Chicago, diciembre 1925.
La prueba de fuego. Carlisle dijo que lo superaría. Después de dos años, todo iría mucho mejor y mantendría un control perfecto sobre mis instintos más primarios.
Supuse que alguno de los dos tenía que tener la fe. Yo era la parte que dudaba de todo.
Tendría que estar feliz de volver a encontrarme en Chicago.
Sus cielos grises y su frío glacial anunciando una gran nevada, eran más esperanzador para las fechas que se aproximaban. Mucho más que la monótona y lluviosa península del Olympic, donde se situaba Forks.
Después de la incorporación de nuestro último miembro, Emmett, a nuestra familia, Carlisle juzgó absolutamente necesario una mudanza. Tanya y su familia, por muy comprensivos que fuesen, veían amenazados su territorialidad. Y mucho más si Edward se iba a Chicago a realizar el examen y empezar su carrera de medicina. Los exagerados abrazos de Tanya por despedirse de éste me daban a entender a quien echaría de menos realmente. Era tan inaguantable.
Nada más haber cogido aquel tren que le llevaría de nuevo a casa, ya empecé a echarle de menos. Era algo más que perder un miembro de mi cuerpo.
Intenté repetirme durante los casi dos años que habíamos pasado sin vernos las palabras que Carlisle le dedicó en cuanto yo encontré su carta de admisión de la universidad con un gran aprobado escrito entre tanta letra.
Él necesitaba retos y metas para darse cuenta que era capaz de superarse a sí mismo. Y así, con el tiempo, poder consolidar una relación afectiva sin miedos ni dudas.
Mientras tanto, yo necesitaba acostumbrarme a esta nueva existencia.
A regañadientes, y con mucho esfuerzo por nuestra parte, Edward accedió a dejarme en manos de Carlisle. Era muy orgulloso y sabía que haría todo lo que estuviese en su mano para volver con un título de medicina y demostrarnos que estaba cualificado.
Al despedirse de mí, sus labios posados en mi frente me produjeron una horrible quemazón y pensé que me desquebrajaría con su ausencia.
Por lo tanto, debería estar contenta, muy contenta de estar en Chicago. Aunque fuese en un juzgado, mostrando una sonrisa inocente, delante de un juez malhumorado y sabelotodo.
Forks era aburrido y estático, y no era un lugar muy evocador para las navidades; por no hablar del regalo de navidad anticipado que les iba a conceder a Emmett y Rosalie.
Edward había insinuado a Elizabeth que volviese a redactar las clausulas del divorcio. Sólo faltaban nuestras firmas y cada uno por su lado. Después, una bonita boda que Rosalie anunciaba como acontecimiento cósmico, algo así como la llegada del cometa Halley.
Emmett, como siempre, y desde el mismo momento en que despertó a su nueva existencia, se había convertido en mi apoyo. Su carácter jovial le impedía estar enfadado conmigo por haber intentado devorarle y procuraba permanecer a mi lado cuando le necesitaba. Siempre que no estuviese ocupado con Rosalie, claro.
Una vez superado la sorpresa inicial por su nueva no-vida, y después de una larga charla sobre lo gratificante de la vida sexual del vampiro, Emmett quedó completamente convencido. Es más, me inclinaba a pensar que no había vampiro más feliz que él. Incluso había conseguido hacer sonreír a Rosalie. Y aquella sonrisa no había desaparecido de su bellísimo rostro.
Me sorprendió su determinación y su claridad de mente, cuando a las horas de haber nacido, cogió a Rosalie de las manos y le dijo muy vehemente:
"¿Cómo pudiste pensar que no iba a quererte por ser un vampiro? ¿Acaso no te has visto? Para ser una chica con estudios y bonita, empiezo a pensar que no eres muy lista. Si me hubieses dicho que tenías una enfermedad terminal o que no eras rubia, tal vez me hubiese echado para atrás. O tal vez no. Incluso no hubiese pensado dos veces. Yo sabía que te quería y pasaría cada segundo que se me concediese contigo, porque serían los más felices… ¡Hum! Si me dijeses que eres un hombre travestido, sería un factor a considerar… ¡Pero qué son dos colmillos afilados y dieta hematófaga!".
Y no se volvieron a separar. Por lo tanto, nuestro objetivo era el divorcio para que fuesen lo más empalagosos y felices juntos.
Pero más expectante que por el divorcio o volver a Chicago, era el hecho de volver a ver a Edward.
Después de más de un año, era tiempo más que suficiente para sentarnos a hablar seriamente.
Aun con la ansiedad quemando mi garganta y con el miedo acampando en mi cuerpo a sus anchas, necesitaba saber. Sabiendo que si la respuesta era negativa, todo mi mundo se haría trizas y caería en un lugar muy oscuro, no podía seguir viviendo en la incertidumbre.
Comerme la cabeza era mucho peor que estar oliendo la sangre algo amarga procedente del juez, o la simulada con un fuerte perfume del caro de la secretaria del abogado de los Cullen —el señor Jenks—, muy dulzón y desagradablemente penetrante.
Melinda, tal como se llamaba la secretaria, me dedicó una sonrisa cómplice.
—Jas… el señor Jenks no tardará en llegar—me informó intentado corregir el llamarle por su nombre de pila—. Estará haciendo una revisión de última hora. O por lo menos eso era lo que hacía esta mañana.
El subconsciente se le escapó.
Observándola bien, era una chica de veintitantos, bonita, rubia y voluptuosa; la típica de servir como secretaria de cama y tintero.
Había cierta esencia de mi abogado en su cuerpo; eso me hizo deducir que la noche anterior había hecho horas extras.
Le devolví una sonrisa nerviosa y me volví hacia atrás donde se sentaba un Carlisle increíblemente arrebatador. Una mueca que difícilmente se definiría como una sonrisa tonta, se dibujó en mis labios y me olvidé de todo hasta que me hizo un gesto con las cejas.
— ¿Dónde se supone que está todo el mundo?—inquirí en un tono de voz que sólo podía oír él.
Me desesperé ante su gesto de impotencia.
—Se le ha debido pegar las sabanas—me contestó en el mismo tono de voz—. Ya sabes, Rosalie y él…
Maldije el momento en el que permití a Rosalie viajar con nosotros. Tampoco tenía muchas opciones. Lo hubiese hecho a mi pesar.
El juez también compartía mi impaciencia.
—Señora McCarty, empiezo a comprender sus razones para divorciarse. Odio a los hombres que dejan plantadas a las mujeres.
Asentí. Teniendo en cuenta que se trataba de un juez misógino que no estaba de acuerdo con las nuevas libertades de las divorciadas, debería tomármelo como un cumplido.
Emmett no llegaba, pero quien sí lo hizo fue el señor Jenks. Oí sus acelerados pasos por los pasillos acompasándose con los latidos de su corazón. Su olor corporal se entremezclaba con el sudor.
Y al llegar a la sala, pude comprobar que estaba sudoroso debido al esfuerzo físico. Parecía muy alterado.
Era una pena que el sudor estropease su traje tan glamuroso. Era una copia al estilo que había puesto de moda Al Capone.
Jason Jenks me hacía evocar a la mente el típico abogado de los gánster que controlaban las calles de Chicago.
No era alguien de mi estima, pero Carlisle me había asegurado que era completamente de fiar. Seguramente, tendría la intuición que nosotros, los Cullen, éramos una familia con muchos secretos y más peligrosos que la banda de Capone. No se definía si nos servía confidencialmente por la indecente cantidad de dinero que recibía por sus servicios, o por el miedo que le imponíamos. En especial, Jasper.
Melinda hizo el amago de darle el informe del divorcio, pero éste la apartó de manera violenta y se acercó al estrado, abriendo el maletín y mostrando al juez unos papeles nuevos.
—Señor Jenks—le llamé la atención extrañada—, mi marido aún no ha llegado…
— ¡No importa!—me cortó bruscamente—. Este caso ha tomado un nuevo curso. Lo que he descubierto cambia todo lo pensado, señorita Swan.
Me extrañó mucho que me llamase por mi apellido de soltera delante de un juez.
Carlisle, interesado, se acercó simuladamente para sentarse a mi lado, escuchando muy atentamente lo que mi abogado cuchilleaba con el juez.
A medida que avanzaba la conversación, Carlisle y yo nos mirábamos asombrados. Era muy difícil simular que no me estaba enterando de nada. Lo que Jenks estaba contando al juez daba un giro de ciento ochenta grados al caso.
Finalmente, Carlisle sonrió abiertamente, indeciso por no saber si reírse a mandíbula batiente o simular la compostura.
—Me lo debía haber esperado procediendo de Emmett—me comentó de manera divertida.
Cuando el juez y Jenks se volvieron hacia mí, seguramente, les daría la impresión de encontrarme expectante. La verdad que la noticia me había sorprendido tanto que no me dio tiempo a ensayar una expresión demasiado convincente.
El juez empezó a hablar:
—Me temo, señorita Swan…
—Su Señoría se equivoca. Swan es mi apellido de soltera—hice el amago de corregirle.
El juez lo negó bruscamente:
—No me equivoco en absoluto, señorita. Usted sigue siendo soltera. La verdadera señora McCarty se llamaba Lucinde Evans de soltera y es natural de Biloxi. Se presentó como enfermera del frente francés en el sitio de Lorena y es ahí donde ella y el señor McCarty contrajeron matrimonio el diecisiete de octubre de 1918—leyó el documento que le había tendido Jenks. Luego me miró inquisitivo—. Si me salen las cuentas, son casi seis meses antes de su supuesto matrimonio.
Por el rabillo del ojo, vi como Carlisle me hacía un gesto de empinar el codo. No era necesario ser Edward para adivinar que la pregunta de cómo diablos se había metido Emmett en semejante lio se formaba en mi cabeza.
Muy típico de él.
El resto de la jornada se resumió en jurar —con la mano en la biblia— que yo desconocía el matrimonio de Emmett cuando me casé con él y no había intervenido en ningún fraude.
En cierto momento, tuve que cruzar los dedos. Aquel matrimonio había sido una farsa desde el principio, pero nunca me hubiese imaginado hasta que punto.
Finalmente, el juez acabó rompiendo el contrato de mi no-matrimonio y me declaró mujer soltera.
—No se preocupe, señorita Swan—me consoló éste con voz suave—. Usted era muy joven y cometió el error de precipitarse en un matrimonio con un sinvergüenza. Aun es una mujer muy bella y puede conseguir un hombre que la haga feliz. Seguro que ya tiene a alguien en mente, ¿no es así?
Asentí pensando que mi felicidad estaba en manos de un grandísimo tonto. Pero debía amarle con todos sus defectos.
Y después de declarar a Emmett como criminal, levantó la sesión y se despidió de nosotros.
Jason Jenks se felicitó por el resultado del juicio y aceptó por parte de Carlisle un maletín. Por el gesto de felicidad dibujado en el rostro de aquel, no quise imaginarme de cuanto sería la cuantía. Me sentía como una mafiosa.
Una vez hubo salido éste de la sala, posando descaradamente su mano en el trasero de su secretaria, Carlisle se permitió el gusto de reírse mientras le observaba anonadada.
— ¡Oh, Bella!—me animó—. Reconoce que todo esto es completamente surrealista. Lo único que puedes hacer es reírte de la situación.
Le hice caso y resultó que mis carcajadas tuvieron efecto terapéutico. Me sentía mucho más aliviada.
Se relajó y miró el reloj.
—Esta vez su impuntualidad le ha salvado de una buena—dijo.
—Sí—confirmé—. Sólo espero que no haya hecho alguna más parecida.
Carlisle contrajo el rostro en una mueca de pánico.
—Por el bien de Rosalie, yo también lo espero—después de dio una fuerte palmada en la frente—. Eso me recuerda que alguien debe comunicárselo a Rosalie.
Tomé aire exageradamente. Era peor que decirle a la nación que nos preparábamos contra otra guerra como la anterior.
—Pues espero que sea usted, doctor Cullen—una voz femenina resurgió de la sala.
Estaba tan distraída que mi olfato no había captado su fuerte olor a café con vainilla, y mis oídos no oyeron los sosegados latidos de su corazón.
Al volverme, encontré a una Elizabeth Masen, muy elegante con su toga negra y con una sonrisa radiante como saludo. Llevaba en su mano una taza de café y eso fue lo que impregnaba todo su cuerpo.
Haciendo gala de sus modales, Carlisle se levantó para ir al encuentro de ésta.
Tardé un poco más en reaccionar; me tragué un poco de ponzoña que se había acumulado y soporté estoicamente como me quemaba la garganta.
Los ojos de Elizabeth brillaron al verme. Aquellos ojos verdes me hicieron recordar a Edward y me dio una fuerte punzada en el pecho.
—Espero, juez Masen, que haya considerado mi consejo y deje de perseguir a mafiosos—fue el saludo que Carlisle le dedicó.
Ella le hizo un gesto despreocupado.
—He decidido dejar de luchar a contracorriente y dejar los casos contra la enmienda XIX a mis queridos compañeros. Como son tan corruptos como ellos, se entenderán a la perfección. Como tengo que preocuparme de mi hija, mis competencias se reducen a derechos de trabajadores y de mujeres.
Carraspeó y preguntó:
— ¿Qué tal todo por vuestro nuevo hogar? ¿Es Forks agradable?
—Lluviosa, gris, monótona y con apestosos herbívoros—contesté en lugar de Carlisle.
Elizabeth se rió quedamente.
—Estos chicos de ciudad—se quejó éste—. No aprecian la tranquilidad de los pequeños lugares. Ya lo aprenderán cuando se queden más de seis meses en una ciudad como Chicago.
Percibimos el olor de Emmett y Rosalie en el pasillo. Carlisle parecía un soldado al que le mandaban hacer una tarea desagradable.
— ¡Que Dios me coja confesado!—juró y salió rápidamente para allanar el terreno.
Me quedé a solas con Elizabeth.
Una idea estúpida se me cruzó por la cabeza.
—Si nunca he estado casada, mi madre puede reclamar mi dinero. La condición para tenerlo era estar casada y…
Elizabeth me interrumpió, moviendo un dedo para decirme que no:
—No tienes que preocuparte por eso. Nadie va a chivarse a tu madre. A parte, que la importas tan poco que el dinero que pueda obtener de ti no le compensa los quebraderos de cabeza que le puedas llegar a provocar.
—Siento haber sido una hija tan patética—mascullé con cinismo.
Me regaló un gesto condescendiente.
—Carlisle y Esme te quieren con locura—dijo y yo sonreí ante la idea. Ya no tenía la sensación de estar desarraigada gracias a ellos—. Y a mí siempre me has tenido. Nada puede cambiar eso. Es tan fácil quererte. Si ella no ha hecho ese esfuerzo, se ha perdido algo muy bueno y, de verdad, tiene mucho que lamentar.
Después, dejó la taza en el estrado y me extendió la mano.
—No quiero forzarte demasiado—manifestó tranquila.
No me temía a mí; quería asegurarse que yo me encontrase bien.
Venciendo mi vacilación, me dio tiempo a observar, completamente maravillada, lo poco que había cambiado. Tal vez unas arrugas alrededor de los ojos, un inicio de patas en el rabillo de éstos y líneas de expresión en la comisura de los labios.
Casi sin darme cuenta, mis dedos estaban entrelazados con los de ella. Si notó el frío de mi piel, ésta no se quejó. Me sorprendí que ejerciese la suficiente presión para mantener el contacto pero modulase la fuerza para no romper cada uno de los huesos. A pesar del cosquilleo de su sangre corriendo por sus yemas, agradecí el calor que me proporcionaba.
Por un pequeño gesto que hizo, me dio a entender que la liberase y así lo hice.
Se rió tenuemente.
— ¡Que poco has cambiado, Isabella!—comentó.
—Pues yo sí veo las diferencias.
—Bueno, lo obvio. Un poco de piel pálida y el color de los ojos—explicó tranquilamente—. Lo normal para una persona que sufre anemia.
Le seguí el juego.
—Eso es lo que les has dicho a todos para justificar mi ausencia.
Asintió.
—Mentiste—le solté. El caso que mis palabras sonaron tranquilas. No era un reproche pero sí una evidencia.
Elizabeth comprendió enseguida a lo que me refería. Empezó a jugar largamente con la pulsera que tenía en su muñeca hasta que, en voz tenue, comenzó a hablar:
—Tienes todo el derecho a reprochármelo. Durante todo aquel tiempo, he sido muy consciente de no portarme bien contigo—se paró para tomar aire, y prosiguió: —Pero se trataba de elegir. Eras tú o eran mis hijos…
—Aro—deduje recordando todas las terribles historias que Carlisle contaba sobre nuestros supuestos líderes.
Elizabeth movió la cabeza para corregirme.
—Edward estaba tan furioso conmigo. No me arrepiento de la decisión que tomé cuando le ordené a Carlisle que hiciese todo lo que estuviese en su mano para salvarlo… incluso como último recurso. Él era mi hijo y ese era mi deber como madre.
—Comprendo.
Me miró fijamente lo que me dio a entender que iba a incluirme en la explicación.
—…Pero mi influencia como madre sólo implicaba hasta Edward. Yo no tenía ningún poder de decisión sobre ti. De haber pedido a Carlisle que te transformase a sus espaldas, me hubiese odiado eternamente. Y eso me hubiese matado. Por mucho que me quemase las entrañas verte sufrir de la peor de las maneras, no podía decirte la verdad. No de forma directa—se pellizcó el arco de la nariz tal como lo hacía Edward cuando tenía que explicar algo o se enfadaba—. ¿No interpretabas las señales? ¿No entendías las realidades de todos aquellos cuentos? Sé que en el fondo te estabas acercando a ello y lo sabías, pero interponías la racionalidad de tu mente y fingías tomártelo como un cuento para niños. Lo único que podía hacer, era rogar para que Edward diese su brazo a torcer…
— ¿Y si no lo hubiese hecho?—noté como temblaba mi voz.
—Estaba aterrado con la idea de arrebatarte una oportunidad humana. Y aún está con el miedo que le odies por…
Acabé estallando ante todo lo que estaba oyendo.
— ¿Qué le odie por transformarme? ¿Por qué no lo entiende? ¡Oh sí, lo odio! ¡Pero no por transformarme! Se suponía que nos amábamos. Que teníamos que estar juntos en lo bueno y en lo malo. Y me dejó completamente sola… ¡Yo le amaba! Yo le amo. Y para mí nada va a cambiar. Es imposible volver a un punto de retorno. No puede pretender…
Con paciencia, Elizabeth posó sus manos sobre mis hombros en un intento de calmarme. No me trataba como un vampiro terrorífico y enfadado, potencial peligro para ella. Ella tenía ese magnífico don de hacerme sentir a salvo de cualquier catástrofe. Incluso en aquel momento.
—Isabella—moduló la voz para dar un ambiente de confortabilidad.
Lo consiguió. El calor que circulaba por mi piel muerta era protector. Y dejé de sentirme como una frágil criatura que se rompería en cualquier instante.
Cuando creyó que yo estaba mucho más tranquila, empezó a contarme algo relacionado con su pasado:
—Han pasado demasiadas cosas para que esto no se olvidase, pero recuerda todo lo que tuve que pasar para poder casarme con mi Edward. Fue tanta la presión que ejerció mi familia en nuestra relación, que Edward estuvo a punto de echar a perder lo nuestro para que yo mantuviese mi estatus. Incluso el muy estúpido me escribió una carta para informarme que cortaba conmigo…
Abrí los ojos de manera exagerada.
— ¿Hizo eso?—asintió—. ¿Cómo conseguiste convencerle? Al final, todo salió bien.
—Esa es la moraleja del cuento—me contestó—. Si el príncipe no va a rescatar a la princesa, pues que sea ésta la que vaya a buscarlo, le dé un tirón de orejas y le haga recapacitar.
Eso era tan fácil de decir.
—No es tan difícil, Isabella—me adivinó lo que me pasaba por la cabeza y me lo expuso con firmeza—. Sencillamente, cuando os volváis a ver, le dices, palabra por palabra, lo que me has dicho a mí. Puede que no lo creas, pero lo necesita oír y mucho…
Unos gritos procedentes del pasillo interrumpieron nuestra conversación. Por el elevado tono de éste, debía haber parado toda la actividad del edificio de justicia.
Carlisle ya había hablado con Rosalie y Emmett.
Elizabeth y yo nos miramos, encogiéndonos de hombros, y poniendo en peligro nuestra integridad, salimos de la sala y fuimos testigos del varapalo verbal que Rosalie le estaba dedicando a éste, mientras un grupo numeroso de trabajadores y personas de paso se asombraban de cómo una mujer de aparente aspecto delicado ponía en jaque a un hombre de la envergadura de Emmett.
Carlisle intentaba hacerse notar lo menos posible.
— ¡Maldito cabrón!—no era el estilo que Rosalie utilizaría normalmente. Estaba fuera de sus casillas—. ¡Ahora es cuando reconsidero que tenía que haber dejado que ese oso te rematase! ¿Por qué no puedes mantener los calzones subidos?
Se tomó un respiro, esperando la defensa que puede objetar Emmett, golpeando impaciente el suelo con sus zapatos de tacón. Observé que el mármol se empezaba a desquebrajar.
Emmett reaccionó al mal humor de su pareja con su típica frescura.
— ¡Lo ves!—exclamó casi eufórico—. ¡No tengo pérdida de memoria! Cuando dije que me había casado con alguien cuando tenía un buen pedal, no mentía. Si no se trataba de Bella, tendría que ser otra… ¡Seguramente rubia! ¡Aunque borracho, mantengo el buen gusto!
— ¡Esa es la excusa más patética que he oído nunca!—Rosalie se acarició las sienes—. ¡No me puedo creer que estés hablando en serio!
— ¡Y tan en serio!—le dijo tan tranquilo—. Pero eso no cambia nada. Yo te prefiero a ti en la cama. Sobre todo, porque no me acuerdo de mi otra esposa y como que Bella no se dejó hacer nada. Tal vez tenga que pedirle a Edward referencias para saber si me he perdido algo bueno…
Como respuesta contundente, Rosalie le abofeteó con tanta intensidad que el enorme cuerpo de aquel cayó redondo al suelo.
Sin darse por aludida de toda la atención que había requerido, se colocó el abrigo, y dignamente se agitó su preciosa coleta rubia para salir del juzgado tan altiva como una reina.
Carlisle se había colocado a nuestro lado y sujetaba los hombros de Elizabeth con su brazo para confortarla. En aquel instante, sí estaba asustada ante la presencia de un vampiro.
—Tampoco es que yo pueda detener a Emmett—susurró a Carlisle—. Una celda no serviría de mucho.
—Déjame el asunto—la tranquilizó Carlisle—. Te aseguro que se divorciará o pasará una buena temporada en Volterra con las peores condiciones posibles.
Me acerqué a Emmett en medio de la expectación producida y le tendí la mano para ayudarle a levantar.
—No deja de ser irónico que digáis que soy yo la que me meto en líos—le comenté de buen humor. Luego, me puse seria—. ¿Cómo le has podido hacer esto a Rose?
Se encogió de hombros.
—Supuestamente, ella no me quería. Nunca fue clara con lo que iba a pasar con nosotros. La he amado siempre pero con la excusa tonta que no era buena para mí, me alejó. Era de carne y hueso y con proyectos de futuro. Y la carne es más débil si además le das a la botella. Era libre de hacer lo que quisiese, ¿no crees?—tenía que reconocer que dada la actitud tan ambigua de Rosalie respecto a su relación en el pasado, él tenía toda la razón. Me miró a mí, extrañado—. Eres tú la que deberías estar muy enfadada. Eres la supuesta esposa traicionada por mí… ¡Muchacha, un poco más de sangre en tus venas y grítame todas las cosas horribles que se te pasen por la cabeza!
Pero no estaba enfadada con Emmett. Era imposible. Había montado todo ese matrimonio de pantomima para ayudarme, y si resultaba que no era legal, no era un problema que me afectase a mí. Yo era libre.
Ante el entusiasmo que me imponía, cedí y puse mis brazos en jarra y le dediqué una mirada de pocos amigos.
— ¡Oh, Emmett!—me lamenté con una voz muy poco convincente—. ¿Cómo pudiste hacerme esto?
El mismo Emmett enarcó una ceja, desalentado por mis escasas dotes de actriz. Movió pesarosamente la cabeza y continuó con nuestra representación.
— ¿Y tú me hablas de decencia?—él sí se metía de lleno en el rol de marido airado—. ¿Tú, que te acuestas con mi hermano a escondidas? ¡Deberías ver esto como un favor! ¡Así ya no serás una esposa infiel y no tendré una gran colección de cuernos! ¡Ahora vete y fóllatelo a gusto!
Consciente que toda la atención estaba puesta en mí, intenté recuperar el aliento.
—Emmett, no hace falta que te pases—le mascullé. Añadí con un grito: — ¡Y yo no me acuesto con tu hermano!
Por lo menos, no últimamente. El tonto nos había impuesto una abstinencia de casi siete años.
Mi revelación hizo que Emmett perdiese la compostura y rompiese a reírse a carcajada limpia.
— ¡Pues que par de jodidos tontos estáis hechos!
Aquellas palabras provocaron una reacción en mí, y pronto vi como mi mano fue más rápida que mis pensamientos, y estaba estampada en la misma zona de su cara donde Rosalie lo había hecho con anterioridad.
Tuvo mayor impacto que el de ésta, porque éste volvió a caerse al suelo pero esta vez sufrió el mármol.
Intentando ignorar que me había convertido en el centro de atención y que, seguramente, Elizabeth nos quisiese detener por escándalo público, me tragué toda la vergüenza que estaba sintiendo y salí del edificio haciéndome la digna. Era muy tonto sentirme así. A lo largo de mi existencia había cruzado la cara a unos cuantos hombres. Debería salirme con más naturalidad.
¡Lástima que los malditos tacones restasen credibilidad a mi salida teatral!
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Alice se encontraba en la salida del juzgado junto con Jasper. Me dedicó una sonrisa radiante.
—Esto se ha alargado más de lo previsto. Llevamos media ahora esperándote.
Tomé aire con la mayor tranquilidad posible.
—Ha sido una jornada de locos. Parecía el juicio de la Reina de corazones a Alicia… ¡Jesús! ¿Cómo se podía prever que Emmett estuviese casado desde 1918?
Como si se me hubiese pasado algo, miré a Alice de arriba abajo.
—Dime una cosa, Allie—fruncí el ceño—. ¿Cómo no pudiste ver esto?
Normalmente, Alice siempre se las daba de lista debido a su don y no perdía ocasiones de restregarnos que sabía lo que iba a pasar mucho antes que nosotros. Siempre que la decisión estuviese tomada.
No se lo tomó a mal. Es más, se echó a reír tontamente.
Jasper puso los ojos en blanco.
—Lo sabías, ¿verdad?—le replicó—. Llevabas tiempo viéndolo y has dejado que todo estallase.
Alice se sentía satisfecha como una niña ante su última travesura.
— ¡Venga!—nos animó—. Tenéis que admitir que ha sido muy divertido. Además como siempre me estáis echando la bronca acusándome de desvelaros las cosas. Para una vez que no intento ahogaros la fiesta, me regañáis.
—Creo que esto sí era importante—le dijo Jasper con cariño. Él nunca podía estar enfadado con ella.
Lo quitó importancia.
— ¡Oh, no te creas!—lanzó una mano al aire—. No va a pasar nada grave como consecuencia. Tal vez, Rosalie y Emmett tengan que salir del país para no tener problemas con la justicia, pero son pequeños daños colaterales. Y tú eres libre.
—Excepto, por el hecho que Rosalie no va a dirigir la palabra a Emmett durante el próximo siglo—puntualicé.
Alice miró a Jasper y ambos se echaron a reír.
— ¡Bella, eres muy inocente!—me dijo éste—. No puedo creer que lleves viviendo con ellos cerca de dos años y aún no les conozcas. En dos horas, a Rosalie se le habrá pasado el enfado. Posiblemente, antes de Emmett, sus enfados tuviesen mayor repercusión, pero ahora… ¡Un par de carantoñas por parte de éste y se le habrá olvidado todo!
—Exactamente en dos horas y quince minutos—añadió Alice mirando un gran reloj de los edificios de en frente.
—Vale—les concedí—. Supongo que tenéis razón, pero hay una cosa que no logro entender. Has estado preparando una boda que no se va a celebrar por el momento. ¿Significa que va a ser un divorcio rápido?
Alice lo negó.
—Pero es tan divertido hacer preparativos de boda—canturreó—. Además, lo que haya hecho, está hecho. Puede que me sirva para otra boda—se volvió a mirarme fijamente. No quise darme por aludida—. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Antes de dejarme llevar por el pánico, Jasper tuvo la venia de intervenir:
—Si nos preguntas por qué no hemos ido al juzgado y por qué Emmett y Rosalie tampoco lo han hecho, te diré que hemos tenido una bonita reunión familiar. Nosotros cuatro, Esme y Edward…
Un cosquilleo de emoción y miedo recorrió mi espalda.
Jasper captó enseguida mi estado expectante y sonrió apesumbrado.
—Me lo imaginaba—suspiró.
— ¿Qué?—intenté hacerme la tonta.
—Bella, esto te lo voy a decir con todo el cariño que te mereces por tratarte de mi hermana pequeña…
—Todo lo que te digamos será porque os queremos—interrumpió Alice.
—Y como os queremos, tenemos el deber moral de deciros que no sé que me ha resultado más insoportable. Si tus cerca de dos años de miedos e indecisiones, mezclada con las ganas de gritar para decir que aún le sigues amando, pero te aterra que él no…
—… Imagínate la media hora de terror por parte de él, pensando que un día vas a darte cuenta que odias ser un vampiro y le echarás la culpa. Sentirse impotente porque cree que te ha obligado a renunciar a otras opciones…
Elizabeth ya me había advertido por donde iba el dilema, pero oírlo por boca de Alice y Jasper me daban ganas de azotarlo hasta cansarme.
Jasper asintió al notar mis sensaciones.
—A eso mismo me refiero, Bella—me indicó.
Alice se acercó a mí, y al igual que Elizabeth, posó sus manos en mis hombros.
—Cariño, te dije una vez que ibas a ser un vampiro muy feliz. Y también se lo he dicho a él, pero parece que quiere retarme—resopló—. Bien, si él no quiere hacerme caso, que te lo haga a ti.
— ¿Qué es lo que debo hacer?—me volví a asustar.
—Una moraleja del cuento. Si el príncipe no va a buscar a la princesa, que la princesa no se quede en la torre y le encuentre ella a él. Y después de un buen tirón de orejas para que se espabile, dale un beso y se romperá el hechizo.
Le destiné un ligero reproche. ¿Qué les ocurría a ella y Elizabeth para que se sincronizasen hasta en las palabras?
—Creo que ya va siendo hora que todo vuelva a ser como debía—me instó Jasper—. No sólo porque lo necesitáis. También lo necesitamos los demás. Voy a acabar convirtiéndome en un vampiro muy estresado y con principio de migrañas.
—Y cuando Jasper sufre, los demás también. Yo especialmente.
—Lo siento—me disculpé. Más tarde añadí: —Tenéis razón. Va siendo hora de enfrentarse a todo esto.
Alice me sonrió para darme ánimos.
—Edward te está esperando—me anunció mientras me señalaba la cafetería del hotel donde nos instalábamos.
Me mordí el labio nerviosa. Ese lugar era un hervidero de humanos. No estaba segura de poder practicar el autocontrol y poner claras mis ideas. Dos acciones a la vez. No habíamos practicado eso con Carlisle.
—No vas a cometer ninguna tontería—me aseguró Alice para tranquilizarme. Seguramente podría oler mi miedo—. O por lo menos ninguna que tenga que ver con poner vidas humanas en peligro.
Ahora o nunca. Si no decía a mis piernas que se moviesen, éstas no lo harían solas. Y mucho menos con aquellos tacones en mis pies. Decidido. Mi voluntad venció todos los obstáculos y ya iba caminando hacia la cafetería.
—Bella—me llamó Alice y me giré. Ella me hizo una petición: —Pase lo que pase, ¿no puedes cambiar de opinión y en lugar de volver a Forks mañana, pasar las navidades en Chicago? Sería mucho más alegre y está llena de tiendas.
Sonreí a mi pesar.
—No te prometo nada—aunque tenía toda la razón sobre Chicago.
Otra vez me puse a caminar.
Y Alice volvió a vociferarme. Esta vez, no la hice caso:
—Ten cuidado por donde pisas o tendrás un disgusto con los tacones.
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Debí haber hecho caso a Alice. Lo primero que me pasó nada más entrar en aquella cafetería, no fue como golpeaba en mi autodominio el calor que emanaban los cuerpos humanos o el impacto de la sangre que corría por las venas de aquellos. Ni siquiera sus corazones batiendo a ritmo irregular.
Efectivamente, mis tacones se atascaron en un minúsculo hueco del entre baldosado, e irremediablemente me iba directamente al suelo si unos fuertes brazos no me hubiesen agarrado de manera urgente.
No necesitaba mirarle a la cara para saber de quien se trataba. No sólo su delicioso olor o la sensación protectora que emanaba cuando me encontraba junto a su cuerpo, entre sus brazos.
Sólo Edward me rescataría de situaciones embarazosas. Tenía la caballerosidad escrita en su carácter y se lo había llevado a esta vida.
—No hemos mejorado el equilibrio—se rió—. Tal vez deberías pedir una reclamación.
—Los zapatos de tacón no ayudan nada—me excusé.
— ¿Por qué los llevas entonces?
Me encogí de hombros.
—Alice. Me los ha regalado e insistió para que me los pusiese hoy.
—Muy propio de ella.
Puso su mano bajo mi mentón y me obligó a alzar su rostro para enfrentarlo al suyo. Tiernamente, retiró uno de los mechones que se habían escapado de mi moño. Tenía un enorme cosquilleó en la boca de mi estómago que amenazaba con estallar y extenderse por todo mi cuerpo. Y juraría que ya había una colisión estelar dentro de mí cuando nuestros ojos se encontraron de forma directa.
Tal vez sólo fuesen unos segundos, pero fueron los más intensos que recordaba.
—Mucho mejor—elogió complacido.
Tuve que salir de mi estado de ensimismamiento para darme cuenta que se refería al color de mis ojos. La última vez que nos vimos mis ojos eran de color anaranjado rojizo. Yo ya me había acostumbrado a mirarme al espejo y ver mis ojos de distintas tonalidades de dorado según el tiempo que transcurriese desde mi última alimentación.
El tono que adquiría los ojos de Edward era mucho más claro que los míos aunque tenía una cierta sombra oscura oscilante rodeando su iris. Recordaba que también la tenía cuando era humano. No extrañaba su color anterior. Ellos me decían que mucha de la esencia de antaño aún prevalecía. Sólo era cuestión de hacérselo ver.
Mis labios clamaban por ser besados con urgencia.
Sin embargo, Edward no lo comprendió, y demasiado pronto, sus brazos dejaron de estar en contacto con mi cuerpo para invitarme a sentarme en una mesa.
Había tenido la corrección de pedir un café para que hiciésemos la función de humanos. Me gustaba el olor a café, pero por nada del mundo me atrevería a probar nada de alimentación humana.
—Bueno…—me dijo una vez que nos hubiésemos sentado, después de ejercer sus modales, llevando mi abrigo al perchero y ofreciéndome un asiento en su mesa—. Supongo que tendrás mucho que contarme. ¿Qué tal si empiezas con como te va todo por Forks?
Resoplé.
¿Qué podía contar de Forks?
—Gris, lluviosa, monótona y llena de herbívoros—mascullé—. Los pumas están más al norte.
—Pumas—sus ojos brillaron atentos.
—A parte de saber mejor que los alces, éstos me recordaban a ti—admití y observé esperanzada como sonreía.
Se produjo un momento de silencio muy embarazoso. Debí haberlo aprovechado para atajar el problema al instante, pero me comporté como una cobarde y en lugar de enfrentarme a todos mis miedos, le animé a que me contase todo lo que había hecho en todo este tiempo.
—No es muy interesante que digamos, pero si tú quieres…—se limitó a contentarme.
Entre mis preguntas y sus respuestas, estuvimos una buena sección de la tarde hablando tranquilamente. De vez en cuando, miraba por la ventana. Con desilusión, vi que hacía un frío tremendo, muy propio de Chicago, pero no acababa de romper a nevar.
¡Lástima! Era el más hermoso de los espectáculos y posiblemente me lo perdería.
Edward interrumpió su charla al ver que no le prestaba atención.
—Lo siento—me disculpé—. Me distraigo con facilidad.
—Eso siempre lo has hecho—alzó las cejas en un gesto de reproche—. No es algo que hayas cambiado en exceso.
—Continúa hablando—en realidad estaba más absorta por oír su voz que por lo que tuviese que decirme.
Sí, le gustaba mucho la medicina, pero echaba de menos a Carlisle y odiaba a los patanes que tenía como profesores. Me hizo reír al imaginarme como contestaría a cada uno de ellos cuando éstos se equivocasen. Para no aburrirse, había decidido contratarse en un club de Jazz como pianista en uno de aquello pubs de las afueras de Chicago.
Con Elizabeth las cosas iban despacio, pero hacía tiempo que la había perdonado por todo. Me hubiese gustado decirle, que si yo hubiese estado en el lugar de su madre, hubiese hecho lo mismo. Aun no era el momento.
Éste llegó de improvisto y por la nimia pregunta de cómo se encontraba Dawn.
—Ella se encuentra bien—me contestó escuetamente, pero había un cierto timbre de desconfianza en su voz—. Te echa de menos.
Sonreí con ternura.
—Y yo a ella—respondí—. Espero que todo el asunto de James no pasase factura y no se acuerde de ello.
Edward empezó a tamborilear en la mesa.
—Sí se acuerda de James—me corrigió—. No conscientemente, por supuesto, pero alguna vez ha soñado con ello.
Puse una mueca de horror al oírlo. Si a mí aún me aterraba acordarme de sus ojos rojos y terribles al mirarme y recordar toda clase de torturas que estaba dispuesto a imponerme, no quería imaginarme como había sido aquel episodio para una niña de cuatro años.
—Debe estar aterrada.
Edward abrió los ojos sorprendido.
— ¿Aterrada?—inquirió irónico—. ¡Ojala lo estuviese! Ella está feliz.
— ¿Cómo?—no entendía nada.
—Lo único que le molesta de esta situación es no poder gritar que su hermano mayor es un héroe—lo decía desdeñoso—. Me idolatra, Bella. Cree que soy un héroe que dio una lección a un monstruo malo que quería hacer daño a una princesa. Y después salvó a la princesa de la muerte. ¡Cree que soy una especie de Perseo y merezco un puesto en las estrellas!
— ¿Eso es tan terrible?—moví la cabeza—. Eres todo un ejemplo para tu hermana y me salvaste de James…
—No es algo de lo que me sienta orgulloso. No me he comportado mucho mejor que él. No soy un héroe, Bella. Tengo otra apariencia pero en el fondo, soy la misma clase de monstruo que James.
— ¡No!—protesté—. No puedes compararte con él. No tienes nada que ver con él. ¿Por qué dices esas cosas? ¿Por acabar con él? No iba a atender a razones. Y yo lo hubiese hecho por ti, sin ninguna duda.
Negó pesarosamente con la cabeza.
—No tenía ningún derecho a arrebatarte tu existencia humana, Bella—manifestó—. Por mucho que se hubiese torcido la cosa…
No necesitaba respirar pero sus palabras me dejaron sin poder tomar una bocanada de aire. Me quedé completamente petrificada. No quería haberme transformado.
— ¿Por qué odias tanto haberme hecho esto?—tartamudeé para formular la pregunta en condiciones—. Era la única manera de estar juntos…
— ¿Y tú crees que esa era la manera de hacer esto? Es tan antinatural. No puedes darte cuenta de lo que te he hecho, Bella…
Mi paciencia estaba a punto de desquebrajarse.
¿Cómo podía ser tan cabezota?
Me aclaré la voz y decidí que esto quedase claro de una vez por toda.
— ¿Qué me has hecho? A parte de darme otra existencia cuando se me había acabado la primera. Tengo que estarte tan agradecida por lo que me has concedido.
— ¿Puedes explicarme que es eso tan bueno que te he dado?—no acababa por comprenderlo.
—Mi familia—respondí rotunda—. Después de tantos años, tengo una verdadera familia y a ella me une lazos más fuertes que la sangre. Tú no puedes verlo porque siempre has tenido a tu madre y a tu padre. Pero yo, no. Y, por primera vez, siento que no estoy arrebatando nada a nadie. Por mucho que quiera a Elizabeth o a Dawn, ellas te pertenecen a ti, no a mí. No estoy diciendo que esto sea el mundo ideal. Echo mucho de menos los pasteles de fresa y chocolate, pero es algo muy pequeño comparado con todo lo que puedo ganar. También en un mundo ideal, mi madre hubiese sido Esme, y estoy segura que ella hubiese sido una madre complaciente que te hubiera puesto galletitas de chocolate y té helado en el jardín de nuestro hogar, mientras tú intentabas flirtear conmigo. Por supuesto, Carlisle hubiera tenido que vigilarnos para proteger mi virtud—sonreí ante la imagen—. Seguramente, se pondría en su papel de padre sobreprotector y te mantendría lejos de mí hasta que tus intenciones no hubiesen sido la de ponerme un anillo en mi dedo anular… No hemos vivido la mejor de las realidades, pero te puedo asegurar, que no me he arrepentido de nada de lo que he hecho. Y tendremos que dejarnos llevar a contracorriente lo mejor que sepamos por lo que no podemos controlar.
Edward cerró los ojos y tomó una gran bocanada de aire. Por sus gestos comprendí que no quería entender lo que estaba diciendo.
—No siempre podemos vivir el sueño de hadas, Bella—me replicó—. Ves esto como un sueño, pero, ¿qué ocurrirá cuando despiertes y descubras que no te gusta nada la realidad que te impuesto sólo por salvarte? A veces, por muy duro que nos resulte, el mundo humano es lo correcto. Debí dejar que continuases el curso natural de las cosas. Estás pagando un precio muy alto por una imposición mía.
¡No, no y mil veces no! ¿Estaba diciendo lo que creía?
—El curso natural del mundo humano acaba en la muerte—casi sollocé—. ¿Eso es lo que te hubiese gustado para mí?—estaba tan enfadada que no me quise darme por aludida de su gesto de impotencia—. Explícame una cosa, Edward. ¿Por qué tantas molestias para salvarme? Te hubieras ahorrado tantos remordimientos. ¡Y no te habían faltado ocasiones! Sencillamente, con dejar a James haber actuado. Lo único que tenías que haber hecho era no haber intervenido. Con mirar a otro lado, más que suficiente…
— ¡Bella!—me advirtió.
Pero me negaba a detenerme:
— ¿Y por qué esperar tanto? Pudiste acabar conmigo hace siete años. En lugar de hacer caso a Carlisle y devolverme a sus brazos, te hubiese bastado un pequeño mordisco. ¡No sabes que gratificante! No sólo acabas con una miserable vida humana, sino que también te hubieses deleitado con mi sangre. Seguramente te preguntarás si era deliciosa o no y no te hubieses quedado con la duda. Y si eso te hubiese causado mucha culpa, lo más sencillo hubiese sido haberme dejado morir por la gripe española. ¡Millones de personas han muerto por su causa! ¿Que importaba una más? No hubiese habido reproche porque no puedes imaginarte lo mucho que hubiese deseado estar muerta en algunos instantes…
Un impulso por su parte, me hizo retroceder y acurrucarme en la silla, se levantó furioso y me enfrentó. Acurruqué mi cabeza para evitar mirarle a sus encendidos ojos.
— ¿Cómo te atreves a suponer semejante despropósito?—me chilló—. ¡No sabes nada! ¡No puedes darte cuenta de nada! ¡No quiero que vuelvas a decir esa barbaridad! ¡Ni se te pase por la cabeza!
Temblaba, pero era mi furia lo que se imponía, no el miedo. Aún con el susto acampando a sus anchas en mi cuerpo, fui capaz de reaccionar en caliente y levantarme para salir de aquella cafetería. No me molesté ni en coger el abrigo. No lo necesitaba; me abrigaría con la necesidad de salir de allí.
— ¡Vete a la mierda!—esa era una típica despedida francesa cuando se quería ir de malas. Por si no se acordaba, odiaba que me chillasen.
Una vez en la calle, ignorando a la gente que me miraba anonadada de verme caminar tan solo con un ligero vestido, intenté acompasar el paso con la rapidez y los límites humanos.
Por supuesto, los tacones ayudaban mucho a refrenar mi digna partida.
A la enésima vez que éstos se engancharon en las baldosas del suelo, decidí cortar con el problema de raíz. Me los quité mirándolos con enfado.
La sirena de un barco me dio una idea de donde me encontraba. Estaba atravesando uno de los miles de puentes que había en esta ciudad.
Me asomé por la barandilla y vi el enorme esfuerzo que los barcos para atravesar el hielo del río.
Miré el río y los zapatos.
Sin molestarme en analizar todos los pros de llevar aquellos zapatos, decidí que su mejor destino era en el fondo del río Chicago, y con la mayor liberación posible, los lancé oyendo como éstos rompían la capa de hielo y se hundían.
Pronto sentí que un par de ojos se clavaban en mi espalda. Preguntarse cómo me había localizado y alcanzado era algo muy estúpido. Se trataba de cinco años más de ventaja y que siempre había sido el más rápido de los dos.
Sin dar mi brazo a torcer, no me di la vuelta. Como se pusiese muy estúpido, le daría a entender que se iría a buscar mis zapatos al río.
—No me retracto de lo dicho—le confirmé con rotundamente.
—Yo sí—me sorprendió tanto la suavidad en su voz, que me giré enfrentándome a él. Sus ojos mostraban arrepentimiento y tenía en sus manos mi abrigo, dispuesto para ponerlo—. Bella, creo que te debo una disculpa, pero me sentiría mucho más tranquilo si te pusieras el abrigo y… ¿estás descalza?—se fijó en mis pies y me miró como si me faltase un tornillo. Asentí tranquilamente—. ¿Qué demonios has hecho con los zapatos?
Ladeé la cabeza para decirle que estaban en el fondo del río.
— ¿Qué?—solté ante la estupefacción de su rostro. Si tanto le preocupaba, que se tirase a buscarlos—. No es que me vaya a resfriar por eso. Además, si tuvieses que llevarlos todo el día, hubieses hecho lo mismo.
Finalmente conseguí que se riese.
—Supongo que tienes razón. Domar zapatos de tacón no es algo que vayas a llegar a dominar. Necesitarías varias vidas vampíricas para lograr andar por la calle decentemente y no como una auténtica borracha.
— ¡Oye!—le recriminé.
Se rió de mí, y luego sus labios dibujaron una mueca seria.
—Bella, ponte el abrigo y hablemos. Creo que lo necesitamos.
Sí, lo necesitábamos. Pero me hice la remolona y decidí ponérselo difícil. En la cafetería se había como un auténtico patán.
—Si tanto te preocupas, pónmelo tú.
Se encogió de hombros y se dirigió a mí con paso tranquilo. Yo estaba acorralada entre su cuerpo y el puente, por lo que me quedé inmóvil.
—Tus deseos son órdenes para mí.
Y se abalanzó hacia mí.
Mi abrigo se sitió delicadamente sobre mis hombros, pero no era lo que me cobijaba del frío. Eran sus brazos que me estrechaban contra su cuerpo y permitía una distancia mínima entre el suyo y el mío. Calor.
Fue instintivo y mi cabeza se apoyó en su hombro. Siempre había sido mi refugio.
Entreabrí los ojos y me fijé en su muñeca. No podía creerlo que lo tuviese aún.
—El reloj que te regalé por tu dieciocho cumpleaños—sonreí.
—Sí—me confirmó—. Está parado y necesita un cristal nuevo, pero forma parte de mi muñeca. Quitármelo sería arrancarme la piel.
— ¿Siempre lo has llevado contigo?
— ¿Acaso lo dudas?—se hizo el ofendido—. Cualquier cosa que proceda de ti, será más que bien recibido—el tono de voz cambió y supe que iba a hablarme muy en serio: —Siento haberme enfadado contigo en aquella cafetería. No ha sido el mejor momento para hacerlo. Estabas nerviosa y asustada en un lugar lleno de humanos. No ha sido lo más inteligente que he hecho. Pero necesito que te entre en tu cabecita que nunca, bajo ningún concepto, te preferiría muerta. No puedes imaginarte qué clase de desastre sería una existencia donde tú no estuvieses. Por lo tanto, no quiero que vuelvas a pensar que te quiero muerta. Eso es una sucia mentira. Por muy deliciosa que me pareciese tu sangre. El manjar más delicioso que he probado nunca.
Fruncí el ceño.
— ¿Probaste mi sangre?
—Bella—canturreó con impaciencia—. No te desvíes del tema.
— ¿Qué querías que pensase?—le reproché—. Creí que habías muerto. Prometiste volver a buscarme y no lo hiciste. Sólo podía significar que había dejado de importarte.
— ¡Como si eso pudiese pasar alguna vez!—bufó—. Si no fui a buscarte en su momento, es porque no quería ser un completo egoísta y tenía que darte la oportunidad de que tuvieses una vida completa y plena, incluso sin mí. ¿Cómo arrebatarte esto por un impulso egoísta?
Él y sus estúpidos principios elevados.
—Me gusta que seas egoísta. Nos haces felices a los demás.
Le oí suspirar intensamente.
— ¿Cómo podía imaginarme que en lugar de maldecirme y gritar improperios a tu destino, ibas a ser feliz conmigo? Siempre has sido tan hermética y has ocultado tus sentimientos, que nunca he sabido cómo reaccionar.
— ¿Y qué puedo hacer para que me creas?—me sentía impotente. Habíamos cambiado la posición y ahora era yo la que tenía que dar una señal.
—Sencillamente, se franca, Bella—me suplicó—. Debes hacerme entender como han sido estos años para ti. Y de manera convincente.
Me estaba pidiendo algo tan difícil. ¿Cómo expresarlo si mis palabras no bastaban?
¿Cómo iba a decirle cuanto había extrañado todo de él? Desde el mismo momento que sus labios besaron los míos aquella noche de navidad, cuando sentí como rozaba las puertas de cielo, hasta hundirme en un lugar muy oscuro y hondo sin salida cuando me dieron la noticia de su muerte. Las imágenes oscilaban en mi cabeza como una noria. Eso era sencillo y claustrofóbico. Pero poner palabras a cada sensación era muy complicado.
¿Por qué no podía leerme la mente como hacía con todo el mundo?
—Y lo he conseguido, Bella—me sacó de mis cavilaciones y le miré fijamente. Por primera vez, sus ojos estaban brillantes de felicidad—. Es como yo me he sentido en todo este tiempo. Eso me hace darme cuenta de lo estúpido que he sido.
¿Había conseguido leerme la mente? ¿Qué pasaba con mi escudo?
—De alguna manera, lo has desactivado—me contestó por mí—. Y eso es algo maravilloso. Me has permitido acceder a una parte de ti. A la más importante. Eso significa tanto para ti.
Debía haberle sentido como un auténtico intruso; en su lugar me sentí muy feliz. En unos segundos, Edward había conseguido lo que Eleazar y Carlisle no habían logrado en todo el entrenamiento. Por fin, era libre para expresarle todo.
Cogió mi rostro con sus manos y me hizo mirarlo.
—Je t´aime—susurró—. Plus que ma propre vie.
Si en aquel momento, mi corazón no se había puesto a latir frenéticamente, no le faltaría mucho. Aun siendo fisiológicamente imposible. Era como si hubiese terminado de rodar la roca en la ladera y ahora todo fuese cuesta abajo.
Carraspeé para hacer el papel de profesora dura.
—Esa pronunciación es horrible—me puse severa con él—. ¿Dónde has aprendido ese francés barriobajero? ¿En las tabernas de mala muerte?
Me hizo un puchero.
—Siento que mi nivel no esté a la altura de una señorita educada en París—movió la cabeza—. En fin, si no le gusta mi francés, tendré que decirle lo mismo en el lenguaje universal.
— ¿Cuál es el lenguaje universal?
Y antes de poder añadir algo más, acercó su rostro al mío y estrechó con violencia sus labios sobre los míos para culminar en el mejor beso que me había dado nunca.
Mil veces más fuerte que cualquier sensación conocida hasta entonces.
Mil veces más embriagador que un vaso de absenta.
Mil veces más intenso que todas las primeras veces.
Y por fin, rompió a nevar.
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