Para no hundirme en aquel océano de fuego que me iba quemando poco a poco, busqué, con desesperación y angustia, alguna tabla de salvación a la cual agarrarme.
Buscar a ciegas era una misión imposible, pero el dolor al cual estaba sometida hacía que mis párpados estuviesen cerrados, de tal manera, que parecían que me habían puesto un par de candados en los ojos.
¡Oh, Dios mío!
Era como si James me volviese a cortar la piel con un fragmento de cristal, pero incrementado mil veces más. Y yo que creía que mi cuerpo no era capaz de aguantar tanto sufrimiento.
Pensé que al estar muriéndome, todo se acabaría. Pero ese no era mi sino por el momento.
De alguna manera conseguí aferrarme a algo que parecía consistente, alcé mis brazos y lo rodeé con las escasas fuerzas que me quedaban. Para mi sorpresa, alguien me asió con fuerzas y me colocó de tal manera que estuviese cómoda y sujeta a la vez. Fuese quien fuese se lo agradecí.
Cuando una oleada de dolor azotó mi costado, mi cuerpo reaccionó arqueando mi espalda de manera instintiva, aunque para mi desesperación, sentía una fuerza que me empujaba hacia abajo y me obligaba a permanecer quieta.
Jadeé furiosa e intenté rebelarme, pero resultó inútil.
Fuese quien fuese quien me sujetase, era totalmente inflexible ante mis movimientos desesperados por liberarme.
Incluso permaneció inmutable cuando oí un crujido procedente de mi muñeca. Tal vez fuese que la quemazón de la que era víctima me hiciese de analgésico, pero no sentí dolor por el hueso roto en aquella zona.
A pesar de que los oídos me pitaban, distinguí amagos de voces.
Una de ellas parecía algo molesta y reprendía a otra persona. La única respuesta que recibió fue un pesado suspiro.
De todas maneras, había perdido la capacidad para distinguir los sonidos, por lo tanto, sus voces representaban para mí, susurros que se perdían en el vacío.
Alguien se acercó a mí y, haciendo un esfuerzo de su mejor voluntad, me puso algo húmedo en la frente.
No quería ser desagradecida ante aquel gesto, pero en lugar de aliviarme, tenía la desagradable sensación que todo el calor que emanaba mi cuerpo evaporaba el agua hasta la ebullición y me quemaba la piel.
Como suponía que aquello sería el final, lo único que quería, realmente, era dejar de sufrir y que la oscuridad me arrastrase con ella. Ya no tenía fuerzas para preguntarme que sería lo que me encontraría después de esto. No podía ser la mitad de intenso, ni tan emocionante como pudiese ser la existencia humana. Las emociones tan intensas como el amor y el odio no tenían cabida en el mundo de los muertos.
Intuía, de alguna manera, que yo ya estaba preparada para partir.
No creía que hubiese dejado nada pendiente. Lo lamentaba por Elizabeth y Dawn, pero ellas podrían salir adelante sin mí.
Lo único que me afligía en aquel momento era tener que desprenderme de todos aquellos recuerdos, que de alguna manera u otra, habían formado parte de mí.
Eso se consideraría exceso de equipaje.
No me interesaba quedarme con los cinco últimos años; incluso agradecería que se borrasen como un escolar hacía con sus deberes cuando éstos estaban mal.
Pero era como hacerme un agujero muy oscuro al verme privado de aquellas partes de mi existencia en las que yo había rozado la felicidad.
Y antes de que éstos se fuesen desvaneciendo en un oscuro agujero, intenté retener un solo recuerdo. Cualquiera que me hiciese andar con la cabeza bien alta y pudiese llenarme la boca de orgullo y me hiciese decir: "Yo también he conocido por unos instantes lo que significa ser feliz. Y lo he disfrutado”.
La oscuridad adquirió un nuevo significado y pronto empezaron a caer copos de nieve a mi alrededor…
— ¡Oh, vaya! —empecé a reírme a carcajadas cuando el frío empezó a adentrarse hasta mis huesos debido a la humedad de mi vestido. La nieve me había hecho poner a prueba mi sentido del equilibrio y había perdido, por lo que en algún momento, había resbalado y caído al suelo.
En mi caída al suelo, arrastré a Edward al intentar agarrarme a él sin éxito alguno y él acabó de la misma manera, patinando sobre el suelo cubierto de hielo, hasta caerse cuan largo era.
Me preocupó y arrastrándome, llegué hasta su regazo.
Me pareció que se reía y me acerqué a su rostro para asegurarme, y a escasos centímetros, me lanzó una bola de nieve, sin aplicar fuerza, en mi cara.
— ¡Ay! —protesté.
—Tu mala suerte es contagiosa—me picó de muy buen humor. Se había tendido en medio de la acera como si estuviese en un prado con tiempo estival, sin parar de reírse. Era la viva imagen de la despreocupación.
— ¡Idiota! —le pegué en la rodilla.
Como repuesta, me volvió a tirar otra bola de nieve, riéndose abiertamente.
Después de limpiarme la cara, hice un puchero y fingí enfadarme con él.
— ¡Como te estás comportando como un auténtico bárbaro con una señorita, ahora ya no te ajunto! —me volví de espaldas y me crucé de brazos.
Pronto sentí como sus brazos rodeaban mi estrecha cintura y me atraían hacia su cuerpo. A pesar del grueso abrigo que llevaba para resguardarme del frío, fui muy consciente del calor que emanaba de su cuerpo al mío.
Pronto, sentí como las mejillas me ardían, y si no estaban rojas debido al frío y al acumulo de emociones, en aquel mismo instante, seguramente, estarían empezando a teñirse de ese color tan llamativo.
Sus labios se pegaron a mi oreja y un súbito cosquilleo recorrió mi espalda cuando me susurró al oído:
—Bella, mira la farola…—me ordenó con voz melosa.
A mi pesar, miré hacia arriba y suspiré.
Nos habíamos estado besando debajo de cada farola, que estaba decorada con una rama de acebo o de muérdago, a modo de ritual. A mitad de camino, había perdido la cuenta de los besos que mis labios habían recibido.
Pero en este momento, quería ser un poco traviesa y vengarme de él.
—Pues ahora no te lo doy—refunfuñé.
— ¡Jo! —se lamentó simulando un puchero—. Yo quiero. No puedes hacerme eso. Si no me besas, tendremos muchos años de desdicha y mala suerte. Y todo el tiempo que estemos juntos, tienen que ser felices…
Sus manos acariciaban, a través del abrigo, mi cintura. Apoyó la cabeza sobre mi nuca y su respiración me desconcentraba de tal manera que me era casi imposible negarme.
…Casi…
No quería dar mi brazo a torcer ni dar la impresión de ser de las que me rendía a la mínima; así que con un gran esfuerzo solté sin pensar lo que debía decir, aunque mi cuerpo me dictase lo contrario:
—No. Te mereces un castigo.
—No seas mala. Si en el fondo te mueres si no me besas.
Tomé aire como ejercicio mental de resistencia. ¿Cómo podía hacerle sufrir si la carne era débil y la mente no ayudaba demasiado?
—Podré sobrevivir sin ellos, digamos…, cinco minutos—le piqué.
— ¡Hum! —reflexionó—. Creo que empiezas a ser un hueso duro de roer. Tendré que utilizar mis mejores armas.
— ¡Ah! —me temía que era lo que estaba tramando. Intuía su sonrisa y lamentaba perdérmela—. ¿Qué plan maquiavélico tiene en mente para convencerme de que le dé un beso, señor Masen?
Como respuesta, alzó levemente su brazo y deslizó sus dedos hasta mi mentón, con decisión pero sin brusquedad, me ladeó parcialmente la cara, y a medida que su boca se iba acercando a un tramo de piel, un escalofrío que no tenía nada que ver con las condiciones climáticas a las que estaba sometida, me sacudió de forma gradual cuando sus labios se deslizaban sobre mi piel caliente, desde el lóbulo de la oreja hasta la línea de la mandíbula, a modo de pequeños y húmedos besos.
— ¡Tú eres…!—jadeé sin poder terminar la frase. Intenté desconectar de mi cuerpo, inutilizado debido a maquiavélicas técnicas, y a duras penas me concentré en decir un par de palabras conexas y con sentido—. Tú eres un maldito bastardo tramposo.
Gemí interiormente al sentir una vibración en mi piel debido a su risa.
— ¡Todo vale en el amor y la guerra, querida!
No podía luchar contra lo evidente.
Me volví completamente y estudié detenidamente cada facción que contenía su rostro.
Debido a la nieve, su cabello mojado estaba totalmente despeinado y algunos mechones se le pegaban a la frente. La tenue luz que emitía la farola, le arrancaba reflejos dorados y cobrizos.
Sus ojos se aclaraban y brillaban con intensidad.
Sus pómulos y mejillas estaban completamente teñidos de rojo, que podría deberse a la exposición al frío o al cúmulo de emociones que contenía su cuerpo.
Sus labios estaban curvados en aquella sonrisa traviesa que me volvía loca y hacía que toda mi determinación estuviese impresa en papel mojado. Aquellos labios hechos e ideados para el beso perfecto. Imposible resistirse a ellos.
Incrementó la inflexión de su sonrisa al saberse vencedor de nuestra pequeña batalla.
— ¿A qué esperas? —inquirió con la misma impaciencia que un niño pequeño—. Quiero mi beso.
Cerró los ojos para recordarme que había perdido y que tenía que darle su recompensa.
En realidad, lo estaba deseando.
Bruscamente, me senté en su regazo y eché mis brazos en su cuello. Antes de que diese el siguiente paso, me acerqué a él y estrellé mis labios con los suyos.
La punta de su lengua se posaba en mis labios pidiendo permiso para introducirse en mi boca. Se lo concedí sin dudarlo y contuve un gemido cuando sentí cada rincón de su boca y cada sensación golpeándome con fuerza.
Mis manos fueron del cuello hasta la nuca, mis dedos se enrollaron en su pelo y empujando levemente, logré profundizar nuestra área de contacto a la par que nuestra respiración se apresuraba.
La nieve seguía cayendo con persistencia bajando la temperatura de la ciudad; mi cuerpo era igual que un horno en pleno funcionamiento.
Si hubiese sido más consciente, tendría que haber sido más sensata y recordarme a mí misma que nos encontrábamos besándonos sentados en medio de la nieve, en plena calle central.
Pero la gente en navidad tendía a ser más comprensiva; o por lo menos a hacer la vista gorda sobre la apatía con los buenos modales.
La mitad de la gente pensaría que estábamos borrachos y por ser estas fechas tan señaladas, nos perdonarían por no ser demasiado cívicos. La otra mitad, sencillamente, estarían ebrios.
Yo misma estaba en un estado tan elevado de felicidad que sus efectos sobre mí serían idénticos a los de una larga sesión etílica.
Me preguntaba cuantas farolas faltaban para llegar a casa. Aun no estaba preparada para dejar a Edward, ni aun sabiendo que le vería al día siguiente.
—No te vayas a casa. No me dejes sola en mi casa. Quédate—formulé mi deseo en voz alta murmurando entre sus labios.
— ¡Hum! —pareció que le desperté de un sueño cuando rompimos nuestro beso—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué me quede en casa contigo? —disimuló que aquello le preocupaba, pero el brillo de sus ojos le traicionó. Él tampoco se quería irse.
—Sí—intenté poner ojitos tiernos, tal como él hacía conmigo—. Por favor—rogué con voz melosa. No logré ser ni la mitad de convincente de lo que él conseguía conmigo.
Pero al parecer, no tenía que esforzarme mucho.
—Bueno, tal vez sea conveniente que me quede para vigilar la herida… Ya sabes, puede presentarse dificultades y… ¡Oh, qué demonios! ¡No creo que necesite excusa ninguna! ¡Voy a la casa de la mujer que amo para estar con ella todo el tiempo que se nos conceda! —exclamó eufórico mientras se ponía de pie y me ayudaba a hacerlo.
Empecé a reírme histéricamente. Tenía tal exceso de dicha que tenía que descargarlo de alguna manera.
— ¡Y aún no hemos terminado nuestro "tour" de farolas! —solté una risita—. Y te tienes que asegurar que me dejas a salvo en mi camita calentita y confortable.
Alargó su brazo hasta mi cintura y me acercó hasta su cuerpo, gorgoteé una pequeña carcajada feliz cuando sus labios se posaron en mi sien y me murmuró:
— ¡Oh, no! —me contradijo con tono burlón—. Esta noche, nadie se va a la cama…
— ¿Ni siquiera si yo te pidiese que fueses conmigo? —le piqué. Estaba demasiado exaltada como para darme cuenta de que estaba sobrepasando los límites.
Con aquella insinuación, hice que soltase una carcajada bastante nerviosa.
—Todo a su tiempo, cariño—percibía como le temblaba el cuerpo debido a las carcajadas reprimidas—. Tenemos tanto tiempo para los dos—susurró depositando un beso en mis sienes.
Me apretó con fuerza y empezamos a caminar lo más rápido que pudimos, a pesar de la nieve.
Blump, blump, blump…
A la par que mi corazón latía con la misma intensidad que el mismo ímpetu del fuego de una vela, que a punto de extinguirse, daba sus últimos aleteos, el fuego se iba conduciendo a través de mis venas arrasando todo a su paso.
Se había extendido ya hasta mis brazos y abarcaba mis dedos inmovilizándoles por completo.
Mi garganta estaba tan irritada a consecuencia de mis sollozos, que no podía emitir ningún sonido. Era una auténtica tortura sentir como explotaba y reprimirme por ello.
No estaba sola en aquel lugar, ya que oía los jadeos de varias respiraciones con irregulares cadencias, y algún susurro perdido en el aire.
Para confirmármelo, alguien me cogió de la mano y empezó a frotarme.
— ¡Oh, Dios mío!—Elizabeth exclamó—. ¡Está completamente helada!
—No te preocupes—la consolé—. Eso es porque estaba jugando con la nieve—deliré deseando volver a mi lugar frío y acogedor. No me gustaba nada este horrible calor.
Me pareció oír una tenue risa.
— ¿Eso es normal?—inquirió alarmada.
—No debe preocuparse por esto, señora Masen—le aplacó una tranquila y metódica voz bastante melódica—. Cada persona intenta evadirse del dolor como puede. No es algo fácil de sobrellevar y ella lo está haciendo muy bien. ¿Ha dicho que tiene las manos heladas?—Elizabeth asintió—. ¿Podría tocarle el tobillo? Usted es mejor termómetro que nosotros—sentí una ligera presión en esa zona—. ¿Y bien?
—Por ahora está normal… para nosotros, esto… bueno, ya me entiende lo que… ¿Eso qué quiere decir?
—Que ya falta poco—el hombre que estaba en aquella sala con Elizabeth parecía muy satisfecho.
— ¿Cuánto tiempo?
—Hum—pensó en voz alta—. Calculo que menos de cuarenta y ocho horas… Tal vez un día y medio…
—Está tan pálida…—arrulló.
—Es el proceso. Después de esto, ella estará bien… E incluso puedo aventurar que va a ser una auténtica belleza.
Oí un resoplido de alguien muy cercano a mí. A pesar del fuego, parte de su aliento logró mitigar parte de aquella sensación ardiente y fustigadora.
Y podía olerlo…
… Me era tan familiar… Una mezcla de lilas y miel aunque con un ligero toque masculino…
— ¡No seas tan quisquilloso!—se rió el hombre dirigiéndose a la persona que estaba a mi lado—. No he dicho que ella no fuese bonita. Pero ahora estará más resaltado.
Si no fuese por el esfuerzo que me costaba enfadarme, en aquel momento me hubiese gustado gritarles.
Yo me estaba muriendo… ¿Qué más me daba ser una completa belleza en estas circunstancias? Parecía que estaban frivolizando con mi muerte.
Las ideas y emociones se clavaban en mi enfebrecido cerebro y decidí volver a mi pequeño santuario lleno de nieve.
… Nieve, frío… Escapar de las llamas del infierno de cualquier manera…
—Jingle Bells, jingle bells, jingle all the way…—canté a pleno pulmón con voz gangosa mientras Edward, medio tumbado en mi tresillo, estallaba en lagrimas riéndose a carcajadas.
—Te estás inventando la letra—se le entrecortaba las palabras debido a las carcajadas.
—No me la estoy inventando—fingí protestar empapándome dos dedos con el champagne que tenía en mi copa y le eché un par de gotas a su rostro.
Se rió con más ganas.
—No te sienta bien beber. Por suerte, estás en la compañía de un auténtico gentleman, que no se aprovechará de su virtud—hizo amagos de simulada inocencia.
Le saqué la lengua como respuesta.
Tenía que ser sincera conmigo misma y admitir que sí estaba borracha. Pero no se debía al champagne. Tal vez, las burbujas que me hacían cosquillas en la lengua, se me hubiesen subido a la cabeza; pero el efecto de estar calentita en mi casa, sin la presencia de Reneé y Phil —que supuse que no llegarían antes del amanecer o incluso después del mediodía—, con el fuego encendido y con mis labios ocupados en los de Edward, que se había levantado para atraparme en sus brazos y besarme con pasión; podía decir que la felicidad me emborrachaba.
—Hip—hipé y la vibración de la risa de Edward me producía un más que agradable cosquilleo.
—Blanda—se burló de mí.
Aquello activó mi espíritu guerrero:
—Puedo beber algo más fuerte y aguantar… ¿Qué te apuestas? —le reté.
En lugar de reírse de mí, me miró enigmáticamente, me sentó en el tresillo y se dirigió hacia un armarillo.
— ¿Qué se supone que estás haciendo? —inquirí sorprendida.
—Estoy respondiendo a tu reto, por supuesto—empezó a rebuscar en todos los armarios—. Vamos a ver cuánto aguante tienes. Por lo menos, esto servirá para reírme a tu costa.
— ¡Oye! ¡Un respeto! —le increpé—. Estás hablando con una persona cuyo padre le daba una copa de anís con el café todos los días.
—Impresionante—murmuró. No sabía si se estaba burlando de mí o ni siquiera hablaba conmigo.
— ¿A que sí? —me vanaglorié.
— ¡Oh, vaya! —sonó sorprendido y feliz como un niño que había descubierto un paquete de caramelos—. No tengo un concepto muy elevado de tu padrastro, pero en este momento, se acaba de convertir en mi mejor amigo.
— ¿Qué es lo que tiene ahí? —de Phil me esperaba cualquier cosa. Supuse que se trataba de una caja de habanos.
Pero Edward se levantó con una sonrisa radiante y con una botella, que contenía un extraño líquido verde transparente, en la mano.
— ¿Qué es eso? —señalé con el dedo.
—Fée Verte—me respondió en francés.
— ¿Hada verde? —traduje.
¿De dónde diablos se había sacado Phil eso? Por lo que tenía entendido estaba prohibido y costaba mucho encontrarla ilegalmente. Por no hablar del precio.
Edward suspiró resignado y se movió para guardarla.
— ¡No! —le ordené deteniéndole—. Tenemos un reto que cumplir. Esto es perfecto.
—Creo que es un poco excesivo para nosotros—me advirtió—. Aún recuerdo la noche que me dio Emmett cuando se le ocurrió beberse un par de copas de esto—se rió—. Creo que los duendecillos hicieron de las suyas.
Me reí con él al imaginarme a Emmett borracho.
—A parte—se puso serio—, podrías tener problemas con Phil si le coges la botella. A los hombres no les gustan que les toquen sus cosas.
En respuesta, le cogí la botella y la puse en mi regazo.
— ¡Pues me da igual! —hablar de Phil y mi madre me había puesto de mal humor—. ¡Él tiene el poder que yo quiero que tenga en esta casa! ¡Se gasta el dinero de mi padre, por lo tanto eso no es suyo! ¡No tiene ningún derecho a…!
Los dedos de Edward me silenciaron.
—Sólo quería que no tuvieses problemas con Phil—me aclaró en un susurro—. Haremos lo que tú quieras, ¿de acuerdo? Es una noche tan hermosa. Creo que no merece la pena discutir.
Retiró los dedos cuando se aseguró que no iba a berrear y, besándome dulcemente, me volvió a dirigir al tresillo, pero, primero se sentó él y, tirando de mí, me hizo sentarme en su regazo.
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El dolor había alcanzado mi tórax y estaba muy próximo a mi abdomen. Para entonces, ya me había rendido y ejercí resistencia pasiva. No lloros, no sollozos, no gritos.
Sólo una súplica: que fuese a donde fuese, concluyese rápidamente.
Una especie de nana rompió el silencio.
Si los músculos de mis labios no estuviesen atrofiados por el dolor, hubiese sonreído al reconocerla.
Sólo que aquella no era la voz de Elizabeth.
— ¿Sabes? —me susurraba Edward al oído mientras me empapaba un terrón de azúcar en la bebida y me lo daba para que chupase. El sabor dulce de éste, apenas disimulaba el extraño amargor de la bebida en mi paladar y el ardor que mi cuerpo experimentaba al expandirse. Aunque aquel calor, reconfortante y acogedor, se debía más a la cercanía del cuerpo de Edward. No escuchaba del todo lo que me contaba. Me bastaba con escuchar su voz para embelesarme—. Un rey se enamoró perdidamente de una doncella, que para su desgracia, no le correspondía. Tal era su ardor por conseguirla, que no dudó en pedir ayuda al príncipe de los genios. Éste apiadado de él, le concedió los servicios del hada verde, que tenía el poder de ablandar los corazones de las doncellas más insensibles a los encantos de sus enamorados. El rey, sencillamente, tenía que añadir unos polvos de ese hada en la bebida de su amada para que surgiese efecto, y…
—Déjame que lo adiviné—metí un terrón de azúcar en la bebida y dárselo a Edward. Éste, como recompensa, cubrió la línea de mi mandíbula de besos, y tuve que concentrarme para volver a hablar. A duras penas, lo conseguí—. ¡Hum! La doncella en cuanto lo bebió, cayó a los pies del rey.
—Pues no—se rió—. Precisamente a sus pies, no. El rey no consiguió el corazón de su doncella, pero consiguió pasárselo muy bien a su costa durante todas las noches que él quiso.
— ¡Esa no es una historia de amor! ¡El rey era un aprovechado! Además, ¡creo que te estás inventando la historia!
Edward se limitó a ignorarme y acabó la historia:
—El rey se quedó tan satisfecho con los efectos del hada verde, que en lugar de devolverla al mundo de la magia, la encerró en una botella, y cada vez que necesitaba de sus servicios, abría la botella y se bebía una copa del contenido de aquel brebaje… Por eso, la absenta se convirtió en la bebida de todos aquellos depravados que quieren abusar de la virtud de su dama.
— ¿Con eso que me quieres decir? —inquirí divertida—. ¿Estás insinuando que quieres quitarme mi virtud?
— ¡Oh, no! —fingió sentirse muy abrumado—. Yo soy todo un señor. No me aprovecharía de una dama de forma tal vil—me acarició los hombros de manera tortuosamente lenta—. Así que me temo que tu virtud está a salvo conmigo.
— ¿Tú un señor? —le pregunté burlona.
—Soy muy inocente en ciertas cuestiones…—alegó con una aparente candidez—. De mis labios jamás ha salido nada obsceno y mi mente está limpia y pura como las aguas del lago en verano.
— ¡Claro! —repuse con sarcasmo—. El señor inocencia total no fue la persona de cinco años, que hizo preguntar a Jacob a tu padre, en medio de una fiesta, que si había encontrado un órgano del cuerpo de la mujer que la hacía gritar como una loca… Eso delante de tu madre y de cien invitados más…
—Que yo recuerde, no fui yo quien le empujó al salón para que lo preguntase—podía intuir su tono acusatorio.
Me reí tontamente por ello.
— ¡Pobre Jacob! —aún recordaba la cara de asombro del padre de Edward y la de mi padre, mientras la de Elizabeth se ponía roja como un tomate, en cuanto, Jacob, inocentemente, les hacía la pregunta. ¿Cómo podíamos ser tan crueles con él?
De alguna manera sentí que el cuerpo de Edward se ponía rígido y luchaba por contener el aire.
—Yo que tú, no sentiría demasiada lastima por él, Bella. Seguro que después de eso, estará intentando buscarlo con ahincó—se rió con dureza.
—Eso es asunto suyo, ¿no crees? —intenté ser conciliadora. Estaba enfadada con Jacob por el desplante que me había hecho. No entendía qué tenía contra Edward. Lo que no me podía imaginar, era que Edward tampoco le soportaba, pero lo disimulaba muy bien, y era correcto y educado en su presencia, y nunca perdía la compostura con él. Menos en aquel momento.
—Cierto. Que busque lo que quiera buscar. Me da exactamente igual… Mientras no lo busque donde yo lo haga…
— ¿Por qué no te gusta Jacob, Edward? —no entendía los motivos que tenía Edward para no gustarle.
Suspiró cansinamente. No quería tener esta conversación.
—Por favor—insistí.
—Hay algo en él… No sabría como explicártelo. Es cínico, mezquino y tiene un lado oscuro que aún no ha desarrollado, pero que va por ese camino… Bueno, y luego está el hecho que quiere buscar ese órgano en el mapa que yo he cogido…—masculló malhumorado como un niño pequeño.
Intenté no reírme. Estaba celoso y era adorable.
Le pegué en su brazo.
— ¡No me gusta que me cosifiques! —bromeé con él. Me giré hasta encontrarme en frente con él, y agarrándole su rostro, le obligué a mirarme—. Te quiero a ti y yo soy tuya, cada parte de mi cuerpo, cada esencia de mi ser… Todo te pertenece a ti y sólo a ti. Y no a Jacob. Es absurdo tenerle celos… Nos pertenecemos de tal manera que ningún mortal pueda imaginar…
No me contestó, pero obtuve la respuesta que quise cuando me besó furiosamente.
—Te quiero—estrelló las palabras en mis labios.
—Como yo a ti—le contesté captando cada bocanada de su aliento que soltaba mientras atrapaba sus labios, una y otra vez—. Y no necesito la absenta para caer a tus pies.
Se alejó levemente de mí y agarrándome la cara, me hizo mirarle a los ojos. En ellos brillaba una pequeña chispa traviesa. Algo se proponía.
— ¿Ningún efecto? —se burló de mí.
—No—de mi garganta salió un sonido agónico… ¿Qué tenía pensado hacer? ¿Acaso no sabía que él era peor que todos los efectos de esa mágica bebida, realizada por las hadas, para encandilar a los débiles mortales?
Edward metió un dedo en la bebida y, con éste, perfiló la forma de mis labios. Se acercó, lentamente, y juntó sus labios con los míos, captando y saboreándoles con deleite.
Solté una risita tonta entre ellos, cuando la punta de su lengua, jugueteó traviesa con mi labio inferior, para pasarse al superior.
Instintivamente, abrí mi boca, una de mis manos se depositó en su nuca, enredando mis dedos en sus mechones de pelo, y con un breve empuje, le obligué a profundizar el beso, robándole el aliento en el proceso.
De alguna forma, consiguió empujarme hasta tumbarme en el tresillo, y amoldándose a cada una de las curvas de mi cuerpo, se colocó encima de mí, sin dejarme de besar y sin que sus manos se detuviesen, mientras no dejaba sin acariciar cada zona de mi cuerpo que no estuviese cubierta con mi costosa y pesada ropa.
En mi ruego interno daba las gracias al hada verde y los duendecillos por este instante en el cielo.
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—Isabella—me llamó Elizabeth desde un lugar muy lejano, con una voz liviana. La misma que utilizaba cuando nos acostaba a Edward y a mí, y nos leía algo en voz baja para que nos durmiésemos. Parecía que no quería despertarme. Me cogió la mano y empezó a hablarme en susurros—. Tengo que decirte adiós. Me temo que ya no es conveniente para ninguna de las dos que yo me quede.
Esa era la maldición de mi vida. Toda la gente que yo amaba, se iba de mi lado.
Primero fue Charlie, después Jacob, por no hablar de…, Emmett y ahora lo hacían Elizabeth y Dawn.
Apreté con fuerza su mano para retenerla. La necesitaba tanto. Y yo no quería que se marchase.
Aun sin palabras, ella comprendió mi reticencia.
—No es para siempre—me prometió—. Sencillamente, te dejaré tiempo hasta que vuelvas a ser tú misma—no sabía que significaba eso, pero con la quemazón extendiéndose hasta mis tobillos, no estaba en condiciones para descifrar acertijos.
»Y cuando estés preparada—prosiguió—volverás a vernos. A Dawn y a mí. Pero a lo mejor, después de acostumbrarte a la compañía, te olvidarás de nosotras—se rió.
Poco a poco, solté su mano, mientras oía como mi acelerado corazón se rompía en cachos.
De alguna manera, yo había dejado de pertenecer al mismo mundo que Dawn y Elizabeth.
Me resultaban tan lejanas.
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Faltaban un par de horas para el amanecer.
O eso calculaba yo mientras me deleitaba mirando el fuego, tumbada en mi cama con Edward a mi lado.
Aún sonreía al rememorar las artimañas que había utilizado para convencerle de que tuviésemos un momento íntimo —sin salirnos de los límites del decoro— y que no podría soportar que se fuera tan pronto.
A mi favor tenía que decir que tampoco me había costado demasiado convencerle para salir.
No nos habíamos molestado en quitarnos la ropa, a pesar de lo molesta de ésta, y nos tumbamos en la cama.
Cuando era pequeña, Charlie me había contado que el cielo era el lugar más maravilloso que podía imaginarme.
Y si estar en el cielo era una sensación tan fascinante y completa como nuestros besos en los labios, nuestras caricias reciprocas en la piel descubierta, la sensación de sentirte completa cuando su cuerpo se amoldaba al mío con la misma exactitud de un puzle y el conjunto de todas ellas, hacía que yo ardiese; podría decir que Charlie tenía razón. El cielo era un lugar maravilloso.
Después de una larga sesión de vueltas a ninguna parte, jadeos intermitentes sofocados por nuestros besos, mejillas encendidas, piel cubierta por besos y sudor; me encontraba tumbada de lado, dándole la espalda mientras él me rodeaba la cintura con el brazo. Su aliento en mi nuca, me hacía cosquillas y no evitaba reírme tontamente.
Aun así, intentaba contarle lo que había hecho con Ángela en el centro comercial y los regalos que había hecho a cada uno:
—He visto un colgante precioso para tu madre. Es una amatista tallada en forma de luna y tiene los bordes dorados, ¿crees que le gustará?
No recibí ninguna respuesta.
— ¿Edward?
Nada.
— ¡Edward! —grité. Me estaba empezando a asustar de verdad.
Cuando oí un ligero resoplido, profundo y suave, comprendí lo que había pasado. Mi miedo se convirtió en enfado.
Rápidamente, me di la vuelta y observé cada uno de sus perfectos rasgos. Posiblemente, le hubiese tirado una jarra de agua, si no hubiera sido por el hecho de que tenía un rostro angelical, incluso cuando dormía.
Y en lugar de pegarle, suspiré extasiada y posé mis labios en su mejilla.
Edward protestó en sueños y me pegó un empeñón tan fuerte, que logró tirarme de la cama y que yo me cayese al suelo. Después, cogió el trozo de sabana con el que me tapaba y se lo llevó consigo, colocándose cómodamente en mi cama.
Era increíble.
Con dos copas de absenta, Edward era un caballero. Pero mi amor no podía competir con su amor a dormir. Era de los que se ponían de mal humor si se le despertaba.
Al intentar levantarme, me di con algo en la cabeza.
— ¡Ay! —me quejé sin modular el sonido de mi voz.
Edward se despertó repentina y apresuradamente y empezó a mirar por todos lados, con expresión asustada, hasta que se me fijó en mí. Aún seguía medio dormido.
— ¡Uhm, Bella! —murmuró con voz pastosa—. No puedes estarte quieta ni cuando duermes—me riñó—. Tienes accidentes incluso estando dormida… ¡Eres increíble!
Estaba a punto de gritarle que había sido él quien me había tirado, cuando echó un trozo de sabana hacia un lado y me hizo un hueco en la cama, dándole unos golpecitos para que me metiese con él.
Cuando me volví a tumbar a su lado, se pegó a mí y me abrazó con fuerza por detrás.
—No vas a volver a caerte—me aseguró.
Me acerqué una mano a mis labios y se la besé.
—Te quiero—murmuré—. Vuelve a mí—le recité la misma frase que Elizabeth nos decía cuando teníamos una pesadilla y nos hacía volver al mundo real, donde estábamos a salvo en sus brazos, libre de monstruos.
—Vale, ya volveré a ti mañana. Ahora, no—me respondió en sueños.
Se había vuelto a dormir.
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.
Un horrible dolor procedente de mi corazón me agarrotaba el pecho. Estaba a punto de estallar. Era la peor sensación de mi vida.
Nunca había sentid un dolor igual, y en aquel momento, deseé que alguien me arrancase el corazón.
Mejor morir que sufrir de aquella manera.
Tenía los músculos agarrotados y con la incapacidad para moverme, arqueé la espalda, de forma casi monstruosa.
Quise llamar a alguien en mi auxilio, pero me encontraba sola en medio de la oscuridad.
Empecé a sollozar con fuerza y las lágrimas salían de mis ojos a raudales, pero en lugar de aliviarme, me recordaron al ácido. Sentía como me corroían los ojos y mi cara.
A pesar de no tener ninguna fuerza, grité su nombre:
— ¡Edward!
Y como yo esperaba, vi el rostro de Edward, serio y con la determinación dibujada en su hermoso rostro.
—Bella—me susurró—, estoy aquí. No me voy a ir.
Quería echarle mis brazos para arrojarme a su cuerpo, pero me pesaban como el plomo y fui incapaz de moverme ni un solo milímetro. Me sentía tan impotente.
— ¡Quiero que esto pare, Edward! —sollocé—. ¡Por favor, haz que pare! Edward, Edward, Edward…, Edward…
— ¡Shhh! —me acarició los pómulos y los labios con su dedo pulgar—. Demuéstrame lo valiente que eres. Como sé que tú eres.
— ¡Voy a morir! —me desesperé.
—No—me sonrió con esa clase de sonrisa que conseguía detener mi corazón en el pasado—. Vas a vivir, Bella. Vamos a vivir… para siempre… Sólo tienes que despertar y yo estaré a tu lado.
Tomé una bocanada de aire mientras mi corazón martilleaba mi pecho con tanta fuerza que pensé que me rompería las costillas.
Las lágrimas me empañaron los ojos y todo se volvió oscuro de nuevo.
—Bella—la voz de Edward era imperativa—, vuelve a mí.
.
.
.
Blump, blump, blump… Mi corazón latía frenético como si estuviese a punto de estallar debido al esfuerzo. Pero de alguna manera aún resistía. Tenía que admitir que tenía más aguante que yo misma.
Lo único bueno de aquello, era que la quemazón había remitido desplazándose hasta las uñas de mis dedos y desde allí desaparecer de forma gradual.
¡Blump! Sonó con tanta intensidad que creí que me taladraría el pecho… Y después… Nada.
… Absolutamente nada.
Aquella era la señal.
Libre de dolor y ligera como una pluma, abrí los ojos.
Éstos se volvieron a cerrar debido al impacto de la luz sobre ellos.
Decidí volver a abrirlos y a medida que me iba acostumbrando, visualicé mejor el lugar.
Me sorprendió a mí misma que un pequeño rayo de luna, que bañaba la estancia, pudiese molestarme tanto. Incluso era capaz de ver las pequeñas motas de polvo que bailaban en él.
Gracias a la iluminación que me proporcionaba, pude observar el lugar donde me hallaba.
No estaba segura si había llegado al cielo, pero me gustó lo que vi.
Se trataba de una pequeña habitación decorada con muebles claros y nada ostentosos.
Descubrí que yo estaba tumbada en una cama bastante blanda de sabanas blancas y bastante sedosas al tacto. Se agradecía que estuviesen tibias.
El olor a rosas blancas y fressias colapsó las aletas de mi nariz, aunque al acostumbrarme a ellas, capté otros olores desconocidos que estaban en cubierto.
A lo lejos sonaba una música suave. Fruncí el entrecejo y recordé los acordes de "Claro de Luna".
Una ligera brisa azotó mi brazo y me hizo mirar a su dirección. Las cortinas se movían sinuosamente y, al abrirse, me enseñaron un cielo oscuro lleno de estrellas. Era de noche.
Con una agilidad impropia de mí, me desperecé y me levanté de la cama en dirección al balcón.
Realmente esto tenía que ser el cielo.
Al apoyarme en el balcón, divisé el hermoso paisaje que componía el lago reflejando las estrellas del cielo.
Estrellas azules.
— ¿No crees que hace una noche preciosa?—inquirió una voz con cadencias musicales y adorablemente familiar. Mi inmóvil corazón me oprimió la garganta—. ¡Hum! Estrellas azules.
Temiendo romper la magia, me volví lentamente y allí estaba él.
No sabría decir si era el ángel más hermoso del cielo, pero a mí me lo parecía.
Estaba sentado representando la imagen de la más absoluta despreocupación, dedicándome la más radiante de sus sonrisas.
Aquella sonrisa que conseguía volverme loca cuando era una simple mortal.
Los rasgos seguían siendo los mismos, pero había ciertos matices que le hacían diferente. Pero no por ello empeoraba. Incluso me atrevería a decir que era mucho más hermoso que lo que mi débil memoria podía reflejar.
Un cumulo de emociones recorrió mi cuerpo amenazando con estallar.
¿No se suponía que esto no podía estar pasando? Yo estaba muerta y en el mundo de los muertos no había cabida para esa clase de emociones. Estaba rompiendo las reglas.
Pero en cuanto él alargó su mano, invitándome a dársela, los músculos de mis labios hicieron que éstos se curvaran, dibujando una sonrisa radiante.
—Vuelve a mí—me susurró con su melodiosa voz mientras me apretaba la mano y me acercaba a él para memorizar con mis dedos cada rasgo de su rostro.
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