When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 5: Blood

El violoncello me pesaba más que nunca y Edward se demoraba más que nunca. Hice una cosa de mala educación —o que la gente adinerada consideraba de mala educación— y me senté en las escalinatas del edificio de justicia a esperarle.

Me había dicho que tenía que hablar con su padre de algo muy importante y después quedaríamos a tomar café.

Menos mal que tenía la vista del lago y sus barcos pasando por él para recrearme. La visión de las mujeres luciendo sus vestidos y sus maridos de la mano era algo tan habitual que me resultaba monótono.

Por suerte, un fuerte portazo y la voz de una mujer llamando a alguien desesperadamente, me dieron a entender que se trataba de Edward.

Bajaba las escaleras rápidamente y con energía. Su rostro denotaba que no había salido muy bien la charla y habían llegado a palabras mayores.

Al llegar a mi altura, me cogió del brazo y tiró de mí para levantarme obligándome a seguir su rápido paso. Nunca me hubiera imaginado que sus modales empeorasen tanto cuando estaba enfadado.

— ¡Edward!—le llamé en medio de jadeos mientras bajaba las escaleras a trompicones— ¡me haces daño!—me quejé.

Éste no me miró pero amortiguó el paso y su presión en mi brazo.

— ¡Señor Masen!—le llamó la secretaria de su padre— ¡su padre no ha terminado con usted aún!

Se volvió furioso hacia ella y le contestó de muy malos modos.

— ¡Pues yo sí he terminado de hablar con él!—le gritó—. Señora Brown—se suavizó para despedirse de ella y me volvió a agarrar de la mano para irnos de allí.

— ¿Necesitabas ser tan grosero con ella para tratarla así?—inquirí regañándole por sus modales. Su genio le perdía a veces.

—Siento portarme así—se disculpó aminorando su ritmo y adecuándose al mío—, pero he tenido un mal día.

—Has hablado ya con tu padre, ¿verdad?—recordé que le tenía que decir que el año que viene no iría a la universidad a estudiar derecho.

Supuse que el señor Masen no se lo tomaría muy bien. A todos los padres les gustaba que sus hijos siguiesen sus pasos sin importar realmente lo que aquellos pensasen. Por muy comprensivo que fuera el señor Masen, él también pecaba por su celo en que su hijo heredase su profesión. Me imaginaba la pelea, ya que Edward también podía ser muy testarudo cuando se lo proponía.

—No ha ido bien—no era una pregunta.

—Peor que mal—bufó—. Es que no entiende que…—suspiro ruidosamente—. No es un tema para hablarlo en la calle—me apremió—. Conozco una cafetería que te va a gustar.

Me cogió de la mano y me llevó por callejuelas de difícil trazado por las cuales nunca había estado. Me pregunté qué era lo que se proponía cuando entramos en un pequeño local, bastante destartalado y muy íntimo. Esperaba que supiese lo que hacía

—Estamos en los suburbios de Chicago, Edward—le advertí con un deje de preocupación en mi voz.

—No estamos en los suburbios exactamente, para ello tendríamos que atravesar dos calles más. Aquí estás a salvo, todo lo que tú puedes estar—puso los ojos en blanco cuando le miré con escepticismo—. No voy a dejar que te ocurra nada malo—me prometió lo más serio que pudo.

— ¿Me lo prometes?—le pregunté en un susurro.

Asintió

—Pues claro—insistió—. Ya sea para no oír los gritos de mi madre despotricando de mí acusándome de ser muy poco caballero. Además, ¿qué diría tu madre si te pasase algo? Seguro que me culparía de no poder beneficiarse de tu boda—se burló de mí riéndose.

— ¡Eres un idiota!—le pegué en el hombro y fingí enfadarme con él, sabiendo que en el fondo tenía razón con lo de mi madre.

Me senté aún con el ceño fruncido mientras se acercaba a la barra y pedía los cafés. Pronto me distraje debido a la extraña música que procedía de una tarima donde un grupo de afroamericanos tocaban. No podía definir exactamente que estilo musical era pero me pareció con bastante ritmo a pesar de la melancolía de las letras. La voz del cantante me pareció muy grave. Me agradaba la música. Me percaté porque a Edward le gustaba este lugar.

— ¿Nunca has oído nada de Jazz?—me preguntó incrédulo.

Negué con la cabeza.

—Muy mal—me regañó con sorda en la voz—. Tú que eres música y no saber lo que es el Jazz…

—Estoy más familiarizada con la música clásica—le replique picajosa—. Además teniendo en cuenta que una, debido a su género, no puede salir demasiado de casa…—me interrumpió poniéndome la mano en la boca. Sentí una oleada de calor al sentir sus suaves dedos en mis labios.

—No te pongas feminista—me rogó—. Te explicaré un poco lo del Jazz, ¿vale?—dejó de presionarme los labios muy a mi pesar—. El año pasado mi padre nos llevó a mi madre y a mí a Nueva Orleáns para un juicio. Al lado de su sala de justicia había un pequeño bar donde mi madre y yo solíamos tomar el café y allí tocaba un viejo pianista. Éste, después de unos cuantos cafés, nos explicó que el Jazz es una derivación del blues, que a su vez provenía de los antiguos cánticos de los esclavos sureños sobre una vida mejor. Con la guerra de secesión y la migración de esclavos, se extendió a todo el país y cada zona empezó a realizar su especialidad. A los pocos días de irnos de Nueva Orleáns, me enteré que cerraron el bar. Una pena. A pesar de que el café sabía a rayos, la música era buena. Cuando vine a Chicago, me volví loco buscando sitios donde tocasen este tipo de música.

— ¿Cómo lo descubriste?

Esbozó una sonrisa traviesa.

—No creo que tus castos oídos lo resistan.

—Pruébame—le reté.

—Vale—siguió con la sonrisa en la boca—. En esas noches en las que dejamos a nuestras damas en sus casas sanas y salvas, Emmett y yo nos vamos de bares. En una noche en la que Emmett y yo hicimos una apuesta para ver quien aguantaba más bebiendo, nos metimos en un barucho de mala muerte y lo único que recuerdo era que yo había perdido la apuesta y que me encontraba en este bar y un músico de Jazz me despertó para irme a casa.

— ¡Qué vergüenza!—le regañé—. ¡Mira que despertarte de una borrachera en un lugar que no conoces!

—Pues entonces no te digo nada del lugar donde Emmett se despertó—estalló a carcajadas al rememorarlo en su mente.

—Mejor—corroboré.

Se limitó a servirme el café, mientras escuchaba abstraído al músico que tocaba el contralto.

— ¿Qué ha pasado con tu padre?—pregunté volviendo al tema primigenio, el cual nos había traído hasta aquí.

Dejó la cafetera en la mesa y me miró con enfado, aunque supe que no iba conmigo el asunto. Sus ojos se oscurecieron, su rostro se tensó y se mordió los labios.

—Ha sido desagradable—le dije sin preguntarle. Mirándole a la cara, sabía la respuesta.

—Bastante—masculló.

Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y sacó un paquete de tabaco, pidió a la persona que teníamos al lado fuego y empezó a fumar.

— ¿Desde cuándo fumas?—le pregunté sorprendida.

—Desde hace seis meses—respondió con voz sorda—. Pero sólo lo hago para quitarme las preocupaciones de encima.

Puse los ojos en blanco, reprobando su actitud.

—Si te molesta, lo apago—me prometió.

—No creo que eso sea muy bueno—le reprobé.

—Tienes razón—sonrió—. Sabe fatal. Pero tranquiliza muchísimo. Además, todavía no se han demostrado efectos nocivos en el tabaco.

—Si tú lo dices—le miré no muy convencida—. No soy tu madre. Así que no te voy a echar el sermón sobre lo que es bueno o malo.

—Me alegro oírtelo.

—Debes estar muy enfadado con tu padre para probar algo que está tan malo.

—Sí—masculló y dejó el cigarro en el cenicero para poder hablar conmigo—. Ha ido peor de lo que me imaginaba. La verdad que yo iba bastante caldeado de la sala de justicia. Hoy ha habido un juicio y no me ha gustado la sentencia. Se trataba de la violación y el asesinato de una mujer a manos de su marido—me explicó airado—. Estaba clarísimo que el muy…—suspiró furioso—era culpable, es cierto que no había pruebas concluyentes contra él, pero esas cosas se ven cuando miras a una persona a los ojos. Y ese tipo era el ser más vil de toda la sala. Pero como no se le podía condenar, ha salido a la calle. Conozco a esa clase de tipos y sé que vuelven a repetir sus acciones y la sociedad mira para otro lado hasta que le toque a algunas de sus esposas o hijas…

— ¿Cómo estás tan seguro de conocer la naturaleza humana tan bien?—se lo pregunté admirativa.

—Puede que sea muy observador e intuitivo—me comentó.

—Un sexto sentido—corroboré.

—Se le puede llamar así—se encogió de hombros.

—Pues conmigo no te funcionó—le recordé picajosa.

Me miró curioso y entrecerró los ojos un momento al hacerlo.

—Cierto—admitió—. Tú nunca haces nada de lo que yo me espero. Creo que por eso debes ser tan especial.

— ¿Soy especial?—le pregunté con cierto matiz petulante en mi voz.

—Por lo menos, única en tu género—se volvió a reír.

Le lancé una mirada de pocos amigos. Me sonrió tiernamente y continuó con su explicación.

—Cuando salimos de la sala, tenía miles de sentimientos encontrados, pero sólo tenía clara una cosa. No quería seguir más con la farsa y decidí decirle a mi padre que al año siguiente no iba a estudiar derecho en la universidad—se interrumpió para ordenar sus pensamientos—. Sabía que lo que le tuviese que decir no le gustaría nada, pero me equivoqué. Se lo tomó peor de lo que yo me imaginaba. Empezó a decirme que dejase de comportarme como un crío y que ya tenía que empezar a tomar decisiones serias como estudiar algo en condiciones, trabajar para casarme y mantener una familia, etc., etc., etc.…—jugueteó con el cigarro en el cenicero—. La verdad que no sé lo que iba a hacer en la vida, lo único que tengo claro es lo que no quiero hacer. Y no quiero dirigirme a un tribunal, mirar a un juez y un jurado a la cara, diciéndoles que mi defendido es inocente cuando yo le he mirado a los ojos y sé que no lo es. No voy a ensuciar mi integridad por dinero. Pero mi padre no ve las cosas y me ha dicho que empiece a pensar en donde sale nuestro dinero para las juergas antes de despotricar contra él. Le he dejado con la palabra en la boca—se rió amargamente—. Por lo que tendré una buena bronca cuando llegue a casa.

— ¿No has hablado con tu madre de esto?—inquirí tímidamente.

Negó con la cabeza.

—Hay ciertas cosas que Elizabeth, por muy liberal que sea, quiere para mí y no cederá. Una de ellas es tener un par de nietos para jugar con ellos y otra es verme con la toga puesta—puso los ojos en blanco—. Se llevará un disgusto y encima mi padre lo exagerará todo.

Le vi tan vulnerable que no pude reprimir alzar la mano para acariciar su rostro, pero, en el último momento, la dejé en el aire para después dejarla caer a los pocos segundos.

—Yo creo que el error que has cometido es decir las cosas en caliente—opiné tímidamente esperando una mala contestación por su parte, pero él sólo me mostró la mayor atención a mis palabras—. Ahora mismo estás confundido y no sabes qué hacer con tu vida. A lo mejor tenías que haber pensado que hacer antes de soltarle las cosas así a tu padre. Tú tampoco eres muy diplomático cuando te enfadas. Todavía te queda más de un año para ir a la universidad. Tienes tiempo.

—Eres directa como una bala—me soltó cortante. Pero no parecía disgustado.

—Siempre he sido sincera con mis amigos—le repuse sincera.

—Sí, siempre eres sincera con tus amigos—musitó ausente mientras sus manos buscaban las mías y cuando lo hizo las entrelazó con las suyas—. Supongo que siempre obtendré de ti respuestas directas y sinceras.

Mientras mi corazón golpeaba mis costillas violentamente y mis pulmones me ordenaban tomar aire, mi mente me estaba revelando lo que Edward había querido decir realmente.

—Mi amistad nunca te faltará—le prometí.

—Amigos—musitó con una sonrisa en su boca pero en sus ojos brillaba un punto de frustración. Me pregunté que le ocurría.

— ¿Tú sabes lo que realmente quieres en la vida?—me preguntó de repente.

Me mordí el labio nerviosa al tener que confesarle que mi más imposible anhelo no era el de la mayoría de las chicas de mi edad que pensaban en casarse, tener muchos hijos y ser modelos del escaparate que la sociedad nos imponía.

—No creo que importe mucho lo que quiera—mascullé enfadada por lo injusto de la situación—. Siempre harán de mí lo que los comportamientos correctos nos indican.

—No me lo creo—me repuso divertido—. Precisamente tú y yo no somos la clase de gente que nos tengan que decir lo que debemos de hacer. Venga, dímelo—insistió.

—Te vas a reír—mi cara debía ser una grana.

No dijo nada pero puso la cara más seria que pudo dada la situación. Cerré los ojos y musité lo más rápido que pude y en el tono más bajo con la esperanza que no me oyese.

—Quiero entrar en la orquesta de Chicago y ser una buena violinista o violonchelista.

Mis ojos seguían cerrados y esperaba de un momento a otro una enorme carcajada o un comentario típico y despreciativo. Pero sólo estaba el silencio acompañado con música de Jazz.

Cuando los abrí, él no miraba mi rostro si no mis manos.

—Tienes que ser muy buena—se limitó a decirme—. ¿Crees que lo eres?

—No lo sé—le respondí con dolorosa sinceridad.

Me volvió a mirar y, esta vez, sus ojos brillaban con un toque de exaltación traviesa. Le conocía demasiado bien para percatarme de sus intenciones cuando tenía esa mirada. Y le temía.

—Vamos a salir de dudas—se animó de repente.

Se levantó de la silla y se dirigió a la tarima donde estaban los músicos. Le cuchicheó algo al oído y éstos le sonrieron dejando a Edward solo en la tarima.

— ¡Señoras y señores!—exclamó llamando la atención de la gente del bar—. ¡Como a todos nos gusta la buena música, mi amiga, la señorita Swan—me señaló mientras yo, averiguando sus intenciones, intenté levantarme e irme tan rápido como alcanzase mis piernas a hacerlo—ha decidido deleitarnos con una pieza musical tocada al violoncello!

"Tierra trágame".

Con agilidad, saltó de la tarima y se dirigió a mí para obligarme a subir.

— ¡Edward! ¡Te voy a matar!—le amenacé—. ¡Oh, Dios qué vergüenza!

—No serás una buena música si te avergüenzas. Así perderás el miedo escénico—repuso muy divertido.

Cuando me llevó hasta la tarima, alguien me trajo una silla para sentarme.

—Cuando vayas a nadar al lago, te juro que te robaré la ropa y te la quemaré… y le diré a Emmett que te haga ahogadillas.

Se limitó a reírse y a darme el violoncello.

— ¡Animo, bonita!—me animó un ancianito muy alegre con dos copas de más.

Sonreí desdeñosamente.

Intenté meter el arco entre las cuerdas en dos intentos, pero, el saberme rodeada de personas, me paralizó y, por dos veces, hice ademán de levantarme. Edward me lo impidió las dos veces.

— ¡No puedo!—le protesté con voz aterrada—. ¡Hay mucha gente mirándome!

Se acercó, puso sus labios a mi oído y pude sentir su aliento en la piel de mi cuello. Eso no me ayudaba mucho.

—Cierra los ojos y comprenderás que estás sola. No hay nadie excepto la música y tú. Solos ella y tú.

Me acarició el pómulo con los dedos y se fue de mi lado.

Suspiré fuertemente y cerré los ojos intentando concentrarme en alguna pieza perdida en mi mente. Di con ella y la música empezó a sonar en mi cabeza.

Pronto dejó de existir la tarima donde estaba, el ambiente de intimidad del bar se desvaneció y la gente que me amenazaba con mirarme también. Ni siquiera Edward estaba conmigo. Sólo Bach y yo.

Descubrí con asombro que ya había metido el arco entre las cuerdas y estaba haciendo que éstos cooperasen de forma armoniosa, creando el pentagrama que tenía dibujado en mi mente, y la melodía que en ésta sonaba, se escapaba a la realidad.

Lo había conseguido. Y lo mejor de todo, era lo cómoda que me sentía. Ni siquiera me di cuenta que ya había terminado. Fue la caricia de Edward la que me devolvió a la realidad.

—No ha sido tan horrible, ¿verdad?—musitó sin quitar la mano en mi mejilla, por lo que notaría el calor de ésta en su piel.

Incapaz de hablar, negué con la cabeza.

—Ahora ya sabes que no hay ninguna puerta cerrada para ti—supe a lo que se refería y le sonreí.

Fui incapaz de oír los aplausos debido a que mi corazón se oía más fuerte en respuesta a las caricias de éste. Como hice con el violoncello, cerré los ojos y me concentré sólo en mis sensaciones. Pero esta vez, Edward entraba dentro de ellas.

—Bella—me llamó haciéndome volver a la realidad de forma suave—, es tarde, tenemos que irnos.

Suspiré para indicarle que estaba despierta y que le estaba escuchando. Muy a mi pesar, me tuve que levantar y salimos de ese bar.

—No vuelvas a hacerme eso—le advertí fingiendo enfadarme.

— ¿Que no haga el qué?—preguntó haciéndose el inocente mientras me cogía del brazo

—Esto—musite sin especificar que era realmente lo que no quería que hiciese más.

—"Esto" se puede a referir a muchas cosas—replicó burlón.

—Edward—le rogué—. Sé serio.

—Siento haberte hecho pasar cinco segundos de ridículo—se disculpó con una voz tan sincera que no le creí en absoluto—. Pero era necesario que te enfrentases con esto ahora, y no cuando te subas a un escenario a tocar de verdad.

Le lancé una mirada que le hubiese dejado fulminado en el suelo.

— ¿Qué te ocurre ahora?—preguntó cuando se percató de mi mala cara

—No bromees con eso—le corté enfadada—. Sabes perfectamente que eso será imposible para mí. Estoy condenada a casarme con algún niño rico, sin ningún problema real, tener cuatro o cinco hijos malcriados y cuidar de ellos mientras espero a que mi marido llegue del trabajo y después sentarnos en un sillón sin nada que decirnos. Las fiestas sociales serían nuestra única distracción y si no acabo dándole a la botella para olvidar la tristeza de la mujer casada, me convertiré en una mujer fea, gorda y amargada.

—Creo que nunca te convertirás en una mujer fea. Tú no lo eres y dicen por ahí: "quien tuvo, retuvo". Tendrías que hincharte a pasteles para convertirte en una foca y por lo que veo—me echó un vistazo—, necesitas engordar unos kilos para estar estupenda—intenté pegarle un pisotón pero él, adivinando mis intenciones, se apartó riéndose. ¡Odiaba que utilizase ese arma conmigo! Empezaba a pensar que lo hacía a propósito para librarse de mis ataques—. En cuanto a convertirte en una amargada, lo dudo mucho. No puedes convertirte en lo que ya eres.

— ¡Grosero!—le insulté.

Volvió a reírse más fuerte. Después, se puso más serio y me apretó del brazo con más fuerza pero sin hacerme daño. Parecía como si quisiese tener la certeza que yo aún estaba ahí y no quería que me fuese.

—No creo que tengas que renunciar a tu sueño por casarte. Las dos cosas pueden ser compatibles. Lo único que tienes que hacer es encontrar a un marido que os quiera a ti y a tu violoncello en su vida—me comentó.

Por un momento no supe que decir y tuve que pensar que Edward no hablaba en serio.

— ¿Dónde está ese fenómeno de hombre ideal? ¿En los cuentos de hadas?—pregunté irónica para luego añadir con tristeza—. Sabes que eso es totalmente imposible.

—Aunque no te lo creas, ese tipo de hombres existen—parecía levemente molesto—. Y está más cerca de lo que piensas.

— ¿No me digas que tienes pensado alguien para mí?

Se quedó en silencio unos minutos mirando las paredes absorto. Me dio la impresión que sí había buscado alguien para mí.

—Edward—tragué saliva—. Has estado pensando alguien para mí.

Odiaba que hiciesen eso. Primero mi madre, indirectamente Jacob y Billy, ya que me preguntaban si había encontrado a alguien interesante cada vez que iba a una cena o baile. Y luego estaba Elizabeth, que sin presionarme demasiado, me decía que no era bueno que una mujer bonita e inteligente como yo me quedase sola. No era tan insistente como Reneé, por supuesto, pero me comentaba muchas veces que tuviese cuidado con el hombre que eligiese y que lo hiciese con cabeza. Últimamente me lo preguntaba más que de costumbre. La última persona que me imaginaba que estuviese buscándome algún pretendiente era el propio Edward. ¿Cuándo dejarían de meterse en mi vida?

Como los labios de Edward parecían sellados, intenté sonsacarle algún nombre.

— ¿Por casualidad no habrás estado pensando en Emmett como marido comprensivo para mí?—esperaba que me dijese que no.

— ¡Emmett!—exclamó atónito—. ¿En serio has pensado que yo te propondría a Emmett como marido?—parecía sorprendido y levemente disgustado.

—Seguro que él sí consentiría en compartirme con el violoncello y el violín.

—No te digo que no. Pero tú tendrías que compartirlo a él con sus osos y sus mujeres.

Le miré escéptica.

—Es el mejor amigo que tengo. Por eso sé de sobra que no es el marido adecuado para mi mejor amiga.

— ¿Entonces quien?—susurré.

De repente se paró y se puso en frente de mí para mirarme a los ojos y agarrarme de los hombros con sus fuertes manos.

—Isabella—me llamó por mi nombre completo. Me asusté. Cuando lo hacía, era porque quería hablar en serio conmigo—. Llevo unos meses confundido y he llegado a la conclusión que…

Se calló cuando notó mi estremecimiento al oír el sonido de cristales rotos moviéndose y comprender que no estábamos solos. Entendió lo que mi cuerpo quería decir y asintió.

—Vámonos—me apremió.

Anduvimos más deprisa de lo normal, pero esta vez fui capaz de seguirle el ritmo sin la amenaza de caerme o provocar un accidente. Mi instinto de supervivencia me impedía realizar cualquier acción que nos impidiese huir de allí.

Mis temores se acrecentaron cuando oí unos pasos firmes detrás de nosotros y Edward no hacía otra cosa que lanzar improperios.

—No debí hacerte venir a esta zona—su voz emanaba auto-culpabilidad. Estaba lo suficientemente asustada como para consolarme.

Se paró súbitamente y, por acto reflejo, me puso detrás de él.

— ¿Qué vas a hacer?—pude notar que se tensaba y que iba a realizar un movimiento de ataque.

—Lo mejor es encararme con él—le agarré asustada—. Posiblemente, no sea nada y sólo que estemos un poco aprensivos—intentó convencerme pero no lo consiguió.

Una sombra surgió de entre los cubos de basura y, pronto, se descubrió la silueta de un hombre muy alto y musculoso. A medida que se acercaba, Edward y yo nos fuimos alejando y éste me pegó a su espalda con aprensión. Cuando estuvo a centímetros de nosotros, pude fijarme en sus rasgos irregulares y poco atractivos. El aliento a vino barato que salía de su boca con dientes podridos hizo que me hubiese caído al suelo si no estuviese sujeta a la chaqueta de Edward.

— ¿Qué pasa chaval?—le preguntó con tono despreocupado y burlón—. ¿Dando un paseo con la novieta?—chasqueó la lengua—. Éste no es un lugar muy bonito para ricachones como vosotros. Yo la hubiese llevado al parque para dar un paseo romántico a las orillas del lago y luego meterme en un rinconcito privado para ñaca-ñaca…—hizo un gesto obsceno con los dedos.

—Señor—la voz de Edward sonaba serena pero le conocía lo bastante para saber, que tras su apariencia tranquila bullía un volcán en erupción—, nos hemos equivocado de dirección y lo sentimos. Volveremos a nuestra zona de ricos y asunto resuelto—hizo ademán de moverse—. Buenas tardes—se despidió de él, intentando escaparse conmigo.

El hombre se rió e impidió a Edward dar un paso más. Faltaba poco para que saltasen las chispas.

—Creo que tú tienes algo que me interesa—miró el bolsillo de Edward con fruición.

—Edward—intervine susurrando en el oído—, creo que quiere que le des la cartera.

Se limitó a sonreírnos con malicia mientras Edward le observaba torvamente.

—Edward, por favor—le supliqué temblando como un flan.

Se dio sutilmente la vuelta para mirarme y, rápidamente, se volvió hacia nuestro inesperado problema. Le oí suspirar resignado y llevarse las manos al bolsillo, sacó la cartera y se la lanzó.

—Hay quince dólares—le informó—. Con eso tendrá para un mes de borracheras. Hemos cumplido. Ahora déjenos marchar.

Pero el tipo no se movió y empezó a mover la cabeza dibujando una sonrisa cruel.

—Creo, muchacho que te has pasado de listo—puntillo con falsa voz melosa—. ¿Y si yo no quisiese sólo tu dinero?

—No comprendo a lo que se refiere—fingió no entender lo que significaban aquellas palabras amenazadoras. Nada más lejos de la realidad, ya que vi como sus puños se tensaban a medida que se acercaba a nosotros.

— ¿Qué pasa si lo que realmente me interesa es que me la casquen, en lugar de darle a la botella? ¿Me has tomado por un borracho cualquiera?—bramó ofendido con voz pastosa—. Te has pasado de listo, muchacho.

—Con ese dinero tiene para las dos cosas—Edward empezaba a perder los nervios y se le quebraba la voz—. Si se le ocurre hacernos algo, pagará muy cara las consecuencias—le amenazó sabiendo que no surgiría efecto.

Entonces el individuo me miró con segundas intenciones y sonrió lascivamente. Un temblor recorrió mi columna al tener fijo sus ojos excitados y lujuriosos sobre mí.

—Tu novia es muy bonita. Tiene poca chicha pero ya sabes como engañan los corsés. Me gustaría que hiciese una comparación de pollas y haber quien se la folla mejor—empezó a tocarse sus partes ante mi mirada de horror y asco.

—No se atreva a tocarla…—le gruñó Edward furioso.

Ante el rostro lívido de Edward empezó a reírse a carcajadas.

—Vaya, el niño de papá nos salió gallito. Pero muchacho mírala. Sólo es una puta cualquiera que tiene ganas de…

No pudo continuar, porque sin que me percatase, estaba en el suelo acariciándose su dolorida cara y gimoteando. Me di cuenta que Edward se había separado de mí y aún tenía el puño en el aire. Después, tiró de mí y me hizo avanzar unos pasos.

—Vámonos—me apremió.

Pero antes de poder salir del callejón, el hombre intentó atacar a Edward. Afortunadamente, lo advirtió y pudo defenderse pegándole una patada en el estómago, haciendo que éste se retorciese de dolor.

—Niñato, hijo de puta—siseó y sacó de su bolsillo un objeto punzante. Reprimí un grito de angustia cuando éste se lanzó al pecho de Edward con la navaja. Al no esperarse el golpe, sólo le dio tiempo a taparse el pecho y la cara con los brazos. Emitió un grito de congoja cuando la navaja atravesó la piel de la palma de su mano.

Aprovechando la distracción de Edward, le tiró al suelo y Edward tuvo una mala caída al apoyar su brazo en el suelo. Parecía como si se le hubiese roto. Vi acercándose al hombre lentamente y con la navaja en mano.

—Es una pena que me calentaras los cojones, muchacho—ronroneó con disgusto—. Te iba a dejar que disfrutarás del espectáculo de ver como trataba a tu zorra un hombre hecho y derecho.

Desesperada, pensé que tenía que hacer algo para que no cortase el cuello a Edward. Mi primera opción la descarté al segundo. Si gritaba, alguien llegaría demasiado tarde para impedir lo que le ocurriese a Edward.

De repente, pensé en el armatoste que tenía en mi espalda y no me lo pensé dos veces. Con algo de torpeza, cogí levemente el violoncello y lo levanté lo más alto que su peso me dejaba y lo blandí y con las fuerzas que me daba mi rabia y mi temor, golpeando la cabeza con éste.

Conseguí lo que me proponía, ya que se cayó al suelo inconsciente. Oí un "crac". Sólo esperaba que no fuese el violoncello.

La victoria me duró poco, porque perdí el equilibrio, se me cayó el violoncello y yo estuve a punto de seguirlo si no hubiera sido por qué Edward tuvo mejores reflejos y me sujetó. Desgraciadamente, la gravedad me tenía atrapada y ésta hizo que Edward y yo fuésemos al suelo. Para desgracia de Edward, él fue el que tuvo el segundo encontronazo, mientras que yo me caí sobre su cuerpo. Me di cuenta que estaba mejor formado de lo que su ropa indicaba.

— ¡Ay!—se quejó dolorido—. Esta vez creo que me lo he roto—se miró el brazo compungido.

—Lo siento—me disculpé avergonzada.

— ¿Estás bien?—preguntó seriamente.

Asentí, mirándole asustada e intentando reprimir un sollozo.

—Estoy bien—me aseguró suavemente tocando mi mejilla con sus dedos y haciendo que se me subiese la tensión—. Nada que no se pueda curar con una tablilla en el brazo.

No pude evitarlo y me puse a lloriquear como una niña pequeña cuando supe que todo había pasado.

—Ese tipo…—hipé.

—Shhh—me puso un dedo en los labios—. No iba a dejar que te pasase nada.

Un olor a sal y oxido me llegó a la aletas de la nariz y me produjo nauseas. Edward me miró preocupado y no pudo reprimir un gesto de desagrado cuando me miró a la cara. Después miró mi chaqueta y mi blusa. Tenían restos de una sustancia roja que era la que desprendía ese olor maloliente. Lo peor era que no procedía de mí. Edward se miró la palma de la mano y vi que su blancura estaba teñida de escarlata. Necesitaría un par de puntos.

—Edward, necesitas que vayamos al hospital—le sugerí.

Puso cara de pocos amigos, pero cuando se fue a levantar y notó un dolor agudo en su brazo, lo reconsideró. Le ayudé a levantarse y nos fuimos antes que el individuo se levantase.

—Tenía entendido que la música amansaba a las fieras, pero nunca llegué a pensar que la música pesada las durmiese—comentó con burlona solemnidad.

—No tenía otra cosa—reconocí avergonzada.

—El golpe del violoncello se lo tienes que enseñar a Emmett. Seguro que le gustará.

— ¿Donde aprendiste a luchar así?—inquirí admirada ante su demostración.

—Lo que no me enseñaron en la escuela o con los tutores, me lo enseñó Emmett—puso los ojos en blanco—. Más bien lo que no se considera la educación de un caballero, pero la escuela de la vida es muy instructiva. Pero el mejor es mi padre, enseñándome a disparar.

—Estás hecho un rufián—pero gracias a su "educación" extra nos habíamos salvado.

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.

No sabía cuántos pañuelos tuve que poner en la mano de Edward para intentar frenar su hemorragia. Parecía no parar nunca. Fuimos a recepción a pedir cita para el médico y, en ella se encontraba una chica rubia que parecía aburrida de colocar informes.

Al acercarnos más y mirar sus rasgos, me quedé anonadada.

Era la mujer más hermosa que había visto.

Aun sin arreglarse demasiado y con su vestido de enfermera color grisáceo, su belleza me hacía palidecer. Su pelo rubio dorado recogido en un moño parecía largo y suave al tacto. Su piel era increíblemente pálida, mucho más que la mía, y, bajo los párpados, había unas ojeras de color violáceo. Supuse que serían fruto de un trabajo excesivo y déficit de sueño.

A pesar de ello, tenía las facciones más correctas que había visto nunca y pensé que su ambiente era más los cuentos de hadas que un poco acogedor hospital.

Cuando me acerqué a ella, ésta clavó en mí sus ojos dorados y se me erizaron todos los pelos. Me pareció una mirada sobrenatural y me hipnotizó.

—Señorita—me llamó la atención con una voz increíblemente musical pero cargada de impaciencia—, le he preguntado tres veces que cual era el motivo de su visita.

No me gustaron demasiado sus modales.

—Mi amigo se ha cortado y se ha roto un brazo—le expliqué mientras que tomaba notas con desdén y gesto adusto sin molestarse en mirarme. Me preguntó varios datos sobre Edward y los fue anotando—. Nos gustaría que un médico le viese cuanto antes.

—Hay demasiado pacientes para tan pocos médicos. Esperará su turno como todos los demás—me cortó firmemente. Tenía la sensación de que la caía mal y no nos conocíamos.

Lanzó una mirada a Edward y poniéndose rígida, lívida y las aletas de su nariz se dilataron. Se mordió el labio y, sin darme tiempo a pestañear dos veces, desapareció rápidamente. Quizás fuese la sugestión del lugar, pero tuve la sensación de que sus ojos cambiaron de dorados a negros intensos, como el carbón. Edward y yo nos miramos unos segundos. Parecía tan desconcertado como yo ante la actitud de la guapa y extravagante enfermera.

Volvió a aparecer sin que apenas nos percatásemos y, sin acercarse a nosotros, nos indicó la consulta que nos tocaba.

—El doctor Cullen les espera—nos dijo a una distancia de varios metros. Nos trataba como apestados.

Edward no dio importancia a la extraña conducta de la enfermera y me apremió para dirigirme a la sala.

El doctor Cullen estaba lavándose las manos cuando entramos, por lo que sólo pude ver la espalda de un hombre rubio, alto y bien formado, en apariencia.

—Enseguida les atiendo—se disculpó con voz aterciopelada que parecía acariciar las palabras.

La enfermera volvió a entrar y le dio una carpeta donde tenía los datos de Edward.

—Gracias enfermera Hale. Puede volver a su puesto—le ordenó con educación.

Cuando la guapa enfermera volvió a su sitio, el doctor se volvió hacia nosotros y creí que me iba a dar un vuelco al corazón.

Era el hombre más guapo que había visto nunca y en ciertos aspectos me recordó al padre de Edward, pero con los rasgos más perfilados, como si se tratase de una estatua en movimiento y parecía increíblemente joven, aun sabiendo que debería tener treinta o treinta y un años, no aparentaba más de veinticinco. Al igual que la enfermera, su piel era pálida y tenía unas ojeras alrededor de sus ojos.

Intenté despegar los ojos de él, pero me vi imposibilitada. Tenía que ponerme mala más a menudo.

Edward me tuvo que pegar un codazo para que volviese al mundo real y me le quedé mirando unos segundos sin saber que hacer. Parecía molesto por algo.

—Usted es Edward Anthony Masen, ¿no es así?—confirmó hablando con Edward. Éste asintió con la cabeza—. Veamos que le ocurre—le indicó que se sentase y se dirigió hacia Edward con una velocidad y elegancia de movimientos casi sobrenatural.

Éste miró la mano de Edward.

—Necesitará unos puntos—murmuró más para sí mismo—. ¿Me enseña lo que le pasa en el brazo?—con dolor, Edward le extendió el brazo y lo retiró rápidamente cuando los dedos del doctor apenas lo habían rozado.

—Lo siento—musitó éste.

—Está usted helado—se quejó—. Parece mentira que con los impuestos que pagamos, no pongan la calefacción en el hospital.

El doctor sonrió levemente ante el comentario de Edward.

—Cuando le toque votar, mire el programa electoral donde ponga calefacción en el hospital—bromeó con él—. La verdad que es no me quejo de frío. Estoy acostumbrado—le explicó a un atónito Edward. Después, se puso con cara auténticamente profesional y examinó el brazo—. Ha tenido usted suerte, señor Masen. Es una ruptura muy limpia. Se le curará en un mes, si es lo bastante prudente para seguir mis consejos. Le tendré que dar puntos y después le escayolaré el brazo. Será doloroso—le avisó—. Por lo tanto, te dejaré elegir entre la morfina y un chupito de whiskey.

Edward no se lo pensó dos veces.

—El chupito de whiskey. Rebajado con agua y con dos cubitos de hielo—le comentó aparentemente impertérrito.

El doctor le sonrió y, de un armario, sacó una inyección y un pequeño frasco. Edward frunció el ceño.

—No pensaría que iba a ser tan fácil. Con la edad que tiene, podría ser mi hijo y yo no daría de beber a mi hijo un chupito de Whiskey.

—El gobierno ha bajado la mayoría de edad a los dieciocho—le informó Edward con un brillo pícaro en los ojos—. Si estoy cualificado para ir a la guerra, también lo estoy para tomarme un chupito de whiskey.

—Según su informe, señor Masen, usted ha cumplido los diecisiete el veinte de junio, por lo que le faltan casi diez meses para cumplir los dieciocho. Además, según las leyes, no se puede consumir alcohol hasta los veintiuno. Mírelo por el lado bueno, tampoco tendrá que ir a la guerra—le comentó divertido.

Me estaba empezando a gustar este médico, de verdad. A pesar de toda su belleza y aparente frialdad, era completamente humano, sin perder su profesionalidad. Ni siquiera Edward pareció molesto por su comentario.

Antes de ponerle los puntos, empezó a limpiar la herida de Edward con agua y a desinfectarla con alcohol y yodo. Edward se quejaba levemente.

—Si le duele esto, no quiero imaginarme cuando le ponga los puntos y le escayole el brazo—bromeó.

—No me duele. Me escuece—se puso a la defensiva.

Aunque no me extrañaba que le doliese, sólo por el olor de esa mezcla, daban ganas de vomitar.

Cuando el doctor Cullen preparó la inyección de morfina, limpió la zona donde iba a ponérsela a Edward y se dispuso a inyectársela, una sensación de falta de aire se apoderó de mí y empecé a echar de menos la llegada de oxigeno a mi cerebro. De repente, me sentí muy ligera y lo último que recordé fue mi cabeza chocando contra el suelo y el olor a una sustancia metálica y salada invadió mi mente.

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Cuando mi conciencia quiso volver al mundo real, me encontré tumbada en una cama, con la cabeza muy ligera y con un ánimo eufórico. No sabía lo que me ocurría, sólo me encontraba feliz. Muy feliz. Tenía ganas de cantar y lo primero que se me vino a la cabeza fue el himno de Illinois, pero, como no me lo sabía muy bien, me inventé media letra. Cuando acabé con éste, empecé con un repertorio de canciones infantiles.

— ¡El patio de mi casa es particular! ¡Cuando llueve, se moja, como los demás!

A pesar de estar medio dormida, pude oír el sonido de una suave risa. Conocía de sobra a quien era su propietario. Me giré y me encontré de frente con la luz de sus ojos verdes y mi sonrisa torcida predilecta. No necesitaba más droga que su bello rostro para evadirme de la realidad.

—Veo que eres de las que te levantas de buen humor de la cama por las mañanas—me comentó burlón.

— ¡Edward, te has quedado!—exclamé efusiva mientras me incorporaba de la cama y le abrazaba repentinamente.

Éste pareció sorprendido pero se rió levemente.

—No hubiera sido cortes por mi parte dejarte tirada en el suelo mientras el doctor te ponía los puntos a ti también—me señaló la frente—. Te hiciste un buen corte.

Puse una cara de horror al imaginarme que tendría una fea cicatriz. Edward me adivinó lo que estaba pensando y sonrió.

—El doctor Cullen, es un cirujano muy hábil. No nos quedara marca a ninguno de los dos—me aseguró.

— ¿Seguro?—inquirí escéptica.

—Tienes mi palabra—me juró—. En un mes, habrá desaparecido.

— ¡Qué vergüenza!—me sonrojé.

—Por lo menos el incidente te ha servido para que tu querido doctor te atendiese—parecía enfadado pero sabía que estaba bromeando conmigo—. No has apartado la vista de él desde que entramos en la consulta.

—Tienes que admitir que es un hombre muy apuesto—me puse a la defensiva. Una no estaba hecha de piedra—. Además, ¿qué me dices de la enfermera? Era muy guapa—le pregunté recelosa.

Pero Edward me miró un momento extrañado y luego pareció recordar.

— ¿La enfermera de la entrada? Admito que era muy guapa, pero me ha parecido tan cortante que no me ha parecido una mujer por la que yo pueda sentir atracción—de repente, se acercó a mi oído y, si la sustancia que me habían dado no era suficiente para enajenarme, el efecto de su aliento en mi piel lo haría más efectivo—. Además, las rubias no son mi tipo. Me gustan las morenas—me susurró.

—Yo soy castaña—musité con timidez.

—Eres ridícula—puso los ojos en blanco.

Una voz metódica y profesional nos interrumpió. Cuando vi que se trataba del guapo doctor, me volví a mi nube y no pude dejar de mirarle, por no decir admirarle.

— ¿Cómo se encuentra, señorita Swan?—me preguntó con tono profesional pero a la vez preocupado.

Al observarme con sus ojos dorados se me trabó la lengua y fui incapaz de articular palabra.

—Aja.

— ¿Sabe que se ha dado un golpe en la cabeza y le he tenido que dar un par de puntos?

—Aja.

—La he tenido que anestesiar con un poco de morfina y todavía le está afectando. Creo que es usted demasiado sensible a ella.

—Aja.

—Su amigo—miró a Edward significativamente y enfatizó la palabra "amigo"—se ha roto el brazo y tiene que estar escayolado un mes.

—Aja.

—Me temo que tendrá que quedarse esta noche en observación para ver su evolución. No creo que tenga nada grave, pero prefiero curarme en salud. He llamado a sus padres pero no están en casa. Por suerte estará bien acompañada esta noche. Yo tengo guarda, así que si necesita algo, sólo tiene que llamarme.

Sin pensármelo, solté lo primero que me vino a la cabeza.

— ¡Mis padres se pueden ir al cuerno!—exclamé eufórica—. ¡Si usted se queda de guardia no sabe cómo me va alegrar la noche!

Edward me miró como si necesitase una lobotomía y el doctor Cullen sonrió comprensivo.

—Me temo, señorita Swan, que yo soy el hombre más aburrido del mundo—se disculpó con modestia—. Mi compañía no sería estimulante para usted. Además, el caballero que la acompaña esta noche estará encantado de atenderla.

— ¿Edward se va a quedar conmigo esta noche?—pregunté.

El aludido asintió. Otra racha de euforia arrasó mi mente y grité a los cuatro vientos:

— ¡Ya entiendo porque te quieres quedar! ¡Estás celoso y quieres vigilarme para que no haga ninguna tontería con el doctor! ¡Es que a ti no te puedo decir que te miro tu perfecto culo cada vez que andas porque sabes que donde hay confianza da asco! ¡Pero estás tremendo!—empecé a reírme como una loca.

Edward empezó a mirar al doctor con preocupación mientras éste apuntaba algunas notas y se tapaba la cara con la carpeta para disimular una sonrisa.

—Señorita Swan. Creo que hice bien teniéndola en observación. No podía darle el alta estando usted de esta guisa. Pero será mejor que descanse. Ha tenido un día muy duro. Y nosotros también—apostilló.

— ¿Cuál es su nombre de pila?—pregunté curiosa.

—Bella—me reconvino Edward llamándome al orden.

—Eso ha sido inofensivo—le tranquilizó el doctor—. Me llamo Carlisle.

— ¿Está casado, Carlisle?

Sonrió y asintió.

—Felizmente casado—añadió—. Y tengo dos hijos. La enfermera rubia de recepción es mi hija Rosalie.

—Pues vaya…—protesté—. Los mejores peces ya están pescados.

— ¿No puede darle nada para sedarla?—preguntó Edward preocupado por mi estado mental.

La enfermera rubia, Rosalie, se acercó al doctor con tanta rapidez, que apenas me di cuenta de que estaba allí, aunque con mi estado alterado de conciencia, podía haber entrado un elefante y no haberme dado cuenta. A pesar de su gesto adusto intenté disimular una oleada de envidia ante sus perfectas curvas y la ausencia de las mías.

—Los padres del señor Masen están en recepción—le informó—. He dado permiso a la señora Masen para que suba.

—Gracias, Rosalie—se dirigió a su hija y observé que a pesar de sus hermosos rostros, su piel blanca y sus ojeras, no se parecían en nada. Supuse que ella se parecería a su madre. Después dirigió su mirada a la puerta y vio que Elizabeth estaba en la puerta con gesto de angustia—. Puede pasar, señora Masen.

— ¿Que les ha ocurrido, doctor Cullen?—preguntó Elizabeth en cuanto llegó donde se encontraba el doctor.

—Ha ocurrido lo menos malo que les podía haber pasado—sonrió para tranquilizarla y, en gran medida, lo consiguió—. Su hijo se ha roto el radio. Ha sido una rotura muy limpia, por lo que en menos de un mes estará completamente curado. Si le duele el brazo que se tome esto—le entregó un frasco de pastillas—, una vez al día.

Elizabeth asintió.

—En cuanto a la señorita Swan, en realidad no le pasa nada malo. Sufrió una lipotimia y al caerse al suelo, se dio con el pico de una mesa y le he tenido que dar un par de puntos. La tendré en observación hasta mañana por la mañana, aunque no creo que sea nada serio.

— ¿Tiene que pasar la noche aquí?—preguntó con lástima por mí.

—Me temo que así es.

— ¿Lo saben sus padres?—preguntó aún sabiendo la respuesta.

—Me temo que no—negó—. ¿Sabe usted donde se pueden encontrar?

Elizabeth se mordió los labios y evitó un comentario de mal gusto por educación.

—Me quedaré yo con ella esta noche—le confirmó.

—Su hijo ya se iba a quedar con ella—le informó—. Pero es preferible que se vaya a casa y descanse bien. El brazo le puede dar molestias esta noche.

Elizabeth puso sus manos sobre las manos del doctor, sin importarle lo gélidas que estuviesen, con un brillo especial en los ojos.

—Gracias por todo—musitó.

—Es mi trabajo, señora Masen. Y disfruto demasiado con ello.

Después de separase del doctor, se dirigió a Edward y le abrazó con demasiada fuerza.

—No vuelvas a hacerme esto— casi le salió un gruñido de la angustia que había pasado.

—Lo siento, mamá—sonó arrepentido.

Se separó de su hijo para dirigirse a mí.

—Isabella, cielo. Tienes un aspecto horrible—su voz sonó preocupada.

— ¡Pues yo me encuentro en el séptimo cielo!—le solté sin tapujos.

—Es muy sensible a la morfina—explicó el doctor Cullen a una extrañada Elizabeth—. El efecto se le pasará en unas horas.

La enfermera volvió a la habitación y se dirigió al doctor. Esta vez su rostro denotaba preocupación.

—Llaman del hospital psiquiátrico—parecía que se le quebraba la voz—. Jasper ha…

El bello rostro del doctor se convirtió en piedra pero me dio la impresión que sus ojos se oscurecieron.

—Si me disculpan un momento tengo que atender una llamada telefónica. Se trata de mi hijo Jasper—su voz sonaba tranquila pero había un toque de ansiedad. Y con pasos elegantes desapareció rápidamente de la sala seguido de la enfermera.

—Edward, vete a casa, cariño. Necesitas descansar. Yo me quedaré con Isabella.

Éste negó con la cabeza.

—No seas testarudo—suspiró—. Ambos necesitáis descansar y yo estaré bien. El doctor Cullen se encargará de todo.

Edward parecía resignado a irse.

—Además tu padre tiene algo que decirte.

Los ojos de Edward se oscurecieron de la rabia.

—Me lo dijo todo en el despacho—le espetó secamente.

—A tu padre le pierde el genio, ya lo sabes. Dice cosas que luego no siente. Eso lo has heredado de él. También comprende que le cuesta asimilar que tú no quieras seguir sus pasos, pero es tu vida y debes decidir tú. Nosotros sólo podemos aconsejarte.

Edward parecía entrar en razón y Elizabeth le abrazó otra vez.

—Recuerda que tienes un año para pensar en lo que quieres hacer en la vida. Piénsalo, porque no se van a dar muchas oportunidades como ésta. Y cuando, ahora hables con tu padre, estate tranquilo y razona tus argumentos. No conseguirás nada si levantas la voz.

Edward acarició el rostro de su madre y se dispuso a irse.

—Hay una condición, Edward—le advirtió Elizabeth—. Si para dentro de un año, no sabes que hacer, tu padre te matriculará en derecho.

—Antes de un año, sabréis mi respuesta—prometió.

Noté un dolor agudo en la garganta y empecé a notar como los parpados me pesaban.

—Señora Masen—llamé a Elizabeth con un susurro.

Ésta se volvió hacia mí y me sonrió.

—Te he dicho una y mil veces que me llames Elizabeth.

—Elizabeth—musité.

— ¿Te encuentras mal?—inquirió preocupada.

Negué con la cabeza. No me salía la voz.

—Elizabeth, el doctor Cullen está tremendo—otra vez tuve un momento de alegría y locura conjunta de breve espacio de tiempo.

Edward puso los ojos en blanco mientras que Elizabeth se rió suavemente.

—La verdad que hay que reconocer que es un hombre…—no supo encontrar la palabra más adecuada para describirle de forma que no rebasase los límites de la buena educación—muy gallardo—sus ojos empezaron a brillar y sus labios dibujaron la sonrisa torcida de su hijo.

Edward carraspeó algo molesto.

—Le recuerdo, señora Masen, que en el tercer dedo de su mano derecha lleva un anillo de casada—soltó de modo aparentemente impersonal.

Elizabeth se ruborizó levemente.

—Que no pueda entrar en una pastelería no significa que no pueda deleitarme con los bombones de chocolate—se le cortó la voz avergonzada—. Además no te tengo que dar explicaciones… ¿No te ibas a casa?—parecía que había perdido la compostura.

—Confiaré en que estés tan preocupada con tu dieta, que no tengas la tentación de comer cierto bombón de chocolate—soltó Edward divertido ante la situación.

— ¡Edward!—exclamó nerviosa y acalorada

—Hasta mañana—le dio un beso y se dispuso a salir por la puerta.

—Edward—le llamó su madre antes de que pudiese salir—. Dame el paquete de tabaco que tienes en el bolso.

Resignado, Edward le entregó su paquete y ésta le dio las pastillas para el dolor.

—Tómate una esta noche si te duele—le sugirió.

Éste desapareció y me quedé a solas con Elizabeth. Se dedicó a arroparme y me llenó un vaso de agua para que me lo bebiese. Tenía más sed de lo que pensaba.

Después se sentó a mi lado y, cogiéndome de la mano, empezó a cantarme una nana, que me resultaba muy familiar y evocaba mis momentos más felices de la infancia. Mis párpados no resistieron más el peso y se cerraron de golpe.

Antes de que el sueño me venciese, pude hacerle la última pregunta a Elizabeth.

— ¿Esa nana? Me resulta familiar.

—Os la cantaba a Edward y a ti cuando erais pequeños y os teníais que acostar—evocó tiempos pasados—. Me acuerdo que con la excusa de que tenías miedo a los monstruos de debajo de la cama, él se metía en la cama contigo y no se despegaba de ti en toda la noche. Teníais tres y cuatro años y erais como uña y carne.

—Inocentes—me reí sin fuerzas y el sueño acabó por llevarme consigo.

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Un sueño me hizo retroceder al pasado y me vi a mí misma con tres años, debajo de las sabanas y agarrada con fuerza a un niño rubio de pelo desordenado y sonrisa pícara.

Siempre estaré contigo y los monstruos no te llevarán—recordé que su vocecita infantil me prometía todas las noches y entre nuestros brazos, nos dormíamos, apoyándonos el uno en el otro.

 

 

Capítulo 4: Traviatta. Capítulo 6: Snow

 
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