Cautiva del griego

Autor: EllaLovesVampis
Género: + 18
Fecha Creación: 30/06/2013
Fecha Actualización: 30/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 8
Comentarios: 6
Visitas: 43878
Capítulos: 11

Bella siempre había intentado no pensar en la noche de pasión que había pasado con Edward Cullen.Entonces, ella no era más que una muchacha tímida y rellenita y él un magnate griego, para el que ella sólo había sido una más.Lo que no sabía era que Bella se había quedado seaba lo que era suyo: su pequeño y a Bella y el único modo de conseguirlo era casándose.

AVISO:Adaptación de la novela con el mismo nombre de la autora Lynne Graham.(publicada también en FF.net por mi)

 

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Capítulo 8: Capítulo 8

Bella arrancó un pétalo de la flor.

—Lo amo.

El pétalo cayó sobre la grava que había bajo el banco de piedra.

—Lo odio —dijo, y cayeron varios pétalos a la vez que volaron arrastrados por la brisa que recorría la rosaleda. Jacob y Anthony pasaron correteando por su lado, persiguiéndose con gran alboroto por los senderos flanqueados de setos. Bella acabó su juego inútil con un sentimiento de odio que le hizo cortar supersticiosamente aquél último pétalo en dos antes de deshacerse del tallo.

Sabía que el odio era la cara oscura del amor, pero en aquel momento no le habría confesado a nadie sus verdaderos sentimientos. El día señalado para la boda se acercaba rápidamente, y el acontecimiento se había exagerado tanto debido a las especulaciones de la prensa y la expectación creada, que se había visto obligada a beneficiarse de la intimidad que le ofrecía Heyward Park. En la casa de campo del padre de Edward, Anthony podía al menos jugar sin temor a que el zoom de una cámara asomase entre los arbustos, porque el miembro más pequeño de la familia Cullen despertaba una enorme curiosidad.

Además, se había quedado sin casa, porque alguien había intentado entrar en la granja vacía y no había tenido más remedio que trasladar todas sus cosas. En la universidad, había acabado el trimestre y ella había vaciado el despacho tras presentar su dimisión. Le había afectado mucho la velocidad con la que se había desmantelado su vida cómoda, tranquila y segura. De hecho, el ritmo de aquel cambio le había traumatizado bastante y se sentía muy presionada.

Pensó con temor que pasados sólo tres días sería demasiado tarde para arrepentirse de convertirse en una Cullen. No era propio de ella, y nunca había sido una cobarde, pero a veces sentía deseos de recoger a Anthony y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Cubriéndose la cara con las manos frías, respiró hondo. No podía hacerle aquello a Edward, no podía dejarlo plantado en el altar sólo porque estaba aterrorizada ante la idea de estar cometiendo el error de su vida. Era tan orgulloso que nunca superaría tal ofensa. En cualquier caso, todo estaba organizado hasta el último detalle, incluso el fabuloso y exclusivo traje de novia y los pajecitos griegos escogidos del círculo familiar de Edward. Victoria se vio obligada a actuar como madrina, y Bella tuvo que aceptar la oferta de las hermanas de Jessica, Kate e Irina, como damas de honor. Eran la única familia que le quedaba y, de haberlas desairado, habrían aparecido embarazosos comentarios en la prensa local. De todos modos, ella sabía que tenía con sus tíos una deuda aún mayor.

Victoria había predicho perfectamente cómo afectaría al círculo de Bella su relación con un millonario. Nada más hacerse público el enlace, los Stanley habían aterrizado en bloque en la puerta de Bella para arreglar sus rencillas. Su tía se lo había pensado dos veces antes de cortar toda relación con una sobrina a punto de casarse con uno de los hombres más ricos del mundo. Pero la familia Stanley había decidido muy tarde reconocer a Anthony para impresionar a Bella y aquel calculado alarde de falsedad le había hecho sentirse muy incómoda.

A su estado de ánimo se sumaba el hecho de que apenas había visto a Edward. Desde aquella despedida, insatisfactoria para ambos, antes de su viaje a Nueva York, Edward se había mostrado frío como el hielo. Había pasado la mayoría del tiempo fuera y sólo había regresado a Inglaterra dos veces para visitar fugazmente a Anthony. Ella no se preciaba de que en la agenda de él figurase un deseo por verla. Su escrupulosa cortesía y reserva le habían advertido de que aquel matrimonio iba a ser un desafío mucho más grande del que ella se temía, porque él se había resistido tenazmente a cualquier intento por hacerle cambiar. Pero, a fin de cuentas, ella sabía que estaba firmemente decidido a seguir adelante con la boda. ¿Y cómo lo sabía? Bueno, pues no porque él hubiese dicho nada al respecto, pensó Bella, arrepentida.

Todos los días, Bella examinaba las revistas y periódicos, y nunca lograba encontrar una foto de Edward con otra mujer. Era tan inusual que no podía creer que fuese una coincidencia. Por primera vez en su notoria trayectoria de conquistas, Edward parecía decantarse por pasar desapercibido. Hasta los artículos de cotilleo comentaban la discreción que había adoptado y hacían apuestas sobre lo que ésta duraría. Pero Bella podría haberles respondido a esa pregunta: justo hasta después de la boda.

Ella pensaba que Edward había decidido no armar jaleo hasta que estuviesen casados y hubiese adquirido derechos sobre su amado hijo. Seguramente aquella era la razón por la que se había esforzado en llamarla todos los días. Además, le había enviado regalos tan espléndidos que se había quedado sin habla. Cuando llamaba, hablaba sobre Anthony y no se desviaba del tema ni aunque ella lo intentara. Cualquier cosa que sonase más interesante que el tiempo le hacía colgar rápidamente y a ella le parecía nefasto porque a pesar de estar enfadada con él le gustaba escuchar el sonido de su voz.

En el tema de los obsequios, sin embargo, no le iba nada mal, y si el dinero hubiese sido su única motivación, estaría encantada y deseando subir al altar. Hasta la fecha, había recibido bolsos de diseño, gafas de sol, un reloj, un lujoso teléfono, un magnífico juego de maletas, un colgante de diamantes, un exquisito collar de perlas con pendientes a juego, dos cuadros, una escultura, un collar enjoyado para Jacob, un Mercedes, con la promesa de un modelo personalizado en un futuro próximo, las últimas publicaciones editoriales y varios modelitos que le habían gustado. No, a Edward no le daba miedo ir de compras. Y así siguió la historia: para ella los regalos eran un sustituto de lo que él no decía o no era capaz de decir. Para ser justos con él, era una persona muy generosa, pero estaba acostumbrado a comprar lealtades, a apaciguar sentimientos heridos y a contentar a los demás con las prebendas de su riqueza. Le costaba menos gastar dinero que dar respuesta a asuntos más difíciles.

Después de todo, Edward sabía por qué estaba enfadada, pero aún no había hecho el más mínimo intento de ofrecerle una explicación o disipar sus temores. La noche que se fue con Tanya Denali, Bella la pasó tumbada y despierta, atormentada por la rabia, los celos y el odio. Se había torturado a sí misma buscando en internet imágenes de la impresionante modelo. Le entró una especie de pánico al pensar que, si se casaba con Edward y él insistía en conservar su libertad, aquella tortura continuaría y su rival iría adoptando toda una serie de rostros diferentes. Pero, ¿cómo una mujer corriente iba a atreverse a intentar competir con mujeres tan hermosas?

—¿Doctora Swan? Tiene visita —un miembro del servicio apareció a la entrada de la rosaleda y Bella se levantó rápidamente, aferrándose a cualquier cosa que la distrajese de sus pensamientos.

—La princesa Whitlock le espera en el salón.

A Bella le confundió por un momento aquel título tan imponente, pero enseguida esbozó una sonrisa. Deteniéndose a recoger a Anthony y a Jacob, se dirigió rápidamente a la mansión. ¡Alice Brandon! Alice y su marido, el príncipe Jasper Whitlock, eran los únicos invitados comunes que compartían el novio y la novia. Bella se sintió aliviada y encantada al recibir la confirmación de su asistencia. Y aunque Jasper seguía siendo uno de los amigos de la universidad más cercanos a Edward, sabía que Alice y Edward se llevaban mal.

Bella y Alice se conocieron en una de las fiestas de Jessica, cuando Alice se refugió en la cocina al ver entrar a Edward.

—Lo siento, no puedo soportar a ese Cullen —le confesó con franqueza—. Una vez salí con un amigo suyo y, como por entonces trabajaba de camarera, Edward me trató como una fulana cazafortunas.

Al descubrir en ella su indiferencia por la posición, el aspecto imponente y la riqueza de Edward, Bella y Alice se habían hecho amigas. Pero desde que Alice se casó con su príncipe y se marchó al extranjero para integrarse en la vida propia de la realeza, las dos mujeres habían perdido el contacto. Bella albergaba cierto sentimiento de culpa porque en gran parte se sentía responsable de esa pérdida, ya que le había dado mucha vergüenza tener que contarle que Edward era el padre de su hijo.

—¡Alice! —Bella recibió con una calurosa sonrisa a la encantadora morena. Sólo se había detenido a comprobar que Jacob se refugiaba en su escondite bajo la mesa de la entrada, colocada allí con ese propósito, y a dejar a Anthony bajo las atenciones de la niñera.

La princesa se adelantó para saludarla, y sus ojos verdes jade brillaron de alegría.

—Bella, qué maravilloso es verte de nuevo.

—Santo cielo, supongo que debería haberte hecho una reverencia o algo así. ¡Casi olvido que eres la esposa de un príncipe! —Bella tomó las manos extendidas de Alice y las apretó afectuosamente.

—No seas tonta, eso sólo se hace en público —le reprendió Alice—. ¿Está Edward… por aquí?

Consciente de su nerviosismo, Bella la tranquilizó rápidamente:

—No. Estás a salvo. Edward sigue en el extranjero.

Alice se disculpó con mirada culpable:

—¿Tanto se nota que prefiero evitarle? Lo siento, estoy siendo muy grosera.

—Nunca habéis congeniado. No dejes que eso se interponga entre nosotras —le dijo Bella totalmente relajada—. ¿Y cuánto tiempo vas a quedarte? Tenemos que contarnos muchas cosas.

Les llevaron una bandeja con té y algunas cosas para picar.

—Me dio mucha pena no poder asistir a tu boda en Bakhar —confesó Bella—. No podía dejar sola a Jessica. Por entonces no andaba muy bien.

—Lo entendí perfectamente. Eras muy paciente con ella.

—La apreciaba mucho —aun así, desde que Edward le había comentado que le recordaba a Jessica su autoestima había descendido en picado. Estaba convencida de que sólo había sido una precaria sustituía de su prima y aquello la había hundido. Además, la asediaba la sospecha de que no tenía derecho a esperar o a pedir a Edward algo que no fuera la simple tolerancia o aceptación. Si fuese la mujer decente que a ella le gustaba pensar que era, se habría resistido a la tentación de acostarse con Edward la noche en que concibieron a Anthony, ¿no?

—He visto a tu hijo entrar en la casa contigo —apuntó la princesa con amabilidad—. Se parece mucho a Edward.

—Supongo que debió sorprenderte mucho enterarte de quién era su padre.

Alice se atribuló:

—¿Puedo ser sincera contigo?

—Por supuesto.

—Me preocupé mucho —Alice acercó su rostro al de ella y le habló con voz titubeante—, seguramente te enfadarás conmigo cuando te diga por qué creí necesario venir a verte antes de la boda.

—Lo dudo mucho. No me enfado fácilmente, sobre todo con la gente en quien confío.

—Temía que te casaras porque no tenías otra opción si querías conservar la custodia de tu hijo. Él es un hombre temible y poderoso —Alice exhaló un ansioso suspiro—. Pero hay otra opción: estoy dispuesta a respaldarte económicamente si deseas llevarlo a juicio y enfrentarte a él.

—¿Y Jasper está al tanto de esto?

Alice frunció el ceño:

—Para serte franca, Jasper no aprobaría mi intromisión, sobre todo habiendo una criatura de por medio, pero yo dispongo de dinero y tengo mis propias convicciones sobre lo que está bien y lo que está mal.

—Eres una verdadera amiga —Bella se sintió profundamente conmovida por la oferta de Alice—, pero voy a casarme con Edward. Podría darte mil razones en cuanto al porqué. Y sí, me siento presionada y sé que no puedo competir con él, pero veo que Edward se porta maravillosamente con Anthony y mi hijo necesita un padre, aunque me cueste admitirlo.

—Un matrimonio es mucho más que criar a los hijos —dijo Alice con ironía.

Bella esbozó una sonrisa y por primera vez en semanas se sintió en paz con el torbellino de sentimientos que albergaba, porque en el fondo de todo aquello subyacía una verdad inamovible.

—Siempre he amado a Edward, Alice, incluso cuando era el tipo más indeseable. Y no puedo explicar la razón. Ha sido así casi desde el primer momento en que le vi.

Edward regresó a Heyward Park muy tarde la noche antes de la boda. Venía en un avión desde Grecia cargado de parientes. Bella se puso un top clásico y una falda en tonos rojizos que acompañasen al collar y los pendientes de perlas, y recibió a los recién llegados en la entrada principal. Edward entró el último, justo a tiempo para oír a su novia charlar cómodamente con sus tres tías abuelas, y eso que ninguna de ellas hablaba una palabra de inglés. Los conocimientos de griego de Bella eran básicos, pero más que suficientes para la ocasión. Hubo una cena ligera. Ella mostraba una seguridad impresionante a la hora de tratar con el servicio y los invitados, pero Edward no tardó en percatarse de que había perdido parte de sus exuberantes curvas y de que al verlo le había ocultado su mirada y se había puesto tensa.

—Siento mucho llegar con tanta gente a esta hora, glikia mou —murmuró Edward—. Y enhorabuena por la cortesía y amabilidad con que los has recibido.

—Gracias —dijo, reconociendo bruscamente aquellos cumplidos tan inusuales en él. Un fugaz encuentro con sus ojos claros bastaba para ruborizarla. Podía recibir tranquilamente a sus sesenta parientes, pero nada más verlo se sentía como una tímida colegiala y eso la mortificaba. El corte elegante de su pelo y sus facciones finas y esculpidas lo hacían parecer asombrosamente guapo. Su traje negro estaba diseñado para ajustarse perfectamente a su poderosa complexión. Como de costumbre, emanaba masculinidad de alto voltaje y exuberante atractivo.

Pasando el brazo por detrás de su espalda para atraerla a su lado, inclinó la cabeza y le preguntó:

—¿Cuándo empezaste a estudiar griego?

—Poco después del nacimiento de Anthony, pero nunca tuve tiempo suficiente para aprenderlo bien —aunque el contacto entre ellos era mínimo, Bella estaba totalmente rígida—. Discúlpame, tus tías abuelas están esperando, les prometí que les enseñaría fotos de Anthony.

—¿Es que no tengo prioridad? —asombrado por aquel trato tan brusco por su parte, Edward la detuvo tomándola de las manos antes de que pudiese alejarse de él.

Bella era dolorosamente consciente de lo cautivador de sus ojos. Poseía un carisma tan fuerte que no podía resistirse incluso estando enfadada con él. El corazón le latía con fuerza:

—Por supuesto —contestó ella educadamente.

Edward notó en ella un distanciamiento que no le gustó. Pensaba que el paso del tiempo se ocuparía de resolver sus diferencias, pero se había equivocado y eso le frustró. Pensó en todas las mujeres pasadas y presentes que habrían hecho cualquier cosa que él quisiera, a las que ni se les habría pasado por la cabeza criticarle o pedirle cosas que él no estaba dispuesto a dar. Y por último pensó en Bella, que era simplemente… Bella, y única. Su capacidad para combatir a base de resistencia pasiva lo estaba volviendo loco.

—Mañana nos casaremos, en vista de lo cual —dijo irónicamente Edward, arrastrando las palabras—, te diré que Tanya Denali ha abierto una galería de arte en el mismo edificio en el que tiene su apartamento y que me invitó a la inauguración, a mí y a otra gente. Si crees que necesitas comprobarlo, encontrarás muchas pruebas que demuestran la verdad de lo que digo.

Una oleada de culpabilidad hizo ruborizar a Bella. Se sintió aliviada, pero detectó ahí cierto matiz de desafío, ya que no entendía por qué no la había tranquilizado en su momento.

—Supongo que debo disculparme por haberte mojado…

—Deberías —confirmó Edward sin dudarlo.

—Lo siento, pero podías haberte explicado.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Metiste la nariz en una conversación privada y sacaste una conclusión errónea —Edward se dio cuenta de que aquello era un reto—. ¿Cómo iba a ser culpa mía?

A Bella no dejaba de sorprenderle la facilidad con que la hacía enfurecer. No se mostraba arrepentido en absoluto. Era agresivo, dinámico, tremendamente competitivo: un testimonio vivo del poder de la testosterona. Notó que los invitados la miraban. Era una de esas ocasiones en las que marcharse parecía ser lo más sensato.

—Lo siento —volvió a murmurar, yéndose.

Edward ya se había sorprendido con su actitud unos minutos antes, pero esta retirada tan resuelta le sorprendió aún más. Por primera vez en su vida, intentaba mostrarse conciliador con una mujer y, ¿qué recibía a cambio? ¿Dónde estaban las disculpas y el apasionado agradecimiento que esperaba recibir? Entonces algo rozó la punta de su zapato. Enfadado, bajó la vista. Jacob se había arrastrado desde debajo de la mesa. Temblando ante la cantidad de extraños que tenía alrededor, el perro había conseguido enfrentarse a su pánico y se había alejado lo suficiente de su refugio como para dar la bienvenida a Edward. Éste se inclinó y le dio unas palmaditas en la cabeza para indicarle lo que apreciaba aquella demostración de lealtad.

Tras asegurarse de que todos los invitados estaban atendidos, Bella no tardó ni un minuto en subir a acostarse. Pensó en lo que le había dicho Edward. Todo su sufrimiento por el tema de Tanya Denali había sido en vano, una montaña de un grano de arena que Edward podía haber desmontado en un segundo… de haberlo deseado. Y el hecho de que no lo hiciese le dio a entender algo que antes no había entendido: era una declaración de su independencia y su libertad. Había dejado claro que el matrimonio no iba a cambiarle la vida.

En la oscuridad, sintió un escozor en los ojos. Inspiró profundamente y se regañó a sí misma por no saber ver el lado bueno de las cosas, ya no sólo por sí misma, sino también por el bien de su hijo. Se iba a casar al día siguiente, y mucha gente se había preocupado por asegurarse de que todo fuese perfecto hasta el último detalle, así que lo menos que podía hacer era intentar disfrutarlo.

Al día siguiente, poco antes de las seis de la mañana, una llamada de Alec despertó a Edward. Cinco minutos después, estaba mirando los titulares en su ordenador y jurando en griego. Apartó un mechón de pelo oscuro y despeinado de su frente y leyó: El crucero sólo para hombres de Cullen… ¡Una desenfrenada juerga con bailarinas exóticas! Entró en otra página y fue aún peor. Las fotos le hicieron bramar sin acabar de creerlo. ¿Quién demonios había sacado aquellas fotos?

Alec se adelantó:

—Es la cámara de un teléfono… de una de las bailarinas que Laurent da Revin subió a bordo para la fiesta—. Rudimentario, pero efectivo.

—Gracias, Laurent —dijo Edward, cortante.

Cuarenta y ocho horas antes, su amigo Laurent da Revin había juntado un montón de amigos y preparado por sorpresa una despedida de soltero en su yate. Laurent, que detestaba las bodas, se encontraba en ese momento a salvo en la selva de Borneo en un viaje de esos de deportes de riesgo que tanto le gustaban, lejos de la ira que había desatado en el novio.

—Me he tomado la libertad de retirar de la casa todos los periódicos de hoy —anunció Alec.

Edward despidió a Alec y cerró de un golpe la tapa del portátil. Sabía que Alec sólo pretendía proteger a Bella, porque la familia Cullen no se impresionaba con aquellas cosas. En cinco horas estaría casándose ¿o no? Hacer planes estratégicos y cubrirse las espaldas era algo propio de Edward. Era un hombre de negocios hasta la médula, con los genes maquiavélicos de una familia que ya en la Edad Media se ganaba la vida como mercaderes. El abuso de los pecados de la carne ya había llevado a la ruina a algunas generaciones de la familia Cullen, pero Edward era más sensato que lo que la mayoría de la gente pensaba.

Pero aunque tramar y planear eran para él la sal de la vida, se sentía intranquilo porque sabía que Bella no toleraba esas prácticas. ¿Se casaría con él si llegara a leer aquel artículo sensacionalista? ¿Cuánto confiaba en él? La respuesta era nada. Bella ni siquiera fingía tener la más mínima confianza. De hecho, oír de lejos una llamada ambigua había sido suficiente motivo para que ella lo juzgase y condenase de pleno.

Edward le dio vueltas al asunto y, para ser justos, se sintió obligado a preguntarse por qué iba Bella a confiar en él. Repasó mentalmente a toda velocidad el transcurso de las tres últimas semanas. Apretó la mandíbula, sombreada por la barba incipiente. Había notado la noche anterior que ella había perdido peso y sabía que el estrés era la causa más probable. Ella adoraba su trabajo y su casa y había tenido que renunciar a ambos en muy poco tiempo. Admitió de mala gana que era posible que amase a su novio. No había querido conocer los detalles y por eso no le había preguntado más. Una vez lo acusó de hacer únicamente lo que le venía en gana y, en este caso, reconoció que era cierto. Se había regodeado en su rabia y la había castigado por atreverse a desafiarle dejando que se hundiera o nadase en un mundo totalmente nuevo para ella, así que era normal que acusara esa presión.

Cualquier otra mujer le habría pedido ayuda, pero no Bella. No, no Bella, una persona obstinada por naturaleza. Y reconoció apretando su boca grande y sensual que no era bueno que compartiesen aquella obstinación. Todo habría ido bien si ella hubiese pedido consejo o ayuda, o sólo con que hubiese mostrado un ápice de arrepentimiento por haberle desafiado. No le costaba nada mostrarse generoso en la victoria, pero por desgracia Bella se negaba a admitir una derrota. Empezaba a captar por qué le dijo una vez que él no le gustaba. Aquella afirmación se le había quedado grabada y no podía olvidar lo desagradable que había sido para él. Pero ahora debía preguntarse si tenía algo que pudiese gustar a alguien. Había sido frío e insensible con ella. Había estado ausente cuando debía haberla acompañado. Y al negarse a darle la más mínima seguridad, lo único que había conseguido había sido acrecentar su desconfianza.

Bella podía mostrarse sumamente tranquila en apariencia, pero él se recordó tristemente que también podía ser vehemente y actuar con rapidez. Tendía a disparar antes de preguntar, una característica que no lo tranquilizaba precisamente el día en necesitaba que ella acudiese al altar y dijese que sí con una sonrisa. Se había dado cuenta de que a ojos de ella siempre sería culpable hasta que se demostrase lo contrario. Un cambio reconfortante, después de una vida llena de mujeres complacientes.

La neblina de la mañana iba desapareciendo poco a poco dando paso al verde exuberante de los jardines y la promesa de un maravilloso día de verano. Fue en ese momento cuando Edward tomó la decisión de contarle lo de la fiesta una vez celebrada la boda. Una boda es un acontecimiento que sólo pasaba una vez en la vida, y nada debía ensombrecer el día de Bella. Ni darle razones de peso para convencerse de que casarse con él no le convenía en absoluto.

Capítulo 7: Capítulo 7 Capítulo 9: Capítulo 9

 


 


 
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