ya instalada?

Su aliento resultaba tan repugnante que Isabella reculó hacia atrás para escapar del hedor.

-Este es un lugar espantoso -dijo con un escalofrío.

El hombre se rió con socarronería, dejando al descubierto un montón de dientes podridos.

-Mi nombre es Dooley. Estás mejor aquí que en Old Bailey o en la prisión de Fleet -hurgó en el bolsillo de su abrigo y sacó una vela sucia y unas cuantas cerillas de fósforo. Colocó la vela en el candelabro y dejó las cerillas al lado, en la mesa.

Isabella miró el cuenco y retrocedió con repugnancia. -¿Qué es esto?

Dooley le lanzó una mirada exasperada. -Sopa de repollo. ¿Es que estás ciega?

Isabella siguió mirándolo. No se parecía a nada comestible que hubiera visto en su vida.

-¿No es de tu gusto, señora? Isabella apartó el cuenco a un lado.

-Yo... no tengo hambre. Dooley la miró de forma taimada.

-Puedo conseguir algo que te guste más si tienes dinero para pagarla. También puedo traerte un brasero, y quizá otra manta.

-No tengo dinero.

-Entonces supongo que llegará a gustarte la comida, y que soportarás el frío, ¿verdad?

-Quisiera un poco de agua, por favor.

-Eres una marimandona, ¿verdad? Te traeré un poco de agua.

El celador se marchó y regresó unos instantes más tarde con una jarra de agua y una taza pequeña.

-Si quieres algo de mí -le dijo en tono provocador-, golpea la puerta con la taza. Si cambias de opinión respecto a esas comodidades extra que te he mencionado, hay otras formas de pagar por ellas, ya sabes lo que quiero decir.

-No necesito nada de ti -le espetó Isabella.

-Tú misma, señora -contestó Dooley-. Disfruta de tu estancia con nosotros -la puerta se cerró tras él.

Isabella dejó escapar un suspiro de agradecimiento cuando Dooley se marchó. Finalmente se había dado cuenta de que estaba helada y que necesitaba cambiarse de ropa si no quería caer enferma. Un brasero hubiera sido un lujo bienvenido, pero prefería morir congelada antes que venderle su cuerpo a Dooley.

Retirándose a un rincón oscuro, Isabella sacó la ropa de la mochila y se quitó las prendas mojadas para ponerse las secas. Luego las tendió sobre la mesa y el taburete para que se secaran. Sumida en la desesperación, se sentó al borde de la cama, se colocó la manta sobre los hombros y se rindió a la angustia. Las lágrimas comenzaron a caerle cuando las ratas salieron de sus escondrijos y olisquearon alrededor del cuenco de sopa de repollo que había dejado en el suelo cuando había puesto la ropa a secar.

Isabella se permitió unos minutos de autocompasión, luego estiró los hombros y se secó las lágrimas. Sucumbir a la desesperación no iba a ayudarla. Tenía que pensar positivo si quería sobrevivir. Tenía que creer que Edward iría en su busca. Si perdía la esperanza, se perdería a sí misma, y no podía permitirlo, no dejaría que eso ocurriera. Ni tampoco permitiría que aquellas asquerosas ratas la asustaran. Era más grande que ellas, ¿verdad? Sin embargo, no se movió del camastro hasta que la necesidad la obligó a aliviarse en el repugnante orinal. Las ratas terminaron por dispersarse, entonces Isabella se levantó y sumergió la taza en la jarra de agua. Tras beber ávidamente, volvió a introducir la taza en el agua y la utilizó para lavarse las manos y la cara.

Se quedó sentada en la oscuridad largo rato hasta que finalmente se adormeció. Cuando abrió los ojos horas más tarde, un turbio cuadrado de luz se estaba entrando por la ventana. Isabella recibió la lúgubre mañana con esperanza reducida y ánimo vacilante. Tenía las piernas rígidas y las manos frías cuando se apartó de la cama, dobló cuidadosamente la ropa que se había secado durante la noche, la guardó en la mochila y sacó su cepillo. Estaba tratando de domar su enredado cabello cuando llegó Dooley con el desayuno. Isabella miró las gachas aguadas y el trozo de pan duro y perdió de golpe el apetito.

-¿Has dormido bien? -se burló Dooley. Isabella lo ignoró.

-Eres una zorra altanera, ¿verdad? Yo puedo hacer que las cosas mejoren para ti.

-Ya te lo he dicho, no tengo dinero. El celador clavó la vista en sus senos.

-Sé buena conmigo y me olvidaré del dinero -le acarició el cabello-. Apuesto a que eres una fiera salvaje en la cama.

Temblando de indignación, Isabella le apartó bruscamente la mano. -¡No me toques!

Dooley la miró.

-No estás en posición de darme órdenes, señorita. Te garantizo que cambiarás de opinión cuando tengas suficiente frío y suficiente hambre. Cómete las gachas. Es lo único que obtendrás hasta la cena.

El celador cogió el orinal y se dirigió hacia la puerta, dejando a Isabella a solas con sus horrendos pensamientos.

Isabella languideció en circunstancias extremas durante más días de los que quería reconocer. El repugnante hedor de la comida que le ofrecían le producía arcadas y la obligaba a apartarla, y cuando el hambre la forzaba a comer, vomitaba con frecuencia en el orinal. Tenía frío, hambre, estaba exhausta y se sentía absolutamente abatida. Las pervertidas burlas de Dooley eran otro más de sus males. Se solazaba describiéndole con detalle los favores que esperaba de ella a cambio de mejor comida y mayores comodidades.

A medida que transcurrían los días, Isabella comenzó a temer que el rey se hubiera olvidado de ella y que Edward la hubiera abandonado.

Cubierto de barro y con una barba de varios días, Edward llegó a Londres una semana entera después que Isabella. Aunque estaba tremendamente preocupado por el destino que habría corrido Isabella, se ocupó del alojamiento de sus hombres y alquiló una habitación para él encima de una taberna situada no muy lejos de edificio del Parlamento. Debido a lo tarde que habían llegado, no era factible intentar concertar una entrevista con el rey, así que pidió una bañera y algo de comida y repasó la petición de inocencia que confiaba en poder presentarle al rey en nombre de Isabella a la mañana siguiente.

¿Qué le habría pasado a Isabella?, se preguntó. ¿Seguiría viva? Se había detenido para preguntarle a un buhonero camino a la ciudad y sintió un gran alivio al saber que no se había producido ningún ahorcamiento durante la semana pasada. Eso significaba que existía la posibilidad de que Isabella siguiera viva. Pero, ¿en qué condiciones?

Tras bañarse y comer, Edward recorrió las calles en busca de información. Unas cuantas personas recordaban haber visto a un grupo de soldados escoltando a una mujer joven por las calles de Londres, pero nadie parecía saber qué había sido de ella. Descorazonado, Edward regresó a su habitación y trató de dormir. Necesitaba estar en plena forma al día siguiente. Muchas personas contaban con que él llevaría de regreso a Isabella a Cullen. No cabía la opción de regresar solo. Pasar el resto de su vida sin ella era todavía menos aceptable.

El sol apenas había comenzado a asomarse cuando Edward entró a la mañana siguiente en el edificio del Parlamento. Se vio obligado a esperar en una antesala hasta que empezaron a llegar más declarantes. Poco tiempo después llegó un escribano para entrevistar a aquellos que solicitaban tener una audiencia con el rey. Cuando llegó su turno, Edward dio su nombre e indicó el propósito por el que solicitaba audiencia. El escribano anotó algo en un libro y le dijo que esperara la llamada del rey.

Edward esperó durante horas en la antesala mientras los demás eran escoltados a la zona de recepción. Había transcurrido la mitad del día cuando el escribano anunció que el rey se había retirado a sus aposentos privados para descansar y que las audiencias habían terminado por aquel día. Se invitaba a los declarantes que faltaban a regresar al día siguiente.

Edward estaba tan furioso que estuvo tentando de tirar por la ventana la precaución y abrirse camino hasta los aposentos privados del rey, exigiendo que lo escuchara. Sin embargo, prevaleció la prudencia y se marchó sin hacer una escena.

Edward regresó al día siguiente, y al otro, cada vez más furioso al ver que su petición de audiencia era descaradamente ignorada. Cuando al tercer día por fin lord Pelham lo llamó a la zona de recepción, se le había agotado por completo la paciencia y su esperanza pendía de un fino hilo.

-Gracias por concederme audiencia, señor -dijo Edward con voz tirante por la impaciencia.

-¿Qué estás haciendo en Londres, lord Clarendon? Se te ordenó permanecer en Cullen, ¿no es así?

Edward tardó un largo instante en comprender algo de aquella frase debido al gutural acento del rey. Finalmente, dijo:

-Sí, señor, pero estaba angustiado por mi esposa. Tal vez seáis lo suficientemente generoso como para decirme qué ha sido de ella.

Una voz femenina lo abordó desde el umbral de la puerta. -Me he enterado de que has solicitado audiencia con el rey, Edward. ¿No te ha dicho Su Majestad que no tienes esposa y nunca la tuviste?

Tanya avanzó hacia él como un barco a toda vela.

-Lady Tanya -dijo Edward inclinándose educadamente hacia la mano extendida de la dama. -Lamento no estar de acuerdo contigo. El Padre Hugh nos casó a Isabella y a mí cuando tú te marchaste de Cullen.

-¿Se lo digo yo o se lo contáis vos, Majestad? -preguntó Tanya con dulzura.

Sus cordiales maneras no consiguieron engañar a Edward. Sintió una profunda molestia en la boca del estómago.

Lord Pelham se hizo cargo de la explicación.

-Si hubierais permanecido en Cullen, lord Clarendon, habríais recibido noticia de la nulidad de vuestro matrimonio. Dado que no teníais permiso para casaros, Su Majestad ha declarado vuestra boda nula. Por si no lo recordáis, el Acta Marital Británica prohíbe las bodas no autorizadas.

Edward palideció al instante. -No podéis hacer eso.

-Oh, claro que puede -sonrió Tanya con suficiencia. -Considérate afortunado por haberte librado de esa jacobita.

-Señor, ¿qué le habéis hecho a Isabella? -quiso saber Edward.

-Nada... todavía -respondió el rey. -La hemos enviado a la Torre mientras decidimos su destino. Sigue todavía allí, ¿no es así, lord Pelham?

-Ciertamente, señor.

A Edward se le congeló la sangre en las venas. ¡La Torre! Había visitado aquel lugar en alguna ocasión y estaba familiarizado con aquellos cuartos fríos y húmedos. No se lo desearía ni a su peor enemigo.

-Quiero verla.

Tanya dio un paso adelante con expresión feroz.

-Os suplico que no lo permitáis, señor. Esa mujer me ha causado un gran dolor y una gran vergüenza.

Edward hizo un esfuerzo por contener la ira.

-Isabella no te ha hecho nada. Tú la odiaste desde la primera vez que la viste y no hiciste más que insultarla. Nada en Cullen te complacía. Tus irracionales exigencias convirtieron en enemigos a las mismas personas cuya lealtad yo estaba tratando de conquistar.

-¡Miente! -dijo Tanya entre dientes. -Esa jacobita lo embrujó. Lord Edward fue negligente en su deber hacia vos. Debió haber enviado a esa mujer al convento, tal y como vos le ordenasteis.

-Estás amargada porque preferí a Isabella -arremetió Edward. El rey alzó una mano para pedir silencio.

-Ya hemos oído suficiente -dijo-. Lady Tanya nos ha contado todo lo que necesitamos saber. Hacedle saber nuestra decisión, lord Pelham, porque las palabras inglesas no vienen a nos con facilidad.

Lord Pelham se aclaró la garganta.

-Esto es lo que dice Su Majestad. Habéis desobedecido sus órdenes y habéis contraído un matrimonio fraudulento con una mujer que conspiró con un proscrito para cometer traición.

A Edward se le formó un nudo en la garganta.

-Isabella no conspiró con Black -miró fijamente a Tanya-. La han acusado falsamente.

Pelham hizo un gesto de impaciencia.

-Regresad a Cullen, lord Clarendon. Aquí ya no podéis hacer nada más.

-¿Qué va a pasar con Isabella?

-La traición es un cargo muy grave, castigado con la muerte.

A Edward se le subió la bilis a la boca. No permitiría semejante farsa.

-Os los suplico, quitadme Cullen, despojadme de mi título, haced conmigo lo que deseéis, pero perdonadle la vida a Isabella.

-Tal vez haya una manera -dijo lord Pelham acariciándose la barbilla mientras intercambiaba una sonrisa maliciosa con Tanya.

-¡Cualquier cosa! Lo que sea -respondió Edward sintiendo cómo su ánimo se agarraba a un fino hilo de esperanza.

-Es algo muy sencillo en realidad -elijo lord Pelham-. Su Majestad sigue pensando que sois el mejor hombre para Cullen, y desea que conservéis vuestro título, aunque bajo ciertas condiciones, por supuesto.

-Por supuesto -respondió Edward con sequedad. -No esperaba menos.

-Su Majestad quiere que siga adelante vuestro matrimonio con lady Tanya. He hablado con la dama y ella está dispuesta a dejar el pasado atrás y a inclinarse ante los deseos del rey.

-¿Queréis que me case con lady Tanya? -repitió Edward paralizado.

-Es un buen acuerdo -intervino ella.

-¿Le perdonaréis la vida a Isabella si me caso con lady Tanya?

-Sí, Clarendon, tal cual os lo acabo de decir. ¿No es así, Majestad?

El rey Jorge asintió para dar su aprobación y le hizo un gesto a lord Pelham para que continuara.

-Es el deseo de Su Majestad que lady Tanya y vos os caséis en sus aposentos privados dentro de diez días. Lady Tanya le ha pedido a Su Majestad que posponga vuestro regreso a Cullen hasta que haya terminado la temporada en curso, y Su Majestad ha accedido graciosamente. ¿Estáis satisfecho, lord Clarendon?

-Eso depende -respondió Edward despacio-, de los planes que tengáis para Isabella.

-¿No me habéis oído? -le reprendió lord Pelham-. A esa mujer se le va a perdonar la vida.

-¿Será libre de regresar a Cullen?

-Verdaderamente, lord Edward -le reprendió Tanya-, ¿cómo puedes preguntar una cosa así? No quiero a esa mujer en mi casa. Vivirá, con eso debería bastarte.

-Eso no es aceptable. Isabella no sobrevivirá si es obligada a permanecer en la Torre.

-¿Cómo os atrevéis a cuestionar la generosidad de Su Majestad? -arremetió lord Pelham-. Por si no lo recordáis, la alternativa a la Torre es la muerte.

-Su Majestad -elijo Edward dirigiéndose directamente al rey-, permitidme que os recuerde que nadie puede defender Cullen como yo. Los Swan han empezado a confiar en mí. Han rechazado a Jacob Black y a los rebeldes de su clan a mi favor. Si Cullen va a parar a otras manos, es muy posible que surjan problemas a los que en estos momentos difícilmente podréis hacer frente.

-No obstante -intervino lord Pelham con arrogancia-, no tenéis derecho a exigirle nada a vuestro rey.

El rey Jorge se aclaró la garganta e hizo un gesto para pedir silencio.

-Escucharemos lo que tenga que decir lord Clarendon. ¿Qué se necesita para conseguir tu cooperación?

Edward habló con firmeza y sin dejar traslucir el miedo que lo atenazaba. Isabella podría morir en la Torre si sus palabras no conseguían convencer al monarca.

-Me casaré con lady Tanya, la honraré como esposa y protegeré Cullen con mi vida, pero sólo si liberáis a Isabella de la Torre. Incluso accederé a pasar la temporada de baile en Londres para complacer a lady Tanya, aunque a mí no me complazca hacerlo. ¿Qué me decís, señor?

Las esperanzas de Edward aumentaron mientras el rey Jorge y lord Pelham consultaban en susurros y gestos exagerados. Edward esperó ansiosamente con el estómago hecho un nudo la respuesta del rey. No había nada más que pudiera decir. Confiaba en que hubiera sido suficiente.

-Así que realmente amas a esa jacobita -le dijo Tanya en un aparte mientras esperaban la respuesta del rey y de Pelham-. Qué curioso.

-Tú no lo entenderías, Tanya. Nunca tendré contigo lo que he tenido con Isabella.

Tanya se encogió de hombros.

-Me da lo mismo. No es amor lo que pido. Tu cuerpo me satisfará.

-Le he prometido al rey que cumpliré mis obligaciones contigo, y eso haré -aseguró Edward con gravedad.

Tanya le dirigió una mirada seductora y batió las pestañas. -Eso es lo único que quiero, Edward -afirmó.

La conversación entre el rey y Pelham llegó a su fin. Edward centró en ellos toda su atención. Había hablado con tanta osadía que no resultaba irracional pensar que pudiera terminar en la Torre con Isabella.

-Lord Clarendon -comenzó a decir Pelham-, Su Majestad reconoce la valiente defensa que habéis hecho de vuestro rey y vuestra patria y desea que sigáis siendo el señor de Cullen. Por lo tanto, accederá a vuestra petición. La señora Swan será liberada de la Torre para ser escoltada al convento de Santa María del Mar, su destino original.

-Si estáis de acuerdo con estos términos, Su Majestad y la reina celebrarán una recepción nupcial para vos y lady Tanya.

Isabella iba a ir al convento. Aunque era menos de lo que Edward había esperado, era mucho mejor que la Torre y que una muerte segura.

-Sois extremadamente generoso -aseguró Edward atragantándose con las palabras. -Me casaré con lady Tanya.

-Oh, Edward -exclamó Tanya efusivamente-, sabía que entrarías en razón. Estoy deseando comenzar la temporada de baile siendo tu esposa.

-Marchaos -dijo el rey Jorge despidiéndoles con un gesto de la mano-. Estamos exhaustos.

Tanya se agarró de forma posesiva al brazo de Edward mientras ambos salían de los aposentos privados. Las facciones del rostro de Edward se endurecieron mientras pensaba en el oscuro futuro que se abría ante él. El rey podría obligarle a casarse con Tanya, pero nadie podría forzarle a amar a otra mujer que no fuera Isabella.

 

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ESTO ES PARA LLORAR :( DE VERDAD, POBRE DE ISABELLA !!!!!!DIOS!!!!!!, MALDITA PERRA DE TANYA COMO SE PUDE SER TANNNNNNNNNNNNNN GRRRRRRRRRRRR MALDITA OFRECIDA, DESGRACIADA, SI ES PARA AGARRARLA DE DE LAS GREÑAS Y BARRER EL PATIO CON ELLA.

 

:( :( :(  POBRE EDWARD, TENDRA QUE CASARSE PARA SALVAR A ISABELLA, LA PREGUNTA DEL MILLON ES ¿ISABELLA QUE PENSARA DE ESO? ¿SE ENTERARA DE LA VERDAD O CRERA QUE EDWARD LA A TRAICIONADO? !!!!!!!!QUE HORROR!!!!!! QUE PASARA AHORA, Y EL BEBE QUE VIENE EN CAMINO,

 

GUAPAS ESTO YA CASI SE TERMINA, QUEDAN TRES CAPITULOS ESTAMOS EN LA RECTA FINAL

LAS VEO MAÑANA

Capítulo 18: DIECISIETE Capítulo 20: DIECINUEVE

 
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