Aquí a la derecha y allá a la izquierda, pasaban los sembrados de maíz y tréboles, y los puentes apenas vistos por los ojos asombrados, mientras los sobrevolaban traqueteando.
“¿Qué pretende mi amado? La luna brilla, los muertos viajan rápido a través de la noche. ¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?".
"¡Oh, no, déjalos dormir en su lecho polvoriento!".
—Edward—le supliqué mientras su gélida y férrea mano me agarraba la muñeca y me obligaba a caminar tras él como un espectro sin rumbo fijo por las —extrañamente—desiertas calles de Chicago.
El mes de octubre estaba llegando a su fin y culpé a la noche de la diferencia entre las temperaturas de la piel de Edward y la mía. Por mucho que le rogase, éste no se dio la vuelta para escucharme y siguió andando con paso lento y seguro.
—Edward, ¿dónde vamos? —le exigí que me respondiera.
—“Hasta la mortal medianoche no descansamos, he viajado rápido desde muy lejos, y aquí estoy de vuelta con ellos ahora ya pasó la oscuridad"—recitaba esos versos con voz tenue y espectral. Aquello hizo que se me erizasen los pelos.
No volví a preguntarle nada más hasta que llegásemos a nuestro destino, pero me paré en seco y luché por respirar, profundamente, cuando vi que me llevaba hasta el cementerio.
—Confía en mí—se limitó a contestarme al ver mi repulsa al entrar en aquel lugar.
Decidí hacer lo que él me dijo y me aferré a su gélido brazo.
Un bosque lleno de lapidas de personas que reposaban durante décadas eran testigos de mi angustia y expectación mientras caminábamos hacia donde él quería que fuese. En el cielo había luna nueva y las nubes cubrían las estrellas.
Edward me dejó en un espacio vacío detrás de unas tumbas y se perdió por un extraño bosque. No llevaba más que mi camisón y un chal de color blanco. Me arrepentí de haberlo cogido a pesar de la protección de éste contra el frío. A los ojos de los mortales, tendría aspecto de fantasma. Pero aquí no había nadie vivo, aparte de Edward y yo. Empezaba a dudar que ya ni eso me quedaba. Sin darme cuenta, Edward estaba de nuevo delante de mí, pero sus perfectas facciones, eran tapadas por un enorme ramo de rosas blancas. Mi instinto me instó en que las rechazará, pero mi corazón me decía que debía confiar en Edward.
—"Desenterraste tu cadáver en la medianoche oscura, con himnos y tañidos y gemidos, pero yo te devuelvo al hogar, mi joven esposa, para una fiesta nupcial más hermosa"—no me gustó esa parte del poema y cuando desvié la vista del ramo para situar mis ojos en el rostro de Edward, me quedé tan petrificada como si Medusa me hubiera mirado directamente a los ojos. Aunque su apariencia era la misma, aquella criatura de ojos rojos, belleza incomparable y sonrisa diabólica, no podía ser Edward. O por lo menos el Edward que yo amaba. El ser que tenía delante de mí era un incubo que había tomado la apariencia de la persona que más amaba en este mundo, para perderme eternamente.
—Ven a mí—me ordenó con voz seductora y me hizo un gesto con el dedo que fui incapaz de ignorar y mis pies actuaron antes que mi mente.
Me daba igual si me condenaba eternamente al infierno. En sus brazos, el ardor de las llamas no era algo que yo tuviese que temer. Sin pensármelo dos veces me arrojé en sus brazos, mientras éste se reía sombríamente.
—Buena chica—me susurró en mi oído mientras su brazo derecho sostenía mi cintura y con la mano izquierda me acariciaba desde la punta de la nariz hasta mi cuello, rememorando levemente la forma de mis labios con la punta de sus dedos.
—Edward—le supliqué mientras luchaba para que no se me acabase el aire de mi cuerpo—, por favor, llévame contigo. Déjame ver lo que tus ojos ven, ser lo que tú eres y amar lo que tu ama.
Sus caricias perdieron consistencia y su voz se quebró.
— ¿Estás segura? Para estar conmigo tienes que morir en vida y caminar en las horas en las que el sol nunca llegue a rozar tu piel, ¿podrías soportarlo?
—Por favor, no me condenes a una vida sin ti—le supliqué.
Su álgido aliento estaba concentrado en mi cuello y un cosquilleo lo recorrió cuando susurró a través de la piel de éste.
—Entonces, ¡se mía!—me replicó mientras yo sentía como miles de cuchillos me rajaban el cuello y la sangre salía de mis venas como la vida de mi cuerpo. Lo último que mis lágrimas me dejaron ver fue la tumba donde Edward me depositaba y que en la lapida ponía en letras góticas: Isabella Marie y Edward Anthony Masen.
—“Descansa en nuestro lecho nupcial, amada mía, hasta que un nuevo crepúsculo nos indique la hora para juntarnos con los muertos"—sus gélidos labios se juntaron con los míos en un beso de muerte con sabor a sangre…
Me tapé la boca con el puño para que Reneé y Phil no pudieran acusarme de despertarles por la noche. Después de inspirar y espirar varias veces, tuve que mirar por la ventana para darme cuenta que aún era de noche. Aun así, las calles eran ruidosas, a pesar que la epidemia de gripe española se había instalado en nuestra ciudad y la estaba convirtiendo en un cementerio desde el mes de septiembre. Para mí, Chicago se había convertido en una tumba desde que Edward partiera para Metz.
A mi lado había un pequeño libreto de versos y me fijé en el titulo: "Lenore". Maldije mi estupidez una y otra vez. No volvería a leerme ese estúpido y espeluznante poema antes de irme a dormir. Para relajarme —o angustiarme más— decidí sacar la única carta que Edward me había escrito —a pesar de mis ruegos de que me escribiese todos los días— y rememorar las últimas dos líneas —ya que lo demás era una descripción de lo sacrificado de su trabajo y de lo horrible que era la guerra y lo terrible de ver morir a gente todos los días. No podía leer eso sin que se me revolviese el estomago— donde Edward aún tenía tiempo para pensar en mí y sacrificaba sus cuatro horas de sueño —me entró una horrible nostalgia recordar lo mucho que le gustaba dormir y lo mal que lo estaría pasando por esos motivos— para escribirme.
Yo no soy como tú y no se me da bien escribir en una hoja y plasmar todo lo que siento por ti. Me tendré que conformar con un simple: Te amo. Cuida de mi corazón. Lo he dejado contigo.
Edward.
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—Isabella, cielo—me llamó la atención Elizabeth y dejé de mirar por la ventana—, ¿estás segura que no te apetece ir al museo?—me preguntó, esperanzada con que aceptase—. Quedarte en casa no te hará ningún bien.
—Estoy bien—le aseguré.
Me hizo un mohín como si no se lo creyese demasiado y, encogiéndose de hombros, decidió seguir leyendo "Jane Eyre". La observé como si fuese la primera vez que la veía. Antes de que Edward fuese llamado a la guerra, Elizabeth no podía oír hablar de la guerra sin que se pusiese pálida y sudorosa. Pero el mismo día que Edward subió al tren para partir hacia New York, el doctor Cullen se acercó a Elizabeth y le susurró algo al oído. Nunca me llegué a enterar de la conversación, pero a partir de aquel momento, Elizabeth dejó de afligirse y secó sus lágrimas. Aunque echaba de menos a su hijo, mantenía una sonrisa tranquila en sus labios y sus ojos verdes brillaban esperanzados. Como si estuviese en la seguridad que el doctor Cullen tuviese la llave para la supervivencia de Edward.
Su marido y yo nos mirábamos, desconcertados, cada vez que ella musitaba: "Carlisle me lo prometió y va a aferrarse a su palabra. Edward volverá tarde o temprano… aunque sea más tarde que temprano".
—Cada uno sobrelleva esta carga como puede—me comentaba Edward Masen mientras me ponía la mano en el hombro para tranquilizarme—. Si esa es la manera de Elizabeth, no podemos reprocharla nada y debemos dejar que se desahogue. Aunque me da miedo que a la larga estalle y sea para peor.
Él, al contrario que su esposa, se notaba más demacrado y cansado. Se había refugiado en el trabajo para no tener que parar demasiado en la casa y no estar rodeado de los recuerdos de su adorado hijo. Incluso había dejado de fumar. Elizabeth fue incapaz de reprocharle nada. Supuse que ella pensaría lo mismo y le dejaba cargar con su pena de la mejor manera, además Edward Masen confiaba en que yo, de alguna manera, me quedase con Elizabeth e intentase que todo fuese lo más ameno posible para ella. Pero, al contrario de lo que yo esperaba, era ella quien me consolaba a mí.
—Cielo—me llamaba a la compostura cada vez que me descomponía al ver que en el correo no había una carta de él desde la primera y la última que me envió en agosto—, Edward estará trabajando hasta tarde y cuando termina estará tan cansado que lo primero que hará cuando termine su trabajo, será meterse en la cama. Recuerda lo dormilón que es—se rió entre dientes—. Que no te escriba, no significa que no esté pensando en ti. Seguramente más de lo que piensa en mí. Te quiere más que a nada en este mundo. Volverá a buscarte—suspiró—Aunque no podría decirte si tardara mucho o poco—se encogía de hombros mientras se ponía a colocar las flores en un jarrón o leer—. No deberías leer tanto a "Lenore"—me advirtió—, tendrás pesadillas con ello.
»A propósito—interrumpió su lectura y mis oscuros pensamientos. La volví a mirar para comprobar que estaba buscando una carta en el correo y mi corazón se encogió en un puño, para luego llevarme la desilusión más grande de mi vida cuando vi que el sobre y vi que no era la letra de Edward—, han tardado bastante en dar una respuesta—se quejó—. Esperaba esta carta en agosto. Cosas de la guerra. Creo que cuando vuelva, le gustará que tú se la dieses. Siempre podrá entrar el año que viene.
Al mirar el sello, comprobé que era procedía de la Universidad de Chicago. Estuve a punto de abrirla por la curiosidad que me entró por saber si Edward había sido admitido. Pero Elizabeth tenía razón y sería mejor que Edward abriese la carta cuando llegase.
— ¿Sabes una cosa?—me preguntó algo retórica—. Mañana es la fecha de tu boda. Ese día, dentro de un año, estarás casada y establecida en tu nuevo hogar. Y con tu madre, tu padre y nosotros fuera de vuestro alcance.
Hice un amago de sonrisa y me volví a mirar la ventana. La visión de un árbol desnudo de hojas moviéndose al viento con el cielo gris de octubre como escenario, me hizo estremecerme. Quería quitarme de la cabeza todos los malos presagios.
La puerta se abrió y Edward Masen entró en el comedor.
—Isabella—me saludó con voz cansada. Iba a corresponder a su saludo cuando me detuve en su cara pálida como si estuviese hablando con la sombra del letrado implacable que tenia a medio Chicago a sus pies. Reprimí un grito de angustia.
Elizabeth también le miró como si estuviese más muerto que vivo.
— ¿El juicio fue mal?—preguntó con voz trémula aunque ella sabía perfectamente que el estado de su marido no se debía a eso. Quizás quería quitarse un mal pensamiento de la cabeza.
Movió la cabeza negativamente mientras hacía amagos de colgar el abrigo en la percha y dejarlo caer en el suelo porque le temblaba el pulso.
—El juicio no se ha llegado a celebrar—nos comunicó con voz ronca y rota. Elizabeth y yo nos intercambiamos sendas miradas, preocupadas—. Nuestro cliente está en el hospital, muriéndose de gripe española…—con un atisbo de ira se apretó los pantalones—. ¡De esta maldita guerra no vamos a sacar nada bueno!—luego se dirigió a la chimenea y miró que no se había encendido el fuego.
— ¿No tenéis frío aquí?—nos preguntó extrañado. Aquello no presagiaba nada bueno.
Elizabeth se levantó y al dar un beso a su marido, retrocedió asustada.
— ¡Edward, estás ardiendo!—exclamó poniéndose las manos en la boca para ahogar un grito.
—Exagerada—murmuró tiernamente mientras le acariciaba el rostro.
—Voy a llamar al médico—le advirtió Elizabeth.
—Eres tremenda—le reprochó cariñosamente—. No hagas un mundo de un grano, ¿vale? He tenido mucho papeleo en el juzgado y estoy un poco cansado. Me echaré a dormir un rato antes de la cena—le acarició el rostro y subió al dormitorio ante la atenta y preocupada mirada de Elizabeth.
Pero el señor Masen no bajó a cenar y al subir Elizabeth para ver lo que ocurría todo paso como si fuese un caótico sueño.
Elizabeth bajó las escaleras, histérica, y después de ordenar a una de las criadas que llenase un cubo con agua y empapase con él un trapo, cogió el teléfono y llamó a la consulta del doctor Gerandy con carácter de urgencia.
— ¿Cuándo empezó esto, señor Masen?—le preguntó el doctor Gerandy en tono profesional mientras le tomaba el pulso ante la ansiosa mirada de Elizabeth.
—Cuando salí de casa esta mañana, me encontraba revuelto y me dolía la cabeza. No le di importancia—su voz era un susurro apenas audible.
—Tenía que haberme llamado antes, señor Masen—le regañó el doctor Gerandy en tono amistoso, pero no me acabó de convencer del todo. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Me hubiera mandado quedarme en casa y soy un pésimo paciente. Le hubiese desobedecido a la primera de cambio—tuvo fuerzas para reírse a pesar de que el cuerpo le dolía intensamente.
—Y yo te hubiese atado a la cama para que cumplieses las órdenes del doctor—le reprochó Elizabeth.
—Te quiero, mi pequeña amazona—le susurró dulcemente.
—Y yo a ti—la voz de Elizabeth se quebraba—. Te juro que si te pasa algo, estaré toda la eternidad reprochándotelo y te acordaras de mí—para después suplicarle—. No me dejes.
El doctor Gerandy nos mandó salir a Elizabeth y a mí. Cerró la puerta para percatarse que el señor Masen no oía lo que le tenía que decir a su esposa. No eran buenas noticias.
Elizabeth no se atrevió a preguntar.
—Me temo señora Masen, que tendrá que ir al hospital a ingresarle. Esto no es nada bueno.
— ¿Qué es lo que tiene?—le preguntó con un toque de ansiedad en la voz. Aunque ella ya se imaginaba lo que podría ser.
—Gripe española—sentenció el doctor, temblándole la voz.
Me tuve que agarrar al picaporte de una puerta para no caerme al suelo de la impresión.
Elizabeth no perdió el tiempo y fue a su habitación rápidamente a coger el abrigo. El doctor trató de impedírselo, pero ésta le miró fijamente a los ojos.
—Usted no me puede decir que tengo que hacer o no hacer, ni ir o no ir, cuando la vida de mi marido está en juego—le recriminó.
—Iré a llamar a una ambulancia—anunció, resignado, incapaz de detener a Elizabeth en su intento de ir al hospital—. Pero le advierto que el espectáculo no es agradable.
—Es un hospital, doctor Gerandy—le informó Elizabeth muy vehemente—. Sé muy bien a donde voy.
El doctor Gerandy bajó las escaleras para llamar por teléfono.
—Voy a acompañarte—le dije a Elizabeth, vehemente.
—No—movió la cabeza—. Isabella, te necesito aquí. Allí no me servirás de nada—me acarició apresuradamente—. Necesito que todo esté en orden en casa para cuando vuelva. No tardaremos mucho—me prometió y me dio un beso en la frente.
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Los pies me sangraban a causa de las espinas clavadas en la piel de éstos, aun así no aminoré el ritmo de mi carrera. El frío me hacía llorar y el aire cortaba mi piel como un cuchillo. Aún en la oscuridad podía ver como Edward caminaba lenta y elegantemente, sin embargo por mucho que corriera yo, era incapaz de alcanzarle.
— ¡Edward! —le suplicaba pero él no hacía el más mínimo amago de escucharme y seguía su camino.
De repente, comprobé que no estaba solo y cogido de su mano, andaba con el su padre. Ninguno de los dos se detuvo.
Mi pie se encontró con una pequeña piedra y tropecé con ella, cayéndome al suelo.
— ¡Edward! —grité a pleno pulmón. Pero éstos sólo se pararon cuando se reunieron con un grupo de personas, de las cuales yo reconocí a dos.
Si antes había halagado la belleza del doctor Cullen y de su hija, ahora me aterraba. Me estaban recordando a los ángeles de la muerte. Sólo les faltaban las alas negras y echarse a volar. Edward y su padre se reunieron con ellos.
— ¡Edward, no! —mi garganta se quedó en carne viva por la intensidad del grito.
El doctor Cullen le dijo algo al oído de Edward y éste asintió. Entonces me miró y sus ojos de color borgoña me dejaron clavada en el sitio, sin poder decir una sola palabra.
—Bella, vete. Yo ya no pertenezco al mundo de los mortales—me espeto con voz suave pero cortante a la vez.
Mientras mis ojos se llenaban de lágrimas, alguien presionó mi hombro y al girarme, comprobé que era Elizabeth con las mejillas bañadas en lágrimas.
—Tienes que dejar que se vayan—me susurró—. Ellos ya no nos pertenecen.
—Edward, vuelve a mí—volví a suplicar en vano mientras veía como se desvanecían en la oscuridad como sombras.
Unos sollozos me despertaron y antes de caer en la cuenta de la hora que era, volví a oír a la señora Williams, el ama de llave de los Masen, llorar amargamente.
—La señora Masen ha regresado hace una hora del hospital—oí que le decía a otra persona—. Está destrozada… todo ha sido muy rápido… no llego ni siquiera al crepúsculo.
—Eso quiere decir…—la voz de la otra criada era trémula.
—Que el señor Masen ha fallecido esta madrugada a causa de la gripe española—dijo a modo de frase fatal la señora Williams.
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"Polvo eres y polvo te convertirás". Era la única frase que recordaba de este horrible acontecimiento social que congregaba a todas las familias adineradas de Chicago. Odiaba los funerales por múltiples motivos y éste era de los principales. Una reunión de buitres carroñeros, rondando alrededor de las personas y regodeándose en su dolor, mientras les servía de excusa para una reunión de sociedad y saciar su apetito de canapés y de tartas. Era de la opinión que una persona debería celebrar su dolor en la intimidad y éste no ser exhibido en grandes reuniones para que la gente opinase lo abnegada esposa que se había sido. Pero Elizabeth ya no lloraba. La gente la acusaba de fría y poco amante de su esposo, pero yo que la conocía, sabía que tras sus lágrimas secas en sus ojos se escondía un dolor muy profundo que la rompía por dentro y nadie veía a través de su vestido de luto.
Pero a nadie se le ocurrió pensar que tras el velatorio y las maneras corteses de anfitriona, Elizabeth se había quedado la noche anterior, entera, llorando en mi hombro sin ninguna palabra de consuelo por mi parte, sólo unas caricias y algo de calor humano. No era suficiente, pero necesario. Tampoco a nadie se le ocurrió pensar que fue mi hombro y mi cintura, los que evitaron que ella se cayese en el funeral, mientras le daba el último adiós a una sombra de lo que fue Edward Masen en vida. Jamás me enteraría cuales fueron las últimas entre él y su esposa o intuir la última mirada dedicada, única y exclusivamente, a ella. Lo único cierto era que un trozo de Elizabeth se había desgarrado de su interior en el mismo momento que el alma de su marido partió de este mundo. Elizabeth era la mujer más fuerte que había conocido y supuse que no tardaría demasiado tiempo en recuperarse de cuerpo y mente. Terminaría resignándose al vacío producido en su alma.
Me estaba frotando las sienes de la jaqueca que me producía tener que estar oyendo los estúpidos comentarios de la gente sobre la desgracia de Elizabeth
"¡Pobre, mujer!", oí exclamar a la señora Mallory. "Toda esta casa para ella sola. Porque cuando su hijo vuelva de la guerra, se casará y le dejará relegada en el olvido".
"¡Olvidada, pero de pobre nada!", le replicaba la señora Stanley. "Con los beneficios del Buffet de abogados y la fortuna personal de su marido, precisamente no va a vivir debajo de un puente".
"Además, ella es joven, bonita y ahora muy rica", le dio la razón la señora Mallory. "Le doy dos años para que se vuelva a casar".
"¿Dos años?", preguntó sardónica la señora Stanley. "Yo le doy seis meses. Una mujer rica y guapa no podrá estar sin un hombre en sus sabanas durante mucho tiempo".
Cansada de oír tantas sandeces decidí ir a la cocina para decirle a la cocinera que preparase una taza de tila para Elizabeth, que se había sentado en el sofá y parecía que de un momento a otro iba a ser víctima de un colapso nervioso.
Cuando regresé de la cocina con la taza, vi que Elizabeth estaba hablando con una mujer que no había visto antes del funeral del señor Masen. No podía saber lo que estaba diciendo, pero al ver que Elizabeth le cogía las manos y le dedicaba una débil sonrisa, supe que no se trataba de alguna de aquellas víboras.
Al acercarme más a ellas, me fijé en sus rasgos y me pareció una mujer muy hermosa y con unos rasgos bonitos, a pesar de su palidez y sus ojeras. Algo en su semblante reflejaba una gran paz interior que embargaba a los demás. Decidí acercarme a Elizabeth y darle su taza.
—Creo que lo vas a necesitar—le ofrecí.
—Gracias—musitó ésta.
— ¿Por qué no se te vas a descansar?—le sugerí al ver sus ojeras y sus ojos rojos—. Yo puedo encargarme de todo el circo.
Ella aun tuvo un gesto amable y me acarició la cara.
—Esto no me puede hacer mal—murmuró—. En realidad me distraigo con sus tonterías. Por lo menos tengo menos cosas en las que pensar.
—Para eso sirve nuestra sociedad—opinó la desconocida de modo impersonal. Tenía una voz increíblemente dulce y suave.
Elizabeth meneó la cabeza como si hubiera hecho algo horrible.
— ¡Qué tonta soy!—se reprochó a sí misma—. No os he presentado. Isabella—me señaló a la mujer de pelo castaño ondulado y dulces facciones—, ella es la señora Cullen, la esposa del doctor Cullen. Señora Cullen, ella es Isabella Swan, la prometida de mi hijo Edward. Me ha ayudado a preparar el velatorio. No sé que hubiera hecho sin ella—me estrechó sus manos entre las mías.
—Se la ve una muchacha de gran valía—admitió la desconocida, evaluándome con sus extraños y penetrantes ojos dorados y me tendió la mano para que se la estrechase—. Mi marido no deja de hablar de Edward. Nunca le he visto tan entusiasmado con alguien. Tienes mucha suerte de ser su prometida—retiré involuntariamente mi mano cuando noté que la suya estaba fría como un témpano de hielo. Ella se mordió levemente el labio y con el sentimiento de haber sido grosera con ella se la volví a apretar.
—Yo me siento muy afortunada por serlo, señora Cullen—musité.
—Llámame Esme, querida—me exigió con ternura—. Presiento que vamos a vernos más a menudo—esbozó una enorme sonrisa. Sus palabras me parecieron muy proféticas.
—Siento lo de su marido. Espero que esté bien y vuelva pronto a casa—musité, temblando por la simple idea de imaginarme a una persona con aura de ángel en un lugar donde la guadaña acechaba cada poco.
—Yo también lo extraño—su voz era sorda y ausente como si lo único que le pesase fuese la ausencia de su marido. Cuando hablaba de él, parecía que se había ido a un viaje de negocios muy largo y no a una cruenta guerra donde tendría grandes de perder la vida—. Pero por lo que dicen esta guerra terminará pronto y él estará en casa antes de navidad—parecía firmemente convencida—. Y traerá a su hijo de vuelta, señora Masen. Carlisle cumple sus promesas—su tono se volvió duro y sus ojos parecieron que se oscurecían. Elizabeth se atrevió a mirarla fijamente a los ojos sin pestañear y por un momento, presencié un dialogo sin palabras en el que yo no entraba dentro. Parecía que eran cómplices de un gran secreto.
La llegada de mi madre y Phil rompió el contacto visual entre ambas. Al fijarme en ella, supe que había estado toda la noche de fiesta y se había puesto el primer vestido de luto —no muy apropiado— y aún tenía signos de no haberse recuperado de la borrachera.
Recé para que no tuviese que llamarle la atención en un lugar como éste.
— ¡Uff!—suspiró Phil de malos modos—. ¡Esta casa parece un funeral!
— ¡No te quejes tanto y démonos prisa en dar el pésame a la viuda!—le regañó Reneé—. ¡Cuánto antes salgamos de este lugar tan muerto, antes nos podremos ir a la fiesta de los Greene! Tenemos que aprovechar las pocas fiestas que se celebran ahora en Chicago desde que esos malditos españoles decidieron fastidiarnos y contagiarnos con sus porquerías… ¡Gripe española!
— ¡De esos europeos hijos de puta no se puede esperar más que nos intenten boicotear a los demás! ¡Qué levanten sus países con el esfuerzo de sus ciudadanos como hacemos los norteamericanos honrados! ¡Tanta monarquía y tanto imperio para nada!
Estuve a punto de regañar a Reneé y a Phil, amenazándoles con que saliesen de la casa, cuando Reneé se acercó a Elizabeth y, muy falsamente, le dio dos besos.
— ¡Mi querida Elisa!—hizo un gesto teatral de estar muy afligida por la pena de Elizabeth—. ¡No sabe cuánto lamento su pérdida! ¡Más de lo que puedo expresar!—después se empezó a animar—. Pero su pena por la muerte de su marido, Edwin, no durara demasiado. Lo peor de todo será quedarse un mes en casa, guardando el luto y aburriéndose de sobremanera. Pero para eso tiene a Isabella—me pellizcó la mejilla como signo de complicidad—. Pero el mes pasa rápido y ya la invitaré yo a los grandes salones con mis amistades para que conozca gente nueva. Ahora, siendo viuda, guapa y rica, tendrá a todos los hombres que quiera.
Me tapé la cara por el bochorno que estaba pasando.
—Creo que todo el dinero del mundo, no dará a la señora Masen lo que más desea en el mundo. El dinero no resucita a los muertos, señora Dwyer—la voz de Esme Cullen era dura y fría. Me sorprendió —y abochornó— que una desconocida, conociese el nombre de mi madre y le tuviese que dar lecciones de educación.
— ¿Nos conocemos?—inquirió mi madre con voz picajosa, molesta que una desconocida le diese lecciones de educación—. No recuerdo haberla visto en ningún acontecimiento.
—Me llamo Esme Cullen—no se molestó en darle la mano a mi madre como signo de cortesía.
— ¿La mujer del doctor Cullen?—la miró despreciativamente mientras ella afirmaba—. Entonces ya entiendo porque no la he visto nunca—le reprochó la escasa vida social que ella y su marido tenían. Después se volvió a dirigir a Elizabeth—. Bueno, querida, la vida es una ruleta. Esta vez nos ha tocado reunirnos por algo extremadamente triste. Pero el año que viene, por estas fechas, estaremos celebrando una boda. Creo que ese es un motivo para estar alegres.
—Madre—se me estaba acabando la diplomacia—, ¿por qué no va a la mesa a cogerse un canapé o un trozo de tarta de queso?—mientras tuviese la boca ocupada no diría más tonterías—. Señor Dwyer, creo que en la otra mesa, hay bebidas. ¡Sírvase una copa!—estuve a punto de decirle que se esfumase pero esperaba que entendiese la indirecta.
Mi madre iba a replicar algo cuando fue interrumpida por alguien que entraba en el salón de la casa de los Masen e hizo que su sola presencia, rompiese todas las conversaciones de la sala y empezase a reinar el silencio.
El hombre en cuestión llevaba el uniforme de un alto rango militar y como brazalete una banda blanca con el símbolo de la cruz roja. Llevaba en su mano derecha la bandera de los Estados Unidos y en su mano izquierda la bandera de la cruz roja.
Se me encogió el corazón al tener una sensación de deja-vú y retroceder tres años en el tiempo cuando un soldado de alto rango vino a nuestra casa y entregó a Reneé la bandera y una carta. En aquel momento supe que mi padre no iba a volver.
"No es lo que te imaginas", me intenté convencer a mi misma aun sabiendo que sombríos pensamientos me rondaban por la mente, "¡él, no!".
Noté como Esme apretaba sus manos en mis hombros.
— ¿El señor Edward Allan Masen?—preguntó el soldado con voz potente e impersonal.
—El señor Masen ya no está entre nosotros—musitó Elizabeth sin disimular la ansiedad.
—Mi más sentido pésame a la viuda—era puro formulismo—. Entonces, preguntaré por la señora Elizabeth Mary Masen.
A pesar del temblor de sus manos —e intuí el de sus piernas— Elizabeth tuvo la suficiente fuerza para levantarse y dirigirse hacia el militar.
Éstos se alejaron un poco de las miradas de los asistentes al sepelio del Señor Masen y el hombre le entregó una carta a Elizabeth y luego una hoja doblada sin sobre y no muy bien conservada. Elizabeth desdobló la hoja primero con ansiedad y leyó con fruición su contenido. Su rostro se convirtió en lo más parecido a una estatua de hielo y por un momento intercambio un gesto de complicidad con Esme. Guardó en un bolsillo de la falda el papel sin que nadie —a parte de mí misma— se diese cuenta. Fue muy sutil, pero le cacé un gesto de alivio que disimuló rápidamente y se puso a leer la siguiente carta con algo de indiferencia. Me pareció que simulaba un guiño de congoja y Esme me atraía hacia su cuerpo. Me estaban entrando escalofríos, pero no a causa del cuerpo frío de ésta.
Éste después le entregó las banderas pero ésta se negó y le indicó que se dirigiese en donde estábamos sentados nosotros.
Elizabeth se sentó a mi lado y me apretó sus manos contra las mías con fuerza para insuflarme animo. Creí que el corazón se me estaba parando por momentos.
— ¿Se puede saber qué demonios está pasando aquí?—Phil estaba harto de tanto secretismo.
—El teniente Dean tiene algo que decirnos—su voz parecía muy afligida. "Parecía" era lo más indicado. Se dirigió al teniente Dean—. Ella—me señaló, siendo el objeto de todas las miradas—, mi hijo Edward y ella se hubiesen casado el año que viene.
"Hubiese".
—Lo lamento—chasqueó la lengua al mirarme—. Siento comunicarles, señora Masen, señorita Swan y demás personas que la epidemia de gripe española que azotó Metz, en Alsacia, acabó con la vida del joven señor Edward Anthony Masen, el día trece de septiembre. El gobierno de los Estados Unidos de América le garantizará que recordara su gesta al quedarse en enfermería cuidando a nuestros soldados heridos y tendrá un funeral de estado, como los realizados a los hombres que caen en combate por la honra de nuestra gran nación.
— ¡Mira que te lo había advertido, Reneé!—gritó Phil colérico—. ¡Qué si el niño se iba a la guerra, nos quedábamos con la niña compuesta y sin novio! ¡Ahora tendremos que realizar otra vez el mismo trabajo y buscarle marido!
"Polvo eres y polvo te convertirás", era la única frase que se me venía una y otra vez en la cabeza mientras mi mente se evadía y se iba más lejos de aquella sala para no sentir nada y el dolor de mi notar como mi corazón se iba a romper a pedazos no me afectase.
En mi fuero interno me negaba a unir aquellas dos palabras: "Edward" y "Muerto"
Imposible… Edward nunca me mentiría. Eso significaba una cosa. Que no me quería lo suficiente para cumplir lo que me había jurado.
Mi risa se unía a la suya cuando noté, que con la yema de los dedos, me acariciaba el vientre y yo le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Apreté más mis piernas a sus caderas para que no se fuese a esa guerra. Pero él siempre se salía con la suya.
—Bella—me reconvino susurrándome al oído—. Tengo que irme, por favor.
—Si no te suelto, tú no tendrás que irte a esa estúpida guerra.
—Si no me presento en la estación a coger ese estúpido tren, me detendrán por desacato y me pasaré más tiempo en la cárcel que lo que estaré en la guerra—me acarició con ternura el pecho para memorizar su textura mientras yo hacía la misma tarea con su hermoso rostro—. Además—me susurró al oído—antes de navidades estaré aquí contigo. Eso es un susurro. No tendrás tiempo para echarme de menos y ya estaré aquí.
—Sin ti, el tiempo se me pasa muy lento—refunfuñé.
—Ídem—se limitó a contestar—. Pero cuanto antes me vaya, antes volveré—tocó la nariz con cariño y después de un leve, pero intenso beso en mis labios, se deshizo de mi abrazo y se dispuso a levantarse.
Me di la vuelta a la cama para observar y admirar su cuerpo apolíneo a la luz del alba mientras se dirigía al cuarto de baño a ducharse.
—Te dejo partir pero con la promesa que volverás a mi—le advertí para luego extender el brazo hacia él—. Vuelve a mí.
Él me miró con tristeza.
—Sí—juró—. Volveré a ti, aunque mi corazón deje de latir.
Se metió en el cuarto de baño y todo fue invadido por la oscuridad.
No volví a salir a la superficie.
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