Amante mediterráneo (+18)

Autor: EllaLovesVampis
Género: Romance
Fecha Creación: 26/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 9
Comentarios: 9
Visitas: 31377
Capítulos: 13

 

 

Edward Anthony Cullen conocía muy bien a las cazafortunas, por eso cuando conoció a la hermosa Isabella Swan en aquella isla griega, decidió no decirle quién era él realmente. Después de todo, lo único que deseaba era acostarse con ella cuanto antes y cuantas veces fuera posible.

AVISO:Adaptación de libro con el mismo titulo de la autora Maggie Cox.

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Capítulo 5: Capítulo 5

Habían quedado para cenar en una de las tabernas más tranquilas, lejos del bullicio del puerto; estaba en una pintoresca calle con buganvillas de vibrantes tonos rosados y rojos trepando por las paredes, y bastante cerca del hotel de Isabella. Sentada en una mesa al aire libre, esperando a que llegara Edward mientras el fragante aire mediterráneo acariciaba su piel dorada por el sol, no pudo evitar preguntarse si era sensato haber accedido a volver a verlo.

Aquel día, en la embarcación, había experimentado uno de los encuentros más poderosamente eróticos de su vida. Había estado dispuesta a entregarse completamente a él, y el recuerdo hizo que se sonrojara. Consumida por un deseo ardiente, había estado a punto de olvidar su nombre, el día de la semana, dónde estaba, e incluso la razón de su viaje a Grecia.

Sabía que se exponía a que le rompieran el corazón si continuaba viéndolo, que el momento de romper su relación con él no sería fácil... y que era indudable que aquel momento llegaría tarde o temprano. Era consciente de que no era la clase de mujer que pudiera considerar aquello una experiencia más y seguir adelante, sobre todo en ese momento, cuando aún se sentía tan dolorida y sensible por la muerte de Angela. Era muy vulnerable emocionalmente, y aquélla era otra buena razón para evitar involucrarse con Edward. La destrozaba darse cuenta de que no podía escribir o llamar a su mejor amiga, para compartir sus dudas y sus miedos.

Por si aquello fuera poco, estaba buscando alguna conexión, cualquier pista sobre la identidad de su madre biológica. Realmente, también se estaba buscando a sí misma; la verdadera Isabella Swan no existía de verdad, porque su vida entera se había basado en mentiras y engaños. Podía comprender que sus padres hubieran tenido la honesta intención inicial de protegerla de la verdad, ya que para una niña sería difícil aceptar que la habían abandonado al nacer, pero hacía años que era una mujer adulta. No sabía en qué iba a ayudarla que le mintieran y le ocultaran la verdad, y apenas podía entender cómo las dos personas a las que amaba más en el mundo habían podido hacer algo así.

Isabella sintió el peso del dolor en su pecho, y bebió un poco de agua; el camarero, un joven muy atractivo que estaba de pie en la puerta de la taberna, con los brazos en jarras, la miró y la saludó con una inclinación de cabeza. Tenía unos ojos expresivos y vibrantes, y la tensión de su cuerpo delgado revelaba que esperaba su oportunidad para escapar de los limitados confines de su familia y su hogar.

Isabella se dio cuenta de que la agitación del joven se debía a que estaba descontento, y deseó poder decirle lo afortunado que era, que no tuviera tanta prisa por escapar de algo que quizás anhelara en el futuro.

Tenía suerte de tener unas raíces tan firmes, una ascendencia que probablemente era más que centenaria, mientras que ella...

No podía seguir con aquello. Se sentía angustiada, descentrada, en carne viva; para descubrir lo que deseaba saber sobre la tierra donde había nacido su madre tenía que estar sola, sin ninguna distracción... como una inesperada aventura amorosa.

Intentó consolarse diciéndose que a un hombre tan dinámico y sofisticado como Edward no le afectaría demasiado que ella pusiera fin a su corta asociación; el atractivo fotógrafo no tardaría en encontrar a otra turista dispuesta a disfrutar de unos cuantos cálidos días mediterráneos con él, si eso era lo que buscaba... y estaba claro que era así.

Sintió una oleada de celos y pesar al imaginárselo con otra persona, al pensar en aquellas hábiles manos tocando el cuerpo de otra mujer. Tras apartar aquellos pensamientos turbadores, se levantó, se puso la chaqueta sobre el brazo, tomó su bolso y se dispuso a salir de allí; el joven camarero se acercó de inmediato a ella, y sin ocultar su desconcierto, le preguntó:

—¿Se va sin cenar?

—Me duele la cabeza. Por favor, si mi... amigo viene y pregunta por mí, ¿podrías decirle que me he ido a descansar al hotel? Se llama Edward.

—Sí, se lo diré. ¿Volverá mañana?

—Quizás.

—Andeeo... adiós.

—Adiós.

Ansiosa por irse antes de que Edward llegara, para no tener que darle explicaciones en público, Isabella salió de la taberna y se apresuró a ir al hotel.

La sobresaltaron unos fuertes golpes en la puerta; se había tumbado en la pequeña cama doble sin desvestirse, y debía de haberse quedado adormilada. Hacía un calor casi sofocante, y estaba tan cansada que había decidido recostarse un rato. Se quedó mirando la puerta cerrada durante al menos medio minuto antes de responder.

—¿Quién es? —aún no estaba despejada del todo, y su voz sonó un poco vacilante y ronca.

Antes de que su visitante contestara, supo que era Edward. Debería haber esperado para hablar con él cara a cara, en vez de huir de aquella manera, pero había dejado que sus miedos volvieran a controlarla y a abrumarla. No había pensado en lo que hacía, y se arrepintió de haber actuado tan impulsivamente.

—Soy Edward. Abre la puerta, Bella. Quiero hablar contigo.

Se planteó aducir que le dolía mucho la cabeza, pero no era una cobarde; hablaría con él directamente, como debería haberlo hecho antes. Él se merecía una explicación, sobre todo teniendo en cuenta que había tenido la gentileza de invitarla a cenar y de alquilar un barco para pasar el día.

—Espera un momento.

Se levantó de la cama, y la recorrió un ligero estremecimiento de placer al sentir el frescor del mármol bajo sus pies. La temperatura de la habitación era casi opresiva. No era algo sorprendente, ya que el anticuado aparato de aire acondicionado parecía a punto de caerse a pedazos.

—¿Por qué no me esperaste en la taberna?, ¿es verdad que te dolía la cabeza?

Antes de que se diera cuenta, Edward había pasado junto a ella con paso airado, y estaba dentro de la habitación; mordiéndose el labio inferior en un gesto nervioso, Isabella cerró lentamente la puerta mientras intentaba fortalecer su resolución a pesar de la atracción casi irresistible que sentía hacia él.

Edward no quería volver a experimentar en su vida la aplastante desilusión que había sentido cuando, al llegar a la taberna, le habían dicho que su «amiga» había vuelto a su hotel porque le «dolía la cabeza». Además, el camarero lo había mirado con una expresión recelosa que parecía preguntarle qué le había hecho para que se fuera.

Él había sospechado de inmediato que a Isabella no le dolía la cabeza, había sabido instintivamente que ella había cambiado de opinión y que había decidido no encontrarse con él. La idea lo había enfurecido, había herido su magullado ego. Aunque no quería tener una relación, ninguna mujer lo había rechazado jamás, y no pudo evitar ofenderse un poco. Desde joven, había podido elegir entre auténticas bellezas, y no se merecía que lo rechazara la primera mujer por la que se sentía fascinado en dos años.

—Siento que haga tanto calor, pero me parece que el aire acondicionado no funciona bien —dijo ella.

Isabella se pasó la mano por la frente con una sonrisa un poco nerviosa, y al ver aquel movimiento tan inconscientemente sexy, Edward sintió una explosión de calor casi dolorosa en su interior. El simple gesto atrajo su mirada hacia la curva de sus firmes senos bajo el sencillo vestido color melocotón, y experimentó una excitación salvaje e inmediata que no se parecía a nada que hubiera sentido en toda su vida.

—Siento no haberte esperado en el restaurante, ha sido una descortesía por mi parte. No suelo comportarme así, pero siento que me estoy metiendo en algo que no me conviene, y no he sabido reaccionar —frunció el ceño, y continuó diciendo—: vine aquí a intentar ordenar mi vida, no a complicarla aún más; hay otras... razones, aparte de tomarme unas vacaciones, por las que he venido. Si sigo viéndote, no prestaré la atención necesaria a esas razones, y es algo que necesito hacer. Para serte sincera, creo que debería estar sola un tiempo; me ha encantado conocerte, pero creo que...

Isabella se detuvo a media frase al ver la mirada aguda y directa en los ojos de él, y respiró hondo mientras intentaba desesperadamente sofocar el torrente ardiente que saturó sus sentidos y fluyó por sus venas como una decadente corriente de cálida miel. La elegante camisa blanca y los pantalones oscuros que él llevaba enfatizaban su fantástico cuerpo, sus facciones eran fuertes y cinceladas, y su cabello cobrizo estaba desafiantemente alborotado; aquella noche, Edward exudaba una imagen de elegancia y respetabilidad, que contrastaba con la informalidad que había aparentado cuando se conocieron.

En aquella ocasión, vestido con vaqueros y camiseta, ya había tenido un gran impacto en su aletargada libido, y ella se había sentido más consciente que nunca de sus largamente olvidadas necesidades; sin embargo, al verlo con aquella ropa tan distinta, Isabella supo que estaba perdida.

Preguntándose si realmente sabía lo que estaba rechazando, encogió los músculos del estómago hasta que le resultó casi doloroso; lo vio asentir para sí mismo, como si estuviera pensando en lo que ella le había dicho, y de pronto la miró con una sonrisa. Dios, aquel hombre no estaba jugando limpio...

—En primer lugar, creo que tienes razón en lo del aire acondicionado —dijo él arrastrando las palabras, en un tono de voz desconcertantemente bajo—; hablaré con el gerente cuando bajemos, y haré que lo arreglen. En segundo lugar, a veces no es buena idea estar solos cuando algo nos preocupa, y ayuda poder hablar con alguien; creo que esta noche deberías venir a mi casa, estarás mucho más cómoda que en esta habitación asfixiante, y podremos hablar mejor allí que aquí. ¿Qué me dices?

Isabella tuvo la sensación de que la pregunta final era una coletilla sin significado que no requería respuesta, porque sus palabras dejaban implícito que no había duda de que ella iría a su casa. Aquella arrogancia no le gustó nada, ya que le recordó a la actitud dictatorial de su padre; él había creído que era el único que sabía lo que era mejor para ella, y por eso había mantenido en secreto lo de la adopción. Pero ella había decidido que en adelante tomaría sus propias decisiones, sin la interferencia de nadie; no iba a permitir que Edward la controlara, sin importar lo atraída que se sintiera por él.

—No creo que sea una buena idea, Edward. Creo que yo soy quien sabe lo que me conviene en mis circunstancias, así que lo siento si mi decisión no te gusta. Y no te preocupes por lo del aire acondicionado, soy perfectamente capaz de hablar con el gerente para que lo arreglen.

Edward deseó que ella le confiara sus preocupaciones; aunque él no pudiera solucionar sus problemas, se preocupaba por ella. Sin embargo, en aquel momento lo más importante para él era el hecho de que lo estaba rechazando. No había esperado que lo hiciera por segunda vez, pero cuando la miró directamente a los ojos, vio que estaba completamente decidida. Su firme negativa a ir a su casa para acabar lo que habían empezado en el barco de Alistair lo había tomado por sorpresa, y lo enfurecía a la vez que inflamaba su creciente deseo.

Ella había estado dispuesta a entregarle su cuerpo en el barco, estaba seguro de ello. En ese momento, no pudo evitar preguntarse si lo estaría rechazando con tanta firmeza si supiera quién era él, o si conociera la importancia que el apellido de su familia tenía en las islas.

En un instante, Edward pasó de querer permanecer en el anonimato y seguir fingiendo que era un simple fotógrafo, a desear desplegar todo el impresionante poder y la autoridad que tenía en sus manos por ser quien era, si eso le permitía poder acostarse con Isabella. Sus propios pensamientos alocados lo dejaron atónito, pero aquella mujer, aquella reservada muchacha inglesa, había avivado su deseo hasta unos extremos insoportables, y no podía soportar la idea de que ella no sintiera lo mismo.

Pero no pensaba ceder a sus instintos más bajos; quería gustarle a Isabella por sí mismo, no por su fortuna. Además, no quería descubrir si ella se sentiría tentada por el dinero, ya que sabía que, de ser así, su decepción sería devastadora. De modo que se encogió de hombros y dijo:

—Veo que te cuesta aceptar la ayuda de los demás. Crees que salir conmigo te complicará la vida, pero yo pienso que hará que te sientas mejor, aunque sea por un tiempo. Quizás mañana, cuando hayas dormido un poco, cambies de opinión; al menos, eso es lo que espero. Te dejo la dirección de la casa que tengo en la isla, por si necesitas ponerte en contacto conmigo.

Edward se sacó una caja de cerillas del bolsillo, y escribió algo en ella antes de dársela a Isabella.

—Si lo que sientes es dolor, quiero que sepas que yo estoy muy familiarizado con él, Isabella —dijo, frunciendo ligeramente el ceño—; sean cuales sean tus secretos, te prometo que puedes confiármelos. No hace falta que me acompañes a la puerta, hasta la vista.

Sorprendida y emocionada por sus palabras, Isabella fue incapaz de moverse mientras él se marchaba.

Una anciana pasó junto a la cafetería donde Isabella estaba desayunando; llevaba un vestido rosa descolorido y un pañuelo negro en el pelo, y su piel curtida parecía tan brillante y tostada como una avellana. Llevaba una cesta colgada del brazo, y al pasar junto al puesto de fruta y verdura que había enfrente de la cafetería, pasó los dedos por un manojo de perejil y después se los pasó por debajo de la nariz para inhalar el penetrante aroma. Aquella acción simple y casi sensualmente elegante fue como una danza perfectamente coreografiada; la mujer no se detuvo en ningún momento, y con una sonrisa de Mona Lisa, avanzó por la calle empedrada con sus zapatos desgastados.

Mirándola cautivada, Isabella sintió una oleada de nostalgia tan fuerte, que casi deseó haber podido hablar con la mujer; se preguntó si se habría parecido su abuela a ella, si habría caminado así por la calle, tranquilamente y con una sonrisa en el rostro, contenta con su vida y sin pedir otra cosa más que sus hijos estuvieran sanos y que hubiera dinero suficiente para llenar la despensa. Instintivamente, la lógica le decía que su madre habría pertenecido a una familia humilde; de no ser así, ¿por qué se habría ido a Londres para trabajar de camarera o algo similar, como había supuesto la policía?, ¿por qué habría abandonado a su propia hija?

«Si lo que sientes es dolor, quiero que sepas que yo estoy muy familiarizado con él».

Las palabras de Edward resonaron en su mente, y de repente el deseo de saber más sobre su madre y sus orígenes se convirtió en algo completamente diferente; aquel profundo dolor procedía del fondo de su alma, y se debía a un hombre con los ojos verdes más hermosos que jamás hubiera visto... un hombre capaz de tomar fotografías tan impactantes, que podían conmover hasta las lágrimas a quien las viera.

En el puerto, Edward dejó la cámara sobre una roca a su lado y contempló a una joven pareja que, riendo, se zambulló en el agua para nadar. Normalmente, siempre podía encontrar consuelo en la fotografía y disfrutar de ella, pero ese día ni siquiera su gran pasión podía ayudarlo. No había podido quitarse a Isabella de la cabeza. Además de desearla hasta la locura y de echar de menos su compañía, no acababa de asimilar que ella lo hubiera rechazado. Sólo podía pensar en cómo reconquistarla... ¿por qué los seres humanos siempre querían lo que no podían tener?

Exasperado como nunca, se pasó los dedos por su pelo revuelto; cualquiera que observara su privilegiada vida desde fuera, pensaría que tenía todo lo que un hombre podría desear, pero nadie podía saber que sufría por el anhelo de dormir abrazado a alguien, de tener a alguien que se preocupara por él. Odiaba dormir solo, y echaba de menos tener una amante; no una simple aventura de una noche, sino alguien que pudiera mantener su interés... alguien como Isabella. A pesar de su fortuna y de su influencia, el dinero no podía comprarle lo que más deseaba.

En un despreciable momento de debilidad, al hablar con su madre aquella mañana, había accedido a volver a Atenas la noche del sábado y complacer a su padre asistiendo a la cena que había organizado, en la que también estarían Eleazar Denali y su hija Tanya. Su madre le había confesado que su padre se había quedado bastante abatido tras su conversación con él, y que temía que estuviera enfermando.

Edward lo dudaba, y sabía que el viejo tramposo sólo estaba enrabietado como un niño por no haber podido salirse con la suya; sin embargo, había capitulado ante la insistencia de su madre. Adoraba a Esme, y no era culpa suya que a su marido le gustara manipular a su familia como si fueran peones en un tablero de ajedrez. Se sintió aún más irritable por tener que ir a una cena de la que no quería saber nada, y por tener que hablar educadamente con el «viejo amigo» de su padre y su hija; era consciente de que todos estarían observándolo con Tanya, y lanzándole sonrisas de ánimo cada vez que se viera obligado a hablar con ella por cortesía. De pésimo humor, tomó su cámara y bajó por la colina.

Capítulo 4: Capítulo 4 Capítulo 6: Capítulo 6

 
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