—Bonita pulsera—musitó Edward—. ¿Quién te la ha regalado? —me preguntó mientras jugueteaba con ella en mi muñeca.
Su pregunta me pilló de sorpresa, ya que estaba demasiado concentrada en las sensaciones que me producía el roce de sus dedos en la piel de mi muñeca.
— ¿Qué pulsera?—pregunté algo retardada, sin entender realmente a donde quería llegar—. ¿Te refieres a ésta?—le señalé la pulsera de mi padre—. Es lo último que tengo de mi padre. Es una especie de homenaje a él, pero pensé que ya lo sabías.
—No me refiero a ésta—puso los ojos en blanco—. Estoy hablando de la que tengo yo entre los dedos.
Me mordí los labios un momento para intentar no confesarle quien me la había regalado.
—Esa pulsera lleva en mi muñeca desde navidades—repuse a la defensiva—. ¿Te fijas ahora con la de veces que has acariciado mi muñeca?
—Llevo fijándome en ella desde el primer momento, Bella—me explicó—. Me gusta el modelo. Bastante artesanal. Por eso te lo pregunto—parecía que no había nada personal en la pregunta—. ¿Es un secreto tan grande que no me lo puedes revelar?—preguntó algo picajoso.
Estuve un poco dubitativa al decirle que la pulsera me la había regalado Jacob. No sabía cuál iba a ser la reacción de Edward por llevar algo que me había regalado otro hombre. Esperaba que entendiese que por aceptar regalos de otro hombre, no le entregaba lo que ya era suyo desde siempre y que él había reclamado desde hacía unos meses y que me negaba a soltar.
—No me importa que haya sido de algún pretendiente—me aseguró—. Esa pulsera estaba en tu muñeca antes de empezar nuestro noviazgo de manera no oficial. Te aseguro que aunque sea de Newton, no me voy a enfadar.
—No aceptaría nada de Newton ni aunque con ello me asegurase la vida eterna—le hice un gesto de burla ante el cual se rió. Por lo menos se aseguro que Newton no tenía nada que ver, a pesar que en sus ojos seguía el interrogante de quien seria—. De todas formas, si no te importa quién me la ha regalado, ¿por qué preguntas?
—Si tan segura estás que no es nada importante, ¿por qué no me lo dices?—me agarró el mentón con la mano y me atrajo hacia él—. Si no fuese tan grave me lo dirías—musitó entre mis labios. El muy tramposo había ganado la batalla.
Después de separarme, muy a mi pesar, de sus labios, me preparé para coger aire de mis pulmones y en un susurro se lo confesé.
—Jacob me la regalo por navidades—musité muy deprisa con la esperanza que no me oyese—. Le prometí que en mi muñeca siempre había un hueco para sus regalos. Además la llevo para demostrarle que, a pesar de todo, siempre tendré un hueco para él, aunque no sea ni la milésima parte de lo que tengo para ti. Jacob me importa, Edward. Es como un hermano para mí. Recuerda cuando éramos pequeños jugábamos juntos y cuando tú te fuiste me consoló bastante. Además, necesito demostrárselo más que nunca. Últimamente está intratable y apenas habla conmigo. Parece que le he traicionado. Sé que yo no he hecho nada malo, pero no puedo dejar de sentirme mal por él—le miré a los ojos esperando que él me comprendiese.
Me atrajo hacia su cuerpo y acarició mi frente con los labios. Luego me mantuvo junto a él durante un buen rato sin hacer otra cosa que meter sus dedos en mis cabellos. Eso parecía relajarle levemente. Para los dos, la primavera no había sido nuestra mejor época, a pesar de la inusitada alegría que normalmente me producía ver los almendros en flor. Chicago parecía un oasis de paz de todo lo que sucedía en el mundo. La guerra que parecía estar en las últimas, no acababa de terminar del todo y seguía agónicamente, eso sí llevándose a todo lo que estaba por delante. Muchos de los jóvenes de Chicago estaban en ella. Ángela Weber, pasaba todas las tardes conmigo mientras me contaba angustiada, la preocupación que sentía por su prometido, Ben Crowley, que había sido destinado a Francia. La familia Stanley, estaba ansiosos por saber que había sucedido con Mike Newton, aunque sólo fuese por el hecho que a la vuelta de éste, pudiesen empaquetarle a su hija Jessica, con la que estaba, de forma levemente oficial, prometido.
Emmett también hacía dos meses que se encontraba en Lorena con nuestros aliados franceses y Edward se debatía entre su deseo de volver a ver a su amigo y alistarse, y el sentido del deber de no preocupar a su madre, la cual leía el periódico con aprensión y rogaba con angustia que la guerra se acabase antes de junio. Yo me uní a su ruego mental, ya que solo de pensar que Edward tendría que formar parte de ella, me entraban escalofríos. Ya había perdido a un hombre que amaba en ella. Me negaba a perder a otro.
Para mitigar mis temores, apoyé mi mejilla en el hombro de Edward y me dejé llevar por su calor corporal.
Después de un rato, me levantó suavemente y mientras me rozaba la cara con los dedos, me fijé en su triste mirada. Ambos teníamos personas de las que preocuparnos. Él por Emmett y yo por Jacob, aunque me sentí mal por ello. La supuesta traición, que yo había cometido a Jacob, no era nada comparado con la idea de que Emmett estuviese luchando contra el frío y los alemanes en una zanja llena de barro. No quería que le sucediese nada. Le quería demasiado para soportar una perdida así, aunque me dolería más la tristeza de Edward al perder a su casi hermano.
—Deberías hablar con Jacob, Bella—esa repentina intervención de Edward me sacó de mis ensoñaciones—. Por favor, no te lo tomes a mal lo que te voy a decir, pero creo que no es buena idea que lleves esa pulsera en tu muñeca.
Me puso un dedo en los labios, al ver que había abierto atónita la boca ante sus palabras, para que lo dejase continuar.
—Por mi parte no hay nada personal, cariño—me aseguró—. Pero por la de él, sí. Si sigues tratándole como siempre sin explicarle lo que sientes por él, seguirá teniendo esperanzas respecto a ti.
— ¿Esperanzas de qué, Edward?—pregunté sin saber donde quería llegar a parar.
—No puedo creer que no te hayas dado cuenta—movió la cabeza pesaroso.
—Jacob es como un hermano para mí. No intentes ver cosas donde no las hay—estaba empezándome a cansar de esa estúpida rivalidad entre ellos. ¿No podían comprender que quería a mi novio y a mi amigo en mi vida sin que eso fuese incompatible?
—Por desgracia para él, no siente lo mismo por ti—intentó que abriese los ojos—. Él está enamorado de ti, Bella. Y me ve como un obstáculo para llegar a ti. Pero sabe que es imposible, ya que yo tengo dinero y posición y él no tiene nada de eso. No estoy hablando por mí. Estoy poniéndome en su lugar.
—Eso es ridículo—meneé la cabeza para quitarme esa idea de la cabeza.
Me acarició insistentemente la mejilla y me dejé llevar por las sensaciones de mi cuerpo.
— ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido al revés, Bella?—preguntó repentinamente—. ¿Qué hubiera pasado si él hubiese sido rico y yo pobre?
— ¿Estás de broma?—le repuse burlona.
—Contéstame, por favor.
No necesité ningún momento para meditar la respuesta.
—Hay cosas que el dinero y la posición no pueden dar—repuse rotunda—. Mira tu padre. Cuando se casó con tu madre era de condición humilde y mírale ahora. Ni siquiera entonces perdió su caballerosidad. Se merece estar donde está. Si tú hubieras sido de otra clase social más baja que la mía, seguramente hubiera ignorado todos los chismorreos y me hubiera casado contigo. Eres un caballero, Edward y eso todo el dinero del mundo no lo pueden comprar—musité buscando sus labios y encontrarlos, exclusivamente, para mí. Entrelacé mis dedos en su cabello y profundicé la intensidad del beso. Como respuesta, el me sentó en su regazo y con la mano que no rodeaba mi cintura, me acarició el rostro mientras su lengua acariciaba la mía.
—Seguramente tu madre hubiera estado tan contenta con la boda, que te hubiese desheredado—susurró con los labios entre la piel de mis mejillas mientras yo pugnaba por respirar.
Me reí tenuemente y, antes de volver a juntar sus labios con los míos, le susurré:
—Mi madre tal vez—suspiré y él se rió levemente por el cosquilleo que producía mi aliento en sus labios—. Pero mi padre tenía todo pensado para que ésta no tocase la herencia. Tengo un millón de dólares en el banco y mi padre se las ingenió para que mi madre no pudiese tocar ningún solo centavo de estos. La única condición, era que yo me tendría que casar para que pudiese manejar el dinero. Por lo tanto, estoy ante un contrato de matrimonio para poder disponer de mi dinero.
—Ese es un buen plan—me besó la punta de la nariz para luego descender a mi barbilla y aterrizar en mi cuello. Se me escapó una sonrisa nerviosa—. Aunque me pregunto si tu madre no intentará casarte con algún tonto, para tener un libre acceso a tu cuenta.
Le acaricié un mechón de pelo intentando memorizar su textura.
—Precisamente, mi padre me puso esa cláusula—rocé su nariz con el meñique—, para que en caso de que mi madre escogiese para mí un pretendiente estúpido, yo tuviese libertad para casarme con quien quisiera y tuviese a mi disposición mi dinero.
—Tu madre considera a Newton lo bastante idiota—se rió aunque sus ojos brillaban frustrantes.
—Pero yo ya he encontrado el pretendiente que lo va a contrarrestar—acaricié sus labios con los míos—. Además, Mike Newton se ha resignado a casarse con Jessica Stanley.
—Yo no sirvo para los propósitos de tu madre—repuso con tono travieso—. Porque no le permitiría coger ni un solo centavo de lo que es tuyo.
—Esa es una de las razones por las que eres el indicado para mí—musité—. Pero no la principal—susurré besando el lóbulo de su oreja.
Volvió a dirigir sus labios a los míos fundiéndolos en un apasionado beso.
—Te quiero—susurró entre jadeo y jadeo, mientras mis labios le dejaban una tregua para luego volver con más insistencia que nunca a su labor.
Sentía como sus dedos circulaban por mi cuello y ahogué un jadeo en su boca.
—Edward—me frustré cuando tuve que separar mis labios de los suyos y dirigirlos a su oído, pero necesitaba que me dijese algo muy importante para mí—, ¿me lo vas a pedir?—pregunté con ansiedad.
Me cogió el rostro con las dos manos y me miró a los ojos. En los suyos había una determinación absoluta.
—Aquí, no—hizo una mueca de disgusto—. Estamos en medio de una fiesta y no me apetece que todas las cotorras de Chicago salgan con algo que comentar. Si tienen que enterarse que lo hagan en las crónicas de sociedad con unos pocos meses de antelación—se rió levemente—. Así no las daremos tiempo a diseñarse el vestido que llevaran a la boda.
— ¿Cuándo?—pregunté impaciente.
Pareció pensarlo un momento.
—Dentro de un cuarto de hora desapareceré de esta fiesta—hizo una mueca—e iré al prado que hay unos doscientos metros detrás de mi casa. Era donde íbamos a nadar cuando éramos niños, ¿lo recuerdas?—asentí—. Finge estar entusiasmada con la fiesta durante un cuarto de hora y después invéntate una excusa para salir y venir para allá, ¿de acuerdo?—me besó la frente y nos levantamos de la banqueta del piano para salir de la pequeña salita al pandemónium que se había convertido la casa de Edward.
Nada más salir de allí, nos encontramos con Elizabeth, vestida muy elegantemente con un vestido color crema que le llegaba por la pantorrilla y seguro que mi madre y la señora Stanley que se encontraban con ella, criticarían después. Nos dedicó una amplia sonrisa cuando nos vio allí.
—Estaba enseñando a la señorita Swan el piano—explicó Edward lo más serio que pudo.
Mi madre y la señora Stanley comentaron algo como muy interesante sin sentirlo de veras mientras Elizabeth nos evaluó con la mirada.
—Llevas todo el invierno enseñando el piano a Isabella—apuntó divertida—. Debe ser apasionante, ¿no, Edward?
—Isabella se maneja muy bien con el violín, pero no hay forma de que aprenda a tocar el piano—fingió desesperación—. Y mira que lo hemos intentado.
— ¿Seguro que tocáis el instrumento indicado?—inquirió ésta con una sonrisa sardónica en los labios. Edward y yo miramos al techo para disimular.
Mi madre, como siempre, no se enteraba del asunto.
—Por favor, Edmund—puse los ojos en blanco al ver que no acertaba con el nombre—, mis migrañas y yo tenemos suficiente con su violín. Me moriría de dolor si le añadimos el piano.
—Edward—Elizabeth enfatizó "Edward"—. Por el bien de la señora Dwyer, la próxima vez enseña a Isabella la biblioteca. También es un lugar muy tranquilo y nadie os molestara—guiñó un ojo a su hijo y se perdió entre los invitados. Me pregunté hasta que punto estaba enterada de lo nuestro.
Edward me agarró de la mano y se dirigió al centro del salón donde se encontraba su padre, unos cuantos abogados, socios suyos, mi padrastro Phil, que afortunadamente no abría la boca y el señor Newton, que pavoneaba de los éxitos de su hijo en la guerra europea.
—Cuando llegue a Estados Unidos convertido en un héroe, no necesitara estudiar una estúpida carrera para tener prestigio. ¡No sabe lo duro que debe ser matar a esos estúpidos europeos!—exclamó teatralmente—. A propósito, Masen, me he enterado que su hijo va a estudiar medicina en lugar de derecho. Para mí, sería tan frustrante que mi hijo estuviese cuidando pacientes durante todo el día, cuando la guerra lo puede catapultar a la gloria. Estará deseando que su hijo cumpla ya los dieciocho, ¿no?
—Señor Newton—el tono de voz del Señor Masen era en apariencia tranquilo—. Tanto matar gente como salvarla, es un trabajo extremadamente duro. La diferencia es tener la conciencia tranquila o no y lo que más deseo para Edward, es que pueda dormir por las noches tranquilo—su hijo le dedicó una sonrisa resplandeciente. Parecía que el señor Masen se había reconciliado con la idea de que su hijo no siguiese sus pasos y estaba encantado que alguien con tanto prestigio como el doctor Cullen se hubiera hecho cargo de su educación.
— ¿Por qué no has invitado al doctor a nuestra casa?—preguntó su padre a Edward levemente molesto, ya que el Señor Masen encontraba al doctor una persona muy interesante.
—Lo hice—explicó éste—. Pero me dijo que tenía que salir ese fin de semana con su familia y era un asunto muy urgente. Se toma una semana al mes para descansar y relajarse con su familia. Después recupera el tiempo perdido con ímpetu.
El señor Masen me rodeó por el hombro y bromeó conmigo.
—Isabella, yo que tu mantendría vigilado al doctor por si acaso es una especie de vampiro e intenta morder a mi hijo para sacarle la sangre—me guiñó un ojo divertido.
—Padre, te aseguro que los depósitos de sangre están llenos y no he visto al doctor bebérselos—Edward hizo una mueca.
—A lo mejor te ha mordido y te has convertido en un vampiro sin que te dieses cuenta—continué la broma del señor Masen.
Edward se acercó a mí y me sonrió pícaramente.
—No necesito ser un vampiro para saber que incluso tu sangre me vuelve loco—susurró de manera poco decorosa en mi oído.
Debió quedarse en mi rostro una sonrisa de estúpida y no me percaté de que se había alejado de mi lado hasta que le vi salir por la puerta y me señaló el reloj antes de guiñarme el ojo y desaparecer.
"Cuarto de hora, Bella", me obligué a tranquilizarme a mí misma.
—Isabella—Jessica Stanley me había visto y la maldije en mi fuero interno. El cuarto de hora de Edward se convertiría en una hora si no me libraba de Jessica, que parecía dispuesta a echar una larga charla conmigo. Disimulé sonreír mientras miraba ansiosa el reloj.
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Conocía el camino de sobra. A pesar del tiempo transcurrido, mis pies recordaban perfectamente el pequeño prado a las orillas del lago Michigan, donde Edward, Jacob y yo íbamos a nadar cuando éramos pequeños. Llegaba tarde y no paraba de injuriar a Jessica y a todos sus parientes, vivos o muertos. Llegaba media hora tarde y mataría a Jessica si Edward se había cansado de esperar.
Pero allí estaba él. De espaldas a mí, se sentaba aovillado con las piernas recogidas en sus brazos, observando las distintas tonalidades que el agua del lago iba adquiriendo según el sol se iba ocultando. A la mortecina luz del crepúsculo, me pareció mucho más hermoso que cualquier humano podía concebir. No quise estropear el hermoso espectáculo e intenté no hacer un ruido, con tan mala suerte que quebré una rama. Éste se volvió rápidamente y se echó a reír en cuanto me vio. Me ruboricé y me quedé inmóvil en mi sitio hasta que Edward me sonrió y dio unos golpecitos en el suelo para que me sentara. Una vez allí, el me atrajo hacia su cuerpo y apoyé mi cabeza en su hombro mientras éste me aproximaba junto a él, cogiéndome de la cintura.
Nos mantuvimos unos instantes en silencio y por un momento, miré al cielo donde el crepúsculo anunciaba las primeras estrellas. Bajé la vista y me sorprendí del hermoso color violáceo que había adquirido el lago.
—Cuantos recuerdos, ¿verdad?—musitó en mi oído—. Parece que fue ayer cuando el viejo Billy hacía una fogata y nos sentábamos junto a ella, escuchando absortos las leyendas de miedo. ¿Cuál era esa? —arrugó la nariz intentando recordar—. Sí, la de los fríos y los hombres que se convertían en lobos—sonrió—. Aún recuerdo como te refugiabas en mis brazos cada vez que Billy nos metía miedo con que si no le escuchábamos, vendrían los fríos y nos chuparían la sangre. Como Jacob estaba tan asustado como tú, se agarraba a tu falda y tú, cruelmente, le pegabas una patada para que no te la manchase—se rió mientras yo me ruborizaba al recordar lo mal que me portaba con el pobre Jacob.
Intenté buscar un recuerdo más agradable en donde Jacob no saliese tan mal parado.
—También me acuerdo cuando hacíamos competiciones para ver quien nadaba más rápido y siempre os ganaba yo—sonreí muy petulante y ufana mientras veía como enarcaba la ceja incrédulo.
— ¿Tú nos ganabas a nosotros nadando?—había cierto toque sarcástico en su voz—. Me parece recordar que te aliabas conmigo para que yo hiciese ahogadillas a Jacob y mientras casi dejaba sin respiración al pobre chico, tú te aprovechabas y ganabas siempre.
Se rió y yo me limité a fruncirle el ceño para ver si se amedrentaba, pero lo único que conseguí fue que me cogiese por sorpresa para darme un suave beso en los labios. Un rayo se me cruzó por la mente y tuve una idea maquiavélica.
—Muy bien—parecía que rendía a la evidencia y puse cara de pena a Edward—. ¿Qué tal si hacemos una carrera para demostrar quien tiene razón?—le desafié.
—Cuando quieras—pareció no entender que se lo estaba proponiendo en ese momento.
— ¿Preparado entonces?—esbocé una sonrisa malévola.
Se puso serio de repente y parecía que estaba tragando saliva.
—No puedes estar hablando en serio—se le trababa las palabras y parecía avergonzado.
— ¿No me digas que no te atreves a hacer una apuesta con una chica?—me burlé de él.
—Pues claro que me atrevo…—se puso nervioso y se empezó a ruborizar—. Sólo que… no tengo la ropa necesaria para nadar ahora.
— ¿Quién te ha dicho que para nadar necesitemos ropa?—inquirí maliciosa y pícara.
Se quedó mudo de la impresión con gesto totalmente inocente.
—No puedo creer que estés insinuando lo que yo creo que estás insinuando—abrió los ojos como platos.
Para demostrarle que hablaba en serio, me senté para quitarme las botas y las medias, para luego desabrocharme la blusa y lanzársela, quedándome sólo con el corsé. A medida que me quitaba la falda, empecé a pensar en las consecuencias de mis acciones, pero ya no me podía —más bien no quería—detenerme. Al final, me quedé con la combinación y el corsé en su presencia. Intenté disimular la vergüenza que me estaba embargando, pero no era nada comparada con las emociones que sufría Edward.
—Esto va en serio—era la constatación de un hecho. Afirmé con la cabeza para que no notase que en el bochorno que me embargaba.
Suspiró resignado
—Está bien—musitó rojo como una grana—. Pero date la vuelta y no te vuelvas hasta que me haya metido en el agua. ¡Me da vergüenza que me veas desnudo!
Reprimí una sonora carcajada.
—Edward, te he visto desnudo más de una vez, ¿a qué viene tanto reparo ahora?—pregunté divertida—. He crecido lo suficiente para saber que los niños tienen colita y las niñas agujerito. Así que nada de lo que tengas ahí debajo me va a asustar
—La última vez que me viste desnudo fue a los siete años—me recordó abochornado. —Y en más de diez años las colitas crecen en tamaño proporcional a la altura de las personas.
—Edward—le reproché con tono de impaciencia—, me estoy empezando a quedar fría.
Nos pusimos de espaldas el uno al otro y sentí el frufrú de sus ropas y el suave ruido de éstas al caer al suelo. Al oírle suspirar supe que se había desprendido de todo y si no fuera por la estúpida promesa de no mirar hasta que hiciéramos la carrera, no me hubiese resistido a la tentación. Cuando me percaté que estaba corriendo y ya se había metido en el lago. Me di la vuelta y vi sus ropas desperdigadas por el suelo. Maliciosamente, las cogí y salí corriendo para esconderlas.
—Bella—empezó a protestar Edward metido en el agua—, eso es jugar sucio.
—Eso te pasa por burlarte de mí—le saqué la lengua como una niña pequeña.
— ¡Devuélveme mi ropa!—me advirtió.
—Ve a buscarla—le desafié y dicho esto, empecé a correr por el prado acompañando mis jadeos con mis risas.
Cuando estuve lo suficientemente lejos me paré para tomar aire y dejar de reírme. De pronto, noté como unos brazos fuertes y húmedos me agarraban por la cintura y reprimí un grito.
—A este juego podemos jugar dos—me susurró Edward al oído, divertido.
—Pero si estás… desnudo—esta vez era yo la que me abochornaba.
—Todo gracias a cierta personita que me ha engañado para meterme en el lago—replicó mordaz.
—Te lo mereces.
— ¿Me vas a devolver la ropa?—preguntó divertido.
—Búscala—le respondí refunfuñona.
—Muy bien—parecía que ya se esperaba mi respuesta y esa era la respuesta que él deseaba oír—. Yo también sé jugar sucio—replicó divertido.
— ¿Qué es lo que…?—me interrumpí cuando sentí sus húmedos labios besarme la escápula y sus manos estaban en el nudo de mi corsé.
—Mi ropa—sugirió con voz lasciva
—No—intenté sonar firme y decidida.
—Tú lo has querido—le oí reírse mientras desataba el primer nudo de éste y deshacía el primer cruce. Intenté coger aire pero mis pulmones estaban al límite. Mi corazón parecía que se batía como alas de colibrí. Sus labios pasaron de mi escápula a la parte más baja de mi cuello y lo empezó a cubrir de pequeños y húmedos besos.
—Mi ropa—volvió a repetir.
—No—volvió a ser mi respuesta y ante el estimulo a esa respuesta, volvió a deshacer un segundo cruce.
Perdí la cuenta de las veces que me preguntó sobre su ropa y las veces que me negué a contestarle hasta que vi como mi corsé se caía al suelo y parte de mí, se quedaba vulnerable a él. Sabía que habíamos sobrepasado las reglas del juego pero ya no me importaba. Quería llegar al final con todas las consecuencias. Y él estaba tan dispuesto como yo.
Lo supe en cuanto sus manos soltaron mi cintura y se empezaron a deslizar por zonas de mi cuerpo desprovistas de ropa. Sólo la combinación actuaba de barrera entre mi piel y la suya.
—El juego aún no ha acabado—me recordó divertido pero noté que su voz había cambiado y en ella se había mezclado la diversión con la lujuria.
—Hazlo—me envalentoné al sentir sus labios recorriendo mi cuello y su respiración quemándome cada tramo de mi piel.
Por un momento, separó su boca de mi piel y dejó de acariciarme, pero no por ello quitó las manos de mi vientre.
— ¿Estás segura?—supuse que se debatía entre el miedo y la lujuria y estaba deseando saber cuál de los dos ganaría la batalla.
No me lo pensé dos veces al percatarme de lo mucho que podía ganar con esto.
—Sí—afirmé rotunda.
—Bella—le tembló un poco la voz—, te amo y no quiero que te sientas coaccionada por mí. He estado deseando esto durante meses pero podré esperarme si no te sientes preparada para ello… yo no quiero que sufras.
—Nunca he estado tan segura de algo como en este momento. Por ti sufriría las iras del mundo y lo haría feliz si tú estás aquí. No me importa nada. Sólo quiero pertenecerte a ti. Que mi cuerpo y mi alma sean sólo de tu propiedad.
Como se limitó a besarme dulcemente el lóbulo de mi oreja para luego deslizarse por mi cuello pero sin atreverse a quitarme la combinación, noté que se me pegaba al cuerpo y al sentir que se me pegaba demasiado, yo misma me la bajé hasta que se me deslizó por las piernas y al caer al suelo hizo un círculo perfecto bajo mis pies. Ahora no había nada que me protegiese mi cuerpo de escasas curvas del escrutinio de su mirada. Cuando noté que sus manos se posaban en mis caderas con la intención de girarme hacia él, por primera vez me percaté de lo que iba a ocurrir y empecé a balbucear un montón de excusas.
—Yo no tengo curvas y soy poco voluminosa… y creo que no soy tu ideal femenino para nada…
Pero no conseguí convencerle en absoluto y me giró para enfrentarnos. A la luz del crepúsculo, nuestras diferencias se incrementaron.
Intenté contener un gemido al contemplar su cuerpo casi perfecto, que sin llegar a estar demasiado musculado, se delineaba perfectamente y se podía comparar al de un joven dios olímpico. Al mirarme a mí, apenas pude contener un sollozo de frustración e intenté alejarme de él. Me agarró del brazo para impedírmelo.
—No tienes que avergonzarte por nada, ¿entendido?—repuso muy serio—. Mi opinión es la única que debería contar para ti y si yo opino que eres preciosa y te deseo más que nada en este mundo, la tendrás que respetar—dicho esto me apretó junto su cuerpo notándolo en cada una de mis escasas curvas y al abrazarme no pude evitar echar mis brazos al cuello y apoyar mi cabeza sobre su hombro.
—No me sueltes nunca—le supliqué.
—Nunca—me juró y dicho esto, elevó mi rostro junto al suyo y venció la distancia entre nosotros mediante un apasionado beso sin limitaciones.
La húmeda hierba sobre la que se apoyaba mi espalda apenas era un leve refresco para todo el calor que emanaba mi cuerpo.
Sólo era consciente del peso de su cuerpo sobre el mío. Sus labios cálidos y húmedos sobre los míos que no se separaban un milímetro, para otra cosa que no fuese intentar coger aliento y la mayoría de las veces éstos se fundían en nuestra boca, formando un uno tal como nuestros cuerpos estaban haciéndolo en este instante. Cuando nuestras lenguas perdían el contacto buscaban el camino por cada recoveco de nuestra piel, empapada de sudor. Nuestras caricias, repartidas por cada uno de nuestros tramos más secretos de nuestros cuerpos, eran lo único que nos protegía de la fría noche de abril en Chicago. Nuestras aletas de la nariz se dilatan debido a la embriaguez producida por el aroma natural producido por nuestra piel. Nuestro corazón sonaba al unísono, componiendo la banda sonora del momento y nuestra sangre correteando frenética por nuestras venas en una alocada carrera hacia el éxtasis más absoluto.
La piel más interna de mis piernas notaba la ligera presión que sus caderas realizaba para amoldarse a éstas. Cuando mis dedos no estaban enredados en su suave y encrespado cabello, se dirigían a su fuerte espalda y hacía el ejercicio de contar todas sus vértebras, mientras me agarraba a ellas como un salvavidas mientras oleadas de placer invadían mi cuerpo.
Millones de te amo salidos de nuestros más profundos suspiros rompían el silencio de la noche y mis lágrimas de felicidad humedecían su hombro.
Cuando empezó a formar parte de mí —tanto física como íntimamente— miles de emociones y sensaciones me invadieron. Aquella noche aprendí que cuando una persona empezaba a formar parte de tu cuerpo y tu alma, te desgarraba por dentro y producía tanto dolor que parecía que algo se rompía por dentro. Pero que la dicha de formar un solo ser en dos cuerpos lo compensaba con creces. Después del dolor, siempre venía el gozo que se manifestaba en pequeñas descargas y cosquilleos que nacían en el vientre y se desplazaban por todo el cuerpo.
Antes de dejarme llevar por el placer más absoluto, contemplé que las primeras estrellas empezaban a aparecer y por un momento, pensé que las estaba tocando con las puntas de mis dedos, gracias a Edward. Cerré los ojos y me dejé llevar muy lejos en donde Edward y yo éramos una sola realidad.
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—Esa constelación que ves allí es Andrómeda—me explicó Edward mientras me desperezaba y desplazaba mi cabeza de su vientre a su hombro y mis labios se posaban en la piel de éste un momento para luego mirar al cielo, donde él señalaba—. Andrómeda era una princesa tan bella, que su madre, orgullosa y petulante de ésta, se vanaglorió ante los dioses y presumió que su hija era mucho más hermosa que las diosas marinas, hijas de Poseidón. Éstas celosas y ofendidas, pidieron a su padre Poseidón, dios de los mares, que castigase la vanidad de ésta, y para complacer los ruegos de sus hijas, mandó un monstruo marino para destruir la ciudad. Los padres, asustados, consultaron el oráculo y éste les indicó que si querían salvar su reino, deberían sacrificar a su hija al monstruo. Encadenaron en una roca junto al mar a la pobre princesa y cuando ella estaba resignada a su destino, Perseo, el héroe que acababa de vencer a la Gorgona Medusa pasaba cabalgando por los cielos con su caballo, Pegaso, la vio e incapaz de resistirse a su belleza, se enamoró perdidamente de ella, mató al monstruo, la rescató y se la llevó consigo cabalgando junto a Pegaso—me acarició el pelo desde la raíz hasta mi cintura, produciéndome un leve cosquilleo en la piel—. Los dioses admirados por la hazaña y conmovidos por el amor entre la princesa y el héroe, tomaron la decisión de convertir a Perseo y Andrómeda en constelaciones para que todos los mortales rememorasen la proeza de Perseo y la belleza de Andrómeda, en cuanto mirasen al cielo y viesen las estrellas despuntarse en él.
Se me soltaron las lágrimas al oír una historia tan bonita.
—Es preciosa—musité en su oído, mientras las yemas de mis dedos memorizaban el trazado de la piel de su vientre y él me besaba la frente—. Y que forma más bonita de prevalecer en la historia. Los hombres no tendrán otra cosa que hacer que mirar al cielo y Perseo y Andrómeda les contaran su historia.
—También puede ocurrir que los dioses decidan premiar a un privilegiado mortal y decidan bajar del cielo a un estrella—me tocó la punta de la nariz sutilmente para luego suspirar—. Estrellas azules.
— ¿Por qué estrellas azules?—le pregunté mientras le acariciaba el pecho.
—Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan—me respondió lacónicamente mientras miraba el cielo
—Eso no lo puedes saber— le reproché.
—Yo si lo sé— me replicó con burlón cariño cuando me volvió a mirar.
— ¿Cómo me lo demuestras?— le reté—. ¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?
—Porque ahora mismo estoy tocando una—me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos—. Tú eres la estrella que los dioses han bajado del cielo para que un pobre mortal como yo se quede deslumbrado con su presencia—murmuró dulcemente entre mis labios, intentando coger un mínimo de aire para poder continuar con la tarea de besarme apasionadamente.
Como respuesta a su estímulo, me tumbé sobre él para que todas las curvas de mi cuerpo memorizasen cada mínimo detalle del suyo y correspondí a su beso con demasiado ímpetu. Comprendí que mi cuerpo, mi mente y mi alma le pertenecerían a él de por vida —y más allá incluso— y ningún otro hombre podría profanar lo que él había conquistado. Cada trazo de mi ser llevaba su firma y ésta era la única verdad de mi existencia. Eternamente.
—Bella—me pareció oírle aunque con los labios ocupados era difícil hablar. Cuando logró deshacerse de mis labios, muy a su pesar, me elevó levemente el rostro para poderme mirar a los ojos—. Se está haciendo tarde. Tenemos que volver.
Mis labios hicieron un mohín de disgusto.
—No quiero—me quejé como una niña pequeña—. Y apuesto a que tú tampoco—le provoqué ufanamente.
Sus perfectos labios esbozaron una sonrisa burlona y tierna a la vez.
—La verdad es que no tengo ninguna gana de moverme de aquí—admitió—. Pero se está haciendo tarde.
Posé la cabeza en su pecho mientras me hacía la remolona.
—Un ratito más—le supliqué mientras cubría su pecho de pequeños besos. Sentí su pecho moverse debido a su risa.
—Bueno…—pareció ceder—. Pero sólo un momento—susurró en voz cada vez más baja, dejándose sucumbir por mis besos y caricias.
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—No me puedo creer que puedas abrocharme la camisa mientras me estás besando—me reí al sentir el cosquilleo cálido de su aliento en mis labios, y hacía el esfuerzo de abrochar el último botón de su camisa.
—Eso es algo a lo que tendré que acostumbrarme—musité antes de que me volviese a besar.
Estábamos tan absortos el uno con el otro, que me sorprendí cuando oí el sonido de un arbusto moviéndose y luego unas pisadas que se dirigían en dirección contraria a nosotros. Contuve un grito mientras me agarraba al cuello de Edward. Éste miró con gesto adusto hacia la dirección contraria y luego emitió un suspiro de relajación.
—Posiblemente fuese algún animal—me tranquilizó acariciándome la mejilla—. Te acompañaré a casa—me ofreció el brazo y al agarrárselo suspiré con pesar, al tenerme que ir de ese lugar de ensueño.
—Te prometo que volveremos—me susurro por enésima vez, al ver que miraba el prado con pesar.
Con esa promesa, me sentí mucho más ligera para volver a mi casa.
—Me gustaría que entrases—le sugerí mientras le acariciaba las mejillas. Estábamos en la puerta de mi casa y me negaba a dar un solo paso más, mientras él estuviese conmigo.
Miró su reloj de bolsillo e hizo un gesto de resignación.
—Es tarde—me indicó—. Y por muy comprensivos que sean Elizabeth y Edward, no creo que les haga muy felices la idea que pise por casa de tarde en tarde—se rió—. Por lo menos, tengo excusa de acompañarte hasta casa. No me gustaría que el fiscal Masen aplicase la ley del toque de queda y estuviese un mes encerrado en mi cuarto sin poderte ver.
—Pues iría a tu casa y te llevaría una cuerda para que pudieras escaparte conmigo—le propuse.
Me agarró de la cintura y me atrajo hacia su cuerpo.
— ¿Dónde sugieres que vayamos?—preguntó con su sonrisa arrebatadora en la boca.
—A ver a Perseo y Andrómeda—me ruboricé.
—Tendremos todo el tiempo del mundo para hacerlo—me aseguró y, con un último beso breve, pero no por ello menos apasionado, me soltó e hizo ademán de marcharse—. Entra en casa.
Me hice la remolona, pero acabé cediendo y al estar enfrente de la puerta, le vi marcharse.
—Dulces sueños—se despidió—. Y esta noche no viajes a las estrellas sin mí.
Empezaba a entender porque le quería tanto que hasta este momento de breve separación, me hacía sentir un gran vacío.
Estaba tan subida en mi nube particular que no me percaté de la cara de disgusto de la señora Pott. Me pregunté que le habría ocurrido. No me gustaba ver caras tan tristes e intenté consolarla. Quería demasiado a la señora Pott para verla sufrir. Tenía los ojos llorosos y mi primer impulso fue abrazarla con fuerza.
—Mi querida niña—musitó—. Por favor, dime que no has hecho nada de lo que te acusan en el salón.
Me llevé un sobresalto, al descubrir que la señora Pott estaba así por mi causa. Me negué a creerme la primera idea que se me cruzó por la cabeza. Ni Reneé ni Phil podían haber averiguado lo que había pasado, ¿o sí?
—Isabella Swan—me llamó mi madre desde el salón—, sé que estás ahí. Ven ahora mismo y no te escondas, maldita cría. Responde por tus actos.
La señora Pott me agarró del brazo y se dirigió conmigo al salón. Parecía una procesión de un funeral e, inexplicablemente, me pesaban las piernas.
Lo que menos me imaginaba era el espectáculo que se había formado en el salón. En él se encontraban una Reneé y un Phil, sentados en sus respectivos sillones, lanzándome miradas como si se tratasen de un basilisco y me quisiesen convertir en piedra. Lo peor de todo, que a ambos lados de Phil y de Reneé, se encontraban Billy Black y su hijo Jacob, que me miraba con sus ojos negros penetrantes y una sonrisa cruel en el rostro que por un breve instante, se convirtió en una máscara de amargura para volver después a esa horrible mueca en la cara. No quedaba nada del inocente muchacho que tanto quería. Le convendría cambiar de amistades.
Para relajar la tensión del ambiente decidí ponerme a la defensiva.
— ¿A qué viene el comité de bienvenida?—inquirí sarcástica—. Ha habido noches que he venido más tarde y vosotros no os habéis percatado o no habéis querido percataros. Con vuestro permiso, me voy a la cama—hice ademán de dirigirme a la cama pero Reneé estaba enfrente de mí, me agarró con fuerza del brazo y advertí que estaba furiosa. Sólo la vi así el día que rechace a Mike Newton como futuro marido.
— ¿Cómo te atreves a reírte de mí, después de lo que has hecho?—levantó la mano y ésta se chocó contra mi cara produciéndome una ligera sensación de que la cabeza me volaba. Di un paso hacia atrás, debido a la inercia, para luego caerme. Anonadada e intuyendo a que había venido esto, noté que me estaba sangrando el labio, debido al desagradable sabor salado que inundaba mi boca.
— ¡Zorra, furcia, puta!—me insultó Reneé sin consideración—. ¡Te retozas por ahí con cualquier hombre y luego vienes a darte aires de gran dama! ¿No te das cuenta de cómo has estropeado nuestro futuro, por culpa de tu mala cabeza y tu lujuria?—enfatizó "nuestro" con malicia—. ¿Quién te va a querer ahora después de que tu reputación se haya esfumado como la espuma? ¡Nadie!—remarcó—. ¡Te has convertido en una doña nadie y en una inmoral!
—No considero que haya hecho nada malo—intenté sonar lo más firme que pude, ya que no me arrepentía de nada de lo que había pasado en ese lago con Edward. Sólo me sorprendía de cómo se habían enterado.
—No añadas el pecado de la soberbia con el de la lujuria—sentenció Billy Black solemne. Me sentí rabiosa al tener que ser humillada de la manera que lo estaban haciendo y tener que rebajarme a que alguien como Billy me insultase.
— ¿Desde cuándo?—exigió saber Reneé fuera de sí. Se enervó debido a mi silencio—. ¿Con quién?—me negué a hablar—. Si no me lo dices tú, lo averiguaré y será peor para ti—no hice caso de la amenaza y bajé la cabeza, no por vergüenza, sino, por ira—. ¿Quién?—volvió a repetir Reneé.
Se hizo un tenso silencio y Reneé, cansada del juego, se dirigió a Jacob, ante mi sorpresa, y le dijo:
—Ya que Isabella no quiere contárnoslo, ¿sería tan amable de volver a contarnos lo que vio de camino a casa, señor Black?—preguntó exasperada por mi actitud.
Jacob me lanzó una mirada despreciativa ignorando mis ojos de suplica y lanzó la sentencia lapidaria para mí:
—Cuando venía de camino a casa vi a la señorita Swan—remarco "señorita" —en actitud muy cariñosa con el señor Masen—Reneé se permitió una leve sonrisa al tener una información muy valiosa. Comprendí que la vergüenza que le haría pasar con mi actitud, era un precio mínimo a pagar, comparado con la venganza que había preparado hacia Elizabeth Masen. Me sentí fatal por haberme convertido en su instrumento.
Pero sólo llené la alfombra de lágrimas al sentirme traicionada por Jacob Black.
—Lo vi todo con mis propios ojos—aquella frase de Jacob, me hizo sentir como si me hubiesen encadenado a una roca y un monstruo con los ojos negros de Jacob, me devorase. Perseo no me iba a salvar esta vez.
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