When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 9: Song to say goodbye

— ¡Hum!—se quejó Edward al ver como corría las cortinas y el sol daba de lleno en su cara—. ¡Déjame dormir! ¡Hoy es sábado!—y se volvió a poner las mantas a la cabeza.

— ¡Edward!—le increpé mientras le retiraba las sabanas y éste se agazapaba—. ¡Tienes que levantarte! ¡Ese examen no va a esperar por ti!

— ¡Pues hasta el año que viene!—gruñó.

Suspiré, me tumbé a su lado y enlacé mis brazos a su cintura. Acerqué mis labios a su cuello y empecé a darles pequeños besitos.

— ¡Hum!—se deleitaba de gusto—. ¡Eso es trampa!

— ¡Vamos, dormilón!—le animé—. ¡Unas horas más y serás libre para dormir todo lo que quieras!—nunca había conocido a nadie que le gustase dormir tanto como a Edward—. ¡Menudo doctor vas a estar hecho! Me pregunto cómo te puede gustar tanto dormir. Desde luego las camas te tiran demasiado.

Sin darme cuenta, Edward me giró tumbándome boca arriba y se puso sobre mí. Me encantaba sentir el calor y la presión que ejercía su cuerpo sobre el mío.

— ¿Quién te ha dicho que a mí me gusten las camas para dormir?—me preguntó con voz sugerente mientras me daba suaves besos por el cuello.

—Edward…—le reprobé antes de dejarme llevar por la tentación.

—Está bien—se incorporó de un salto de la cama para prepararse a irse a la ducha.

Me levanté de la cama y me alisé mi falda.

Miré el destartalado piso que Edward se había alquilado en el centro de la ciudad, con la excusa de estudiar más tranquilo, aunque su verdadero propósito era poder vernos de una manera, más o menos clandestina e íntima, aunque nunca volvimos a realizar los hechos del lago.

La idea surgió, extrañamente, del señor Masen que le indicó a Edward la manera de pasar inadvertidos para la sociedad y poder disfrutar de nuestros momentos juntos, sin olvidarse de sus estudios. Me quedé atónita cuando el padre de Edward le dio una llave de un apartamento y nos dedicó las siguientes palabras:

—Si nadie os ve, no será censurable. Eso es lo que hacía yo en la época de mis amoríos con tu madre para que no hubiese habladurías y pudiésemos estar nuestro rato de intimidad una vez por semana…

— ¡Edward!—exclamaba Elizabeth fingiendo escandalizarse.

—En ese piso sólo íbamos a tomar un chocolate todas las semanas—lo arregló mientras miraba a su mujer con aprensión.

En la pequeña mesa de estudio había un montón de papeles con dibujos extraños de cerebros y músculos y medio abiertos se encontraban los libros de anatomía y farmacología. Aunque Edward me intentase explicar de qué se trataba todo esto, jamás lo entendería.

No pude evitar dibujar una mueca de incomprensión cuando Edward me explicó que su tema oral iba a defender a Landsteiner, un científico cuyas ideas fascinaban al tutor de Edward, el doctor Cullen. No sabía exactamente de lo que iba. Edward sólo me contó que era algo relacionado con las transfusiones sanguíneas y que en la guerra europea estaba salvando muchas vidas aunque los científicos más ortodoxos no acababan de aceptarlo. Mientras pudiera estar con él, no me importaba de lo que hablásemos. Un solo año más y Edward y yo estaríamos tomando café juntos y hablando hasta el amanecer de nuestras cosas.

— ¡Ay!—le oí quejarse lastimosamente—. ¡El agua de la ducha sale helada!

Miré el temporizador de la caldera y vi que hacia media hora que el agua caliente para la ducha se había terminado.

— ¡Haberte levantado antes, querido!—me reí de él, mientras le oía soltar una sarta de maldiciones y hacía esfuerzos para seguir lavándose aun con el agua fría.

Como me imaginaba, los ceniceros estaban llenos de colillas de tabaco y moví la cabeza con desagrado. Mientras oía que se afeitaba, decidí calentar algo de leche y preparar café para desayunar. Por suerte se me había ocurrido pasar por el establecimiento de comida y había comprado una barra de pan, un bote de mantequilla y otro de mermelada porque no me fiaba que Edward se preocupase mucho de estos problemas. Cogí una sartén y me puse a hacer rebanadas para desayunar. En estos meses había practicado y ahora sólo se me quemaban los bordes de éstas, lo cual significaba un gran progreso para mí y mis primeras tostadas, que iban directamente a la estufa como combustible de carbón. De ahí a un buen guiso quedaba menos.

Edward salió del cuarto de baño vestido y como siempre, haciéndose un lío con el nudo de las corbatas, hasta que al duodécimo intento, se la hice yo como siempre.

Después nos sentamos a desayunar tranquilamente como una pareja feliz. Me mordí los labios al pensar que para hacer algo tan sencillo a la vez que íntimo como desayunar con el hombre que amaba tuviese que firmar un papel y pasar por una estúpida y pomposa ceremonia.

— ¡Vamos mejorando!—se rió al ver mi tostada y untarla con mantequilla—. Por lo menos con ésta me asegurare de no tener que ir al dentista para que me arreglen una muela.

— ¡Pues si tan listo eres, la próxima vez las haces tú!—refunfuñé picajosa porque se metiera con mi arte culinario.

—Entonces saldría ardiendo la casa—puso los ojos en blanco.

—Vaya—hice una mueca maliciosa—. Así que el señor Masen no es tan bueno en todo lo que se propone.

—No me lo he propuesto todavía—refunfuñó mientras se metía en la boca un trozo de tostada. Después se puso a buscar algo en el bolsillo de su chaqueta e hizo un gesto de fastidio al no encontrarlo.

—Si buscas tu paquete de tabaco, te diré para tu información que está en el cubo de la basura—le informé ignorando su ceño fruncido—. Esa cosa va a acabar matándote. Hasta su mismo olor lo indica.

—No hay estudios científicos concluyentes de que el tabaco mate a la gente—se cruzó de brazos, enfadado—. Tú si me vas a matar a mí del disgusto. Es malo dejarme sin mi vicio particular a dos horas del examen de ingreso.

—Tú no necesitas eso para realizar un buen examen, Edward—le animé—. Has estado meses estudiando esto y además tienes el mejor tutor del mundo, ¿qué podría ir mal?

—Que pusiese el esfenoides en lugar del escafoides—apoyó los codos sobre la mesa y se acarició las sienes con los dedos. Dejó la tostada debido al estado de nerviosismo y hacía esfuerzos por respirar.

Me acerqué a él y me agaché para poder acariciarle el pelo. Después cogí su mandíbula con mis dedos y le obligué a mirarle.

—Edward Anthony Masen, como esta tarde no aparezcas con un certificado que ponga que estás admitido en la universidad de Chicago, me negaré a tener la noche de bodas contigo y no te hablaré en un año.

No me respondió, pero esbozó una sonrisa y me cogió para que me sentase en su regazo.

— ¿Qué haría yo sin ti?—me susurró mientras paseaba sus dedos por mi cuello y un escalofrío de placer recorrió mi cuerpo.

Por un momento, me perdí en un mar de sensaciones que el mismo Edward se encargó de romper al preguntarme:

— ¿Cuándo piensas hacer tu examen de conservatorio?

Aquello me dejó sin argumentos. Pensé que una vez casada, tendría que dejar todo para dedicarme al hogar y a los hijos. Por Edward me hubiera costado menos ceder, pero dejar la música hubiera sido una espina clavada en mi corazón. Pero al oír decir eso a Edward una pequeña ventana interior se abrió y me vi mucho más libre.

—Edward…—hice un amago de protesta—. No creo que pueda seguir con la música después de casarme…

— ¿Por qué no?—preguntó con énfasis.

—Ya sabes, el dinero, la casa, tu carrera…—no quería hacerme ilusiones con tener a los dos grandes amores de mi vida juntos.

—Mientras no te fugues con un violinista, lo demás me da igual—se rió entre dientes—. Necesitas hacer el examen, Bella. No quiero que seas la típica esposa gorda y amargada por tener que estar en casa cuidando niños y renunciando a sus sueños.

— ¿No te gustaría si fuese gorda?—le pregunté ofendida.

—Creo que para eso te faltan unos cuarenta o cincuenta kilos—bromeó, acariciándome las caderas. Luego se puso serio—. No quiero que tus sueños frustrados se conviertan en un obstáculo para nosotros, Bella. No puedo separarte de tu violín. Sería como si te quedases sin aire.

— ¿Entonces…?—me preguntaba cómo nos las apañaríamos.

—Esto es el compromiso, cielo—besó levemente mis labios—. Uno se sacrifica por el otro unos años y los siguiente le toca a la otra parte. Al final, se acabará la época de los sacrificios y seremos felices y comeremos perdices.

Me acerqué más a sus labios y los besé con más pasión que nunca.

—Quiero darte algo—musitó separando levemente de mis labios, pero lo suficiente para que éstos me produjesen un cosquilleo.

Me cogió la muñeca y disimulando un gesto de decepción por seguir llevando la pulsera que me había regalado Jacob, me puso en una de las cadenas, una pequeña figura de un corazón de cristal.

—Es… preciosa—iba a ser tan tonta que se me estaban empezando a salirse mis lágrimas.

—Te lo iba a dar después de hacer el examen de medicina, esta tarde, pero como me has mimado con el desayuno, no me he podido contener y necesitaba dártelo.

—No has debido gastarme tu dinero en mí—le regañé y éste me puso su dedo en mis labios.

—Era de mi abuela—me contó—. Me lo dio para que se lo regalase a mi prometida.

—Ah—me limité a decir. La emoción no me dejaba articular palabra.

—Te voy a querer siempre—me juró—. Incluso cuando mi corazón deje de latir y se convierta en algo frió inmóvil como éste.

—Ídem—me sorbí los mocos por las palabras tan bonitas que me había dedicado y me habían saltado las lagrimas.

No controlé el tiempo que nuestros labios estuvieron unidos captando el uno el aliento del otro y Edward captaba mis lágrimas que resbalaban por la comisura de mis labios, dando un sabor salado a nuestro beso.

Se separó de mí repentinamente y echó la cabeza hacia atrás.

—He quedado con Carlisle dentro de media hora para ir a la universidad—se levantó repentinamente y se puso el abrigo.

—Deja a los demás para el arrastre—alcé mi puño en señal de ánimo.

Eso le hizo reír y antes de irse por la puerta, se acercó a mí y apretó sus labios contra los míos violentamente.

—Eres mi amuleto de la suerte—se rió más fuerte y salió por la puerta—. Te veré por la tarde aquí—se despidió por las escaleras.

Después de que saliese, fregué los cacharros donde habíamos desayunado y me dispuse a salir para llegar al conservatorio.

A pesar de que eran los primeros días de junio, el clima era frío y me tuve que refugiar en mi abrigo. El cielo era gris y parecía a punto de llover.

Al dar los primeros pasos, una voz me interrumpió.

—Hola—me saludó una suave voz femenina muy agradable—. Tú debes ser la prometida de Edward Masen, ¿podremos tener una charla?

Súbitamente, me di la vuelta y me encontré de frente con una preciosa chica uno o dos años mayor que yo. Su pelo rubio dorado, sus ojos haciendo juego con éste y su pálida faz le daban un aire de estatua de Praxiteles. De hecho, me sonaba de algo pero en este momento no me venía a la cabeza de qué.

—Tengo el tiempo justo pero puedo entretenerme—la verdad que me producía una curiosidad insana saber que tendría que ver esa hermosa mujer con Edward. Una punzada de celos irracionales me invadió por completo—, ¿quieres que vayamos a tomar un café?—le ofrecí a pesar de todo.

—Seré breve—negó con la cabeza, rechazando mi invitación—. Siento presentarme así de repente y a lo mejor tú no me recuerdas, pero nos conocimos en el hospital cuando mi padre os atendió a ti y a tu prometido. Yo soy Rosalie Hale.

—Ya sé—me sentí como una estúpida por no recordar a la bellísima enfermera—. ¿Ha pasado algo con Edward?—pregunté ansiosa intentando relacionarla con Edward, aunque trabajaban en el mismo hospital…

—No, no ha pasado nada con Edward en realidad—me relajé inconscientemente—. No quería hablar sobre Edward, sino sobre su amigo, Emmett McCarty.

—Emmett está en Lorena, luchando contra los alemanes—me preguntaba donde querría llegar a parar.

—Lo sé—su rostro adquirió rasgos duros más parecidos a los de una estatua que a los de un ser humano—. Cada semana he recibido una carta de él—parecía que le costaba respirar y esbozó una pequeña sonrisa—. No ha parado de cortejarme en todo este tiempo y dice que cuando termine la guerra quiere ir en serio conmigo.

—Eso es muy… bueno—me alegraba que Emmett encontrase a su Artemisa particular.

—No—su voz se volvió fría y neutra—, no lo es.

— ¿No le correspondes?—me estaba dando pena el pobre Emmett y su amor frustrado. Esperaba que no le hubiese dado muy fuerte.

—No, no es eso—gimió levemente desesperada—. El señor McCarty es la persona más desinteresada, integra y buena con la que me he podido encontrar y si yo pudiese aspirar a un marido, no lo dudaría ni un segundo—replicó.

— ¿Acaso tu padre no aprueba el matrimonio?—me aventuré a preguntarle. No me imaginaba al bueno del Doctor Cullen rechazando a un buen partido para su hija.

—Hay demasiados elementos en contra—se limitó a contestarme secamente y me recordó a un ser sobrenatural, pero luego sus ojos brillaron nostálgicos, como si la mayoría de las diversiones humanas le estuviesen vetadas para siempre—. No puedo dejarme llevar por mi egoísmo. Él no merece una vida a mi lado sin ver la luz del sol y condenado a una noche eterna—hablaba más para sí misma. No la comprendí ni una palabra de lo que me estaba diciendo—. Merece una buena mujer que le pueda dar unos hijos hermosos.

—Ya—no comprendía porque ella no podía ser esa buena mujer que le diese esos hijos. Si no quería a Emmett que lo dijese claro.

—Tu prometido se cartea con él, ¿verdad?—volvió a preguntar con voz fría.

—Cuando pueden—asentí—. Ya sabes que las barreras con Europa están cerradas y las noticias no llegan con regularidad.

Sacó un sobre de su bolsillo y me lo entregó.

—La próxima vez que tu prometido escriba a Emmett, ¿me podrías hacer el favor de enviarle esta carta?—parecía una súplica—. Sé que se la debería haber dado a Edward cuando estaba con mi padre y sus pacientes, pero tú podrías suavizar el golpe—sonrió levemente e hizo ademán de irse.

—Hasta luego, señorita Hale—me despedí de ella.

—Señorita Swan—me interrumpió—. Dentro de poco Edward se tendrá que buscar otro tutor… No por nada en especial—me tranquilizó al ver mi cara de asombro—. Mandan a mi padre a Alsacia. El médico de allí se ha muerto y han dicho que mi padre es el mejor médico de Chicago y le quieren en el frente para curar a los soldados. Al parecer una epidemia de gripe procedente de España está diezmando la población y el número de soldados a morir por la patria—se rió sarcástica.

Se me hizo un nudo en el estomago. No me imaginaba a un ángel como el doctor Cullen con un arma en la mano. Él que había salvado tantas vidas, no podía arrebatarlas ahora.

—No se preocupe, señorita Swan—continuó Rosalie Hale—. Mi padre no está de acuerdo con todo esto y se ha negado a luchar en el frente. Tiene una especie de objeción de conciencia y ha puesto como condición quedarse en enfermería. Al contrario que mi hermano Jasper—hizo un gesto de contrariedad al hablar de su hermano, como si no se fiara de lo que pudiese hacer—que es un hombre de acción y ha decidido dar honra a su patria—puso los ojos en blanco—. Aunque su mujer dice que regresaran sanos y salvos a casa. Y si ella lo dice, la tendré que creer—se rió como si su cuñada fuese una especie de vidente.

—Rezaré porque todos vuelvan a salvo a casa—me despedí a modo de promesa.

—Rezar—se rió amargamente—. Si hubiera un Dios en el cielo, jamás hubiera dejado que la locura humana hubiese llegado tan lejos. Pero ya que usted reza, haga el favor de unir mis plegarias a las suyas y rogar que el señor McCarty regrese sano y salvo—parecía mucho más dulce cuando sonreía.

— ¿Y tu padre y tu hermano?—pregunté curiosa por la despreocupación de ésta por ellos.

—Saldrán adelante—me dijo antes de desaparecer como una hermosa visión.

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— ¡Enséñamelo otra vez, Isabella!—me pidió Jessica Stanley emocionada. Me cogió de la mano antes de que pudiese hacer algún movimiento y sus ojos brillaron por la envidia y la codicia a causa del objeto brillante que llevaba en mi tercer dedo de la mano izquierda—. ¡Es precioso! ¡Un poco simple para mi gusto pero tratándose de ti, mi querida Isabella!

Ángela puso los ojos en blanco y yo la sonreí sin que Jessica y Lauren lo notasen.

—Cuando Tyler regrese de la guerra espero que me regale uno mejor que ese—me contestó Lauren recelosa.

—Seguro que cuando Mike regrese de la guerra con honores de héroe, me podrá comprar un anillo más caro y más completo que éste—señaló Jessica divertida—. No te ofendas, Isabella, pero para todo el dinero que tienen los Masen, Edward no ha sido muy generoso con el anillo de pedida.

—A mí me gusta mucho—le contesté cortante. El anillo para mí sólo era un símbolo de algo que podría durar… eternamente.

—El anillo es lo de menos—me apoyó Ángela—. ¿No estás nerviosa con todo esto?

—Aún falta un año—musite—. No he tenido tiempo para ponerme nerviosa—sorbí un poco de mi café y rogué que se pasase esta charla de cotorras cuanto antes y pudiese reunirme con Edward para me contase que tal le había salido el examen.

—Yo me casaré cuando Ben regrese de la guerra—sonrió tristemente—. Será una ceremonia sencilla. La familia de Ben no es muy rica pero nos las apañaremos y además sacaré algún dinero para que pueda empezar con sus estudios de contable.

—Isabella—Jessica no se había molestado en escuchar a Ángela y su sencillo ceremonial—, cuéntanos como va a ser todo. Es el gran acontecimiento del año que viene y tenemos que estar a la última.

Mientras mi fuero interno las mandaba a las dos al carajo, una falsa sonrisa se dibujó en mi boca y mentí acerca de lo ilusionada que estaba con la boda y lo feliz que era con que mi madre y Elizabeth empezasen a tirar la casa por la ventana con sus planes para la boda del siglo. Cuando me preguntaron por el vestido, sencillamente les contesté que me habían tomado las medidas. No me apetecía en absoluto contarles los detalles de mí vestido de bodas, ya que su afición al chismorreo arruinaría la sorpresa y todo Chicago, incluido Edward, se enterarían de los más secretos recovecos de mi vestido. No era muy supersticiosa, pero no era cuestión de que Edward se enterase de mi vestido antes de la boda.

Después de todo esto, Jessica y Lauren empezaron a regodearse en obscenidades respecto a la noche de bodas y a darme consejos sobre la serpiente de un solo ojo y su entrada en la cuevita. Sonreí para mis adentros. No quería escandalizarlas, confesándolas que yo ya había conseguido domesticar a la serpiente. Me preguntaba si ellas también.

Cuando salí de esa cafetería, la luz del crepúsculo daba tinciones violáceas en el lago Michigan. A pesar de que el violoncello me pesaba una barbaridad, mis piernas se mostraban más ágiles de lo habitual y corría como alma que llevaba el diablo. Lo más seguro que Edward ya habría terminado el examen y estaría en casa. Estaba segura que lo habría hecho estupendamente y esta noche saldríamos a celebrarlo con una romántica cena. Me hubiera gustado haberla celebrado en casa pero aún no me fiaba de mis dotes culinarias por lo tanto sería buena y no replicaría cuando Edward se empeñase en llevarme a un restaurante caro.

Subí las escaleras de dos en dos, maldiciendo que el invento de Otis no se hubiera instalado en todas las casas de Chicago.

Al abrir la puerta y percatarme de que Edward estaba sentado en la cama, pensativo. No me lo pensé dos veces y me acerque a él, abrazándolo con fuerza. Fui demasiado impulsiva. Pero Edward no me devolvió el abrazo tan fuerte como quería. Sólo se me paso por la cabeza que el examen no había salido tan bien como esperaba.

"Podrá entrar en la universidad el año que viene", intenté quitarme lo peor que me podía imaginarme.

Me alejó levemente de su cuerpo y sus ojos eran el paradigma de la preocupación y de la desolación más absoluta.

—Este año no entras en la universidad—afirmé rotunda intentando suavizarle el golpe.

—Me temo que este año no y puede que el siguiente tampoco—negó con la cabeza.

—No has podido hacer tan mal el examen para…

Edward me acalló poniendo un dedo en mis labios y sacó un papel de su bolsillo.

—Los resultados del examen me lo darán en agosto—se rió amargamente—. Pero dudo que los llegue a ver—me indicó con la cabeza para que leyese el papel que tenía en las manos.

Con un nerviosismo inusual abrí el papel y con gran esfuerzo me salté unas cuantas líneas donde se redactaba un saludo inicial y para fijarme en dos frases: "Usted es apto para formar parte del ejercito de la Republica Imperial de los Estados Unidos de América para su auge y gloria" y "su destino está en Alsacia…".

Fui incapaz de leer más y por un momento la oscuridad se hizo cabida en mi mente. Cuando regresé parcialmente a la realidad, estaba sentada en la cama y Edward me sujetaba las manos.

—Carlisle me aconsejó que alegase objeción de conciencia y en parte he conseguido no tener que luchar en el frente. Necesitan médicos, ya que se ha expandido una especie de epidemia y está matando a los soldados. A Carlisle también le han destinado a Alsacia por lo tanto no estaré solo—se lo estaba tomando con demasiada filosofía mientras que yo estaba al borde del colapso nervioso, pero decidí ser fuerte por él, ya que no se merecía una escena de llantos e histérica de una chiquilla inmadura e hipersensible.

—Tú no tienes dieciocho años—repliqué casi hiperventilando.

—Tengo que estar en New York el día veintiuno de junio, un día después de mi cumpleaños y el día veintitrés partimos hacia Alsacia.

—Estás en territorio enemigo…

—Los alemanes están perdiendo la guerra y pronto Alsacia volverá a ser francesa—Edward analizaba la situación fríamente—. Esta guerra está en las últimas y puede que antes de navidad esté aquí—se rió sin alegría—. Y para consuelo de tu madre tendremos boda el año que viene.

— ¡Al diablo con la boda!—exclamé fuera de mí—. ¿Cómo voy a estar sin ti todo este tiempo? ¡Por favor, no cometas ninguna tontería! Perdí a mi padre en Francia y si pierdo a otro hombre que amo, te juro que iré allí y me tiraré desde la torre Eiffel.

—Bella—me reprochó—. No seas tan melodramática.

Me mordí los labios para pensar con tranquilidad.

— ¿Tus padres lo saben?—me temblaba la voz al pensar en Elizabeth y su disgusto.

—Carlisle está con mi madre—asintió—. Al tercer ataque de histeria he tenido que salir de casa. Sé que soy un pésimo hijo pero odio verla así, y si la veo llorando acabaré derrumbándome. Y mi padre no ayuda precisamente. Creo que es de estos hombres que dicen que llorar no va con ellos, porque si no le vería derrumbándose por los suelos. En este instante no necesito esto. Sólo quiero pasar los pocos días que me quedan con las personas que quiero y recordar los buenos momentos. Lo último que quiero ver son caras tristes—me acarició el rostro con ternura y rogué mentalmente que las lágrimas no me traicionasen. Edward tenía razón y se merecía una sonrisa como despedida.

Suavemente me tendió en la cama y se tumbó a mi lado, sin dejar de acariciarme el rostro.

—Las locuras humanas son violentas pero efímeras—me susurró al oído—. Esto ya no puede durar demasiado aunque parezca que el mundo se caiga a pedazos.

—A mí se me acaba de abrir el suelo bajo los pies y estoy viendo el infierno—repliqué con amargura.

—Voy a regresar a casa, Bella—me juró solemne—. Vivo, medio muerto o aunque el corazón me deje de latir—se rió y le metí un codazo en las costillas—. Pero cumpliré mi promesa, volveré a buscarte y me casaré contigo—me besó suavemente la frente mientras me mecía en sus brazos.

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No sabía cómo gastar mi tiempo para no pensar en la inminente partida de Edward a Europa. Si me ponía a divagar, me volvería loca o me deleitaría en una llantina estúpida y surrealista. Se lo había prometido a Edward y no lloraría en su presencia.

En los quince días que separaba del recibimiento de la carta de alistamiento a la guerra hasta el día de su cumpleaños había visto a Edward en un par de ocasiones. Elizabeth se estaba empezando a resignar pero había perdido peso, estaba pálida y con ojeras y en sus perfectos ojos verdes una sombra de melancolía se había instaurado y permanecería ahí por mucho tiempo. Edward Masen, aparentaba estar más entero de lo que en realidad estaba y su sonrisa estaba reservada sólo para tranquilizar a su mujer y su hijo.

Por eso había decidido no ver a Edward en esos días. Necesitaba estar el mayor tiempo posible con su familia en la intimidad.

Al mirarme la mano izquierda empezaba a notarla desnuda sin mi anillo de compromiso. Se lo había devuelto a Elizabeth como garantía de que me casaría con Edward nada más volver de la guerra.

—Creo que estará más seguro en tus manos—le contesté a pesar de sus protestas—. Así no me escaparé y cuando Edward regrese, volverá a mi dedo.

—Lo guardare como un tesoro—me aseguró Elizabeth, poniéndoselo en su dedo.

Intentaba pasar el menor tiempo posible en mi casa para no tener que aguantar las escenas melodramáticas de mi madre sobre el reclutamiento de Edward en la guerra.

— ¡Menudo fastidio!—protestaba—. He pagado ya cien dólares de adelanto por el traje de boda para que ahora ésta no se celebre. ¿Y qué va a pasar ahora con los preparativos de la boda? ¡Yo ya había empezado a enviar las invitaciones! ¡Me he quedado compuesta y sin novio!—estaba furiosa porque había intentado adelantar la boda como fuese pero Elizabeth, su marido, Edward y yo nos habíamos opuesto en rotundo.

Si los comentarios de mi madre me daban ganas de coger la palangana, meter la cabeza en ella y empezar a vomitar sin parar, los de Phil no tenían desperdicio.

— ¡Cómo tiren una bomba alemana en el hospital donde esté trabajando el muchacho, nos quedamos sin boda y tendremos que aguantar a tu hija en casa hasta que otro tonto se vuelva a fijar en ella! ¡A buenas horas ha decidido el mozo jugar a ser héroe! Espero, querida, que si pasase algún imprevisto, te puedan devolver el dinero del traje que te estás haciendo para la boda.

Por no ir al despacho de mi padre coger su revólver y empezar a dar tiros a la gente, me iba de casa al piso alquilado de Edward y me ponía a practicar con el violín, aunque mis dedos empezaban a temblar y producía cualquier tipo de ruido menos música.

Algunas veces me maldecía por no haber nacido hombre y poder irme a la guerra para no aguantarles ni un minuto más y poder estar al lado de Edward.

El último día que Edward estaría en Chicago coincidía con su decimoctavo cumpleaños. No tenía muchas esperanzas de verle hasta que me despidiese de él en la estación y tampoco estaría de buen humor para celebrar su cumpleaños. Aun así decidí salir de tiendas para comprar su regalo. Rezaba para poder verlo una vez más aunque sólo fuesen los cinco últimos minutos antes de subir al tren donde mi alma se rompería en mil pedazos en medio de esa estación de hormigón, fría y sin vida.

No estaba de humor para aguantar los sollozos de Reneé por mi intento frustrado de boda, por lo que decidí pasar la noche en el piso.

Cogí la llave y al abrir, alguien me abrió y sin darme tiempo a reaccionar me acogió entre sus brazos y me apretó contra su cuerpo cerrando la puerta mientras nos adentrábamos en el piso hasta sentarnos en la cama.

—Pensé que tenía que raptarte para que me vinieses a ver—me reprochó Edward mientras me pasaba los dedos por mis ojeras causadas por las largas noches de insomnio y preocupaciones.

—Este tiempo pertenecía a tu familia—le respondí agachando la cabeza y con la garganta hecha un nudo. Era una magnífica mentirosa y la promesa de no llorar ante Edward se rompería tan fácilmente como mi autocontrol—. ¿Cómo están?

Edward hizo un gesto negativo con la cabeza. Me cogió de las manos y me hizo prometer algo:

—Por favor cuida de mi madre—su voz se le quebraba de la emoción—. Es más vulnerable de lo que aparenta y te va a necesitar mucho. Eres como una hija para ella.

—Eso no necesitas pedírmelo.

—Gracias.

—A cambio tú me tienes que prometer algo, Edward—me mordí el labio al intuir que mi fuerza de voluntad iba a fallar. Cerré los ojos y suspiré—. Prométeme que no iras de héroe imprudente, obedecerás a Carlisle en todo lo que él te diga y no saldrás al frente a luchar. ¡No podría mirarte a la cara si supiese que empleas tu tiempo en matar a seres humanos, aunque sean enemigos! ¡Pero sobre todo nunca te perdonaré si por una tontería tú…!—me fue imposible mencionar esa palabra—. ¡Te juro que si no vuelves, Edward, haré un conjuro para que tu espíritu se quede en este mundo conmigo y en lugar de atormentarme tú, seré yo quien no te deje en paz hasta que expire mi último aliento de vida!

A pesar de todo, se rió y esbozó para mí, una sonrisa traviesa.

—Si tú lo dices—me tocó la nariz con la punta de los dedos—, tendré que obedecer—después se puso serio y me atrajo hacia su cuerpo—. No voy a morir ahora que tú estas en mi vida—musitó en mi oído—. Sería una estupidez.

Aspiré su aroma fresco masculino intentando memorizarlo para que éste me acompañase en las largas noches sin su presencia.

—Sé que no es el momento, pero… ¡Feliz cumpleaños!—exclamé fingiendo alegría que estaba lejos de sentir.

—Creo saber cuál es mi regalo—arrugó la nariz con un gesto travieso y juntó sus labios con los míos, fundiéndolos en un beso apasionado.

Tuve que ponerle las manos en el pecho para que se refrenase.

—Eso vendrá después—le recordé sus modales y saqué del bolsillo de mi abrigo el paquete donde estaba el reloj.

—Bella, no deberías haberte gastado tu dinero en esto—me regañó dulcemente.

Fue algo estúpido pero aquello significó el dique que rompió todo y mis lágrimas salieron a flote.

—Por favor, acéptalo—sollocé mientras sentía el sabor salado de mis lágrimas llegando a la comisura de mis labios.

—No te pongas así—me consoló abriendo el paquete y poniéndose el reloj en su muñeca derecha—. ¿Lo ves? Lo llevo puesto y no se separará de mi muñeca.

Pero la caja de los truenos se había desatado y mis sollozos se volvieron más intensos.

Como respuesta, Edward buscó el camino hacia mi cintura y su tibia mano se asentó en la parte más baja de mi espalda y me aplastó contra su cuerpo, obligándome a arquearme contra él.

Mis brazos rodearon su cuello y mis manos se posaron en su cabeza para enredar mis dedos en sus cabellos. Con la mano libre, me levantó la barbilla y acercó su rostro al mío para encontrar mis labios. El beso fue violento, apasionado y liberador al cual correspondí con ardor.

Estaba tan concentrada en el beso, que no me di cuenta, que Edward me había tumbado en la cama y se había colocado sobre mí, encontrando el peso de su cuerpo increíblemente protector.

Continuó con su tarea de besarme hasta que notó que me faltaba el aliento y separó su rostro del mío unos escasos centímetros, para apoyar su frente sobre la mía.

Mis sollozos me impedían tomar el aire y Edward me acarició el rostro para intentar tranquilizarme.

Mis manos pasaron de su cabello a los botones de su camisa y, con el temblor de mis dedos, fui desabrochándoselos lentamente hasta llegar al último y tener libertad de pasar mis manos por su pecho y con las yemas de mis dedos, memorizar cada tramo de su cuerpo.

Edward, en lugar de protestar, se deshizo de su camisa, tirándola al suelo y empezó a hacer la misma operación con la mía. Descubrió mi corsé y levantándome levemente, se deshizo de mi blusa juntándola con la suya y deslizó sus dedos desde mi cuello hasta el nacimiento de mi pecho, pasando por la clavícula. Me volvió a levantar levemente para deshacerse de los nudos de mi corsé y lanzarlo al mismo lugar donde se encontraban nuestras blusas.

Hubo un momento en que nos miramos a los ojos, para luego perder el contacto visual, y Edward empezó a evaluar mi cuerpo con ternura.

Puso sus manos en mis senos y empezó a deslizar éstas desde ese punto llegando a mi vientre y parándose en mis caderas, disimuladas por la falda. Sus labios fueron sustituyendo las zonas donde antes habían pasado sus manos y de mi garganta salía un suspiro entrecortado, mientras acariciaba con fruición su hermoso cabello dorado rojizo. Volvió a seguir el mismo recorrido a la inversa y nuestros labios se volvieron a encontrar. Esta vez los separé yo y éstos fueron a parar a su cuello. Emitió de su garganta un gemido de placer.

Cuando abrí las piernas para dar cabida a su cuerpo y éste me correspondió agarrando mis caderas para juntar más su cuerpo al mío.

Nuestro enésimo beso fue el desencadenante de todo y ya no pudimos, ni quisimos parar.

Apenas me fijé en la mancha que formaban nuestras ropas en el suelo, mientras sentía como los cálidos y húmedos labios de Edward siguieron la línea de mi mandíbula hasta explorar toda la extensión de mi cuello recorriendo cada recoveco de mi cuerpo delicadamente con sus manos, mientras se movía dentro de mí, lenta y elegantemente. Como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacerme el amor o en realidad quisiese parar las horas que faltaban para el amanecer. Mis brazos rodeaban su fuerte espalda como si se tratase de una tabla de salvación para mi existencia. Mis gemidos de éxtasis se confundían de vez en cuando con sollozos por la angustia de la próxima separación y mis lágrimas me humedecían la cara sin lograr sofocar el calor al que mi cuerpo estaba sometido. El sabor fresco de los labios de Edward se mezclaba con el salado de mis lágrimas cayendo en la comisura de sus labios.

Si aquel era el sabor del pecado, no me extrañaba que los humanos cayésemos en la tentación una y otra vez.

Edward siguió amándome en la clandestinidad que daba la oscuridad hasta que la noche llego a su fin.

Rompía el amanecer y la luz dorada que entraba por la ventana, me sorprendía desnuda, abrazada al cuerpo, también desnudo, de Edward, con la cabeza apoyada en su pecho y sus manos acariciando mi pelo y mi espalda.

—Te quiero—musité—. Vuelve a mí.

 

 

Capítulo 8: With my own eyes Capítulo 10: The end of love

 
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