El mar de los monstruos

Autor: carlarobpatt4ever
Género: Aventura
Fecha Creación: 25/10/2013
Fecha Actualización: 11/01/2014
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 2
Visitas: 8726
Capítulos: 7

Desde que sabe que es hijo de un dios y una mortal, Edward Cullen espera que el destino le depare continuas aventuras. Y su expectativa se cumplirá con creces. Aunque el nuevo curso en la Escuela Meriwether transcurre con inusual normalidad, un simple partido de balón prisionero acaba en batalla campal contra una banda de feroces gigantes. A partir de ahí las cosas se precipitan: el perímetro mágico que protege el Campamento Mestizo es destruido por un misterioso enemigo y la única seguridad con que contaban los semidioses desaparece. Así, para impedir este daño irreparable, Edward y sus amigos inician la travesía del temible Mar de los Monstruos en busca de lo único que puede salvar el campamento: el Vellocino de Oro. 

Hola chicas como ya sabéis este fic es la segunda parte de la adaptación anterior de la saga de Rick Riordan  de Percy Jackson y el ladrón del rayo aquí les dejo la segunda parte  de esta aventura pero como no, con nuestros queridos personajes de Stephanie  Meyer  un beso a todas y disfruten del fic. X cierto en las primera parte hablábamos del árbol de Thalía su recordáis pues partes parte cometí un fallo, es el árbol de alice;) ya lo cambiare, un beso y gracias !!!!!

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 4: Jasper juega con fuego

Capítulo 4
Jasper juega con fuego 
 
En cuestión de mitología, hay una cosa que odio aún más que los tríos de viejas damas: los toros. El verano anterior había combatido con el Minotauro en la cima de la colina Mestiza. Pero lo que vi allá arriba esta vez era peor; había dos toros, y no toros cualesquiera, sino de bronce y del tamaño de elefantes. Y por si fuera poco, echaban fuego por la boca. En cuanto nos apeamos, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Allí estábamos: Bella, con su mochila y su cuchillo por todo equipaje, y Jasper y yo, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada.
—Oh, dioses —dijo Bella observando la batalla, que proseguía con furia en la colina. Lo que más me inquietaba no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que me preocupaba era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Alice. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.
Uno de los héroes gritó:
—¡Patrulla de frontera, a mí! —Era la voz de una chica: una voz bronca que me resultó conocida.
«¿Patrulla de frontera?», pensé. En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.
—Es Rosalie —dijo Bella—. Venga, tenemos que ayudarla. Normalmente, correr en socorro de Rosalie no habría ocupado un lugar muy destacado en mi lista de
prioridades; era una de las peores abusonas de todo el campamento. Cuando nos conocimos trató de
introducir mi cabeza en un váter. Además, era hija de Ares, y yo había tenido un grave encontronazo
con su padre el verano anterior, de manera que ahora el dios de la guerra y todos sus hijos me odiaban.
Aun así, estaba metida en un aprieto. Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el
penacho de su casco en llamas, como un fogoso mohawk. La armadura de la propia Rosalie estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado
inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico. Destapé mi bolígrafo y con un temblor empezó a crecer, a hacerse más pesado, y en un abrir y cerrar de ojos tuve la espada de bronce Anaklusmos en mis manos.
—Jasper, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos.
—¡No! —dijo Bella—. Lo necesitamos.  Yo la miré.
—Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede…
—Edward, ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo
Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados.
—¿Qué cosa… de Medea?
Bella hurgó en su mochila y soltó una maldición.
—Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. Tenía que haberlo
traído, jolines. Hacía tiempo que había aprendido a no hacerle demasiadas preguntas, pues sólo lograba quedar todavía
más desconcertado.
—Mira, no sé de que estás hablando, pero no voy a permitir que Jasper acabe frito.
—Edward…
—Jasper, mantente alejado. —Alcé mi espada—. Vamos allá.
Él intentó protestar, pero yo ya estaba corriendo colina arriba, hacia Rosalie, que ordenaba a gritos a su
patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se
alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas
que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.
Por desgracia, Rosalie sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían
corriendo con el casco en llamas. Bella se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la
embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro
corría a embestir el cerco defensivo de Rosalie. Yo estaba aún a mitad de la cuesta, no lo bastante cerca como para echar una mano. Rosalie ni siquiera me había visto. El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al
sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las
bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.
—¡Mantened la formación! —ordenó Rosalie a sus guerreros.
De Rosalie podían decirse muchas otras cosas, pero no que no fuera valiente. Era una chica más bien
grandullona, con los ojos crueles de su padre, y parecía haber nacido para llevar la armadura griega de
combate. Aun así, yo no veía cómo se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro. Por si fuera poco, el otro toro se cansó de buscar a Bella y, girando sobre sí, se situó a espaldas de Rosalie, dispuesto a embestirla por la retaguardia.
—¡Detrás de ti! —chillé—. ¡Cuidado!
No debería haber dicho nada, porque lo único que conseguí fue sobresaltarla. El toro n.° 1 se estrelló
contra su escudo y la falange se rompió; Rosalie salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes
con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y
echaron a correr, mientras el toro n.° 2 se dirigía hacia Rosalie para liquidarla. Me lancé de un salto y la sujeté por las correas de su armadura. Conseguí arrastrarla y sacarla de en medio, justo cuando el n.° 2 pasaba como un tren de carga. Le di un mandoble con Contracorriente y le hice un gran corte en el flanco, pero el monstruo se limitó a chirriar y crujir, y no se detuvo. No me había tocado, aunque percibí el calor de su pellejo metálico; con aquella temperatura corporal
habría derretido un helado más deprisa que un microondas.
—¡Suéltame! —Rosalie me aporreaba la mano—. ¡Maldito seas, Edward!
La dejé en un montículo junto al pino y me volví para hacer frente a los toros. Ahora estábamos en la
parte interior de la colina y desde allí se dominaba el valle del Campamento Mestizo: las cabañas, los
campos de entrenamiento, la Casa Grande; todo aquello corría peligro si nos vencían los toros.
Bella ordenó a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos.
El n.° 1 describió un amplio círculo para venir hacia mí. Mientras cruzaba la cima de la colina, donde
los límites mágicos deberían haberlo detenido, redujo un poco la velocidad, como si estuviera luchando
con un fuerte viento; pero enseguida lo atravesó y continuó acercándose al galope. El toro n.° 2 se
volvió también para embestirme; chisporroteaba y arrojaba fuego por el corte que le había hecho en el
flanco. Yo no sabía si podía sentir dolor, pero sus ojos de rubí parecían mirarme furiosos, como si se
tratara ya de una cuestión personal.
No podía combatir con los dos toros al mismo tiempo, tenía que tumbar primero al n.° 2 y cortarle la
cabeza antes de que el n.° 1 me embistiera otra vez. Sentía los brazos cansados y me di cuenta de que hacía mucho que no me ejercitaba en el manejo de Contracorriente y había perdido mucha práctica. Me disponía a atacar cuando el toro n.° 2 me lanzó una llamarada; rodé hacia un lado mientras el aire
se convertía en una oleada de puro calor y me arrebataba el oxígeno de los pulmones. Tropecé con algo
—tal vez una raíz— y sentí dolor en el tobillo; aun así, me las arreglé para lanzar un mandoble con la
espada y le corté un trozo del hocico. El monstruo se alejó al galope, enloquecido y ofuscado, pero
antes de que pudiese regodearme demasiado, noté que me costaba incorporarme. Lo intenté otra vez y
me falló la pierna izquierda; tenía un esguince en el tobillo, o quizá estuviera roto. El toro n.° 1 arremetió directamente hacia mí, y no había modo de apartarse de su camino, ni siquiera a
rastras.
—¡Jasper, ayúdalo! —gritó Bella.
No muy lejos, cerca ya de la cima, Jasper gimió:
—¡No puedo… pasar!
—¡Yo, Bella Swan, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!
Un trueno pareció sacudir la colina y, de repente, apareció Jasper como propulsado por un cañón.
—¡Edward necesita ayuda! —gritó.
Se interpuso entre el toro y yo justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones
nucleares.
—¡Jasper! —chillé.
La explosión se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Sólo se veía la silueta oscura de su
cuerpo, y tuve la horrible certeza de que mi amigo acababa de convertirse en un montón de ceniza. Pero cuando las llamas se extinguieron, Jasper seguía en pie, completamente ileso; ni siquiera sus ropas andrajosas se habían chamuscado. El toro debía de estar tan sorprendido como yo, porque antes de que pudiese soltar una segunda ráfaga, Jasper cerró los puños y empezó a darle mamporros en el hocico.
—¡¡Vaca mala!!
Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a
salirle por las orejas. Jasper lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa
de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.
—¡Abajo! —gritaba Jasper.
El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y
su cabeza abollada empezó a humear. Bella se me acercó corriendo para ver cómo estaba.
Yo notaba el tobillo como lleno de ácido, pero ella me dio de beber un poco de néctar olímpico de su
cantimplora y enseguida volví a sentirme mejor. En el aire se esparcía un olor a chamusquina que
procedía de mí mismo, según descubrí luego: se me había quemado el vello de los brazos.
—¿Y el otro toro? —pregunté.
Ella señaló hacia el pie de la colina. Rosalie se había ocupado de la Vaca Mala n.° 2. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y
un corte enorme en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculo como un
caballito de carrusel. Rosalie se quitó el casco y vino a nuestro encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba
todavía, pero ella no parecía darse cuenta.
—¡Lo has estropeado todo! —me gritó—. ¡Lo tenía perfectamente controlado! Me quedé demasiado estupefacto para poder responder. Bella le soltó entre dientes:
—Yo también me alegro de verte, Rosalie.
—¡Arggg! —gruñó ella—. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!
—Rosalie —dijo Bella—, tienes varios heridos.
Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.
—Vuelvo enseguida —masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.
Miré a Jasper.
—No estás muerto.
Jasper bajó la mirada, como avergonzado.
—Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido.
—Es culpa mía —dijo Bella—. No tenía alternativa, debía dejar que Jasper cruzara la línea para
salvarte, si no, habrías acabado muerto.
—¿Dejarle cruzar la línea? —pregunté—. Pero…
—Edward —dijo ella—, ¿has observado a Jasper de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y. míralo de verdad. La niebla hace que los humanos vean solamente lo que su cerebro es capaz de procesar, y yo sabía que también podía confundir a los semidioses, pero aun así… Miré a Jasper a la cara; no era fácil. Siempre me había costado mirarlo directamente, aunque nunca había entendido muy bien por qué. Creía que era porque siempre tenía mantequilla de cacahuete entre sus dientes retorcidos. Me obligué a concentrarme en su enorme narizota bulbosa y luego, un poco más
arriba, en sus ojos. No, no en sus ojos.
En su ojo. Un enorme ojo marrón en mitad de la frente, con espesas pestañas y grandes lagrimones
deslizándose por ambas mejillas.
—Jas...son —tartamudeé—. Eres un…
—Un cíclope —confirmó Bella—. Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no
podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Jasper es uno de los huérfanos sin
techo.
—¿De los qué?
—Están en casi todas las grandes ciudades —dijo Bella con repugnancia—. Son… errores, Edward. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces… Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien. Debemos
llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer.
—Pero el fuego… ¿Cómo…?
—Es un cíclope. —Bella hizo una pausa, como si estuviese recordando algo desagradable—. Y los
cíclopes trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego. Eso es lo que intentaba explicarte.
Yo estaba completamente estupefacto. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta?
Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. La ladera de la colina seguía ardiendo y los heridos
requerían atención. Y aún había dos toros de bronce escacharrados de los que había que deshacerse y
que, mucho me temía, no cabrían en nuestros contenedores de reciclaje.
Rosalie regresó y se limpió el hollín de la frente.
—Cullen, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar los heridos a la Casa Grande e
informar a Tántalo de lo ocurrido.
—¿Tántalo?
—El director de actividades —aclaró Rosalie con impaciencia.
—El director de actividades es Quirón. Además, ¿dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería
estar aquí.
Rosalie puso cara avinagrada.
—Argos fue despedido. Habéis estado demasiado tiempo fuera, vosotros dos. Las cosas han cambiado.
—Pero Quirón… Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no
puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado?
—Pues… que ha pasado —me espetó, señalando el árbol de Alice.
Todos los campistas conocían la historia de aquel árbol. Tres años atrás, Emmett, Bella y otros dos
semidioses llamados Alice y James habían llegado al Campamento Mestizo perseguidos por un auténtico ejército de monstruos. Cuando los acorralaron finalmente en la cima de la colina, Alice, una
hija de Zeus, había decidido hacerles frente allí mismo para dar tiempo a que sus amigos se pusieran a salvo. Su padre, Zeus, al ver que iba a morir, se apiadó de ella y la convirtió en un pino. Su espíritu había reforzado los límites mágicos del campamento, protegiéndolo contra los monstruos, y el pino había permanecido allí desde entonces, lleno de salud y vigor. Pero ahora sus agujas se habían vuelto amarillas; había un enorme montón esparcido en torno a la base
del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde. Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Alice se estaba
muriendo.
 
--------
bueno ya actualizo quiero decir q estoy muy triste nadie se pasó x la secuela del ladrón del rayo estoy muy desanimada espero ver algún cambio y le doy las gracias a mis lectoras fantasmas jajajajaj y si me quiere en poquito roto comenten corren plis si no borrare la historia, y las q quieran comentar pero no pueden x la página aquí les dejo mi correo para q también lo hagan un beso enorme isa y si veo un buen cambio actualizare todos los días un beso;)
 
Isabel-soldemedianoche@hotmail.com
Capítulo 3: tomamos el taxi del eterno tormento Capítulo 5: Me asignan un nuevo compañero de cabaña

 
14970597 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 11051 usuarios