When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
Visitas: 29294
Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 28: Lust

Nuevo. Imposible, pero cierto.

Creí conocer el cuerpo de Edward a la perfección. Que a pesar todos los años que habían transcurrido desde la última vez que hicimos el amor, nada iba a ser diferente. Era como tener un mapa grabado en la cabeza donde supiese a la perfección llegar a todas las zonas donde podría llegar al placer. Y en el amor, no existían atajos.

No podía estar más equivocada.

Desde el mismo momento en que los labios de Edward se posaron en mi cuello para tomar el punto de partida con destino al resto de mi cuerpo, hasta que mi pierna se dobló para amoldarse a su cadera, comprendí que algo había cambiado.

Y no era nada físico, como se había desarrollado su cuerpo en el transcurso de los años, o que el brillo de sus ojos al mirarme con una peligrosa llamarada de deseo, o que sus dedos sintonizasen a la perfección con mi centro neurálgico más sensible a sus caricias. Incluso el sabor de sus labios me pareció una mezcla exótica y misteriosa, a la vez que conocida, en cuanto la punta de mi lengua empezó a dibujar el contorno de éstos.

Había sido muy inocente si me hacía a la idea que nada podría superar la primera vez. No podía estar más equivocada. Era mucho mejor. Mil veces mejor. Y apostaría que, a medida que fuésemos buscando cada encuentro, estaría más cerca del paraíso.

Estar de esa manera en los brazos era revivir de nuevo la primera experiencia. Sólo notable por la ausencia de dolor, sustituido con creces por un placer que amenazaba con salirse de mi cuerpo.

Habíamos sido tan jóvenes e ilusos que ahora no habíamos medido como la lujuria tomaba posesión de nuestros actos. Y ahora no existían más mundo que sus brazos y las sábanas de algodón que nos cubrían. Aun así, era mucho más rico de lo que había vivido fuera de éste.

Lo estaba viviendo con los cinco sentidos en pleno auge. Desde la esplendida visión de nuestros cuerpos enredados hasta el olor almizclado a algodón, lavanda y rayo de sol. Era agradable el olor que el hedonismo emitía.

No fue por cansancio, sino por obligación, cuando, de mutuo acuerdo, nos relajamos en la cama.

Edward se negó a separarse de mí y me colocó lo más cómodamente posible entre sus brazos. Un silencio agradable se adueñó de la habitación de hotel mientras observábamos las motas de polvo que bailaban en un tenue rayo de luz plomizo. Calculé que no faltaría mucho para el amanecer. Y tampoco sería un día soleado, pero por lo menos no nevaría de nuevo.

Con cuidado, Edward me colocó sobre su cuerpo de manera que mi rostro quedase en la misma altura que el suyo, derritiéndome por todo el amor que contenían sus ojos.

Como si estuviese tratando con una muñeca de porcelana, amoldó su mano a un ángulo de mi rostro. Uno de sus dedos se enredó en un mechón de mi cabello, jugando a hacer tirabuzones. Después, paseó las yemas de éstos por mi rostro, perfilándolo delicadamente. A medida que iba descendiendo, los ojos se me iban entrecerrando y se me escapó un leve jadeo. Al llegar al cuello, se me escapó un gemido. Su cuerpo se estremecía debido a la risa. En algún momento, sus labios sustituyeron a sus dedos y llegué a pensar que mi mundo se haría cenizas para volver a recomponerse, como había pasado durante toda la noche.

Sin embargo, Edward había decidido marcar los límites y bastaba de juegos por el momento.

Rompió el silencio, de manera suave, pero no pude evitar el impacto de sus palabras.

—Han tenido que pasar más de seis años separado de ti para darme cuenta de lo mucho que te quiero.

Abrí los ojos atónita como si hubiese caído una bomba.

— ¿Antes no lo sabías?—inconscientemente, mi voz se entrecortó. ¿Había sido yo la que más daño había sufrido en todo el camino?

Posó mi rostro entre sus manos para acunarme. Sonrió apesumbrado

—Creo que esa ha sido la única constante de mi existencia—me aseguró—. Nunca he dudado ni en los momentos más negros lo mucho que te quería…

— ¿Entonces?

Suspiró antes de meditar las palabras. Las estaba eligiendo con cuidado.

—A pesar de todo el dolor, creo que esta experiencia me ha hecho valorarte mucho más. Imagínate que todo hubiese salido tal y como lo planeamos. Nos comprometemos, vuelvo de la guerra y nos casamos… ¿Qué edad tendríamos? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? Éramos tan jóvenes y creo que más que enamorados el uno y el otro, lo estábamos del cuento de hadas. Si no hubiéramos visto que hay más allá de eso, hubiera llegado el momento en que todo se hubiese enfriado y nos hubiésemos convertido en lo que siempre habíamos odiado. Un matrimonio monótono y aburrido.

Tenía que admitirlo. Edward llevaba razón. Se me pasó la nada idílica imagen de Edward y yo con treinta años, sentados en un lujoso salón con nuestras mejores prendas; él leyendo el periódico y yo sirviendo el té, sin dedicarnos una mirada, mientras una institutriz se encargaba del cuidado de nuestros tres pedantes hijos. Perfectamente arreglados y educados.

Reprimí un gesto de horror ante la imagen e intenté quitármela de la cabeza.

—Siempre te estás poniendo en lo peor—me comentó Edward con una chispa de humor—. En primer lugar, odio llevar bigote y mucho menos tan fino. Y nunca podría llevar el pelo tan echado para atrás…—puso los ojos en blanco—. Y por no hablar de ti. El moño te sienta fatal y ese vestido gris no te favorece. Tu color siempre ha sido el azul. Además… ¡sirves el té!—se carcajeó—. ¡No tienes pulso para sujetar una tetera ardiendo! Echarías el té en cualquier sitio menos en la taza.

Entrecerré los ojos, dedicándole una mirada de pocos amigos.

— ¿Crees que es correcto mirar la mente de una señorita, señor Cullen?—le grité indignada.

"Cotilla", le dije desde mis adentros.

Aquello acabó por hacerle estallar en carcajadas. Tuve el impulso de pegarle un puñetazo pero eso era demostrarle que no sabía comportarme decentemente.

Me dedicó una sonrisa traviesa.

—Yo no tengo la intención de meterme en tu cabeza, pero tus imágenes apocalípticas son tan nítidas que no hay que hacer un esfuerzo para ello—se acordó de algo muy divertido y se echó a reír—. Nunca he visto a alguien que pierda tanto el control de sí misma cuando hace cosas indebidamente pecaminosas… Hay que trabajar más con ese escudo. Aunque, creo que no es algo tan urgente. No sabes lo útil que me pueden resultar las imágenes de tu cabeza cuando te pierdes a ti misma…

Noté como una oleada de calor invadía mi cara. Era extraño que aún pudiese sentirlo aunque ya no pudiese sonrojarme. Esa era una de las numerosas ventajas de mi nueva naturaleza. Por aquel lado, no me delataría todo lo que Edward me había hecho sentir aquella noche. Hacía mucho tiempo que no había estado tan viva… O quizás, en el fondo siempre había estado en una jaula de cristal con miedo de romperla hasta que Edward me liberó o me proporcionó las herramientas para ello.

Y había sido mucho más que algo dentro de mí. Después de la noche que habíamos pasado juntos, estaba mucho más desinhibida…

— ¡Lo estás volviendo hacer!—me señaló Edward increíblemente juguetón.

— ¿Qué?—grité como si fuese culpable de algún atroz crimen.

—Estás pidiendo una repetición de la jugada—me tocó el labio repetidamente con su dedo—. Al parecer, no has tenido suficiente con toda una noche… ¡Pervertida! ¿Eso es lo que has aprendido de los franceses?

— ¿Qué?—volví a repetir más bajo. ¿De verdad mi mente se desviaba tanto cuando estaba con Edward?

Al interpretar su sonrisa perversa, comprendí que era cierto.

—Edward—entoné mi voz para darle cierto toque de aviso—, ¿no me estarás diciendo que te has dedicado a husmear en mi mente toda la noche?

No dijo nada pero lo interpreté todo cuando un peligroso brillo apareció en sus ojos…

—No te lo tomes a mal. En realidad esto nos abre a nuevos caminos. ¿Cómo iba a saber dónde dirigir mi lengua si no lo hubieses estado pensando?—le di un codazo en sus costillas, pero ni se inmutó. Se acercó a mi oído y me susurró insinuante: —No puedes hacerte idea de lo deliciosa que eres y del placer que me has proporcionado esta noche. ¿Te acuerdas la noche de navidad que nos besamos?—asentí—. Bueno, en realidad hay que irse a más tiempo atrás. Creo que el pequeño Black aún no ha descubierto cual es el punto que hace que una mujer se vuelva loca. Claro que él nunca tendrá en sus manos un mapa tan bueno como yo tengo.

— ¿Lo has descubierto?

Alzó una ceja como diciendo: ¿Tú qué crees?

—Lo he tocado con mi lengua y mis dedos.

¡Maldito y adorable pervertido!

Rodeó mi cintura con sus brazos y me atrajo hacia su cuerpo. Me dejó amoldarme para que me encontrase más cómoda. Amaba apoyar mi cabeza sobre su cuerpo. Aún cuando su corazón hubiese dejado de latir, no había sitio donde me sintiese más protegida.

Mi dedo empezó a hacer círculos inconexos sobre su pecho.

—Admito que ha sido fantástico—cedí—. Pero me hubiese gustado que no violases mi intimidad y lo hubieses sacado por ti mismo, ¿no crees?

—A eso se llama trabajo en equipo—me replicó enarcando las cejas—. Con ocho veces, incluso el mejor amante necesita un poco de ayuda.

Intenté mantener la mente clara para recordar todo lo que había pasado esta noche. O yo había estado muy perdida o Edward había contado mal. Me salían siete.

—No me he equivocado—repentinamente, dio la vuelta a la situación de tal manera que me encontré boca arriba con él tumbado sobre mi cuerpo, aun teniendo cuidado de no apoyar todo su peso. Me dedicó una sonrisa petulante—. La octava viene ahora.

Antes que pudiese replicar, sus labios apretaron los míos convirtiéndolo en un beso lleno de ansiedad. Mis manos tomaron el control y agarraron mechones de su cabello para profundizarlo mientras mis piernas se iban abriendo hasta asegurarse que su cuerpo se amoldaba hasta crear zonas de fricción.

Por un momento, a la par que me besaba y acariciaba insistentemente, pensé en ser un poco traviesa y empezar a imaginarme esa situación con algún otro hombre. Mal asunto, no funcionó.

—La próxima vez que intentes ponerme celoso busca a alguien que me haga sombra—susurró en mi piel.

.

.

.

— ¿Cómo no he podido darme cuenta hasta entonces de lo mucho que te he echado en falta?—susurró mientras dibujaba pequeños círculos.

Apoyé mi cabeza en su pecho en busca de un sustento. No era cuestión de echar nada en cara; su simple presencia y tener la garantía que seguía queriéndome era más que suficiente para que todas las heridas hubiesen cicatrizado. Aun así, era difícil olvidar que él mismo había decidido separarnos. Cierto; sus motivos habían sido altruistas y podía imaginarme como la frustración y los celos le harían hervir la sangre mientras se reconcomía la cabeza viéndome con otro hombre y los hijos que hubiésemos podido tener. Y sobre todo, el final. La salvación de mi alma.

Reconocía que visto desde su punto de vista, eran probabilidades mucho más alentadoras que permanecer congelada y haber perdido ésta en el proceso. Claro que él nunca hubiera concebido que yo funcionara de forma distinta a los demás.

Tal vez Rosalie siempre estuviese lamentándose por no poder tener hijos; o Edward por mi alma, pero yo era feliz con todo lo que pudiese dar. Y eso era mucho más que toda la posición, seguridad y progenie de cualquier otro hombre.

— ¡Hum! Me hubiera gustado que hubieras pensando en esto unos años antes—intenté permanecer lo más tranquila posible. No tenía la intención de reprocharle nada, por lo tanto, tenía que dar a entender que me lo tomaba a broma—. Cierto que nuestras virtudes incrementan con el cambio, pero nuestros defectos… ¡Dios, como puedes ser tan cabezota! ¡Hubieras sido capaz de convertirme con cincuenta años!

Hice un gesto de horror ante aquella idea; Edward se rió entre dientes ignorando mi mirada encendida. No me parecía nada gracioso permanecer toda la vida con arrugas y canas en mi pelo.

—Seguramente hubieses sido una abuela preciosa—me animó.

—No es gracioso—le reñí.

¿Cómo podía haber dejado pasar tanto tiempo?

Veintidós años…

—Tienes veintiuno—me corrigió—. Bueno, en realidad tienes veinticuatro, pero, ¿no te parece una edad maravillosa? Estás en plena juventud.

—Hubiera preferido disfrutar de más juventud—murmuré agriamente.

Él y sus maravillosos eternos dieciocho años.

—Increíble—puso los ojos en blanco—. No te preocupa que te haya congelado eternamente con todo lo que eso conlleva, y sí la supuesta diferencia de edad entre nosotros. Nunca has estado tan hermosa como lo estás ahora. Y seguirás así toda la eternidad.

—Pero…

—No hay peros, Bella—me acalló poniendo un dedo en mi labio—. Eso es sólo apariencia. Yo sigo siendo el mayor—se ufanó. Luego me acarició el labio con el pulgar—. ¿Crees que la gente nota eso? Te puedo dar información de primera mano que no es nada de eso lo que se les pasa por la cabeza. Y no hay ninguna mujer con quien me sienta orgulloso de ir andando por la calle de su mano.

Besó mis labios.

— ¡Hum!—suspiré—. ¿Ni siquiera con Tanya?

Su risa me hizo cosquillas en mis labios.

— ¡Eres imposible!

Una cascada de besos recayó sobre toda la superficie de mi rostro y la parte más alta de mi cuello. Yo también me daba cuenta lo muchísimo que había extrañado aquella faceta más física de nuestra relación.

—Juro que si hubiera sabido donde buscarte, te hubiese tirado de los pelos para obligarte a cumplir tus promesas.

Le besé la nariz.

—Si fueses tan amable de recordarme cuales eran los puntos.

—Prometiste…—se me entrecortó la respiración—. Prometiste que después que terminase todo, irías a buscarme.

—Cierto. Y también creo que había otro punto en aquel contrato, ¿recuerdas? Te daré una pista. Tiene algo que ver con un anillo. ¿Dónde está el anillo que deberías llevar en tu dedo anular?

Repentinamente, mi garganta se resecó y no segregaba la suficiente ponzoña para refrescarla. Como consecuencia, mi lengua se quedó pegada en mi paladar y todo mi cuerpo se puso rígido como si me convirtiese en uno de aquellos pumas que tanto me gustaba cazar.

—Isabella, ¿dónde está el anillo?—repitió la pregunta.

Sus labios formaban una mueca de sonrisa burlona, pero había algo amarga en ella.

—En el dedo de Elizabeth—contesté al fin. Después, le expliqué: —No quería perderlo y creí que estaría mejor con ella. Me lo devolverá cuando sea necesario.

—A lo mejor va siendo hora de ir pidiéndolo—me dijo distraído, sin embargo, enunció cada palabra con énfasis.

Al ver que mi respuesta era el silencio más rotundo, él se rió amargamente:

— ¡Oh, venga ya! Te pareces a uno de esos pumas a punto de ser investidos por alguno de nosotros. ¿Aún piensas que el matrimonio como una atadura? Si quieres puede ser de la manera más sencilla y firmar un papel. Única y exclusivamente. Sin boato ni ceremonias.

— ¿Y te crees que Alice nos lo perdonaría?—enarqué una ceja—. Ya se ha quedado con las guirnaldas compuestas y sin boda debido a Rosalie y Emmett. Nosotros no escaparemos de sus garras.

—El problema no es Alice—Edward movió el dedo—. Si ahora mismo me dijeses que nos casábamos, íbamos al juzgado más cercano y lo hacíamos. Tendrás mi palabra que ella no se meterá ni te replicará nada. Pero eso depende de ti.

Tragué un poco de ponzoña que se me había formado. Se me acumuló un sabor amargo en el paladar.

—Me has pillado de sorpresa—mentí. O por lo menos en parte.

Seguramente, me hubiera replicado si en ese momento el teléfono no hubiese sonado acudiendo en mi ayuda. Edward lo dejó sonar dos toques antes de cogerlo.

—Hablando del diablo—refunfuñó al coger el auricular—. ¿Te puedo ayudar en algo, Alice?

Distinguía a la perfección la voz de la pequeña vampiro, alborotada y aguda. Edward tuvo que retirar el auricular de la oreja para no tener un problema auditivo.

— ¿Es obligatorio bajar a la cafetería?—imité el gesto de pocos amigos que Edward dedicó al teléfono—. Me siento mucho más tranquilo que hayas visto que no sucederá nada malo… ¿Elizabeth ya está ahí? Danos media hora, ¿quieres?—y colgó el teléfono.

Abruptamente, dejé caer todo mi peso en la cama, apenándome de tener que salir de aquel paraíso de sabanas de algodón.

Sin pensárselo más tiempo, Edward salió de la cama más rápido de lo que pude asimilar y estaba abriendo el armario.

Le dirigí una mirada suplicante.

—Lo sé—me animó—. Yo tengo tantas ganas como tú, pero como no estemos en ese restaurante en media hora, Alice vendrá a recogernos.

—Puedes decirla que estoy indispuesta.

No. Esa era muy mala excusa.

Edward movió la cabeza, riéndose.

Bajé la vista y por primera vez, reparé en los harapos que habían sido la ropa del día anterior. Cogí el resto de mi vestido pensando en que Edward tenía razón con eso de mi descontrol hedónico.

—La verdad que hemos sido bastante cuidadosos. Sólo nuestra ropa ha sufrido daños. La cama ha permanecido intacta.

— ¡Ya sé!—exclamé—. Podemos decir que hemos sufrido un accidente con la ropa y no tienes ningún recambio.

Suspiró pesarosamente antes de abrir el armario y dar al traste con todas mis esperanzas. Entre toda mi ropa, se encontraba un traje de hombre negro de última temporada. Seguramente, me maravillaría verle con el puesto si antes no me hubiese deslumbrado con su magnífica desnudez.

Ambos dijimos el nombre de Alice como una palabrota.

—No deja títere con cabeza—se rindió Edward.

Inevitablemente, yo también tenía que ir pensando en levantarme e ir seleccionando mi vestimenta.

—Haz el favor de consolarme y decirme que también tendremos esta noche—supliqué. Eso daba al traste con mi idea de volver aquella noche a Forks. En aquel aspecto, no me importó darle credibilidad a las predicciones de Alice. Si nos teníamos que separar durante meses, necesitaba cada segundo de nuestro tiempo con él.

Cogió mi mano y me dio un apretón cariñoso.

—Creo que eso es lo único que me impulsa a salir de esta habitación.

Le quería con todas mis fuerzas. Y, seguramente, si insistiese un poco más, me casaría con él aquella misma tarde. Pero había algo que me refrenaba. Quizás fuese que necesitaba un poco más de tiempo para mí misma y todo lo que implicaba ser un vampiro. Me estaba acostumbrando rápido a la mayoría de los estímulos que me rodeaban y ya no tenía ansias de sangre a todas horas. Aun así, sentía que era imprescindible más espacio vital para mí, antes de hacerme a la idea de tener que pensar por dos.

Y lo mismo para Edward. Tenía que terminar su carrera y alargar todos los instantes que pudiese estar con su madre y su hermana. Hasta que la separación se hiciese inevitable.

Uní todos esos pensamientos y me concentré al máximo en ellos. Esperaba que mi escudo no estuviese interfiriendo en mi cabeza.

La sonrisa de Edward me confirmó que así era.

— ¿Me prometes que sólo es por eso?

Asentí.

—Bueno, tendré que dejarte en manos de Carlisle un poco más—me reí tontamente cuando su mirada se volvió peligrosa. Posiblemente, Carlisle fuese el único hombre que le hiciese algo de sombra—. Ya que no voy a conseguir que nos escapemos juntos y firmemos un papel, por lo menos, prométeme que te quedarás a pasar las navidades conmigo.

—Claro. Eso es fácil de cumplir—las últimas navidades no habían sido una época demasiado feliz.

Besó los nudillos de mi puño y se dirigió al cuarto de baño.

Se rió de forma traviesa y empezó a picarme:

—No sabes cómo te lo agradezco. En quince días tendré millones de argumentos para convencerte de las ventajas del matrimonio.

Dicho esto, oí el agua chocar contra el suelo de la ducha.

Una maldición se me cruzó por mi mente a la vez que mis labios dibujaron una sonrisa lasciva.

¡El muy bastardo había dejado abierta la puerta del cuarto de baño!

.

.

.

—Disculpe, señor—se refirió uno de los botones a Edward con demasiada deferencia—. ¿Se encuentra bien su esposa?

"Me encontraré mejor cuando se vaya", le exigí mentalmente. Era más fácil decir que te enfrentabas a una concentración de olores humanos en un espacio cerrado y caliente que hacerlo realmente. Oler y oír como la sangre, más o menos frenética, se iban desplazando por sus frágiles vasos sanguíneos, era casi insoportable. La ponzoña amargaba mi paladar y hacía el mismo efecto que tener un hierro candente atravesándote la garganta. La cercanía de aquel pobre chico no me ayudaba en nada.

—Perfectamente—le contestó Edward cortante.

— ¿Seguro?—insistió—. La señora está muy pálida.

¿Señora?

Iba muy mal por ese camino. Se estaba ganando un mordisco. Lo estaba pidiendo a gritos.

—Son los tacones—señaló Edward—. Es una pequeña tortura que han impuesto a las mujeres. Mi mujer no los aguanta pero es tan presumida que tiene que ir a la última.

No había pensado en el factor de los tacones, pero eso no ayudaba a paliar mi malestar. Después del corsé, había sido el invento más misógino jamás creado.

Edward despidió al botones alegando que estábamos esperando a nuestros acompañantes. Le dio el doble de propina para dejar claro que debía esfumarse rápidamente.

—Señor Cullen—al mirarme, me dedicó una sonrisa radiante—. Señora Cullen.

Edward me agarró lo suficientemente fuerte para no salir en su persecución.

Estar adentro de la cafetería era la misma sensación de entrar en el infierno. Un calor horrible y miles de potenciales presas a las que no debía cazar. El olor de café no ayudaba demasiado a simular los aromas humanos.

Por el momento, éramos los únicos en aquel lugar. No olí ningún rastro de otros vampiros, por lo que nuestra familia aun no había llegado.

—Elizabeth ya está aquí—me informó Edward.

— ¿Cómo lo sabes?

— ¿No hueles?

—Huelo muchas cosas.

—De acuerdo—dijo—. Vamos a hacer una pequeña lección de rastreo.

Lo miré asustada.

— ¿Vamos a comernos a tu madre?

—A veces pienso que se lo merece, pero vamos a saltarnos la última parte de la cacería—. Luego me indicó: —Ayer viste a mi madre por lo que tuviste la oportunidad de captar su olor.

—Cierto—pero no estaba realmente segura que yo pudiese recordar los detalles. Los humanos no eran pumas.

—Aunque no te lo creas, una de las cosas que nos convierten en los grandes depredadores y convierten a los humanos en un eslabón más bajo de la cadena alimenticia, es el pequeño detalle de poder memorizar pequeños estímulos como el gusto, el tacto y el olfato con mil veces más eficacia que cualquier animal en el mundo. Los humanos, en su evolución, perdieron esa capacidad.

—Entonces, ¿me estás diciendo que en algún rincón está el recuerdo del olor de Elizabeth?—insistí—. Lo único que tengo que hacer es recordarlo.

—Efectivamente—afirmó—. Céntrate y en cuanto lo tengas en tu memoria, olfatea hasta encontrarlo y después, con mucho sigilo, te acercas hasta donde te indique el olor.

—De acuerdo—comprendí. Recordando algo, fruncí el ceño y le señalé picajosa: —Tal vez sea una mala pasada de mis tacones, pero me ha parecido que cuando el botones me ha confundido con tu esposa, tú no le has corregido. ¿Me equivoco, Edward?

Éste puso los ojos en blanco.

—Haz el favor de concentrarte—cambió de tema.

Cerré los ojos e intenté evocar el olor de Elizabeth. Me pareció recordar que era muy similar al de Edward —una mezcla de lilas y agua fresca— pero con un toque muy diferente. Recordaba que ella llevaba un vaso de café en su mano. Café. Pero algo distinto al que desprendía aquella cafetería. Su favorito era café con un toque de vainilla y ahí estaba la clave.

Olfateé y rápidamente encontré un punto donde toda aquella mezcla se concentraba por encima de los perfumes, sudor, hostelería e, incluso, la sangre.

Cogí a Edward de la mano y, tirando de él, caminé con ligereza hasta localizar a Elizabeth, que se encontraba tranquilamente leyendo el periódico. No se percató de nuestra llegada, por lo que me senté en la silla y la saludé satisfecha de mi exitosa lección de rastreo.

—Buenos días, Elizabeth.

Su corazón, latiendo frenético en su pecho, me dio la primera señal que la había asustado. Segundos después reaccionó abriendo los ojos y poniéndose las manos en el pecho. El periódico se cayó al suelo.

— ¡Oh, Señor!—exclamó—. ¿Qué es lo que pretendes, Isabella? Me has dado un susto de muerte.

A mi lado, Edward, ya sentado y con el periódico de Elizabeth, se reía como un niño al que la travesura le había sentado muy bien. Casi recuperada, le riñó con la mirada.

—Es una pequeña lección de caza—se encogió de hombros—. ¿Qué puede tener de malo?

—El hecho de haberme utilizado como conejillo de indias en tu experimento—le contestó irónica—. Me he sentido como una presa.

—No te imaginas las consecuencias si hubieras estado aislada en un bosque mientras dos vampiros te acechasen. Y no muy mayores. Eso daría más emoción al asunto, ¿no es así? —los ojos de Edward brillaban traviesos.

Pero Elizabeth no se dejó amedrentar por ello.

— ¿Debería estará asustada?—sonó a reto.

—Deberías—sentenció Edward.

Tranquilamente, Elizabeth tomó un sorbo de café y recuperó el control de sí misma. Era como si estuviese hablando con su hijo y su prometida y no con dos potenciales asesinos si se torcían mucho las cosas. Era una mujer muy valiente.

—Tal vez debería alegrarme de tu buen estado de ánimo—dijo despreocupadamente—.  Últimamente, no te había visto tan radiante como esta mañana.

— ¿Últimamente?—inquirí.

—Me refiero a los cinco últimos años—me aclaró—. Hasta ayer, parecía un cadáver andante.

—Gracias por la aclaración tan literal—repuso Edward al borde del sarcasmo.

—Tú también estás mucho mejor de lo que estabas ayer—me dijo ignorando a Edward.

Seguramente, me estaría ruborizando de haber sido humana.

—Se debe a la sentencia de divorcio… En realidad de no divorcio con Emmett… Al fin, soy libre.

Elizabeth me dedicó la misma sonrisa pícara, la misma que Edward había heredado.

—Creo que eras libre desde el minuto uno de aquel no matrimonio—puso los ojos en blanco y escupió: — ¡Maldito Emmett! Debería haberme esperado algo así.

Edward hizo un gesto de impotencia como diciendo que él no podía haberlo sabido.

—Sólo quería mantener a Bella a salvo de su familia. Emmett me pareció una mejor opción que los Newton y los Crowley. Otra opción podría haber sido Ben, pero, ¿como separarle de Ángela?

Elizabeth, en silencio, miró significativamente a Edward.

—No, aún no—contestó éste a su pregunta mental—. Pero pasará las navidades en Chicago. Al menos es algo.

Me figuraba que estaban hablando de mí y mi negativa al matrimonio. Me fijé en los dedos de Elizabeth tamborileando en la mesa y me llamó la atención que no llevase mi anillo puesto.

—Elizabeth, ¿dónde está mi anillo?—inquirí—. ¿No se habrá perdido?

Extrañamente, sentía cierta afiliación por aquel objeto que había formado parte de mi dedo durante un tiempo. Me hubiese sentido vacía si se hubiese extraviado.

—Está a buen recaudo—contestó escueta Elizabeth.

Dedicó una mirada significativa a Edward, quien, repentinamente, sintió una gran necesidad de leer el periódico. ¿Qué estarían tramando esos dos?

— ¿Sabes dónde está el resto?—cautelosamente, ésta decidió cambiar el tema.

Negué con la cabeza.

—Supongo que estarán dando una vuelta por la ciudad—informó Edward—. Y si se han ido por el centro, Alice y Esme harán la visita turística a las grandes boutiques. ¡Pobres Jasper y Carlisle!—se rió entre dientes.

—Entonces me dará tiempo a hablar con vosotros dos.

— ¿Es sobre lo que hablamos? Ya sabes lo que opino.

—Lo sé, pero quiero que Isabella también esté presente—me miró significativamente—. Al fin y al cabo, esto es para los dos.

— ¿Qué es lo que pasa?—unquirí preocupada.

—Estamos discutiendo el testamento—me contestó.

Apreté fuertemente una servilleta.

— ¿Te ha ocurrido algo? ¿Estás enferma?—a simple vista no lo parecía.

Ella se rió negándolo.

—Nunca he estado mejor. Sencillamente, se trata de ser precavida. Habrá un momento en el que, irremediablemente, tendremos que separarnos. No me conviene saber mucho más de lo que sé. Estoy en terreno pantanoso.

Se refería a los Vulturis. Lo que Carlisle me había contado de ellos no me inspiraba mucha confianza. Estaba esperando el momento en el que me llamasen. Aun no lo habían hecho y podrían pasar muchos años antes de reparar en mí. Esperaba que fuese el suficiente para que Elizabeth y Dawn estuviesen a salvo.

— ¿Cuáles son los términos del testamento?—le pregunté.

—Bien…—reflexionó—. Como Edward ya sabe, se quedará con la parte que corresponde a su padre. Dawn se quedará con todo lo que tengo más lo que gane en el futuro. También será suya la casa donde vivimos ahora.

—Es razonable—coincidí. Dawn no iba a tener las mismas probabilidades que nosotros. Las concesiones eran justas.

—Hay algo más, ¿no?—comentó Edward.

—La casa donde antes vivíamos será vuestra—declaró—. He decidido que sea vuestra.

Me llamó la atención el uso del plural.

—Habéis vivido en ella y Dawn casi no la conoce—continuó hablando—. Tiene tanto de vuestra esencia que sería imposible no cedérosla.

Edward se rió entre dientes.

—Supongo que eso lo haces porque he instalado todo el campamento allí y no ves forma de echarme de allí.

Su madre le miró con ojos tiernos.

—Ese es vuestro hogar. Vuestro punto de encuentro y partida. Viajaréis por todo el mundo y viviréis en docenas de ciudades, pero siempre acabaréis volviendo a Chicago.

Un olor muy familiar se hizo presente en el ambiente. Edward también se percató de ello y dejó el periódico en la mesa.

—Llegáis tarde—señaló el reloj a la pequeña vampiro que se disponía a sentarse.

—Lo sé—admitió Alice dejando en una silla la docena y media de bolsas que traía—. Pero como sabía que vosotros os ibais a demorar, pues decidimos daros más margen.

—Lo que le ha venido estupendamente para pararse en todas las tiendas caras del centro—puntualizó un Jasper agobiado con el doble de bolsas que su mujer transportaba. Se permitió descansar tranquilo cuando las descargó todas.

Estaba exultante, elegantemente vestida a la última y muy ufana pensando en todas las compras que había hecho. Y lo peor para mí, todas las que les quedaba por hacer.

— ¡Sólo ha sido una pequeña vista!—exclamó ésta—. Además Bella, con su cambio de planes, ha trastocado todo y tenemos que comprar todos los preparativos navideños. ¡Nosotros también nos quedamos!

—Feliz navidad—Carlisle ya había tomado silla y sonreía radiantemente a Elizabeth, la cual no podía disimular una sonrisa tonta. Se dirigió a mí: —Ya sabes lo que te espera.

Me mordí el labio, ansiosa.

—Cielo, te prometo que no será tan malo. No te agobiaremos mucho con eso de ir de tiendas—oí prometérselo a Esme, que se sentaba al lado de su marido—. Pero tienes que ir, Bella. ¡Son magníficas!

—Eso lo dices porque no has visto todo lo que hay en Paris—le conté—. Es la capital de la moda. No tienen para comer, pero si no hay una tienda de ropa de diseño en cada esquina, no hay nada.

Alice parpadeó soñadora.

—Paris—suspiró—. ¡Cómo me gustaría ir! Lo peor de todo es que no puedo convencer a Bella para que me lleve con ella la próxima vez que vaya.

Era casi insoportable cuando usaba su don para restregarnos lo que iba a pasar antes que nosotros.

—Según tú, ¿voy a volver a Paris?

Asintió.

—Pero no lo harás sola. Lo malo es que no quieres llevarme—parecía una niña pequeña a punto de llorar—. Por lo menos prométeme, que cuando entres en la tienda franquicia de Dior, me comprarás ese bonito sombrero rojo que hay en el escaparate… No, mejor cómpramelo en color malva. Me favorece más y dentro de unos años será el color de moda.

— ¡Ey, un respiro, pequeña!—la ordenó Edward—. Ya estás dando instrucciones de un viaje que Bella no tiene intención de realizar aún.

Alice no se dio por aludida.

—Se lo recuerdo para que no se olvide—luego empezó a husmear en las bolsas—. Si nosotros no podemos ir a Paris, que Paris venga a nosotros.

Sacó un bonito —y ruinoso— abrigo de color malva de nuevo corte y se lo enseñó a Elizabeth.

— ¡Mira lo que te he comprado!—canturreó—. ¿No te parece bonito?

Ésta lo miró como si le estuviese ofreciendo un pastel envenenado.

—Alice, los regalos de navidad deben darse el día de navidad—le regañó.

— ¿Y quién ha dicho que esto sea un regalo de navidad?—saltó—. Mañana tengo que ir a hacer más compras. Esto sólo es un pequeño detalle.

— ¿Tú llamas pequeño detalle a gastarte ciento cincuenta dólares?

Alice, al contrario de todos nosotros, no recordaba gran cosa de su pasado humano. El único recuerdo, a parte de Jasper, había sido nuestro pequeño encuentro. Pero ella sabía que no había sido feliz y había tenido carencias.

No existía vampiro más feliz que ella y, ahora, que tenía cariño por doquier, lo daba por triplicado. Lo que incluía gastarse cantidades titánicas de dinero en cualquiera de nuestros caprichos.

Yo siempre había sido una persona de medios económicos bastante holgados; lo de Alice me daba miedo. Pero ella nos decía que no nos preocupásemos porque nunca nos faltaría el dinero.

— ¡Oh, Elizabeth!—gimió—. Por ahora, las inversiones en bolsa van bien. No tienes que preocuparte por nada. He visto como están nuestras acciones y van a subir como la espuma. Incluso estoy pensando en hacer un par de inversiones más.

—No estoy seguro que me guste mucho que juegues en la bolsa con nuestro dinero—le advirtió Carlisle preocupado—. Un día, se desplomará y perderemos nuestros ahorros.

Ésta le dedicó un gesto despreocupado.

—Soy muy precavida con ello. Por lo tanto en septiembre de 1929 quitaré todos los ahorros—prometió—. Bueno, no, esperaré hasta octubre.

Para disipar el ambiente de finanzas, acabamos hablando sobre el deterioro de la sociedad por culpa de la ley seca y la delincuencia que ésta conllevaba, hasta cosas más agradables como los nuevos grupos de música Jazz.

En medio de aquella conversación, Edward se levantó y se puso el abrigo. Le miré con alarma.

— ¿Te vas?—pregunté en un susurro ansioso.

Asintió y me dio un beso en la frente.

—Tengo que hacer una cosa. Es una sorpresa.

Miré aprensiva alrededor de la cafetería. Me había acostumbrado al ambiente y al dolor de garganta, pero me sentía muy desvalida si Edward se iba.

—Voy a volver pronto—me prometió—. Además, te voy a dejar en buenas manos. No notarás mi ausencia ni un solo momento.

—Pronto—le apremié.

—Menos de media hora—juró y salió rápidamente.

Del nerviosismo pasé a un estado de tranquilidad absoluta. Miré a Jasper y éste me guiñó un ojo.

—Es un mal trago por el que todos debemos pasar—me consoló.

.

.

.

Justo, media hora después, fui capaz de captar el olor de Edward, incluso sin haber entrado en la cafetería.

Lo que más me llamó la atención fue el hecho que no se encontraba solo. Tenía un acompañante humano, que olía muy parecido a él —con un ligero toque más suave mezclado con canela— y le latía frenéticamente el corazón.

Miré alrededor de la mesa y Elizabeth me sonrió abiertamente.

— ¿Por qué no sales afuera?—me sugirió—. Edward tiene una sorpresa que darte.

—Todo va a ir bien—añadió Alice.

Cogí el abrigo por inercia y me dirigí a la puerta, temiendo la sorpresa que iba a darme.

Y cuando salí afuera y me encontré con Edward, abrí la boca debido a la sorpresa.

Entre los brazos de éste, se encontraba un pequeño bulto, cubierto por numerosas capas debido al frío, que tenía fijos en mí sus grandes ojos verdes.

En un primer momento, Dawn abrió la boca y, después, se revolvió en los brazos de su hermano, intentando echarme sus brazos al cuello. La oí quejarse por la férrea sujeción a la que estaba expuesta.

— ¡Dawn!—la riñó Edward—. Recuerda lo que me prometiste. Tienes que ir muy despacio con Bella.

Ésta le ignoró y siguió forcejeando.

Tragué una pequeña cantidad de ponzoña y le dije a Edward:

—Tranquilo. Deja que Dawn se acerque a mí.

Edward entrecerró los ojos y me observaba con duda.

Suspiré.

—Puedo aguantarlo—le juré—. En el momento que vea que estoy al límite, te la devolveré.

Me observó receloso.

— ¿Seguro?

Asentí.

Tardó un instante en dar su brazo a torcer, pero finalmente, se acercó y me ayudó a colocarla entre mis brazos.

— ¡Haz el favor de comportarte como la señorita que se supone que eres!—la advirtió—. ¡No hagas más difícil a Bella esto!

Y sí, era difícil realmente. El contacto de su cálida piel con la mía, empezaba a resquebrajarme los diques del autocontrol. Por no hablar de los aleteos de su corazón bombeando sangre con fuerza. Sangre fresca y muy joven. El dolor de garganta se hacía casi insoportable y sólo se me ocurría una manera de saciarlo… la completamente incorrecta.

Entonces, ella puso sus pequeñas manitas en mi cara y un calor, muy parecido al fuego de una chimenea, me embargó. Pronto, la sensación de sed se disipó en gran parte y me sentía muy confortada.

— ¿Tú también has estado jugando con la nieve?—me preguntó curiosa—. Tienes frío en las mejillas.

Su sonrisa era completamente contagiosa y no pude evitar estirar los labios y dibujarle una.

—Sí, he estado jugando con la nieve—le respondí alegremente—. Y Edward también. A nosotros también nos gusta.

Sus ojos empezaron a humedecerse y se puso a hacer pucheros.

— ¡Yo no quería!—se me echó al cuello—. Creí que J era mi amigo… No pensé que quisiese… que quisiese hacerte daño. Él me prometió que sólo quería jugar contigo…

Le acaricié los bucles de su pelo.

—Lo que me sucedió con J no fue culpa tuya—la consolé—. Si no hubieses sido tú, hubiera utilizado a otra persona u otro medio para llegar a mí. Pero eso ahora ya no importa. J no podrá hacerte nunca más daño y yo estoy bien… más que bien.

—Y estaría mucho mejor si fueses una chica buena y no te movieses tanto—le volvió a regañar Edward.

Como respuesta, Dawn cogió aire de manera exagerada y contuvo la respiración.

— ¡Esa clase de movimientos, no!—Edward se estaba empezando exasperar—. Compórtate como una niña mayor o pasarás las navidades en el internado.

La pequeña le dedicó una mirada de pocos amigos.

—Yo no quiero volver con las monjas—protestó. Se dirigió a mí y me preguntó: — ¿Vas a quedarte?

—Sí, voy a quedarme a pasar las navidades con vosotros. También han venido Carlisle, Esme, Jasper y Alice.

— ¿Y Emmett y Rose?

¿Cómo explicar a una niña pequeña que "tito" Emmett había cometido un crimen por casarse sin saberlo con dos mujeres y había tenido que huir? Era un detalle muy escabroso. Y lo peor de todo que Rosalie tendría que lidiar contra Tanya y sus hermanas para que éstas se comportasen con Emmett. No envidiaba su estancia en Denali.

—Tío Emmett ha sido muy malo y está castigado sin navidades—contestó Edward—. Rose también ha sido mala y tampoco tendrá navidades.

—Edward…—puse los ojos en blanco. No había manera que él y Rosalie estuviesen en concordancia.

— ¿Qué?—fingió inocencia—. Rosalie no es precisamente el espíritu navideño personificado.

—Ya va a tener suficiente castigo aguantando a Tanya—le susurré para que la niña no lo oyese.

Edward se rió. Después, preguntó a su hermana:

— ¿No quieres pasar a la cafetería a ver a mamá y al resto de la familia? Alice te ha comprado un montón de cosas.

Dawn movió la cabeza y me preguntó:

— ¿Me has comprado algo? —al ver que negaba con la cabeza, resopló—. Siempre se te olvida.

—Lo siento—me disculpé sinceramente—. No tenía previsto quedarme tanto tiempo…

Abrió los ojos asustada.

— ¿No vas a quedarte con Edward? ¿Ya no os queréis?

—Más que a mi propia vida, Dawn—manifestó Edward—. Pero Bella aún no está bien y necesita que Carlisle la cure. Sólo un poco más y podremos estar juntos.

Dawn nos observó a ambos dubitativa.

— ¿Seguro que sólo es eso?—inquirió—. Espero que no sea que os vais a separar y no queráis decírmelo. Os inventaréis todo ese rollo que me vais a seguir queriendo pero que vosotros ya no os queréis tanto. Eso le pasó a los padres de mi compañera, Evelyn Wyns, y ahora ella vive con su mamá, mientras que su papá sólo la visita las vacaciones con otra mamá.

No pude evitar reírme ante sus ocurrencias.

—Tienes mucha imaginación, Dawn—le contestó su hermano—. Carlisle es médico y yo aún no he terminado la carrera. Por lo tanto, él puede curar mejor a Bella.

—Bueno—pareció apaciguarse—, ya que no me has comprado nada, podemos ir a dar una vuelta. A lo mejor, podemos encontrar algo que me guste.

—No seas tan caprichosa—le reprochó Edward.

Ésta, haciéndole caso omiso, me hizo un gesto para que la bajase. Después, me agarró de la mano e intentó tirar de mí.

— ¡Vamos a dar una vuelta!—me animó.

Yo aun tenía mis dudas.

— ¿No quieres entrar a ver a tu madre y a Alice? He visto los vestidos que te ha comprado y son preciosos.

Negó enérgicamente.

—Ya les veré más tarde—y siguió tirando de mí, en vano.

Al final, acabé cediendo y le pedí permiso a Edward.

—Prometo comportarme.

Sin embargo, Dawn también le cogió del abrigo y empezó a tirar de él.

— ¡Tú también te vienes, tonto!—exclamó—. ¿No ves que tienes que cuidarla y vigilar que no me coma?

Edward le cogió la mano.

—Eso está mucho mejor.

Se aseguró que estábamos listas y nos pusimos a andar hacia el centro. Las luces de navidad con el efecto de la nieve hacían que caminar por las calles fuese como pisar un cuento de hadas.

— ¡Tengo tantas cosas que contarte!—me animó Dawn.

—Sí—contesté, volviéndome a Edward—. Por ejemplo, contarme por qué estás metida en un colegio católico si no lo sois.

Edward se rió mientras se adecuaba al paso de Dawn.

—Tal vez, porque es el mejor. No podrás creerte lo feministas que pueden llegar a ser esas monjitas… ¡Y lo poco que les gusta cumplir el sexto mandamiento!

.

.

.

Tal vez no hubiese sido tan malo haberme casado a los dieciocho años y tener una hija adorable. Bueno, considerando que mi marido fuese Edward y mi adorable hija, Dawn.

La nostalgia me empañaba cada vez que Dawn se paraba en un puesto ambulante a intentar camelarnos para comprar alguna chuchería, y el vendedor le dedicaba algún piropo tipo: "Con esos padres tan guapos, ¿cómo ibas salir tú?".

Uno en especial, me arrancó una risita tonta cuando compró un algodón de azúcar.

— ¡Eres completamente adorable! Tienes la misma cara que tu padre y los labios de tu madre—puse los ojos en blanco—. A ver si te dan un hermanito tan guapo como tú.

En dos años que llevaba sin verla, no había cambiado demasiado. Había crecido varios centímetros pero aun seguía con las redondeces de la infancia en sus mejillas.

Visto desde el punto humano, podrían tener sus razones para confundirnos con un matrimonio y nuestra hija. No había soltado la mano de Edward ni un solo instante, y mis ojos estaban pendientes de cada movimiento de Dawn.

Ahora mismo, estaba empezando a comerse el algodón de azúcar.

—Dawn, no te lo comas todo—le avisé—. Luego no comerás la cena.

— ¡Bah!—comió un poco de algodón—. Seguro que tendré que comer pescado.

— ¿Qué tal si te dijese que si sigues comiendo dulces se te caerán los dientes, te quedarás muy fea y no habrá nadie que te quiera?

Me sacó la lengua.

—No necesito que nadie me quiera. Eso me distraería mucho cuando estudiase en la universidad—se rió tontamente—. Además eso es un cuento que las madres le dicen a las hijas. ¿A ti también te lo decían, Bella?

Como si fuese algo borroso, recordé la voz de Reneé en mi cabeza, riñéndome y quitándome los caramelos.

"Si comes muchos dulces, tendrás una dentadura horrible y nadie te querrá".

Cierto que ella no le hacía por preocuparse por mi salud dental, y sí por mi futuro como muchacha bonita accesible para un ventajoso matrimonio.

—No me creerás, pero hubieras sido una buena madre—me susurró Edward en el oído.

Y por un momento, lo deseé. Pero ya no había marcha atrás y todo lo que se me concediese en esta nueva vida, lo aceptaría con buen gusto.

Las campanas de una iglesia empezaron a replicar y Dawn le llamó la atención. Era una señal de un gran acontecimiento.

— ¡Una boda!—exclamó feliz. Tiró de la manga de mi abrigo—. ¡Vamos a ver a la novia!

Y empezó a correr y yo me dejé llevar por ella mientras dejábamos detrás a Edward y entrabamos en la iglesia.

Debía ser una boda de alto estándar, ya que la multitud de invitados iba con vestidos de lujo. Incluso me pareció distinguir a algún gran político de Chicago. Tenían que ser muy importantes.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando reconocí a varios de los invitados en ella. Incluyendo a mi propia madre, acompañada de Phil.

Estaba absolutamente radiante y muy ufana de sí misma, dedicando miradas tiernas a la impresionante novia.

No fue la novia —a quien reconocí de inmediato como mi prima Nessie— si no el novio.

Jacob Black nunca estuvo tan radiante, ni irradiando tanta soberbia como en aquel momento. No había una palabra para describirlo. Era como si hubiese estuviese escalando sobre algo enorme y fuese por un gran camino. Por supuesto, se estaba casando con una Swan. No podía creer que hubiese llegado tan arriba socialmente.

El viejo Billy Black, sentado detrás de los novios, sonreía feliz.

Juré que sólo fue un instante, pero Jacob giró la cabeza donde Dawn y yo nos encontrábamos y sus ojos se encontraron con los míos.

Y me reconoció.

¿Qué podía transmitirle los míos? Los suyos era una mezcla de sorpresa, reconocimiento, disgusto y vanagloria.

El mensaje estaba claro: "Mira donde podrías haber estado si me hubieses elegido. Ahora no eres nadie".

No me iba a quedar atrás y le miré desafiante. Y aunque mis ojos ya eran dorados, Jacob averiguó mi verdadera naturaleza. Olí el miedo recorriendo su cuerpo.

Nessie le apretó la mano cariñosamente, y le susurró algo en el oído.

Ella sí le amaba a él.

Antes que retirase su rostro y se concentrase en las palabras del sacerdote, le mandé un último mensaje:

"Se bueno con ella, Jake. Y hazte digno".

Después, le di la mano a Dawn.

—Vámonos—le susurré bajito—. Esto es una farsa.

Ella accedió.

—Me resulta muy familiar. ¿Quién es?

—No es nadie. Ahora ya no es nadie.

Edward se había quedado en el fondo de la iglesia, muy cerca de la puerta, no perdiéndose un solo detalle de la ceremonia. Una sonrisa irónica surcaba su rostro.

—Así que el pequeño Jake ha decidido jugar con los gigantes y saltar a la condición de nuevo rico—escupió con desprecio—. Espero que tenga la suficiente compostura para poder mantenerse.

Decidí no darle importancia.

—Ya no jugamos en su misma liga. Ya no puede hacernos daño.

Como símbolo de complicidad, Edward me apretó la mano y no la soltó.

Esa era una gran certeza que yo sí tenía y Nessie siempre dudaría. Un amor inalterable.

Dawn nos tiró del abrigo.

—Edward, Bella, ¿os vais a casar algún día? Estáis viviendo en concubinato y eso no está bien—lo dijo lo suficientemente alto para que varias personas se volviesen hacia nosotros—. Os estáis arriesgando a permanecer en pecado continuo.

Capítulo 27: Plus que ma propre vie Capítulo 29: In my heaven

 
15248770 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 11152 usuarios