When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 17: Dolce vita

— ¡Ahhh!—me incorporé de un golpe en la cama cuando sentí que algo peludo y caliente, lamiéndome la cara. Abrí los ojos con una percepción absoluta y vi como "Perseo" —el gato Romano con ojos ambarinos, que le había regalado a Dawn, ante el disgusto de Elizabeth— se acurrucaba en mi regazo.

Una risa infantil surgió del lado derecho de mi cama.

Me froté los ojos y esperé unos segundos a poder hablar.

—Dawn—mi voz aún sonaba algo ronca—. Tu madre expresó muy claramente que si veía a Perseo subido en la cama o los sillones, le echaría de casa sin contemplaciones.

Dawn se acurrucó a mi lado y me pasó los brazos por la cintura. Me preguntaba que le pasaba a mi cama para que los dos hermanos Masen tuviesen una clara preferencia por ella sin contemplaciones. Por supuesto, los motivos de Edward eran muy diferentes que los de Dawn.

Dawn. Habíamos conectado la una con la otra de manera muy natural. Como si siempre hubiera existido ese lazo de unión entre nosotras, apenas sin conocernos y pasase lo que pasase, siempre estaríamos la una para la otra. Algo más intenso que los lazos de sangre.

Siempre me había gustado tener una hermana pequeña.

Hasta los seis años, yo había tenido un hermano mayor, en la figura de Edward. O eso creía yo. Me había engañado demasiado tiempo a mí misma, diciendo que quería a Edward, fraternalmente hablando. Habían pasado tantos años viviendo esa mentira, que cuando la venda se cayó, todo fue demasiado tarde. El triste consuelo, fue que ambos nos dimos cuenta y pudimos vivirlo a nuestra manera. Breve pero intenso. Mi padre siempre decía que los cuentos de hadas siempre acaban a la medianoche. Me preguntaba cuando acabaría la mía.

Y hasta hace poco, había encontrado en Jacob a mi pequeño hermano. También eso se había perdido.

Por lo que ahora nos teníamos, Dawn y yo. Aunque me hubiera gustado que Dawn tuviese siete u ocho años más para poder considerarla como mi auténtica hermana.

Por la edad que ambas podríamos tener, se parecería más una relación madre e hija.

La amargura me embargó cuando mi mente se puso a cavilar que los hijos de Edward y míos podrían haber tenido la misma edad de Dawn. Y por supuesto, Dawn podría haber pasado perfectamente por hija de Edward. Incluso las malas lenguas hablaban del sospechoso y oportuno embarazo de Elizabeth unas semanas antes de fallecer su marido, y la acusaron de ser la abuela de la niña.

Elizabeth permanecía tranquila y sosegada ante las maldiciencias de la gente:

"Si todo eso hubiera sido verdad, ¿crees que no hubiera exhibido a mi nieta con orgullo? Las circunstancias con las que hubiese venido, no tendría la mayor importancia".

Por suerte Ben, Ángela y los criados habían visto como el vientre de Elizabeth crecía a partir de los seis meses y el parto había sido algo que se había presenciado.

Pero la verdad no era lo que le gustaba a la gente. Y era mucho más gratificante creer las versiones de mi madre y Phil —por desgracia habían vuelto a aparecer en mi vida o por lo menos yo tenía noticias de sus andanzas— y la familia Newton al completo, incluyendo a la nueva señora Newton, Jessica.

Mike no me había perdonado, en absoluto, el plantón de la boda e intentaría por todos los medios desacreditarme con lo que fuera.

Pudiéndose casar conmigo, se tuvo que resignar —o más bien caer en la trampa— con casarse con Jessica Stanley.

Ángela me contó, bastante divertida, que el padre de Jessica se dedicó a emborrachar a Mike y luego metió a Jessica en su cama, como consuelo a mi desplante.

A los pocos días, Jessica se quejó de que tenía un retraso de diez días y la familia Newton, para lavar la mancha, le obligaron a casarse con ella. Boda relámpago por la noche. A la semana, el periodo de Jessica Newton apareció como por arte de magia.

Mike se vengó de ella, embarazándola cada año, con lo que habían tenido tres niños en el transcurso de estos años y ahora mismo, estaba esperando el cuarto hijo.

Para que la espera se le hacía más amena, Mike estaba volcado en su trabajo como representante de ventas de bebidas alcohólicas, que tapaba con algún ingreso de sus fabricas textiles y por las noches visitaba a la amante de turno, la cual no duraba más de dos semanas.

En cuanto a Phil y mi madre, gracias a la intercesión de Billy Black, había conseguido que Phil se pusiese a trabajar como intermediario entre Al Capone en Chicago y Lucky Luciano en New York. Al Capone nunca pudo caer más bajo y Phil caer en tal estado de gracia.

Todo lo que había conseguido yo, cinco años atrás, no había servido para nada. De estar en la ruina más absoluta, se habían vuelto en unas de las personas más ricas de Illinois. Y lo peor de todo, era que habían vendido mi casa para mudarse a otra mucho más grande, lujosa y ostentosa.

No me podían perdonar que reclamase mi herencia y mi madre se dedicaba a vapulearme, tomando cafés con sus amigas.

Por lo tanto la aparición de Dawn era un buen aliciente para sus maldiciencias.

"Por favor, una mujer que ha sufrido tres abortos y, a duras penas, logró tener un hijo, es prácticamente imposible que de buenas a primeras tenga una hija sana. Se ha vuelto loca por la muerte de su hijo y lo intenta justificar de todo. Pero la conducta con mi Isabella fue imperdonable. La sedujo de la manera más vil posible y luego la abandonó como a un zapato usado. La madre, avergonzada —yo la entiendo y si hubiera estado en su lugar, hubiera hecho lo mismo— pactó con mi hija que ella se quedaría con el bebe, a cambio de una buena pensión… Ya decía yo que Isabella últimamente estaba muy rara. Pero a mí no me engañan. Seguramente, ese doctor… Cullen creo, les ayudó con el engaño y se inventó la excusa de que había contraído gripe española… ¡Todo el mundo sabe que nadie sobrevivía a eso!

Aparte que yo he visto a esa niña con mis propios ojos y ha heredado mis hoyuelos y mi mentón… No sé a lo que juega Elizabeth…"

Estaba al cien por cien segura que Reneé no se creía lo que contaba. Si aquello hubiera sido verdad, ella hubiese intentado la mejor manera de beneficiarse económicamente a costa de la niña.

No tenía la suficiente confianza con mi madre para desvelarle todos mis problemas ginecológicos.

—Bella—Dawn me llamó—, no sé qué te pasa por las mañanas que te cuesta entablar conversación.

Salí de mis reflexiones y observé que Dawn me miraba muy seria. Le acaricié la mejilla.

—Por las mañanas estoy muy perezosa y me cuesta concentrarme—me excusé.

—Supongo que también se tratará por las pesadillas que tienes—me comentó—. Son horribles.

Arrugué el ceño, extrañada.

— ¿Cómo lo puedes saber?

—Hablas en sueños—me explicó risueña.

— ¿Y qué digo?—esperaba que nada comprometedor.

Se lo pensó dos veces antes de darme una respuesta.

—Llamabas a… Edward—le temblaba la voz.

—Oh—me limité a contestar—. Bueno… a veces le echo en falta.

"Siempre".

—Yo también le echo de menos—refunfuñó.

Tendría que hablar con Elizabeth muy en serio. Estaba dando a Dawn esperanzas con lo que no había, contándole esas cosas de Edward.

Eso era cosa de ella. Decidí pasarlo por alto.

—Creo que ya es hora de levantarnos—la indiqué mirando el amanecer gris perlado.

— ¿Tenemos que ir a ver a Tatiana hoy?—preguntó. Había cogido un enorme cariño a Tatiana, que mimaba a la niña como si de su hermanita pequeña se tratase. El efecto de Dawn era arrebatador. Hasta mi jefe, que odiaba a los niños con toda su alma, había caído a sus pies y no sólo había accedido que Dawn compartiese las clases particulares con Tatiana, si no también, todos los días la tenía preparado una bandeja de dulces y golosinas. Dawn, a cambio de eso, le dedicaba dibujos donde Tatiana era la princesa Rapuzel, Jack el príncipe que la rescataba trepando por sus trenzas y Monsieur Landrú, era la "bruja mala". Mi jefe, con su peculiar sentido del humor, se lo tomaba como un juego de niños.

En cuanto a Tatiana, Dawn era muy impresionable y le gustaba toda aquella persona que le regalase "matriuskas" y le contase cuentos y mitos rusos. Verlas reír a las dos, me recordaban a dos preciosas valkirias.

"Pero tú para mí, serás la más bella", me decía cuando fingía que les tenía celos. "Además, Edward y tú, hacéis mejor pareja que Tatiana y Jackie", se reía cuando me veía poner los ojos en blanco.

Me mordí el labio mientras rememoraba el programa de la noche.

Elizabeth cumplía cuarenta y tres años y se había decidido celebrar una fiesta por todo lo alto, invitando a toda la "Jet-set" de Chicago. Ella hubiera preferido celebrarlo en la intimidad con los que consideraba su familia, pero sus compañeros y amigos habían insistido tanto, que no pudo negarse. Como excusa, decidió celebrar en conjunto, mi vuelta a Chicago.

Genial. Adoraba las fiestas.

— ¿Bella?—me tiró del camisón Dawn.

—Recuerda que Tatiana hoy está ensayando. Dentro de tres días se estrena la ópera, por lo que tenemos tiempo libre. Pero hoy tenemos que ir a nuestra… a tu antigua casa y ayudar a tu madre, que está en el despacho trabajando, a preparar la fiesta.

—Odio las fiestas—arrugó su pequeña nariz—. La gente se porta bien contigo sólo para beber y llenarse el gaznate.

—Lo sé—le acaricié el pelo. En el fondo, tenía toda la razón—. Pero prometimos a tu madre ayudarla en todo cuanto podamos con la fiesta. Lo primero que vamos a hacer es vestirnos y salir a desayunar en la cafetería… tortitas con chocolate caliente—aplaudió ante la idea—y después de salir a comprar un detalle a tu madre—"nada de grandes ostentaciones", me parecía oírla—, iremos a prepararlo todo, ¿te parece buen plan?

—Vamos a comer tortitas—pegó una patada a "Perseo", que cayó de pies y se fue a esconder tras las cortinas y, de un salto se levantó, airosa y feliz—. ¡Tonta, la última!—fue corriendo hacia su cuarto. Me dio un margen para vestirme y la seguí contagiándome con su alegría y entré en su habitación para ayudarla a vestirse.

Estaba tan feliz, que no hizo ni un solo comentario sobre el vestido que elegí para ella con su sombrero a juego y su abrigo blanco.

Mientras se iba vistiendo, volví a observar su habitación como si fuese la primera vez. Todo en tonos suaves y pasteles donde sólo sus dibujos daban una nota discordante. Me fijé en ellos con atención. Me asustaba un poco la clase de imaginación que tenía Dawn. Resultaba un poco macabra. Era como si en su pequeña cabecita sólo hubiese lugar para hombres siniestros de piel blanca y ojos rojos y penetrantes.

En un papel, observé una figura de la que sólo se destacaba los ojos rojos y su sonrisa siniestra. Su caligrafía infantil estaba debajo de aquella figura y su sequito, también de ojos escarlatas y piel como los copos de la nieve, aunque menos siniestros.

—Tito Aro y el sequito de las capuchas negras—meneé la cabeza. ¿Cómo podría leer esos cuentos y no tener pesadillas?

— ¡Bella, vámonos!—me apremió cuando estuvo vestida.

La eché un vistazo para comprobar que se había puesto todo bien. La sonreí y ella me la devolvió sin vacilar.

Me dio su mano y se la estreché con fuerza. Me encantaba su suavidad y su calidez. Esperaba que nunca la perdiese.

.

.

.

— ¡Maldita "Ley seca"!—Oí quejarse a la señora Pott una y otra vez—. ¡No puedo echar coñac a la tarta de chocolate y no quedará tan sabrosa como siempre! ¿Y los cócteles…? ¡Uf…! ¡Yo no soy capaz de hacer milagros!

Ángela, sentada en el sillón debido al cansancio de su estado, consolaba a la señora Pott y daba órdenes a los ayudantes que había contratado Elizabeth para que retirase los muebles y colocase todo según se había diseñado. Su hijo Arthur, un niño de facciones tímidas más parecido a Ángela que a Ben, estaba sentado a su lado, mirando con terror a Dawn que le sacaba la lengua y le amenazaba con pegarle.

Pero por el momento estaba muy ocupada, ayudándome a colocar las flores en los jarrones. Rosas blancas y orquídeas de un extraño color pastel… La casa se embriagó con sus olores. Me deleité con ellos mientras pensaba con alegría y amargura que aquel siempre sería mi hogar.

—Bella—me tiró Dawn de la falda—, ¡vamos a colocar las flores que le hemos comprado a mamá en el jarrón nuevo!

Dawn y yo habíamos tenido la idea de comprar un ramo de cuarenta y tres rosas junto a un sencillo jarrón de plata, conociendo que Elizabeth no era muy amiga de los grandes detalles. Siempre podría comprarse todo lo que quisiese y era sencilla a la hora de ponerse joyas. Las únicas que le había visto a diario, eran un colgante que le había regalado Edward y mi alianza de compromiso que le devolví cuando Edward se marchó. No tenía ninguna prisa por reclamarla.

— ¿Van a caber todas ahí?—inquirió Dawn dubitativa—. Son muchas.

—Haremos el esfuerzo.

— ¡Jo, pues si que es vieja mamá!—protestó—. ¡Yo no quiero llegar a su edad! ¡Me moriría de pena!

—Ya te gustaría a ti llegar a la edad de su madre con ese estilo, elegancia y belleza, niña—le increpó la señora Pott.

— ¡Yo seré como Peter Pan!—se cruzó de brazos.

—Pero si tú disfrutas mucho con los cumpleaños—le guiñó un ojo Ángela—. Y para que te hagan regalos de cumpleaños, tienes que crecer.

— ¡Bah!—protestó—. ¿Bella, a ti te gusta cumplir años?

Era una pregunta comprometida.

—Si me asegurase de llegar a la edad de tu madre con la mitad de su belleza, quizás me lo replantaría. Pero dudo que eso pase. Y cada día soy más vieja—bromeé pero en el fondo me aterraba mirarme a un espejo y encontrar una cana o una arruga en mi piel. Y eso lo pensaba con veintiún años.

— ¡Bella, sólo tienes veintidós años!—se carcajeó Ángela.

— ¡Veintiuno!—exclamé como si estuviese insultándome. Pero era verdad. En septiembre cumpliría los veintidós. ¡Horror! Me sentía vieja y había malgastado mi vida.

—Cariño, si cumples años es una buena señal—me consoló Ángela—. Significa que tu corazón late en tu pecho. Así que lo siento mucho, pero si tu hado no se enturbia, celebraremos tu cumpleaños el trece de septiembre.

"Muchas gracias por recordármelo", el niño creciendo en su vientre le daba inmunidad para que no le estrellase el jarrón en la cabeza.

—Firmaría en este instante por quedarme con la edad que tengo para siempre.

— ¿Cómo lo vas a hacer?—Ángela se rió—. No creo que tú te consideres una experta bruja y hagas pactos con el diablo… o que te muerda un vampiro.

—Si conoces a un vampiro, preséntamelo. Yo encantada de ofrecerle mi cuello—le seguí la broma. Ángela continuaba riéndose.

—No, eso no es una buena idea—Dawn se paró repentinamente y su voz no sonó tan animada como de costumbre. Parecía apagada y retraída—. ¿Puedo dejar de colocar flores? Estoy cansada.

Ángela compartió conmigo una mirada de preocupación.

—Claro—la animó y se levantó—. Vamos fuera a disfrutar del sol con Arthur. No te preocupes, Isa… esto… Bella se ocupará de todo.

Dawn dio la mano a Ángela y salió con ella de la casa.

El pequeño Arthur me miraba con asombro.

— ¿Tú no te vas con ellos?—asintió con la cabeza—. Hace muy buen día y Dawn querrá jugar—o más bien patalear—contigo.

Se levantó torpemente y me miró.

Pareció decirme algo, pero dio dos pasos y se volvió a parar. ¿Estaría de nuevo enfermo?

—No te enfades con Dawn—me pidió—. Sólo está celosa.

—No estoy enfadada. Y no tiene motivos para estar celosa. Os quiero a los dos por igual—era una pequeña mentirijilla. Adoraba al pequeño hijo de Ángela, pero Dawn era especial.

—No es por mí. Es por Edward—parecía reticente ante la cara de asombro que ponía. ¿Cómo se podía tener envidia de un muerto?—. Dawn cree que te irás con Edward cuando él vaya a buscarte y te olvidarás de ella.

—Eso no pasará nunca—le aseguré con voz trémula.

"Por ninguno de los dos lados".

— ¡Ah, vale!—se dirigió a la puerta para irse con su madre.

Como no quería pensar demasiado, subí al piso de arriba, a colocar las flores que quedaban.

Fui primero a la habitación de invitados —mi habitación durante mucho tiempo— ignorando los pinchazos de mi pecho. Coloqué un jarrón sobre un baúl, que me resultó muy familiar y empecé a arreglar las flores para que se creara una visión perfeccionada de la habitación, aunque dudaba que nadie entrase aquí.

Con una rosa en la mano, dejé el jarrón en el suelo y abrí el baúl.

No debí hacerlo. Aquello hizo que me topase con el pasado de golpe, en cuanto mi vestido de novia se presentó tan impoluto y radiante como el primer día. No había restos de las manchas de sangre. Elizabeth lo debió llevar a limpiar y lo conservaba en las mejores condiciones.

Olía a lavanda y rosas blancas.

Como si me tratase de una niña pequeña, me lo puse por encima y me miré en un espejo para ver como me quedaba. Como un guante.

Y como una espina que se me clavaba en el corazón, me imaginaba con el puesto, atravesando con Emmett la iglesia, mientras que Dawn me cogía la cola. Me hubiera sonrojado y deleitado al ver como sus ojos verdes brillaban de expectación y contenía un suspiro al verme. Hubiera vibrado de felicidad al ver como me dedicaba mi sonrisa predilecta y nuestras manos se hubiesen unido mientras el sacerdote hubiese leído los votos…

La epifanía se desvaneció cuando un desagradable olor metálico, llegó a mi nariz. Abrí los ojos y dos enormes manchas de sangre cubrían la falda del vestido.

Me miré la mano y vi dos dedos completamente ensangrentados. Un pétalo de la rosa estaba teñido completamente de rojo, y varios más con motas de sangre.

— ¡Maldita sea!—nadie me escuchaba.

Saqué el pañuelo e intenté retener la hemorragia como pude. Haciendo malabarismos, guardé el vestido en el baúl. Elizabeth me mataría por registrar. Dejé la rosa encima de la cama.

Me fui a lavar y a curarme como buenamente podía. Cuando me percaté que el agua ya no salía roja, comprendí que se había cortado la hemorragia.

Volví a la habitación que se quedó en penumbras por unos instantes. Una nube había cubierto el sol y me entró un escalofrío repentino. Era como si la habitación hubiese descendido varios grados de golpe. Imaginaciones mías. Cuando fui a limpiar la rosa y colocarla en el jarrón, no la encontré por ninguna parte. Había desaparecido.

.

.

.

— ¡Ay!—se quejó Elizabeth mientras le pasaba el rizador por su cabello y le tiraba con fuerzas—. Esto se trata de una sesión de belleza, no de tortura.

Estaba lo suficientemente atareada entre arreglar el pelo a Elizabeth y añadir un trozo de tela a un vestido, que había prestado a Ángela, para la ocasión.

— ¡Me he dado cuenta de lo gorda que estoy!—Ángela se tocó la tripa y se analizó los brazos.

—Nada que no se pueda arreglar en menos de dos meses—le aseguré, teniendo cuidado de no tragarme los alfileres, mientras añadía un trozo de tela de uno de mis vestidos de noche, que por el contrato que debía con Monsieur Landrú tenía que tener para las noches de estrenos y las grandes recepciones después de las representaciones—. Además, cuando tengas a tu pequeño en tus brazos, te alegrarás tanto que te olvidaras de todo esto.

Ángela no pudo evitar sonreír con ternura a la imagen de su vientre reflejada en el espejo.

—Es cierto—luego hizo un mohín con su boca, arrugando la nariz—. Aunque ya no resulto tan bonita a Ben—se lamentaba—. Estoy tan hinchada y…

—Ben te ve preciosa. No hay más que verlo—le susurré al oído a modo de secreto aunque Elizabeth nos estaba escuchando mientras se retocaba el pelo—. Además, si tú te encuentras en este estado, creo que también es en parte responsable, ¿no crees?

— ¡Touché!—exclamó Elizabeth.

—A Ben le gustan mucho los niños—se sonrojó Ángela.

— ¿Y a ti?—le pregunté con intención.

Ángela se mordió el labio.

—Lo que le guste a Ben, me gusta a mí—parecía ofendida por mis palabras.

—Ángela, eso no tiene que ser así. Tú eres una persona distinta que Ben.

—Tendrías que estar casada para comprenderlo—me fulminó con la mirada.

—Estoy casada—le refresqué la memoria. Aún me pesaba el apellido McCarty a mis espaldas—. Y no creo que tenga que cambiar de estado civil para mantener mi personalidad.

—Si estuvieses casada con Edward, hubieras tenido que adaptarte a sus gustos. Él era un hombre…

— ¿Y?—la interrumpí—. ¿Eso significa que si algo no me gustase de Edward, yo hubiera tenido que aguantar? Así no funcionan las cosas, Ángela. Creo que él me respetaba lo suficiente para dejarme hacer las cosas a mi manera sin que ello influyera para nada en nuestra relación.

—Las cosas no funcionan así cuando te casas, Isabella.

— ¿Me puedes decir entonces cómo funcionan las cosas?—me envaré con ella y retrocedió atemorizada.

— ¡Bueno, ya está bien!—nos reprendió Elizabeth a las dos, aunque sus ojos se clavaban en mí—. Cada una tenemos una visión de la vida distinta de la otra igual de válidas y correctas. Si a una le hace feliz estar casada, la otra tiene que alegrarse.

Las dos agachamos la cabeza como dos niñas pequeñas a las cuales una maestra echaba la bronca.

—Lo siento, Ángela—me disculpé mientras me agachaba para cogerle el dobladillo y acortar su vestido hasta los tobillos.

—Isabella, ¿te importaría que el vestido fuese un poco más largo?—me pidió.

Iba a añadir que a Ben no le gustaría que se le viese tanta piel enseñada a los demás, pero se contuvo a tiempo y yo no le hice ningún reproche al respecto.

Cuando terminé los arreglos con el vestido, Ángela empezó a dar vueltas sobre sí misma, mirando su mejorada imagen. Le había aplicado un suave maquillaje a juego con el color crema del vestido y se veía realmente bien.

Me dedicó una sonrisa de agradecimiento.

—Voy para abajo para que me vea Ben—salió de la habitación tan rápido como su estado de gestación le permitió dejándome ante el escrutinio de la mirada acusadora de Elizabeth.

— ¿Con el vestido negro que te sentará mejor? ¿Las horquillas doradas o las plateadas?—intenté irme por la tangente para no tener que escuchar un sermón.

Cuando la vi cruzarse de brazos, comprendí que mis esfuerzos eran vanos.

—No puedes seguir así—me comentó con voz tranquila y neutra. Conocía ese tono de voz. Era el mismo que utilizaba Edward cuando estaba a punto de empezar una discusión.

— ¿A qué te refieres?—me hice la inocente—. Si ha sido por lo que le he dicho a Ángela, ya le he pedido perdón… pero no me gusta que las mujeres estén sometidas de esa manera tan atroz a sus maridos. Las leyes han cambiado y…

—Eres muy consciente de que los tiros no van por esa dirección. No eres feliz y lo pagas con los demás—puse los brazos en jarras sobre mi cintura mientras sus ojos verdes me hacían un escrutinio acusador—. ¿Hasta cuándo vas a seguir viviendo pegada a la sombra de un fantasma? ¿Cuándo vas a liberarte y vivir tu vida como tú quieras?

—No sé a lo que te estás refiriendo—en realidad lo que quería decir es que no tenía el menor interés en oírlo.

—Hace más de cinco años que Edward dejó de pertenecer a nuestro mundo. ¿Cuándo vas a ser capaz de vivir sin esa carga? No es bueno que los fantasmas ronden por nuestra vida, Isabella. La existencia se hace insoportable. Yo echo de menos a mi marido… y a mi hijo, pero no vivo a sus expensas. Creo que ninguno de ellos me lo hubiesen permitido…

— ¿Cómo puedes decirme que tú has superado lo que le pasó a Edward?—inconscientemente alcé la voz a medida que me iba alterando—. Yo no soy la que le voy diciendo a Dawn que su hermano está vivo y que me va a venir a buscar.

Repentinamente, oí un ruido seco y al fijarme en Elizabeth, vi que tenía las manos en suspenso. El cepillo se le había caído al suelo. Se mordió el labio y susurró algo que no logré captar muy bien. Me dio la impresión de que sus mejillas palidecieron levemente.

Suspiró y en apariencia, recobró la compostura.

— ¿Dawn te ha dicho que Edward estaba vivo?—inquirió neutra aunque noté que le temblaba la voz.

—No exactamente.

— ¿Qué es lo que te ha dicho?—lo preguntaba como si fuese asunto de vida o muerte.

Como si me hubiese golpeado un rayo, comprendí de inmediato que Elizabeth me estaba ocultando algo. Y por la manera de jugar con su anillo —mi anillo—, se trataba de algo muy grave.

— ¿Qué es lo que ocurre?—susurré con mis sentimientos encontrados. Me sentí como Pandora cuando se preparaba para abrir la caja.

—No es nada—musitó, poniéndose los pendientes. Los dedos le temblaban lentamente mientras intentaba cerrar el enganche.

—No confías en mí—decidí utilizar un poco de chantaje psicológico.

—No es cuestión de confianza, Isabella… pero, algunas cosas no pueden salir a la luz. Sólo serviría para remover el pasado y…

—Entonces sí me estás ocultando algo… Y yo que pensaba que me tratabas como una hija más.

—Pues precisamente, porque para mí eres una hija más, te estoy protegiendo—aquello fue lo que hizo que Elizabeth se acabó descomponiendo. Elevó su voz hasta casi gritar—. Lo siento muchísimo, pero en estas circunstancias, me niego a elegir entre mi hija Dawn y tú. Os quiero mantener alejadas de esto y si callándome, estáis a salvo, de mis labios no saldrá ninguna palabra…

Suspiró levemente, para después añadir más calmada:

—Por favor, intenta relajarte un poco. En un par de horas tenemos una fiesta y no me gustan las caras tristes. Olvidemos el tema y divirtámonos.

Pero en aquel momento, yo no tenía ganas de fiestas.

—Tal vez, me estés protegiendo de algo que nos amenace, pero tus silencios me matan más efectivamente que un puñal en el corazón—antes de que pudiese observar como las lágrimas se desbordaban en mis ojos, salí de allí para meterme en mi cuarto y abrir de repente todas las heridas y cicatrices que llenaban mi corazón y mi alma.

Me tumbé en la cama y enterré la cabeza en la almohada para amortiguar los sollozos que profería mi garganta.

No tenía que haber venido a Chicago. Todo me recordaba a él. La presencia de Elizabeth, la efusividad y el entusiasmo de Dawn por todo lo que la rodeaba… y ya no podía decir nada cuando las dos me miraban con esas tonalidades tan variadas de verde que componían sus ojos.

Y ya no tenía más fuerzas para seguir huyendo.

¿Donde habían quedado sus promesas? Me aseguró que vendría a buscarme. Las estrellas no se volvían azules y yo ya estaba cansada. Y sólo tenía veintiún años.

Noté una pequeña presión en mi cintura y un calor muy agradable invadió mi cuerpo. Una vocecilla me susurró al oído:

—Bella, vuelve a mí—me canturreaba. Era lo misma frase que Elizabeth nos decía cuando Edward y yo éramos pequeños, dormíamos en la misma cama y teníamos una pesadilla; o años más tarde, Edward y yo nos susurramos al oído cuando terminamos de hacer el amor en aquel piso, antes del desenlace fatídico que las parcas le habían designado.

Me sequé las lágrimas y me di la vuelta para acercar a Dawn a mi cuerpo y abrazarla con todas mis fuerzas. Quizás aún tuviese algo a lo que aferrarme. Mientras ella estuviese en este mundo. Acerqué mi nariz a su pelo y me embriagué con su olor.

Olía a lilas mezclado con los rayos del sol iluminando un campo de hierbas. Sutilmente más suave y mucho más femenino que el que desprendía su hermano.

— ¿Qué harías tú sin mí?—me preguntó con infantil inocencia.

—La verdad… que no lo sé—le besé la frente.

—Bella—frunció el ceño—, ¿qué tiene de bueno amar a alguien así? Lo que sientes por mi hermano te hace añicos. Siempre estás llorando y con los ojos tristes. Y no me gusta que estés así.

—Lo siento—me disculpé.

Se apretó contra mi pecho y apoyó su cabecita sobre mi pecho como si contase los latidos de mi corazón.

—No está roto. Aún late—susurró.

—Pero cada latido hace que me duela el pecho, Dawn.

Se incorporó levemente y se mordió el labio.

—Es tonto y te hace sufrir.

—Dawn—la recombiné—. Tu madre no quiere que me digas esas cosas.

—Pero si son verdad… Él te prometió que volvería.

—Las cosas en el mundo de los adultos son mucho más complicadas y las promesas son más frágiles y se rompen como una hoja de papel.

—Pues podemos conseguir que la cumpla—en su rostro brilló una resolución absoluta—. Conozco una manera—se liberó de mis brazos y se puso en pie ensimismada y feliz—. Como mamá trabajará mucho en agosto, tú y yo podemos ir de viaje.

— ¿A dónde quieres ir?—la seguí el juego, pero a la larga no era tan mala idea. Pediría permiso a Elizabeth para llevarme unos días a Dawn a Paris.

—Quiero ir a Italia…—me respondió rotunda.

— ¿Roma, Venecia, Milán…?

—No, a Volterra—entrecerré los ojos con una pizca de asombro… ¿Volterra?—. Allí nos adentraremos en el reino de "Tito Aro" y le dirás tu deseo y él, como es el rey de Volterra, te concederá que Edward vuelva contigo.

— ¿Es un mago?—inquirí con escepticismo. Ni siquiera en los cuentos de hadas de Dawn se podía resucitar a los muertos.

— ¡No!—negó con efusividad—. ¡Es mejor que eso! ¡Él es todopoderoso y omnisciente! O eso es lo que él dice y puede hacer todo lo que quiera. Seguro que encontrará a Edward y le hará volver a tu lado, si no, sufrirá la ira de "Tito Aro". Todo el mundo le tiene miedo, pero como yo soy una valiente, no se lo tengo… me divierto mucho con él… ¡Me encanta!—empezó a aplaudir.

— ¿Y tú crees que "Tito Aro" nos hará caso? Si es un rey tendrá que ocuparse de su reino y no tendrá tiempo para unas simples plebeyas—le empezaba a seguir el juego para divertirme.

Ella sonrió hasta que su boca le llegó hasta las orejas.

— ¡A mí sí me hará caso!—empezó a dar pequeños saltos en la cama—. ¡Soy su favorita! Me ha dicho que siempre que quiera ir a visitarlo, tendré las puertas abiertas en su casa. Dice que le recuerdo a él cuando era un niño… ¡Me cae bien! Yo de mayor voy a ser como "Tito Aro". Todo el mundo me tendrá miedo y me obedecerán. Sí, yo voy a ser como "Tito Aro"… ¡Menos en lo de ser tan fea, claro!

—Espero que cuando tú seas como "Tito Aro", yo no lo llegué a ver jovencita—la voz de Elizabeth resonó en la habitación. Estaba apoyada en la puerta. Parpadeé un par de veces antes de hacerme una idea de lo bien que le sentaba ese vestido negro y de lo hermosa y radiante que estaba. Parecía una reina de los cuentos de hadas que ella misma nos contaba.

Con paso tranquilo y sereno, se acercó a nosotras y cogió a Dawn de la mano.

—Creo, jovencita, que ya va siendo hora de que te vayas vistiendo. Los primeros invitados van a venir dentro de media hora—se agachó para atarle los lazos colocados en los tirabuzones y le dio un beso en la punta de la nariz.

—Eso es una señal de que quieres hablar con Bella a solas—se encogió de hombros y se puso a saltar hasta su cuarto—pero que sepas que cuando "Tito Aro" me nombre su heredera, seré yo la que te de órdenes a ti.

—Lo que tú digas, cariño—Elizabeth puso los ojos en blanco y como si de una liberación se tratase, me eché a reír.

—Las cosas son tan sencillas cuando eres un niño y no te das cuenta como pasa la infancia—musité con nostalgia.

—La infancia es el reino donde nadie muere—citó Elizabeth mientras iba a mi armario e inspeccionaba mi ropa—. ¿Qué vestido te piensas poner para la fiesta?

La verdad que no lo había pensado demasiado.

—El amarillo de flecos—fue lo primero que se me pasó por la cabeza.

—Sobrio y sencillo—aprobó Elizabeth pero sacó una bolsa y abrió la cremallera—. Pero muy impropio de tu carácter. Para esta fiesta tienes que sacar tu lado más agresivo. Arrebatadora, seductora e inalcanzable. Recuerda que esta noche no va a ser fácil para ti. Tendrás muchos reencuentros, y no demasiado deseados… Los Stanley, los Newton, Crowley… ¿Sabes que Tyler va a hacer oficial su compromiso con Lauren Mallory?—me mordí el dedo para reprimir una carcajada histérica. ¿La víbora de Lauren había conseguido semejante prometido? Sentía lastima por el pobre Tyler—y, sobre todo, tu madre y tu padrastro…

— ¿Mi madre? ¿Phil?—aquello no era tan divertido—. ¿Cómo se te ha ocurrido invitarles?

Elizabeth se encogió de hombros.

—Sabes que si por mí fuese, no hubiera celebrado fiesta ninguna… yo no he hecho las listas. Han sido mis asesores. Yo me limito a ser una anfitriona muy amable y a recibir a las personas con la mayor cortesía… aunque tenga que ponerme unas pinzas para mantener la sonrisa.

—Pero mi madre…—protesté.

—Isabella, al fin y al cabo, sigue siendo tu madre. Algún sentimiento os debe unir.

"Sí, las ganas de echarnos la bilis la una a la otra".

—Cuando te casaste con tu marido, perdiste el contacto con tu familia—le recordé. Edward se lamentaba de no haber conocido nunca a sus abuelos. Por parte de su padre, habían muerto antes que el señor Masen se casase con Elizabeth, y los de Elizabeth se limitaban a simular que su nieto no existía. —Creí que me comprendías en esa parte.

—Y precisamente porque he pasado por algo parecido a lo tuyo, me duele que las cosas entre madres e hijas no estén bien. Quizás si tu padre hubiese vivido, las cosas hubiesen sido distintas—suspiró—. Echo de menos a mi amigo, a mi marido…y a…—se calló antes de pronunciar ningún otro nombre.

Por un momento hubo un rato de silencio y, sin decirme una palabra, me entregó una bolsa donde estaba colgado un vestido que era perfecto para las noches de Paris, pero sería la comidilla de la sociedad respetable de falsas puritanas, si yo aparecía con eso en la fiesta. Era, en apariencia, sencillo y suave al tacto debido a la seda de la que estaba constituido. Su color azul cielo casi crepuscular, hacía que éste brillase con intensidad en medio de la luz. Sus tirantes eran finos y la uve que formaba en la espalda lo catalogaba como muy escandaloso.

Elizabeth me sonrió con complicidad.

—Es perfecto—sentenció.

Me dejo un resquicio de espacio e intimidad para que yo me pudiese poner el vestido sin presiones. Las sandalias plateadas me venían a conjunto perfecto con el vestido, el fino colgante de plata, las pulseras tintineantes a conjunto con la que siempre ocupaba un espacio especial en mi muñeca y los pendientes largos.

En Paris había aprendido el arte de la peluquería y el maquillaje, a pesar de no ser muy dada a ello. Pero esta noche era especial, por lo que utilicé algo sencillo y que, a la vez, resaltase mi pálida tez. La sombra de ojos plateada, junto con la leve raya negra de mis ojos, me dieron un toque de sofisticación. La suma de todo, no me desagradó, e incluso no podría considerar que la muchacha del espejo no fuese yo. Era como si fuese una versión mejorada de la Isabella Swan de siempre.

El reflejo de Elizabeth me dedicó una sonrisa de satisfacción. Se la devolví con gusto. Poco a poco se fue acercando a mí hasta agarrarme la mano y llevarme hasta la cama, donde se sentó. Imité su gesto y me abrazó con fuerza, como lo hacía en el pasado. No me resistí en absoluto en caer en su regazo y dejarme llevar por su calor y su olor. ¿Por qué todos ellos eran tan iguales y distintos a la vez?

—Todo era más sencillo cuando eras una niña, ¿verdad?—musitó sobre mi pelo sin saber muy bien a que venía aquello.

Asentí sin comprenderlo muy bien.

—Aún recuerdo cuando Jacob, Edward y tú os acostabais aquí y yo venía a contaros cuentos. Me acuerdo que a Jacob le gustaba mucho Peter Pan, y durante un tiempo lo estuve contando antes de acostaros. Luego Billy Black me prohibió contaros ese cuento cuando Jacob se tiró por la ventana, creyendo que podía volar…—se encogió de hombros—. ¡Cosas de críos!

Esperaba que no notase como me quemaban las mejillas. No creía conveniente, a estas alturas, sacar a Elizabeth de su error. En realidad, Jacob se tiró por la ventana porque Edward y yo le inducimos a hacerlo. Yo le empecé a rociarle con purpurina, alegando que era polvo de hadas, y después abrí la ventana y le puse sobre el poyete.

"Piensa en algo alegre", me pareció oír la infantil voz de Edward ordenar a Jacob que se dispusiese a saltar.

Ya lo tengo!", exclamó. "¡Cuando sea mayor pediré a Isabella que se case conmigo!".

Repentinamente Jacob desapareció y, antes de preguntarme donde había ido a parar, oí un golpe seco procedente del exterior y una serie de lloros y lamentos inacabables.

Miré a Edward que se limpiaba las manos.

"Ese idiota de Black se ha confundido de pensamiento alegre", parecía enfadado y no comprendí los motivos.

Intenté reprimir la risa al acordarme de los inocentes celos de Edward.

Antes de preguntarle a que venía esa sesión de recuerdos, Elizabeth continuó hablando:

—Mis silencios te protegen, pero a la vez te hacen mucho daño. Puedo ver en tus ojos la herida tan profunda de tu alma—me acarició la mejilla. Suspiró y la oí tragar saliva. Después, me levantó el rostro y me obligó a mirarla a los ojos. Los tenía muy oscurecidos. Señal de que iba a hablar muy en serio—. Isabella, no sé cómo decirte esto… pero hay tantas cosas que tengo que callar… no me gusta, nunca he estado de acuerdo en ocultarte nada y mucho menos cuando tu felicidad depende de ello, pero ahora dime Isabella, ¿cuándo eres madre, que alternativas quedan? ¿Podrías elegir entre la infelicidad eterna de una hija o la pérdida del alma de la otra?

¿Perdida del alma?

—No entiendo…—musité—. ¿Te refieres a Dawn?—asintió—. ¿Qué secreto tan temible es para que, precisamente tú, temas por algo así con Dawn? ¿Te ha amenazado Al Capone con matar a Dawn por algún chantaje o algo?—sabía que eso no era muy plausible pero no se me ocurría nada más grave.

—No.

—Elizabeth—me ahogaba con mi propia saliva—, ¿qué has hecho?

Sus ojos me taladraron y no fui capaz de soportar su mirada. Miré para otro lado y cogí aire sonoramente.

Cuando fui capaz de volver a mirarla, repetí la pregunta:

— ¿Qué has hecho?

—Perder la inocencia y atravesar el muro que divide dos realidades que se tocan, pero que no deberían coexistir—musitó.

Me estaba temiendo lo peor. La cogí de las manos y con la mirada le obligué a mirarme:

—En Paris oí hablar de algo que se llaman las mesas parlantes. Es un entretenimiento que se ha puesto muy de moda en la alta sociedad. Incluso, Tatiana lo ha llegado a realizar un par de veces.

— ¿De qué se trata ese entretenimiento?

—Se coloca una tabla con números del número al nueve y alrededor de éstos, el alfabeto latino. En los bordes de la tabla están…

—El sí y el no. Isabella sé lo que es una tabla de Oui-ja. Si no crees en ella y lo respetas, no es peligrosa en absoluto. A lo que yo me refiero es algo más físico y más real…

— ¿Nada de espíritus?

—Nada de espíritus—me prometió—. Pero no por ello deja de ser magia… oscura pero magia.

—Me he perdido…

Elizabeth fijó sus ojos en una esquina del techo, tragó saliva y volvió a mirarme. Antes de continuar, me sonrió aunque ésta no iluminó sus ojos:

—Antes de decirte algo que pueda abrirte los ojos, voy a proponerte algo. No te voy a contar todo con pelos y señales. Eso sería algo mortal para Dawn, para ti y para mí… Rompería mi promesa y ellos vendrían a por mí—arrugó los labios—. Son bastantes ortodoxos cuando se refieren a sus leyes.

—No vas a decirme nada…—suspiré.

—No voy a decirte nada que tú puedas sacar en claro. Si yo te contase un cuento y tú atases los cabos, no sería culpa mía y tú lo sabrías todo. Lo único que tienes que hacer es recordar y creer.

—Recordar y creer—repetí.

—Sí—la voz de Elizabeth era un susurro sordo.

—Comienza.

—Esto tiene una condición, Isabella. Al fin y al cabo, lo que yo te vaya a decir es algo que va a cambiar tu vida para siempre…

—Suéltalo—la urgí.

—Es sobre el tiempo… Me gustaría que te quedases aquí, en Chicago, con Dawn y conmigo. Hay una escuela en Michigan Avenue que necesitan una maestra para seis meses… y yo he pensado en ti. Además, no conozco a nadie con quien yo dejase la educación y la seguridad de mi hija con total confianza. Sólo a ti. En los quinces días que llevas aquí, Dawn ha mejorado tanto que casi no parece la misma…

—Eso suena a un ahorro de niñeras e institutrices—puse los ojos en blanco.

—Dawn y yo queremos que te quedes con nosotras un tiempo—sonrió a su pesar, para luego volver al tono inicial de la conversación—. Lo de Paris estuvo muy bien, pero ya es hora de que te asientes y dejes de huir—hice un gesto escéptico y ella no me dejó interrumpirla—. Sólo es eso y después iremos al trasfondo del tema, pero si te digo esto, es porque lo considero importante. Posiblemente, en el futuro, lo eches de menos.

— ¿En el futuro?—cada vez me quedaba menos claro a donde quería llegar.

—Dame seis meses, por favor—parecía una súplica—. Dentro de seis meses pasará algo que cambiará tu vida para siempre, tanto para bien como para mal. Y sólo hay dos respuestas: sí y No.

— ¿Cuál de ellas consideras la correcta?—me apreté el cuerpo contra los brazos, empezaba a tiritar.

—La que tú consideres oportuna en ese momento. Yo no puedo decirte nada. Sólo que, elijas lo que elijas, te sucederán dos cosas: la primera, el mundo no dejará de girar por ello, pero tú mundo sí sufrirá un cambio muy drástico. Es lo que sucede cuando perdemos la inocencia y nos damos cuenta de cuan diversa es la realidad.

»La segunda cosa que sucederá, es que, elijas lo que elijas, tendrás que hacerte a la idea que vas a perder muchas cosas buenas para conseguir cosas mejores. Lo que tú des prioridad de cosas buenas y cosas mejores, será lo que lo condicione todo.

El escalofrío recorrió todo mi cuerpo y Elizabeth me abrazó.

—No me vas a aconsejar, ¿verdad?

—Es tu decisión.

—Ya…—susurré—. Ahora que me has hablado de la condición, cuéntame la información tan críptica que tienes que darme. Esperemos que mi mente sea tan abierta para poder despejarlo.

—Espero que yo no sea tan explícita—suspiró Elizabeth y se puso el dedo en los labios con gesto pensativo. Enterró sus dedos en mis cabellos y los acarició con fuerza.

—Ya que hemos recordado tiempos de la infancia, vamos a quedarnos en ellos, ¿qué te parece? Es un buen comienzo.

— ¿Es así como empezó todo?—inquirí con timidez.

—Recuerdo lo poco que te gustaba ir a pescar, pero como iban Jacob y Edward, tú te apuntabas a ello.

—Me encantaba ir a nadar… y siempre ganaba yo—me sentía orgullosa—. Aunque Edward y Jacob se consideraban unos caballeros y me dejaban ganar.

— ¿Qué más pasaba?—inquirió tierna y nostálgica.

—Por las noches, Jacob y Edward se peleaban por ver quién dormía conmigo, y el viejo Billy les pegaba un cachete en el trasero, echándoles un sermón sobre las debilidades de la carne y la perdición por la sed de lujuria de un hombre trajo a la raza humana por la voluptuosidad de una mujer…, etc., etc., etc.,…—reprimí una risa muy tonta—y después, venían los cuentos.

— ¿Qué clase de cuentos?—su voz adquirió un cariz de interés ante estas palabras. Perfecto. Estábamos tomando su rumbo.

—Leyendas—mis labios se estiraron hasta formar una sonrisa evocando el periodo donde más momentos felices en un tiempo muy continuado había pasado—. Leyendas de su pueblo.

— ¿Alguna en especial?

—Muchas.

—Tiene que haber alguna que te gustase más que otra—me instó Elizabeth.

Pero lo único que sacaba del baúl de mi mente, eran imágenes del fuego y la cara aterradora de Billy mientras nos contaban las tradiciones de su pueblo. Atemorizada, me agarraba al brazo de Edward y éste me protegía con su cuerpo. Hubo una en la que me pasé toda la noche llorando y Edward acudió a escondidas para consolarme y procurar que los monstruos no me atacasen.

Edward parecía muy emocionado. Recordaba que encendió un pequeño fuego para ahuyentar a los espíritus malignos que se alimentaban de sangre…

…Espíritus malignos… sangre.

—Hay una leyenda sobre las tradiciones del pueblo del que procedía Billy Black…—comencé a relatar—. Ellas relataban que los Quileutes descendían de los lobos…—sonreí para demostrar lo poco que me creía aquellas leyendas locales—. El primer Quileute hizo un pacto con los espíritus de sus antepasados, para proteger a sus esposas e hijos de los espíritus de la oscuridad. A cambio de esto, él y sus descendientes siempre tendrían que dar como compañía a los espíritus buenos, al primer hijo que tuviese con la tercera esposa. Éste se la concedió y el pequeño fue sacrificado para ser el nuevo compañero de los espíritus del cielo.

»Al año, la tercera mujer tuvo un hijo. Valiente y fuerte. Con un dibujo de un lobo en su pecho. Comprendieron de inmediato que los espíritus habían cumplido su parte del trato. El niño, albergaba el espíritu de su hermano, que se había transformado en lobo y ahora le daba capacidad para transformarse cada vez que su pueblo corriese peligro.

»Los lobos se consideran hermanos de los Quileutes y por ello, la pena por matarlos, era la muerte ritual.

—Es una historia muy bonita—comentó Elizabeth—. ¿Pero te acuerdas por qué los Quileutes hicieron ese pacto con los espíritus?

Parecía que se sabía la leyenda y me estuviese dando cuerda para que yo sacase los entresijos de ésta. ¿Qué tendría todo esto que ver con el temible secreto? No creía que hubiese hecho ningún pacto secreto con un quileute para que el espíritu de Edward se reencarnara en un niño…

"No, Bella. Eso, no. Tiene que haber más".

Aunque por su expresión, me daba a entender que todo era posible.

— ¿Esto es necesario?—estaba cansada de cuentos de niños pequeños.

—Sí—no hubo ningún titubeo en la voz—. Te falta algo para comprenderlo todo.

— ¿Cuál?—no podía creer que estuviésemos embargadas en estos estúpidos cuentos de hadas.

"No existen".

—Respóndeme a la pregunta—me exigió.

Tenía que ver a donde me iba a llevar todo esto. Seguramente, los nervios de reencontrarme con mi madre, mi padre y mis antiguos conocidos sin otra defensa que mis casi cinco años de experiencia en Paris, me habían hecho un agujero en mi mente y si tenía que olvidar, que fuese algo que no hubiera transcendido en mi vida. En mi lista de valores, los mitos indios de Billy, tenían la etiqueta de "escuchar y olvidar".

—Sólo recuerdo a los espíritus maléficos bebedores de sangre—me sentía frustrada.

— ¿Espíritus?—inquirió. Arrugó su rostro como si la palabra "espíritu" no la acabase de convencer.

—Yo…, lo siento, no lo recuerdo—me sentí impotente. Me estaba empezando a imbuir por las palabras de Elizabeth. ¿Qué nos estaba pasando a las dos?

Sus dedos se pararon de golpe en la espesura de mi cabello. Un ligero temblor, invadió la yema de sus dedos —lo noté en cada fibra de mi cuero cabelludo— y su abrazo dejó de apresar mi cuerpo. Me levanté y la miré a los ojos.

— ¿Ocurre algo?—me preocupaba verla tan callada.

Esperaba verla sonreír y que me dijese que todo estaba en orden. Pero por el movimiento de sus labios, comprendí que eso no era así.

Aquello me aterró más que todas las leyendas de miedo de mi infancia.

—Debes recordar—me rogó después de romper el silencio con un amago de su voz de antaño—. Y creer. Creer puede salvarte la vida.

Estaba a punto de decirla que no fuese tan críptica y que me diese más pistas, cuando un grito procedente de la habitación de Dawn hizo que me olvidara de todo lo que teníamos que decirnos.

— ¡Es horrible!—le oímos gimotear.

— ¡Vaya por Dios!—juró divertida. Se levantó y se me rió al mirarme—. En la tienda donde encargamos el vestido de Dawn se han equivocado de color y en lugar de blanco…

—…Es rosa—chilló como si en habitación se hubiera colado un insecto—. ¡Odio el rosa! ¡Es para niñas! ¡Antes de ir con ese vestido, voy desnuda!

Decidí ayudar a Elizabeth a calmar a Dawn.

Al entrar en su cuarto, encontramos a una señora Pott, completamente aterrorizada, sujetando el vestido mientras Dawn estaba sufriendo una de sus pataletas.

Sonreí con sarcasmo. Conocía de sobra a Dawn para saber que sus berrinches eran más ruido que nueces. Elizabeth sopló, imitando el gesto de quitarse un mechón inexistente, para armarse de paciencia y enfrentarse al "monstruito".

— ¡Es rosa!—gritó Dawn a su madre en cuanto la visualizó—. ¡Tú no puedes hacerme esto!

—Dawn, lo siento ha sido un error de la tienda y…

— ¡Pues yo no voy a cometer el error de llevar esto! ¡Que no estamos en la época de "Sissi"!

Elizabeth se apretó con los dedos el puente de su nariz. Sabía que aquello no sería muy divertido, pero no podía reprimir una sonrisa divertida.

Dawn parecía un pequeño ángel con sus tirabuzones ondulantes y recogidos parcialmente en unos lazos de color rosa, a conjunto con el vestido. Lástima que sus mejillas rojas y sus ojos verdes brillantes mostrasen lo enfadada que estaba.

—No te lo pienso repetir más veces, Dawn. Si no te pones ese vestido, no hay otra cosa más que ponerte que unos pantalones de tu padre—le advirtió Elizabeth.

Una sonrisa iluminó los rasgos de la pequeña.

— ¡Yo quiero los pantalones! ¡Cuando sea mayor me pondré pantalones!

Elizabeth apoyó la palma en su frente, en señal de sentirse derrotada.

—Las princesas no llevan pantalones, Dawn. ¿Acaso has visto a Cenicienta, Blancanieves o a Andrómeda llevar pantalones?

—Cenicienta se fue del baile a las doce y yo me tengo que ir a las diez a la cama—debatió la niña—. Eso no se aplica conmigo.

—Cenicienta no tenía cuatro años—le respondió su madre—. Y obedecía en todo a su madre.

— ¡Claro! La madre era una tirana como tú. La pobre no se pudo ir de casa hasta que no encontró un príncipe.

— ¡Dawn!—la regañé—. Eso no se le dice a tu madre.

— ¡Ella sabe porque se lo digo!—le sacó la lengua—. ¡Eres mala! ¡Quieres que Bella se vaya de mi lado!

—Dawn… eso no es cierto—le explicó Elizabeth muy seria. Ya no era una pataleta. Dawn estaba rabiosa por algo—. Le he dicho a Bella que se quede con nosotras más tiempo…

—Pero al final se irá—sentenció Dawn.

—No lo sabemos…—titubeo Elizabeth—. Eso depende de ella.

—Sí lo sabes. "J" me lo ha dicho. Dice que tienes celos de ella y la quieres separar de mi lado—le acusó—. Por eso quieres contarla todo y que se vaya.

Rompí a reír al volver a oír al amigo imaginario de Dawn. Estúpidos celos infantiles.

— ¿"J"?—Elizabeth preguntó con curiosidad—. ¿Un nuevo amigo?—parecía que no le daba importancia al asunto del nuevo "amigo" de su hija.

Dawn agachó la cabeza. Parecía muy nerviosa.

— ¿Cuándo empezaste a jugar con tu nuevo amigo?—le preguntó maternalmente.

—Le conozco desde hace un mes—susurró—. Una noche me asomé a la ventana y estaba ahí. Como tenía la ropa totalmente destrozada y hacía mucho frío, le di ropa de Edward…—se encogió de hombros—. Él ya no la iba a reclamar de todas formas. Desde aquel momento, vino a casa casi todos los días. Dice que le gustamos mucho, aunque mamá es muy gruñona conmigo—Elizabeth reprimió la risa—y me ha dicho que algún día le presente a Bella…

— ¿A Bella?—se rió Elizabeth al mirar mi gesto de confusión—. ¿Me he perdido algo? ¿Le vas a presentar a Bella y a tu madre no?

—Le gusta más Bella—musitó muy bajito.

—Pero el día que me asomé a la ventana, no me lo quisiste presentar—no me gustaba que Dawn sustituyese a su madre por mí. Y eso parecía estar haciendo. No quería herir los sentimientos de Elizabeth.

—… Se fue.

—Tendría que dormir—siguió jugando Elizabeth.

—Dawn me ha dicho que su amigo no duerme y que tiene los ojos rojos. Es un amigo un poco extraño—le expuse a Elizabeth mientras el rostro de Dawn empalidecía y me miraba como si la hubiese traicionado.

Pero en ningún momento, me esperaba la reacción de Elizabeth. Su sonrisa desapareció por completo, una capa de pequeñas perlas de sudor cubrió su rostro que iba palideciendo por momentos.

Temí que se desvaneciese, pero por suerte la pared evitó que su traspié le hiciese llegar al suelo. La respiración era rápida y agitada.

Mi sonrisa se desvaneció a la par de la suya. Fruncí los labios y enarqué una ceja.

—Elizabeth, ¿qué ocurre?—me pareció que la imaginación de Dawn nos conducía a una macabra realidad.

Elizabeth se limitó a observar a Dawn, aterrada, como si de un momento a otro rompiese la distancia entre ellas y la abrazase para que no la ocurriese nada.

—Elizabeth…—volví a llamarle la atención.

— ¿Señora Masen?—le preguntó la señora Pott preocupada.

—Señora Pott, si tiene cinco minutos, hágale una infusión a la señora Masen—le ordené. Probablemente, Elizabeth se sentiría más animada a hablar si la señora Pott se quitaba del medio.

Eso fue una maniobra muy acertada, ya que consiguió que Elizabeth lograse articular palabra:

— ¿Lo has metido… lo has metido… lo has metido en casa?—gritó histérica, algo que no era propio de ella. En eso, era muy parecida a su hijo mayor. Se convertían en auténticas furias cuando su superficie de hielo se resquebrajaba.

—…Es mi amigo—musitó Dawn, defendiéndose—. Y va a venir esta noche…

— ¡No!—la interrumpió Elizabeth sin querer oír una réplica más—. ¡No puedes! ¡No debes, Dawn! ¡Esta noche ni ninguna!

—Tú no puedes impedírmelo—contestó enfadada.

— ¡Aunque sea lo último que haga!

—Elizabeth, creo que esto no es…—intenté abogar por Dawn pero el verde de sus ojos encendidos me dejó con la palabra en la boca.

Después se dirigió a Dawn:

— ¡Esta noche no saldrás al jardín! ¡No abrirás ninguna ventana! ¡Y sólo saldrás por el día, acompañada de Isabella, Ben y Ángela, y en un sitio donde haya mucha gente! ¡Llegarás a casa antes del crepúsculo y dormirás con Bella y conmigo!

Abrí la boca sorprendida. Más bien helada de la impresión. Estaba castigando a su hija por hablar con un desconocido, y parecía que esto se extendía a mí. Me estaba prohibiendo salir sola y por la noche.

—Tiene que haber algo más que…—repliqué.

Pero Elizabeth no iba a ceder un ápice. Me sentí como una prisionera.

—Mañana hablaremos de todo esto—era su palabra de juez y no teníamos alegato posible—. Voy a hacer una llamada urgente. Isabella, haz que Dawn se ponga el vestido sin rechistar. Tenéis que bajar. Los primeros invitados estarán por llegar—se dio media vuelta y se dirigió a la escalera de manera torpe y sin su elegancia habitual.

Dawn cogió el vestido, de mala gana, y se lo empezó a poner. No le llegaban los brazos a la cremallera y le ayudé.

—Gracias—me dijo secamente.

—Lo siento—me disculpé—. Yo no sabía que…

—Tú nunca sabes nada—me replicó.

—Quiero saberlo—me sentía impotente.

—Ya no importa—parecía ausente—. No importa lo que mamá diga. Yo iré a ver a "J" esta noche.

—Quizás no sea tan buena idea, Dawn—le previne recordando las expresiones de Elizabeth.

Dawn me miró totalmente angustiada, en señal de socorro, para después de varios pensamientos fugaces, desechar lo que me tuviese que contar.

—No importa—siguió con su carita ausente.

Jugueteé con las pulseras de mi muñeca y me topé con una ligera cadena de plata que tenía colgados en sus extremos un lobo tallado de madera y un corazón de cristal. Suspiré para que los recuerdos no me embargasen y, como si me estuviese arrancando un pedazo de carne, desabroché la pulsera y se la entregué a Dawn:

—Es una parte de mí que quiero que tú tengas—se la puse en su infantil muñeca mientras me miraba asombrada—. Con ello quiero decir que aunque yo me vaya lejos y me separe de ti, vamos a estar unidas por un lazo muy estrecho. Te quiero muchísimo y significas tanto para mí. No hay lazos de sangre entre nosotras, pero me siento tan unida a tu madre y a ti, que no importa eso.

Las lágrimas empezaron a aflorar de mis ojos y los pequeños deditos de Dawn me los secaron.

—Yo también te quiero, Bella—me abrazó con fuerza hasta casi ahogarme.

Deshizo levemente el abrazo y me susurró al oído:

—Y no te preocupes, ya no vas a estar triste nunca más. Algún día encontrarás todo lo que siempre quisiste tener.

— ¿Y qué es lo que siempre quise tener, Dawn?

—Un papá, una mamá, muchos hermanos y un hombre que te ame sólo a ti—me respondió.

Admitía que eso era una buena opción.

—Dawn, tengo veintiún años y creo que ya no me hace falta que un padre y una madre cuiden de mí siempre, además tengo a tu madre que… y tú eres mi hermana.

No hacía falta añadir lo del hombre que me amase.

—Aunque tengas cien años siempre necesitaras un papá y una mamá… y bueno, yo soy tu hermana pequeña, pero necesitas unos hermanos mayores que te defiendan cuando te pase algo. ¡Que los niños son muy malos!

Me reí de buena gana y en cuanto Dawn se puso los zapatos, nos dispusimos a bajar a la boca del lobo.

—De todas formas, encontraré la manera de engañar a mamá y encontrarme con "J"—me aseguró—. Sólo será hasta el amanecer—y antes de que pudiese decir nada, se fue con Arthur y empezó a jugar —más bien, a pegarse— con él

.

.

.

Al ritmo de música de Jazz, los primeros invitados empezaron a pasar, componiendo un abanico de colores y brillantes debido a los vestidos que lucían las damas. Todas querían ser admiradas por llevar el mejor y el más elegante vestido; desde luego, la competición no desmerecía.

El señor Mahoney, el abogado que resolvió mi herencia y tramitó mi farsa, denominada boda, con Emmett, me saludó muy efusiva y educadamente. Me preguntó que tal iba todo como señora de McCarty y me ofreció toda su ayuda, en caso de necesitarle.

No presté demasiada atención cuando me presentó a su acompañante. Sólo me pareció joven —cuatro o cinco años más que yo, a lo sumo— y muy elegante. Según recordaba, era viudo. Le deseaba lo mejor.

Mi jefe, Monsieur Landrú apareció acompañado de mi pupila y su musa, Tatiana, tan hermosa y diva como siempre. Aunque me llevé la sorpresa al ver quién iba colgado de su brazo.

Dirigí una sonrisa al hombre que iba con ella, y Jack, después de parpadear dos veces al verme, me guiñó un ojo, cómplice.

—Disfruta de la noche. Promete ser muy larga—y se perdió con Tatiana ante la multitud que bebía coca cola y se comía los apetitosos canapés de la señora Pott.

Tyler Crowley se presentó agarrado del brazo de su flagélica prometida, Lauren Mallory, que estaba dispuesta a ser el centro de atención con su ajustado y escotado vestido rosa salmón y sus impresionantes zapatos de tacón.

Todo el mundo la miraría, menos su queridísimo prometido, que no hacía otra cosa que evaluarme con la mirada, totalmente anonadado. Tragó saliva y después de dirigirme unos saludos muy entrecortados, debido a la nebulosa mental que se había creado con mi imagen —con y sin vestido—, se fue precipitadamente, mientras Lauren y sus ojos grises saltones me taladraban.

Eric York, que venía sin pareja, fue el siguiente en saludarme. Aunque sus palabras, inconexas iban dirigidas a mí, sus ojos se desviaban con la misma atención que me había prestado Tyler… Las mejillas se me empezaron a teñir de rojo. Era como una de esas horribles pesadillas en las que aparecía en público totalmente desnuda.

La música me pareció estridente y un extraño agotamiento se adueñó de mí. Los oídos se me taponaron y me sentí cansada y somnolienta.

Apenas escuchaba lo que decía Eric. Sólo le veía la sonrisa y mi boca hizo un gesto autómata de imitarle.

Por eso, su petición me pilló por sorpresa:

— ¿Le apetece bailar esta pieza conmigo, señorita Swan?—me invitó amablemente.

Antes de pensar en una excusa creíble y educada, alguien acudió en mi ayuda:

—Lo siento, York. La señorita me lo había prometido a mí antes—y sin poder decir nada, me agarró de la cintura y tiró de mí hasta la pista de baile, y pegándome a su musculoso cuerpo, escondido en un elegante frac negro, me agarró del brazo y la cintura, moviéndose al son de la música. Era demasiado rápida para el baile que estábamos haciendo los dos, pero a mi pareja no le importó.

Cuando descubrí de quien se trataba, me debatí en mi fuero interno por agradecérselo o por darle un par de bofetadas.

Intenté alejarme de él, con la única maniobra de acercarme más a él. Sólo conseguí hacerle reír.

— ¡Eres un impresentable, Black! Aunque creo que con los años no has cambiado—le eché en cara, enfrentándome a él. Tuve que admitir que su rostro había mejorado mucho. Prometía y había cumplido las expectativas. Jacob Black era un hombre realmente arrebatador. Lástima que sus defectos hubiesen ido a la par con esa nueva belleza adquirida y madurada.

—Yo seré un impresentable, pero tú sigues siendo una niña malcriada y desagradecida—su voz, ronca y profunda, tenía un matiz burlón—. Seguro que no tenías ninguna buena excusa para ofrecer a ese gordinflón de York para no bailar.

—Bailar conmigo no era lo que yo me hubiera inventado como excusa—rebatí.

— ¡Claro! Gracias Jacob, por salvarme de una situación comprometida—puso los ojos en blanco.

—Tú mismo has dicho que soy una niña malcriada y desagradecida—puntualicé.

—No has cambiado demasiado. Sólo que…—se empezó a ruborizar.

— ¿Sólo qué?

—Eres mucho más hermosa de lo que había soñado jamás—me confesó dolorido—. Pero igualmente inalcanzable.

—Oh.

Si no hubiera sabido que estaba bailando con la misma persona que se encargaba de dar los soplos a Al Capone —dar información exclusiva, como la denominaba él— sobre las bandas rivales y luego disparar, a sangre fría, estaría encantada de darle todos los bailes del mundo. Y de iluminar su mundo con una pequeña esperanza. Pero tampoco podía olvidar que sus celos, enfermizos, casi me arruinan lo que había construido con Edward.

Quizás el destino lo quisiera así; y lo que no consiguió Jacob Black, lo hizo la guerra.

Apoyé la cabeza sobre el fuerte hombro de Jacob para que el aguijonazo que me dio el corazón en el pecho se amortiguase.

No impedí que Jacob me acariciase con sus cálidos dedos mi cabello enredado entre miles de horquillas en forma de estrellas.

—Tú eres la más brillante de todas. La que siempre ha iluminado mi cielo, en las noches más oscuras.

Suspiré y me dejé llevar por la música. Todo hubiera sido tan bonito si hubiésemos permanecidos estáticos en la infancia. Pero jamás cambiaría lo que había sentido por y junto a Edward. Aquello era más intenso y perdurable que los sentimientos de nostalgia. Pero también era bonito recordar viejos tiempos. Y Jacob no era un asesino con pistola, si no, mi Jake. Mi pequeño, travieso, cálido y dulce Jake.

No me di cuenta que alguien estaba hablando con Jacob.

—Recuerda que tenemos trabajo—una voz fría y metódica me sacó de la ensoñación y me devolvió a la realidad de la música y las luces. Me fijé en esa figura alta y corpulenta, y le recordé como el hombre de mirada fría y voz autoritaria. Con el frac no había cambiado demasiado y no me inspiraba ninguna confianza.

Jacob parecía fastidiado por la interrupción:

—Tranquilízate, Sam. El trabajo se hará—le prometió—. Pero recuerda que estamos en una fiesta y hay que divertirse. Que el capullo soplagaitas de Newton también haga su parte. Y relájate—le palmeó la espalda—. Ve a bailar con Emily. Ya que está aquí, que se divierta un poco.

Sam se alejó de nosotros, meneando la cabeza:

—Las mujeres y los negocios no se pueden mezclar.

De trasfondo me pareció oír unos carraspeos y silbidos. También me recordaban a los amigos de Jacob.

Con eso era muy difícil estar de buenas con Jacob. La compañía de sus amigos, le volvía más estúpido de lo que se había convertido. Esperaba que encontrase una buena mujer que le condujese a buen cauce.

— ¿Dónde estábamos antes de que nos interrumpiesen?—me susurró al oído juguetón.

—Jacob, ¿qué trabajo tienes que hacer?—me interesé de repente—. Espero que sea algo que esté dentro de la ley. Recuerda que estás en la casa de una juez, y te previno que si te pillaba con las manos en la masa, irías a parar con los huesos en la cárcel.

Sonrió como un niño pequeño pillado en falta.

—Nada que pueda resultar alguien herido. Sólo un pequeño ingrediente para mejorar la fiesta.

— ¿Qué estás tramando?

No pude continuar echándole la bronca porque repentinamente sentí una calidez que me ahogaba sobre la superficie de mi cuello. Me quede anonadada y sin capacidad de habla, cuando me di cuenta que esa fuente de calor, procedían de sus labios sobre mi cuello.

Había que reconocer que en el fondo me apetecía despertar ese sentido de la sensualidad que estaba muerto en mí, pero nunca llegar a ciertos límites.

Jacob, a pesar de todo, era un buen candidato. ¿No había sido mi amigo durante tanto tiempo? Además, él quería esto, y yo no veía nada malo en concederle aquello. Por los viejos tiempos.

Jacob, notando mi pasividad, no se detuvo y continuó marcando territorio con sus gruesos labios. No era lo mismo, pero un cosquilleo, nacido en mi estomago, se extendió por todo mi cuerpo y no encontré defensa posible.

Me limité a cerrar los ojos y prepararme para el aterrizaje de sus labios sobre los míos. Fue más impactante y brutal de lo que me esperaba, pero a la vez me era conocido y apaciguador. Me reconciliaba con aquella parte femenina que necesitaba ser reanimada de alguna manera.

Pero no era lo mismo. Y no lo sería.

Ni siquiera había punto de comparación, cuando sentí en los nervios de mis labios como Jacob entreabría su boca y agarrándome del cabello, profundizaba el beso. Era impaciente y brusco. Lleno de pasión contenida en años.

Tenía que admitir que me agradó. No de la manera que me llenaba por completo y que me devolvería a la vida para siempre, pero sí de una manera momentánea y breve. Era como beber champagne para olvidar las penas.

Y yo tenía claro cual eran los límites. Quería que Jacob tuviese su sueño de hadas cumplido y yo se lo estaba dando. Al apretar su lengua contra mis labios, comprendí que se impacientaba, por lo que no tuve problemas en enredar mis dedos en su sedoso cabello negro, entreabrir mis labios y ayudar a su lengua a entrar en mi boca, empujándola con mi propia lengua, para profundizar en el beso.

Su respiración se agitó y contuvo un jadeo en mi boca.

Me fue muy satisfactorio, pero insuficiente.

No podía basar en una mera ilusión algo que yo quería que se convirtiese en certero. Pero no se nos había dado el poder de regresar al pasado.

Un pasado donde la nieve caía y unos labios protegían los míos del frío. Aquel beso, rompió toda mi inocencia y las barreras de mi mundo infantil, descubriéndome lo que significaba la palabra "amor".

Algo que Jacob no conseguía hacer, mientras mordisqueaba y jugueteaba con mi labio inferior, intentando lo imposible.

Mi cuerpo reaccionaba ante el estimulo del beso, pero desde luego, no fue tan impactante como el hecho de sentir como un cuerpo masculino, hermoso y proporcionado, se posaba sobre el mío, protegiéndome del frío, a pesar de la temperatura de aquella noche de abril, y demostrando lo mucho que me amaba con el lenguaje que dos cuerpos entendían. Lluvia de besos, caricias y miradas cómplices. Aquello era un elixir de los dioses y tocar el cielo con las manos, para después bajar a la más cruda y cruel realidad.

Jacob se esforzaba, y en parte se lo agradecía, pero no era Edward. No había punto de comparación… Aquella era la diferencia entre el amor y la amistad.

"Edward, Edward, Edward…", mi mente le llamaba a gritos mientras decidí que Jacob había tenido suficiente y mis labios, se separaron, lentamente, de los suyos.

—Jacob…—musité. Me alegraba que aun tuviese la cabeza suficientemente serena para no equivocarme de nombre y herir los sentimientos de éste.

Jacob descansó su frente sobre la mía y jadeó fuertemente.

— ¡Guau!—exclamó cuando pudo hablar.

—Sí—le di la razón—. Ha estado bien.

"Pero yo he experimentado lo mejor".

Se rió y volvió a jadear.

—He hecho que te olvides de tus problemas unos minutos—se aventuró a decir, socarrón.

—La verdad que sí—admití.

—Podría hacerlo mejor—me ofreció—. Podría hacerte sonreír por mucho tiempo.

—Ya has hecho mucho, Jacob. No necesito más, gracias—corté por lo sano.

—Te lo advertí—su sonrisa permanecía en sus labios pero sus ojos permanecían serios.

— ¿Advertirme el qué?—no entendía a donde quería parar a llegar.

—Que te haría llorar. El hijo de pu…

— ¡Jacob!—le interrumpí. ¿Qué pasaba ahora?

—Mira lo que te ha hecho. Te usó y después te abandonó, dejándote rota y desamparada. Lo sabía. Sabía que recurrirías a mí para curar tus cicatrices.

Me quedé estática y sin capacidad de reaccionar ni abrir la boca para una defensa posible.

—No soy imbécil, señora McCarty. Sé perfectamente que mientras tus labios buscaban los míos, tus pensamientos se dirigían a él. Te ha hechizado con sus modales caballerescos, su fortuna y sus falaces palabras sobre el amor. Pero todo se desvaneció. ¡Qué triste es la guerra…! Y tú estás encadenada a amarle de por vida… ¡Estás enferma! Pero bueno, ese no era el caso—sus labios se estiraron en una mueca cruel—. El muy cobarde está en su fosa común de Paris, criando malvas. Tengo el consuelo de que desde el infierno habrá visto como su prometida me entregaba lo que una vez fue suyo. ¡Qué pena que me falten tantos años para reunirme con él! Cariño, no nos engañemos—me pellizcó la barbilla mientras le dedicaba un gesto de asco y odio—, "San Edward Masen" no era ningún santo. Yo percibía en él, su verdadera naturaleza.

— ¡Posiblemente, él no fuese una buena persona!—grité olvidándome de toda la compostura que requería la fiesta, y sin importar quién me estuviese mirando y si la música continuaba sonando o se había parado de repente—. ¡Pero tú no has hecho otra cosa que vivir bajo su sombra! ¡Es mezquino y deplorable que tú te hayas vengado de él, a través de mí, y cuando él ya no puede hacer nada! ¡En su vida no tuviste lo que hay que tener para desafiarle como un hombre! ¡No como un niñato!

—Señora McCarty, tranquilícese—se rió a carcajada limpia mientras mi ira crecía.

— ¡Nunca tendrás lo que hay que tener!—cada vez me sentía más estúpida por haberme dejado manipular por el estúpido juego de Jacob—. ¡Y algún día, alguien te lo hará pagar!

Aquello le hizo romper una carcajada que continuó con la de sus amigos.

— ¿Vas a hacer magia negra para que tu flamante Masen salga de la tumba y me dé una lección?—se reía descontroladamente—. ¡Mira como tiemblo! Lástima que no hayas preferido que te ampliase el favor. Así sabrías cual es la diferencia entre follar con un vivo y un muerto.

Aquello fue la gota que colmaba el vaso. Una dama de buena educación, se sentiría humillada y se iría llorando a un rincón, pensando en lo abominable de su comportamiento.

Sí, yo lloraría en un rincón, pensando en lo estúpida que había sido, pero antes daría mucha guerra.

Me separé bruscamente de él —cosa que él se esperaba— y le di un breve empeñón. Se limitó a reírse. Pero lo que no se esperaba en absoluto, era que yo cogiese el vaso de coca cola de algún amigo suyo y le rociase la cara con él. Y antes de que pudiese abrir los ojos y reaccionar, cerré mi puño y se lo estampé en un ojo.

Aún no me podía creer que alguien como yo, una mujer delgada, varias cabezas más baja y menuda, pudiese pegar un puñetazo y dejar un ojo morado a tal mastodonte.

La gente se había quedado estática y asombrada mirando el espectáculo. Pero no le di la mayor importancia. Sólo una persona, una desconocida, logró captar mi atención. Era una chica joven de mi edad y muy atractiva. No se había quitado el abrigo, por lo que acababa de llegar a la fiesta.

Me recordaba a alguien y no sabía a quién. Pero no tenía el gusto de conocerla, a pesar de su mirada de furia contenida hacia mí. Levemente, lanzó una mirada a Jacob, que se llevaba la mano al ojo y se dejaba examinar por alguno de sus amigos, en la que por sus enormes ojos marrones pasó una gran gama de sentimientos. Desde el aturdimiento hasta el dolor y la ira, pasando por la vergüenza. Desde luego, esa muchacha de facciones elegantes, tenía que conocer a Jacob.

Me lanzó otra mirada hostil y avanzó para perderse entre la gente.

Yo hice lo mismo en dirección contraria. Me iba a llorar de vergüenza como las madres habían enseñado a sus hijas desde pequeñas, cuando algo así las sucedía.

Elizabeth tenía sujeta de la mano a Dawn y no acababa de salir de su asombro. Me pregunté donde había estado durante una hora.

—Isabella…—musitó sin saber que decir.

Dawn se lo había pasado en grande.

— ¡Puaj, Bella ha besado a un chucho con pulgas!—se carcajeó.

—Dawn, un consejo para el trato con los hombres. Nunca des golosinas a un chucho, porque te morderá la mano y lo que pille.

Subí las escaleras para perderme del ambiente de la fiesta. Y sólo era el comienzo.


 

Capítulo 16: Dawn Capítulo 18: Darkness

 
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