Hola les dejo el otro capi y señalaba el último si veo muxo comentarios y o votitos para mañana también subo adelantos de la segunda parte y para cuando suba esta subo directamente 6 capis jajaja un beso
Capítulo 21
Saldo cuentas pendientes
Es curioso cómo los humanos ajustan la mente a su versión de la realidad. Quirón ya me lo había dicho
hacía mucho. Como de costumbre, en su momento no aprecié su sabiduría.
Según los noticiarios de Los Ángeles, la explosión en la playa de Santa Mónica había sido provocada
por un secuestrador loco al disparar con una escopeta contra un coche de policía. Los disparos habían
acertado a una tubería de gas rota durante el terremoto.
El secuestrador (alias Ares) era el mismo hombre que nos había raptado a mí y a otros dos adolescentes
en Nueva York y nos había arrastrado por todo el país en una aterradora odisea de diez días.
Después de todo, el pobrecito Edward Cullen no era un criminal internacional. Había causado un buen
revuelo en el autobús Greyhound de Nueva Jersey al intentar escapar de su captor (a posteriori hubo
testigos que aseguraron haber visto al hombre vestido de cuero en el autobús: «¿Por qué no lo recordé
antes?»). El psicópata había provocado la explosión en el arco de San Luis; ningún chaval habría
podido hacer algo así. Una camarera de Denver había visto al hombre amenazar a sus secuestrados
delante de su restaurante, había pedido a un amigo que tomara una foto y lo había notificado a la
policía. Al final, el valiente Edward Cullen (empezaba a gustarme aquel chaval) se había hecho con un
arma de su captor en Los Ángeles y se había enfrentado a él en la playa. La policía había llegado a
tiempo. Pero en la espectacular explosión cinco coches de policía habían resultado destruidos y el
secuestrador había huido. No había habido bajas. Edward Cullen y sus dos amigos estaban a salvo bajo
custodia policial.
Fueron los periodistas quienes nos proporcionaron la historia. Nosotros nos limitamos a asentir,
llorosos y cansados (lo cual no fue difícil), y representamos los papeles de víctimas ante las cámaras.
—Lo único que quiero —dije tragándome las lagrimas—, es volver con mi querido padrastro. Cada vez
que lo veía en la tele llamándome delincuente juvenil, algo me decía que todo terminaría bien. Y sé que
querrá recompensar a todas las personas de esta bonita ciudad de Los Ángeles con un electrodoméstico
gratis de su tienda. Éste es su número de teléfono.
La policía y los periodistas, conmovidos, recolectaron dinero para tres billetes en el siguiente vuelo a Nueva York. No tenía otra elección que volar, así que confié en que Zeus aflojara un poco, dadas las
circunstancias. Pero aun así me costó subir al avión. El despegue fue una pesadilla. Las turbulencias daban más miedo que los dioses griegos. No solté los reposabrazos hasta que aterrizamos sin problemas en La Guardia. La prensa local nos esperaba fuera, pero conseguimos evitarlos gracias a Bella, que los engañó gritándoles con la gorra de los Yankees puesta: «¡Están allí, junto al helado de yogur! ¡Vamos!» Y después volvió con nosotros a recogida de equipajes. Nos separamos en la parada de taxis. Les dije que volvieran al Campamento Mestizo e informaran a Quiron de lo que había pasado. Protestaron, y fue muy duro verlos marchar después de todo lo que
habíamos pasado juntos, pero debía afrontar solo aquella última parte de la misión. Si las cosas iban
mal, si los dioses no me creían… quería que Bella y Emmett sobrevivieran para contarle la verdad a Quirón.
Subí a un taxi y me encaminé a Manhattan. Treinta minutos más tarde entraba en el vestíbulo del edificio Empire State. Debía de parecer un niño de la calle, vestido con prendas ajadas y con el rostro arañado. Hacía por lo menos veinticuatro horas que no dormía. Me acerqué al guardia del mostrador y le dije:
—Quiero ir al piso seiscientos.
Leía un grueso libro con un mago en la portada. La fantasía no era lo mío, pero el libro debía de ser
bueno, porque le costó lo suyo levantar la mirada.
—Ese piso no existe, chaval.
—Necesito una audiencia con Zeus.
Me dedicó una sonrisa vacía.
—¿Una audiencia con quién?
—Ya me ha oído.
Estaba a punto de decidir que aquel tipo no era más que un mortal normal y corriente, y que mejor me
largaba antes de que llamara a los loqueros, cuando dijo:
—Sin cita no hay audiencia, chaval. El señor Zeus no ve a nadie que no se haya anunciado.
—Bueno, me parece que hará una excepción. —Me quité la mochila y la abrí.
El guardia miró dentro el cilindro de metal y, por un instante, no comprendió qué era. Después
palideció.
—¿Esa cosa no será…?
—Sí lo es, sí —le dije—. ¿Quiere que lo saque y…?
—¡No! ¡No! —Brincó de su asiento, buscó presuroso un pase detrás del mostrador y me tendió la
tarjeta—. Insértala en la ranura de seguridad. Asegúrate de que no haya nadie más contigo en el ascensor. Así lo hice. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, metí la tarjeta en la ranura. En la consola se
iluminó un botón rojo que ponía «600». Lo apreté y esperé, y esperé. Se oía música ambiental y al final «ding». Las puertas se abrieron. Salí y por poco me da un infarto.
Estaba de pie sobre una pequeña pasarela de piedra en medio del vacío. Debajo tenía Manhattan, a
altura de avión. Delante, unos escalones de mármol serpenteaban alrededor de una nube hasta el cielo.
Mis ojos siguieron la escalera hasta el final, y entonces no di crédito a lo que vi.
«Volved a mirar», decía mi cerebro.
«Ya estamos mirando —insistían mis ojos—. Está ahí de verdad.»
Desde lo alto de las nubes se alzaba el pico truncado de una montaña, con la cumbre cubierta de nieve.
Colgados de una ladera de la montaña había docenas de palacios en varios niveles. Una ciudad de
mansiones: todas con pórticos de columnas, terrazas doradas y braseros de bronce en los que ardían mil fuegos. Los caminos subían enroscándose hasta el pico, donde el palacio más grande de todos refulgía
recortado contra la nieve. En los precarios jardines colgantes florecían olivos y rosales. Vislumbré un mercadillo al aire libre lleno de tenderetes de colores, un anfiteatro de piedra en una ladera de la
montaña, un hipódromo y un coliseo en la otra. Era una antigua ciudad griega, pero no estaba en ruinas.
Era nueva, limpia y llena de colorido, como debía de haber sido Atenas dos mil quinientos años atrás.
«Este lugar no puede estar aquí», me dije. ¿La cumbre de una montaña colgada encima de Nueva York
como un asteroide de mil millones de toneladas? ¿Cómo algo así podía estar anclado encima del
Empire State, a la vista de millones de personas, y que nadie lo viera?
Pero allí estaba. Y allí estaba yo.
Mi viaje a través del Olimpo discurrió en una neblina. Pasé al lado de unas ninfas del bosque que se
reían y me tiraron olivas desde su jardín. Los vendedores del mercado me ofrecieron ambrosía, un
nuevo escudo y una réplica genuina del Vellocino de Oro, en lana de purpurina, como anunciaba la
Hefesto Televisión. Las nueve musas afinaban sus instrumentos para dar un concierto en el parque
mientras se congregaba una pequeña multitud: sátiros, náyades y un puñado de adolescentes guapos
que debían de ser dioses y diosas menores. Nadie parecía preocupado por una guerra civil inminente.
De hecho, todo el mundo parecía estar de fiesta. Varios se volvieron para verme pasar y susurraron algo
que no pude oír.
Subí por la calle principal, hacia el gran palacio de la cumbre. Era una copia inversa del palacio del
inframundo. Allí todo era negro y de bronce; aquí, blanco y con destellos argentados.
Hades debía de haber construido su palacio a imitación de éste. No era bienvenido en el Olimpo salvo
durante el solsticio de invierno, así que se había construido su propio Olimpo bajo tierra. A pesar de mi
mala experiencia con él, lo cierto es que el tipo me daba un poco de pena. Que te negaran la entrada a
aquel sitio parecía de lo más injusto. Amargaría a cualquiera.
Unos escalones conducían a un patio central. Tras él, la sala del trono.
«Sala» no es exactamente la palabra adecuada. Aquel lugar hacía que la estación Grand Central de
Nueva York pareciera un armario para escobas. Columnas descomunales se alzaban hasta un techo abovedado, en el que se desplazaban las constelaciones de oro. Doce tronos, construidos para seres del tamaño de Hades, estaban dispuestos en forma de U invertida, como las cabañas en el Campamento
Mestizo. Una hoguera enorme ardía en el brasero central. Todos los tronos estaban vacíos salvo dos: el
trono principal a la derecha, y el contiguo a su izquierda. No hacía falta que me dijeran quiénes eran los
dos dioses que estaban allí sentados, esperando que me acercara. Avancé con piernas temblorosas. Como había hecho Hades, los dioses se mostraban en su forma humana gigante, pero apenas podía mirarlos sin sentir un cosquilleo, como si mi cuerpo fuera a arder en cualquier momento. Zeus, el señor de los dioses, lucía un traje azul marino de raya diplomática. El suyo era un trono sencillo de platino. Llevaba la barba bien recortada, gris, veteada de negro, como una nube de tormenta. Su rostro era orgulloso, hermoso y sombrío al mismo tiempo, y tenía los ojos de un gris lluvia. A medida que me acerqué a él, el aire crepitó y despidió olor a ozono.
Sin duda el dios sentado a su lado era su hermano, pero vestía de manera muy distinta. Me recordó a uno de esos playeros permanentes de Cayo Hueso. Llevaba sandalias de cuero, pantalones cortos caqui y una camiseta de las Bahamas con estampado de cocos y loros. Estaba muy bronceado y sus manos se
veían surcadas de cicatrices, como un viejo pescador. Tenía el pelo cobrizo, como el mío. Su rostro
poseía la misma mirada inquietante que siempre me había señalado como rebelde. Pero sus ojos, del
verde del mar, también como los míos, estaban rodeados de arrugas provocadas por el sol, lo que
sugería que solía reír.
Su trono era una silla de pescador. Ya sabes, el típico asiento giratorio de cuero negro con una funda
acoplada para afirmar la caña. En lugar de una caña, la funda sostenía un tridente de bronce, cuyas
puntas despedían una luminiscencia verdosa. Los dioses no se movían ni hablaban, pero había tensión
en el aire, como si acabaran de discutir.
Me acerqué al trono de pescador y me arrodillé a sus pies.
—Padre. —No me atreví a levantar la cabeza. El corazón me iba a cien por hora. Sentía la energía que
emanaba de los dos dioses. Si decía lo incorrecto, me fulminarían en el acto.
A mi izquierda, habló Zeus:
—¿No deberías dirigirte primero al amo de la casa, chico?
Mantuve la cabeza gacha y esperé.
—Paz, hermano —dijo por fin Poseidón. Su voz removió mis recuerdos más lejanos: el brillo cálido
que había sentido de bebé, su mano sobre mi frente—. El muchacho respeta a su padre. Es lo correcto.
—¿Sigues reclamándolo, pues? —preguntó Zeus, amenazador—. ¿Reclamas a este hijo que engendraste contra nuestro sagrado juramento?
—He admitido haber obrado mal. Ahora quisiera oírlo hablar.
«Haber obrado mal…» Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Eso es todo lo que yo era? ¿Una mala obra? ¿El resultado del error de un dios?
—Ya le he perdonado la vida una vez —rezongó Zeus—. Atreverse a volar a través de mi reino…
¡Bueno! Debería haberlo fulminado al instante por su insolencia.
—¿Y arriesgarte a destruir tu propio rayo maestro? —replicó Poseidón con calma—. Escuchémoslo, hermano. Zeus refunfuñó un poco más y decidió:
—Escucharé. Después me pensaré si lo arrojo del Olimpo o no.
—Edward —dijo Poseidón—. Mírame.
Lo hice, y su rostro no me indicó nada. No había ninguna señal de amor o aprobación, nada que me
animase. Era como mirar el océano: algunos días veías de qué humor estaba, aunque la mayoría
resultaba ilegible y misterioso.
Tuve la impresión de que Poseidón no sabía realmente qué pensar de mí. No sabía si estaba contento de
tenerme como hijo o no. Aunque resulte extraño, me alegré de que se mostrara tan distante. Si hubiese
intentado disculparse, o decirme que me quería, o sonreír siquiera, habría parecido falso, como un
padre humano que buscara alguna excusa para justificar su ausencia. Podía vivir con aquello. Después
de todo, tampoco yo estaba muy seguro de él.
—Dirígete al señor Zeus, chico —me ordenó Poseidón—. Cuéntale tu historia.
Así pues, conté todo lo ocurrido, con pelos y señales. Luego saqué el cilindro de metal, que empezó a
chispear en presencia del dios del cielo, y lo dejé a sus pies.
Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por el crepitar de la hoguera.
Zeus abrió la palma de la mano. El rayo maestro voló hasta allí. Cuando cerró el puño, los extremos
metálicos zumbaron por la electricidad hasta que sostuvo lo que parecía más un relámpago, una
jabalina cargada de energía sonora que me erizó la nuca.
—Presiento que el chico dice la verdad —murmuró Zeus—. Pero que Ares haya hecho algo así… es
impropio de él.
—Es orgulloso e impulsivo —comentó Poseidón—. Le viene de familia.
—¿Señor? —tercié.
Ambos respondieron al unísono:
—¿Sí?
—Ares no actuó solo. La idea se le ocurrió a otro, a otra cosa.
Describí mis sueños y aquella sensación experimentada en la playa, aquel fugaz aliento maligno que pareció detener el mundo y evitó que Ares me matara.
—En los sueños —proseguí—, la voz me decía que llevara el rayo al inframundo. Ares sugirió que él
también había soñado. Creo que estaba siendo utilizado, como yo, para desatar una guerra.
—¿Acusas a Hades, después de todo? —preguntó Zeus.
—No —contesté—. Quiero decir, señor Zeus, que he estado en presencia de Hades. La sensación de la playa fue diferente. Fue lo mismo que sentí cuando me acerqué al foso. Es la entrada al Tártaro, ¿no? Algo poderoso y malvado se está desperezando allí abajo… algo más antiguo que los dioses. Poseidón y Zeus se miraron. Mantuvieron una discusión rápida e intensa en griego antiguo. Sólo capté una palabra: «Padre.» Poseidón hizo alguna sugerencia, pero Zeus cortó por lo sano. Poseidón intentó discutir. Molesto, Zeus levantó una mano.
—Asunto concluido —dijo—. Tengo que ir a purificar este relámpago en las aguas de Lemnos, para limpiar la mancha humana del metal. —Se levantó y me miró. Su expresión se suavizó ligeramente—.
Ñ Me has hecho un buen servicio, chico. Pocos héroes habrían logrado tanto.
—Tuve ayuda, señor —respondí—. Emmett Underwood y Bella Swan…
—Para mostrarte mi agradecimiento, te perdonaré la vida. No confío en ti, Edward Cullen. No me gusta lo que tu llegada supone para el futuro del Olimpo, pero, por el bien de la paz en la familia, te dejaré vivir.
—Esto… gracias, señor.
—Ni se te ocurra volver a volar. Que no te encuentre aquí cuando vuelva. De otro modo, probarás este
rayo. Y será tu última sensación.
El trueno sacudió el palacio. Con un relámpago cegador, Zeus desapareció.
Me quedé solo en la sala del trono con mi padre.
—Tu tío —suspiró Poseidón— siempre ha tenido debilidad por las salidas dramáticas. Le habría ido
bien como dios del teatro. Un silencio incómodo.
—Señor —pregunté—, ¿qué había en el foso?
—¿No te lo has imaginado ya?
—¿Cronos? ¿El rey de los titanes?
Incluso en la sala del trono del Olimpo, muy lejos del Tártaro, el nombre «Cronos» oscureció la
estancia, haciendo que la hoguera a mi espalda no pareciera tan cálida.
Poseidón agarró su tridente.
—En la primera guerra, Edward, Zeus cortó a nuestro padre Cronos en mil pedazos, justo como Cronos
había hecho con su propio padre, Urano. Zeus arrojó los restos de Cronos al foso más oscuro del
Tártaro. El ejército titán fue desmembrado, su fortaleza en el monte Etna destruida y sus monstruosos aliados desterrados a los lugares más remotos de la tierra. Aun así, los titanes no pueden morir, del mismo modo que tampoco podemos morir los dioses. Lo que queda de Cronos sigue vivo de alguna
espantosa forma, sigue consciente de su dolor eterno, aún hambriento de poder.
—Se está curando —dije—. Está volviendo. Poseidón negó con la cabeza.
—De vez en cuando, a lo largo de los eones, Cronos se despereza. Se introduce en las pesadillas de los
hombres e inspira malos pensamientos. Despierta monstruos incansables de las profundidades. Pero sugerir que puede levantarse del foso es otro asunto.
—Eso es lo que pretende, padre. Es lo que dijo.
Poseidón guardó silencio durante un largo momento.
—Zeus ha cerrado la discusión sobre este asunto. No va a permitir que se hable de Cronos. Has
completado tu misión, niño. Eso es todo lo que tenías que hacer.
—Pero… —Me interrumpí. Discutir no iba a servir de nada. De hecho, bien podría enfadar a mi padre
—. Como… deseéis, padre.
Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.
—La obediencia no te surge de manera natural, ¿verdad?
—No… señor.
—En parte es culpa mía, supongo. Al mar no le gusta que lo contengan. —Se irguió en toda su estatura
y recogió su tridente. Entonces emitió un destello y adoptó el tamaño de un hombre normal—. Debes
marcharte, niño. Pero primero tienes que saber que tu madre ha vuelto.
Impresionado, lo miré fijamente y pregunté:
—¿Mi madre?
—La encontrarás en casa. Hades la envió de vuelta cuando recuperaste su yelmo. Incluso el Señor de
los Muertos paga sus deudas.
El corazón me latía desbocado. No podía creérmelo.
—¿Vais a… querríais…?
Quería preguntarle a Poseidón si le apetecía venir conmigo a verla, pero entonces reparé en que eso era
ridículo. Me imaginé al dios del mar en un taxi camino del Upper East Side. Si hubiese querido ver a
mi madre durante todos éstos años, lo habría hecho. Y también había que pensar en Aro el Apestoso.
Los ojos de Poseidón adquirieron un tinte de tristeza.
—Cuando regreses a casa, Edward, deberás tomar una decisión importante. Encontrarás un paquete
esperándote en tu habitación.
—¿Un paquete?
—Lo entenderás cuando lo veas. Nadie puede elegir tu camino, Edward. Debes decidirlo tú.
Asentí, aunque no sabía a qué se refería.
—Tu madre es una reina entre las mujeres —declaró Poseidón con añoranza—. No he conocido una
mortal como ella en mil años. Aun así… lamento que nacieras, niño. Te he deparado un destino de
héroe, y el destino de los héroes nunca es feliz. Es trágico en todas las ocasiones.
Intenté no sentirme herido. Allí estaba mi propio padre, diciéndome que lamentaba que yo hubiese
nacido.
—No me importa, padre.
—Puede que aún no —dijo—. Aún no. Pero aquello fue un error imperdonable por mi parte.
—Os dejo, pues. —Hice una reverencia incómoda—. N-no os molestaré otra vez.
Me había alejado cinco pasos cuando me llamó.
—Edward. —Me volví. Había un fulgor en sus ojos, una especie de orgullo fiero—. Lo has hecho muy
bien, Edward. No me malinterpretes. Hagas lo que hagas, debes saber que eres hijo mío. Eres un
auténtico hijo del dios del mar.
Cuando regresé caminando por la ciudad de los dioses, las conversaciones se detuvieron. Las musas
interrumpieron su concierto. Todos, personas, sátiros y náyades, se volvieron hacia mí con expresiones
de respeto y gratitud, y cuando pasé junto a ellos se inclinaron como si yo fuera un héroe de verdad.
Quince minutos más tarde, aún en trance, ya estaba de vuelta en las calles de Manhattan.
Fui en taxi hasta el apartamento de mi madre, llamé al timbre y allí estaba: mi preciosa madre, con
aroma a menta y regaliz, cuyo cansancio y preocupación desaparecieron de su rostro al verme.
—¡Edward! Oh, gracias al cielo. Oh, mi niño.
Me dio un fuerte abrazo y nos quedamos en el pasillo, mientras ella sollozaba y me acariciaba el pelo.
Lo admitiré: también yo tenía los ojos llorosos. Temblaba de emoción, tan aliviado me sentía.
Me dijo que sencillamente había aparecido en el apartamento aquella mañana y Aro casi se había
desmayado del susto. No recordaba nada desde el Minotauro, y no podía creerse lo que le había
contado Aro: que yo era un criminal buscado, que había viajado por todo el país y había estropeado
monumentos nacionales de incalculable valor. Se había vuelto loca de preocupación todo el día porque
no había oído las noticias. Aro la había obligado a ir a trabajar, puesto que tenía un sueldo que ganar.
Me tragué la ira y le conté mi historia. Intenté suavizarla para que pareciera menos horrible de lo que
en realidad había sido, pero no era tarea fácil. Estaba a punto de llegar a la pelea con Ares cuando la
voz de Aro me interrumpió desde el salón.
—¡Eh, Esme! ¿Ese pastel de carne está listo o qué?
Cerró los ojos.
—No va a alegrarse de verte, Edward. La tienda ha recibido hoy medio millón de llamadas desde Los
Angeles… Algo sobre unos electrodomésticos gratis.
—Ah, sí. Sobre eso…
Consiguió lanzarme una sonrisita.
—No lo enfades más, ¿vale? Venga, pasa.
Durante mi ausencia el apartamento se había convertido en Tierra de Aro. La basura llegaba a los
tobillos en la alfombra. El sofá había sido retapizado con latas de cerveza y de las pantallas de las
lámparas colgaban calcetines sucios y ropa interior.
Aro y tres de sus amigotes jugaban al póquer en la mesa.
Cuando Aro me vio, se le cayó el puro y la cara se le congestionó.
—¿Cómo… cómo tienes la desfachatez de aparecer aquí, pequeña sabandija? Creía que la policía…
—No es un fugitivo —intervino mi madre sonriendo—. ¿No es maravilloso, Aro?
Nos miró boquiabierto. Estaba claro que mi vuelta a casa no le parecía tan maravillosa.
—Ya es bastante malo que tuviera que devolver el dinero de tu seguro de vida, Esme —gruñó—. Dame
el teléfono. Voy a llamar a la policía.
—¡Aro, no!
Él arqueó las cejas.
—¿Dices que no? ¿Crees que voy a aguantar a este monstruo en ciernes en mi casa? Aún puedo
presentar cargos contra él por destrozarme el Cámaro.
—Pero…
Levantó la mano y mi madre se estremeció.
Entonces comprendí algo: Aro había pegado a mi madre. No sabía cuándo ni cómo, pero estaba
seguro de que lo había hecho. Quizá llevaba años haciéndolo sin que yo me enterase. La ira empezó a
expandirse en mi pecho. Me acerqué a Aro, sacando instintivamente mi bolígrafo del bolsillo.
Él se echó a reír.
—¿Qué, pringado? ¿Vas a escribirme encima? Si me tocas, irás a la cárcel para siempre, ¿te enteras?
—Vale ya, Aro —lo interrumpió su colega Eddie—. Sólo es un crío.
Aro lo fulminó con la mirada e imitó con voz de falsete:
—Sólo es un crío.
Sus otros colegas rieron como idiotas.
—Está bien. Seré amable. —Aro me enseñó unos dientes manchados de tabaco y añadió—: Tienes
cinco minutos para recoger tus cosas y largarte. Si no, llamaré a la policía.
—¡Aro, por favor! —suplicó mi madre.
—Prefirió huir de casa —repuso él—. Muy bien, pues que siga huido.
Me moría de ganas por destapar Anaklusmos, pero la hoja no hería a los humanos. Y Aro, en la
definición más pobre del término, era humano.
Mi madre me agarró del brazo.
—Por favor, Edward. Vamos. Iremos a tu cuarto.
Permití que me apartara. Las manos aún me temblaban de ira.
Mi habitación estaba abarrotada de la basura de Aro: baterías de coche estropeadas, trastos y chismes
de toda índole, e incluso un ramo de flores medio podridas que alguien le había enviado tras ver su
entrevista con Barbara Walters.
—Aro sólo está un poco disgustado, cariño —me dijo mi madre—. Hablaré con él más tarde. Estoy
segura de que funcionará.
—Mamá, nunca funcionará. No mientras él siga aquí.
Ella se frotó las manos, nerviosa.
—Mira… te llevaré a mi trabajo el resto del verano. En otoño a lo mejor encontramos otro internado…
—Déjalo ya, mamá.
Bajó la mirada.
—Lo intento, Edward. Sólo… que necesito algo de tiempo.
De pronto apareció un paquete en mi cama. Por lo menos, habría jurado que un instante antes no estaba
allí. Era una caja de cartón del tamaño de una pelota de baloncesto. La dirección estaba escrita con mi
caligrafía:
Los Dioses
Monte Olimpo
Planta 600
Edificio Empire State
Nueva York, NY
Con mis mejores deseos, EDWARD CULLEN
Encima, escrita con la letra clara de un hombre, leí la dirección de nuestro apartamento y las palabras:
«devolver AL remitente.» De repente comprendí lo que Poseidón me había dicho en el Olimpo: un
paquete y una decisión. «Hagas lo que hagas, debes saber que eres hijo mío. Eres un auténtico hijo del
dios del mar.»
Miré a mi madre.
—Mamá, ¿quieres que desaparezca Aro?
—Edward, no es tan fácil. Yo…
—Mamá, contesta. Ese cretino te ha pegado. ¿Quieres que desaparezca o no?
Vaciló, y después asintió levemente.
—Sí, Edward. Quiero, e intento reunir todo mi valor para decírselo. Pero eso no puedes hacerlo tú por mí.
No puedes resolver mis problemas.
Miré la caja.
Sí podía resolverlos. Si la llevaba a la mesa de póquer y sacaba su contenido, podría empezar mi propio
jardín de estatuas justo allí, en el salón. Eso es lo que un héroe griego habría hecho, pensé. Era lo que
Aro se merecía. Pero la historia de un héroe siempre acaba en tragedia, como había dicho Poseidón.
Recordé el inframundo. Pensé en el espíritu de Aro vagando eternamente en los Campos de
Asfódelos, o condenado a alguna tortura terrible tras la alambrada de espino de los Campos de Castigo:
una partida de póquer eterna, sumergido hasta la cintura en aceite hirviendo y escuchando ópera. ¿Tenía
yo derecho a enviar a alguien allí, incluso tratándose de alguien tan despreciable como Aro?
Un mes antes no lo habría dudado. Ahora…
—Puedo hacerlo —le dije a mi madre—. Una miradita dentro de esta caja y no volverá a molestarte.
Mi madre miró el paquete y lo comprendió.
—No, Edward —dijo apartándose—. No puedes.
—Poseidón te llamó reina —le dije—. Me contó que no había conocido a una mujer como tú en mil
años.
—Edward… —musitó ruborizándose.
—Mereces algo mejor que esto, mamá. Deberías ir a la universidad, obtener tu título. Podrías escribir
tu novela, conocer a un buen hombre, vivir en una casa bonita. Ya no tienes que protegerme quedándote
con Aro. Deja que me deshaga de él.
Se secó una lágrima de la mejilla.
—Hablas igual que tu padre —dijo—. Una vez me ofreció detener la marea y construirme un palacio
en el fondo del mar. Creía que podía resolver mis problemas con un simple ademán.
—¿Y qué hay de malo en eso?
Sus ojos multicolores parecieron indagar en mi interior.
—Creo que lo sabes, Edward. Te pareces lo bastante a mí para entenderlo. Si mi vida tiene que significar
algo, debo vivirla por mí misma. No puedo dejar que un dios o mi hijo se ocupen de mí… Tengo que
encontrar yo sola el sentido de mi existencia. Tu misión me lo ha recordado.
Oímos el sonido de las fichas de póquer e improperios, y el canal deportivo ESPN en el televisor del
salón.
—Dejaré la caja aquí —dije—. Si él te amenaza…
Ella asintió con aire triste.
—¿Adonde piensas ir, Edward?
—A la colina Mestiza.
—¿Para verano… o para siempre?
—Supongo que eso depende.
Nos miramos y tuve la sensación de que habíamos alcanzado un acuerdo. Ya veríamos cómo estaban
las cosas al final del verano.
Me besó en la frente.
—Serás un héroe, Edward. El mayor héroe de todos.
Volví a mirar mi habitación e intuí que ya no volvería a verla. Después fui con mi madre hasta la puerta
principal.
—¿Te marchas tan pronto, pringado? —me gritó Aro por detrás—. ¡Hasta nunca!
Tuve un último momento de duda. ¿Cómo podía desperdiciar la oportunidad de darle su merecido a
aquel bruto? Me iba sin salvar a mi madre.
—¡Esme! —gritó él—. ¿Qué pasa con ese pastel de carne?
Una mirada de ira refulgió en los ojos de mi madre y pensé que, después de todo, quizá sí estaba
dejándola en buenas manos. Las suyas propias.
—El pastel de carne llega en un minuto, cariño —le contestó—. Pastel de carne con sorpresa.
Me miró y me guiñó un ojo.
Lo último que vi cuando la puerta se cerraba fue a mi madre observando a Aro, como si evaluara qué
tal quedaría como estatua de jardín.
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