En cuanto el mundo dejó de girar, Bella se encontró con que Edward la había metido en un dormitorio de techo alto, luz tenue y una cama del tamaño de un pequeño campo de golf.
—¿Es aquí donde celebras tus orgías? —preguntó sin poder contenerse.
—No tienes por qué preocuparte en ese aspecto. Ya tuve bastante de ese tipo de disparates mientras vivía con Esme —replicó Edward con desdén.
Bella se quedó petrificada por la franqueza con que le habló de su difunta madre. No le pareció el momento oportuno para explicarle que su comentario había sido un mal chiste, dicho sin pensar.
—Aparte del servicio, eres la única mujer que ha atravesado el umbral de esta habitación —declaró Edward.
Se dio cuenta de que él le estaba tomando el pelo, lo cual alivió aquella momentánea tensión.
—¡Como si pudiera tragarme ese cuento!
—Pero es la verdad. Jamás he traído aquí a ninguna mujer. Siempre he preferido que mi habitación fuese un espacio privado. Es raro que pase toda la noche con alguien.
—Conmigo lo hiciste… ¿qué era yo? ¿Una anomalía?
Él posó las manos sobre sus mejillas arreboladas, enmarcando su rostro, y ella lo miró directamente a los ojos. No había en ella rastro de miradas esquivas para incitarle, ni de los estudiados flirteos que él estaba acostumbrado a recibir. En lugar de eso le ofrecía una sinceridad muchísimo más atractiva. Poco a poco, comenzó a esbozar una sonrisa:
—Yo diría que el término apropiado sería «adición». Aquí estoy de nuevo y ya no soy el mismo, hara mou. Así que debes tener algo especial.
¿Algo especial? Anthony, pensó Bella. No podía culparle por pretender que su esposa se sintiese especial en la noche de bodas. Él tenía demasiada experiencia dentro y fuera de la cama como para no saber cómo complacer a una mujer. La besó otra vez con un fervor dulce y embriagador que pronto se tornó en excitante y sensual gracias a su lengua.
Todas las tensiones de aquel día desaparecieron en las violentas ansias que se apoderaron de ella en una oleada de deseo. Empezó a respirar agitadamente y apretó su cuerpo contra el de él para devolverle el beso con una urgencia que no pudo contener. Él le quitó el vestido con manos impacientes y la levantó en vilo para sacarla de él.
Con ojos ardientes de determinación, Edward se separó unos centímetros para poder contemplarla mejor. La ropa interior turquesa desvelaba sus tentadoras curvas más que ocultarlas, y él la miró agradecido.
—Me gusta —le dijo contra sus labios enrojecidos, apoyando las manos en sus caderas para acercarla aún más. La costosa factura de sus pantalones no lograba ocultar su erección. Ella empezó a respirar con dificultad y a notar que su cuerpo reaccionaba voluptuosamente con un hormigueo entre los muslos.
—Edward… —jadeó bajo el cautivador acoso de su boca.
—Me encantan tus pechos —los liberó del sujetador de encaje y con paciencia logró llevar los rosados pezones a un punto de sensibilidad casi insoportable—. Esos ruiditos que haces me excitan muchísimo —le confesó.
Ella estiró la garganta para hacer llegar oxígeno a sus constreñidos pulmones, pero ya no podía huir de aquél oscuro y delirante placer que él le había enseñado a anhelar con una fuerza sorprendente y nueva. Ya se encontraba atrapada en un deseo insaciable que devoraba todo pensamiento razonable y aniquilaba su timidez. Estaba con el hombre al que amaba y eso le gustaba mucho, la llenaba de energía. Un calor insidioso la recorría, despertando cada centímetro de su cuerpo a su tentadora y viril promesa.
—Todo en ti me resulta excitante, kardoula mou —masculló Edward—, porque te entregas sin pretensiones.
Recorrió con los dedos su caliente humedad bajo la tela que la ocultaba y le separó las piernas con la rodilla, haciéndola estremecerse violentamente: cada movimiento de sus dedos liberaba en ella una cascada de sensaciones tormentosas y la hacía temblar sobre los tacones que todavía llevaba puestos. Todas las sensaciones de su cuerpo parecían concentrarse en el diminuto y sensible botón que coronaba sus muslos. Él la empujó contra la pared sin encontrar resistencia y se arrodilló para quitarle la seda húmeda. La acercó hacia él agarrándola por los glúteos, permitiéndose una intimidad inusitada para ella.
—No… no —balbuceó intentando negarse.
—Cierra los ojos y disfruta —le ordenó Edward—. Voy a hacerte perder la cabeza de placer.
Ella hundió los dedos en su pelo negro y sedoso para apartarlo, pero enseguida esos mismos dedos lo retuvieron porque el placer que le proporcionaba lo que estaba haciendo superaba toda resistencia. Tuvo que apoyarse en la pared para no caerse y entonces se quedó en blanco; era pura reacción física y todo lo demás ya no importaba. Ondas de placer la incendiaron, provocándole suaves oleadas de éxtasis que hacían que la sangre pareciese rugirle en las venas. Jadeó y gimió fuera de control al llegar al punto de no retorno, estallando en un inmenso orgasmo.
Antes de que consiguiera recuperarse, Edward la levantó y le apoyó las caderas contra la pared para que pudiera recibirle, afirmándole las rodillas en su cintura. Desconcertada por aquella postura, alzó la vista confusa.
—¿Edward…?
—Durante todo el día, cada vez que te miraba es aquí donde deseaba estar —le dijo con voz entrecortada, hundiendo el sexo erecto en su abultado y exuberante interior—. Dentro de ti, fundido contigo, hara mou.
Aquella enérgica embestida de posesión la dejó sin aliento y sin habla. Todavía estaba sensible, descendiendo de la cima del éxtasis, y de pronto él la estaba devolviendo al mismo punto por segunda vez. Una intensa sensación volvió a recorrerla con fuerza ciega.
Él la poseyó con una pasión tan intensa como implacable. La excitación burbujeante y enternecedora que se apoderó de ella era instintiva y salvaje. La fuerte pasión de Edward la condujo de forma lenta y constante a otro maravilloso orgasmo cuyas oleadas de placer la hicieron convulsionar.
—No hay otra mujer en el mundo que me haga sentir tan bien como tú —susurró Edward.
La llevó hasta la cama y la colocó sobre el lino blanco y frío. Se desprendió por completo de su ropa y se tumbó a su lado, calmándola en sus brazos y retirándole el pelo de la cara. Ella respiró su aroma almizcle y viril y cerró los ojos. Estaba asombrada de la intensidad con que le había hecho el amor, impresionada por la forma en que ella le había respondido pero, por encima de todo, contenta si él también lo estaba. También se sentía feliz porque él todavía la estaba abrazando.
—No te vas a ir ahora, ¿verdad? —Bella pensó que tenía que asegurarse dado que él había admitido que prefería no compartir la cama.
—¿Y adónde iba a ir? —respondió Edward perezosamente divertido.
—No quiero despertarme y descubrir que te has marchado.
Edward recordó aquel día de hacía dos años cuando al salir de la ducha descubrió que ella no estaba y la buscó por toda la casa. Todavía recordaba el sonido del silencio, la desolación que resonaba a su alrededor, la sensación de vacío que sintió en su interior, y todo aquello le asustó.
—Estaré aquí —confirmó.
—Estoy agotada —dijo adormecida. Ahora que toda su tensión se había disipado, nada impedía que el cansancio de la boda volviese a recaer sobre ella.
—¿Feliz? —preguntó Edward.
—Feliz —balbuceó ella, besándole el hombro con un beso adormecido.
Edward decidió que sería cruel despertarla para contarle lo del yate. Se lo diría por la mañana… en algún momento. Se preguntó si ella se enfadaría. La estrecho aún más fuerte porque no le gustaba la idea de que cualquier descuido suyo pudiese hacerle daño.
La tercera vez que Bella se despertó al día siguiente, encontró a los pies de la cama una televisión que emitía un canal griego de negocios. Se dejó caer sobre las almohadas con un suspiro indolente. Eran las dos de la tarde. Habían desayunado con Anthony y jugado con él en el jardín y un par de horas más tarde Edward la había vuelto a llevar a la cama. Al despertarse por segunda vez, se había duchado y él se le había unido. Una tierna sonrisa se curvó en sus labios enrojecidos. Agarró el mando de la televisión y paseó por los canales hasta que encontró uno de cotilleos de famosos. Estaba escuchando a medias el suave ronroneo de la televisión cuando Edward salió del baño.
Bella lo contempló embelesada. Sólo llevaba unos calzoncillos de seda y ofrecía un espectáculo imponente.
—¿Merece la pena que pierda el tiempo en vestirme de nuevo? —preguntó suavemente.
Bella se ruborizó. Sería honesto confesar que ella no habría tardado ni un minuto en aprovechar su increíble resistencia.
—¿Debo considerar eso un «no»?
Verse en la televisión vestida de novia en ese momento la distrajo. Y se quedó con la boca abierta:
—Dios mío… ¿a que el traje se ve maravilloso?
—No era el traje, eras tú, kardoula mou —afirmó Edward—. Pero no puedo creer que estés viendo esta basura.
—Es más divertido que las noticias de negocios —su voz burlona se fue apagando conforme escuchaba al presentador.
—Como era predecible, Edward Cullen disfrutó de sus últimos días de libertad en una despedida de solteros celebrada en el yate de Revin, el Diva Queen.
Bella contempló horrorizada que se trataba de una fiesta llena de mujeres desnudas. Aunque el presentador no las mencionó expresamente, los ojos de Bella se pegaron a la pantalla y vio a una mujer con el pecho desnudo bailando en la cubierta y otra zambulléndose en el agua como Dios la trajo al mundo…
—¡Calla! —gritó a Edward cuando intentó intervenir, para que no le impidiera escuchar el resto de la noticia. Hicieron referencia a la existencia de fotos más íntimas que, según insinuaron, no eran aptas para todos los públicos.
—Dame eso…. —Edward intentó hacerse con el mando, pero Bella lo alcanzó antes, lanzándose sobre él. Por desgracia, al mismo tiempo apretó sin querer el botón de apagado.
—¡Rata de alcantarilla! —exclamó ella incorporándose sobre las rodillas—. Así que no celebras orgías, ¿no? ¿Y qué hacías en ese yate?
—No lo que por supuesto pensarás —contestó Edward con una compostura que para ella sólo podía añadir un insulto a aquella ofensa—. Cualquier cosa que haga se convierte en noticia sensacionalista.
—¡Una mujer desnuda es una mujer desnuda, y lo suficientemente sensacionalista como para que me sienta indignada! —le reprendió Bella.
—Tienes que dejar de creerte todo lo que ves y lo que lees. Tanto las fotos como las historias pueden amañarse.
—¿Y qué me dices de las imágenes no apta para todos los públicos?
—Si quieres llevar esto hasta las últimas consecuencias, puedo enseñártelas también —con rostro tenso, Edward se enfundó unos vaqueros desvaídos.
—Quiero verlas.
Pronunció aquellas palabras haciendo caso omiso de lo que él le había dicho, porque sólo la hacía desconfiar aún más, y entró en el vestidor a revolver armarios y cajones buscando algo que ponerse. Actuaba como una autómata. Estaba intentando hacer acopio de fuerzas para manejar la situación, pidiendo un respiro que liberase su cerebro y su sentido común de tanta rabia, miedo y dolor.
Edward no actuaba como si hubiese hecho algo malo. Pero, ¿lo había visto sentirse culpable alguna vez? ¿Y por qué habría de sentirse así? ¿Por qué recordaba ahora que él no había respondido a la oferta que le hizo el mes anterior, dándole a elegir entre un matrimonio platónico y total libertad o la monogamia marital? ¿Era aquélla su respuesta? ¿U otro reclamo de los paparazis que una mujer sensata obviaría y no creería tal y como sugirió Alice? Pero ella no podía evitar pensar que para Alice era fácil decir eso porque su marido no estaba allí.
Volvió a salir con unos pantalones blancos de lino y un chaleco del mismo color. Su palidez hacía resaltar el marrón de sus ojos. Edward le lanzó una mirada acusadora desde el fondo de la habitación. Arrojó un periódico sobre la cama revuelta.
—Esas fotos sólo van a hacerte daño y causarte una impresión equivocada.
Ella se mojó el labio inferior con la punta de la lengua.
—Pero si no las veo ahora, siempre me quedará la duda.
—Es una cuestión de confianza —dijo nerviosamente—. ¿Crees en mí?
Al oírlo, Bella alzó la cara.
—Creería si me lo hubieras contado antes de verlo en la televisión.
—¿Así es como hubieses querido que empezase nuestro día de bodas? ¿Con toda esa basura dirigida a vender más periódicos?
Bella enrojeció y sacudió la cabeza.
—¿Y entonces cuándo ibas a decírmelo?
—Sabía que esto iba a pasar, glikia mou. Y debo admitir que no tenía prisa alguna por contártelo —en sus ojos entrecerrados asomó el fulgor de un reto.
—Entonces… ¿qué quieres que crea? ¿Qué te secuestraron y te obligaron a subir al yate de tu amigo, y que allí te viste forzado a recibir las atenciones de unas fulanas?
—A Laurent le ha dado por las fiestas últimamente… Es un amigo, un buen amigo. Y se trataba de una despedida de soltero, que no había organizado yo a mi gusto —proclamó Edward seriamente, endureciendo el rostro—. Theos mou… ¡el anillo que llevo puesto no implica que te pertenezca o que tengas derecho a decirme lo que puedo o no puedo hacer!
—O sea, que si decido salir de fiesta en un yate con un montón de hombres medio desnudos, a ti te parecerá estupendo, no querrás indagar a mi vuelta y respetarás mi derecho a hacer lo que quiera. Me alegra que tengamos este acuerdo —replicó Bella resueltamente.
Edward se quedó mudo. La miró con fiereza, inundado por la rabia. Ella había tentado al diablo, pero se mantuvo firme. El silencio empezó de algún modo a bramar a su alrededor, intimidándola. Finalmente, Edward habló:
—Eso es algo que no podría aceptar.
A Bella no le sorprendió en absoluto su afirmación.
—¿Y eso por qué?
—¡Porque eres mi esposa! —dijo Edward, crispado.
—¿Entonces tú haces lo que quieras y yo lo que tú quieras también?
Edward se negó a caer en esa trampa. La miró intensamente, como desafiándola a disentir.
Bella se preguntó por qué la conversación había derivado en aquello y se reprendió a sí misma por echarse atrás y tener miedo de preguntarle la que sin duda era la única cuestión importante.
—¿Te acostaste con alguien en ese yate?
Arrugó el ceño, y aflojando la mandíbula, contestó:
—Por supuesto que no.
Bella no dijo nada. Se quedó mirando la hermosa alfombra sobre la que él descansaba. Se sintió enferma por la tensión y el miedo, y mareada por el alivio. Asintiendo con la cabeza, recogió el periódico de un tirón y salió a la terraza. Se sentía avergonzada por lo alterada que se había puesto y por las lágrimas que humedecían sus ojos.
Edward, que no esperaba que ella saliese, se apartó el pelo de la frente, totalmente insatisfecho. Si la seguía, seguramente habría otra escena. Tenía larga experiencia en evitar enfrentamientos, porque durante toda su infancia había presenciado las escenas histéricas que su madre tenía con todo el mundo.
Lo más sensato era dejar que Bella se calmara, así que se preguntó desconcertado por qué deseaba ir tras ella. ¿Por qué le afectaba tanto saber que ella estaba sola y se sentía infeliz? Salió unos minutos más tarde, pero ella ya se había ido.
Bella paseaba por los jardines, siguiendo un sendero bajo los árboles a resguardo del sol. El periódico aún le ardía bajo el brazo. Al llegar a la playa, se quitó los zapatos y se sentó en una roca. Las fotos no eran tan impactantes como ella esperaba. A pesar de ser una fiesta en su honor, Edward parecía aburrirse. Había una foto suya en que aparecía con una expresión fría en sus bronceadas facciones, y una rubia ligera de ropa riendo su lado. Bella conocía esas expresiones suyas, las conocía muy bien. Sabía que a él no le gustaba que los extraños se le acercaran tanto y, en ese mismo sentido, que odiaba a las mujeres que se abalanzaban sobre él. Detestaba la familiaridad que otorga el alcohol. Era un Cullen, nacido y criado como un aristócrata, y por tanto, exigente e intolerante con la gente maleducada.
La congoja se le agolpaba en la garganta y ella luchaba por contenerla. Arrojó el periódico al suelo. En cierto modo, ella era la que tenía un problema, no él. Era insegura, pero sólo estaba recogiendo lo que había sembrado. Se había casado con ella ¿no? Pero sólo le había puesto aquel anillo en el dedo por Anthony. ¿Cómo iba a sentirse a salvo y segura en esas circunstancias? Él tenía perfecto derecho a disfrutar de una despedida de soltero dentro de unos límites razonables y a esperar que su esposa no lo convirtiese en un problema. También tenía derecho a esperar que ella confiase en él, al menos hasta cierto punto. ¿Cuánto iba a durar su matrimonio si se pasaba el día acusándolo injustamente? Era una persona celosa e insegura, pero él no tenía por qué pagarlo. Bella reconoció con dolor que aquellos sentimientos eran el precio a pagar por casarse con un hombre que no la amaba.
De pronto escuchó unas pisadas sobre la arena. Edward llegó hasta donde estaba ella, cubriéndola con su sombra, y se levantó.
—Lo siento —susurró ella—. No he dejado que te explicaras.
Edward respiró aliviado y la rodeó con los brazos, descansando su frente sobre la cabeza de ella.
—Te juro por mi honor que no pasó nada. ¿Me crees?
—Sí —soltó Bella—. Se te ve harto en esas fotos.
—Crecí inmerso en esa forma de vida, que fue la que destruyó a la familia que podía haber tenido. Las drogas acabaron con mi madre; la mala salud y las infidelidades de Esme acababan por arruinar sus relaciones. Y mi hermana mayor siguió sus pasos —reconoció con tristeza—. Esme me concibió el día que se casaba con otro hombre que no era mi padre. Para cuando se supo la verdad, mi verdadero padre había muerto y el hombre que yo creía mi padre me volvió la espalda. ¿No es para volverse loco? Pero siempre he necesitado y pedido más a la vida.
—Lo sé —le apretó las manos. Le habían obligado a aprender lecciones muy duras desde muy pequeño—. Eres fuerte. Pero sé que necesito confiar en ti.
—Es culpa mía que no lo hagas —Edward la miró con ojos verdes llenos de sinceridad—. Debería habértelo contado todo antes de la boda, pero era demasiado orgulloso. Sólo te quiero a ti, hara mou.
Bella no estaba preparada para escuchar aquellas palabras. Tragó saliva y cerró fuertemente los ojos. De pronto su corazón dejó de pesarle y se disiparon todas las sombras. Le había dicho mucho más de lo que aquellas palabras expresaban. Él quería realmente que su matrimonio funcionase y estaba preparado para realizar ese esfuerzo. Recordó su estupidez del día anterior, cuando le dijo que ya no lo amaba, y estuvo a punto de ponerse a gritar. ¡Qué ciega había estado! Ya era hora de que se deshiciera de tanto orgullo y tanto estar a la defensiva.
—¿Con una esposa que me despierta a mitad de noche y se pone traviesa conmigo, de dónde voy a sacar la energía? —murmuró Edward en tono burlón.
Bella enrojeció hasta las pestañas.
—No pretendía despertarte. Estaba oscuro… y no estaba segura de dónde me encontraba…
—Excusas… excusas —Edward le dedicó una mirada tan provocadora que a ella el estómago le dio un vuelco—. Pero esta noche me tocará a mí, mali mou.
Anthony dormía profundamente bocabajo cuando Bella lo colocó en una postura más cómoda. Estaba tan cansado que no se movió siquiera. Sus días eran una pura aventura, porque la propiedad de los Cullen constituía un maravilloso parque de recreo para un niño tan activo como él. De la mañana a la noche, Anthony no paraba, jugando en la piscina con sus padres o correteando con Jacob, que ahora tenía su propio pasaporte de mascotas para poder viajar.
Bella se vistió para la cena. Era una noche especial porque sería su última noche en Zelos durante algún tiempo. Edward había pasado la semana anterior viajando, yendo y viniendo a todas horas para intentar alargar lo más posible su estancia en la isla. Se mostraba tan reacio como ella a abandonar aquel lugar, porque su luna de miel había sido mágica.
Bella admitió que nunca había soñado encontrar la felicidad tan rápidamente con Edward. Lo primero que había observado era que desaparecían sus reservas con su hijo, pero con el paso de las semanas desde la boda, además se había relajado con ella. Sobre todo lo notaba en los detalles. Si tenía que trabajar en su despacho, en cuanto acababa iba en su busca. La despertaba a horas intempestivas para que desayunaran juntos porque claramente deseaba su compañía. Le gustaba que le despidiese cuando subía al helicóptero y le encantaba que lo esperase cuando llegaba tarde a casa.
Y ella había empezado a darse cuenta de que él había pasado toda su vida buscando un afecto sincero y cualquier forma de rutina convencional en casa. Cosas que ella daba por hecho, como sentarse a comer con Anthony, eran algo que él apreciaba muchísimo. Disfrutaba de los placeres sencillos, como un paseo con Anthony por los huertos de cítricos hasta la playa para verlo jugar con las olas y chillar de placer al mojarse. A Edward le gustaban aquellos pequeños rituales familiares que había temido por considerarlos aburridos, restrictivos o pasados de moda. Quería que Anthony tuviese todo aquello que él no había tenido, y adoraba a su hijo. Nadie que viese el modo en que Edward sonreía al ver a Anthony correr para recibirlo lo habría dudado un segundo.
Al ver Grecia a través de los ojos de él, ella se había enamorado de aquel país más que nunca, ya que la había llevado en yate fuera de los circuitos de turistas. Habían explorado juntos antiguos yacimientos arqueológicos y él le había enseñado sus sitios favoritos, algunos inquietantemente hermosos y casi todos desiertos. También le había enseñado que, si la comida era buena, prefería comer sobre la destartalada mesa de una taberna de pueblo que en el restaurante más exclusivo. Habían hecho excursiones por calas desiertas a las que sólo se accedía por mar. Por encima de todo, él apreciaba la intimidad de la que disfrutaba allí, porque aunque sus paisanos lo reconocían, sabían guardar las distancias.
Bella se había esforzado en perder la costumbre de compararse con Jessica. Había aceptado que era estúpido atormentarse continuamente con aquellos pensamientos y se había concentrado en lo que tenía con Edward. Y pensó que lo que tenía era mucho más de lo que se habría atrevido a desear. En el lecho, él lograba que todas sus fantasías se hiciesen realidad. Era muy inteligente, una compañía maravillosa y tremendamente ingenioso. Ella estaba descubriendo que él era franco cuando tomaba confianza y que podía ser además amable y considerado.
Con un vestido de tirantes a rayas verde esmeralda, Bella se dirigió a la terraza que dominaba la bahía. El aire fresco corría bajo el dosel de los nogales. Unos minutos más tarde, Edward se reunió con ella. Su teléfono móvil estaba sonando, pero él se detuvo a apagarlo y dejarlo a un lado. El servicio sabía que sólo debía interrumpirle en caso de emergencia. Ella contempló su bello rostro. Su presencia siempre la impresionaba y, para ser sinceros, él estaba increíble en camiseta y téjanos.
—Llevamos juntos todo un mes, hara mou —Edward llenó dos copas de champán y le tendió un estuche—. Esto hay que celebrarlo.
Sorprendida, Bella abrió la tapa. Contuvo la respiración ante la belleza de aquel brazalete de diamantes con las iniciales BC engarzadas en zafiros. Ahora sabía lo que él disfrutaba haciéndole regalos y no le reprendía por ello.
—Es precioso, Edward. Pónmelo —le instó—.Ahora me siento fatal, porque no te he comprado nada.
Edward miró a su esposa con ojos oscuros y sensuales.
—No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo que no te cueste más que perder unas horas de sueño.
Bella enrojeció, y extendió sonriendo la muñeca hasta que la luz que se filtraba por los árboles hizo brillar el brazalete.
—Gracias —le dijo.
Él le tendió una copa de champán.
—Antes de que me olvide: tu prima Kate ha llamado para invitarnos a una cena en Londres. Me sorprendió que no te llamase a ti.
A Bella no le sorprendía en absoluto. Kate era igual de implacable que su madre a la hora de utilizar contactos influyentes y seguramente había llamado a propósito a Edward en lugar de a ella.
—Creo que inventaré una excusa —dijo ella, incómoda—. Mis parientes están en pleno periodo de adaptación. Será mejor dejar que pase un tiempo para que se hagan a la idea de que ahora eres mi marido.
Edward levantó una ceja:
—¿De qué demonios hablas? ¿Por qué iban a necesitar tiempo?
Bella hizo una mueca:
—Los Stanley parecían más bien espectros el día de nuestra boda —admitió ella con arrepentimiento—. Me temo que mi tía se molestó mucho cuando supo que eras el padre de Anthony…
Sus ojos se encendieron:
—¿Y a ella qué le importa?
—Sé que ha pasado mucho tiempo, pero tú e Jessica erais novios —le costó decirlo, y deseó haber sido menos directa en ese tema. Había tomado la costumbre de contárselo todo a Edward, más de lo que ella quisiera.
—No, no lo éramos.
—Seguramente no bajo tu punto de vista —Bella se devanaba los sesos en busca de las palabras adecuadas para explicar cómo se sentían sus parientes—. Si hubieses tenido un hijo con otra y te hubieras casado con ella, no les habría importado lo más mínimo. Pero tratándose de mí, no parece que puedan dejar de pensar que entré furtivamente en el coto de Jessica.
Edward arrugó la frente.
—Pero yo no salía con Jessica.
Bella lo miró fijamente.
—Puede que no lo llamases «salir», pero estuvisteis juntos un tiempo…
—¿Sexualmente hablando? —cortó Edward—. No, no es así.
Patidifusa por una afirmación que ponía boca abajo años de convencimiento, Bella sacudió la cabeza como si necesitase aclararla.
—Pero eso no es posible. Quiero decir, la misma Jessica dijo… es decir… hablaba como si…
—No me importa lo que dijese, hara mou. No ocurrió. Nunca —dijo Edward secamente.
—Oh, Dios mío —Bella lo miró sorprendida—. Hizo pensar a todos que habíais sido amantes.
—No dudo que le gustase llamar la atención, pero no me atraía en ese aspecto.
Bella asintió como una marioneta, porque casi no podía hacerse a la idea de que Edward se hubiese sentido más atraído por ella que por su hermosa prima.
—Pero… ¿Por qué no te atraía?
—Era muy divertida, pero también neurótica y superficial —frunció el ceño como si se sumergiese en pensamientos más profundos—. Para serte sincero, sabía que ella me deseaba. Supuse que por eso me dijiste que yo no te interesaba el día que te besé.
Bella estaba desconcertada y se sintió momentáneamente perdida.
—Me besaste… ¿cuándo?
Bella se encogió de hombros.
—Cuando me quedé en casa de Jessica siendo estudiante.
—¿Quieres decir que aquello fue sincero y no una especie de burla de chico malo? —tartamudeó Bella, retrocediendo siete años.
—¿Es eso lo que pensaste? —Edward la miró torciendo el gesto—. Me apartaste de ti, y eso era lo que había que hacer. Por entonces, sin duda me hubiese metido en la cama contigo. No sabía ni lo que pasaba dentro de mi propia cabeza. Jessica también se habría prestado. Me di cuenta de que, si no podía tenerme, no iba a tolerar que tú me tuvieras.
Bella escuchaba cada una de sus palabras con atención. Al descubrir que Edward se había sentido atraído por ella y que nunca había deseado a Jessica, toda lo que ella pensaba sobre la relación entre ambos cambió por completo. Se dio cuenta de que había habido algo entre ellos antes de compartir la cama.
—¿Recuerdas la noche en que te hablé de mi hermana? Fue entonces cuando me di cuenta de que te quería, porque luego no supe por qué había estado en tu habitación hablando de cosas tan personales…
—Borracho y en griego —añadió Bella sin poder evitarlo.
—Pero jamás me había sincerado así con una mujer —Edward fingió un temblor de inquietud masculina—. Me desconcertó que pudieses tirar de mí de esa forma que no podía explicar. Era algo demasiado profundo y por entonces yo no estaba preparado para abrirme de ese modo.
—Lo sé —dijo Bella con intención, pero la alegría se había instalado en su interior, porque nunca más tendría que sentirse plato de segunda mesa. Jessica había mentido en cuanto a su relación con Edward, cosa que no le sorprendía si lo pensaba seriamente.
—Jessica me dijo que yo te gustaba y se suponía que aquello era un chiste —le confió Edward, descansando sus ojos nerviosos en ella—. Pero a mí me gustó la idea e hizo que me atrajeses aún más, kardoula mou.
Sus mejillas se tornaron del color de un melocotón maduro. Sin saber qué decir, exhaló:
—Pero estabas muy afectado por la muerte de Jessica.
—Sí, por la forma en que había desperdiciado su vida. Me recordó a la muerte de mi madre y de mi hermana. Intenté ayudar a Jessica, pero fracasé —murmuró seriamente Edward—. Cuando dejó la rehabilitación, le volví la espalda porque me negaba a verla morir.
—Hiciste todo lo que estuvo en tu mano, y no fuiste el único. Nada funcionó —dijo Bella con lágrimas en los ojos.
—Pero tú la cuidaste y apoyaste cuando los demás se apartaron de ella. Ese nivel de lealtad no es fácil de encontrar. Y yo lo supe apreciar, a pesar de que su familia no lo hizo. Cuando volví a verte en el funeral, no pude evitar buscarte.
—¿Qué estás diciendo? —susurró Bella.
—Que si no llega a ser por tu prima, nunca te habría conocido. Pero una vez que te encontré, ninguna otra mujer podía sustituirte en mi corazón porque te admiraba profundamente.
—¿Incluso sin estar preparado para todas esas cosas que tanto admirabas en mí? —inquirió Bella.
—Incluso así. Eras lista, tenías agallas y no te dejabas impresionar por mí o por mi dinero. Nuestra primera noche juntos fue muy especial.
—¿Especial? Todo lo que hiciste después fue pedirme el desayuno.
Edward extendió las manos en un gesto de reproche:
—Theos mou, no sabía qué decir. Ni siquiera me di cuenta de que en aquel momento no era necesario decir nada. Supongo que me encontraba como pez fuera del agua. Lo único que sabía es que me sentía maravillosamente bien. Me sentía muy cómodo contigo. ¡Quedé destrozado al salir de la ducha y encontrar la casa vacía! —admitió Edward bajando la voz—. Ni una nota, ni una llamada… ¡nada!
Bella lo miró horrorizada.
—¿De… destrozado?
—Y muy enfadado contigo porque me habías dejado. Lo consideré un rechazo y no podía permitirme el pensarlo porque me dolía… —le fue tan difícil pronunciar aquella última palabra que casi le salió en un susurro.
Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Bella.
—Oh, Edward…
Él le quitó la copa de champán y la dejó a un lado para poder consolarla con una ternura que la hizo aferrarse a él durante unos minutos.
—Por supuesto, fui a la misa de aniversario para buscarte, aunque no quería admitirlo. Y cuando lo hice, me dije que sólo lo hacía porque el sexo contigo era especial.
Bella aspiró fuerte para despejarse la nariz y aceptó el pañuelo que él le ofrecía.
—Si no hubiese tenido aquel accidente… —suspiró.
—Pero ahora estamos juntos y no permitiré que vuelvas a marcharte.
Admitió lo nervioso que se puso el día de la boda a causa de lo de la fiesta en el yate. Bella, que lo había visto tan calmado, quedó admirada al ver la influencia que ejercía sobre él. Cuando él le confesó que habían ido a Zelos en lugar de a Italia por que él temía que le dejase, ella no pudo evitar echarse a reír.
Edward introdujo los dedos en el pelo castaño de Bella y le inclinó la cabeza hacia atrás para contemplarla con ternura.
—Ya sé que es para partirse de risa. Amarte me llena la cabeza de temores e ideas estrambóticas.
Bella se puso seria de repente.
—¿Amarme? —repitió.
—Te quiero mucho, mucho —declaró Edward con voz ronca.
Bella levantó la vista para mirarle, completamente maravillada.
—Intenté resistirme con todas mis fuerzas, pero no hubo modo de escapar —dijo Edward atribulado—. Me afectó mucho que me dijeses que no sería un buen padre y que era un irresponsable, me lo tomé como un reto. Durante varias semanas, estuve como ido. ¿Por qué crees que monté lo del periódico para airear nuestra relación? Estaba celoso de tu novio.
—¿Embry? ¿Estabas celoso? ¡Pero si sólo salimos una vez! —Bella estaba encantada de haber provocado sus celos, porque aquello le hacía sentirse como una auténtica mujer fatal—. ¿De verdad me amas?
—¿Acaso no me casé contigo sin pedir pruebas de ADN de Anthony, o sin acuerdo prenupcial? ¿No te has dado cuenta de lo que debo confiar en ti y valorarte para hacer algo así? —Edward la miró con cariño—. ¿Y por qué crees que permití que me chantajeases para que me casara contigo?
—¿Para volver a acostarte conmigo?
—Bueno, ese aspecto también influyó —Edward fue lo suficientemente sincero como para reconocerlo, sonriendo maliciosamente—. Pero yo también deseaba casarme contigo, así que me dejé chantajear. Tarde o temprano te lo hubiese pedido, pero tú te adelantaste, lo que me permitió guardar las apariencias.
Bella no podía dejar de sonreír cuando recordó que ella también tenía algo que decir:
—Mentí cuando te dije que ya no te amaba. Te he amado durante tanto tiempo que ya formas parte de mi corazón.
Edward se puso tenso.
—¿Mentiste? ¿Quieres decir…?
—No te lo tomes como algo personal. A veces una chica tiene que hacer lo que tiene que hacer. Y después de todo lo que dijiste sobre convertir nuestro matrimonio en un acuerdo negociado y exigir sexo, no te merecías en absoluto una auténtica confesión de amor —Bella lo acarició distraídamente bajo la camiseta—. Pero te quiero mucho, mucho.
—¿Lo dices de verdad?
A Bella le conmovió su inseguridad:
—Sí. Te quiero.
—Estás castigada por ocultar esa información: hoy no vas a comer. Iremos directamente a la cama, agapi mu.
Edward sometió sus labios carnosos a un beso tan apasionado que la dejó sin aliento y con las rodillas flojas. Luego la separó de él y cerrando una mano sobre la suya la llevó al interior de la habitación. Ella no puso objeción alguna a sus planes.
Horas más tarde, Bella yacía cómodamente entre sus brazos mientras él le daba de comer y beber para que recuperase las fuerzas. Entonces Edward le confesó que era una lástima haberse perdido todo su embarazo, sin mencionar los primeros meses de vida de su hijo.
—Podríamos tener otro —dijo Bella.
—Me encantaría, agapi mu.
—Pero todavía no —Bella recorrió con mano posesiva su torso y apoyó en él la mejilla—. Cuando esté embarazada, querré dormir todo el tiempo.
—Todavía no —afirmó Edward con voz burlona.
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