Cautiva del griego

Autor: EllaLovesVampis
Género: + 18
Fecha Creación: 30/06/2013
Fecha Actualización: 30/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 8
Comentarios: 6
Visitas: 43879
Capítulos: 11

Bella siempre había intentado no pensar en la noche de pasión que había pasado con Edward Cullen.Entonces, ella no era más que una muchacha tímida y rellenita y él un magnate griego, para el que ella sólo había sido una más.Lo que no sabía era que Bella se había quedado seaba lo que era suyo: su pequeño y a Bella y el único modo de conseguirlo era casándose.

AVISO:Adaptación de la novela con el mismo nombre de la autora Lynne Graham.(publicada también en FF.net por mi)

 

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Capítulo 3: Capítulo 3

Para cuando Bella salió del estado de agitación en que se encontraba, Anthony lloriqueaba ruidosamente demandando atención. La limusina y la cabalgata que la acompañaba se habían marchado hacía tiempo.

Poniendo orden en su cabeza, subió rápidamente las escaleras y sacó a su hijo de la cuna con tal entusiasmo que le hizo reír y gritar de alegría, porque no había nada en el mundo que le gustase más a Anthony que juguetear con su madre. Temblando, Bella lo sostuvo en alto y luego lo abrazó fuertemente, sabiendo que querría morir si algo llegara a ocurrirle. Había hecho lo que debía al echar a Edward; sabía que había hecho lo que debía.

Pero ¿qué posibilidades había de que Edward se mantuviese al margen?

Se retiró preocupada el cabello húmedo de la frente. ¿Edward?, él únicamente hacía lo que quería y tendía a hacer aquello que se le prohibía o no resultaba adecuado. Anthony compartía con él aquel empecinamiento competitivo, que quizá fuera algo típicamente masculino.

Sacó a Anthony al jardín con Jacob y, viendo que su hijo y el perro correteaban, Bella se sentó en el columpio y dejó que su memoria retrocediese siete años…

Jessica había comprado una casa en Oxford y la había convencido a ella, que por entonces era estudiante, para que se trasladase allí y cuidase del inmueble. La idea le había parecido estupenda porque le suponía reducir gastos a cambio de dedicarse a nimiedades domésticas que Jessica, que solía estar fuera a menudo, no se molestaba en hacer. Por aquellos días, Jessica tenía veintitrés años y su carrera como modelo no había llegado a alcanzar el éxito deslumbrante que tanto anhelaba. Siempre de fiesta en fiesta, la indomable Jessica se topó con Edward Cullen en un club nocturno y no tardó ni un segundo en presentarse. Por entonces, él estudiaba en la Universidad de Oxford.

—Es tan rico que el dinero no tiene valor para él. ¡Organizó una fiesta increíble! —Jessica era rubia, encantadora, alta y despampanante, y aquella noche llevaba un moderno vestido corto. Estaba tan emocionada que las palabras se le agolpaban en la boca—. Es toda una celebridad, y tan genial… ¡me encanta! Por cierto, ¿te he dicho ya que es estupendo?

Aquel ingenuo fluir de confidencias la preocupó, más que impresionarla, porque Jessica se dejaba influir fácilmente por la gente menos adecuada y la llegada de unplayboy griego, que destrozaba coches y descendía en rápel por los rascacielos por pura diversión, no era para ella sino una mala noticia. Pero salir con el heredero de los billones Cullen aumentó las posibilidades de Jessica de hacer dinero como modelo. De pronto se vio tremendamente solicitada, codeándose con los ricos y famosos y volando por todo el mundo para posar en sesiones de fotos, acudir a fiestas de fin de semana o disfrutar de vacaciones interminables.

—Es él… tiene que ser él. Quiero casarme con él y convertirme en la esposa inmensamente rica de un magnate griego. ¡Si me deja, me muero! —jadeó Jessica pasadas dos semanas, y esa misma noche llevó a Edward a casa sin previo aviso.

Ella quedó horrorizada al ver a Jessica entrar en su habitación con Edward a la zaga, pillándola con un pijama de cuadros escoceses, hecha un ovillo delante de un estudio sobre la datación por carbono y con una taza de cacao en la mano.

—Ésta es mi prima, Bella, la mejor amiga que tengo en el mundo —dijo Jessica—. Es estudiante como tú.

Entreteniéndose en el umbral, Edward le dedicó una sonrisa divertida y perezosa, y la intensa atracción que provocó en ella la recorrió como una descarga eléctrica. No supo a dónde mirar ni como comportarse, y lo que más le sorprendió fue ser capaz de sentir algo así. Hasta entonces, sus citas habían sido poco entusiastas y siempre decepcionantes. Un chico se mostró amistoso con ella sólo para robarle un trabajo, y otro había intentado que le hiciese los ejercicios de clase. Había muchos que esperaban sexo en la primera cita y otros que acababan sumidos en un sopor etílico. Ninguno había conseguido emocionarla, ni siquiera le habían provocado un momento de excitación; hasta la irrupción de Edward.

Dado su carácter, se sintió tremendamente culpable al verse atraída por el novio de su prima. Aquella primera noche cerró la puerta a esa certeza y se negó a volver a dejarla salir. Durante el mes siguiente, apenas vio a Jessica, que estuvo alojada en las casas de Edward en Oxford, Londres y el extranjero. Y entonces, con la misma prontitud, aquella fugaz aventura llegó a su fin. En palabras de Cullen, sólo había sido una aventura más, pero para Jessica había significado mucho, porque le había permitido conocer una vida llena de lujos que la había cautivado.

—Está claro que si quieres formar parte del mundo de los Cullen, tienes que compartir a Edward y no mostrarte celosa —Jessica intentaba aparentar que no le importaba ver a Edward con su sustituta, una joven aspirante a estrella de cine—. Con tantas ofertas como tiene, una no puede esperar que se conforme con una sola mujer.

—Aléjate de él —le instó ella atribulada—. Es un canalla frío y arrogante. No te hagas esto a ti misma.

—¿Estás loca? —preguntó Jessica, mostrando con voz chillona su incredulidad—. Voy a relajarme y sentarme a esperar. Puede que en unas semanas se harte de esa estrella y vuelva conmigo otra vez. ¡Estando con él soy alguien y no pienso renunciar a eso!

Y como era de esperar y tal y como había vaticinado, la capacidad de Jessica para hacer reír a Edward cuando estaba aburrido le aseguró una plaza fija como amiga suya, pero quizá ella fuese la única persona que se avergonzaba al ver a su prima dispuesta a ponerse en ridículo con tal de divertir a Edward. Entonces hubo un incendio en el apartamento de Edward en Oxford y Jessica lo invitó a alojarse en su casa mientras trabajaba en el extranjero.

La animadversión que sentía por él quedó confirmada porque Edward resultó ser un invitado infernal. Sin una palabra de disculpa o de previo aviso, se instaló en la casa con sus empleados, incluyendo cocinero y asistente personal, sin mencionar a los guardaespaldas. Por medidas de seguridad, ella tuvo que abandonar su cómoda habitación y trasladarse a la segunda planta. Las visitas entraban y salían de allí día y noche, los teléfonos sonaban sin parar y siempre había chicas ligeras de ropa repantigadas en las habitaciones, casi siempre borrachas y discutiendo.

Después de diez días amargada, acabó perdiendo los estribos. Hasta ese momento no estaba segura de si Edward se había dado cuenta de que ella todavía vivía en aquella casa. La mañana del undécimo día, lo encontró en el pasillo con una morena risueña enganchada a su brazo.

—¿Podría hablar contigo en privado?

Elevó una ceja negra, porque a pesar de tener sólo veinticuatro años, Edward era ya un maestro en el arte de la insolencia.

—¿Por qué?

—Esta casa es tan mía como de Jessica y sé que ella te considera un tipo inofensivo, pero la vida que llevas me parece absolutamente repugnante.

—Piérdete —dijo Edward a la morena con terrible frialdad.

Observándolo con desagrado, ella negó con la cabeza.

—Seguramente estarás acostumbrado a vivir en el equivalente a un burdel en el que todo vale, pero yo no. Dile a tus amigas que se dejen la ropa puesta, envíalas a casa cuando se emborrachen y se pongan agresivas e intenta evitar que griten y pongan la música a todo volumen a altas horas.

—¿Sabes qué es lo que te hace falta? —sus ojos oscuros y brillantes se encendieron en una fugaz mezcla de rabia y diversión, y poniéndole las manos en las caderas, la atrajo hacia sí como si fuese una muñeca—. Acostarte con un hombre como es debido.

Ella lo abofeteó tan fuertemente que se le adormeció la mano, y él se apartó de ella totalmente alucinado.

—¡No te atrevas a volver a hablarme de ese modo y qué no se te ocurra tocarme!

—¿Eres siempre así? —preguntó Edward sin poder creerlo.

—No, Edward. Sólo soy así contigo. Consigues sacar lo mejor de mí —le dijo con furia—. Estoy intentando preparar mis exámenes… ¿estamos? Bajo este techo, no se te permite actuar como un gamberro arrogante, egoísta y maleducado.

—No te gusto nada —dijo Edward sorprendido.

—¿Qué es lo que debía gustarme?

—Te compensaré…

—¡No! —le interrumpió de forma inmediata, porque conocía bien el modo en que se saltaba las reglas de los demás—. No puedes librarte de ésta con dinero. No lo quiero, sólo quiero que acabes con esta situación. Quiero mi dormitorio y una casa tranquila. Aquí no hay sitio suficiente para tantos empleados.

Aquella tarde al volver a casa encontró todas sus cosas en su antigua habitación y se vio rodeada de un gozoso silencio. En agradecimiento, ella preparó un poco debaklava y se lo dejó con una nota sobre la mesa. Dos días después, él le preguntó cuándo pensaba recogerle las camisas sucias del suelo. Cuando ella le explicó que su acuerdo con Jessica no incluía hacer de criada para los invitados y que el infierno se helaría antes de que ella tocara sus camisas, Edward le preguntó cómo pensaba que se las iba a arreglar sin servicio.

—¿De verdad eres tan inútil? —le preguntó asombrada.

—¡No lo soy! —bramó Edward.

Pero sí que lo era. Era un perfecto inútil a la hora de enfrentarse a las tareas domésticas. Pero los Cullen se tomaban muy a pecho cualquier reto y Edward pensó que debía demostrarse a sí mismo lo contrario. Fue entonces cuando quemó la tetera eléctrica al ponerla sobre el fuego, hizo todas las comidas fuera e intentó lavar las camisas en la secadora. A ella le venció la lástima y sugirió que regresaran sus empleados, pero que no se quedaran a dormir. Así lograron sellar un difícil acuerdo, porque Edward era capaz, si se esforzaba, de encantar a los pájaros. A ella le sorprendió descubrir que era un hombre realmente inteligente.

Dos días antes de que él se mudara a su nuevo apartamento, llegó a casa de madrugada y completamente borracho. Ella se despertó por el ruido y salió de la cama para sermonearle sobre los perjuicios del alcohol, pero cerró la boca cuando él le dijo que era el aniversario de la muerte de su hermana. Conmovida, le escuchó aunque logró enterarse de poco, porque él no paraba de soltar frases en griego. Finalmente, le comentó que no sabía por qué confiaba en ella de ese modo.

—Porque soy agradable y discreta —no se hacía ilusiones sobre si confiaba en ella por alguna otra razón. Sabía que era rellenita y fea, pero esa misma noche se enamoró locamente de Edward Cullen al darse cuenta que bajo toda aquella pose se escondía un ser humano incapaz de hacer frente al torbellino emocional que le provocaban los malos recuerdos.

El día que se marchaba la besó sin previo aviso.

En mitad de una conversación inofensiva, acercó su boca a la de ella con una exigencia tan ávida y apasionada que ella se quedó rígida. Se apartó de él asombrada y violenta:

—¡No! —le dijo con vehemencia.

—¿En serio? —preguntó Edward haciendo patente su incredulidad.

—En serio, no —con los labios aún hormigueantes por el ataque de los de él, se apartó riéndose para encubrir su turbación. Creía que la había besado porque no tenía ni idea de cómo mantener una sencilla amistad con una chica.

Sabiendo lo que Jessica aún sentía por él, se sintió tan culpable por aquel beso que se lo confesó a su prima, pero Jessica se rió a mandíbula batiente.

—¡Seguro que alguien se ha apostado con Edward que no era capaz de hacerlo! Porque no tienes el tipo ni el atractivo suficiente como para cazarlo, ¿no crees?

Mientras sus pensamientos retornaban al presente, Bella reconoció que sus primeros recuerdos de Edward eran agridulces. Cada vez que se volvía a encontrar con él a través de Jessica, se defendía resguardándose en un cortante sentido del humor. Al tiempo que firmaba acuerdos comerciales de millones de dólares, Edward había seguido saliendo con una sucesión interminable de mujeres espectaculares y acaparando titulares allá donde fuere. Sin embargo, Jessica había ido trabajando cada vez menos, sumergiéndose más y más en un estilo de vida díscolo y destructivo. Un año antes de su muerte, Edward había dejado de contestar a sus llamadas.

Bella atrapó a Anthony cuando pasaba corriendo junto a ella y él se tumbó en su regazo desternillándose de risa. Sus ojos brillaban tanto que ella tuvo que resistir las ganas de abrazarlo y lo dejó zafarse para retomar sus juegos. Era un niño muy feliz. Dudaba que Edward hubiese llegado a conocer aquel tipo de felicidad o seguridad. Anthony dependía de ella para hacer lo que era mejor para él. Se negó a admitir que tener un padre cualquiera era mejor que no tenerlo.

Edward se enfadó al ver que en el certificado de nacimiento de Anthony Swan él no constaba como padre.

—Quiero que preparen inmediatamente una prueba de ADN.

Los tres abogados que se sentaban al otro lado de la mesa se pusieron tensos al unísono.

—Cuando una pareja no está casada, las pruebas de ADN sólo pueden llevarse a cabo con el consentimiento materno —dijo el mayor de los tres—. Puesto que su nombre no aparece en el certificado de nacimiento, no tiene responsabilidad parental alguna sobre el niño. ¿Puedo preguntarle si mantiene una relación cordial con la señorita Swan?

La mirada del magnate griego llameó por un instante.

—Es la doctora Swan, y no estamos aquí para hablar acerca de nuestra relación. Concéntrense en mis derechos como padre.

—Sin matrimonio, la jurisdicción británica favorece siempre a la madre. Si esta señora accede a una prueba de ADN, a compartir las responsabilidades y permitirle visitas al niño, no habrá problema –explicó el abogado de forma pausada—. Pero si no hay acuerdo, la dificultad será grande. La única solución que tendríamos sería acudir a los tribunales y, por lo general, el juez suele considerar a la madre como el mejor árbitro para los intereses de su hijo.

Edward, que siempre se mantenía frío ante la presión, sopesó aquellos hechos con expresión distante. Aunque nadie podría haberlo adivinado, estaba muy sorprendido.

—Así que necesito su consentimiento.

—Sería el acceso más directo.

Edward sabía que había más entresijos de lo que parecía y, para un hombre tan rico como él, siempre había un modo de sortear las reglas. Cuando de ganar se trataba, y ésta era normalmente la única meta posible para Edward, el concepto de juego limpio no tenía peso alguno y el más ingenuo era el que solía salir mal parado. Pero no quería utilizar esta estrategia con Bella, a quien le horrorizaban ese tipo de comportamientos. Por el momento, estaba dispuesto a utilizar métodos de persuasión mucho más convencionales…

Bella descolgó el teléfono de la oficina y saltó sobresaltada de la silla en cuanto oyó la voz de Edward.

—¿Qué quieres? —preguntó, demasiado agitada como para intentar mantener la mínima conversación de cortesía.

—Quiero hablar contigo.

—Ya hablamos ayer, ahora estoy trabajando —protestó Bella casi en un susurro, porque el pánico le impedía hablar con normalidad.

—Tienes una hora libre antes de la próxima tutoría —le informó Edward—. Te veo en cinco minutos.

De repente, Bella deseó ser de ese tipo de mujeres que se maquillan a diario y no sólo en días especiales o festivos. Buscó frenéticamente en su bolso un espejo y se cepilló el pelo, intentando obviar la noche en blanco que tenía marcada en la cara y los ojos. Un segundo después, se enfadó consigo misma por la reacción instintiva que había tenido ante aquella llamada. En lugar de controlarse y concentrarse en lo importante, había perdido unos minutos preciosos preocupándose por su aspecto. Se dijo exasperada que había perdido el tiempo, mirando su camisa verde arrugada, sus pantalones y sus cómodos zapatos. Solamente el hada deCenicienta podía hacer un milagro con aquella indumentaria práctica.

Edward entró caminando lentamente. La miró con ojos aparentemente indolentes y suspiró.

—No soy el enemigo, Bella.

Ella levantó la cabeza y evitó encontrarse de frente con su penetrante mirada, pero aquel sencillo vistazo a sus facciones fuertes y enjutas se le quedó flotando en el fondo de la cabeza. Sus mejillas esculpidas y la línea dura de su mandíbula impresionaban incluso antes de tomar en cuenta el resto de su físico. Siempre le había resultado placentero contemplar a Edward. Negarse esa necesidad de mirar y disfrutar le dolía hasta extremos casi físicos. Desesperada por recuperar la compostura, aspiró profundamente.

—Es una indiscreción que vengas a verme aquí —le dijo fríamente—. Este es un edificio público y mi lugar de trabajo. Muchos podrían reconocerte, llamas mucho la atención.

—No puedo evitar llevar este apellido —se encogió de hombros lo que, de algún modo, logró implicar lo terriblemente irracional que ella estaba siendo—. Deberías haber sabido que tendríamos que volver a hablar. Seguramente pensé que aquí sería menos probable que amenazaras con llamar a la policía.

—Oh, por Dios ¡sabes de sobra que no iba a llamar a la policía para deshacerme de ti! —la paciencia de Bella se quebró ante semejante golpe—. ¿Y desde cuándo has tenido tú miedo a algo? Puedo ver los titulares mientras hablamos: «Intento de arresto de un magnate griego», ¡porque sabes perfectamente que tus guardaespaldas no iban a permitir que te arrestaran! ¿De verdad crees que me arriesgaría a atraer ese tipo de publicidad?

—¿No? —Edward había olvidado que ella tenía un miedo acérrimo a aparecer en los medios. Considerando las muchas mujeres que habían aireado en la prensa una relación íntima con él, se preguntó si aquella actitud debía resultarle ofensiva. Siempre había sido tan distinta de las mujeres a las que él estaba acostumbrado que nunca estaba seguro de lo que ella iba a decir o de cómo iba a reaccionar.

—Pues claro que no. Y no creo que tú la quieras tampoco. De hecho, estoy segura de que has estado reflexionando seriamente desde ayer.

—Obviamente —Edward se apoyó en el borde de la mesa y estiró sus piernas largas y fuertes, maniobra que acabó literalmente atrapando a Bella en la esquina próxima a la ventana. El despacho no era más grande que un armario de limpieza y contaba con una segunda mesa porque era compartido. Él la contempló con calculadora frialdad. El cansancio no lograba debilitar la claridad cristalina de sus ojos marrones. En cuanto a la indumentaria, parecía sosa a primera vista, pero la blusa y los pantalones se ajustaban al pecho y las caderas realzando las imponentes curvas y misteriosos valles de su figura. Era lo suficientemente mujer como para convertir a muchas otras en algo plano e insulso, pensó asediado por un recuerdo tremendamente erótico de Bella cálida y seductora al amanecer. La tensión inmediata que provocó en su entrepierna casi le hizo sonreír, porque hacía tiempo que no reaccionaba con tanto entusiasmo ante una persona del sexo opuesto.

Sometida a la ráfaga sensual de su mirada descarada, Bella se puso rígida. Le aterrorizaba la calidez que la invadía y la presión que sus pechos hinchados ejercían sobre el sujetador. Sus tiernos pezones se endurecieron y cruzó los brazos nerviosa.

—Entonces, si has estado pensando…

—Todavía necesito algunas respuestas. Al menos, sé realista —el brillo de sus ojos se ocultaba ahora bajo las pestañas y su forma de hablar era terriblemente suave—. ¿Qué hombre no lo haría en mi lugar?

Bella no quería ser realista, sólo quería que se volviese a marchar y dejase de amenazar la tranquilidad mental que tanto le había costado conseguir.

—¿Qué es lo que tengo que hacer para que entres en razón?

—Debes tener en cuenta las dos partes de la ecuación. Sé la mujer razonable que yo sé que eres. Es absurdo que me pidas que me vaya sin saber siquiera si el niño es mío o no —su voz tranquila y pausada ejercía sobre ella un efecto casi hipnótico.

—Sí, pero… —Bella apretó los labios por miedo a precipitarse en sus palabras—. No es tan sencillo.

—¿No? —respondió Edward—. Está claro que crees que Anthony es hijo mío. De no ser así, me habrías quitado rápidamente esa idea de la cabeza.

Bella se puso tensa y sus ojos reflejaron su indecisión.

—Edward…

—Un niño tiene derecho a saber quién es su padre. Hasta que cumplí siete años, creí que mi padre era el primer marido de mi madre. Pero tras el divorcio, me enteré de que había sido otro hombre. Sé de lo que hablo. ¿Piensas mentirle a Anthony?

—Sí… ¡no! ¡Ay, por el amor de Dios! —jadeó Bella, retirándose el pelo de la frente con mano ansiosa, desarmada ante su sinceridad—. Haré lo que sea mejor para Anthony.

—Algún día Anthony se hará mayor y lo perderás si le mientes sobre su nacimiento —atacó Edward con frialdad—. ¿Habías pensado en esto, o en el hecho de que Anthony también tiene sus derechos?

Bella se acobardó ante aquel recordatorio tan desagradable.

—¿Y si te pasa algo? ¿Quién iba a cuidar de él?

—Eso ya está previsto en mi testamento.

Edward se quedó tan inmóvil como una pantera a punto de saltar. Sus esfuerzos por mantener la calma se disiparon al oír aquellas palabras.

—¿Aparezco yo?

Tensa como un arco, Bella negó lentamente con la cabeza.

Entonces se hizo un silencio tan espeso como la niebla.

Con gran esfuerzo, Bella volvió a mirarle. Edward la observaba con una expresión condenatoria que le caló hasta los huesos. Era obvio que él ya había sacado sus propias conclusiones sobre la paternidad del niño. Se sintió hundida, ya que no podía convencerlo de lo contrario. No contaba con un método mágico que les hiciera retroceder en el tiempo y garantizara que él no averiguase lo que, según creía ella, él hubiese sido feliz ignorando.

—De acuerdo —dijo bruscamente, y sus hombros se desplomaron, porque se sentía tan agotada como si llevara peleando ya diez asaltos con un peso pesado—. Me dejaste embarazada.

A Edward le sorprendió la enorme satisfacción que se apoderó de él y el alivio que le supuso no tener que presionarla. Tal y como él pensaba, Bella había escuchado a su conciencia. Así que era hijo suyo. El niño era un Cullen: la siguiente generación de la familia. Sus tres tías abuelas se alegrarían enormemente al saber de la continuación del linaje de los Cullen, y sus parientes más avariciosos quedarían destrozados al verse apartados de la herencia. Edward había decidido hacía tiempo no casarse ni tener hijos, pero hasta entonces no se le había ocurrido que podía disfrutar de un heredero sin tener que preocuparse demasiado.

—Sabía que no me mentirías —dijo con aprobación. Pero Bella sentía que había hecho mal porque la decencia era en ella una debilidad cuando estaba con él. Seguía atrapada en el brillo de aquellos ojos; su mirada seguía dejándole sin habla.

Con un movimiento ágil, Edward abandonó la posición engañosamente casual que había adoptado al apoyarse en la mesa y enderezó la espalda mostrando la fuerza de su cuerpo y su impresionante altura. Estiró los dedos crispados de Bella para atraerla aún más hacia él.

—Has hecho lo correcto —murmuró—. Te admiro por haberme dicho la verdad.

—Pues yo creo que decirte la verdad ha sido una de las cosas más absurdas que he hecho jamás —sus dedos temblaron en los de él mientras luchaba contra la fuerza insidiosa de su sensualidad. «El gato escaldado del agua fría huye», se recordó desesperadamente a sí misma. Él estuvo a punto de acabar con su autoestima dos años antes porque, aunque Jessica y otras muchas mujeres habían logrado de algún modo mantener con él una relación superficial, para ella fue como si le arrancaran lentamente el corazón y aquello le fuese a durar de por vida. Y así fue durante meses.

—¿Y eso por qué? —Edward notaba la agitación que ella intentaba ocultarle y le extrañaba, porque no entendía por qué seguía mostrándose tan aprensiva. Masajeando lentamente su delgada muñeca, la miró, entreteniéndose en la plenitud carnosa y rosada de su boca. Se apoderó de él una corriente de excitación que no intentó detener. De hecho, disfrutaba con la increíble fuerza de sus reacciones ante ella. Seducir a Bella, según recordaba, había sido de una dulzura inesperada, y hacerlo ahora acabaría con toda discusión—. No estoy enfadado contigo.

—No, por el momento… no —asintió Bella con la boca seca, al notar el cambio que se había producido en el ambiente. Su corazón se disparó. Fue como si el tiempo se ralentizara y se despertaran todos sus sentidos. Respirando agitadamente, intentó controlarse.

—No tuvimos cuidado —comentó Edward bajando la voz, preguntándose si lograría cerrar la puerta con llave y aprovechar aquella situación.

—Fuiste tú el que no tuviste cuidado —susurró Bella, incapaz de eximirlo de culpa al hacer aquella injusta afirmación a pesar de que su cerebro se estaba sumergiendo en un estado de sensualidad.

—Me dejé la cartera en la limusina y no me dejaste llamar para que me la trajeran, así que no llevaba preservativos…

—¡No quería que tu chófer y tu condenado equipo de seguridad se enterasen de lo que estabas haciendo! —protestó Bella, y se ruborizó al acordarse de lo vergonzoso de aquella situación.

Edward le sonrió pícaramente.

—Pasé la noche contigo. ¿Y qué?

—No quiero hablar del tema —Bella se dio cuenta de la engañosa intimidad de la discusión. Resistiéndose a la atracción de su magnetismo animal, giró la cabeza.

Él alzó su mano bronceada para retirar de su pálida frente un mechón de cabello color ámbar. Consciente de su proximidad, Bella se estremeció. Todo su cuerpo se inclinaba hacia él. Era como si hubiese pulsado un botón que hiciera que se derritiera, y sus ansias pudiesen más que su sentido común. Sentía un enorme deseo por lo prohibido y, por más que lo intentase, se veía incapaz de sofocarlo.

—Conviertes esto en algo muy complicado —susurró Edward, y acarició la curva de su cadera para tranquilizarla y evitar que se alejase—. Pero para mí es muy sencillo.

Ella sabía que no era sencillo, sabía que era complicado. Incluso sabía que era un terrible error y que se odiaría más tarde por ello. Pero cuando él inclinó su cabeza hermosa y oscura, se encontró a sí misma estirándose hasta ponerse de puntillas para no tener que esperar ni un segundo más de lo necesario para obtener un contacto físico. Edward era ante todo un hombre embriagador. Sus labios buscaron los de ella con una avidez y exigencia que le llegó a la punta de los pies. Su lengua encontró la de ella y aquello la hizo estremecer. Se apretó contra ella, acercándola con sus fuertes manos, dejándole sentir abiertamente la fuerza de su erección. Ella sintió una llamarada de calor bajo su vientre y jadeó ante el acoso de su boca, clavándole los dedos en los hombros. Sin acordarse de cómo habían llegado a aquella situación, ella apartó de pronto sus manos sintiéndose culpable. Tuvo que obligarse a liberarse de su abrazo, y aquello le dolió tanto como si le arrancaran un pedazo de piel.

Con los ojos encendidos de resentimiento ante aquel descaro, Bella se apartó torpemente de su lado y fue a topar con un armario que tenía justo detrás y que proporcionó un piadoso punto de apoyo a sus piernas temblorosas.

—¿A qué demonios estás jugando? —le dijo bruscamente, condenándolo furiosa y enfadada por su debilidad y la odiosa inevitabilidad de que él se aprovechara de ello—. ¿Es porque te eché de mi casa ayer? ¿Insulté a tu ego? ¡Acabas de descubrir que eres el padre de mi hijo! ¿Y qué es lo que haces? ¡Intentar seducirme!

—¿Y por qué no? —Edward había seguido su natural inclinación y había encontrado en ella una respuesta alentadora, de modo que no estaba de humor para disculparse, sobre todo porque estaba reprimiendo un enorme deseo de volver a tenerla entre sus brazos—. Creo que me estoy portando muy bien. Y estoy dispuesto a aceptar mi responsabilidad…

—¡Jamás en tu vida has aceptado responsabilidades! —afirmó Bella con una amargura que él encontró inconcebible.

—Estoy dispuesto a responsabilizarme de Anthony.

—¡Pero estás tan ocupado seduciéndome que me acabas de volver a demostrar por qué no soporto la idea de introducirte en la vida de mi hijo! —le gritó Bella, y la fuerza de sus sentimientos resonó en su voz. Todo su cuerpo hormigueaba de forma casi dolorosa, inundada por un sentimiento que sólo podía describirse como privación. La vergüenza que sentía por haber perdido el control amenazaba con asfixiarla.

—Tendrás que aprender a soportar la idea y también a mí, porque no tengo intención de apartarme de mi hijo —sus ojos verdes como dos esmeraldas se clavaron en ella como estocadas de advertencia—. Anthony es un Cullen.

—No importa lo que haga falta, pero te juro que no permitiré que tengas contacto alguno con él —respondió Bella apretando los puños.

Edward espiró en un siseo lento y burlón.

—Dame una buena razón por la que debas comportarte así conmigo.

—¡No tienes más que fijarte en lo que ser un Cullen ha supuesto para ti! —contestó Bella atacándole furiosa, porque la descarada seguridad en sí mismo que exudaba sólo lograba recordarle que había perdido la dignidad al rendirse entre sus brazos—. Eres un irresponsable. No respetas a las mujeres. Tienes fobia al compromiso…

La burla dio paso a una incrédula indignación, y Edward bramó:

—¡Eso es intolerable!

—Es la verdad. Ahora mismo, Anthony sería para ti una novedad, como un juguete nuevo. Sólo te tomas en serio tus negocios. No tienes noción de vida familiar, de la necesidad de estabilidad que un niño requiere. ¿Cómo ibas a tenerla después del modo en el que te han criado? No te culpo por tus deficiencias –le dijo Bella forzándose a bajar la voz—, pero no pienso disculparme ante mi necesidad de proteger a Anthony del daño que puedes llegar a hacerle.

Edward palideció de ira.

—¿Qué quieres decir con eso de deficiencias?

—Anthony es alguien muy valioso. ¿Qué puedes ofrecerle aparte de dinero? Necesita un adulto dispuesto a anteponerlo a todo, que lo cuide, pero para ti la libertad es mucho más importante. Lo primero que perderías como padre es la posibilidad de hacer lo que quieras y cuando quieras, y eso es algo que no aguantarías ni cinco minutos…

—¡Ponme a prueba! —desafió Edward lleno de ira—. ¿Quién te crees para juzgarme así? ¡Jamás has salido de tu pequeña y académica pompa de jabón! ¿Con qué derecho me llamas irresponsable?

Bella volvió a levantar la cabeza a pesar de su cara tensa y demacrada.

—Tengo más derecho que cualquiera. ¡Nunca llamaste para preguntarme cómo estaba después de la noche que pasamos juntos!

—¿Y por qué debería haberlo hecho? —bramó Edward como un oso.

Bella se resistió a reaccionar de forma más personal y se guardó el dolor que le produjo aquel rechazo cruelmente gratuito.

—Porque habría sido el comportamiento más responsable por tu parte dado que sabías que había riesgo de embarazo —le informó en tono inexpresivo.

Ante aquella respuesta, Edward juró en griego y le lanzó una mirada de censura.

—Fuiste tú quien me dejó —argumentó.

Bella pensó en lo que realmente había ocurrido aquella mañana y se quiso morir de vergüenza. Dejarlo habría sido la opción más digna y sensata, pero realmente no fue aquélla su intención. Y como él no lo sabía, ella creyó que ya no venía a cuento habiendo pasado tanto tiempo. No se sentía orgullosa de lo que hizo, pero había decidido ser consecuente con su decisión.

—Tú eras la que debías haberme llamado al saber de tu embarazo —añadió Edward con dureza.

—No te merecías tanta consideración —contestó ella sin dudarlo.

El desdén endureció la belleza de sus facciones.

—No te llamé… ¿es ésa la razón de todo esto? ¿Pretendes castigarme negándome cualquier contacto con mi hijo?

Bella lo miró fijamente y sus ojos chocolates se tornaron desafiantes ante aquel desprecio.

—No te atrevas a tergiversar mis palabras. Sé sincero contigo mismo. ¿Realmente deseas la complicación que supondría un niño en tu vida?

Sólo cuarenta y ocho horas antes, Edward habría respondido que no a esa pregunta sin dudarlo ni un instante. Ahora las cosas eran distintas. No podía borrar de su mente la imagen de aquel niño que le sonreía desde la fotografía. Bella lo había juzgado y lo había encontrado insuficiente, cosa que nadie se había atrevido a hacerle jamás.

Sin previo aviso, la puerta se abrió de par en par.

—¿Se puede saber por qué hay tanta gente merodeando por ahí afuera? —preguntó la señora con la que Bella compartía despacho—. Ay, perdón. No me había dado cuenta de que tenías visita. ¿Interrumpo?

—En absoluto —murmuró Edward impasible—. Ya me marchaba.

Presa de una enorme ola de frustración, Bella vio marchar a Edward. No entendía por qué se sentía tan desolada. El despacho no era lugar para discusiones y, además, él tenía que reflexionar sobre lo que ella le había dicho. Sin darse cuenta, se llevó la mano al labio inferior, hinchado todavía por su beso. ¡Qué propio de Edward manejar y emborronar las cosas importantes con sexo! Podía manejar el sexo. Maravillosamente. Lo que no era capaz de manejar eran los sentimientos.

Asombrada, su compañera corrió hacia la puerta.

—Santo cielo, ¿era quien yo creo que es? ¿Era realmente Edward Cullen?

Una masa de rostros especulativos escudriñaron a Bella como si fuera un animal exótico que se exhibe por primera vez en el zoo…

Capítulo 2: Capítulo 2 Capítulo 4: Capítulo 4

 


 


 
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