When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 30: Marry me. Epilogo.

A la mañana siguiente, aprovechando la tregua de nieve de aquel magnífico y gélido día, y que Edward había tenido que ir a la ciudad para arreglar sus papeles de licenciatura, aproveché la ocasión para ir con Dawn al centro comercial.

Me sentía con fuerzas más que suficientes para aguantar una sesión de humanos frenéticos por las compras, y a Dawn contagiándose con el espíritu navideño. Edward y yo habíamos aprovechado la noche mientras ésta dormía y nos fuimos a cazar. Tuvimos que conformarnos con alces y algún ciervo — ¡esos malditos y apestosos herbívoros!— ya que los pumas se habían trasladado más al norte hasta que pasase la estación más fría. Edward no quería alejarse demasiado para encontrarlos y se tuvo que resignar sin su alimento favorito.

Nunca me había gustado ir a un lugar concurrido de gente, y mis cambiantes circunstancias no lo hacían más fácil. Pero aun así, yo no tenía fuerzas para negar nada a una niña en navidad, por lo que me resigné a ponerme mis zapatos de tacón y contener la respiración durante horas. Lo peor de todo era que tendría que volver a la mañana siguiente que viene con Alice y Esme.

Aun así, era menos agobiante que años atrás debido a la crisis. Los ricos celebraban no haber perdido sus ahorros y gastaban mucho más. Supuse que era una pequeña compensación.

Dawn me pidió que me fuera un momento para poder comprarme mi regalo de navidad, y una vez que la situé en un lugar muy concreto, me alejé buscando una tienda de fotos. Había decidido no olvidar nada de lo sucedido por muy dramático y duro que me hubiese resultado. Formaba parte de mí, y no quería que los recuerdos humanos se desvaneciesen como una onda en el agua. Había conocido a Edward como humano y no había pena que no pudiese resistirse a todos los momentos felices que me había concedido.

Sabía que no había tantas fotos para representar tantas sensaciones e instantes, pero sería un pequeño recordatorio.

Antes de entrar en la tienda me fijé en las tiendas que había al lado. Una de ellas era una agencia de viajes y ofrecían viajes a Paris por un módico precio. La otra se trataba de una joyería.

Había una idea que me rondaba desde hacía algún tiempo. Sólo estaba esperando una señal que me impulsase a tomar las riendas del plan. Y en frente de mis narices tenía la señal o las señales.

Como estaba harta de comportarme como una heroína luchando contra lo inevitable, decidí dejarme llevar y entré en la joyería.

.

.

.

—Aquí no puede estar—me retó Dawn intentando palpar el aire—. ¡No, es imposible! No puedes extender el escudo tanto.

Empezó a ir de un lado para otro, y por cada paso que daba el escudo se iba extendiendo. No podía verlo, pero intuía su presencia protectora. Con el transcurso de los años había aprendido a usarlo con la seguridad de no quedarme atrapada con una niña de diez años dentro de él.

Carlisle me había aconsejado que trabajase con él durante una hora al día para lograr dominarlo por completo, y, en aquel momento, me encontraba muy relajada, tumbada en la alfombra del que había sido mi cuarto, colocando fotos en el álbum que había comprado.

Dawn me miraba como si estuviese loca cada vez que me reía de alguna de ellas. Edward siempre estaba dispuesto a hacer el payaso en las poses, y siempre había que hacer varias repeticiones ante la desesperación del pobre fotógrafo. Hasta que su padre le amenazaba con algún castigo, y entonces fingía comportarse como si fuese un ángel. La excusa que ponía era que le gustaba que yo me riese y quería que así lo hiciese cada vez que observase sus fotos. Y tenía razón; él siempre conseguía hacerme reír cada vez que pasaba el álbum. ¿Cómo podía convertirse en semejante payaso?

Entre todo el desbarajuste de fotos, encontré una de las pocas en las que estábamos nosotros dos con Jacob. Sonreí con nostalgia. Seguramente, aquella foto se habría hecho un poco antes de la declaración de Edward, mucho antes de que empezasen las desavenencias con Jake.

Tenía una bonita sonrisa tan sincera. Ahora me costaba mucho relacionarla con él. Últimamente, se trataba de una dura y cínica mueca en sus labios muy distinta a algo que significase inocencia y felicidad.

Por eso, aquella foto era valiosa para mí. Quería tener en mis recuerdos al dulce e inocente Jake que había muerto hacia tanto tiempo.

Una vez se hubo cansado de jugar con el escudo, Dawn se sentó a mi lado y observó, silenciosa, como iba colocando las fotos. De vez en cuando, lo rompía, riéndose de alguna situación.

— ¡Hum!—la oí quejarse—. ¿Por qué las fotos están en blanco y negro?

—Tal vez porque aun no se ha perfeccionado el color lo suficiente para ser realista.

—Sí, pero no sé cómo vas a recordar todos los detalles si no hay color—observó—. ¿Te acordarás de los ojos que tenía Edward antes? ¿O de qué color era el vestido que llevabas cuando os disteis el primer beso? Creo que eso sería importante.

Arrugué la nariz, algo incrédula.

—El azul, verde y rojo que reflejan esas fotos no se corresponde con la realidad. Además sólo quiero las fotos como pequeños soportes para mi memoria. Tal vez, no recuerde que mi vestido era azul o malva, pero sí que aquel día fue uno de los más felices de mi vida. Y por sí quiero acordarme del color de los ojos de Edward cuando era humano, puedo mirarte a ti a los ojos—le dediqué un guiño cariñoso en su nariz respingona—. Tal vez, no lo sepas porque tú viste a Edward ya cuando se había transformado, pero tenía, exactamente, tu mismo color de ojos. Iguales a los de tu madre. Nunca había visto ese tono de verde. Creo que no hay nada en la naturaleza que lo pueda describir—sonreí a mi pesar—. Es curioso. Puedo rememorar en mi mente cada intensidad de brillo que tu hermano tenía en los ojos; incluso la sombra negra que rodeaba el iris. Sin embargo, soy incapaz de recordar el color de los míos.

— ¡Hum!—Dawn hizo un gesto como si se lo estuviese pensando—. Creo que eran marrones. Como el café… bueno, no exactamente ese color. Más bien, como chocolate—se mordió el labio, y admitió derrotada: —La verdad, es que estoy tan acostumbrada al color ámbar, que no recuerdo como eran antes. Yo era muy pequeña. Sólo tengo referencia por lo que Edward me cuenta—se rió—. ¡Sois tan cursis!

Le parecía tan gracioso que no advirtió el pequeño gruñido de advertencia que le dediqué. Lo dejé pasar, y volví a concentrarme en las fotos.

Dawn seguía con el tema del color.

—Edward me explicó que vivíais tanto tiempo y por cada sensación que los humanos experimentábamos, a vosotros se os multiplicaba por mil, que posiblemente, la memoria no os diese para más. Que los pequeños detalles humanos se os colarían.

—En parte, tiene razón—admití—. Por eso quiero el álbum de fotos. No quiero olvidar nada.

—Lo sé—coincidió Dawn muy alegre—. Pero espero que el color se perfeccione.

Medité sus palabras y decidí hacer un pacto con ella:

— ¿Qué tal si tú, todos los años, me mandas una foto? Así, cuando llegue el color, tendré unas cuantas procedentes de ti. Este álbum debe tener cabida para un montón de fotos, y quiero ver cómo se desarrolla tu vida a través de ellas.

Dawn abrió los ojos, sorprendida.

—Por supuesto que te enviaré todas las fotos que me haga a partir de este momento. Pero…

— ¿Pero?

—Creo que será un poco difícil mandártelas. No estaréis en un lugar fijo mucho tiempo y será un completo lio.

Me puse un dedo para meditar la situación.

—Creo que se puede resolver el problema. Sencillamente, tú me las dejas en el buzón de esta casa, y, cada cierto tiempo, yo me pasaré a recogerlas.

— ¡Genial!—exclamó.

De alguna manera, intuí que Dawn cumpliría aquella promesa, aun cuando su mente se fuese amoldando al mundo humano, donde seres como nosotros no tenían cabida. Ella se merecía una vida tranquila fuera de nuestra cobertura. Era la mejor manera de asegurarnos que ningún James la volvería a molestar. Tal vez, con el tiempo, aquel pérfido vampiro de ojos rojos que dejó entrar en su casa sólo fuese un mal sueño.

Estaba en la delicada edad en el que la infancia llegaba a su estado crepuscular. Desde aquel momento, su mente se preparaba para sobrevivir en el mundo lógico y rígido de los adultos.

Estaba segura que Dawn intuía que la línea que me separaba de ella estaba empezando a dibujarse con claridad. Sin embargo, ninguna de las dos quiso decir una sola palabra sobre aquel hecho inexorable. Dawn se limitó a jugar con la pulsera que le regalé tiempo atrás, y yo seguí ocupando mi mente en recolocar fechas debajo de las fotos.

Al final, Dawn fue la que rompió el silencio:

—El próximo verano estaréis aquí, ¿no?—intentó asegurarme—. No os iréis demasiado lejos para no volver a vernos en verano.

¿Verano? Eso sería plausible. Seis meses en la vida de una preadolescente era mucho menos tiempo de lo que ella se imaginaría. Por lo tanto, para nosotros no era absolutamente nada.

—Si tú quieres…—dudé.

— ¡Claro que quiero!—exclamó sorprendida—. Siempre querré que volváis a verme. Yo seré feliz con todo el tiempo que me deis.

No me pasó en absoluto inadvertido el plural en sus frases. Sabía muy bien que yo no me iría sola. Y le dolería su ausencia, pero ambas debíamos madurar de distinta manera. A partir de aquel momento, Dawn tendría que hacerlo sola; y yo debería hacerme a la idea de unir mi destino al de otra persona.

Ambas nos miramos y sonreíamos. Tendríamos tiempo de afrontarlo más adelante. Las navidades estaban demasiado cercanas y sólo quería celebrarlas con quien consideraba mi familia.

Dawn volvió a reírse. Esta vez parecía dispuesta a hacer una travesura. Lo adiviné por su sonrisa torcida que tanto amaba en los dos hermanos.

Esperé al acecho de lo que estuviese planeando hasta que se acercó a mi oído y me susurró:

— ¿En este álbum también se admiten fotos muy comprometidas de Edward?

¿El magnífico Edward Anthony Masen en una situación comprometida?

— ¿Cuánto de comprometida?

—Mucho.

—Puede haber un pequeño hueco.

—Pues esto fue antes de volver a Chicago. Creo que aún estaba en el internado. Podría tener unos quince años… Resulta que Emmett no se le ocurrió otra cosa que apostar con Edward que sería capaz de besar a cualquier cosa que estuviese debajo del muérdago por cinco dólares. Edward aceptó la apuesta y…

—…Por casualidad, la cosa que estaba debajo del muérdago era Edward, ¿verdad?—deduje como si la historia se tejiese delante de mis ojos—. Y por supuesto, no podía faltar la cámara inoportuna.

El resto me lo podía imaginar y Dawn asintió con la cabeza sin parar de reírse.

No tenía que extrañarme que detrás de una acción vergonzosa de Edward, la alargada sombra de Emmett actuase. Quizás tuviese razón, y entre Emmett y yo, le estuviésemos empujando a quemarse en el infierno. Sólo que él lo haría encantado, siempre y cuando, la llave de éste fuese la lujuria que mi cuerpo al amparo de la noche le producía.

De todas formas, pagaría una pequeña fortuna por ver a Edward en una situación ridícula. Eso igualaría las cosas con respecto a mí.

—Hay que encontrar esa foto—dije con determinación.

Dawn me señaló un pequeño baúl debajo de la cama.

—Si no está ahí, no la encontrarás en ningún otro lugar.

Posiblemente, mis ilusiones infantiles cayesen en saco roto. El sentido del humor de Edward era válido cuando se trataba de los demás. Cuando se centraba en él, se volvía todo de color negro. Seguramente, se habría deshecho de aquella prueba que demostraba que no era tan perfecto como aparentaba.

Le maldije mientras abría el baúl y el olor a lavanda y rosas blancas inundaba la habitación.

Me quedé completamente anonada cuando saqué el vestido de boda que Elizabeth me había comprado diez años antes.

Si no había recibido ya suficientes señales que me avisaban que no podría escaparme de mi destino, ésta era la más clara de todas.

Por primera vez, en lugar de huir precipitadamente, iba en la misma dirección.

— ¡Oh!—Dawn se tapó la boca reprimiendo un grito de sorpresa—. ¡Es precioso!

—Lo sé—murmuré petulante pasando mis dedos por la suave tela de éste—. Lleva esperándome mucho tiempo.

Aun así, me sorprendía la efectividad de Elizabeth para eliminar las manchas de sangre del último incidente. Ni siquiera había un pequeño reguero o esencia que indicase que alguna vez habían existido. Incluso, me maravillaba que, a pesar del tiempo transcurrido, éste hubiese permanecido impasible al paso del tiempo.

En seguida Dawn encontró algún defecto.

—Es muy bonito, pero creo que es un poco anticuado. Tiene mucho vuelo, y la tendencia son los vestidos rectos y algo drapeados. Ya sabes, que no marquen curvas.

—Lo sé—admití—. Pero no entiendo mucho de moda. Además, Alice se encargará de tener algo decente para cuando llegue el momento.

Observé que Dawn abría los ojos, completamente sorprendida. Y luego su respiración aumentaba de frecuencia y su corazón empezaba a acelerarse. Señal que estaba enfadada por algo.

Antes de poder preguntarle por qué, ella saltó muy nerviosa:

— ¿Vas a casarte con Edward?

Estaba levantada con los brazos cruzados. Fruncí el ceño, extrañada. ¿Qué le ocurría? Ella siempre había deseado que Edward y yo nos casásemos.

—Creo que ya va siendo hora de cerrar algunos ciclos—la palabra sí aun se me escapaba a mi lógica.

— ¡Que bastardo!—gritó.

—No seas malhablada—le regañé.

Pero antes de que pudiese preguntarle que le ocurría, y sin disculparse, continuó hablando al límite de romperme los tímpanos:

— ¡No es justo!—dio una patada en el suelo—. Él prometió que sería una sorpresa. Que te lo diría el día de navidad al abrir los regalos. ¿Ya te ha dado el anillo? Dijo que te pediría matrimonio cuando estuviésemos todos…

— ¿Cómo?—la interrumpí dando un grito.

Al principio, me miró como si me faltase un tornillo, pero, a medida que se iba dando cuenta que yo no sabía nada, se tapó la boca.

— ¡Oh! Creo que he metido la pata hasta el fondo. Porque Edward no se te ha declarado, ¿verdad?

—Últimamente, no. Se estaba portando bastante caballerosamente con ese asunto…

Y ya comprendía el porqué. Sólo estaba esperando el momento de pillarme desprevenida. Estaría pensando que si me lo pedía delante de toda nuestra familia yo sería incapaz de negarme.

¡Muy listo!

— ¡Que bastardo!—esta vez fui yo la que mascullé cruzándome los brazos.

Dawn tenía la cabeza baja y notaba como toda su sangre había bajado a los pies. Estaba increíblemente pálida. Casi tanto como yo.

Edward le había obligado a ser su cómplice y amenazado de todas las formas posibles para que no me contase nada.

La acaricié los rizos para consolarla.

—Se supone que debería ser una sorpresa—susurró apenada y asustada.

Le pasé el brazo por sus frágiles hombros.

—Y te aseguro que lo ha sido—aún estaba intentando recuperarme de la impresión.

Se merecía que le dejase plantado y le diese un rotundo no como respuesta para que hiciese el ridículo delante de toda la gente. Pero no podía hacer eso. Ya estaba mentalizada que tenía que pasar. Y que yo sí quería que pasase; eso fue lo que más me sorprendió.

Petulante, sonreí al pensar en los detalles que había comprado en el centro comercial. Esto se había convertido en una partida de ajedrez. Si no podías evitar el ataque, por lo menos adelántate a él. Le tenía que dar gracias por darme el empujón que necesitaba para acabar de decidirme. Aunque, acabaría vengándome de él. Toda una eternidad me avalaba.

—No te preocupes, Dawn—la animé—. Edward no está en casa y si lo estuviese no se enteraría de lo que hemos hablado—señalé el escudo—. Además, después de hablar con él, estará tan feliz que no te hará nada.

—Entonces, ¿no me troceará para dar de comer a los renos de Papá Noel?—me miró con los ojos brillantes.

—Tienes mi palabra. Sólo procura no pensar demasiado delante de él. Intenta concentrar tus pensamientos en lo que quieres que te regale por navidad.

— ¡Oh!—se le iluminó la cara—. Ya que sabes lo que te espera, ¿qué le vas a decir a Edward? ¿Sí? ¿No?—empezó a dar pequeños saltitos tirándome del bajo del vestido—. ¡No puedo esperar! ¡Quiero saberlo!

Me mordí el labio para no reírme.

—Lo sabrás en navidad. Antes no—le advertí.

Su cara pasó de la alegría a la decepción en un solo instante. Volvió a fruncir los labios y a respirar rápido.

— ¡Eso es muy injusto! Siento que por ser pequeña, todos pensáis que no se puede confiar en mí.

—Guardo mejor los secretos que Edward y tú—le dije ya riéndome.

No le dio tiempo a replicar. Oímos el motor del un coche y pasos en la planta baja. Eran dos personas. Y ninguna de ellas era Edward. Relajé a Dawn que empezaba a ponerse tensa.

—Vayamos a saludar a Carlisle y Esme—le agarré de la mano.

Se dio un golpe en la frente. Algo se le había olvidado.

— ¡Oh, vaya! Se supone que yo debería estar arreglada. Carlisle y Esme me prometieron llevarme al Ballet. Seguramente, me estarán esperando.

— ¿Me lo dices ahora?—grité.

Se encogió de hombros.

—Estabas muy ocupada para hacerme caso.

En menos de lo que recorría un segundero una vuelta entera al reloj, había replegado el escudo en mí, salido de la habitación para dirigirme a la de Dawn, cogido un vestido y sus complementos de su armario, vuelto a la habitación, desvestido y vestido a Dawn, y aún me sobraba tiempo para hacer algo con su pelo. Por supuesto, se quejaba mientras la peinaba, pero no estaba dispuesta a concederla concesiones. Alice y Rosalie lo hubiesen hecho mejor, pero no estaban cuando se las necesitaba.

— ¡Perfecto!—exclamé cuando vi el resultado e invité a Dawn a que se mirase en el espejo.

Estaba mucho más adorable que aquella pequeña actriz de moda a la que Edward llevaba a ver sus películas. Dawn, no obstante, estaba enfadada y seguramente, estaría esperando un momento de distracción por mi parte para quitarse los lazos de sus trenzas.

—Cuando sea mayor me pondré pantalones como Katharine Hepburn—se quejó.

—Y yo llevaré zapatos planos—le acompañé en su queja. Luego le agarré de la mano para que bajase al comedor—. Carlisle y Esme te están esperando.

Al bajar las escaleras, iba intuyendo las francas sonrisas de éstos en sus rostros a medida que nos hacíamos visibles.

— ¿Qué es lo que vais a ver?—pregunté.

— ¡Oh! Tío Emmett me ha dicho que es muy bonito. Él va a llevar a Rosalie cuando le cuente si me ha gustado o no—le dediqué una mirada burlona. ¿Emmett y Rosalie en el ballet? Seguramente, querría hacerle manitas y quedar como un caballero por pagar la entrada—. Es un cuento de navidad. Se llama El estanque de los patos de Swarovsky—se puso el dedo en la mejilla para pensárselo—. ¡No, creo que no era así el nombre! ¡Era El pelacastañas!

Confusa, miré a Carlisle y Esme buscando información sobre aquella obra. ¿Sería un ballet nuevo? Estaba perdiendo la conexión con el teatro a pasos agigantados.

Esme me miró tan sorprendida como yo. Ella tampoco sabía de qué iba el asunto. Carlisle mantuvo una sonrisa burlona en los labios.

Dio un pequeño apretón en los dedos de Dawn y la corrigió:

—Seguramente, Emmett tendrá que informarnos sobre las nuevas vanguardias del teatro. Sin embargo, me temo, jovencita, que Esme y yo somos más clásicos y te llevaremos a ver El cascanueces de Tchaikovski. Y si te gusta mucho, la semana que viene, se estrenará El lago de los cisnes.

¡Emmett y sus intentos de asesinato a la cultura!

Carlisle, divertido, me guiñó un ojo y bajó la voz para que no le oyese Dawn:

—Hasta que no haga de Emmett un hombre como Dios manda, no le dejaré acercarse a la niña. Me asusta su capacidad para corromperla—me reí ante sus palabras.

Después soltó un suspiro.

— ¿Puede haber algo tan perfecto como el ballet ruso? Creo que es una de las pocas cosas que no se ha contaminado con la ideología.

Esme empezó a poner el abrigo a Dawn y le dio el abrigo a su marido.

— ¿Tienes las entradas en mano?

Carlisle dio unas palmaditas en el bolsillo de éste. Luego me acarició el brazo y me invitó a unirme al espectáculo.

— ¿Seguro que no te apetece venirte? Es una lástima perderse algo tan hermoso.

Negué con la cabeza agradeciendo la invitación.

—Prefiero quedarme esperando a Edward. No tardará en venir.

Carlisle no comprendió la indirecta y continuó intentando convencerme:

—Él también puede venirse. Incluso podemos irle a buscar a la facultad y…

Se interrumpió cuando Esme le dio un pequeño codazo en las costillas.

—Querido, creo que son demasiadas emociones para ella en un día—susurró—. Creo que prefiere descansar un poco. Como a Edward.

Y después me dedicó una brillante sonrisa. Se la devolví, aún maravillada por cómo podía funcionar su instinto maternal. Había comprendido, sin mirarme apenas, que necesitaba un poco de intimidad con Edward. Le agradecía aquel pequeño regalo adelantado de navidad.

Carlisle, sin haberlo comprendido del todo, no se dio por vencido.

—Por lo menos, podemos quedar después para ver como encienden las luces de navidad.

—Veré lo que se puede hacer—dije sin comprometerme demasiado.

Salí de la casa, acompañándoles hasta el coche.

Noté que algo me mojaba el pelo. Alcé la palma de la mano al aire y un copo de nieve se deshizo en la superficie de ésta. Estaba empezando a nevar.

—Debemos darnos prisa—apremió Carlisle abriendo el asiento del copiloto a Esme—. Me temo que podremos encontrarnos con un buen atasco si no salimos pronto de aquí.

Justo antes de meterse para resguardarse del frío, Dawn se volvió para mirarme y se despidió con la mano.

Quise retener cada hebra de tiempo en mi mente. Estaba completamente adorable con su abrigo azul y su sombrerito marinero a juego y, dedicándome una radiante sonrisa que resaltó sus hoyuelos y el color rojo de sus mejillas. En medio de la nieve, era lo más parecido a un pequeño Cupido.

Una vez el coche arrancó y se fueron alejando, me dispuse a alejarme, cuando encontré unas huellas en la nieve que tenían un rumbo fijo. Sonreí al reconocer al dueño de las huellas y el lugar donde se dirigían. Lentamente, decidí seguirlas como si se tratase el camino dorado que conducía a Oz.

Aquel lago donde había vivido las mejores experiencias estaba completamente congelado, y el color predominante era el blanco. En algún momento, aquello me hubiese parecido deprimente. En este instante, sólo era una larga siesta hasta que llegase la primavera.

Edward estaba apoyado en un árbol, contemplando el cielo, aparentemente ausente. Estaba completamente arrebatador con una aureola de nieve rodeando su cuerpo, hermoso como un ángel del invierno.

Intenté acercarme con sigilo para sorprenderle, con la mala suerte que mi tacón encontró con una pequeña piedrecita y estuve a punto de caerme al suelo. Con suerte, unos brazos me rodearon la cintura evitando aquel desenlace.

¿Cómo podía ser tan rápido?

—No sé porque te empeñas en llevar esas armas bajo tus pies—se rió incorporando y acomodándome entre sus brazos.

—Mil vidas no serían suficiente tiempo para domar estos malditos zapatos—me rendí a los hechos. Acomodé mi cabeza en su hombro, intoxicándome con su olor, y le pregunté: — ¿Qué estabas haciendo tú solo en medio de la nieve?

Antes de contestarme, elevó sus ojos hacia el cielo y soltó una bocanada de aire.

— ¡Hum! Antes que se pusiese a nevar, el cielo estaba despejado y se podía distinguir bien las estrellas. Perseo y Andrómeda.

—Perseo y Andrómeda—recordé el cuento que me contó cuando hicimos el amor por primera vez. ¿Tanto tiempo había pasado? Las imágenes me venían a la mente como si hubiesen pasado ayer mismo.

—Más de diez años—Edward hizo el cálculo por mí. Luego, se volvió a reír tontamente—. Eres demasiado vulnerable cuando piensas cosas indecorosas.

Respiré profundamente, abstraída entre el olor procedente de su cuerpo, y la forma que tomaba el vaho expulsado por mí. Éramos unas criaturas, pero aun así, teníamos las ideas de cómo coger las riendas de nuestra vida. Algunas cosas no podían cambiar.

—A mí me gusta la nieve—admití—. Los mejores momentos los he vivido bajo la nieve.

Con cuidado, retiró mi cabeza de su hombro y me alzó la barbilla con sus dedos para enfrentarme a él. Sus ojos estaban completamente relucientes.

— ¿Sabes?—acarició mi mejilla con su pulgar—. Días antes de ese estúpido baile de navidad que cambió todo, había escrito una carta de Papa Noel. No era por ser un gran creyente en su magia, pero…—suspiró—creí que no tendría una sola posibilidad. Lo único que escribí en aquella carta eras tú. Solamente quería un pequeño reflejo de lo mucho que yo sentía por ti.

Cerré los ojos, dispuesta a disfrutar al máximo del beso que se aproximaba. Como un pequeño aleteo que provocó una colisión en mi fuero interno. Aún me supo a poco cuando el instante se esfumó.

—…Por eso ahora soy un completo iluminado—susurró entre mis labios.

Me estaba haciendo cosquillas y me reí levemente.

—Y yo que creía que empezaste a creer cuando te trajeron tu primer cochecito de juguete—bromeé. Luego susurré: —No le fue muy difícil concederte el deseo. Mi corazón siempre ha sido tuyo, lo único que no me había dado cuenta hasta ese momento.

Me retiró un mechón de mi rostro y me lo colocó detrás de la oreja.

— ¿No te apetecía ir al ballet con Carlisle y Esme?—preguntó.

Le di un pequeño pico en sus labios después de negar con la cabeza.

—Podemos ir al ballet otro día, cuando nos cansemos de todo el alboroto que va a ver en casa—imitó mi gesto de poner los ojos en blanco. A pesar de adorar a nuestra familia, la intimidad era algo que se haría cada vez más escasa—. Además, hay algo que quería darte.

Abrió los ojos de repente, desconfiando de mí. Sonreí con cierta petulancia, el escudo estaba funcionando esta vez.

—Se supone que los regalos se deben dar la noche de navidad—fingió regañarme—. ¿Qué ejemplo le daríamos a Dawn si nosotros mismos rompemos las costumbres?

—Tú me has dado un regalo. Además, quiero que lo compartamos antes de darlo a conocer a nuestra familia.

—Asústame—se resignó.

Ignorándole, metí la mano en el bolso de mi chaqueta y busqué el fajo que tenía. Edward no pudo reprimir una carcajada nerviosa cuando le tendí aquel paquete con la insignia de la agencia de viajes. Seguramente, era lo último que se esperaba por mi parte.

—No quema, Edward—repliqué irónica cuando él dudaba en cogerlo o no.

Finalmente, después de algunas reticencias, decidió cogerlo de mis manos y abrirlo.

— ¿Paris?—leía el billete—. Sí, es Paris…

—Quiero comprobar si es lo mismo estar sola que acompañada…

—No creo que lo sea—dijo distraído fijándose en las fechas—. Se supone que Paris es la ciudad del amor… ¡Hum! Las fechas. El billete dice que salimos el treinta y uno de enero. Es un poco precipitado, ¿no crees?

—Es el momento más adecuado para hacerlo, Edward.

Parecía bastante feliz con la idea de irnos a Paris, sin tener en cuenta mi prisa repentina por hacerlo de inmediato.

—Cuando estuve en Francia estaba muy lejos de Paris y no tuve tiempo para realizar una pequeña escapada—contó omitiendo el penoso recuerdo de por qué estuvo en Francia por aquella época—. Ir contigo es mejor de lo que me hubiese imaginado. Aunque estar contigo en los círculos del inferno sería mi paraíso.

—Coincido de pleno contigo.

— ¡Es el mejor regalo de licenciatura que podías darme!

Se dispuso a besarme de nuevo, pero se lo impedí posando un dedo en sus labios. Intenté permanecer serena para no delatar mis emociones.

—No es el regalo de licenciatura—negué con la cabeza—. Es nuestra luna de miel. Lo cual significa que antes del treinta y uno de enero, debemos estar casados. Y si nos apuramos un poco, deberíamos hacerlo antes de acabar el año.

Sorprendido, parpadeó un par de veces y luego se rió de manera histérica.

—Vale, ésta ha sido buena. Deja de bromear.

—Lo estoy diciendo muy en serio—le aseguré—. Nunca he estado más segura de algo en mi vida.

— ¡Ah!

Intenté mantener la compostura ante la expresión de su rostro, aunque se me hacía difícil. Pero era la verdad. Era ahora o nunca.

—Veamos si lo entiendo—se pellizcó el arco de la nariz—, cuando la ocasión lo requería, tú siempre has dicho que no. Y ahora, que podemos vivir como queramos, sin que nadie nos censure nada… es ahora cuando quieres…

—Siempre hemos ido contracorriente con lo que los demás han pensado. No es porque sea lo correcto; es lo que quiero en este momento. Te quiero ahora y siempre…

Saqué de mi abrigo la pequeña cajita que contenía una simple alianza de oro, la abrí y me dispuse a colocárselo en su dedo corazón.

—Edward Anthony Cullen—me puse solemne—, prometo amarte y respetarte desde ahora hasta el resto de mis días como tu amante y fiel compañera, ¿me aceptas como esposa?

El anillo encajaba en su dedo a la perfección como un apéndice de su cuerpo. Aun no acababa de reaccionar.

— ¡Hum!—carraspeó al fin—. Así que de eso se trataba. Tenías que hacerlo al revés y declararte tú a mí para que accedieses a casarte conmigo. Si lo hubiese sabido antes, me hubiese ahorrado unos cuantos años.

—Si quieres, para hacerlo más solemne, me pongo de rodillas y vuelvo a repetirlo.

—Pues…—hizo como si lo estuviese considerándolo—creo que eso le daría un cierto toque más convencional.

Puse los ojos en blanco.

— ¡Venga ya! ¿Tu sentido de la caballerosidad me va a hacer arrodillarme para pedir tu mano?—me dedicó una sonrisa petulante y puse los ojos en blanco—. ¡Oh! Se me va a mojar la falda, pero si no hay más remedio…

Me dispuse a hacerlo, cuando, riéndose, me cogió de los hombros y me impulso hacia arriba, permaneciendo a su misma altura.

—Te creo—me aseguró.

— ¿Eso es un sí?

Acogió mi rostro entre sus manos y juntó su frente con la mía.

—No sabes cuánto me has hecho esperar—susurró.

Y me besó con pasión.

Me concentré tanto en la forma en que sus labios se amoldaban en los míos que todo me daba vueltas. Era el mismo efecto que haber bebido dos copas de absenta con la euforia atacando sin cesar mis nervios. Mil veces más intenso y desconocido que en el pasado.

La nieve se centraba a nuestro alrededor.

Cuando sus labios se separaron de los míos y volví a la realidad, me vi entre sus brazos como si fuese una recién desposada. Me reí cuando me quitó los zapatos y los lanzó al lago. Debido al impacto, se rompió el hielo.

—Señora Cullen…—musitó—. Suena bien.

— ¿No hubieras preferido señora Masen?

—Vas a ser mi esposa… ¿Qué demonios importa cómo te apellides?

—Lo más importante ya está hecho. De los detalles insignificantes ya se encargará Alice.

—No desestimes a Esme y a Elizabeth para volvernos locos durante el tiempo que se tarden en realizar los preparativos.

Hice una mueca al imaginarme el tormento de tiendas y preparativos. Me extrañaría mucho que no hubiese visto esta escena y que al día siguiente no apareciese con miles de bolsas en sus manos para los preparativos. Sería fuerte por todo lo que tendríamos que vivir de ahora en adelante.

Y hablando de…

—Edward—le llamé—. ¿No crees que tú deberías ponerme un anillo? ¿Qué tal ese que tienes en el bolsillo desde hace más de cuatro años y que ibas a darme la noche de navidad en presencia de todos?

Me dedicó aquella sonrisa torcida que tenía la virtud de volverme loca.

—Si no te distrajeses tan fácilmente, te hubieras dado cuenta que el dedo corazón de tu mano izquierda tiene un bonito anillo de pedida.

Sorprendida, me fijé en mi mano y vi mi antiguo anillo de pedida en mi mano. Seguía igual que hacía diez años, sólo que se había añadido una piedra más. Un bonito zafiro tan brillante como las estrellas del cielo.

— ¿Cómo lo has hecho?—pregunté atónita.

—Soy rápido—repuso presumido—. El vampiro más rápido. Pero pensé que ya te habías dado cuenta.

—Espero que no seas igual de rápido con lo que realmente importa—recordé detalles indecorosos.

Aquello lo hizo reír.

— ¡No te preocupes, señorita!—me aseguró—. Algunas cosas es mejor que se hagan a fuego lento.

Y después de un nuevo beso, con el eco de nuestras risas, me llevó adentro de la casa.

Así fue como uní el hilo de mi vida con el de Edward. Aun siendo conscientes que algunas veces los cielos se nublarían sin dejarnos ver las estrellas, y las paredes se llenasen de fotos de 10x15 en blanco y negro, estaba completamente segura, que estando juntos se haría más fácil esperar a cielos estrellados y paredes llenas de fotos con color…

…Incluso cuando en el momento de mayor efusividad, el teléfono nos interrumpía, y al descolgarlo, apartabas el auricular para no quedarte sorda debido a que tu querida hermana empezaba a explicarte los planes que tenía para el acontecimiento. La paciencia era algo que se iría ejercitando con el tiempo.

 

 

Fin.

Capítulo 29: In my heaven

 
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