El mar de los monstruos

Autor: carlarobpatt4ever
Género: Aventura
Fecha Creación: 25/10/2013
Fecha Actualización: 11/01/2014
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 2
Visitas: 8727
Capítulos: 7

Desde que sabe que es hijo de un dios y una mortal, Edward Cullen espera que el destino le depare continuas aventuras. Y su expectativa se cumplirá con creces. Aunque el nuevo curso en la Escuela Meriwether transcurre con inusual normalidad, un simple partido de balón prisionero acaba en batalla campal contra una banda de feroces gigantes. A partir de ahí las cosas se precipitan: el perímetro mágico que protege el Campamento Mestizo es destruido por un misterioso enemigo y la única seguridad con que contaban los semidioses desaparece. Así, para impedir este daño irreparable, Edward y sus amigos inician la travesía del temible Mar de los Monstruos en busca de lo único que puede salvar el campamento: el Vellocino de Oro. 

Hola chicas como ya sabéis este fic es la segunda parte de la adaptación anterior de la saga de Rick Riordan  de Percy Jackson y el ladrón del rayo aquí les dejo la segunda parte  de esta aventura pero como no, con nuestros queridos personajes de Stephanie  Meyer  un beso a todas y disfruten del fic. X cierto en las primera parte hablábamos del árbol de Thalía su recordáis pues partes parte cometí un fallo, es el árbol de alice;) ya lo cambiare, un beso y gracias !!!!!

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Capítulo 3: tomamos el taxi del eterno tormento

 

Capítulo 3

Tomamos el taxi del eterno tormento

 

Bella nos esperaba en un callejón de la calle Church. Tiró de Jasper y de mí justo cuando pasaba aullando el camión de los bomberos en dirección a la Escuela Meriwether.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó, señalando a Jasper.

En otras circunstancias me habría alegrado mucho de verla. El verano anterior habíamos acabado haciendo las paces, pese a que su madre fuese Atenea y no se llevara demasiado bien con mi padre. Y yo seguramente la había echado de menos bastante más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Pero en aquel momento acababa de atacarme un grupo de gigantes caníbales; Jasper me había salvado la vida tres o cuatro veces, y todo lo que se le ocurría a Bella era mirarlo con fiereza, como si él fuese el problema.

—Es amigo mío —le dije.

—¿Es un sin techo?

—¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Ella pareció sorprendida.

—¿Sabe hablar?

—Hablo —reconoció Jasper—. Tú eres preciosa.

—¡Puaj! ¡Asqueroso! —exclamó apartándose de él.

No podía creer que se comportara de un modo tan grosero. Le miré las manos a Jasper, esperando ver un montón de quemaduras a causa de aquellas bolas ardientes, pero no, las tenía en perfecto estado: mugrientas, eso sí, y con cicatrices y unas uñas sucias del tamaño de patatas fritas. Pero ése era su aspecto habitual.

—Jasper —dije con incredulidad—. No tienes las manos quemadas.

—Claro que no —dijo Bella entre dientes—. Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las

agallas de atacarte estando con él. Jasper parecía fascinado por el pelo rubio de Bella. Intentó tocarlo, pero ella le apartó la mano con brusquedad.

—Bella —dije—, ¿de qué estás hablando? ¿Lestri… qué?

—Lestrigones. Esos monstruos del gimnasio. Son una raza de gigantes caníbales que vive en el extremo norte más remoto. Ulises se tropezó una vez con ellos, pero yo nunca los había visto bajar tan al sur como para llegar a Nueva York…

—Lestri… lo que sea, no consigo decirlo. ¿No tienen algún nombre más normal?

Ella reflexionó un momento.

—Canadienses —decidió por fin—. Y ahora, vamos. Hemos de salir de aquí.

—La policía debe de estar buscándome.

—Ése es el menor de nuestros problemas —dijo—. ¿Has tenido sueños últimamente?

—Sueños… ¿sobre Emmett?

Su cara palideció.

—¿Emmett? No. ¿Qué pasa con Emmett?

Le conté mi pesadilla.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Sobre qué has soñado tú?

La expresión de sus ojos era sombría y turbulenta, como si tuviera la mente a cien mil kilómetros por hora.

—El campamento —dijo por fin—. Hay graves problemas en el campamento.

—¡Mi madre me ha dicho lo mismo! ¿Pero qué clase de problemas?

—No lo sé con exactitud, pero algo no va bien. Tenemos que llegar allí cuanto antes. Desde que salí de Virginia me han perseguido monstruos intentando detenerme. ¿Tú has sufrido muchos ataques? Meneé la cabeza.

—Ninguno en todo el año… hasta hoy.

—¿Ninguno? ¿Pero cómo…? —Se volvió hacia Jasper—. Ah.

—¿Qué significa «ah»?

Jasper levantó la mano, como si aún estuviera en clase.

—Los canadienses del gimnasio llamaban a Edward de un modo raro… ¿Hijo del dios del mar?

Bella y yo nos miramos. No sabía cómo explicárselo, pero sentí que Jasper se merecía la verdad después de haber arriesgado la vida.

—Grandullón —dije—, ¿has oído hablar de esas viejas historias sobre los dioses griegos? Zeus, Poseidón, Atenea…

—Sí.

—Bueno, pues esos dioses siguen vivos. Es como si se desplazaran siguiendo el curso de la civilización occidental y vivieran en los países más poderosos, de modo que ahora se encuentran en Estados Unidos. Y a veces tienen hijos con los mortales, hijos que nosotros llamamos «mestizos».

—Vale —dijo Jasper, como esperando que llegara a lo importante.

—Bueno, pues Bella y yo somos mestizos —dije—. Somos como… héroes en fase de

entrenamiento. Y siempre que los monstruos encuentran nuestro rastro, nos atacan. Por eso aparecieron esos gigantes en el gimnasio. Monstruos.

—Vale.

Lo miré fijamente. No parecía sorprendido ni desconcertado, lo que me sorprendió y desconcertó a mí.

—Entonces… ¿me crees?

Jasper asintió.

—Pero ¿tú eres… el hijo del dios del mar?

—Sí —reconocí—. Mi padre es Poseidón.

El frunció el ceño. Ahora sí parecía desconcertado.

—Pero entonces…

Se oyó el aullido de una sirena y un coche de policía pasó a toda velocidad por delante del callejón.

—No hay tiempo para esto ahora —dijo Bella—. Hablaremos en el taxi.

—¿Un taxi hasta el campamento? —dije—. ¿Sabes lo que nos puede costar?

—Tú confía en mí.

Titubeé.

—¿Y Jasper?

Por un momento imaginé que llevaba a mi gigantesco amigo al Campamento Mestizo. Si ya se volvía loco en un territorio normal con los abusones de costumbre, ¿cómo iba a reaccionar en un campamento de semidioses? Por otro lado, la policía debía de estar buscándonos a los dos.

—No podemos dejarlo aquí —decidí—. Se vería metido en un buen aprieto.

—Ya. —Bella adoptó una expresión sombría—. Tenemos que llevárnoslo, no hay duda. Venga,

vamos. No me gustó su manera de decirlo, como si Jasper fuera una enfermedad maligna que requiriera hospitalización urgente. Aun así, la seguí hasta el final del callejón. Los tres nos fuimos deslizando a hurtadillas por los callejones del centro, mientras una gran columna de humo se elevaba a nuestras espaldas desde el gimnasio de la escuela.

* * *

—Un momento. —Bella se detuvo en la esquina de las calles Thomas y Trimble, y rebuscó en su mochila—. Espero que aún me quede alguna.

Su aspecto era incluso peor de lo que me había parecido al principio. Tenía un corte en la barbilla y un montón de ramitas y hierbas enredadas en su cola de caballo, como si llevara varias noches durmiendo a la intemperie. Los desgarrones del dobladillo de sus vaqueros se parecían sospechosamente a las marcas de unas garras.

—¿Qué estás buscando? —pregunté.

Sonaban sirenas por todas partes. Supuse que no tardarían en pasar más policías por allí delante, en busca de unos delincuentes juveniles especializados en bombardear gimnasios. Seguro que Matt Sloan ya había hecho una declaración completa, y probablemente había tergiversado tanto las cosas que ahora los caníbales sedientos de sangre éramos Jasper y yo.

—He encontrado una, loados sean los dioses. Bella sacó de la mochila una moneda de oro. Era un dracma, la moneda oficial del monte Olimpo, con un retrato de Zeus en una cara y el Empire State en la otra.

—Bella —le dije—, ningún taxista de Nueva York va aceptar esa moneda.

Stéthi —gritó ella en griego antiguo—. ¡Ó hárma diabolés!

Como siempre, en cuanto se puso a hablar en la lengua del Olimpo, yo la entendí sin dificultades. Había dicho: «Detente, Carro de la Condenación.»

Fuera cual fuese su plan, aquello no me inspiraba mucho entusiasmo precisamente.

Bella arrojó la moneda a la calle. Pero en lugar de tintinear como es debido, el dracma se sumergió en el asfalto y desapareció. Durante unos segundos no ocurrió nada.

Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció y se fue derritiendo, hasta convertirse en un charco del tamaño de una plaza de parking… un charco lleno de un líquido burbujeante y rojo como la sangre. De allí fue emergiendo un coche.

Era un taxi, de acuerdo, pero a diferencia de cualquier otro taxi de Nueva York no era amarillo, sino de un gris ahumado. Quiero decir: parecía como si estuviese formado por humo, como si pudieras atravesarlo. Tenía unas palabras escritas en la puerta —algo como HREMNAS SIGRS—, pero mi dislexia me impedía descifrarlas. El cristal de la ventanilla del copiloto se bajó y una vieja sacó la cabeza. Unas greñas grisáceas le cubrían los ojos, hablaba raro, farfullando entre dientes, como si acabara de meterse un chute de

novocaína.

—¿Cuántos pasajeros?

—Tres al Campamento Mestizo —dijo Bella. Abrió la puerta trasera y me indicó que subiera,

como si todo aquello fuese normalísimo.

—¡Agg! —chilló la vieja—. No llevamos a esa clase de gente. —Señalaba a Jasper con un dedo huesudo.

¿Qué demonios ocurría? ¿Sería el día del Acoso Nacional a los Chicos Feos y Grandullones?

—Ganará una buena propina —prometió Bella—. Tres dracmas más al llegar.

—¡Hecho! —graznó la vieja.

Subí al taxi a regañadientes. Jasper se embutió en medio y Bella subió la última.

El interior también era de un gris ahumado, pero parecía bastante sólido; el asiento estaba rajado y lleno de bultos, o sea que no era muy diferente de la mayoría de los taxis. No había un panel de plexiglás que nos separase de la anciana dama que conducía… Un momento… No era una dama. Eran tres las que se apretujaban en el asiento delantero, cada una con el pelo grasiento cubriéndole los ojos, con manos sarmentosas y vestidos de arpillera gris.

—¡Long Island! —dijo la que conducía—. ¡Bono por circular fuera del área metropolitana! ¡Ja!

Pisó el acelerador y yo me golpeé la cabeza con el respaldo. Por los altavoces sonó una voz grabada: «Hola, soy Ganímedes, el copero de Zeus, y cuando salgo para comprarle vino al Señor de los Cielos, ¡siempre me abrocho el cinturón!»

Bajé la vista y encontré una larga cadena negra en lugar del cinturón de seguridad. Decidí que tampoco era tan imprescindible… al menos de momento.

El taxi aceleró mientras doblaba la esquina de West Broadway, y la dama gris que se sentaba en medio chilló:

—¡Mira por dónde vas! ¡Dobla a la izquierda!

—¡Si me dieras el ojo, Tempestad, yo también podría verlo!

A ver, un momento. ¿Qué era aquello de darle el ojo?

No tuve tiempo de preguntar porque la conductora viró bruscamente para esquivar un camión que se nos venía encima, se subió al bordillo con un traqueteo como para astillarse los dientes y voló hasta la siguiente manzana.

—¡Avispa! —le dijo la tercera dama a la conductora—. ¡Dame la moneda de la chica! Quiero morderla.

—¡Ya la mordiste la última vez, Ira! —contestó la conductora, que debía llamarse Avispa—. ¡Esta vez me toca a mí!

—¡De eso nada! —chilló la tal Ira.

—¡Semáforo rojo! —gritó la que iba en medio, Tempestad.

—¡Frena! —aulló Ira.

En lugar de frenar, Avispa pisó a fondo, volvió a subirse al bordillo, dobló la esquina con los

neumáticos chirriando y derribó un quiosco. Mi estómago debía de haberse quedado tres calles atrás.

—Perdone —dije—. Pero… ¿usted ve algo?

—¡No! —gritó Avispa, aferrada al volante.

—¡No! —gritó Tempestad, estrujada en medio.

—¡Claro que no! —gritó Ira, junto a la ventanilla del copiloto (o del artillero, en las películas).

Miré a Bella.

—¿Son ciegas?

—No del todo —contestó ella—. Tienen un ojo.

—¿Un ojo?

—Sí.

—¿Cada una?

—No. Uno para las tres.

Jasper soltó un gruñido a mi lado y se aferró al asiento.

—No me siento bien.

—Ay, dioses —exclamé, recordando cómo se mareaba en las excursiones del colegio y, la verdad, no era algo que te apeteciera presenciar a menos de quince metros—. Aguanta, grandullón. ¿Alguien tiene una bolsa o algo así? Las tres damas grises iban demasiado ocupadas riñendo entre ellas como para prestarme atención. Miré a Bella, que se agarraba como si en ello le fuera la vida, y le eché una mirada de cómo—me—has —hecho—esto—a—mí.

—Bueno —me dijo—, el Taxi de las Hermanas Grises es la manera más rápida de llegar al

campamento.

—¿Entonces por qué no lo tomaste desde Virginia?

—Eso no cae en su área de servicio —replicó, como si fuera la cosa más evidente del mundo—Sólo trabajan en la zona de Nueva York y alrededores.

—¡Hemos llevado a gente famosa en este taxi! —exclamó Ira—. ¡A Jasón, por ejemplo! ¿Os acordáis?

—¡No me lo recuerdes! —gimió Avispa—. Y en esa época no teníamos taxi, vieja latosa. ¡Ya hace tres mil años de aquello!

—¡Dame el diente! —Ira intentó agarrarle la boca a Avispa, pero ella le apartó la mano.

—¡Sólo si Tempestad me da el ojo!

—¡Ni hablar! —chilló Tempestad—. ¡Tú ya lo tuviste ayer!

—¡Pero ahora estoy conduciendo, vieja bruja!

—¡Excusas! ¡Gira! ¡Tenías que girar ahí!

Avispa viró por la calle Delancey y me vi estrujado entre Jasper y la puerta. Ella siguió dando gas y salimos propulsados por el puente de Williamsburg a ciento y pico por hora.

Las tres hermanas se peleaban ahora de verdad, o sea, a bofetada limpia. Ira trataba de agarrar a Avispa por la cara y ésta intentaba agarrársela a Tempestad. Mientras se gritaban unas a otras con los pelos alborotados y la boca abierta, me di cuenta de que ninguna de ellas tenía dientes, salvo Avispa, que lucía un incisivo entre amarillento y verdoso. En lugar de ojos, tenían los párpados cerrados y hundidos, con excepción de Ira, que sí disponía de un ojo verde inyectado en sangre que lo escrutaba todo con avidez, como si no le pareciera suficiente nada de lo que veía. Finalmente fue ella, Ira, que llevaba ventaja con su ojo, la que logró arrancarle el diente de un tirón a su hermana Avispa. Esta se puso tan furiosa que rozó el borde del puente de Williamsburg, mientras chillaba:

—¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Jasper gimió y se agarró el estómago.

—Por si alguien quiere saberlo —dije—, ¡vamos a morir!

—No te preocupes —dijo Bella, aunque sonaba superpreocupada—. Las Hermanas Grises saben lo que hacen. Son muy sabias, en realidad.

Aun viniendo de la hija de Atenea, aquel comentario no logró tranquilizarme. Corríamos a toda

velocidad por el borde mismo del puente, a cuarenta metros del East River.

—¡Sí, muy sabias! —Ira nos lanzó una ancha sonrisa a través del retrovisor y aprovechó para lucir el diente que acababa de apropiarse—. ¡Sabemos cosas!

—¡Todas las calles de Manhattan! —dijo Avispa fanfarroneando, sin dejar de abofetear a su hermana

—. ¡La capital de Nepal!

—¡La posición que andas buscando! —añadió Tempestad.

Sus hermanas se pusieron a aporrearla desde ambos lados, mientras le gritaban:

—¡Cierra el pico! ¡Ni siquiera lo ha preguntado!

—¿Cómo? —dije—. ¿Qué posición? Yo no estoy buscando…

—¡Nada! —dijo Tempestad—. Tienes razón, chico. ¡No es nada!

—Dímelo.

—¡No! —chillaron las tres.

—¡La última vez que lo dijimos fue terrible! —dijo Tempestad.

—¡El ojo arrojado a un lago! —asintió Ira.

—¡Años para recuperarlo! —gimió Avispa—. Y hablando de eso, ¡devuélvemelo!

—¡No! —aulló Ira.

—¡El ojo! —se desgañitó Avispa—. ¡Dámelo!

Le dio un mamporro a Ira en la coronilla. Se oyó un ruido repulsivo —¡plop!— y algo le saltó de la cara. Ira lo buscó a tientas, intentó atraparlo, pero lo único que logró fue golpearlo con el dorso de la mano. El viscoso globo verde salió volando por encima de su hombro y fue a caer directamente en mi regazo. Yo di un salto tan brutal que me golpeé la cabeza con el techo y el globo ocular cayó rodando.

—¡No veo nada! —berrearon las tres hermanas.

—¡Dame el ojo! —aulló Avispa.

—¡Dale el ojo! —gritó Bella.

—¡Yo no lo tengo! —dije.

—Ahí, lo tienes al lado del pie —dijo Bella—. ¡No lo pises! ¡Recógelo!

—¡No pienso recogerlo!

El taxi golpeó la barandilla y continuó derrapando, pegado a aquella barra de metal, con un espantoso chirrido de afilar cuchillos. El coche temblaba y soltaba una columna de humo gris, como a punto de disolverse por pura fricción.

—¡Me voy a marear! —avisó Jasper.

—Bella —grité—, ¡déjale tu mochila a Jasper!

—¿Estás loco? ¡Recoge el ojo!

Avispa dio un golpe brusco al volante y el taxi se separó de la barandilla. Nos lanzamos hacia Brooklyn a una velocidad muy superior a la de cualquier taxi humano. Las Hermanas Grises chillaban, se daban mamporros unas a otras y reclamaban a gritos el ojo.

Al final, me armé de valor. Rasgué un trozo de mi camiseta de colores, que ya estaba hecha jirones de tan chamuscada, y recogí el globo ocular.

—¡Buen chico! —gritó Ira, como si supiera de algún modo que su preciado ojo se hallaba en mi poder

—. ¡Devuélvemelo!

—No lo haré hasta que me digas a qué te referías. ¿Qué era eso de la posición que estoy buscando?

—¡No hay tiempo! —chilló Tempestad—. ¡Acelerando!

Miré por la ventanilla. No había duda: árboles, coches y barrios enteros pasaban zumbando por nuestro lado, convertidos en un borrón gris. Ya habíamos salido de Brooklyn y estábamos atravesando Long Island.

—Edward —me advirtió Bella—, sin el ojo no podrán encontrar nuestro destino. Seguiremos

acelerando hasta estallar en mil pedazos.

—Primero han de decírmelo —contesté—. O abriré la ventanilla y tiraré el ojo entre las ruedas de los coches.

—¡No! —berrearon las Hermanas Grises—. ¡Demasiado peligroso!

—Estoy bajando la ventanilla.

—¡Espera! —gritaron las hermanas—. ¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce!

—¿Y eso qué es? ¡No tiene ningún sentido!

—¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce! —aulló Ira—. No podemos decirte más. ¡Y ahora devuélvenos el ojo! ¡Ya casi llegamos al campamento!

Habíamos salido de la autopista y cruzábamos zumbando los campos del norte de Long Island. Ya veía al fondo la colina Mestiza, con su pino gigantesco en la cima: el árbol de Alice, que contenía la energía vital de una semidiosa heroica.

—¡Edward! —dijo Bella con tono apremiante—. ¡Dales el ojo ahora mismo!

Decidí no discutir. Solté el ojo en el regazo de Avispa. La vieja dama lo agarró rápidamente, se lo colocó en la órbita como quien se pone una lentilla y parpadeó.

—¡Uau!

Frenó a fondo. El taxi derrapó cuatro o cinco veces entre una nube de polvo y se detuvo chirriando en mitad del camino de tierra que había al pie de la colina Mestiza.

Jasper soltó un eructo monumental.

—Ahora mucho mejor.

—Está bien —les dije a las Hermanas Grises—. Decidme qué significan esos números.

—¡No hay tiempo! —Bella abrió la puerta—. Tenemos que bajar ahora mismo.

Iba a preguntar por qué, cuando levanté la vista hacia la colina Mestiza y lo comprendí.

En la cima había un grupo de campistas. Y los estaban atacando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2: partido de balon pricionero con unos canibales Capítulo 4: Jasper juega con fuego

 
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