Chicago, diciembre de 1929.
Aun cuando el funeral por el alma de mi madre ya se había celebrado, agradecí a Elizabeth que me avisase.
Siempre me había dicho que no sentiría nada cuando me llegase la noticia de la muerte de mi madre. Nunca había habido entre nosotras un nexo afectivo al cual llamar cariño. Al principio, ella había tratado de usarme como escalera social y, al no conseguirlo, me había dado de lado hasta el punto de dejar de existir para ella.
Por lo tanto, no debería estar tan afectada por encontrarme ante su tumba nevada y llena de flores.
Jacob, como principal doliente junto a mi prima Nessie, se había encargado que no le faltase de nada y tuviese un entierro de lujo. No hubiese sido mucho pedir que la hubiesen ayudado para no haber apretado aquel gatillo y no haber tenido que enterrarla.
Me sorprendió bastante que mi madre sí fuese fiel a Phil —todo lo que no fue con mi padre— hasta el punto de acompañarle a su destino final.
Pensándolo fríamente, Reneé se habría desesperado el verse sin Phil, viuda y arruinada, y no hubiese hallado otra salida.
Nunca fue una persona que supiese sacarse las castañas del fuego, y siempre dependía de alguien para sobrevivir. De ahí habían venido todos los problemas.
No se trataba que mi mente vampírica borrase todos los recuerdos de cuando yo era humana; me había sido imposible encontrar algún recuerdo donde mi madre me dedicase algún guiño cariñoso totalmente genuino.
Y eso era lo que realmente me entristecía.
Edward tenía razón. Por muy mal que me llevase con mi madre, el lazo biológico era más fuerte.
En realidad, no estaba triste por haber perdido a mi madre para siempre; se trataba de no poderme llevar nada bueno suyo a la otra vida.
Dejé mi ramo de rosas blancas en la lapida para alejarme de allí lo más rápido posible. No estaba nada cómoda en aquel lugar. Hacía tiempo que aquel no era mi sitio.
Intenté caminar con paso normal y simular todo el hervidero de emociones que era mi interior. Aún así, me fue muy difícil contenerme y no echar a correr lo más veloz posible, al tener en pleno campo de visión a Edward, siendo un punto negro en medio de la blancura del paisaje nevado.
Me comporté lo más civilizadamente que pude para no echarme en sus brazos de manera precipitada.
Como un buen caballero, me había acompañado hasta el cementerio para después respetar mi espacio íntimo y dejar despedirme de mi madre a mi manera.
Y había permanecido allí, junto al coche, en silencio esperándome.
Así estaba aun, cuando estuve lo suficientemente cerca de él, no me precipité.
Edward se limitó a adecuarse a mi humor y no llenó el vacío con palabras inútiles de pesar.
Hizo algo mucho más útil y confortable. Extendió los brazos hacia mí y después, con delicadeza, atrajo mi cuerpo contra el suyo.
No era como otras veces en las que buscaba su cuerpo en la noche, guiándome por la añoranza y la lujuria, para terminar entre las sabanas de algodón, o bajo la protección del cielo estrellado después de horas y horas de hacer el amor.
En aquel instante, necesitaba otro tipo de abrazo, más protector y fraternal, y Edward correspondió con creces.
Era un auténtico milagro notar como todo lo malo pudiese disolverse y sentirme totalmente a salvo.
Apenas oía las pisadas y susurros de los humanos, aunque, tenía un cierto sentido alerta. Por eso intuía como les desagradaban el contacto físico, casi indecente para ellos, entre Edward y yo.
Nunca me había importado escandalizar a aquella sociedad de hipócritas. Mucho menos cuando demostraba mis sentimientos a la persona que amaba.
Me concentré en el aroma, mezcla del que su cuerpo emanaba con el de su abrigo de algodón, y me hizo sentir como una niña pequeña que encontraba su casa, luminosa y calentita, después de atravesar una tormenta.
Cerré los ojos para dejarme llevar mejor por las sensaciones. Me maravillaba como mi piel era tan receptiva al contacto de sus labios, y como aquel cosquilleo se convertía en lo más parecido a una hedónica sensación. Ésta se iba traduciendo en un impúdico placer, que no debía corresponder, en absoluto, con lo que sería correcto sentir.
Y ni siquiera nos habíamos besado en serio. Sólo me había dado castos besos en la frente y las sienes.
Esa era la magia de Edward.
Por todos mis poros salía el amor que sentía mi cuerpo. Como una débil humana no hubiese resistido tanta sobredosis. Mi fuerte constitución de vampiro sufría grietas ante tanto peso.
Ahora lo tenía claro; no hubiese sobrevivido mucho más tiempo sin él.
La muerte de mi madre me había hecho darme cuenta de lo mucho que había cambiado, y de todo lo que tendría que renunciar por el tipo de existencia que había elegido.
Sí, estaba bien dicho. Elegido.
Tal vez, hubiese sido Edward, precipitando los acontecimientos, quien tomó la decisión.
Todavía ponía los ojos en blanco jurando que no hubiese sido la solución ideal para mí, y que no lo hubiese hecho, de no poder soportar su existencia sin mí. Yo no le creía, sin embargo. Hacía tiempo que sus argumentos habían perdido aplomo, y, quizás muy en el fondo, creyese que había esperanza para nosotros.
Pero pondría mi mano en el fuego sin riesgo a quemarme, que yo hubiese elegido aquel tipo de existencia si eso me permitía estar con la persona que amaba.
Era mi hermano, mi amigo, mi amante y mi compañero —era una unión que no se entendía desde el punto de vista humano— por lo que me preguntaba cómo era posible que nos desprendiésemos cuando estábamos completamente unidos. El mismo espíritu en dos cuerpos complementarios el uno del otro. La respuesta era claramente no.
Seguramente, le mortificaría la idea de hacerme perder cosas humanas —como el sabor del café, que me encantaba, y sobre todo, a la manera italiana como lo tomaba en mi estancia en Paris; o estar leyendo, completamente expuesta, bajo el sol—, y sabiendo que esos pequeños detalles, los echaría de menos, los compensaría con otros muchos. Tenía mucho tiempo por delante para averiguarlas.
Seguramente, también estuviese pensando en el tema de los hijos. Había visto como Rosalie se había amargado y maldecido su nueva existencia por aquella carencia, y Edward estaba aterrado con la idea de que algún día se lo echaría en cara.
Si todo hubiese salido como se había planeado aquella tarde de 1918 cuando Edward fue a pedir mi mano, me hubiera torturado la obsesión de no darle hijos.
Si lo pensaba razonadamente, yo sólo quería tener los hijos de Edward. No concebía llevar en mi vientre nueve meses al hijo de otro hombre que no fuese él. Y eso me había conducido a una epifanía. No era tanto la idea de dar a luz a un nuevo ser, como la de reflejar algo creado por el amor que sentían dos personas.
Viéndolo de aquella manera, me parecía un poco egoísta querer a alguien por tratarse del resultado del amor entre dos personas. Me parecía mucho más maravilloso querer a alguien por lo que era; no por lo que representaba. Pero no se podía culpar a los humanos por aquella forma de pensar. Ellos tenían que limar con sus limitaciones.
Edward y yo no podríamos ser padres; no era tan transcendental. Ya encontraríamos la manera de canalizar lo que sentíamos el uno por el otro de manera creativa y completamente perdurable.
Sólo cuando me hizo montarme en el coche para llevarme a casa —la antigua casa de sus padres, donde había pasado su infancia y parte de su juventud—, me di cuenta que éste era nuevo.
Iba a reprocharle el derroche realizado en estos tiempos tan difíciles. No me leyó el pensamiento ya que mi escudo estaba completamente activo, pero debió descifrar mis expresiones y sonrió como medio de disculpa.
—Es el último modelo de mercedes que ha salido al mercado alemán—me explicó—. Los motores de los coches alemanes son los mejores.
— ¿Esa es la excusa para comprar un coche extranjero?—inquirí burlona—. ¡Como si no hubiese suficientes coches buenos en América! Además, mejor que tu dinero vaya a nuestro país, y no un extranjero. Y menos aun cuando hemos sido enemigos hasta hace poco.
Se mordió levemente el labio, como siempre hacía cuando había alguna circunstancia que le recordaba la bautizada como guerra mundial, y, en silencio, se concentró en la carretera.
Nunca me había hablado de lo que había pasado en los meses transcurridos en el frente. Solamente su conversión en vampiro. Sin embargo, yo intuía que su idea sobre la guerra había cambiado radicalmente. Haciendo caso a Carlisle, no insistí en que me contase todos los detalles de su vida en Francia; yo también tenía mis propios secretos. Posiblemente, saliesen poco a poco. Lo importante era que teníamos las dos semanas de navidad para estar juntos —al igual que con los Cullen, Elizabeth y Dawn— y sólo aquello era la importante.
Edward salió de su estado nostálgico y volvió a sonreír torciendo los labios. Eso era una señal para burlarse de mí.
—No te preocupes, amor. Si quieres que compre un coche americano para ayudar a nuestros compatriotas a salir de la crisis, yo te lo regalo por navidades. En mi garaje siempre hay sitio para todos los coches que queramos.
—Se austero—le recordé.
Hizo una mueca de burla sin dejar de conducir.
—Es sólo un pequeño capricho que tengo. Tú has comprado una cámara de fotografías porque te has aficionado a ello y yo no te digo nada.
Exhalé un suspiro. Habían pasado casi cinco años desde mi conversión, y me estaba dando cuenta que parte de mis instintos primarios, o el deseo de satisfacerlos inmediatamente —como el deseo de beber sangre todo el tiempo, afortunadamente— estaba pasando a un segundo lugar, siendo sustituidos por una enorme curiosidad por los avances humanos. En un pueblo tan pequeño como Forks, lluvioso y frío, no había grandes proyectos para realizar mis expectativas, y mucho menos si Edward se encontraba tan lejos de mí, terminando su carrera de medicina. Recordé que aun tenía un año de la carrera de literatura sin acabar, pero que no era factible volver a Paris por el momento. Y tampoco había un conservatorio para volver a practicar con el violín y el violonchello. No tenía otra opción que canalizar toda mi curiosidad en la fotografía. Me había dado cuenta lo mucho que me gustaba observar el mundo a través de un pequeño objetivo y captar de forma permanente un momento único, convirtiéndolo en un trozo de papel colgado en mis paredes.
Debía dar las gracias a Esme por haberme regalado mi primera cámara. Al ver cuanto me había gustado, decidí investigar más sobre los secretos de la fotografía, y me compré el último modelo que había salido al mercado.
—Touché—admití derrotada—. Tienes razón. Hemos tenido suerte con Alice. Si no hubiese sido por ella, hubiésemos perdido nuestro dinero y ahora no estaríamos discutiendo sobre los coches y las cámaras.
También agradecí que hubiese compartido aquella información con Elizabeth y ésta hubiese avisado a Ben para que dejasen de comprar acciones y retirasen sus ahorros antes de que estallase el crash de octubre.
Ellos habían sido afortunados y habían conservado su dinero cuando otros muchos habían perdido sus ahorros de toda su vida y se habían visto apocados a la más absoluta miseria.
Edward posó una mano sobre mi hombro y me atrajo hacia él conduciendo con una sola mano. Reconocía que era un conductor nato. Se veía venir desde su existencia humana. Se había llevado —como otras muchas cosas que constituían su esencia— su amor por los coches. Era inútil discutir con él en ese aspecto.
—Eso es, amor—besó mi coronilla—. Me niego a discutir contigo en navidad. Son las pocas ocasiones que tenemos para estar juntos.
Ya habíamos llegado a casa, pero aún no nos habíamos decidido a entrar.
Parte de mi tristeza se había disuelto como un azucarillo en agua, y la parte más emocional que me unía a Edward se iba transformado en algo mucho más físico que me cosquilleaba por debajo de la piel y se iba convirtiendo en una pequeña llama, extendiéndose por todo mi cuerpo. Su llamada era tan reconocible. Deseo.
Vi el mismo brillo en los ojos de Edward cuando éste se volvió para mirarme.
Mi olfato distinguió el olor del anhelo a la perfección. Siempre era el mismo a pesar de estar camuflado con el cuero de los asientos del coche y la materia prima de nuestras prendas.
Edward se acercó a mí lentamente, no por querer tratarme con delicadeza, si no para contener el momento y hacerlo más especial, y al notar como mis labios ardían en contacto con su respiración, lo interpreté como la señal y me incliné para empezar a amoldar sus labios a los míos. Encajaban a la perfección.
Al principio, el beso fue lento y pausado; una toma de contacto de como mi cuerpo y mi mente iban a reaccionar a tal evento. La señal llegó cuando la lengua de Edward presionó en mi labio inferior pidiendo con urgencia entrar, y mi mente se disoció de mi cuerpo perdiéndose en su propia realidad.
Mis manos cobraron vida propia cuando una de ellas se posó en su nuca, enredando entre mis dedos mechones de su pelo. La otra imitaba sus caricias sobre mi rostro en el suyo. No había corazón que me martillease en el pecho, pero aún así éste me dolía como si aún estuviese activo y el calor subía a mi rostro como si hubiese un pequeño reguero de sangre en el interior de mis venas.
Me quemaba con gusto los pulmones por la ausencia de aire, a pesar de no necesitarlo. Edward era egoísta en ese aspecto y atrapaba en su boca todos mis jadeos.
Apenas era consciente que su brazo me rodeaba la cintura acercándome más y más hacia su cuerpo. Ya era un estado tan natural que estuviésemos tan unidos.
Mientras disfrutaba de todo lo que aquel beso me estaba ofreciendo, una pequeña parte de mí —la única que había permanecido racional en aquel instante— me urgía para insistirle que se diese prisa y me llevase en sus brazos hacia la casa y poder desahogarnos durante horas.
Edward se quedó quieto un momento, y con más brusquedad de lo que toleraba en aquel momento, rompió la unión de nuestros labios y se separó de mí, sin quebrar nuestro abrazo, sin embargo.
Apoyó su frente sobre la mía y se tomó su tiempo para recuperar el aire.
Solté un suspiro de frustración y Edward sonrió compasivo. Seguramente se habría desactivado mi escudo y me hubiese convertido en toda una fuente de información para él.
En el transcurso de los años, gracias a Carlisle y a Eleazar —quien venía a visitarnos a menudo—, había aprendido a manejar el escudo y a quitarlo y ponerlo a mi voluntad. No obstante, con Edward perdía todo. Desde mi raciocinio hasta la capacidad de controlar hasta el más minúsculo de los detalles.
Y ahora le estaba maldiciendo por cortarme en el momento más álgido.
Se rió descaradamente, por lo que algunas de las cosas que yo estaba pensando eran bastante controvertidas. Noté el calor por detrás de mis orejas. Estaba muy avergonzada, y aun así, me puse a la defensiva.
— ¿Se puede saber que es tan gracioso?
Posó un dedo en mis labios, y cuando contuvo la risa, contestó:
—Sencillamente me pregunto cómo puedes perder de tal manera la noción de la realidad cuando estamos juntos. Tu concentración es nula cuando estamos en plan íntimo… es tan humano. Y lo mejor de todo, es cuando hemos parado que has empezado a maldecirme por ello y tú ni siquiera sabes lo que estás pensando. Deberías hablar con Carlisle sobre ese pequeño fallo en tu escudo.
—Eso sólo me pasa contigo—me defendí.
—Es lo que espero—le brillaron los ojos.
Resoplé enfadada. No comprendía por qué nos habíamos detenido. A Edward le parecía aun más divertido.
— ¡No es justo!—protesté y me acerqué a él posando mis brazos sobre sus hombros para atraerle más a mí—. No sabes cuánto te deseo.
Sus ojos brillaron de manera apaciguada y sonrió con cierta tristeza.
—Y yo a ti, cariño—me dio un leve beso en los labios y se alejó antes de que pudiese atraparlo y enredarlo en mis conspiraciones amorosas—. Pero, por desgracia no estamos solos. ¿Ves cuando te digo que pierdes la consciencia de lo que ocurre alrededor del mundo cuando intimamos?—me indicó con la vista en dirección a la casa.
La realidad cayó abruptamente sobre mí al agudizarse mis oídos y percibir que había dos personas dentro de la casa.
Una de ellas era uno de los nuestros. Olfateé simuladamente y reconocí a Carlisle. Había venido, junto con Esme, acompañándome desde Forks para asegurarse que no me ponía demasiado nerviosa en un tren lleno de humanos. Era un eufemismo pero me ayudaba a llevarlo un poco mejor. De todas formas, ellos tenían que ir a Chicago. Habíamos decidido celebrar la navidad todos juntos, por lo que dentro de unos días, tendríamos a nuestra familia en nuestra casa. La excepción era Elizabeth. No podía estar con nosotros debido a un juicio que le llevaría unas semanas en Boston.
Por lo tanto, era lógico que la otra persona se tratase de Dawn. Aunque lo hubiese adivinado por los frenéticos aleteos de su corazón —Edward me había explicado que el corazón de los niños latía mucho más deprisa que el de un adulto—, el sonido de su sangre circulando por sus venas y por aquel olor corporal tan característico de ella.
Me mordí los labios con fuerza y contuve la respiración. No sabía si me encontraba en condiciones de enfrentarme a Dawn sin que su vida peligrase. La garganta me empezaba a doler aunque no había signo alguno de que la ponzoña empezase a actuar.
Al mirar a Edward supuse que mis ojos se habían vuelto negros. Por la forma de enarcar la ceja y el rictus serio, adiviné que estaba preocupado.
Sus palabras me lo confirmaron:
—Si quieres puedo entrar y decirle a Carlisle que se lleve a Dawn a dar una vuelta. Tal vez al museo o al zoológico. Él comprenderá y Dawn estará encantada. Sabes que adora a Carlisle.
Tardé un tiempo prudencial en decidirme a negar con la cabeza. No era justo escudarme en estar baja de ánimos para no atacar a ningún humano. Siempre que venía a Chicago quería ver a Dawn y esta vez no era una excepción.
Hice un gesto de tragar antes de hablar:
—No. Estoy bien, Edward. Tengo que hacerlo. No siempre voy a estar de buen talante para tolerar a los humanos, pero hemos elegido convivir con ellos con todas las consecuencias.
— ¿Segura?—no parecía estar muy convencido.
—No hay restos de ponzoña en mi boca y no siento la quemazón en la garganta—le anuncié bastante animada. Al ver que no reaccionaba, cogí su brazo con fuerza y tiré de él—. Además, tengo muchas ganas de ver a Dawn.
Acabó haciendo algún movimiento cuando logré sacarle del coche. Empezamos a caminar por el jardín dejando huellas en la nieve. Edward rodeó con su brazo mi cintura y me niveló a la velocidad de sus pasos.
—Entonces debes saber que va estar con nosotros todas las navidades. Las feministas de Boston no van a soltar a Elizabeth en un par de semanas. Y Dawn prefiere enfrentarse a una pandilla de vampiros sedientos de sangre que a todas sus monjitas—se rió y luego suspiró—. ¡Bendita infancia! Te hace capaz de hacerte amigo de los peores monstruos y la creencia en poder domesticarlos.
Estaba cansada que Edward se comparase con un monstruo. Teníamos la suficiente racionalidad para decidir cómo conducir nuestra existencia. Y eso es lo que distinguía a Edward de alguien como James.
Pero estos días no me apetecía discutir. Tenía mucho tiempo para convencerle de que no se volviese a ver así.
—No sabes cómo agradezco que Dawn esté aquí—contesté—. Parece que ha pasado un siglo desde que no la veo y sólo fue desde septiembre.
—Lo sé—me dijo escuetamente—. Cuento cada hora que pasa cuando no estamos juntos. Es patético pero lo cuento hasta en los centímetros que Dawn crece en tu ausencia.
— ¡Oh!—yo también le echaba terriblemente de menos, pero intuía que pronto estaríamos juntos—. ¿Y cuanto ha crecido Dawn?
—Cinco centímetros. Está muy orgullosa de haber alcanzado a Alice—se rió entre dientes.
—Alice no es buen referente. Todo el mundo es más alto que ella—me reí con él—. Dawn tiene diez años. Todavía le queda mucho crecimiento.
Acercó sus labios a mi sien.
—Te echo de menos—me besó.
Algo me decía que estas navidades iban a ser diferente. Edward siempre aprovechaba algún día para volverme a pedir que me casara con él, y yo, con todo el dolor de mi corazón, le rechazaba. Tenía que comprender que Elizabeth y Dawn necesitaban todo el tiempo que les fuese concedido para estar con él.
Esperaba una mínima señal para poder reclamar a Edward como mi compañero. Yo ya estaba lista para poder hacerme a la idea que mi vida ya no me pertenecía sólo a mí. Y con la responsabilidad de tener otra a la cual cuidar. Y me hacía tan feliz hacerlo. Lo menos importante era aquel estúpido papel que teníamos que firmar para considerarnos personas respetables en la sociedad. Es decir, casados. Pero, para Edward sí era importante cubrirse las espaldas y hacer de mí, una mujer respetable. Mientras pudiésemos estar juntos, no me importaba atravesar ese trance.
—Ahora tenemos un poco de tiempo—le consolé—. No lo desaprovechemos en lamentar las ausencias; sino en disfrutar cada instante el uno del otro.
—Me temo que no tendremos demasiado tiempo a solas—suspiró—. Te recuerdo que en unos días, tendremos a todo el regimiento alojado. Eso no va a dejarnos mucho a la intimidad.
Cierto. Era una de las pequeñas desventajas de reunirnos todos, pero nuestra familia ya era una parte importante de nosotros.
—Encontraremos intimidad—le prometí.
Y sonreí como una tonta al imaginarme un lugar donde sí tendríamos bastante intimidad. Sólo esperaba que Edward fuese menos estricto y su regla de no hacer el amor en el coche se relajase debido a las circunstancias.
Fingí una cara de inocencia absoluta para mirarle a los ojos.
Se rió de forma enigmática y movió la cabeza en un gesto de desaprobación absoluta.
—Mi regla de no tener sexo en el coche sigue manteniéndose, Bella—me reprobó burlón.
Debería haberle replicado que si quería cuidar tan bien de mi virtud, no espiase mis pensamientos. Pero ya estábamos entrando en la casa y Dawn se volvió desde su silla para dedicarnos una radiante sonrisa, pero no se levantó.
Si hubiese sido más pequeña, hubiese saltado de la silla a darme un gran abrazo. Con el tiempo se estaba volviendo un poco más reservada.
Carlisle estaba leyendo tranquilamente el periódico y ni siquiera se inmutó al oírnos. Nos dedicó un sencillo gesto de saludo.
Dawn nos dio la espalda y se concentró en el periódico que tenía delante. Parecía muy interesada y a veces se alteraba. No sólo lo intuía por la manera nerviosa con la que mordía la punta de la pluma, si no por los pequeños picos que su sangre daba al chocar contra sus venas. Contuve la respiración al sentir como mis pupilas se iban dilatando. Al parecer funcionó.
—Dawn—le reprochó Edward.
—Edward, ella no tiene la culpa de sus reacciones fisiológicas—esta vez, Carlisle le regañó—. Al parecer, el texto que le he traído es bastante emocionante.
— ¿Un periódico alemán?—inquirió éste incrédulo—. ¿Estás enseñando a Dawn alemán?
Carlisle dejó el periódico a un lado para hablar con nosotros.
—Nunca está de más aprender una lengua nueva. Tal vez si tú la hubieses aprendido, te hubieran facilitado bastante las cosas en el frente. Sobre todo con los heridos alemanes.
— ¿No le enseñan alemán en la escuela?—inquirí cuando pude controlar el dolor de garganta.
Dawn negó con la cabeza.
—Las monjas creen que es la lengua del diablo. Les escandalizó mucho que les pidiese que se lo enseñasen.
—Edward, no deberías leer la mente a tu hermana. Es de mala educación—le riñó Carlisle con voz tranquila.
Cada vez se tomaba más libertades con respecto a Edward y su relación se iba transformando en algo más paternal sin perder esa camarería propia de hermanos. No creía que Edward hubiese olvidado a su padre, sencillamente prefería guardarse todo para sí.
Dawn no hizo caso a la intromisión de su hermano y se volvió para preguntar a Carlisle:
— ¿Qué es un comunista?
¿Qué clase de periódico le había dado para leer? Carlisle, con sus casi trescientos años a sus espaldas, tenía los suficientes contactos para conseguir cosas más difíciles que la prensa alemana para enseñarle aquella lengua a una niña de diez años.
— ¡Hum!—hizo como si se lo pensase. Supuse que querría explicar algo tan complejo de manera sencilla—. Es una persona o un grupo de personas que no están muy de acuerdo con el sistema económico que tenemos y proponen otra alternativa.
— ¿Y la otra alternativa es muy mala?—Dawn arrugó la nariz—. El señor que ha firmado el artículo dicen que son un cáncer social.
—Y en ese sentido, tiene razón—coincidió Edward.
No entendía mucho de política; sólo lo básico para entender que la mayoría de los americanos pensaban de la misma manera que Edward. Yo sólo me quedaba con la idea que los comunistas eran personas que promulgaban derechos a las mujeres y por las ocho horas de trabajo. Eso, en sí, era algo bueno. Aunque debía haber algo más para que no se les tuviese demasiada estima.
Dawn continuó con sus preguntas. Cada vez eran más absurdas.
— ¿Qué es la raza aria? ¿Nosotros somos de raza aria? ¿Los vampiros también lo sois? ¿Entonces no hay que eliminaros de la faz de la tierra para que los arios tengan su espacio vital?
Ante la lluvia de preguntas sin el más mínimo sentido, Edward cogió el periódico a Dawn y se lo leyó con tanta rapidez como lo había cogido. Después, enfadado, lo arrugó y lo tiró a la basura.
Enarqué una ceja para preguntarle que tenía de malo. Éste, sin embargo, se dirigió a Carlisle:
— ¿No hay buena literatura alemana para que le tengas que traer a una niña un periódico que está a manos de un pirado?
—Cierto—admitió Carlisle—. Se me olvidó que una vez por semana, Adolf Hitler hace de columnista. Esto era un extracto del Mein Kampf.
— ¿Hitler?—estaba tan ensimismada por los cambios que había sufrido en mi cuerpo y mente, que me había olvidado de los acontecimientos mundiales.
—Es el representante del partido nacional-socialista en Alemania—me explicó Edward—. No ha conseguido representación suficiente en las pasadas elecciones y se dedica a llenar los periódicos con su basura racista.
Carlisle hizo un gesto de impotencia.
—Lo siento mucho, yo pensé que era la sección de literatura. Al parecer este individuo sale por todos lados—se dirigió a Dawn pesaroso—. Me temo, jovencita, que tendremos que prescindir de los periódicos y empezar a practicar con la literatura de siempre. Te conseguiré un ejemplar sencillo de Goethe.
Dawn frunció el ceño.
— ¿Eso significa que Edward no me traerá más periódicos? Así no podré saber si debo votar a los demócratas o los republicanos.
— ¿Qué?—se puso a la defensiva cuando le reprochamos con la mirada—. Es importante para ella conocer la realidad de su país y poder decidir su futuro. Vosotras habéis estado protestando durante décadas por esa oportunidad. Ahora Dawn tiene ese derecho y debe saber usarlo.
—Supongo que tú le habrás dado un pequeño aliciente para que sepa a quien tiene que votar, ¿no?—le contesté picajosa.
El sufragio femenino no había sido tan importante a nivel político como social. Se había tratado de algo mucho más importante que una mujer metiese una papeleta en una urna; aquel gesto nos igualaba a los hombres y reconocía nuestros derechos.
No sólo las feministas radicales; también era el reconocimientos a aquellas que habían ido a la guerra a servir como enfermeras, las que habían sustituido a los hombres en sus puestos de trabajo, o sencillamente, las que habían permanecido en el hogar, esperando a que sus padres, hermanos, hijos, maridos y amantes volviesen de la guerra.
Por lo demás, yo era bastante escéptica con la política. No necesitaba saber mucho para saber que esos gobiernos habían mandando a mi padre morir en tierra extranjera y me habían separado de Edward durante mucho tiempo.
Para los hombres era harina de otro costal. Edward no era la excepción a la regla.
—Es una costumbre de mi familia votar a los demócratas. Los republicanos son demasiado puritanos. Tanto que rayan la hipocresía—se excusó.
Carlisle puso los ojos en blanco a modo de divertida resignación.
—Se supone que vuestros padres eran abogados y tú no has seguido la tradición. Recuerdo la bronca que tuviste con tu padre por no escoger derecho como carrera—le dije picajosa. Me resultaba muy extraño que hubiesen pasado más de diez años de aquella conversación. Algunas cosas las recordaba como si las hubiese plasmado en mi cámara Kodak; otras estaban demasiado borrosas.
Edward se encogió de hombros.
—El destino de un país no se puede equiparar al de un hombre. Mis elecciones personales no afectarán a los hechos que deban ocurrir. Y yo soy muy poco importante. Prefiero ver como pasan los acontecimientos y adaptarme a los tiempos.
Tal vez tuviese razón, pero su simple existencia era el centro de mi propio mundo. Y para mí, él siempre sería más importante que todos los presidentes que se sentasen en la Casablanca.
—Eso no lo puedes saber nunca—comentó Carlisle—. Posiblemente, tú cures a una persona que consideres tu paciente, y unos años después se convierte en presidente cuando podría haber muerto sin tus cuidados.
— ¡Pues yo seré famosa!—se irguió Dawn muy orgullosa—. Estudiaré medicina en Harvard y seré una buena médico.
— ¿Harvard?—Edward contuvo una carcajada burlona—. Ahí sólo van los mejores. Tendrás que dejar de jugar con los niños y centrarte en los estudios.
— ¡Bah!—la pequeña movió la mano como si estuviese espantando una mosca—. Ahora soy muy pequeña para pensar en los niños. Cuando sea mayor, tal vez me permita un pequeño coqueteo, pero tendrán muy claro que mi carrera es lo primero.
Carlisle no pudo evitar reírse ante las ocurrencias de Dawn. Pero sus ojos brillaban con una llama de orgullo. Era la misma sensación que le embargó cuando ella le pidió como regalo de navidad un microscopio y, para nuestra sorpresa, se lo trajo. Aquella noche tuvimos que hacer grandes esfuerzos para separarla del microscopio y acostarla.
Lo lamentaba por Elizabeth, pero ninguno de sus hijos habían heredado su amor por el derecho. Estaba segura —y en eso Dawn era más parecida a Edward que a sus propios padres— que haría todo lo que estuviese en su mano para ser médico.
Observar a Dawn y estar pendiente de la conversación de Edward y Carlisle sobre Hitler y el futuro de Alemania, me hizo olvidar toda la tensión durante un instante. Pronto se volvió a presentar en forma de cansancio. Por mi condición, no debería estarlo, pero todas las emociones me pasaron factura. Cuanto más vencía la sed y la combatía, más necesitaba del mecanismo de compensación de las difíciles sensaciones humanas y más me abrumaban éstas. Era un pequeño sacrificio para no convertirme en alguien como James.
Por no hablar de los malditos zapatos estrechos y con tacón de aguja. Ni siquiera como vampiro era capaz de domarlos. Esperaba con ansia aquella revolución en la moda que tanto anunciaba Alice. Casi hubiera preferido que se volviese a llevar el corsé.
Edward debió notar mi estado anímico y se acercó a mí, preocupado.
—Deberías descansar—me aconsejó—. Ha sido una mañana muy larga y estás en el límite.
Reconocía que necesitaba un buen baño de agua caliente con mucha espuma para relajarme.
—Una hora—le informé.
Carlisle se levantó rápidamente y se fue al perchero en busca del abrigo.
—Bueno, yo he cumplido aquí mi misión. Ahora me toca sufrir para comprar algunos ornamentos de la casa con Esme—soltó aire, resignado mientras se ponía el abrigo—. Tal vez caiga algo más por ahí—le guiñó un ojo a Dawn.
Ésta, adivinando que se podía tratar de su regalo de navidad, palmoteó feliz.
— ¿Entonces te vienes con Esme y conmigo a ayudarnos con los regalos?—la pregunta de Carlisle parecía inocente. Pero quería llevarse a Dawn lejos de la casa para darme un respiro.
Una parte de mí se rebeló. Su corazoncito inquieto en el pecho era una gran fuente de tentación continua; y más cuando se estaba psicológicamente agotada. Pero quería que se quedase.
Al contrario de lo que pretendía Carlisle —y posiblemente, Edward— Dawn movió la cabeza y me miró con ojos llorosos para que intercediese.
— ¿No se supone que los regalos deben ser sorpresa? Si voy a comprarlo, ya no me hará ilusión el día de navidad—su voz era como la de una niña pequeña, pero estaba fingiendo muy bien.
Los hombres eran criaturas muy elementales en cierta manera. Dawn había aprendido muy bien a simular su madurez para manipular a Carlisle a su antojo. Con Edward era algo más complicado.
¡Menudo elemento estaba hecho! Aunque intuía de donde había aprendido tales artimañas.
—Está bien—concedió Edward—. Puedes ayudarme a poner el árbol de navidad y colocar los adornos en la casa. Ya sabes que si la casa no queda lo suficientemente adornada, no pasaremos el examen del duende gruñón—se refería a Alice—. ¡Eso sí! Compórtate como se supone que se comporta una señorita educada en el mejor colegio de monjas. De lo contrario, te meteré en el establo con los renos de Papá Noel.
—Lo más probable es que no lo paséis—me imaginé a Alice volviendo locos a todos para terminar redecorando ella la casa.
Dawn volvió a su estado más infantil y se levantó de un brinco de la silla para buscar los adornos.
— ¡Vamos a estar todos juntos!—gritó y se volvió a su hermano—. ¿También vendrá Emmett y Rosalie? Aún no han solucionado su pequeño problema y se puede meter en líos si vienen a Chicago.
—Emmett también estará—le predijo Edward—. Ya nos encargaremos de solucionar su problema. Aunque, de cierta manera, no le vendría mal recibir un castigo por lo ha hecho. Lo malo es que no hay cárcel lo suficientemente segura para retenerle.
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No era muy normal que hubiese dedicado más de una hora en un baño. Pero necesitaba, de verdad, algo muy relajante. Y el agua caliente había hecho su efecto.
Y Alice estaba a punto de romper toda la armonía con su manía de reordenar la ropa y elegirla a su gusto. En la habitación de la casa que Edward y yo nos habíamos adjudicado, Alice nos había surtido con las ropas diseñadas por los grandes modistos de moda. Reconocía que los saltos de cama, que me había colocado en el cajón de la ropa íntima, eran preciosos, pero completamente incómodos. Me costó trabajo distinguir el olor del sencillo algodón entre la sofisticación de las sedas y el lino. Todo estaba mezclado con fragancias de flores como la lila, las fressias y rosas blancas.
Incluso descubrí que había surtido a Edward de fracs y smokings.
Muy apartado, logré localizar mi objetivo: un sencillo pijama azul cielo aunque diseñado por Chanel.
Por lo menos era un cómodo dos piezas compuesto por un pantalón. ¡Bendito invento!
Una vez me acostumbré a la calidez del tejido sobre mi fría piel, me dispuse a bajar, animada por los gritos de alegría de Dawn y las risas de Edward. Bajé sigilosa las escaleras y me escondí parcialmente detrás del marco de la puerta para espiar la escena familiar de los dos hermanos decorando el árbol.
Dawn no me había visto; Edward no se molestó en mirarme. Susurraba algo al oído de Dawn y ésta asentía la cabeza.
Algo de lo que dijo Edward la extrañó, ya que vi unas pequeñas arrugas en su nariz.
— ¿Los Vulturis?—preguntó extrañada—. No sé de quienes me estás hablando.
— ¿No recuerdas a Tito Aro?—Edward parecía algo desconcertado—. Estuvieron cuando tú eras muy pequeña. Hubo un tiempo que estabas tan obsesionada con ellos, que no hacías otra cosa que dibujar seres oscuros con ojos rojos.
—Sí—reflexionó Dawn—. Pero no tengo constancia de que fuese real. Pensé que había sido parte de un sueño.
Sus palabras me habían hecho fijarme en detalles, que hasta entonces, me habían pasado desapercibidos.
Había crecido mucho desde el verano que la vi por última vez. Ya llegaba a Edward por la cintura. Había más características que indicaban sus cambios. Su cuerpo, con timidez, estaba entrando en aquella tormentosa etapa de la pre adolescencia, donde todas nosotras habíamos sido huesudas y con aspecto andrógino. Si le cortabas sus tirabuzones, se hubiera podido confundir con Edward a su misma edad. Su rostro alargado, sus ojos verdes —que ahora me costaba relacionar con él— las pequitas circunvalando su nariz y su pelo que se iba tornando en aquel extraño color cobrizo que ambos habían heredado de Elizabeth. Sólo sus labios, gruesos y carnosos, despuntaban aquella feminidad que pronto se adueñaría de su apariencia. Estaba camino de convertirse en una auténtica belleza.
Lo más alarmante era los cambios de mentalidad que acompañaban, inexorablemente, a los de su cuerpo. A medida que crecíamos, nuestra mente se iba haciendo, más y más rígida, hasta llegar a la adultez y perder el refugio de la magia.
Sólo una niña pequeña era capaz de dejar entrar a un vampiro sediento de sangre y hacerse amiga de él. Cierto, que a veces, la inocencia infantil podría contrariar al instinto de supervivencia.
Y la imaginación empezaba a ser un refugio poco seguro para Dawn. Era demasiado peligroso hacer equilibrios entre los dos mundos. Los Vulturis habían perdonado a Dawn por su edad, subestimando su precoz inteligencia. Pero ahora que estaba en los límites, debía mantenerla a salvo en el mundo que pertenecía.
Y para eso, teníamos que empezar a hacernos a un lado de manera gradual, hasta que sólo nos relacionase con personajes de cuentos. Como si nos tratásemos de un sueño y que sólo me relacionase con la princesa que fue atacada por un monstruo como James y que el héroe tuvo que rescatar. Ese sería el final de nuestro cuento y empezaría el de ella.
Entonces caí en la cuenta que poco, o nada, retenía a Edward fuera de mis brazos. Él había terminado medicina y, poco a poco, tendría que ir rompiendo lazos con su madre y hermana. Eso significaba que ya estaba lista para reclamarle como compañero.
Aquel pensamiento llenó mi pecho de un extraño calor y no pude evitar sonreír ante la idea.
— ¿Por qué no dejas de espiarnos entre las sombras y vienes a ver tus regalos?—la voz de Edward me sacó de mis ensoñaciones.
Creí no haberle entendido bien. ¿Regalos? Seguramente estaría bromeando. Lo intuía por su sonrisa torcida y sus ojos brillantes al mirarme. Tenía abrazada a Dawn que imitaba sus gestos y se reía tontamente.
—Te prometo que no es ninguna broma—otra vez estaba leyendo mis pensamientos. Tendría que trabajar más con el escudo para dominarlo a mi voluntad, y no según mis emociones—. Bella—me llamó con impaciencia—. Tienes la gran oportunidad de ver tus regalos antes de navidad y la desaprovechas. ¿Dónde está tu espíritu navideño?
—Se supone que no debo verlos antes de navidad. Aún recuerdo las palabras de tu madre cuando intentábamos averiguar dónde estaban los regalos antes del día. Nos decía que si husmeábamos en el desván, donde escondía los regalos, vendría el elfo de Papá Noel y nos convertiría en renos para el trineo y trabajaríamos todas las navidades recorriendo el mundo.
Dawn se partía de risa con mis palabras.
— ¿Vosotros os creíais esa sarta de tonterías?
— ¡Pues claro que lo hacía, enana!—Edward fingió ofenderse—. Se llama espíritu navideño. Puedes no creer en Papá Noel durante el resto del año; pero en navidades es sagrado. Si no crees, no habrá regalos.
—De hecho, recuerdo que Edward iba al desván para encontrar al elfo y que nos convirtiese en renos. Llevaba una botella de ron y galletas para persuadirlo.
— ¡Padres!—puso los ojos en blanco—. En fin, es muy bonito recordar tiempos pasados, pero tus regalos siguen esperándote.
— ¿Y qué voy a abrir la noche de navidad?—me quejé—. No sería muy justo que estuvieseis abriendo los regalos y yo me quedase mirando porque los he abierto antes.
—No te preocupes, Bella—me tranquilizó—. En navidad también tendrás tus regalos. De hecho recibirás un gran regalo—se rió entre dientes y Dawn le imitó.
Debería temerle. Y más cuando se había confabulado con una niña contra mí. Entonces mi estómago se encogió debido a la ansiedad. Algo me decía que el regalo de navidad tenía que ver con la cajita que siempre llevaba en el bolso de su chaleco y, de vez en cuando, sacaba por si mi respuesta cambiaba cediendo y, por fin, le decía que sí.
¿Será capaz de hacerme eso delante de Dawn? Si era sincera conmigo misma, la respuesta, en esta ocasión podría ser sí. Ya no había excusas para que nos separásemos después de estas navidades.
Por eso me quedé algo confundida —por no decir muy decepcionada— cuando Edward me dio una caja de gran tamaño, lo que hacía improbable que se tratase de un anillo. Estuve un buen rato sopesando las opciones antes de animarme a abrirlo.
—No tienes el poder suficiente para averiguar de qué se trata sin abrirlo. No soy tan mala persona. Cualquiera diría que te he regalado unas esposas para retenerte a mi lado—se burló.
—O que se trate de un anillo de compromiso—añadió Dawn continuando la broma hasta que su hermano la gruñó en modo de advertencia. Algo debía saber que tenía que callarse.
Antes que la sangre llegase al río, decidí deshacerme del papel que lo envolvía y abrí una caja de madera antigua. Abrí los ojos desmesuradamente. No me hubiese esperado ver un violonchello por nada del mundo. Y lo que era más imposible, que en el mango de éste hubiese unas iniciales y una fecha: I.M.S 1908.
Por lo tanto, reconocí el violonchello que mi padre me había regalado y que Phil había vendido para pagar sus trampas. Si hubiese seguido siendo humana, en aquel instante me hubiese puesto a llorar como una niña pequeña. Podría jurar que de un momento a otro se me iban a escapar las lágrimas.
Edward notó mi perturbación y me concedió un pequeño gesto cariñoso.
—Elizabeth me contó que Phil se había comportado como un canalla y había vendido todas tus joyas y el violonchello para pagar sus deudas.
—También mi violín—le recordé muy emocionada al volver a tener un resto de mi infancia en mis manos.
—También el violín—reconoció—. El caso fue que cuando empecé a ser más racional con mis instintos, me dediqué a buscar tu violín y tu violonchello por todas las casas de préstamos. Me llevó varios meses encontrarlo, pero al final lo conseguí—se irguió orgulloso. Luego se puso más serio—. Me había prometido a mí mismo no intervenir en tu futuro, y al principio, sólo lo hice por tener algo tuyo en mi poder. Después empecé a tener esperanzas y… bueno, después todo lo demás. Así que he decidido devolverlo a su dueña para que empiece de nuevo. Tienes pendiente muchas cosas. Una de ellas es el conservatorio.
— ¡Oh!—hice un gesto con mis labios cuando pude deshacerme del nudo de mi garganta—. Cuando tienes todo el tiempo del mundo, puedo planificarme las cosas como quiera. También quiero aprender a hacer fotografías…
Estaba diciendo muchas tonterías, pero se debía a la emoción. Si alguna vez había tenido una pequeña duda, se había disipado como una nube en medio de un cielo estrellado. Me casaría con él lo más pronto posible.
— ¿No puedes tocar un poquito?—me pidió Dawn disipando la tensión—. Nunca te he oído tocar y Edward dice que lo haces muy bien.
—Lo hacía—le corregí—. Hace muchos años que no lo toco. Me temo que se me ha olvidado gran parte de ello.
—Es como aprender a nadar—me contestó Edward—. Eso nunca se olvida. Tal vez tengas que ir al conservatorio para perfeccionar. Pero en unos años no habrá humano que te supere—miró hacia la ventana y suspiró—. Me temo que tendremos que dejarlo para otra ocasión. Tienes visita.
Yo también percibí a nuestro visitante. Por la forma jocosa en que su corazón se movía y su sangre circulaba rápidamente, intuí a la primera que se trataba de un humano a quien le convendría adelgazar un poco. El olor a repostería refinada, café solo y grasa me facilitaba la identificación. Se trataba de Jason Jenks, el abogado que había llevado mi no divorcio con Emmett.
Edward se contuvo para no abrirle la puerta antes de llamar.
—Señor Jenks—le saludó con educación mientras le colgaba el sombrero y el abrigo en el perchero. Llenó el umbral de la puerta de agua. Estaba empezando a nevar de nuevo—. ¿Qué le trae por aquí?
Me preguntaba por qué habría venido él y no su secretaria.
—Señor Cullen—carraspeó una vez le hubo saludado. Después se volvió hacia mí completamente anonadado. Demasiado tarde, comprendí que mi pijama no era muy apropiado para recibir visitas—. Señorita Swan, jovencita—hizo una reverencia con la cabeza a Dawn.
— ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Algo de comer? ¿Bebida?—intentaba ser cortes, aunque posiblemente sólo tuviésemos comida suficiente para alimentar a Dawn.
Jenks hizo un gesto de negación mientras se secaba el sudor con el pañuelo. Se sentía sofocado a pesar del frío.
—A menos que sea algo ilegal. En tal caso, aceptaría una copa de coñac.
—Lo lamento, señor Jenks—lo lamentó Edward—. Pero me temo que no hay ni una sola botella de coñac en la casa. En primer lugar, por la niña. Y además, lo que bebemos está permitido por la enmienda XIX. La ley seca no se aplica en nuestro caso.
Los modales de Edward eran impecables, pero le estaba mostrando, intencionadamente, los dientes a Jenks. Señal de que era una persona non grata para él. Jenks representaba todo lo contrario de lo que su padre había sido como abogado. Pero vivíamos tiempos corruptos y era el abogado que se encargaba de los asuntos más truculentos de toda la familia Cullen.
— ¿A que ha venido, señor Jenks?—inquirí. Intentaba ser lo suficientemente amable justificar a Edward—. Debe ser lo suficientemente urgente para venir usted. De lo contrario, hubiese venido su secretaria.
—Mi secretaria está haciendo menos horas. No puedo pagarle lo mismo que meses atrás. Debido a la recesión, tengo menos clientes y me pagan menos. Yo tengo que hacer un esfuerzo para no despedir a la pobre criatura.
—Por supuesto que no sería una pena dejarla en la calle—masculló Edward con una voz tan baja que sólo yo pude oírle. Aún así, le dediqué una mirada de advertencia.
— ¿El motivo de su visita?—quería ir directamente al grano antes que Edward cometiese alguna tontería.
Jenks posó su maletín en la mesa y empezó a sacar un montón de papeles.
—Hay un asunto que me gustaría hablar con usted, señorita Swan. De hecho, le repercute mucho. ¡Oh, no!—me tranquilizó al ver mi cara asustada—. Es algo bueno dentro de lo que cabe. Bueno, en realidad no sé cómo explicarlo, pero en principio no es nada de lo que se tenga que preocupar. Todo legal.
—Eso me tranquiliza mucho—le contesté.
Sabiendo que Jenks no hablaría hasta que estuviésemos a solas, le hice un gesto a Edward para que se llevase a Dawn a la cocina.
Éste lo hizo a regañadientes, pero sabía que se enteraría de nuestra conversación.
—Vamos, Dawn—le llamó Edward—. Vamos a hornear galletas para navidad.
Y antes de que pudiese protestar, cogió a su hermana del brazo y se la llevó a la cocina. No importaba que cerrase la puerta. Se encargaría de estar atento a todo.
Alcé una ceja a Jenks y éste comprendió.
—En realidad, hay varias cosas. Una de ellas, tiene que ver más con el señor McCarty. Resulta que he encontrado a la señora Lucinde McCarty, su actual esposa.
— ¿Ah, sí?—eso le interesaría mucho a Rosalie—. ¿Dónde se encuentra? ¿Es factible hablar con ella?
—De hecho, ya he hablado con ella—dijo con orgullo—. La localicé en Biloxi. Es una señorita muy espectacular. Tiene un aire a la señorita Hale, salvando las distancias, por supuesto. Era enfermera en el puesto de Lorena y allí debió conocer al señor McCarty. Y ha montado su propio hospital cerca de su hogar. Cuando la localicé, se mostró realmente encantadora. Me dijo que ella también quería deshacerse de aquel error, pero no sabía dónde encontrar al señor McCarty hasta que yo fui a buscarla.
— ¿Y así de sencillo? ¿Ella firmó los papeles del divorcio sin más?—esto me parecía demasiado fácil. Emmett iba a tener mucha suerte.
—Bueno, no ha firmado aún—me contradijo.
¡Vale! En el fondo todas buscaban esa solución.
— ¿Cuánto aceptaría por librar al señor McCarty de su problema?
—Ella me hizo un cálculo de los gastos de su hospital y más o menos estimaba que si se le dan veinte mil dólares, estará muy satisfecha.
—Es una cifra bastante considerable—calculé mentalmente. Sin embargo, tenía que admitir que si se conformaba con eso, estaba siendo muy razonable. No la conocía pero tenía la impresión de tratarse de una mujer agradable. Lo suficiente para salvarla el cuello del plan B de Rosalie si ésta no entraba en razón y dejar a Emmett viudo.
—Es un hospital de niños afectados por el hambre producida por las secuelas de la guerra y la crisis.
—Si lo emplea para ese fin no sería una mala cosa. Pero creo que sería mejor que le contase eso al señor McCarty y a la señorita Hale. Ellos son los más interesados en la cuestión.
—Después de navidad, hablaré con el señor McCarty y lo solucionaremos.
—De acuerdo—concluí hasta que recordé que no había venido sólo para hablarme de la situación matrimonial de Emmett.
Cuanto antes se fuese, más tranquilo estaría Edward. Podía oírle refunfuñar encerrado en una cocina que se llenaba con el olor de vainilla y canela. Intenté no aspirar demasiado. En mi vida humana no había sido muy partidaria de la vainilla. Ahora incluso menos.
—Señor Jenks—le llamé la atención—, supongo que no sólo habrá venido para hablar sobre el señor McCarty y su situación, ¿no? Me dijo que tenía algo importante que comunicarme. No me gustaría saber que ha venido hasta aquí sólo para eso. ¡Con la que está cayendo!—señalé la ventana observando cómo empezaban a caer la nieve cada vez más deprisa.
—No. El principal motivo era un asunto que le concierne a usted, señorita Swan. Se trata de su casa.
Le miré como si no le conociese. No tenía ninguna casa en Chicago, a menos que mi padre hubiese comprado alguna a espaldas de mi madre. Era muy poco probable que a Reneé se le escapase esa clase de detalles.
—Se confunde—intenté corregirle—. Yo no tengo ninguna casa aquí, en Chicago. Y no creo que nadie me haya comprado una.
O esperaba que Edward se hubiese contenido y no se le hubiese pasado la idea por la cabeza. ¿O sí?
Oí un leve carraspeo procedente de la cocina. Señal que Edward se estaba riendo.
¿No habría sido capaz de comprarme una casa? Le había dicho que fuese austero estas navidades.
—Si no recuerdo mal, su padre dejó la casa a su nombre—me recordó Jenks.
¡Oh, aquella casa!
—Sí, pero no es mi casa. Yo se la cedí a Reneé y Phil para que siguiera viviendo en ella. Y si no he entendido mal, ellos la vendieron para mudarse a una más lujosa.
No quería hablar a Jenks sobre los términos del contrato por el cual había cedido mi antigua casa a Phil y Reneé. Se había tratado del periodo más oscuro de mi existencia y cuanto más arrinconado se quedase en mi memoria, mejor.
Sin embargo, Jenks negó divertido y me enseñó unos documentos. En ellos estaba la firma de mi padre donde me dejaba escrito, bien claro, que yo era la única heredera de sus bienes.
—No se puede vender algo que no pertenece legítimamente. Si usted hizo un contrato verbal con su madre para cederle la casa, éste no es válido. Como mucho ha podido realizar un alquiler.
— ¿Quiere decir que siempre fui la propietaria de la casa?
—Efectivamente. Y como dueña, tendría derecho a pedir la mitad del alquiler a su madre. Pero me temo, que lo poco que les ha quedado de no pagar deudas, lo ha heredado su prima, la señora Ness Black. Su madre la hizo heredera universal de todos sus bienes. Y eso es lo que me lleva a esta reunión.
— ¿Cuál?
—Ayer vino el abogado de la familia Black a verme. Por alguna razón, sabía que yo tenía relación con usted debido a su futuro compromiso con el sobrino de la señora Masen.
Aquella era la pequeña trola que nos habíamos inventado para que la gente no sospechase del enorme parecido de Edward Cullen con el fallecido hijo de Elizabeth. Por lo tanto, tuvimos que meter en el embrollo a Esme y convertirla, de un solo golpe, en hermana de Elizabeth y madre de Edward. Y en cuanto a ser la prometida del sobrino de Elizabeth, todo apariencia. Pero los humanos tenían que simplificar lo que me unía a Edward.
—El caso es que me expuso una interesante oferta de parte de sus representados—continuó Jenks—. El señor Black, que como sabrá se ha presentado como concejal del ayuntamiento de Chicago por el partido demócrata, se ha mostrado muy interesado por obtener esa casa. Más bien, está obsesionado con ella y quiere hacer una oferta para comprársela.
Contuve la risa ante aquellas palabras. ¿Así que el pequeño Jake quería ser el dueño de la misma casa donde había servido? Aquello era una completa ironía del destino. Y yo tenía en mi mano los medios para impedírselo. Sencillamente, por el placer de negárselo.
Luego pensé que sería demasiado rencorosa y una persona como Jake no era lo suficientemente importante para ganarse algo tan fuerte. No me unía nada a aquella casa. Tal vez fuese una buena idea librarme de ella.
— ¿Cuánto ha ofrecido Jacob Black por la casa?—mi antiguo orgullo de señorita de alta sociedad se rebelaba a denominarle señor. No le consideraba un advenedizo por tratarse de un nuevo rico, si no por la forma como lo había conseguido.
Jenks sonrió como si le hubiese tocado la diosa de la fortuna y deslizó lo que parecía un cheque. Al verlo, me sorprendí bastante.
—Es un cheque en blanco—le dije confundida—. ¿A qué demonios está jugando Black?
—No es ningún juego, señorita Swan. El señor Black me ha dado el cheque en blanco para que usted ponga la cifra que crea. Sólo es saber cuánto vale su casa para usted.
Estuve a punto de decir que nada. Pero el sencillo hecho hacer gastar el dinero a Jacob me rebelaba mi sentimiento más ruin. Tal vez comprase un coche nuevo a Edward.
—Tiene que haber un precio máximo—me hice la inocente—. No creo que Black estuviese muy contento si yo le doy un precio que no se acerque a la realidad. Podría sentirse estafado por mí y nada más lejos de la realidad.
—El abogado hizo caer que podría estar dispuesto a pagar hasta diez millones de dólares.
Aquello era una auténtica sorpresa. Dudaba que pudiese simular la expresión que acompañaba a esa sensación. Jenks sonrió petulante por cogerme desprevenida.
—Es mucho dinero—murmuré incrédula. Incluso rozaba la blasfemia con todo lo que estaba pasando debido a la crisis. Algunas personas, mendigando por las calles, mientras que otras, como los Black, se permitían lujos innecesarios.
—No debería ser demasiado remilgada con el dinero del señor Black. Tiene el suficiente para comprar diez casas como la suya. Si le soy sincero y me deja opinar, yo sí se la vendería.
Estaba claro que Jenks estaba encantado con todo esto. Si conseguía vender la casa por aquel desorbitado precio, él se llevaría un diez por ciento, dado el panorama, era un auténtico negocio redondo.
—Está bien—concedí—. Le venderé la casa por diez millones de dólares, señor Jenks—cogí la pluma que me extendió y empecé a escribir en el cheque—. Con una condición.
Me mostré muy petulante cuando mudó la expresión de su rostro y pequeñas gotas de sudor hicieron aparición en sus sienes.
— ¿Cuál?—preguntó cauteloso.
—Ya que usted se lleva un diez por ciento de toda esta transacción, un dinero muy considerable, pienso que tendrá más que suficiente para usted y su secretaria. Por lo tanto, le pediría que no despidiese a Melinda. Con los tiempos que estamos pasando, dudo que encuentre otro trabajo.
— ¿Sólo eso?—parecía bastante relajado y se secó el sudor—. Entonces cuente conmigo.
Terminé de poner la cantidad y de firmar el cheque para entregárselo a Jenks, que lo guardó en el bolsillo de su chaqueta como si fuese un puñado de oro.
—Pues entonces, lo único que tiene que hacer es encontrar los papeles de propiedad de la casa y traerlos a mi despacho para dárselos al abogado de los Black. Él se asegurará de hacer válido su cheque. La cita es después de navidad. ¿Le viene bien el día veintiséis?
—Perfectamente—aseguré. Alice me había asegurado que nevaría todas las navidades hasta el mes de enero. Por lo tanto, no habría problemas de salir por el día. Recordé una cosa que me revolvió el estómago—. Señor Jenks—le llamé cuando se acercaba al perchero para coger su abrigo y se volvió para mirarme—, ¿Black y su mujer estarán allí para firmar los papeles de propiedad de la nueva casa?
No estaba en absoluto preparada para enfrentarme a Jacob y su mirada acusatoria. No me había visto en apenas cuatro años, y la última vez lo había hecho sólo durante cinco segundos de reojo, pero no le habría hecho falta más que eso para saber la verdad de mi nueva naturaleza.
Cualquier cosa proveniente de él, me tendría que dejar indiferente. Sin embargo, odiaría, que a estas alturas, aún me hiciese sentir sucia e insignificante. Como la vez que nos delató a Edward y a mí ante mi madre cuando estuvimos en el lago diez años atrás. Aquel Jacob no era el que quería recordar.
Jenks se rió de mí como si fuese una criatura algo necia.
—Debería saber, señorita Swan, que el señor Black es una persona muy ocupada y es lo suficientemente rico como para no encargarse, personalmente, de trámites tan engorrosos como éste. No es que le sobre el tiempo para que se encargue de recibir a personas que no le aporten nada. Recuerde que él es un político con una gran trayectoria de futuro y está casado con la sobrina del capitán Swan, todo un héroe de guerra. No regalan su presencia ni su tiempo a cualquiera.
En lugar de sentirme humillada ante el insulto de Jacob al ningunearme, me había quitado un gran peso de encima. Incluso, me permití reírme mentalmente de los aires de grandeza que aquel pequeño sirviente de mi casa exhibía. Si comprando mi casa, donde había sido un don nadie le hacía redimir su pasado, yo no era nadie para impedírselo.
¡Que la disfrutase con su flamante esposa todo lo que durase aquella farsa que se había creado!
Al contrario que yo, Edward no se lo tomó demasiado bien. Cuando se fue Jenks salió de la cocina corriendo de un lado a otro, sin dejar de salir de su boca toda clase de palabras malsonantes, haciendo que algún objeto delicado se rompiese al caer al suelo debido a la velocidad a la que éste se propulsaba.
Dawn, que no podía oír todo lo que salía de la boca de su hermano, lejos de estar asustada por estar en medio de un vampiro enfadado, le parecía tan divertido como estar en la pista de un circo.
Estaba a punto de darle una colleja para que se comportase cuando salió al porche y se sentó para ver como caía la nieve. Estuve un rato observándole hasta asegurarme que estaba tranquilo, y entonces, me reuní con él para sentarme a su lado y observar la nieve en silencio.
No dijo una sola palabra, pero me extendió la mano para estrecharla con la mía.
—Ha conseguido bajarte a su nivel—me dijo rompiendo el silencio—. Le has puesto en bandeja lo que siempre ha querido, y, de paso, te ha humillado. ¿Quién se cree que es? Por mucha apariencia con su incipiente carrera política y su esposa de alta clase social, él siempre será un aspirante. ¡Nuevo rico de pacotilla!
No me gustaba que estuviese disgustado, pero me hacía reír que estuviese enfadado. Se preocupaba demasiado por mí. Si no daba importancia al insulto, no tendría el efecto que se proponía.
—Es curioso que seas tú, precisamente, el que te metas con los nuevos ricos—le piqué con cariño—. Tú has sufrido en tus carnes los comentarios chismosos de la antigua sociedad de Chicago—abrí los ojos simulando sorpresa e indignación y elevé la voz—. El hijo de un abogado, prometido, a nadie más ni nadie menos, que a la hija del capitán Swan—me tapé la boca con un gesto teatral—. ¡Oh, no! Aquí ha pasado algo muy raro. Seguro que tuvieron relaciones pecaminosas y ella está embarazada. ¿Qué se puede esperar de un nuevo rico?
Edward puso los ojos en blanco mientras me reía. Parecía de mejor humor.
—En primer lugar, el nuevo rico era mi padre. Yo ya soy la segunda generación, por lo tanto, debería pertenecer a la clase privilegiada. Además, por favor, no insultes la memoria de mi padre. Él trabajó duramente de forma honrada, o todo lo honrado que un abogado puede hacerlo. Nuestro querido amigo Black ha traspasado todos los límites legales para llegar donde está ahora—chasqueó la lengua—. Siempre supe que había algo muy oscuro en él. Me hubiera gustado haberme equivocado por no verte sufrir por él—se encogió de hombros—. Eso demuestra que por muy mal que pudiese haberme portado con él en el pasado, no ha sido suficiente.
Se rió al recordar alguna broma infantil de las que Jake era nuestro objetivo.
—Yo no soy el vampiro que puede leer las mentes—le recordé.
Si no hubiese sido por el don de Edward, seguramente, hubiese pensado que se trataba de una antigua rivalidad entre dos hombres. Pero siempre había sido increíblemente intuitivo con la gente y no solía equivocarme. Los celos también podían avivar ese sexto sentido. Esperaba que se diese cuenta que, por ese lado, nunca tuvo rival.
Oí abrir la ventana y Dawn se asomó por ella. Tenía una sonrisa burlona que indicaba que todo el asunto de Jacob le divertía mucho.
—Edward, ¿sabes por qué el chucho ha comprado la casa de Bella?
Por el brillo burlón de sus ojos, estaba segura que él lo sabía, pero decidió seguirla la corriente:
— ¿Por qué, Dawn?
Ésta se tapó la boca para soltar una risa tonta y luego soltó:
—Porque tiene que marcar territorio meando en una alfombra de lujo.
— ¡Dawn!—la regañé—. Eso no ha sido gracioso.
Mentira. Sí lo había sido, pero tenía que ponerme seria para que no perdiese los modales.
—No seas tan dura con ella—Edward sonreía cruelmente—. Tú sabes tan bien como yo que es la verdad—después se volvió a Dawn y la soltó: — ¿Recuerdas cuando te dije que había que votar a los demócratas para salir de la crisis?—Dawn asintió—. Pues cuando tengas la edad suficiente para votar y veas al chucho en las listas electorales para el congreso o el senado, haz el favor de dar tu voto al tercer partido. Y si la opción es muy mala, a los republicanos. No podemos permitir que ocurra otra matanza de San Valentín. Es tu deber como patriota que Estados Unidos no sea gobernado por gente de esa calaña.
Dawn hizo un saludo estilo militar.
Le lancé una mirada de pocos amigos para que se cortase con sus comentarios.
— ¿Qué?—me miró inocentemente—. Para que nos gobierne ese perro prefiero dar las llaves de la ciudad al mismo Scarface. Por lo menos no es un matón de poca monta.
—No entiendo por qué insultáis a Jacob de esa manera. Se merece estar en una celda por todo lo que ha hecho, pero creo que no podemos rebajarnos a los insultos para despreciarle.
Edward y Dawn se miraron cómplices y ésta se volvió a reír.
—Al parecer, Bella no entiende que no insultamos al bueno de Jake. Nos limitamos a hacer un retrato fidedigno de él.
— ¡Oh, Ed! Díselo, díselo…—palmoteó ésta eufórica.
—Está clarísimo. Porque desde que era pequeño, cada vez que veía a Bella, se le dilataban las pupilas, empezaba a babear y no hacía otra cosa que seguirla de un lado a otro como hace tu golden retriever. Si no se le elevaba el rabo y lo empezaba a agitar, era porque no lo tenía.
Dawn no se reprimió más y se descompuso en carcajadas. Edward tampoco simuló más y empezó a reírse a mandíbula batiente.
— ¡Edward! ¡Dawn!—les grité como si se tratasen de dos niños traviesos—. Eso ha sido lo más grosero que podíais decir de una persona.
Por supuesto, aquello no les hizo parar y Dawn cerró la ventana para continuar riéndose a gusto en el salón.
Le dirigí una mirada de enfado a Edward cuando dejó de reírse.
— ¿Qué?—se burló.
—Vas a arder en el infierno—le amenacé.
La respuesta típica de él —medio en broma, medio enserio— hubiese sido que no podía ir a un sitio así porque no tenía alma. En su lugar, posó una mano en mi rostro y la adaptó a las formas de éste.
—No se va al infierno por despreciar a semejante persona—se puso serio y me acarició la mejilla con su pulgar—. He visto las llamas de éste y he estado a punto de quemarme, por sacrificar mi propia felicidad. Por eso sé que mientras estemos juntos, siempre estaré en el mejor de los cielos a los que podemos aspirar. En mi cielo—acercó sus labios a mi frente y me besó delicadamente.
Aquel sencillo gesto hizo que saltase hasta mi nube de mi cielo personal. También mi propia versión del cielo.
—Hablando como dos personas adultas y razonables—me dijo—. ¿Por qué le has dado la satisfacción de venderle tu casa? No ha sido por el dinero. Tienes mucho y tendrás todo el tiempo del mundo para acumular lo suficiente para aburrirte de ello. Por lo tanto, cada vez que lo pienso, menos lo entiendo.
— ¿Has sido lo suficiente caballeroso para no leer mi mente?—enarqué una ceja.
—Por favor—me exigió con un punto de impaciencia.
Me mordí el labio y solté una larga bocanada de aire.
—No había un motivo especial. En realidad, lo he hecho más por mí que por él. Esa casa y yo no tenemos nada que ver.
Mis palabras le confundieron.
—Bella—alargó las silabas en un sonoro suspiro—. Claro que tiene que ver contigo. Se trata de tu casa.
Observé la pequeña estructura que había sido la casa de Edward en su infancia y primera juventud, y comprendí porque Elizabeth había decidido dejársela como herencia a Edward. Ella había tenido mayor visión de futuro que yo misma.
Me moví para empezarme a acoplar sobre su cuerpo y me senté sobre sus piernas. Se limitó a apoyar el peso de su espalda en las paredes de ésta mientras me dejaba acomodarme lo máximo posible para adaptarme más a él. Apoyé mi cabeza en el hueco entre su cuello y el hombro.
—No es mi casa. Nunca fue mi casa—le contesté—. Una casa es un lugar físico donde se supone que estás a salvo y eres feliz. Y tú y tu familia, al igual que nuestra nueva familia, tenéis mucha culpa de que ésta sea mi casa—di un pequeño golpecito al suelo del porche teniendo cuidado de medir mis fuerzas—. Nunca he sido más feliz ni me he sentido más protegida que dentro de esas cuatro paredes. Aun así, cuando no esté dentro de ella como lugar físico, yo siempre estaré en ella. Si su espíritu está conmigo—posé una mano en su pecho, donde se encontraba su corazón—, y sus paredes me protegen—cogí sus brazos para colocarlos sobre mi cintura, haciendo que me abrazasen con fuerza—, yo siempre estaré en mi hogar. Tú eres mi hogar, como yo soy el tuyo.
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