When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 16: Dawn

— ¿Emocionada?—la voz de Jack me sacó de mis pensamientos. Estaba viendo los movimientos del paisaje a medida que el tren se acercaba a su destino. Faltaba menos de diez minutos para llegar a nuestro destino. Ya estaba viendo el lago Michigan en todo su esplendor. No había cambiado en nada. Sólo en el número de barcos que lo atravesaba. Se había incrementado en los cinco años que yo llevaba fuera de casa. Aquello significaba que la ciudad iba prosperando poco a poco.

Encogiéndome de hombros, le miré.

—No sé por qué debería estarlo—intenté dar a mi voz un matiz de indiferencia—. ¿Tan solo por qué salgo de Paris después de cinco años para regresar a casa?

—Nunca has montado en avión. Esa novedad debería ser algo que puedas contar a tus nietos.

Hice un gesto de terror. Cuando llegué a Paris, juré que nunca más me montaría en un barco, ya que pasé la peor semana de mi vida, tumbada en la dura cama de mi pequeño camarote, con el único paseo que había entre ésta y el servicio para vomitar. Pero, después de probar el avión, a pesar de su velocidad, ya no estaba segura si me movería del algún lugar.

—Soy un animal de tierra firme—afirmé—. Y en estas dos semanas intentaré mentalizarme de que tengo que volver a Paris—fingí horror. Jack se rió ante mis palabras. No me guardaba el más mínimo rencor por lo ocurrido.

Fijó sus ojos en el perfecto rostro de valquiria de Tatiana, que bostezaba, aburrida, debido a los bramidos e insultos del señor Landrú dirigía a los estúpidos funcionarios de la aduana de New York. El resto de los músicos y ayudantes de vestuario, montaje y asistentes, estaban con los ceños fruncidos. Incluso, Jack estaba de mal humor debido al incidente que tuvimos en la aduana con unas botellas de vino francés que nos fueron confiscadas, no sin antes, haber registrado nuestros equipajes de malos modos.

—Según la enmienda nº XVIII de la Constitución de los Estados Unidos de América, la importación, consumo y elaboración de bebidas alcohólicas, se considerará un delito que se castigará con fuertes penas de cárcel—nos enseñó el libreto de la nueva constitución de Estados Unidos, reinstaurada el mismo año que yo me fui a Paris. Un par de agentes, especializados en esa clase de delito, reunieron las botellas y las lanzaron contra el suelo. Un fuerte olor a alcohol concentrado, me hicieron emitir un par de arcadas. Monsieur Landrú soltó una serie de insultos e improperios, algo así como: "Bastardos yankies, solemnes hijos de vuestra puta madre" o "Me limpio el culo con vuestra constitución de farsantes puritanos…". Di gracias a quien me estuviese escuchado las plegarias, de que los agentes no supiesen francés, por lo que los improperios de éste se quedaron en el aire y no tendría que pasar mi primera noche, después de casi cinco años, en una cárcel de New York.

Tatiana abrió los ojos y se dio por aludida cuando se fijó en Jack. Coquetamente, giró la cabeza, balanceando sus rubios rizos y fingió mirar por la ventana. Antes de eso, me pareció que le guiñaba un ojo. Jack estaba tan hechizado, que se podría decir que una diosa le había tenido en gracia. Me puse la mano en la boca para simular una sonrisa burlona.

—Deberías invitarla a salir una noche—le animé.

Jack se desplomó en el asiento.

— ¿A tomar una copa?—el tono rebosaba sarcasmo. No le había sentado nada bien la imposición de la enmienda nº XVIII. Resopló disgustado—. ¡Joder! Pensé que nunca lo diría pero tengo unas ganas de irme de Estados Unidos y volver a Europa. Estas dos semanas van a ser las más largas de mi vida… ¿Qué es lo que pretenden esa pandilla de puritanos del congreso y el senado? ¿Qué nos bebamos el agua del lago Michigan? A este paso, voy a criar ranas en el estomago.

—No creo que te pase nada por estar dos semanas sin tu trago de Whisky —puntualicé picajosa—. La ley es absurda, pero nadie se muere por no beber alcohol un tiempo… Incluso yo creo que beber tanto alcohol no es bueno.

—No hay ningún estudio médico que diga que el alcohol es malo para la salud—se cruzó de brazos, gruñendo.

Volví a fijarme en el lago con cierta nostalgia. Por un momento, me vi retrocediendo al pasado y recordé las discusiones que tenía con Edward a consecuencia de su vicio con el tabaco.

Poco a poco noté como el tren iba perdiendo velocidad hasta que frenó. La gente se fue levantando de los asientos y Jack me ayudó con mi equipaje.

Monsieur Landrú agarró el brazo de su adorada musa, mientras dos cantantes, extras de la ópera, cargaban con su equipaje.

—Por muchas vueltas que de la vida, hay algunas personas que jamás cambiaran de actitud. La princesa será una princesa y la plebeya, una cenicienta sin hada madrina—le comenté a Jack, mientras éste no dejaba de mirarla. Tuvieron que pasar un par de minutos para volver a la conversación.

—Lo siento—se disculpó cuando volvió a la realidad, me cogió un asa de la maleta para ayudarme a cargarla.

—Te lo perdono porque estás enamorado—bromeé mientras íbamos saliendo del tren.

—Supongo que estando en tu ciudad natal, te quedarás en casa de tus padres, ¿no?—Jack me comentó como si nada—. Yo si estuviese en Houston, desde luego no me quedaría en un hostal barato, lleno de cucarachas, comiendo comida barata y durmiendo en camas más duras que el suelo.

—Mi padre murió en la guerra. Mi madre se volvió a casar y no congenié con mi padrastro. Llevo cinco años sin relacionarme con ellos. No estarán muy felices por saber que estoy en Chicago.

— ¿Algún familiar?

Negué con la cabeza.

—No espero un comité de bienvenida…

— ¡Oh, Dios mío!—una voz muy familiar interrumpió mis palabras—. ¡La señorita Swan ha llegado por fin!

Volví la vista donde procedía la voz y dejé caer la maleta de la impresión.

Al lado del cartel se encontraban la señora Pott, un hombre alto, delgaducho y con gafas metálicas que le daba aire de intelectual. Reconocí a Ben Crowley en él. Y por último, me fijé en una Ángela, bastante más rellenita que cuando la dejé, cinco años atrás, con el pelo cortado hasta las mejillas y las puntas salientes. Las mejillas estaban más entradas en carne y no sólo se debía a su avanzado estado de gestación. Todos ellos me sonreían abiertamente y me saludaban felices.

—Menos mal que nadie te iba a ir a recibir a la estación—la voz de Jack rebosaba sarcasmo. Se alejó hacia el grupo de músicos para dejar que la señora Pott me abrazase y los demás me saludasen

— ¡Mi niña! ¡Mi preciosa niña! ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!—me apartó de sus brazos para observarme—. ¡Oh, cielos! ¡Está usted preciosa señorita Swan! ¡La estancia en Paris le ha sentado de maravilla! ¡Menudo estilo!—admiró mi conjunto azul celeste de chaqueta y falda hasta la rodilla. Ben miró mi nuevo estilo de vestuario con desaprobación, aunque no perdió la sonrisa en los labios.

—Te hemos echado de menos—me saludó Ángela.

—Y yo a vosotros—y hasta ese momento no tuve conciencia de la realidad de aquellas palabras.

— ¡Es usted perversa, señorita Swan!—me regañó la señora Pott—. ¡Si la señora Masen no llega a leer el periódico, no nos enteramos que su compañía venía a Chicago! ¡Con lo que le costó a la pobre convencer a su jefe para que viniese usted!—intentaba asimilar lo que la señora Pott me estaba contando. ¿Yo estaba en Chicago por Elizabeth?—. Sólo cuando él se dio cuenta que hablaba con una señora importante de la ciudad, nos ayudó para hacer que viniera. ¡Han sido casi cinco años! ¡Ya era hora que apareciese por casa! ¿Por qué no pensaría irse a un hotel cuando he estado dos días enteros preparando su cuarto? ¡Por encima de mi cadáver!

—El coche está aparcado en doble fila. Si no vamos pronto, pondrán una multa a la señora Masen, que tan gentilmente nos ha dejado el coche—nos informó Ben, que recogía mis pertenencias personales y las arrastraba como podía.

La señora Pott me soltó.

— ¿Paris es tan hermosa como dicen?—me preguntó Ángela.

—He vivido cinco años allí y podría decirte que aún no paro de sorprenderme de lo mágica que puede llegar a ser Paris.

—Ahora mismo no creo que pueda ir—se tocó el vientre con delicadeza.

—Ese estado no te va a durar toda la vida—me acercó la mano a su vientre para que pudiese sentir como le daba pataditas el bebe. Me alegré de no estar en la piel de Ángela. No sabía cómo se podía aguantar aquello tan estoicamente—. Además cuando los niños sean mayores—aún no había visto al pequeño Arthur, el mayor—. Ben y tú necesitareis un poco de espacio privado. Y un viaje es la mejor forma de lograrlo. Sólo es cuestión de tiempo.

—Cuando sientes la cabeza, tendrás otras prioridades—Ángela se puso en tono maternal conmigo. Pasó su mano a mi cintura y caminamos juntas.

—Espero que sea más tarde que pronto—no era el momento de explicarle que un ginecólogo de Paris me había diagnosticado un daño permanente en las trompas de Falopio debido a un hongo, asentado durante mi convalecencia con la gripe, y que mis posibilidades de tener hijos se reducían a un quince por ciento. La noticia no me había afectado demasiado. En el fondo de mi ser siempre había sabido que no llegaría a ser madre nunca y que era algo de lo que podría prescindir. La gente pensaría que yo era egoísta, pero me negaba a condenar a un ser salido de mis entrañas a pasar por todo lo que yo había pasado, sólo para no tenerme que alienar a las reglas de la sociedad. Había pagado muy caro el disfrutar de mi libertad.

Ben colocó mi equipaje en el maletero de un flamante "mercedes", propiedad de Elizabeth. Hacía muy buen tiempo, por lo que decidió no subir el techo y se sentó en el asiento del conductor.

— ¿No pensaría que alguien con el estatus social de la señora Masen iba a tener un coche vulgar, verdad señorita Swan?—inquirió la señora Pott, petulante y orgullosa de servir a una dama como la señora Masen. Se subió en asiento del copiloto para dejarme con Ángela.

"Vulgar, no… pero esto es demasiado… que yo sepa, un Mercedes no es un coche que pueda tener todo el mundo", recordaba que Elizabeth era demasiado sobria y nada amante de los lujos innecesarios. Posiblemente, el coche hubiera sido más del gusto de cualquiera de los dos Edward.

Iba empujando a Ángela al coche, cuando de la nada surgió un ruido estremecedor, que por un momento paró en seco toda la frenética actividad de la estación y la calle, donde el calor del verano había hecho salir a la gente a salir a dar un agradable paseo.

Ben y la señora Pott se miraron asustados y Ángela me agarró de la muñeca, sin intención de soltarme, aterrada. Intenté tranquilizarla como pude, a pesar de estar aterrada. Pero más aterrada estaría si Ángela diese luz en aquel instante. Aun le faltaban tres meses.

— ¡Muerto! ¡Muerto!—un grito atroz rompió el silencio y la gente empezó a gritar y correr, totalmente asustada.

— ¡Señorita Swan, tenemos que irnos!—Ben me apremió para que subiese al coche. Pero tenía la mirada fija en una de las esquinas de donde salieron tres hombres que llevaban trajes caros y sombreros a juego. Estaba concentrada con el hombre, de gran altura aunque levemente desgarbado, de traje blanco que resaltaba el color tostado de su piel, su sombrero negro no ocultaba su pequeña coleta de color negra con tonos azulados ni sus ojos negros y expresivos. Me resultaba tan familiar.

Supuse que fue él quien realizó el disparo, ya que llevaba una pistola en la mano y, al cabo de un rato, sopló sobre su boquilla y la limpió con la tela de su chaqueta. La guardó en su funda, y con modales impecables se acercó a otros dos hombres. El del medio de traje gris oscuro, el más alto y musculoso, se acercó al asustado policía que dirigía el escaso tráfico, con el mayor aplomo posible. También tenía los ojos oscuros y pero, al contrario que el otro hombre, no había una pizca de calidez en ellos. Aun al parecerme una persona joven, su rostro tenía las preocupaciones de una persona curtida en esta clase de berenjenales. Dejé a Ángela en el coche y salí corriendo en dirección al policía.

— ¡Señorita Swan!—le oí gritar desesperada a la señora Pott, pero no le hice el menor caso y su voz se iba perdiendo entre el murmullo de la gente.

Tuve que empujar a un grupo de personas para abrirme camino y me paré a menos de un metro del policía y el grupo de hombres.

—Tome agente—el hombre le metió un fajo de billetes en el bolsillo—. Usted no ha visto nada. Aquí no ha pasado nada. Asuntos sin resolver entre dos bandas rivales. ¿Ha oído usted algo?

—Ni una palabra—negó el agente.

No me lo podía creer. Con mis impuestos estaba pagando a aquel hombre para mantener la ley y el orden, y se quedaba tan campante delante de tres personas que habían cometido un asesinato… y recibiendo un soborno.

— ¿Pero no va a hacer nada?—le grité—. Son unos asesinos y los va a dejar irse como tres chiquillos traviesos que han tirado unos petardos en un callejón.

El agente se volvió a mí y al verme sola, me dirigió una mirada desdeñosa.

—Señora o señorita. La vida ya es lo suficientemente complicada como para inventarse paranoicas conspiraciones. Tengo mujer y cuatro hijos y muy pocas ganas de llevarme problemas a mi casa—dicho eso, se giró dándome la espalda.

—Pero…—hice un amago de protesta.

—Señorita lo que sea…—el hombre de traje gris me cortó con una sola mirada de sus ojos grises. Fui incapaz de replicarle—, lo que tiene que hacer usted es irse a fregar los platos… así comprendería que sus tonterías de mujer no son lo suficientemente racionales para meterse en estos asuntos. No la veo con la toga de juez. Por lo tanto, váyase a buscarse un marido y con un par de hijos a su cargo, no tendrá tiempo en pensar en sandeces.

El hombre de traje marrón, que estaba a su izquierda empezó a carcajearse sin parar, mientras que el de traje blanco, me miraba fijamente y en sus ojos brilló el reconocimiento. Y caí en la cuenta. A pesar del tiempo transcurrido, no había cambiado demasiado. Sólo había crecido, se había vuelto muy guapo… y muy cruel… Sobre todo, cuando me dedicó una sonrisa desdeñosa. Si no hubiera sido por la vergüenza que había pasado con las palabras de aquel hombre, hubiera vencido la distancia que nos separaba y hubiese borrado de la cara de Jacob Black esa estúpida sonrisa.

—Sam—le agarró del hombro a su compañero—. A pesar de ser una mujer, lo ha comprendido. Tenemos que volver—se volvió para hablar con el guarda—. Y usted, diga a esa gente que siga su camino, que para eso le pagan… y mande algún compañero a recoger el cadáver. Que esta ciudad se merece un buen servicio de recogida de basuras.

Antes de que me dijese algo, me giré para volverme al coche. Parecía que me llevaban todos los diablos y sobre todo, me reprochaba una y otra vez, en lo que había hecho mal, para que el pequeño Jake, se convirtiese en lo que habían visto mis ojos.

— ¡No me puedo creer lo que he visto!—empecé a indignarme en el coche mientras Ben iba haciéndose camino entre el trafico. No podía creer que el número de coches hubiese incrementado en los cinco años que yo llevaba fuera. Debería estar disfrutando del paisaje natural y arquitectónico que Chicago me ofrecía, pero yo seguía debatiéndome entre la furia, la indignación y la tristeza de haber tenido ese encuentro con Jacob, después de haber llevado más de cinco años sin verle—. ¿Cómo se puede quedar la gente tan tranquila después de lo que ha pasado? Se ha cometido un crimen. ¿Qué le ocurre a esta sociedad?

Ángela se dedicó a acariciar su vientre con ansias, como si estuviese desesperada por proteger al bebe de algo terrible. La señora Pott frunció los labios pero no comentó una palabra. Ben después de titubear, decidió, por fin hablar.

—La gente está muy descontenta con la "Ley seca"… y ese descontento ha ocasionado que se salté la ley a la torera. No se puede ni fabricar ni importar el alcohol, por lo que todo esto se hace desde la clandestinidad. No es legal, pero es aceptado por la gente que considera que la ley es una tiranía contra su libertad. Se quiere vivir bien y más después de la guerra… Tú misma has debido ver lo que ha pasado con Europa.

Asentí recordando el lujo de Paris que se rodeaba de auténticos pueblos fantasmas. Como si estuviesen llorando a sus muertos.

—Como el alcohol es un bien muy preciado, se ha puesto por las nubes y han surgido bandas que lo intentan comercializar…—Ángela continuó hablando. —En menos de tres años, se han creado verdaderos sindicatos del crimen… por lo que es normal oír de vez en cuando algún tiroteo, incluso ver algún cadáver flotando por el río. Y esos crímenes no se investigan—intenté no estremecerme ante sus palabras—. Se ha creado una guerra de bandas, aunque por lo que se sabe, la de Al Capone es la que se lleva todo el monopolio.

— ¿Al Capone?—había leído algo en Paris sobre él. Aquello me surgió otra pregunta—. Se sabe que él y su banda están detrás de todas las muertes, ¿por qué no se le detiene?

Ben soltó una carcajada histriónica.

—Primero tendrás que probarlo. No hay ningún indicio que lo inculpe en todo lo que está pasando. Si han existido pruebas, éstas se destruyen. Tiene a sus pies a los mejores abogados de la ciudad, incluso de New York y, por supuesto, no repara en sobornos y amenazas a los jueces y a los agentes de la ley. Y varias veces a la semana, se va a comer a casa del alcalde… Recuerda que es una ley muy mal aceptada por la mayoría de la gente.

— ¿Y Elizabeth?—me preocupaba que ella hubiera sufrido alguna amenaza por su parte. Ella no era la típica persona que aceptase un soborno de alguien que se hubiese manchado las manos de sangre. O eso esperaba. En cinco años podían pasar muchas cosas.

—Bueno…—continuó Ángela—. Ella está tranquila, aunque no sé cómo puede tener esa sangre fría de rechazar tan airosamente los sobornos que le han ofrecido… Ha tenido varias amenazas y su carrera como juez ha corrido peligro. Ha tenido la suerte, que el mismísimo gobernador de Illinois intercedió por ella y así se ha salvado. De todas formas ha sido relegada a casos de derechos de trabajadores y delitos menores. De todas formas, ha amenazado varias veces a los hombres de Capone—se rió entre dientes—que si ella sufre algún daño, tiene unos matones contratados que les encontraran allá donde se escondan, y después de múltiples sufrimientos y torturas, se beberán su sangre.

— ¡Hum!—contraje el rostro—. Muy explícita… Por lo demás, ¿se encuentra bien? ¿Le ha ido todo bien?

—Demasiado bien—la señora Pott estaba emocionada—. Los negocios que tiene, le han ido de maravilla. Y tiene un gran olfato para las inversiones.

—Eso es verdad—aun recordaba sus consejos sobre cómo invertir parte de mi dinero en la bolsa. Gracias a eso, mi millón de dólares se había convertido en casi tres millones.

—Yo creo que está magníficamente asesorada—confirmó Ben—. Mataría por saber quien ese genio de las finanzas. Es brillante. Parece que más que investigar, adivina cuando hay un pico alto o una bajada en la bolsa. Es mi ídolo y ni siquiera le conozco.

Me parecía muy extraño que Elizabeth tuviese un asesor en la sombra. ¿Estaría haciendo negocios sucios? No era el estilo de ella. Seguramente habría alguna explicación lógica para el asunto.

—Es extraño que no os haya dicho nada de ese asesor.

—Cada vez que la pregunto, se encoge de hombros diciéndome que es una pequeña vampiro con grandes poderes psíquicos para predecir el futuro—Ben le parecía muy divertido—. Debe ser un ratón de biblioteca muy misántropo. De todas formas, gracias a él —o a ella— todos hemos mejorado económicamente. Y la señora Masen ha podido comprar una casa más grande. La verdad que la necesitábamos. Vivimos ya demasiada gente. Ángela y yo, hasta que el bebe nazca y encontremos una casa para mudarnos, los niños, usted ya tiene su habitación y luego los cuatro criados de la casa.

"¿Los niños?", creía que Ángela y Ben sólo habían tenido un hijo. ¿Sería el hijo de alguno de los criados?

Entendía la necesidad de Elizabeth de tener un poco más de espacio vital, pero para mí, aquella casa pequeña en las afueras de Chicago, siempre sería mi hogar. En el prado, a las orillas del lago, había pasado los mejores momentos de mi vida.

—La señora Masen quería venir personalmente a recogerla, pero la han llamado esta mañana. Al parecer ha habido un asesinato en el Downtown. No había otro juez más cerca y se la necesitaba para el levantamiento del cadáver y abrir una investigación…

— ¿Eso es obra de Al Capone?—el rostro de Jacob se me cruzó y arrugué la falda con el puño por crispación. Era estúpido culparme a mí por lo que pasó casi seis años antes cuando se despidió de Edward y de mí. No actuó bien y no podía dejar que se saliese con la suya, pero no hacía otra cosa que imaginarme si se podía haber hecho algo para impedir que hubiese elegido el camino que había tomado. Ahora ya era tarde. Yo estaba aún enfadada con él y me era imposible dirigirle la palabra sin que se me fueran de la cabeza, todos los delitos cometidos por él.

—No—la voz seria de Ben me sacó de mis pensamientos—. Ya ha habido dos casos así. No es el método que emplean los esbirros de "Scarface" para eliminar a sus rivales. Ellos se limitan a disparar a quemarropa. Pero como han aparecido los cadáveres… ¡Hum! Parece más la obra de un animal que la de un ser humano.

— ¿Y la policía que dice?—pregunté. Aquello me sonaba de algo y no lograba averiguar dónde ni cuándo.

—Para ellos les es más sencillo echar la culpa a un encuentro entre bandas. Así no tendrán que investigar nada. El mismísimo Capone ha negado tener algo que ver con eso. Y la señora Masen cree que, por una vez, tiene razón. Los cadáveres que se han encontrado flotando en el río y en el lago no son a consecuencia de un ajuste de cuentas… es muy desagradable describir todo esto…—echó una ojeada a Ángela, preocupado. Comprendí que no me contaría nada más delante de ella. Decidí dar el asunto por zanjado.

— ¿Dónde nos dirigimos?—quería saber dónde estaba la nueva casa de Elizabeth. Algo me había comentado en las cartas que me escribía, pero estaba tan ocupada con la universidad y las clases y mantenimiento de Tatiana, que apenas prestaba atención.

—Al nº seis del North Michigan Avenue—me informó Ben—. Es un ático magnifico. De hecho, ya estamos llegando.

Mientras aparcaba, eché un vistazo a la zona. Estábamos en pleno corazón de Chicago y muy cerca del edificio de la ópera. Aquello me deprimió. Aunque se tenía una magnifica vista del río Chicago, echaba en falta aquel hermoso prado detrás de la pequeña y acogedora casa donde yo había pasado mi más tierna infancia.

La señora Pott me ayudó a bajarme del coche y me llevó mi maleta de mano mientras que Ben cogía el resto de mi equipaje. Ángela nos siguió como pudo y me sonrió con complicidad.

El portero nos dio la bienvenida y nos condujo hasta el ascensor, abriendo la reja.

—No pensarías que íbamos a subir veinticinco pisos andando.

Me agarré a la barandilla para no caerme de la impresión.

.

.

.

Elizabeth estaba de pie, levemente apoyada en el umbral de la puerta, esperándonos. Cinco años en la vida de una persona era un tiempo más que suficiente para que se pudiesen percibir cambios, pero había rostros a los que Cronos olvidaba. Elizabeth apenas había cambiado. Incluso podría decir que había ganado en elegancia y atractivo. No había ninguna arruga en su rostro y ninguna cana en su precioso pelo. Incluso tenía un color rojizo aun más intenso. El único cambio llamativo era que se lo había cortado en forma de melena ondulada hasta la barbilla.

Por un momento, mi imaginación me traicionó y llegué a pensar que Edward Masen saldría al vestíbulo y le cogería la mano con cariño y complicidad, como seis años antes.

Sus ojos adquirieron un brillo especial al analizarme como yo había hecho y durante un rato permaneció impasible, hasta que una sonrisa muy amplia se dibujó en sus labios y dio un par de paso para estrecharme entre sus brazos.

Me sentí como una estúpida al derramar un par de lágrimas en sus hombros. No me había dado cuenta de lo maternal que eran sus caricias y sus besos en mi frente hasta que la tenía abrazándome con fuerza. Después de unos minutos, logró separarse de mí, para posar sus hombros y echarme un nuevo vistazo.

—Estás preciosa—me sonrojé como siempre hacía cuando me dedicaban un cumplido.

Elizabeth lo notó y se rió con suavidad.

—Aunque no has cambiado demasiado—me arregló el sombrero y me colocó un mechón de pelo en la oreja. Me pasó el brazo por la cintura para invitarme a entrar en casa—. Bueno, tus cartas no han sido muy explicitas. Por lo que tendremos temas de conversación.

Ángela, Ben y la señora Pott entraron detrás de nosotras y se fueron cada uno por su lado.

Ben dijo que tenía un informe que realizar.

Ángela se fue a la habitación del pequeño Arthur, que permanecía en cama por un constipado.

La señora Pott se fue a dar órdenes a los criados para preparar un café y dar instrucciones sobre la cena.

A medida que iba hablando, me fijaba en cada detalle del piso. A pesar de sus enormes dimensiones, la casa no pecaba de ser ostentosa. En cada rincón se veía el gusto de Elizabeth por lo sencillo. Paredes blancas con tonos pasteles, dándole una luminosidad muy natural y poco recargada de muebles y adornos de gran valor económico y bastante pomposos. Sólo el tamaño del piso, diferenciaba a la pequeña y familiar casa en las orillas del lago. Los muebles habían cambiado y enseguida me fijé en un piano de cola de color blanco. Parecía bastante nuevo. No podría ser su piano.

—Me he mudado a este piso por razones de comodidad y espacio. Vivimos demasiada gente y además me viene bien por el trabajo—Elizabeth evaluó todas las expresiones de mi cara y adivinó lo que se me pasaba por la mente. Me hizo sentarme en un sofá bastante confortable—. Pero jamás en la vida se me pasaría por la cabeza vender esa casa. Ha sido mi hogar durante tanto tiempo. Hay algo de mí… algo de ellos… allí. El piano de Edward permanece donde tiene que estar.

"El alma de Edward", parecía que quería transmitir.

—Lo comprendo—bajé la cabeza para que no viese el dolor que se me reflejaba en los ojos. Pero hubo algo en el tono de voz que le hizo entrar en alerta.

— ¿Qué te parece Paris?—me preguntó informal.

—Maravilloso—empecé a emocionarme—. Parece mentira que se pueda estar cinco años y aun sorprenderte por cada pequeño detalle… Es tan mágica, tan luminosa, tan…—hice un gesto con la mano para embargar todas mis emociones.

—Las tiendas de Paris deben ser increíbles. Supongo que no te habrás ido sin traerme nada, ¿verdad?—hizo un gesto aparentemente inocente. Pero su sonrisa torcida indicaba lo contrario.

—Hay una diseñadora bastante nueva, se llama Coco Chanel—o por lo menos ese era su nombre "artístico"—. Y hace una colección de trajes bastante elegantes e innovadores…

—Me has traído un traje de Coco Chanel—Elizabeth parecía una niña con zapatos nuevos.

—Es un traje negro de fiesta con alguna hendidura en las piernas, cuello para atar…

— ¿Deja la espalda al aire?—preguntó con presunta inocencia.

—Un trozo—asentí.

—Pero eso es perverso e inmoral—fingió escandalizarse—. Como la señora Stanley y las dos señoras Newton me vean con ese traje… Mi reputación por los suelo. Creo que el próximo jueves habrá una fiesta. Seamos buenas y démosles un tema de que hablar—los ojos de Elizabeth brillaron traviesos.

Me empecé a reír a carcajadas acompañando a las de Elizabeth.

— ¿Qué ha sido de todos ellos?—pregunté por curiosidad insana.

—Hay que tener un tema de conversación para después de cenar. Te prometo ponerte al día.

—Nos estamos volviendo unas cotorras.

—Yo sólo cuento las cosas que pasan. Ellas cuentan las cosas y añaden de su cosecha. Además sus cotilleos sólo sirven para intentar hacer el mayor mal ajeno.

—Supongo que sí.

—Bueno, antes de que la señora Mallory y la señora Stanley se enteren, me gustaría saber por tu boca si en Francia ha habido algún francés que…

— ¡Oh, no!—exclamé horrorizada—. Los franceses tienen un estereotipo muy extendido de galantes y educados. Pero no es cierto. No he conocido gente más grosera ni vulgar en mi vida. Mi jefe es un claro ejemplo.

—Bueno, tienes razón. Los europeos no son lo que dicen ser. Mejor un chico americano. Has tenido que conocer alguno…

Negué rotunda.

Elizabeth borró la sonrisa de la cara.

—Isabella, han pasado cinco años. No puedes aferrarte así a algo sin esperanza—sabía a lo que se estaba refiriendo—. Yo soy la primera que echo de menos…, pero hay cosas que no tienen solución.

—Lo sé—una lágrima me recorrió la mejilla—. Pero no puedo evitarlo.

—Por favor—me agarró de las manos para ponérselas entre las suyas—. Tienes derecho a ser feliz.

—Soy feliz.

—Eso no es cierto. No eres infeliz, pero eso no significa que seas feliz.

—Nadie lo es nunca del todo.

—Pero puedes aspirar a intervalos de felicidad—me rogó—. Eres joven, bonita, inteligente… Tienes cualidades que podrían hacer felices a los hombres… sensatos. Puede que no te lo hayas planteado, pero tener una familia propia es algo bueno y natural. Lo que es antinatural, Isabella, es seguir amando a una sombra.

Aquello me recordó algo.

—Me acuerdo de un pasaje de la Odisea. Ulises baja a los infiernos para hablar con sus antepasados y para poder hacerlo tenía que sacrificar un ternero y que las sombras bebiesen su sangre…

— ¿Qué me quieres decir con eso?—frunció el ceño.

—Que daría toda la sangre de mis venas por poder volver a ver a Edward… aunque fuese un instante.

Elizabeth apretó con fuerza mis manos sobre las suyas. Se mordió el labio y sus ojos oscurecieron.

—Cuidado con lo que deseas— me advirtió musitando con voz lúgubre.

Estuve un buen rato intentando averiguar que escondían aquellos enigmáticos ojos verdes. Pero no pude ver por ellos ninguna hendidura del significado de sus palabras.

Unos gritos procedentes del exterior rompieron el tenso silencio que ninguna de las dos se atrevió a romper.

— ¡Te digo yo que tú tienes el diablo en el cuerpo!—un gruñido de una mujer neurótica acompañada de unos gritos tan agudos, que parecían de una niña, y el aullido de un perro.

— ¡Ay!—se quejó la voz de la niña—. ¡Te voy a denunciar por maltrato infantil, bruja!—la señora Pott debió abrir la puerta y la tranquilidad de la casa quedó rota por ladridos, maldiciones y quejidos.

Miré a Elizabeth, asombrada, y ésta enterró el rostro entre sus manos, para después suspirar sonoramente.

—Tenía que contarte algo… pero parece ser que se me ha adelantado. Te vas a enfadar conmigo por no habértelo dicho… pero de haberlo sabido te hubieras inventado cualquier excusa para no irte a Paris y no hubiera sido justo… Y te lo iba a decir… pero creo que se ha adelantado…—estaba tan nerviosa que balbuceaba y se le trababan las palabras. Se levantó para recibir la visita y yo hice lo mismo.

— ¿Qué es lo que tienes que contarme?

Antes de que pudiese responderme apareció en el comedor una mujer grande y obesa que su vestido marrón oscuro sobresaltaba, de mejillas sonrojadas, que se podía deber tanto a un esfuerzo que la sobrepasaba como al haber estado varias horas dándole a la botella. Recordé las palabras de Ben sobre la mala aceptación que había tenido la ley y lo fácil… y caro que era obtener una botella de licor.

En su brazo izquierdo abrazaba a un ser extraño que yo no me aventuraría a bautizar como perro. Podría tratarse de un caniche, pero al estar pelado, malamente, al cero y los pocos rizos que le quedaban parecían coloreados con acuarelas, variando desde el verde esmeralda al morado oscuro, pasando por el negro azabache, podría tratarse de alguna especie desconocida aun para la ciencia. El animalillo no dejaba de temblar y olisqueaba, con temor, el rostro de su ama.

A la derecha, sujetaba a una niña, que por la altura, no debía tener más de cuatro años. A penas le podía ver el rostro, ya que tanto su rostro como su vestido que había sido blanco, estaban completamente llenos de barro. Su precioso pelo rubio dorado estaba despeinado y sus tirabuzones, caóticamente sueltos y desamañados. Posiblemente fuesen sus ojos verdes los que más me llamaban la atención, y entonces lo comprendí todo. Mi corazón pegó un brinco en el pecho al ver tan clara la semejanza. Parecía un pequeño milagro. Había culturas donde se creía que el alma de una persona muerta pasaba a otra persona que iba a nacer. Pero no creía que aquello fuese el efecto de la promesa que me hizo Edward.

La pequeña se revolvía violentamente contra la que debía ser su institutriz. Empezó a pegarle patadas y dar mordiscos en sus brazos para que ésta la soltase de la muñeca.

Elizabeth no salía de su asombro.

—Señora Waller. No la esperaba hasta dentro de dos horas. Esperaba que me llamase para ir a recoger a la señorita Masen a su casa—parecía serena, pero por el temblor de su voz sabía que en el fondo estaba deseando que la tierra se la tragase.

—Señora Masen—la voz aguda y chillona de la señora Waller sonó desesperada—. Lo he intentado. Le juro que lo he intentado con todas mis fuerzas, pero he sido incapaz. Nunca había creído en el infierno, hasta que he conocido a su hija. Estos diez días han superado todos mis límites. Yo, que me creía con un don para los niños, pero esa cría salida del infierno, me ha demostrado que no es así. Si no fuera porque soy una persona muy integra, me hubiera dado a la bebida.

— ¡Pero sí ya le daba a la botella antes de conocerme!—protestó la pequeña con energía—. ¡Que le he visto una botella de coñac guardada en el armario! ¡Que no me vaya culpando a mí de eso! ¡Bruja borracha!

— ¡Dawn!—le levantó la voz Elizabeth.

La niña se calmó pero le lanzó una mirada incendiaria a su madre.

—Señora Waller, mi hija es una niña muy nerviosa, muy inteligente y bastante imaginativa… Puede que le dé por hacer pequeñas trastadas, pero tenga en cuenta que sólo tiene cuatro años…

— ¿Pequeñas trastadas?—la señora Waller aulló como si le hubiesen pinchado con un tenedor en el trasero para después intentar no hiperventilar—. Usted llama pequeñas trastadas a fugarse de mi casa para jugar con vagabundos al baseball y llegar manchada de barro de los pies a la cabeza poniendo mis alfombras persas hechas unos zorros. También definirá como una pequeña travesura que su hija haya cogido todas mis muñecas de porcelana china, las haya atado a un árbol y haya prendido fuego… ¡No me interrumpa señora Masen, aun falta! Y por no hablar de mi colección de casi cien dólares de mis tres ejemplares de "Las mil y una noches". La criatura no tuvo otra ocurrencia que coger unas tijeras y empezar a recortar las partes… ¡Oh, Dios! ¡Qué vergüenza!

— ¿Qué fue lo que recortó mi hija, señora Waller?—Elizabeth odiaba a los personajes histriónicos, y la señora Waller sobrepasaba su paciencia. Por lo tanto no se abstuvo de picarla un poco.

—Las partes más obscenas de los hombres—se santiguó rápidamente con vergüenza—y después empezó a pintar de malas maneras los cuerpos de las mujeres.

—Pero yo sólo les pinté porque las pobres mujeres estaban desnudas e iban a coger frío—se defendió Dawn sin dar muestras de arrepentirse—. Y lo de recortar, es porqué la señora Waller me dijo que en ese libro salían pajaritos y yo quería tenerlos. Pero estos pajaritos son muy feos… además menudo nombre les han puesto a los pobres… La señora Waller los llama penes

— ¡Pero usted ha oído la obscenidad que ha dicho!—la señora Waller se llevó las manos a la cabeza.

—Perdóneme usted, señora Waller, pero a mí también me dijeron que esos "pajaritos" se llamaban "pene"—Elizabeth le repuso con tono sarcástico—. Señorita Swan, ¿cómo llama usted a esa especie de pájaro?

—Pene—la contesté sin saber donde meterme realmente.

—Llamemos a las cosas por su nombre. Eso es lo mejor—confirmó rotunda Elizabeth. Dawn dibujó una sonrisa torcida en sus labios. La sonrisa que solía emplear Edward cuando quería deslumbrar o convencer a alguien de que era inocente de los cargos que se le imputaban—. Bueno, yo no sé que decir sobre mi hija pero…

—Aun no le he dicho lo que le ha hecho a mi pequeña Lúlú…—alzó al perro en sus brazos para que Elizabeth y yo pudiésemos verlo. Dawn se puso la mano en la boca para amortiguar la carcajada—. Mi pequeña Lúlú lo tenía todo para triunfar. La primera de su clase, el más alto pedigree, su pelo era la envidia de los demás perros. Me dijeron de llevarla a un concurso de belleza, pero mi natural modestia me lo impidió inscribirla, hasta que después de muchos ruegos y suplicas, accedí a hacerlo. Tenía todo para triunfar. Y había preparado todo, pero esa pequeña diablo…, sólo disfruta haciendo el mal, decidió que yo enfermase de los nervios. No sé como cogió las tijeras y…—empezó a sollozar y lloriquear como un bebe. Elizabeth le ofreció un pañuelo y ella se sonó con gran estruendo. Lúlú empezó a aullar acompañando fielmente a su ama.

Elizabeth tenía cara de circunstancia. Yo intenté reprimir una sonrisa burlona. En el fondo, la pequeña Dawn había hecho un favor a Lúlú y todo.

—La señora Waller se estaba quejando que se tenía que gastar más de diez dólares en la peluquería. Lo único que quería, era ahorrarle ese dinero—alegó en su defensa Dawn con gesto inocente.

—Lo ve, señora Waller—sonrió Elizabeth—, ha hecho una mala acción con buena intención. Le aseguro que tendrá su castigo y que lo cumplirá. Si usted me sugiere algo para mejorar su conducta, soy toda oídos.

La señora Waller dejó de sollozar y sacó un papel de un bolsillo, entregándoselo a Elizabeth con determinación para empezar a leer. A medida que iba avanzando, fruncía más el ceño.

— ¿Padre Damien Karras?—inquirió incrédula—. ¿Para qué se supone que quiero yo un sacerdote católico?

—Es un experto exorcista. Había pensado en darle un par de nombres de internados de aquí y de Europa, pero el mal hay que erradicarlo desde su origen. Nadie puede tener tanto nivel de malignidad, señora Masen.

—Usted tiene razón cuando dijo que no tenía mucho don para cuidar a los niños—protesté en defensa de la pequeña Dawn—. Eso son cosas de niño y usted las está sacando de quicio.

La señora Waller me miró despectiva.

— ¿Quién se supone que es usted?—inquirió con petulancia en la voz, rascándose su gruesa nariz.

—Es la señorita Swan. Es una amiga de la familia y ha venido desde Europa…—me presentó Elizabeth.

—Vaya…—asintió con la cabeza—. Así que ésta es la nueva que viene a sustituirme. ¿De Europa? Los europeos pueden ser muy exquisitos en sus modales, pero nadie enseña en como enderezar a un niño… Señorita Swan—dio unos pasos hasta encontrarse a escasos centímetros de mí y me entregó a Dawn, que me dio su manita, mirándome extrañada—, espero que usted triunfe, donde yo he fallado y que Dios la coja confesada. La veo muy joven y sin experiencia. Creo que saldrá de la casa dando gritos en dos días.

—Yo…—no sabía que decir. Quería explicarle que yo sólo estaba de paso en aquella casa y que no venía a cuidar a ninguna niña. Dawn me sonrió tímidamente. Me quedé callada.

—Señora Waller, ella no viene a sustituirla. Si tan imposible es quedarse con mi hija, yo buscaré una nueva institutriz. Pero sólo le pido que me deje dos días. Sólo quiero dos días y le liberaré de todo compromiso con mi hija…

—Mis nervios no aguantarían dos días, señora Masen—negó con terror ante esa posibilidad—. Y creo que Lúlú aun menos—Dawn miró al perro con sonrisa cruel y éste se subió al hombro de su ama para intentar salir corriendo. Elizabeth reprochó a su hija con un duro gesto.

—Si no hay más remedio—Elizabeth se encogió de hombros—. Le pagaré todas las molestias. No sólo el mes que le debo, sino también todos los daños que mi hija ha causado…

— ¡No hace falta!—su rostro palideció. Parecía que en un gesto de Elizabeth, ella se pusiese de rodillas y empezase a suplicar—. Se lo perdono todo, señora Masen—empezó a andar para atrás para retirarse del salón—. Sólo una condición. Usted no vuelva a llamarme. Usted nunca ha oído hablar de mí. Nunca me ha visto. Cumpla todas esas condiciones y yo me olvidaré de todo lo que ha pasado aquí. Y yo me quedaría, pero tengo cita con mi psicoanalista—y dicho esto, salió en pies en polvorosa, olvidándose sus guantes.

— ¡Señora Waller!—la llamó Elizabeth y salió corriendo tras ella—. ¡Se le olvida sus guantes!—antes de salir, lanzó una mirada furibunda a la pequeña que me apretaba la mano—. ¡Dawn, te juro que…! ¡Ésta es la cuarta institutriz que se despide! ¡Prepárate, porque…!—oyó abrirse la puerta y salió corriendo para alcanzar a la ex institutriz.

Me dejó sola en el salón mientras una pequeña diablilla con cara angelical me observaba de arriba a abajo.

Me asombraba que ella tuviese esa expresión en el rostro. Era la misma que ponía Edward cuando quería parecer inocente de una travesura que había causado a Jacob. El pasado volvía para apuñalarnos en el momento que menos nos esperamos.

— ¿Eres una princesa?—me preguntó con curiosa admiración. Era la primera vez que alguien me decía algo así.

— ¿Por qué dices que yo soy una princesa? Se ve claramente que no lo soy. No soy ni guapa ni tengo un gran linaje de reyes y reinas entre mis antepasados ni hay un príncipe azul esperándome.

—El príncipe aparecen al final del cuento para rescatar a la princesa de un monstruo malo, y después se casa con ella. Y tú eres muy guapa—hizo un gracioso gesto de embarcar lo guapa que le parecía—. Tu cabello es sedoso y brillante, tienes unos ojos muy grandes y con una forma preciosa, vistes con elegancia—intenté reprimir una sonrisa al mirarme de arriba abajo y descubrir que mi traje azul de viaje, estaba arrugado—y hueles bien. Como a rosas blancas. Pero hay una prueba definitiva para ver si tu eres o no una princesa—arrugó su pequeña nariz como si estuviese pensando—. ¡Hum! Te haré un examen.

—A su disposición—le hice una reverencia.

—Mi mamá me contaba que las princesas, además de guapas, tienen que ser entretenidas. Tienen que distraer al príncipe de forma amena. Ellos llegan cansados después de salvar el mundo. Por lo tanto, una buena princesa tiene que contar un buen cuento. Cuéntame un cuento—me tiró de la falda con fruición. La cogí en mis brazos para depositarla en una silla y que se sentase. Tenía que entretenerla y asegurarme de que se estuviese quieta.

— ¿Qué clase de cuento quiere mi señora?—inquirí simulando que le rendía pleitesía.

—No sé… El más bonito que te hayan contado nunca.

Su sonrisa era una auténtica sombra evocada por los muertos de una sonrisa que yo había amado y estaba condenada a amar para toda la vida. Retrocedí hasta una noche tibia de abril donde mi cuerpo estaba mojado y los latidos de su corazón amenizaban mis oídos, concediéndome los instantes más felices de mi vida. Las estrellas eran azules…

"Estrellas azules", aquello me dio una idea.

Dawn me empezó a mirar fijamente para darme ahínco para empezar.

—Como todos los cuentos empiezan… Erase una vez, en un reino muy lejano, un rey y una reina que vivían en un enorme y precioso castillo. Eran increíblemente queridos por sus súbditos, ya que gobernaban con benevolencia y rectitud.

»Los dioses les bendijeron con el nacimiento de una princesa.

»Esta princesa era tan hermosa, que su madre olvidó toda prudencia y comparó a su hija con la belleza inmortal de las diosas:

»"¡Oh, Cefeo!", exclamaba a su marido. "¿Acaso nuestra preciosa Andrómeda no merece que sus estatuas estén en el templo de Poseidón junto a las nereidas?".

»"¡Casiopea!", le recordó el rey, asustado ante la blasfemia de su mujer. "Tenemos que agradecer a los dioses lo que nos otorga y no degradarlos. Recuerda que lo que otorgan los dioses, también puede ser arrebatado".

»"¿Por qué no se puede decir la verdad?", se quejó la imprudente Casiopea. "Mi hija es muy hermosa y se debe celebrar. Ella es más hermosa que las Nereidas y los príncipes que se quieran casar con ella tienen que constatarlo".

»"Llama al escultor", ordenó. "Quiero que haga la estatua más hermosa que haya esculpido jamás. Aunque ninguna plasmará jamás la perfección de Andrómeda".

»La vanidosa Casiopea no se dio cuenta que los dioses podían ser tan benévolos como caprichosos y crueles, y aquello que concedían, podían quitarlo a su gusto.

»A las nereidas, hijas de Poseidón, no les gustaron las palabras de Casiopea, y fueron a pedir a su padre que castigase la insolencia de aquella mortal.

»Poseidón las complació de tal manera que decidió mandar un terrible monstruo marino a las costas del reino.

»Los habitantes se asustaron y el reino se paralizó, porque nadie quería ir a pescar y ningún barco se atrevía a embarcar por miedo al monstruo.

»Los reyes afligidos consultaron el oráculo y el sacerdote, que interpretaba los designios del dios, les anunció algo terrible:

»"Si la ira del rey de los mares queréis calmar, a vuestra hija Andrómeda tendréis que sacrificar".

»Cefeo sofocó un grito de horror y Casiopea sollozaba, rogando al sacerdote que encontrase otra manera de salvar su reino.

»"El dios ha hablado. Debéis llevar a vuestra hija al acantilado, vestida como una novia, ya que la muerte vendrá a reclamar a su prometida. Después la ataréis a una roca con una cadena de plata y el monstruo vendrá a recogerla. Las nereidas se tranquilizaran y la ira de Poseidón se apaciguará".

»Derrotados, le comunicaron la noticia a Andrómeda. No lloró, no suplicó, no se desesperó. Sencillamente se resignó a cumplir los designios del dios por el bien de su pueblo.

»La princesa fue llevada hasta la roca del acantilado, encadenada con una cadena rodeada de flores blancas, esperando con desesperación que el monstruo hiciese acto de presencia. Unas lágrimas bañaron sus hermosas mejillas.

»Por suerte para ella, por los cielos cabalgaba el héroe Perseo, que acababa de vencer a la Gorgona Medusa, y se disponía a volver a su hogar, a lomos de su caballo alado "Pegaso".

»Perseo vio a Andrómeda y desde el primer instante, supo que era la mujer con la que se quería casar. Pero primero tenía que liberarla del horrible ser.

»Fue una lucha encarnizada, pero Perseo, que era muy fuerte y valiente, logró acabar con el monstruo. Desató a la princesa y se la llevó consigo a su reino, cabalgando hasta las estrellas.

»Zeus, el padre de los dioses, conmovido por la hazaña, decidió que no debía quedar olvidada, por lo que editó un decreto divino, en el cual decía que la valentía de Perseo, la belleza y abnegación de Andrómeda y la fidelidad de Pegaso, debían ser recompensadas y recordadas por toda la humanidad en los siglos venideros. Por lo que, colgó los retratos de Perseo, Andrómeda y Pegaso en el cielo junto a las demás estrellas, para cuando esta princesa —le acaricié la punta de su nariz—y su humilde contadora de cuentos, se fijasen en el azul de las estrellas, y rememorase una y otra vez esta historia…

»…Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado…

Dawn permaneció unos segundos en silencio, antes de dictar su veredicto.

— ¡Eres una princesa!—parecía feliz—. ¡Bien! ¡Voy a tener como institutriz a una princesa! ¡Como yo soy una emperatriz, voy a darte órdenes!

—Supongo que será algo que tendrá que contar a sus amigos, Alteza—fingí que me humillaba ante ella.

—Yo no tengo amigos. Tengo súbditos. Y como soy una emperatriz, todos me temen y me obedecen, como soberana y ama de sus miserables vidas… ¡Por lo que llévame a mi cuarto a caballito, sirvienta!

—Creo que la emperatriz tiene dos buenas piernas para poder andar ella solita hacia su habitación—la voz de Elizabeth resonó por la habitación. La vi apoyada en el marco de la puerta, de brazos cruzados y aparentemente enfadada. El brillo de sus ojos me decía que estaba de buen humor a pesar de las trastadas de su hija—. Además se va a quedar sin postre esta noche. Sabes perfectamente que lo que le has hecho a la señora Waller no ha estado bien. Y por lo tanto, conoces muy bien el castigo por portarte tan mal.

Pensé que Dawn se pondría a lloriquear y a poner cara de niña buena para conmover el corazón de su madre. En lugar de eso, le sonrió angelicalmente.

—Juez Masen, antes de dictar un veredicto que demuestre mi culpabilidad, alegaré en mi defensa que usted me asignó una niñera que le daba a la botella—hizo un gesto de empinar el codo—. Un delito constitucional que viola la enmienda número XVIII. Por lo tanto, antes de castigarme, piense que yo puedo alegar legítima defensa.

No evité reírme de sus palabras. A pesar de su corta edad, me di cuenta que era increíblemente precoz e inteligente para su edad. Bajé la mirada cuando los recuerdos reaparecieron y el dolor me volvió a invadir.

—Nadie puede negar que eres hija de tu padre. Tienes toda la razón—Elizabeth dejó de fingir que estaba enfadada y se acercó para besar a su hija—. Y sólo porque ha sido culpa mía, esta vez no te castigaré—sacó un pañuelo y empezó a limpiarle los morretes y las manchas de barro de su cara—. La señora Williams se va a enfadar mucho—suspiró—. Si no dejas de jugar con el barro, la pobre mujer no saldrá de la lavandería en una semana. Además te advertí que teníamos visita—suspiró resignada mientras su hija le pasaba los brazos en torno a su cuello—. Esperaba presentar a una señorita, pero me tendré que conformar con un vándalo—Elizabeth sonrió y ambas me miraron.

—Tengo una princesa como esclava personal y tendrá que obedecerme—Dawn le devolvió la sonrisa. Y me lanzó a mí una que tenía muchos significados.

—Dawn, ella no es tu esclava—le regañó Elizabeth—. Isabella es mi otra niña y la quiero tanto como a ti.

— ¿Isabella?—en su ceño fruncido se notaban arrugas de reconocimiento.

—Sí, Isabella—me señaló Elizabeth—. Ella también es una emperatriz porque también es hija mía.

Dawn se mordió el labio, mirándome con intensidad. Después sonrió feliz y le susurró algo al oído de su madre.

—Creo que eso se lo deberías preguntar a ella—le agitó el pelo, la soltó y Dawn corrió hacia mí.

— ¡Bella! ¡Eres Bella!—me abrazó con fuerza las piernas, manchándome la falda de barro. Después se subió a mis brazos y empezó a darme muchos besos—. ¡A mi Bella nadie le va a hacer daño y después de mí, será quien más mande!

—Dawn, posiblemente a Isabella no le guste que le llames Bella—le regañó Elizabeth. Era increíble que me conociese tan bien como para saber que sólo una persona me llamaba así y que nadie más debía utilizar ese nombre. Era como un código secreto entre los dos.

Sin embargo, no me importaba que la pequeña Dawn me llamase Bella. Aun no la conocía muy bien, y la quería con todas mis fuerza. Posiblemente fuese la fuerza de la sangre o los parecidos casi como dos gotas de agua, pero Dawn era un apéndice de mi ser. Una extensión de mi cuerpo.

Quizás nos separasen miles de kilómetros, pero siempre tendríamos una conexión especial entre las dos.

—No te preocupes—le tranquilicé a Elizabeth—. Me gusta que me llames Bella.

Elizabeth se encogió de hombros, divertida.

—Mamá me ha contado muchas cosas de ti.

— ¿Ah, sí?—le acaricié el pelo—. Pues eso es un punto a su favor, porque tiene un punto en contra de no haberme dicho nada de ti.

— ¿Mamá nunca te habló de mí? —inquirió con tristeza—. ¿Qué pasa? ¿No nos querías y te fuiste por eso?

—Isabella nos quería mucho, Dawn—explicó Elizabeth a la niña, aunque en realidad se estaba excusando por no haberme contado nada sobre Dawn—. Nos quería tanto que si se hubiese enterado que mamá te estaba esperando, ella no hubiese podido realizar sus sueños, y no podría haberse ido a Paris. Isabella estuvo un tiempo muy mal y necesitaba irse muy lejos. Yo no quería retenerla conmigo. Hubiese estado mal… Ni siquiera sé como ocurrió… posiblemente unos días antes de que papá se fuese…

— ¿Se fue a la isla de Avalón con el rey Arturo y las hadas, mamá?

—Sí, en cierta manera papá se fue a la isla de Avalón. Él también era un héroe.

— ¿Y tú serás una heroína para reunirte con papá?

—Primero tengo que cuidar de ti—le murmuró Elizabeth con cariño—. Después, seguro que estaré con papá.

— ¿Y Bella?—se apretó con fuerza a mis piernas.

—Bella se irá con quien o donde ella quiera—me guiñó un ojo.

Dawn frunció el ceño.

—Entonces no se vendrá con nosotros—refunfuñó—. Porque Edward vendrá a buscarla.

Aquello hizo que mi corazón empezase a latir con furia. ¿Cómo podía ser tan intuitiva?

—Dawn, eso no se debe decir—Elizabeth intentó mantenerse neutral, pero había algo en su voz que no parecía del todo firme. Un extraño brillo apareció en sus ojos. Por un momento, me pareció que estaba asustada. Como si Dawn hubiese dicho algo que no tenía que haberlo hecho.

— ¡Pero es cierto!—pataleó Dawn, enfadada—. ¡Él lo prometió!

Por un momento, el color de la cara de Elizabeth se fue y me miró muy aprensiva, para volver a mirar a Dawn. Ella supo que su madre estaba hablando en serio, y por primera vez, la temió, ya que se apretaba muy fuerte contra mí. Elizabeth apretó sus puños con fuerza. Necesitó un momento para que la firmeza de su voz volviese.

— ¡Sabes perfectamente que delante de Isabella no debes decir esas cosas! Son de muy mal gusto y la haces daño. Isabella es tu amiga y no debes hablar de algo que la pueda hacer daño. Ella quería mucho a tu hermano y no se juega así con los sentimientos de las personas…

—Pero si es la verdad…—protestó débilmente la niña.

—Lo prometiste, Dawn—suplicó su madre. Intuía que era más un secreto que un intento por protegerme. Dawn se dio por vencida y me miró a los ojos.

—Perdóname, Bella—se disculpó.

—No estoy enfadada, Dawn—le prometí acariciándome el cabello

Elizabeth empezó a evaluarme con ansiedad como si quisiese evaluar los impactos de la historia de Dawn sobre mí. La sonreí para tranquilizarla. Ella me devolvió la sonrisa.

— ¿Por qué no vas a cambiarte?—me sugirió—. La cena está a punto de servirse y esta pequeña salvaje te ha puesto el vestido hecho un asco—se acercó a Dawn para separarla de mí, pero ésta se negó—. ¿No pensarás ir a cenar con esas pintas? Si quieres demostrar que eres una niña grande, tendrás que comportarte como tal y ponerte un vestido limpio. Isabella, los señores Crowley y mamá no van hechos unos marranos.

—Bella va sucia—se agarraba más y más a mí, mientras su madre tiraba de ella—. ¡Y no me cambiaré! ¡Si a la gente no le gusta, que no mire!

—Tú has ensuciado a Isabella. Y si a ti no te importa, a mi sí.

— ¡No es un delito federal!

—En mi casa, sí. Y la pena por no vestirse como tal es no comer el postre. Y la señora Pott ha hecho una tarta de fresas muy rica.

— ¡Pues se la va a comer tu tía!

— ¡Dawn!

—Seguro que Dawn se vestirá, si yo se lo pido—interpuse algo de paz entre las dos—. Señora Emperatriz…

—Y ama de tu miserable existencia—añadió.

—…y ama de mi miserable existencia. Si te dejas poner un vestido nuevo, esta noche te contaré un cuento.

A pesar del brillo de sus ojos, se hizo la remolona.

— ¿Te podré dar órdenes?

Elizabeth puso los ojos en blanco y no pude evitar sonreír levemente.

—Siempre que no seas muy cruel—fingí estar muy asustada.

Dawn me dio la mano y me empujó para que empezase a andar hacia su habitación.

Antes de perderme hacia el pasillo, miré a Elizabeth y le pregunté algo que me intrigaba:

— ¿Por qué Dawn?—siempre era tradición poner un nombre que era de la familia. Yo llevaba el mismo nombre de mi abuela paterna. Y no recordaba que Elizabeth tuviese algún pariente con ese nombre.

Elizabeth sonrió con melancolía.

—Ella llegó cuando estaba sumida en una noche muy larga. Como un amanecer.

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—Come más, señorita Swan—me apremió la señora Pott—. La he hecho especialmente para usted.

—Estoy llena—señalé el plato de la tarta de fresas con pesar. Hasta que no había probado de nuevo los guisos de la señora Pott, no recordaba lo mucho que echaba de menos los platos caseros y lo efímeramente que había comido en Paris.

—A saber lo que habrá comido en Paris—me retiró el plato de mala gana. La sonreí para que no se enfadase.

— ¡Yo quiero repetir!—se quejó Dawn.

—Has comido tres trozos de tarta—le recordó su madre—. Creo que ya es suficiente por hoy. Te dolerá la tripa y te pondrás mala.

Dawn refunfuñó.

—Si te pones mala, luego no podrás hacer compañía a Arthur—le musitó Ángela acariciándole la mejilla. La maternidad le empezaba a aflorar los sentimientos más tiernos hacia los niños, y la pequeña Dawn se hacía querer. Había insistido en sentarse a mi lado en la mesa y cada poco, me pasaba un poco de su comida a mi plato.

"Tienes que comer. Que estás muy flaca y te pones malita", me decía.

— ¿Puedo visitar a Arthur después de cenar?—inquirió Dawn.

—Si no haces ruido—le pidió Ángela—. Ha estado toda la noche tosiendo y está cansado.

— ¡No te preocupes!—la tranquilizó—. Yo también quiero que se cure. Así cuando se ponga bueno, le podré pegar otra vez.

Ángela se limitó a acariciar la cabeza de Dawn con un gesto de preocupación en la cara.

— ¿Has tenido mucho trabajo, Elizabeth?—le pregunté para empezar un tema.

Ella frunció el ceño mientras se bebía el mosto.

—No es un tema muy agradable—miró a Dawn significativamente, que intentaba hacer una flor con la servilleta para regalármela, por lo que decidí no insistirla más con el asunto.

Pero Ben si estaba interesado.

—Es extraño que la hayan llamado a usted para levantar el cadáver cuando se le ha dicho que no se encargase de los casos de asesinato de las bandas.

—Este asesinato no ha sido cosas de las bandas—repuso Elizabeth—. No digo que Capone y sus esbirros hagan de las suyas, pero esta vez no han sido ellos.

— ¿Cómo se puede saber?—inquirió Ben levemente asustado.

—Por la víctima y por el modus operando del crimen. Se trataba de Nelly Wheeler.

— ¿La hija de los Wheeler, los dueños de la fábrica de textiles "Wheeler"?—Ben parecía conmocionado.

—Por lo que he podido averiguar, los padres de la señorita Wheeler no estaban relacionados con ninguna banda de contrabando. No hay un motivo aparente para el crimen. O para el asesino sí, pero a nosotros se nos escapa.

—Entonces ya no mata a vagabundos—Ángela acarició con fruición su vientre. Estaba asustada.

—El alcalde ha empezado a tomar medidas. Ha escrito al gobernador y éste ha dado la voz de alarma. Parece ser que hay una orden de busca y captura desde Springfield…

Enseguida me acordé que Jack y yo lo habíamos comentado en Paris.

— ¿Un animal?—pregunté. Mi mano temblaba al intentar coger el cuchillo.

—No. Es inteligente y bastante racional. Aunque sigue los patrones de los animales… cazadores.

—Cazadores—balbuceé.

Elizabeth asintió.

— ¿La policía?—volvió a preguntar Ben con ansiedad.

—Lo va a achacar a una guerra de bandas. No quieren investigar y en el fondo tienen miedo. No les culpo, pero es parte de su trabajo… aunque realmente no puedan hacer mucho más.

— ¿Por qué?—me preguntaba con qué clase de asesino estaban tratando que incluso Elizabeth le tuviera miedo. Parecía más un mito que algo real.

—No has visto como deja los cadáveres, Isabella. Si hubieras visto el cuerpo de la señorita Wheeler…—reprimió una arcada—. Es algo que se te queda grabado en las pupilas.

—Pues precisamente, lo que no se tiene que hacer es mitificar al asesino. Eso le alentará más a matar… y entonces será invencible.

—No te preocupes—me aseguró con un susurro—. Alguien se encargara de él. No será la policía, pero él tendrá su merecido.

— ¿Quién?

—Otro mito—dejó la respuesta buena en suspense.

La señora Williams se acercó a la mesa para decirle algo a Elizabeth:

—Señora Masen, un caballero está esperando en la puerta. No sabía si aun estaban cenando, por lo que le he hecho sentarse en el salón. ¿Le paso al comedor o va usted para allá?

Elizabeth miró el reloj y se encogió de hombros. Después comprobó que todos habíamos terminado de comer.

—No hay problema. Hazle pasar aquí—le indicó.

Miré extrañada el reloj. No era muy frecuente que alguien viniese después de la hora de cenar en un día laboral. O era muy urgente o muy misterioso.

Cuando el visitante entró, mi sonrisa se quedó congelada en la boca, y por respeto a Elizabeth, me quedé en el sitio de muy mala gana. Dawn se sentó en mis rodillas e intentó distraerme como pudo.

El visitante dirigió una mirada desdeñosa al salón y a sus ocupantes y como reflejo, sonrió despectivamente, hasta que sus grandes ojos negros se fijaron en mí y por unos segundos, su sonrisa desapareció y una pequeña hendidura le traicionó sus sentimientos.

—Isabella—le oí musitar cohibido y extasiado de verme allí.

—Señor Black—le contesté fríamente.

Toda la ternura que su hermoso y bronceado rostro pudiese transmitir desapareció de pronto y los rasgos se endurecieron. Se sentó sin pedir permiso y de malas maneras.

En los instantes de silencio, pude estudiar todos los cambios que había sufrido a lo largo de los cinco años que habían transcurrido. Resignada y entristecida tuve que hacerme a la idea que el que estaba viendo en frente de mí era el Jacob vengativo y ruin al que tuve que echar de mi casa debido a su comportamiento mezquino hacia Edward y yo.

Era tan improbable que Edward resucitase como que Jacob volviese a ser el pequeño Jake al que yo quería como a mi hermano pequeño. La herida de mi corazón se abrió de nuevo al ser consciente de la sensación de pérdida.

—Jacob Black—Elizabeth no tuvo en cuenta el gesto maleducado de Jacob y le recibió con eminente alegría, a pesar que ella debía estar enterada de sus "hazañas"—, podrías haber venido antes, así podrías haberte quedado a cenar. Hacía mucho tiempo que no te veía. Has crecido mucho y pareces todo un hombre.

—Soy un hombre, señora Masen—replicó Jacob molesto.

—Lo siento, no lo puedo evitar. Te cogía en mis brazos cuando eras pequeño y aún recuerdo cuando te ibas a jugar con Edward e Isabella, ¿verdad, Isabella?

—Sí—mascullé.

—Vaya…—Jacob empezaba a medir las palabras—. Si usted llama jugar a que su querido hijo, que en paz descanse, a la edad de seis años me atase a un árbol, desnudo, y después le prendiese fuego conmigo en él, ya que estábamos jugando a los juicios y él me había declarado culpable de herejía. Aún tengo la cicatriz de la quemadura en mi brazo derecho.

"Edward", mi voz de niña de cinco años volvió a invadir mi mente, "eres malo con Jacob, ¿lo sabías? ¿Por qué le pones tan poca madera para que arda? Si le añades más troncos, arderá más rápido".

"¡Pues no había pensado en eso!", recordar la voz de Edward a esa edad me abría la herida en el pecho, "¡Voy a por más leña! ¡Tú vigila que el chucho no se mee y apague el fuego!", le vi correr mientras un pequeño Jacob de cuatro años lloriqueaba sin cesar.

Si no hubiera sido porque el señor Masen, que olió el humo y detuvo todo, ganándonos Edward y yo el mayor castigo de nuestras vidas, posiblemente me hubiera ahorrado las ganas de abofetear a Jacob en este preciso instante.

—No recordaba que Edward era tan trasto como Dawn—Elizabeth sonrió con benevolencia para disculpar ante Jacob las diabluras de las que era víctima por parte de Edward.

—Le aseguro que si usted las hubiese vivido en carne y hueso, no se hubiese olvidado de ellas tan fácilmente—sacó un cigarro y lo encendió—. Siempre he pensado que su hijo era muy mimado. Si hubiese sabido lo que cuesta ganarse la vida, no hubiera sido así. Lo cual no quiere decir, que no lamente lo que le ocurrió. Yo no quería que muriese tal como murió—lo dijo de forma tan impersonal y mecánica, que no le creí en absoluto. Jacob no guardaba rencor a Edward por las travesuras, si no porque se sentía ultrajado por lo que él creía que Edward le había arrebatado sin esfuerzo, mientras que él había luchado por conseguirlo. En el fondo sentía lástima por Jacob pero el amor podía ser muy cruel.

Elizabeth se negó a picar el anzuelo.

— ¡Eh, tú!—Dawn le llamó la atención con el ceño fruncido—. Es de muy mala educación encender el cigarro sin pedir permiso. ¿No ves que aquí hay una mujer embarazada y una niña pequeña a la que influirás muy negativamente? ¡Mira que eres chucho!

— ¡Dawn!—le recombinó su madre.

Jacob la miró, por unos instantes, con auténtico odio, para después sonreír desdeñosamente y apagar el cigarro en un cenicero que la señora Pott le ofrecía. Dawn le sacó la lengua.

—Angelito—su voz rebosaba sarcasmo—, desde luego no se puede negar que eres hermana de…

—Bueno…—le interrumpió Elizabeth—. Ya que no has querido quedarte a cenar, podrías explicar a que has venido, Jacob. Tengo que escuchar discursos muy largos durante el día y te agradecería que fueras breve.

—En realidad, sí seré breve—Jacob se quitó su chaqueta y la puso en el poyete de la silla—. Aunque también depende de lo razonable que sea usted, señora Masen—Jacob sacó una maleta y la postró en la mesa.

— ¡Vaya!—Elizabeth fingió admirarse por la maleta—. ¡Pobre Jake! Pensé que tus jefes te pagaban más y podrías comprarte una maleta más nueva.

—Le aseguro que esta maleta vale más por dentro que por fuera… pero antes de abrirla, me gustaría hablar en privado con usted—nos invitó a salir del salón.

—Yo no veo inconveniente en que ellos estén aquí. Son parte de mi familia.

—Esto es un asunto de negocios—apremió Jacob.

— ¿A estas horas?—inquirió Elizabeth inocentemente sorprendida—. Creo que puede esperar a mañana y a no ser que sea necesario, yo no soy de las que me lleve el trabajo a casa. Creo que pasarme casi doce horas entre el despacho y las salas de juicio es suficiente para mí. Necesito mantener la cabeza en otra parte. Por lo que si lo prefieres, puedes venir mañana por la mañana a mi despacho y allí lo solucionaremos.

—Tiene que ser ahora—imperó Jacob con voz cansada e irritada. Sabía que Elizabeth le estaba tratando como un niño por la forma de hablarle y tutearle, y no le estaba sentando nada bien—. Mis jefes quieren un trato ya.

— ¡Pero qué jefes más crueles!—se lamentó Elizabeth—. ¡Que te hacen trabajar tanto! A propósito, ¿en qué se basa tu trabajo, exactamente?—no pudo evitar picarle un poco.

—En asesinar gente—escupí las palabras—. Aunque él lo denomina "limpieza de calles".

Jacob me taladró con la mirada, pero yo se la devolví sin miedo. Si en aquel momento hubiésemos tenido una pistola cada uno, hubiéramos empezado un tiroteo.

—Isabella—me regañó Elizabeth—. No puedes acusar al bueno de Jake de algo tan vil. Se necesita mucha sangre fría y bastante ingenio para asesinar a alguien y no ser acusado. ¿De verdad ves a Jacob, nuestro Jacob, haciendo eso?—chasqueó la lengua con pesar.

—En realidad, mi verdadero trabajo consiste en informar a mis jefes de las actividades de ciertos miembros que no son del todo fiables, y después de un tiempo de observación, informar de lo que pasa con ellos. Lo que decidan mis jefes es asunto de ellos. Yo no tengo nada que ver.

— ¿Quiénes son tus jefes?—preguntó Elizabeth fingiendo ignorarlo.

—John Torrio y Alphonse Capone—Jacob se preguntaba a que venía esto.

—Pues diles de mi parte que es de muy malos negociantes, explotar así a sus trabajadores…—se lamentó.

— ¿Qué se siente cuando te pagan por lo que uno hizo gratis hace seis años, Jacob?—no pude morderme la lengua—. Sé que Al Capone te paga mucho más que lo que te pagaron Reneé y Phil por espiarnos a mi prometido y a mí e ir con el cuento de que me acosté con él sin pruebas. Pero le podrías ahorrar un buen sueldo a tu gran jefe, ya que tú eres tan altruista que no te importaría hacerlo sin cobrar.

—Hay ciertas cosas que se hacen en la intimidad, señora McCarty—le odié por eso ya que estaba enterado perfectamente que mi matrimonio con Emmett era una farsa y aun así lo utilizaba para hacerme daño—. Además, yo pensaba que actuaba como un buen amigo, y el deber de cualquier amigo es anteponer el bienestar de éste al suyo y…

— ¡Eres un cabrón mentiroso!—exploté—. ¡Lo hiciste porque querías que me separasen de Edward y así tener una posibilidad conmigo!

—Es absurda, señora McCarty—me sonrió como un chiquillo travieso—. Además lo que yo no separé, lo separó la muerte. Así que su destino era no casarse con el joven señor Masen…

— ¡Cómo te atreves!—chillé y si no hubiera sido por Dawn que me agarraba y por Ángela, que acudió inmediatamente a serenarme y agarrarme de los hombros, hubiese saltado hacia el cuello de Jacob. Jacob me miraba burlón, mientras le soltaba una sarta de maldiciones y amenazas.

— ¡Isabella, siéntate!—me ordenó Elizabeth con autoridad. A regañadientes, la obedecí y miré al suelo para no tener que mirar a Jacob—. Creo que tiene razón, señor Black. La reunión la tendremos a solas. Sólo se quedará Ben como mi secretario.

—Bien—Jacob intentó quitar importancia al asunto.

— ¡Pero no ves lo que está intentando hacer ese individuo!—acusé ante Elizabeth—. ¡Te va intentar sobornar!

Elizabeth me impuso silencio con la mirada. Se me subieron los colores a mi cara debido a la vergüenza que me estaba haciendo pasar. Me miraba como hubiese mirado a Dawn por decir algo infantil y estúpido. Y así me sentí yo. Infantil y estúpida.

—Isabella, me duele la espalda y necesito ayuda para acostarme—me indicó Ángela—. ¿Puedes ayudarme?—por enésima vez se acarició la barriga cada vez más prominente.

Ángela no necesitaba mi ayuda y su verdadera intención era que yo saliese de allí y me calmase. Le sonreí levemente y cogí a Dawn de la mano, que comprendió que aquello no era un juego de niños a la perfección.

—Después de ayudar a Ángela, acuesta a Dawn—me dijo Elizabeth con su buen humor de siempre. Sus labios se curvaron en la sonrisa burlona característica de los Masen y se volvió hacia la señora Pott—. Señora Pott, ¿por qué no le trae al señor Black un buen tazón de leche con galletitas? Ha tenido un día muy duro y quiero que tenga dulces sueños por la noche cuando se vaya a dormir.

Jacob se mordió la lengua para no estropear su "negociación" ni insultar a la juez Masen en su terreno.

Salí de la habitación sin querer reprimir una sonrisa burlona. Dawn me daba la mano y Ángela me seguía.

Debía confiar en Elizabeth y darme cuenta que ella sabía lo que se hacía.

.

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Dawn se había sentado en el sofá del salón mientras esperaba que su madre saliese. Había insistido que antes de irse a la cama, tenía que dar un beso de buenas noches a su madre y que no se acostaría sin hacerlo. Resignada, me senté con ella y cogí un ejemplar de "Cumbres Borrascosas". No hacía mucho caso a Elizabeth sobre el tipo de lecturas que no me convenían por mi estado de ánimo.

—Dawn—dejé el libro, un momento, abierto por la página donde estaba. Había algo que me intrigaba—, ¿por qué has llamado a Jacob, "chucho"?—no me molesté en denominarle como señor Black. No se había ganado ese privilegio.

— ¿Te molesta que le llame así?—me preguntó con extrañeza—. Por la cara que le estabas poniendo, yo pensé que te daba igual.

—La verdad que se lo merece—sonreí—. Pero me es extraño, sólo eso—era como Edward solía denominar a Jacob cuando jugábamos juntos.

— ¿Pero no te resulta evidente?—inquirió sorprendida—. Está muy claro. Le llamo chucho porque huele mal, cada vez que te ve empieza a babear, se le elevan las orejas y empieza a seguirte. Y seguro que si tuviese rabo, lo empezaría a menear.

Me tapé la boca para que no viese como me reía. A pesar de que fuese una grosería, tenía razón. Jacob no se merecía otra cosa.

—Además, está rabioso—añadió—. Odia a mi hermano porque Edward metió su pajarito en tu nidito y él se quedó con las ganas.

— ¡Dawn!—me puse roja de la vergüenza—. Tú no sabes de lo que estás hablando.

— ¡Oye!—exclamó con gravedad infantil—. Porque sea una niña pequeña no significa que sea tonta. Si el señor Crowley no hubiese introducido el pajarito en el nido de Ángela, ésta no tendría un huevo en el interior de su vientre y Arthur no tendría un hermanito.

No parpadeé debido al asombro. Para que luego dijesen de la inocencia de los niños.

—Dawn, espero que en el asunto del pajarito de Edward y mi nidito no lo hables con tu madre. Se supone que el pajarito no debe entrar en el nidito hasta que el pajarito le de unos ciertos compromisos…

— ¡Es verdad! ¡Tú no estabas casada con Edward cuando entró el pajarito! ¡Mira que es un listillo!

—Dawn, por favor—le supliqué.

—Te lo prometo—hizo un gesto de cerrar la boca. Le acaricié sus hermosos tirabuzones dorados.

Al poco rato, oímos un fuerte portazo procedente del salón y antes de podernos reponernos de la sorpresa, vimos a Jacob salir apresuradamente sin detenerse. Musitaba incoherencias y soltó algún taco.

— ¡Zorra pelirroja!—maldijo a Elizabeth—. ¡Que no se piense que su toga y su condición de mujer le va a proteger de un mal encuentro! ¡Si va a putearme de esta manera, mejor que se quede fregando platos! ¡Zorra!

Se dispuso a salir por la puerta cuando Dawn le regañó:

— ¡Se supone que cuando se salga de una casa hay que despedirse de la gente! ¡Eres un chucho cabrón!

— ¡Dawn!—le regañé—. ¡No debes decir esos tacos! Aunque sean verdad.

—Pero si tú, que eres una princesa, los dices…

—No ha estado bien. Perdí el control y dije cosas que no debía haber dicho.

—Vale—reconoció—. Pero lo de chucho no lo retiro.

— ¡Que niña más rica!—replicó Jacob mordaz—. Espero no encontrarte en un callejón oscuro, porque evitaría que te reprodujeses.

—Creo que se tiene que ir, señor Black—le despedí lo más fríamente posible.

—Señora McCarty, niña monstruo—por un momento se fijó en mí y sus ojos volvieron a ser cálidos e inocentes. Sabía que aquello duraría poco, pero estaba viendo al Jacob que yo quería tanto. Pero al torcer los labios, volvió el Jacob vil y rencoroso. Sin decir nada más, salió de la casa.

Elizabeth se reunió con nosotras nada más salir Jacob. Dawn saltó de mis brazos y se fue a besar a su madre.

— ¿No deberías estar en la cama?—le preguntó con cariño su madre.

—Quería darte un beso de buenas noches—le expliqué—. ¿Qué le ha pasado a Jacob que ha salido de casa apenas sin despedirse?

—La gente es muy susceptible—se encogió de hombros—. Simplemente le hice un aviso que si le pillaba cometiendo un delito, aunque sea dar una botella a un borracho, sus huesos caerían en la cárcel. La verdad, que no sería demasiado tiempo, ya que su padre es el nuevo administrador y contable de Al Capone y tiene influencias. Pero un buen susto, no le vendría mal. Sobre todo, cuando tenga que coger el jabón en la ducha—se mordió los labios para reprimir una mueca.

Le sonreí con agrado. Estaba orgullosa de ella.

—Y hablando de delitos. En mi casa hay toque de queda y lo estáis violando. El castigo es quedaros sin postre una semana—bromeó—. Estás muerta de cansancio y has vivido muchas emociones. Es hora de irse a la cama—cogió a Dawn en sus brazos y me agarró de la mano para indicarme mi cuarto.

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.

No sabía el porqué estaba en esta habitación. No debería haber entrado, pero al verla entreabierta, no me había podido resistir a la tentación de entrar. Me apretujé contra el chal, ya que el fino camisón no me protegía del frío.

Cuando entré en el cuarto, empecé a imaginarme cuánto dolor sentía Elizabeth por la muerte de su hijo, a pesar que ella no daba muestras de sentirlo demasiado, incluso en alguna ocasión tenía la sensación que no se acababa de creer que estuviese muerto.

Su habitación estaba como siempre. Era como si de un momento a otro, él fuese a regresar. Como si todo hubiese sido un malentendido y él volvería a su hogar.

Su aroma permanecía en el ambiente.

Con la yema de los dedos, rocé la colcha de su cama para intentar capturar algún matiz de su esencia. Pero me quedé tan fría como estaba.

Allí no estaba.

Alcé la vista hacia la mesa de estudio y al lado de todos sus papeles y libros de medicina, había un paquete de tabaco medio empezado. Me dolió recordar todas las veces que le regañaba para que dejase de fumar y él me ignoraba por completo.

En un corcho junto con sus apuntes había colgada un par de fotos. Una de ellas era cuando estábamos Jacob, Edward y yo, con cuatro, cinco y seis años, jugando en el lago. No quise recordar la inocencia de Jacob a esa edad. Me dolía demasiado ver como se perdían los rasgos más dulces de la niñez.

Por lo que me fijé en la otra foto, en donde Jacob ya había dejado de formar parte de nuestra vida. No recordaba aquella foto, uno o dos meses después de empezar nuestro noviazgo no oficial. En ella Edward y yo nos limitábamos a darnos de la mano muy castamente. El blanco y el negro imponían un cierto respeto. A pesar de su perdurabilidad, la foto no era un recuerdo fiable.

En ella no estaba reflejada, los besos posteriores que Edward me iba dedicando en mis mejillas, mis dedos, mi cuello y mis labios. Tampoco estaban reflejados los matices de su color de pelo que cambiaban según mis dedos se iban enredando en su cabello. Y por supuesto, era incapaz de reflejar el sonido de su risa cuando mis labios se posaban, tímidamente, entre los suyos… Ni las sensaciones de nuestra piel mientras recordaba la textura del otro.

Un golpe procedente de la habitación continua me impidió hundirme en el dolor más intenso. Volví a la cruda realidad y salí de aquel cuarto, con algo de vergüenza.

La puerta de la habitación de Dawn estaba abierta. Era extraño ya que creí que la cerré cuando Dawn se durmió. Me dispuse a volver a cerrarla cuando oí la aguda y susurrante voz de Dawn. Parecía estar hablando con alguien, pero al esperar unos segundos y no oír a nadie, entré para ver qué era lo que estaba planeando.

Para mi sorpresa, Dawn estaba sentada en el poyete de su ventana con esta totalmente abierta de par en par y medio cuerpo hacia fuera. Me dirigí a cogerla y meterla en la cama, cuando la oí hablar de nuevo:

— ¡Shhh!—impuso silencio—. ¡Sabes hacer menos ruido de lo que debes! ¡No ves que la gente está durmiendo a estas horas!

Después se calló para esperar una respuesta, pero el silencio se hizo lugar hasta que ella volvió a hablar:

— ¡Eres malo!—riñó a alguien—. ¡A ella no se le hace nada! ¡Ella es mi amiga! ¡Y es la novia de mi hermano! ¡Ya verás cómo le diga a mi hermano lo que dices de ella!

Más silencio.

—Bueno… más te vale que todo esto sólo sea una broma… ¿Qué quieres decir que ella está aquí?—se dio la vuelta y al verme, pegó un brinco a mi dirección para abrazarme.

— ¿Qué haces con la ventana abierta?—le pregunté. Estaba tiritando. No recordaba que las noches en Chicago eran tan frías.

—Estaba hablando con mi amigo—habló con toda naturalidad—. Se llama "J"—me agarró de la mano y me condujo hasta la ventana—. Ven a conocerlo—me invitó.

Seguí la corriente a Dawn y me asomé a la ventana. Me dispuse a actuar para cuando ella me dijese que su amigo estaba allí, fingiese que estaba encantada de conocerle. Como me imaginaba, no había nadie ni nada. Sólo la imaginación de Dawn y veinticinco pisos de altura. Tuve una ligera sensación de vértigo. Esperaba que Dawn terminase pronto con el juego.

—Si tú no me dices donde está tu amigo, yo no puedo verle—le sugerí.

—No puedes verle porque no está aquí—parecía defraudada—. Es un idiota.

—Tal vez venga mañana. Ahora tiene que dormir.

Pensé que Dawn me daría la razón.

—No, no es eso—me negó ante mi estupor—. Él no duerme nunca.

—Eso no es posible, Dawn. La gente necesita dormir.

—Él no—insistió—. Por eso tiene esos ojos rojos y las ojeras muy marcadas.

Tenía una imaginación sorprendente. Decidí no darle más importancia. Aunque sí tendría que hablar con Elizabeth sobre la obsesión de Dawn con hablar de su hermano en presente… como si estuviese vivo.

—Bueno, a lo mejor él no duerme, pero tú sí. De hecho, deberías estar en la cama. Mañana tengo que dar clase a Tatiana, pero después te prometo que saldremos de tiendas y te compraré un regalo. Te debo uno por no traerte nada de Paris—maldije a Elizabeth y su absurdo silencio—. Lo que tú quieras—cerré la ventana mientras estudiaba sus gestos. Me eran tan familiares que dolían.

Se le iluminó el rostro.

— ¿Lo que yo quiera?

—Palabrita de niño Jesús—le juré—. Pero tienes que ir a dormir.

Sin perder más el tiempo, Dawn se metió en la cama. La tapé y le di un beso en la frente. En cuanto cerró los ojos, se quedó dormida.

Salí de su habitación, tapándome con el chal. El frío se me había calado hasta los huesos.

Capítulo 15: Lumière Capítulo 17: Dolce vita

 
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