Amante mediterráneo (+18)

Autor: EllaLovesVampis
Género: Romance
Fecha Creación: 26/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 9
Comentarios: 9
Visitas: 31378
Capítulos: 13

 

 

Edward Anthony Cullen conocía muy bien a las cazafortunas, por eso cuando conoció a la hermosa Isabella Swan en aquella isla griega, decidió no decirle quién era él realmente. Después de todo, lo único que deseaba era acostarse con ella cuanto antes y cuantas veces fuera posible.

AVISO:Adaptación de libro con el mismo titulo de la autora Maggie Cox.

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Capítulo 4: Capítulo 4

Alistair atracó el pequeño barco en un extremo de la cala, y lo amarró a un poste de madera del embarcadero. Isabella tuvo la impresión de que pocas personas conocían aquel pequeño paraíso, aunque la existencia del embarcadero dejaba claro que alguien solía ir allí.

Mientras seguía a Edward hasta la preciosa y resguardada playa, se alegró de que Alistair se quedara con ellos. Se había dado cuenta de repente de que Edward y ella iban a estar a solas, y el estómago se le había encogido por los nervios. En cierto modo, deseaba que él no la hubiera besado la noche anterior, ya que no podía sacárselo de la cabeza. Podría jurar que sus labios habían dejado una marca mágica en su mejilla al tocarla, y su piel cosquilleó cuando recordó la experiencia. Un roce tan inocuo no debería causar una reacción tan fuerte como la que sentía.

El problema era que hacía demasiado tiempo que no tenía pareja; aquélla era la única explicación posible para que, al estar cerca de un hombre atractivo, sintiera como si estuviera caminando descalza por una carretera de asfalto al rojo vivo.

Tras dejar su toalla doblada en la arena y quitarse la camiseta, Edward fue hasta unas tumbonas que había preparadas, tomó dos y las colocó debajo de una sombrilla, que estaba fija en un pequeño bloque de hormigón para que no se cayera. Mientras él trabajaba en silencio, Isabella aprovechó para observar el movimiento de los músculos de su torso desnudo, y su corazón estuvo a punto de detenerse cuando él terminó y la miró con una sonrisa pecaminosamente provocativa.

—¿No te gusta el sitio? —preguntó él, y tras sacudir su toalla, la puso sobre una de las tumbonas.

Isabella se aclaró la garganta con dificultad, y obligó a sus labios petrificados a esbozar una sonrisa relajada, aunque posiblemente el resultado se pareció más a una expresión de terror.

—Está muy bien, es muy... solitário —comentó, y empujó las gafas de sol sobre su nariz mientras recorría nerviosamente la playa con la mirada.

—Dame tu toalla —dijo él.

Ella la sacó de su bolsa y se la dio, pero cuando Edward la sacudió para colocarla, el pequeño biquini negro de ella cayó de entre los pliegues, y él sonrió con expresión divertida. Isabella había tenido la intención de ponérselo en el hotel, debajo del vestido, pero había estado tan nerviosa anticipando la excursión, que lo había enrollado de forma automática en la toalla, como hacía cuando iba a nadar estando en casa. En ese momento, se dio cuenta de que tendría que cambiarse detrás de alguna roca o de un arbusto, y sintió que una gota de sudor le bajaba por entre los omóplatos al pensar en desnudarse cerca de aquel hombre.

—Ten, supongo que querrás cambiarte —le dijo él, alargándole el biquini.

—Tendría que habérmelo puesto en el hotel, pero supongo que... que me despiste —admitió ella, encogiéndose ligeramente de hombros al tomar la prenda—; porahora no voy a ponérmelo. De hecho, si no te importa, creo que voy a tumbarme a leer un rato.

Tras mirarla con una sonrisa demasiado sagaz, Edward se quitó los pantalones cortos y se quedó en bañador; Isabella contempló sobresaltada su firme musculatura y la piel bronceada espolvoreada de vello cobrizo oscuro, y se sintió asfixiada por el calor abrasador que la consumió al ver aquella masculinidad expuesta para su deleite personal.

—Voy a nadar un rato —dijo él, señalando con la cabeza el agua en calma que bañaba la orilla—; disfruta de tu libro, y nos veremos en un rato. Si quieres algo para beber o comer, sólo tienes que pedírselo a Alistair; le he dicho que comeríamos a eso de la una.

Apenas capaz de apartar la mirada de las largas piernas de Isabella y de su atormentador escote, Edward supo que tenía que meterse en el agua fría de inmediato para intentar calmar el ardor de su cuerpo; Alistair también había notado su hermosa figura, ¿qué hombre con sangre en las venas no lo haría?, y había hecho un comentario un tanto lascivo que no le había hecho ninguna gracia. Era sorprendente que se sintiera tan celoso al ver a otros hombres admirando a una mujer a la que acababa de conocer, y sobre la que no tenía ningún derecho.

Mientras ella caminaba por la arena, Edward pensó que debería haberla llevado a una playa más glamurosa, aunque entonces no tendrían la intimidad de la que disfrutaban allí; además, él habría tenido que confesar su estatus social, ya que para acceder a las playas que sus amigos y él frecuentaban, era necesario ser socio del club... el adinerado y elitista círculo de los más poderosos.

Edward no quería hacerlo, su principal objetivo para aquel día era disfrutar de la compañía de Isabella... y si aparecía la oportunidad de seducirla, no dudaría en aprovecharla. Pero estaba descubriendo que no le apetecía en absoluto compartir su encantadora compañía con nadie más, y eso incluía a amigos o conocidos de negocios curiosos que querrían saber quién era ella, y que sin duda irían a contarle a su padre que lo habían visto en compañía de una mujer atractiva.

Isabella se quedó dormida bajo la sombrilla de paja, con el libro abierto en su regazo; sin embargo, el sol le dio de lleno en los pies y las pantorrillas, y sintió que le escocían cuando abrió los ojos y se incorporó desorientada.

Había soñado con su madre; no había podido distinguir sus facciones, pero tenía el pelo castaño oscuro y largo, como el suyo, y le había hablado con ternura, como si fuera una niña. Isabella experimentó un anhelo tan profundo, que por un momento la tragedia de su pérdida la dejó paralizada, y sintió un agudo dolor en el corazón por el deseo de conocerla.

Temblorosa, respiró hondo mientras intentaba contener las lágrimas que habían inundado sus ojos, y tuvo que dejar paso a las emociones que luchaban por emerger desde su interior. Se preguntó si su madre provenía de un lugar como la isla, si habría reído y jugado con sus amigos en una cala parecida a aquélla, o si su vida habría estado marcada por el trabajo duro; quizás había tenido que ayudar a llegar a fin de mes en una familia como la de Marie, la mujer del retrato de Edward.

De repente, sintió la garganta dolorosamente seca, y buscó la botella de agua que había llevado en su bolsa mientras intentaba sofocar aquella angustia inesperada; tras beber unos sorbos, contempló el mar sin verlo realmente. No podía imaginarse lo que habría obligado a su pobre y desesperada madre a ir a Londres y a abandonar a su hija en una cesta de la ropa, para que alguien se hiciera cargo de ella; sus padres adoptivos le habían dicho que la policía había buscado a la mujer durante mucho tiempo sin resultado alguno, que parecía haberse desvanecido sin dejar rastro. Pero lo que más la angustiaba era que seguramente su madre había necesitado asistencia médica después de dar a luz; ¿habría habido alguien a su lado para ayudarla? ¿Qué habría sido de su amante, el padre que la había engendrado a ella?

Perdida en sus pensamientos, no se dio cuenta del regreso de Edward hasta que él llegó junto a ella; si se dio cuenta del dolor que debía de reflejarse claramente en su rostro, no lo demostró, pero frunció el ceño al mirar sus piernas desnudas, como si ella fuera una niña y no hubiera obedecido sus instrucciones.

—Vamos al barco—dijo él con firmeza—; deberías estar un rato a la sombra, y beber algo. Te has quemado —dijo Edward. Tras sacudir la cabeza mojada con un gesto de desaprobación, rozó con los dedos una de las enrojecidas pantorrillas de ella.

Isabella dio un respingo de dolor ante el inesperado contacto, y admitió:

—Debo de haberme quedado dormida.

—¿Te pusiste crema antes?

—Me puse mucha, y además, tiene un factor de protección muy alto. Puede que el sol sea particularmente fuerte.

Edward volvió a mirarla como si pensara que tenía el discernimiento de una niña.

—Vas a sufrir, esto te va a doler.

¿Acaso era eso una novedad? Isabella sentía que últimamente no hacía otra cosa que sufrir. Se avergonzó al sentir que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero antes de que pudiera secárselas, Edward detuvo su mano y la tomó de la barbilla.

—No es tan grave, mi dulce Bella. Siéntate, y te pondré algo de crema.

—Tendría... tendría que haber ido a nadar contigo.

—Sí, pero no te preocupes, habrá otras oportunidades —dijo él con una sonrisa.

Edward se volvió hacia Alistair, que los contemplaba con fascinación, le dio algunas órdenes en griego, y esperó mientras el hombre bajaba de la embarcación.

—¿Adonde va? —preguntó Isabella, con los hombros tensos.

Él la miró con expresión divertida, y el impacto de aquellos ojos verdes la deslumhró.

—Va a dar un paseo; pasa mucho tiempo en el barco, y necesita hacer un poco de ejercicio.

—Te estás riendo de mí.

Isabella se sentía incómoda y torpe, y era consciente de lo rígida que estaba; ningún hombre la había afectado tanto, y estaba comportándose como una persona completamente diferente a la que solía ser.

—Nunca me reiría de ti, Bella. Por favor, créeme.

Edward tomó la crema para después del sol, se echó una abundante cantidad en la palma de la mano, y arrodillándose frente a ella delante del asiento acolchado, empezó a aplicársela con cuidado en las piernas. Isabella volvió a sobresaltarse, pero por una razón muy diferente, y deseó que él se hubiera puesto al menos la camiseta; estar cerca de toda aquella piel bronceada y firme ya era difícil, ¡pero que encima él estuviera tocándole la pierna era demasiado!

Tocarla lo estaba acalorando, aunque la razón del contacto no tenía nada de sexual. Mientras nadaba, Edward sólo había podido pensar en la mujer que había dejado en la playa, que era demasiado tímida hasta para ponerse el biquini. No se había acordado ni por un segundo de la tragedia de su propio pasado, de la tensa relación con su padre, o de la certeza de que estaba planeando empujarlo a otro matrimonio de conveniencia para acrecentar el imperio familiar. Se había quedado atónito al pensar que una mujer pudiera cautivarlo tanto, sin importar que fuera alguien tan maravillosamente diferente a las predatorias y sofisticadas bellezas que intentaban acercarse a él.

Recordó que también se había sentido atraído por Irina, después de que su propio padre la pusiera deliberadamente en su camino, pero apartó la idea de su mente con impaciencia. Aquella nueva atracción era inesperada y refrescante; era cierto que quería seducir a Isabella, pero se estaba planteando ir un poco más allá, intentar conocerla mejor. Aquello era algo que contrastaba con su actitud general hacia las mujeres atractivas.

Siguió masajeándole las pantorrillas, aunque ya había acabado de ponerle la crema, y al levantar la mirada se encontró aquellos hipnóticos y serios ojos marrones contemplándolo con una mezcla de desconcierto y anhelo.

Se detuvo en seco, con las manos en la parte posterior de sus piernas y los pulgares ligeramente apoyados en la parte delantera. El murmullo del agua contra la embarcación se convirtió en un mantra, y de forma inconsciente Edward siguió la cadencia de las olas, mientras en su interior la tensión iba creciendo. Oyó a Isabella inhalar trémulamente y soltar el aire, y los olores de la crema, la gasolina y el aceite de motor se combinaron para envolverlo en un sopor que pareció agudizar sus sentidos.

El calor que lo inundaba fue ganando intensidad, y tomando las manos de ella, se puso en pie lentamente; con un sonido ronco de deseo desatado, la atrajo con brusquedad contra su pecho, puso una mano en la parte posterior de su cabeza y se apoderó de sus labios por primera vez. Guiado por un instinto y una pasión salvajes, arrastrado por un torbellino de deseo, Edward introdujo la lengua en el interior de la boca femenina, dejando que su dulzura húmeda lo bañara. Por sus venas corrió una corriente sensual tan arrolladura, que estuvo a punto de rendirse a su poder.

Isabella mostró la misma avidez, y sus manos se aferraron a la caja torácica de él, como si también necesitara un anclaje; ella se apretó contra su cuerpo, y las curvas de sus senos se aplastaron contra los duros músculos de su pecho.

Si hubieran estado solos, Edward no habría dudado en seguir hasta el final; y a juzgar por su reacción, Isabella habría estado de acuerdo. El deseo que sentía por ella era atormentador y voraz, como si estuviera en las garras de un delirio febril. Tenía que poseerla, quizás si pudiera perderse en su seductor y cálido cuerpo, lograría olvidar su pasado trágico y el peso de las responsabilidades familiares, y experimentar algo de luz en medio de la oscuridad, aunque fuera sólo por unos breves pero mágicos momentos.

Pero no estaban solos, y Edward no estaba dispuesto a que Alistair presenciara una escena que incluso él, a pesar de ser un empleado leal, se vería tentado a contarle a su esposa cuando Isabella y él se fueran. Habría sido diferente si la hubiera llevado a una de sus embarcaciones, pero aún no estaba listo para revelarle su verdadera identidad, ya que eso alteraría la dinámica de su incipiente relación. Estaba disfrutando del anonimato y de la relativa libertad que sentía al ser para ella un simple fotógrafo.

Isabella sintió el momento exacto en que Edward empezó a echarse atrás; dejó de besarla lentamente, y su cálido aliento bañó sus labios casi con pesar. Aunque se dijo que él se estaba portando con sensatez, que era una locura plantearse hacer el amor allí, donde era probable que el hombre que los había llevado los descubriera, no pudo evitar desearlo. La pecaminosa boca de Edward, sus fuertes manos y su cuerpo poderoso, habían hecho que su cuerpo palpitara y se derritiera, y estuvo casi tentada a suplicarle que acabara lo que habían empezado.

Sintió una enorme frustración, pero sabía que debía seguir el ejemplo de Edward y portarse con sensatez; había ido a aquella isla en una misión para encontrarse a sí misma, quizás incluso para buscar pistas sobre su madre biológica y sus raíces, no para tener una tórrida pero breve aventura con un desconocido.

Al sentir que las manos masculinas la soltaban, Isabella se separó un poco de él e intentó arreglarse el pelo; apartó la mirada con timidez, aunque no deseaba otra cosa que contemplar aquellos deslumbrantes ojos verdes por toda la eternidad.

—¿Bella?

—¿Qué? —sus ojos se encontraron, y mientras esperaba que él continuara, empezó a rogar con vehemencia en su mente: «no me digas que lamentas lo que ha pasado, no me digas que ha sido un error...»

—Deseo muchísimo hacer el amor contigo, pero la embarcación de Alistair no es el sitio adecuado. ¿Lo entiendes?

Isabella dejó escapar lentamente el aire de los pulmones, y sintió que flotaba en un cálido océano de placer que la bañaba de alivio. Con una trémula sonrisa, dijo:

—Por supuesto que sí. Vaya, hace mucho calor, ¿verdad? —se pasó una mano por la nuca, y añadió—: me pregunto qué temperatura hará fuera.

Edward no tenía ni idea, pero allí dentro la temperatura había superado el punto de ebullición. Incapaz de resistir la tentación, recorrió con ojos voraces el tentador escote del vestido de ella; la prenda dejaba entrever provocativamente un sujetador de encaje blanco y las suaves curvas de sus senos, y la imagen le resultó tan tentadora e inalcanzable, que volvió a recorrerlo una ardiente oleada de deseo.

Se le secó la boca, y se tensó de forma casi insoportable al pensar en quitarle aquel virginal sujetador y devorar sus pezones excitados. Al probar el sabor de su hermosa piel, sólo había conseguido encender en su interior una necesidad casi obsesiva de seguir saboreándola. Decidió que, al acabar el día, no se despediría de Isabella con un casto beso de buenas noches, sino que le propondría claramente que lo acompañara a su casa para acostarse juntos. Y si alguien se lo decía a su familia, que así fuera; a su padre no le incumbía con quién se acostaba, y no iba a ceder ante su presión para que cortejara a mujeres como Tanya Denali, con el fin de expandir el imperio ya multimillonario de la familia Cullen. Se negaba a perder la oportunidad de hacer el amor con Isabella.

—Voy a buscar a Alistair —le dijo a ella con una sonrisa—; creo que es hora de comer, ¿verdad?

Capítulo 3: Capítulo 3 Capítulo 5: Capítulo 5

 
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