Después del conservatorio estaba dando mi habitual vuelta por la ciudad aunque esta vez me había desviado del camino a seguir. Tuve que reconocer que la zona estaba más alejada del centro y no era de mi agrado, pero una vez que había tomado el camino, ya lo seguiría pasase lo que pasase.
Había pasado por una pastelería y cuando miré el escaparate se me antojó un pastel de chocolate y frambuesa. Entré en la pastelería y me llevé un trozo.
Si Reneé y Philip me hubiesen visto, lo más seguro que me hubiera llevado más de una regañina a causa de que el dulce estropearía mi figura y ningún hombre me querría gorda ni inteligente.
Empezaba a pensar que Philip tenía un conflicto de intereses y no sabía si me quería gorda y poco atractiva para los hombres o delgada y con mis caderas mal preparadas para tener un hijo. Puestos a protestar, preferí no quedarme con el antojo y caer en la tentación. Eso no haría que el vestido que llevase a la opera aquella noche me estuviese pequeño.
A estas horas Edward y Emmett estarían de regreso de su acampada y, dentro de unas horas, me encontraría en la ópera de Chicago, embelesándome con la música de Verdi.
Aún me acordaba del último comentario de Emmett dirigido a mis escasas curvas y su gusto por las mujeres voluptuosas. Aún se me escapaba la risa cuando recordaba que Elizabeth, disimuladamente, le pegaba una colleja, el señor Masen le recordaba sus modales mientras se le escapaba una pequeña sonrisa de burla y Edward no se molestaba en disimular sus carcajadas ante mi sopor.
—Pero es mejor para ti, Eddie—comentó refiriéndose con cariño fraternal a Edward—. A mí me gustan voluminosas—hizo un gesto con la mano, indicando volumen de pecho—, para poder cogérselas y me sobresalgan. Pero tú prefieres que sean más finas para poder cubrirlas con la palma de la mano. Este Eddie siempre tan romántico—me guiñó un ojo cómplice mientras recibía otra colleja, muy poco disimulada esta vez, por parte de Edward.
Emmett se llevaba la mano dolorido a su nuca y hacía alegatos en su defensa.
—Pero si sois vosotros quien pervertís mi pura e inocente mente con la clase de libros que me obligáis a leer—de repente señaló un libro que ponía en su portada Las mil y una noches en su versión menos adecuada para una persona como yo, y empezó a pasar las páginas enseñando los obscenos dibujos de éste—. ¿Pero cómo se puede tener en una casa de señoritos de clase alta libro tan vulgar?—fingió escandalizarse poniendo los ojos en blanco—. Luego que se descarrían almas puras y libres de pensamientos carnales.
—Ha debido hacer una búsqueda intensiva para encontrar ese libro señor McCarty, porque en la biblioteca estaba muy bien escondido—Elizabeth se lo arrancó de las manos fingiendo indignación mientras Edward no fingía sus carcajadas.
Emmett puso gesto de no haber roto un plato.
—Pero Eddie se conoce muy bien los escondrijos de la casa y ha encontrado ese maravilloso libro y los habanos que el señor Masen tenía escondidos en su despacho y nos hemos fumado esta mañana—acusó con aires inocentes.
No pude evitar reírme indisimuladamente mientras Edward cubría de collejas el cuello de Emmett amenazándole con atarle a un árbol para convertirle en comida para osos. Elizabeth reprochaba a su marido que hubiera empezado a fumar a escondidas de ella mientras el señor Masen disimulaba leer un informe y decía entre susurros a su díscolo hijo que le tocaba cinco horas extras en el despacho.
Me senté en un banco que estaba en frente del sanatorio mental más importante de Chicago mientras observaba el edificio con desagrado.
Era uno de los hospitales para enfermos mentales con más prestigio de Estados Unidos y mucha gente mandaba a sus familiares cuando habían perdido toda esperanza con ellos. Después no quería imaginarme lo que sucedería dentro de esos muros que la fachada gris claro intentaba disimular.
Para quitarme malos pensamientos empecé a pensar en el simpático amigo —casi hermano— de Edward, Emmett. A pesar de su poca cultura, era un muchacho de unos diecinueve años vital y alegre, de aspecto sano tal como su enorme estatura y musculatura, producto de su crianza en la montañosa Tennessee, demostraban. Pero eso no le hacía perder atractivo ya que su moreno rostro era más maduro y cuadriculado que el de Edward y su pelo negro en punta y sus ojos color miel hacían de él, un hombre sumamente agradable.
A pesar de no compartir mi gusto por la literatura y la música, era atrayente oír hablarle sobre sus costumbres en su ciudad natal y su alegre carácter impedía ponerse triste a nadie.
Era hijo de un director de banco, que tras haber hecho su fortuna en Tennessee se trasladó a Nueva York donde empezó a financiar el bufete de abogados del señor Masen. Emmett y Edward empatizaron en seguida. Cualquiera que les viese pegarse y reírse juntos pensarían que eran hermanos de verdad.
Estaba metida en mis pensamientos e iba a empezar a comerme el pastel cuando, por el rabillo del ojo, vi que alguien estaba sentado conmigo. No pude reprimir un sobresalto y me puse la mano en mi pecho para percatarme que éste no se había salido de allí.
Me tranquilicé cuando comprobé que la muchacha que se había sentado a mi lado me sonreía y parecía inofensiva.
Me fijé en ella y, por el atuendo de pantalón blanco manchado de hierba y barro, una camisa a juego, unos horribles zapatos marrones muy desgastados y en su delgada muñeca había tatuado un numero, comprendí de donde procedía esa muchacha, aproximadamente de mi edad y, por un momento, me dieron ganas de tirar el pastel y salir corriendo como alma que llevaba el diablo.
Pero al fijarme otra vez en ella y verla tan demacrada y pálida, sentí lastima por ella y no me moví del sitio. Al observarla atentamente, me fijé que había sido una muchacha muy bonita, con facciones suaves y carilla de duende y que el lugar donde la habían destinado, posiblemente sus padres, le habían marchitado tanto su cuerpo como su espíritu. Sólo sus grandes ojos castaños marcados con ojeras violáceas, conservaban una chispa de alegría y esperanza de que su penitencia no elegida por ella, se acabaría pronto.
—He adivinado que me ibas a dar ese pastel y me he sentado contigo, Bella—me comentó alegremente como si me conociese de toda la vida.
Me cogió el pastel, al ver que yo tardaba en reaccionar debido a la sorpresa y empezó a comérselo con ansias, como si nunca hubiese comido nada. Sentí una oleada de compasión al imaginarme sus condiciones de vida en ese oscuro edificio.
—Nunca he probado los pasteles de la confitería de la señora Gray, pero me han dicho que son los mejores de todo Chicago—empezó a pasarse la lengua por sus labios para relamerse—. O por lo menos, eso es lo que me ha contado mi cuidador. Sabía que tenía razón. ¿Te gustan los pasteles de crema de plátano con chocolate, Bella?—me preguntó como si lo hiciese con una amiga intima—. Tengo ganas de que Jasper me traiga de contrabando uno. Para él es fácil, ya que no le registran cuando va a trabajar al hospital y me trae alimentos no podridos de afuera. Parece muy serio pero si no hubiera sido por él, yo…—me sonrió como si me estuviese contando su último baile en lugar de su espantosa realidad y no pude evitar una enorme lástima por ella—. Él es mi ángel. Y será mío. Aunque ni él mismo lo sepa.
—Me has llamado Bella—repuse intentando averiguar si nos habíamos visto antes. Me parecía realmente extraño que conociese el nombre con el que Edward me llamaba—. ¿Acaso nos conocemos?—pregunté respetuosa, ya que a pesar de su aspecto, su presencia me producía recogimiento.
Ella sonrió comprensiva como si a mí se me escapase algo.
—Tú a mí, no. Yo a ti, sí. Desde hace mucho. No espero que lo comprendas ahora—se encogió de hombros divertida—. Pero con el tiempo te acordarás de lo que te he dicho.
Intenté reprimir un gesto de incredulidad ante lo que me estaba comentando. Pensé que, al fin de al cabo, ella estaba donde estaba por alguna razón. Pero yo no veía en sus ojos locura, sino confirmación y fe en lo que decía. Era la muchacha más rara que había conocido nunca. Pero me resultaba simpática a su pesar.
—Eres muy guapa. Más de lo que había visto—me dijo admirativa—. Pero me gusta más mi pelo. Antes lo tenía muy negro y con unos tirabuzones largos hasta la cintura—señaló su pelo corto de punta con pena para después encogerse de hombros—. Lo único que me consuela que en el futuro, la gente llevará esa clase de peinado.
Me dejó intrigada con eso que me había visto antes. Sonaba a predestinación.
—Me gusta tu novio—soltó de repente—. Será mucho más guapo que mi Jasper, pero aún tiene que madurar un poco.
Ante aquello no pude evitar una carcajada.
—Ahí no has acertado—negué con el dedo—. Yo no tengo novio.
Me sonrió misteriosamente como si hubiera visto algo que a mí me tenían velado ver.
— ¡Oh, si él lo está deseando!—afirmó como si fuera una verdad universal—. Lo que pasa que el muy tonto aún no se ha dado cuenta que estáis predestinados a estar juntos para toda la eternidad.
Decidí seguirla el juego.
—Cuando le veas, hazme el favor de decírmelo. No quiero perder al hombre de mi vida.
—Más bien de tu eternidad—puntualizó.
De repente se sobresaltó.
—Tengo que irme antes de que Jasper, o el enfermero Hale como le gusta a él que le llamen, se preocupe y me tenga que buscar—se levantó con un movimiento elegante y rápido y se puso enfrente de mí—. No quiero perder el privilegio de poder salir una hora diaria en frente de mi jaula de hierro—suspiró resignada—. Pero algún día seré libre y nos encontraremos.
—Lo dices muy convencida—me lo estaba empezando a creer hasta yo.
—Cuando lo veas lo creerás y dirás: "¡Oh, la tía rara esa que se hace llamar numero 3090—se miró el tatuaje de la muñeca con rencor—tenía razón!" y para demostrártelo, me vas a prestar tu precioso chal azul de Paris—señaló al chal que llevaba al cuello—, ya que esta noche va a hacer frío y, cuando te vuelva a ver, te lo devolveré.
Y antes de que reaccionase, me lo quitó del cuello y se lo puso en el suyo.
Después se dirigió hacia la puerta de su purgatorio particular, no sin antes darme un beso en la mejilla.
— ¿Cómo te llamas?—le pregunté pensando que en el fondo ella tenía razón y nos íbamos a ver pronto.
—Por ahora seré el numero 3090—me contestó misteriosamente.
Me dejaría con la intriga hasta nuestro supuesto encuentro. Se volvió otra vez hacia mí para recordarme algo.
— ¡Cuando te vuelva a ver me leerás Cumbres borrascosas!—aquello era una promesa—. Y yo que tú me llevaría un pañuelo a la opera. Lo vas a necesitar—me recomendó antes de entrar y dejarme sola en el banco con mi sorpresa al encontrarme con un personaje tan extraño y encantador como el numero 3090.
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—Señorita Swan, si no se está quieta no terminaré a tiempo—me regañó la señora Pott mientras me enroscaba mi pelo en un dédalo de moños e imposibles recogidos.
Noté un agudo pinchazo en mi cuero cabelludo y me quejé por ello.
—Para estar hermosa hay que sufrir—me pidió tener paciencia.
Mientras me preguntaba cuánto duraría mi sufrimiento, por el rabillo del ojo pude ver el reflejo de la asombrada cara de Jacob ante mis cambios. Me estaba empezando a entrar miedo.
Después de unos insufribles minutos, la señora Pott me indicó que había terminado y, cuando me fijé en mi propia imagen en el espejo, no me pude creer lo que estaba viendo. Mi pelo recogido en un enrevesado moño, que se veía tan sencillo, me hacía levemente más adulta a pesar que el suave maquillaje en mis mejillas me daban un aspecto más dulce e inocente. Mi ajustado vestido azul celeste de encaje resaltaba mis inexistentes curvas y, gracias al apretado corsé, que me impedía respirar y llegué a pensar que tenía unas cuantas costillas rotas, mi escote era más que aceptable. Llevaba los pendientes de diamantes con forma de flores y la gargantilla a juego que había heredado de mi abuela paterna.
Por primera vez en mi vida, el espejo me devolvía la imagen de una chica hermosa. No quise cerrar los ojos, para que no desapareciese el espejismo. Por una noche quise soñar que podría ser hermosa. La señora Pott había realizado un milagro al arreglarme esta noche.
—Una dama no sólo lo tiene que ser bonita sino también aparentarlo, señorita Swan—me recordó—. Está bellísima esta noche. Si su padre la viese, se sentiría tan feliz…—se interrumpió al rompérsele la voz y enjuagarse una lágrima.
Me di la vuelta para que Jacob pudiese verme y darme una opinión, aunque sabría que la suya no sería la más sincera, ya que éste tenía la tendencia de ponerme en un pedestal como si fuese una diosa a la que adorar.
— ¿Jacob?—pregunté recelosa y agaché la cabeza notando un calor horrible en mis mejillas.
Jacob se ruborizó y volvió la cabeza para no notar su vergüenza.
—Parece una princesa—musitó enrojeciéndose su rostro y negándose a decir nada más.
Cuando oí el timbre, por un momento, mi corazón se paró para, poco después, latir a toda velocidad en mi pecho. Si no fuese por el corsé, hubiera apostado que se me hubiera salido por la boca.
Cogí el pesado abrigo y el bolso a juego con el vestido y salí disparada por las escaleras, cuando con mi habitual mala suerte, me enredé con la cola del vestido y me vi volando los cuatro últimos escalones. Lo normal hubiese sido haberme caído de bruces y haber ido al hospital en lugar de la ópera, pero unos fuertes brazos me sujetaron. Supe de quien se trataba cuando mi pelo amortiguó su suave risa y me ruboricé hasta que se me calentaron las orejas.
—Algunas cosas nunca cambian—me susurró de una manera poco decorosa y con un tinte de lascivia que hicieron que fuera incapaz de levantar mi mirada hacia él. Nada de buenas noches, señorita Swan, ni ningún saludo de cortesía.
De pronto, sentí como su mano me cogía suavemente de la barbilla y la elevaba para que le mirase a los ojos. Si alguna vez había pensado que era hermoso, no era nada comparado con aquella noche.
Si había que hacer caso a los predicadores, ya estaría ardiendo en el infierno por pensar en lo que no debía, a pesar que el interior de mi cuerpo sentía las llamaradas del fuego que se avivaban con solo mirarle con su frac negro que resaltaba sus delicadas, a la vez que armoniosas, formas. Su sonrisa no ayudaba en nada en aliviar mis pensamientos.
La llegada de Reneé y Philip a la entrada principal rompieron la magia.
—Señor Dwyer, señora Dwyer—saludó educadamente Edward a unos asombrados Reneé y Phil, ya que éste no me había soltado del todo y me mantenía muy pegado a su cuerpo. Intenté mantener la compostura todo lo que me era posible.
—Buenas noches, joven Masen—Philip consiguió articular palabra para saludar a Edward y después dirigirse a mí—. Vaya, si con unos cuantos arreglos, pareces otra. Quien me iba a decir que el patito feo se transformaría en cisne.
Estuve a punto de mandar a Phil para que se lo llevasen todos los diablos y cuando le iba a contestar, Edward volvió a intervenir, con sus ya acostumbrados buenos modales. Me preguntaba como lo hacía.
—No dudo que un cisne sea elegante, pero tendría que ver un pato nadando. No tiene nada que envidiar a un cisne, sólo que si le saca de su elemento se pierde.
—Podría ser—se limitó a contestarle Philip.
Edward le ignoró alejándose levemente de mí para darme un enorme ramillete de rosas blancas. Su olor embriagó toda la estancia.
— ¿Son de su gusto, señorita Swan?—preguntó educadamente para luego susurrarme al oído, no tan educadamente, ya que supuso por mi cara de sorpresa que había acertado—. Te dije que lo averiguaría.
— ¿Como lo has hecho?—musité sin disimular mi asombro.
Se limitó a sonreír y alzó su vista hacia la escalinata. Cuando me volví, me encontré con un Jacob muy sonriente y abanicándose con un billete de veinte dólares.
—Le informo, Señorita Swan, que esta tarde cuando usted estaba echando la siesta, el señor Masen vino a proponerme una oferta. Él me daría veinte dólares para terminar de comprar las piezas que me faltaban para mi coche, si yo le decía cual eran sus flores favoritas. Después le acompañé a la floristería y le ayudé a escoger las flores que creía que le iban a gustar más—parecía muy satisfecho.
—No sé que hubiera hecho sin usted, señor Black—le contestó con tono inocente, en apariencia, para luego ofrecerme el brazo, que le cogí con más ansia de la debida. Se dirigió a mi madre, que estaba viendo la escena, totalmente emocionada y por el brillo de sus ojos supe lo que se le pasaba por la cabeza. Me dieron ganas de darla un puntapié—. Señora Dwyer, intentaré traer a su hija lo más pronto posible.
Reneé fingió indignarse.
—Por favor, Joven, no se moleste. Sabemos que su reputación es intachable y que devolverá a Isabella sana y salva—por el tono que estaba poniendo, averigüé que no le importaba tanto que yo regresase sana y salva, si con ello regresaba con un anillo en el dedo.
Salimos a fuera antes de perder mi apariencia de señorita bien educada y empezar a dar patadas en el trasero a todo el mundo, empezando por mi madre para terminar por Philip, sin olvidarme de Jacob y Edward. ¡Menudo par de tramposos!
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—Isabella, esta noche estás muy guapa—me comentó Elizabeth con una sonrisa sincera en cuanto entré en el coche.
—Gracias—me limité a decirla mientras la observaba con envidia, ya que ella sí que estaba espléndida con su vestido ajustado dorado y su sencillo recogido. Me pregunté si cuando tuviese su edad, sería la mitad de elegante que ella.
Emmett me saludó gentilmente con la cabeza mientras me observaba maravillado y yo disimulaba mi rubor mirando por la ventanilla el espectáculo de la ciudad alumbrada.
—No me extraña nada que aquí el buen mozo—continuó hablando Emmett señalando a Edward que también fingía estar mirando la ciudad por la ventanilla—, estuviese los tres días de acampada completamente en las nubes y claro al verte tan elegante, se ha ido directamente a las estrellas. Lo que pasa que el muy pillín ahora estará pensando la mejor manera de quitarte ese vestido sin arrugártelo para practicar ciertas posturas que sus castos ojos jamás debieron ver en cierto libro impúdico y que no debieron grabarse en su mente—ante mi asombro volví a oír un golpe seco y comprendí que Edward le había vuelto a propinar una colleja a Emmett.
—Parece mentira, señor McCarty, que estando tan elegante esta noche, siga siendo el mismo grosero—le regañó Elizabeth con una sonrisa burlona en los labios—. Haga el favor de comportarse como el caballero que sé que es.
—Señora Masen que sepa que usted es como el buen vino, cada año que pasa está usted mejor—le halagó—. Porque esta noche, usted no tiene nada que envidiar a las tontas jovencitas veinteañeras que por muchos arreglos que se hagan, no le llegan al talón.
Elizabeth meneó el dedo en señal de negación.
—De esta no te libras, muchacho—meneó la cabeza divertida—. De todas formas, muchas gracias por sus cumplidos aunque no sean sinceros. Pero me temo que vas a ver la ópera como que yo me llamo Elizabeth Mary Masen.
Emmett se cruzó de brazos resignado y le oí que comentaba a Edward que en cuanto apagasen las luces se pondría cómodo para poder roncar a gusto.
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Mientras el acomodador nos indicaba nuestro palco, vi con disgusto que nos habían colocado al lado de la señora Stanley y la señora Mallory, y por supuesto allí sentadas se encontraban Jessica y Lauren. Sin disimular una mueca de disgusto, me agarré más al brazo de Edward y agaché la cabeza intentando pasar inadvertidas por ellas. Intento condenado al fracaso.
Jessica siempre estaba al tanto de todo lo que se pudiese cotillear y verme con Edward era un cotilleo de primera.
—Señorita Swan—fingió sorprenderse—. Ya me extrañaba a mí que siendo como es usted, una amante de la música, se pierda esta ópera de Puccini. Claro que no me acordaba que para que usted vaya a la ópera, tiene que venir acompañada de caballeros elegantes como el señor Masen. ¿Ya no encuentra gratificante la compañía del señor Newton? Porque hasta hace unos meses, estaba encantada con él.
Le dediqué una sonrisa desdeñosa.
—Mi familia es muy generosa con el señor Newton—de hecho Reneé saltaba de alegría cada vez que el impúdico de Mike Newton se sentaba a mi lado y se dedicaba a intentar mirar mi escote, pensando que caería en sus torpes artimañas de flirteo para conmigo—. Por lo que éstos les permiten sentarse con nosotros, pero me temo señorita Stanley que usted confunde tanto lo que yo puedo sentir por el señor Newton—aunque Mike Newton no entraría como caballero en una definición de diccionario—, como que La Traviatta fue escrita por Verdi en lugar de Puccini, pero para alguien como usted que usa el teatro para sus cotilleos, es un error menor—iba empujando a Edward para que se fuera sentando en su asiento—. Ahora si nos disculpan—me alejé de ellas todo lo que nos permitía los asientos y mientras Edward la saludaba con sus modales impecables, me acomodé en mi lugar.
Cuando miré hacia abajo desde mi palco, sentí una sensación de vértigo que se vio incrementada al percatarme de que alguien me estaba hablando al oído. Descubrir quién era, hizo que las mariposas de mi estómago empezasen a volar.
—Eres mala, ¿lo sabías?—me susurró de manera poco decorosa.
— ¿Qué es lo que he hecho?—pregunté haciéndome la inocente mientras ignoraba el cosquilleo que recorría mi cuerpo—. No sé cuanto llevas en la ciudad, pero por si no lo sabías, Jessica Stanley y Lauren Mallory son las muchachas más chismosas y maliciosas de Chicago. No tenían derecho a decir con quien iba y con quien no a la ópera cuando aún no estabas aquí—musité avergonzada al tener que darle explicaciones.
Se rió en mi oído y eso hizo que me empezase a estremecer de placer insano.
—Me parece muy bien que las pongas en su sitio. Pero no estoy ofendido por defenderte de ellas.
— ¿Ah, no?
—No. Lo que me ofende es que fueras con ese vil de Mike Newton y seguro que si estabas vestida como lo estás ahora, el muy canalla tendría la vista fija en todo menos en el escenario. Además has demostrado tener un pésimo gusto eligiendo acompañante.
—Él se acopló—me defendí para luego sentirme molesta y ofendida por su comentario sobre mi vestido—. ¿Qué es lo que te desagrada de mi aspecto?
Puso los ojos en blanco para volver a susurrarme al oído y ponerme más nerviosa de lo que estaba.
—Estás preciosa.
Por suerte ya se estaba abriendo el telón y estaba empezando el entreacto y eso me sirvió de excusa para desviar la vista de su presencia. Aun así, le sentía cerca de mí.
Elizabeth ya se había sentado y Emmett le hablaba a gritos.
— ¡Pero cuanta Maruja hay suelta!—exclamó aparentemente ofendido—. ¡Qué si su escote es indecente!—se refería al comentario de la señora Stanley sobre el "indecoroso" escote del vestido de la señora Masen—. A ella le gustaría tener su pecho a su edad y no esas cosas caídas a las que ella ha denominado…
—Emmett—Elizabeth se puso un dedo en los labios para indicar que guardase silencio—, lo hemos entendido todos y no hace falta repetir lo que la señora Stanley ha insinuado—su vista se desvió disimuladamente para mirar la cara de despecho de ésta—. Además quédate callado, que la ópera va a empezar.
Los violines ya empezaban a sonar y yo estaba dispuesta a embriagarme de la música cuando volví a sentir su aliento en mi oído.
— ¿Sabes de lo que va?—me preguntó petulante.
Negué con la cabeza.
—Es una historia de amor imposible—me explicó.
—Eso no es nada nuevo—le refunfuñé—. Se supone que todas las operas tienen como argumento las historias de amor imposible. En eso se basa. El amor, la fatalidad y la música. Eso es la ópera.
Se rió tenuemente haciéndome sentir su aliento en mi rostro.
—Esta historia acabó bien—me confirmó.
— ¿La Traviatta acaba bien?—no me lo podía creer—. Yo creía que se basaba en la novela de La dama de las Camelias. Y en ella, la protagonista muere, Edward.
—Y aquí también.
No lo entendía. ¿Morir era un buen final para Edward?
—No te sigo.
—En realidad esta no es la historia de Violetta y Alfredo—me explicó Edward con paciencia—. Es la historia de amor del compositor con su soprano principal. Verdi empezaba a ser un compositor reconocido y ella era una mujer con una vida muy alegre para esa época, quizás demasiado. A pesar de las diferencias sociales, a él no le importó y cayó rendido a sus pies, jurándole amor eterno. Ella le rechazaba una y otra vez, por miedo a los comentarios de la gente. Pero él no se rindió y su musa le inspiró esta obra para componer. El día del estreno, esa opera impactó al público debido a su escandalosa critica de las clases sociales y fue un fracaso en apariencia… Verdi no pretendía conseguir fama y fortuna con esa obra, sólo una sonrisa de su amada.
—Lo consiguió—afirmé.
—Ella estaba allí viendo la ópera entre las sombras y cuando la ópera terminó, ella misma le entregó el ramo de flores y su corazón. Se casaron y fueron felices toda su vida, consiguiendo que La Traviatta fuese la obra de los enamorados por excelencia.
—Es precioso. Me recuerda a un edificio en la India, el Taj Mahal, que un rey lo construyó para recordar eternamente a su amada.
—El arte y el amor están unidos—afirmó Edward—. Aunque a veces vale más una palabra que un edificio entero.
—Es la clase de final que le gusta a Elizabeth—continuó diciéndome.
— ¿Por qué si la historia de Verdi acabó bien, escribió un final trágico para su obra?—me pregunté más para mí misma que para él.
—Porque la realidad supera a la ficción—se rió y luego me mandó estar en silencio—. La ópera va a empezar.
Las luces se habían apagado y los cantantes habían empezado. Estaba dispuesta a dejarme absorber por la música, pero era un esfuerzo en vano, ya que una pequeña parte de mi mente, no estaba en la música.
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Para mi sorpresa descubrí que aquella extraña muchacha, que se hacía llamar a ella misma número 3090, tenía razón y a lo largo de la noche tuve que sacar el pañuelo para secarme las lágrimas. En aquel momento no me extrañó que la soprano que se convirtió en la musa de Verdi, cayese a los pies del compositor. Me emocioné con el amor que Violetta era capaz de ofrecer a Alfredo e incluso dejar su cómoda vida de lujo y vicio para estar con él, me indigné con la actitud del padre de Alfredo al impedir el romance, me entristecí con la decisión de Violetta de abandonar a Alfredo para que pudiese seguir su vida con ella a sabiendas que ella moriría pronto a causa de la tisis, me enfurecí cuando Alfredo insultó a Violetta sin motivos a pesar del sacrificio de ésta y, al final, no pude reprimir las lágrimas que me salían de los ojos cuando ella muere en los brazos de su amado. Historia simple ambientada con una gran música. Sencillamente perfecta.
La noche perfecta.
La cantante, hermosa y petulante, había estado soberbia y se llevó todos los halagos del público. Por un instante sentí una punzada de envidia por la libertad que ella conseguía por su amor a la música.
—Lo sabía—la voz de Edward me hizo salir a flote de mi mundo de fantasía que la música había creado—. Algunas cosas no cambian—volvió a repetir esa frase a lo largo de la noche—. Eras una llorona y lo sigues siendo.
Me sequé las lágrimas con gesto impaciente pensando en que había hecho mal.
—No hace falta preguntar si te ha gustado—me confirmó Edward ofreciéndome su pañuelo sin usar ya que el mío estaba empapado. Le agradecí el gesto.
— ¿A ti te ha gustado?—le saqué de su ensimismamiento ya que observaba el escenario con gesto ausente.
—La verdad que tampoco estaba muy atento a la opera—me confesó—. Ya la había visto y además había cosas que me distraían la atención de la representación—me miró con los ojos brillantes.
Le iba a preguntar lo que le había distraído tanto cuando su vista se dirigió a donde se sentaba su madre y Emmett y empezó a reírse.
—Creo que tú no eres la única que te emocionas con esas cosas—se rió con fuerza señalando a Emmett que estaba llorando como un niño pequeño para mi sorpresa, mientras Elizabeth le daba unas palmaditas para consolarle.
— ¡Dios!—exclamó sollozando—. ¡Esa mariconada es preciosa! ¡No he entendido una mierda de lo que han dicho, pero me ha llegado al alma!
Elizabeth se limitó a poner los ojos en blanco mientras aplaudía.
— ¡Qué chorro de voz tenía la gorda!—animó Emmett.
—Emmett—le riñó Elizabeth—, la cantante no está gorda.
— ¿Ah, no?—preguntó muy sorprendido—. A mí siempre me han dicho que las cantantes de ópera estaban gordas.
Se encogió de hombros y empezó a aplaudir con ahínco.
— ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Hip, Hip, Hurra!—se empezó a animar.
—Emmett, que estamos en la ópera. No en una carrera de caballos—le recordó Edward con la esperanza que recuperase la compostura.
—Veo, muchacho, que le ha gustado la representación—le indicó la señora Mallory con un tinte de malicia en la voz.
Emmett, en su inocencia, no se dio cuenta de ello y le contestó alegremente.
— ¡Imagínese si me ha gustado que por poco me meo de gusto en las bragas!—luego empezó a pensar—. Eso hubiera sucedido si yo llevase bragas—dijo tranquilamente mientras la señora Mallory se quedaba con la boca abierta.
—Lo que ha querido decir es que la música de La Traviatta le embriaga—intentó arreglarlo Elizabeth mientras sonreía cortes y falsamente a la señora Mallory y agarraba a Emmett de una oreja para que estuviese quieto—. Buenas noches, señora Mallory—se despidió de ella educadamente. Edward no se pudo reprimir las carcajadas ante las ocurrencias de su amigo.
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Estaba fuera esperando a que Elizabeth, Edward y Emmett saliesen del teatro. Yo había salido antes porque me estaba empezando a agobiar con toda la crémé de la crémé de Chicago y sus falsos modales de caballeros y damas aparentemente bien educados. Ellos tres se habían quedado hablando entre ellos y Elizabeth le estaba diciendo algo a Edward.
A pesar del frió de las noches de octubre en Chicago, el aire me relajó.
De repente, vi un coche lujoso y en él entraban el director de la obra, un hombre que me recordaba a Verdi en su aspecto físico y la preciosa soprano que había interpretado el papel de Violetta esa noche. Viéndola de cerca, me pareció increíblemente hermosa con su cabello moreno azabache, sus formas voluptuosas, su aire místico y sus ropajes elegantes. Llevaba todos los ramos de flores que sus admiradores le habían regalado.
Cuando se acercó al director y le besó apasionadamente, evoqué la historia de Verdi y su esposa. Aun sabiendo que esta historia no tendría ese final de cuentos de hadas, ya que la sociedad de Chicago era mucho más retrograda que la italiana de Verdi y una cantante de ópera, no era el sueño que una madre tendría para su hija.
"El mundo de la música es efímero", me hizo bajar de las nubes mi parte racional.
"Sí, pero es mucho más real que nuestro mundo basado en normas y costumbres absurdas".
Y mientras ella subía al coche de su amante, aprendí una lección. Una mujer sí podía vivir de la música y por ello, ser respetada.
Algún día, yo lo conseguiría.
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