Si Emmett no venía pronto, echaría a correr y no miraría hacia atrás. No entendía aun lo que estaba haciendo en un juzgado vestida con mi traje azul celeste de los domingos, jugueteando nerviosa con un simple anillo encajado en mi tercer dedo de la mano izquierda, préstamo de Elizabeth. Puro atrezzo. Pura pantomima. Como lo que se iba a celebrar en aquella sala. Aun no estaba segura del porqué estaba aquí. Yo no estaba hecha para el matrimonio. Si había aceptado casarme con Edward era porque le amaba de verdad y estaba dispuesta a hacer el sacrificio por él. Pero… ¿ahora?
"Lo haces para librarte de algo peor que esto. En el fondo no es tan malo".
Ni siquiera me podía sentir mal por utilizar a Emmett, ya que éste estaba encantado de ayudarme.
—Deje de preocuparse, señorita Swan—me tranquilizaba Emmett—. Tengo tres razones muy válidas para ayudarla.
— ¿Seguro, señor McCarty? —yo no tenía dudas. Yo misma era una duda existencial.
—Mi primera razón para ayudarla, es que le prometí a Edward que si le pasaba algo, yo me encargaría de protegerla. La segunda, es que odio que los padres prostituyan a sus hijas, obligándolas a casarse con quien ellas no aman, y disfracen eso con contratos legales. Bueno, la tercera, y no por ello la menos importante, es que Newton me cae gordo desde que me lo encontré sirviendo en la guerra. Era un cobarde que fingía tener diarrea cada vez que entrábamos en combate, a parte, era un bravucón y se le iba la fuerza por la boca, pegaba a las pobres prostitutas y se iba sin pagarlas y lo peor de todo era, que cada vez que recibía noticias de Edward en el frente, Newton le insultaba, alegando que su papaíto había pagado una plaza en el hospital para no tener que salir a pelear al frente ni dar de tiros a los alemanes…¡Como si hubiese honor en esa mierda! Por lo menos Eddie se dedicó a salvar a personas… no se merecía lo que le ocurrió—suspiró pesaroso, como cada vez que hablaba de Edward—. Estaba tan harto de su bravuconería, que un día le cogí por banda y le metí en cintura. Eso me costó un expediente, pero el cabronazo de Newton comprendió que sólo yo podía meterme con mi Eddie… ¡Nadie le llama cobarde delante de mis narices!
Me conmovió el enorme afecto de Emmett hacia Edward. Y me sentía mejor al comprender que Emmett de alguna forma, empatizaba conmigo respecto al dolor por la pérdida de éste.
—Emmett, yo no sé qué decir… me siento tan abrumada. Tú te vas a sacrificar por mí y yo no puedo corresponderte ni siquiera con un amor más intenso que el de una hermana siente por un hermano.
— ¡Bueno, tú tranquila! ¡Que yo tampoco te amo! A decir verdad… ¡No te ofendas, pero ni siquiera eres mi tipo! Tienes una cara preciosa, pero te falta consistencia—hizo un gesto obsceno con el pecho—. Pero si es necesario, yo no hago ascos a acostarme contigo.
—Gracias, Emmett—le di una palmadita en la espalda—. No te voy a pedir tanto sacrificio.
Al cansarme de jugar con el anillo, busqué otra cosa con la que distraerme y me encontré en la muñeca la única joya que Reneé y Phil no habían vendido, ya que me hubieran tenido que arrancar mi mano para conseguirla. Aunque tampoco le hubiesen dado el valor sentimental que tenía para mí.
Me mordí el labio, emocionada, cuando mis dedos pasaron por un pequeño lobo de madera, símbolo de mi infancia feliz, y tuve que contenerme las lágrimas cuando pase del lobo al corazón.
"Te amare siempre aunque mi corazón deje de latir".
—Perdóname, Edward—susurré a la pulsera—. Pero sólo estoy haciendo lo que tú me dijiste que hiciera. Voy a ser feliz.
Repentinamente, oí como la puerta se abría a mis espaldas y varias personas avanzaban hacia mí. Las fui identificando a medida que se iban acercando.
Una figura imponente, vestida de negro, se dirigió al estrado y en ella reconocí al juez Smith, quien nos iba a casar. Ángela, uno de mis testigos, se sentaba a mi izquierda. Miles de interrogantes salían mudos de sus ojos, pero de sus labios no salieron ni una palabra. Esbocé una sonrisa bastante tonta para tranquilizarla y decirla que todo iría bien. Su marido, Ben, se sentó en un asiento que estaba al lado de donde se tenía que sentar Emmett. Compartió con Ángela un gesto de complicidad y tuve que cerrar los ojos al ver como las demostraciones de amor me rompían poco a poco los últimos trozos de alma que me quedaban.
Un fuerte apretón en el hombro, me sacó de mis oscuros pensamientos y al fijarme en la persona que me lo había dado, le dediqué la sonrisa más brillante que podía ofrecer.
Emmett estaba impresionante vestido con su chaqué, que le hacía más esterilizado, y perfectamente afeitado.
—La verdad que reservaba este traje para cuando fuese el padrino—me señaló al recibir mi piropo—. Pero las circunstancias son las circunstancias—me lanzó una mirada divertida cuando comprobó que estaba retorciendo un papel con nerviosismo—. Parece ser que por aquí se tiene pánico escénico. ¡Tranquila! Aún no he visto que por firmar un papel, se condene a muerte. Todo va a salir bien—me acarició la espalda para tranquilizarme.
Para entonces, el juez estaba leyendo nuestros votos y después de realizarlos, nos pasó un papel que Emmett firmó sin que le temblase la mano y que me pasó después. Los sudores fríos se acumularon en mi frente y no veía donde tenía que firmar. Inspiré y espiré varias veces antes de poder coger la pluma de forma correcta y estar segura de firmar en línea recta y en el sitio adecuado. Cerré los ojos para ver si esto me parecía más fácil y dejé de pensar. Sencillamente actué. Al volver a abrir los ojos, comprobé que la firma estaba bien y en el lugar adecuado, debajo de la fecha: 14 de febrero de 1919. Bastante irónico.
Noté un apretón en la mano por parte de Emmett y un par de sonrisas resplandeciente por parte de Ángela y Ben. Intenté reprimir una risa nerviosa y aliviada.
—Hoy catorce de febrero de 1919, con el poder que me concede el estado de Illinois, yo os declaro a Emmett McCarty y a Isabella Marie McCarty, antes Isabella Marie Swan, marido y mujer.
"Isabella Marie McCarty", me sonaba un tanto extraño.
Antes de hacerme a la idea, noté como Emmett me acercaba a su cuerpo y estampaba sus labios sobre los míos. Sólo me dejó cuando empecé a notar síntomas de asfixia.
— ¡Señor McCarty!—le llamó la atención el juez—. Compórtese o le tendré que echar de la sala por desacato.
—Señoría, con todos mis respetos, se le ha olvidado decir que podía besar a la novia—soltó muy ufano mientras yo no sabía dónde meterme de la vergüenza que estaba sintiendo.
—No estamos en un oficio religioso, señor McCarty—le recordó el juez aparentemente serio pero me pareció ver que sus labios se estiraban levemente—. Señora McCarty—se dirigió a mí. Me parecía tan extraño mi nombre unido a ese apellido—, como veo que usted es una mujer que tiene más luces, haga el favor de encargarse de que su marido no les deje en la evidencia.
Ángela y Ben se rieron tímidamente. Poco a poco, me volvió el humor.
—Creo que tienen un asunto pendiente—nos volvió a llamar la atención el juez.
— ¡Ah!—se dio una palmada en la frente—. Isabella, querida, mientras la señora Masen y el señor Mahoney llegan al juzgado, puedes ir firmando esto. Considéralo mi regalo de bodas—me extendió un extraño papel y lo leí detenidamente.
"Yo, Emmett McCarty, doy permiso a mi esposa, Isabella Marie McCarty, para ser la dueña absoluta de su fortuna personal, valorada en un millón de dólares, en su uso y disfrute…".
Esta vez no me costó nada poner la firma en el documento.
"Isabella Marie McCarty".
Lo malo de esto era que acabaría acostumbrándome al apellido cuando ya estuviese divorciada.
Emmett no se separó de mí en ningún instante. Instintivamente, cogió mi mano y no me soltó.
Ni siquiera cuando su cara estaba peligrosamente cerca de la trayectoria de un jarrón, que Reneé le había lanzado al conocer que su querida hija, por fin, se había casado. Aunque desde luego no estaba tirando la casa por la ventana por la alegría que le invadía. Al principio, pensaron que aquello era un farol que me estaba marcando, pero cuando les enseñé el contrato matrimonial con la firma de un juez, un abogado, la de los Crowley y la de Emmett y la mía, los objetos de cerámica y cristal empezaron a volar en nuestra dirección.
— ¡Pero cómo has sido capaz de hacer esto a tu madre!—la bandeja de cristal de Murano había pasado rozando la oreja de Emmett—. ¡Después de todo lo que he hecho por ti!—suspiré, cansada de estar escuchando sus tonterías.
El aire le empezaba a fallar, y al sentarse comprendí que iba a fingir un ataque de ansiedad.
— ¡Oh, Dios!—se llevó las manos a la cabeza—. ¡Te ha seducido! ¡Estás embarazada!
— ¡Te has dejado preñar, puta!—me acusó Phil airado.
— ¡Cuidado, amigo! Nadie debe cuestionar la virtud de mi esposa—le previno Emmett tan enfadado que Phil pareció remitir lo dicho.
— ¡Phil!—le llamó Reneé angustiada—. ¡Trae ahora mismo las sales!
—No estoy embarazada ni me he dejado seducir. Sólo he hecho lo que vosotros tanto me insistíais que hiciese—quería salir lo antes posible de aquella casa.
— ¡Tenías un contrato con Newton! ¡La boda se iba a celebrar en menos de un mes!—vociferó Reneé como una arpía—. Incluso Elizabeth Masen nos iba a dar el vestido de tu boda. Claro que tampoco la íbamos a invitar a la boda. Sería muy feo que viese como la antigua prometida de su hijo se casaba con otro.
"Y más si hubiese llevado el mismo vestido que hubiese llevado en mi boda con Edward", aquello era una buena bofetada a Elizabeth.
— ¡Que altruista la señora Masen!—se rió Emmett—. Pues a nosotros no nos ha ofrecido nada de eso.
Sonreí débilmente a Emmett.
—Te van a acusar de violación de contrato—Phil me enseñó los dientes de forma amedrentadora, sin que aquello me asustase lo más mínimo—. Y tú y tu maridito os vais a pudrir en la cárcel.
—No he incumplido ningún trato porque yo no firmé nada. En tal caso los que iríais a la cárcel, seriáis vosotros porque vuestra firma estaba impresa en el contrato.
Reneé, al oír la palabra cárcel, se desplomó sobre la silla, desmayada. Emmett fue corriendo a por las sales y se las puso debajo de la nariz.
Cuando volvió en sí, volvió a su sesión de lloriqueos y gritos histéricos.
—Venga, venga, venga—le animó Emmett dándole unos golpecitos en la espalda—. La situación no es tan mala. Ustedes querían ver a su hija casada, y ya lo han conseguido. A propósito, ¿puedo llamarla mamá?
— ¡No!—gritó Reneé. Luego se volvió a mí con toda su rabia sin contener—. ¿Cómo me has podido hacer esto, Isabella? Yo soy tu madre. Te he dado una educación. Te he permitido hacer todo lo que has querido, a pesar de no estar de acuerdo en muchas de las cosas e intentado casarte lo mejor que he podido… y tú, por llevarme la contraria, has estropeado tu vida para siempre, casándote con un aventurero, un don nadie… ¿Qué es lo que has hecho? Tú no le amas. Tanto que predicas el matrimonio por amor, y lo que has hecho ha sido una venganza contra nosotros sin motivo ninguno.
Me sentí ofendida por sus palabras. Me crucé de brazos y me dirigí a ella en tono glacial.
—Espero que no estés diciéndome que has sido una buena madre. ¿Cómo te atreves a decir que te has preocupado por mí? Prácticamente, eres una desconocida para mí. Mientras mi padre y mis tutores se encargaban de mi educación, tú te ibas de fiesta en fiesta apareciendo al amanecer del día siguiente y sin verte durante semanas enteras, porque cuando regresabas, te metías en la cama y no se te podía molestar. Y cuando no te ibas de fiestas, te dedicabas a ignorarme como si de un mueble se tratase. La única vez que te vi en tu papel de madre fue cuando padre murió y la familia Masen me reclamó a su lado. Incluso ese gesto no lo hiciste por amor de madre. No querías separarte de mí porque no querías darle esa satisfacción a Elizabeth Masen. Me has permitido hacer lo que yo quisiese porque era la manera más factible que tenías para que yo no te molestase mientras estuvieses con tu marido y tus trapicheos. Y en cuanto al matrimonio, si era ventajoso para mí, no te importaba demasiado. Sólo querías que fuese ventajoso para ti y tu marido. Estabais dispuestos a entregarme al mejor postor sin importaros si yo iba a estar bien. Lo único que queríais era gastaros mi dinero mientras Newton me esclavizaba en su cama y me trataba como una vulgar prostituta, anulándome por completo, dándole un hijo por año. Os creíais que por ser una mujer y no haber cumplido los dieciocho años, iba a ser sumisa y complaciente. Pensasteis que, después de la muerte de mi prometido, yo estaba sola y nadie me iba a escuchar. Y estuve a punto de rendirme y dejar de ser yo misma, pero descubrí que tenía grandes amigos y que no me iban a dejar en la estacada. Tenías razón, madre—le sonreí cruelmente mientras ella se empequeñecía en su asiento—. Casarse por amor es bueno, pero casarse por venganza es aún mejor. Me siento tan realizada. Y quiero a Emmett—no iba a añadir que como un hermano. Me gustaba dejarles con la expectativa.
— ¡Oh, querida! ¡Qué maquiavélica eres! ¡Menudo par tienes!—me reconoció Emmett, admirado—. Recuérdame que no te haga enfadar, si no quiero salir trasquilado. Aunque espero que me permitas irme de prostíbulos de vez en cuando… ¡Con mi dinero, por supuesto!
Le acaricié la mano para agradecerle su apoyo.
Phil saltó a la defensiva.
—No eres nadie ni nada, pequeña víbora. Te crees muy lista pero en el fondo sólo eres una estúpida zorra. Tú misma has caído en la trampa, mocosa. No querías casarte, pero para romper un contrato matrimonial has tenido que hacerlo. ¿Cuál era tu plan? Casarte con un don nadie caza fortunas. Cuando te quedes en la calle y tengas que trabajar en una fabrica durante catorce horas cobrando unos diez dólares por semana, comprenderás que nuestra solución era lo mejor que se te podía ofrecer.
Sonreí despectivamente a Phil.
—Yo creo que no—saqué un papel de mi bolsillo y se lo di a Phil.
A medida que lo iba leyendo su semblante iba cambiando de color y su sonrisa iba desapareciendo en proporción con el saliente de sus ojos. Se puso lívido y apretó el papel con sus manos. Algo le impedía soltarlo. Repentinamente, unas perlas de sudor afloraron en su frente y parecía que le costaba respirar.
—Tú… tú no puedes hacernos esto… no es posible…—se taladraba con las palabras.
— ¡Phil!—gimió Reneé.
— ¡En este papel dice que ella es la dueña de esta casa y de todos los bienes y fortuna del Capitán Charles Swan!—Phil agitó el papel con furia—. ¿Sabes que significa esto, Reneé? ¡Que nos puede echar a la calle en este momento!
— ¡Ella no puede hacer eso!—fue su último grito antes de volverse a desvanecerse en la silla y Emmett tuviese que darle agua y ponerle las sales en la nariz.
Observé el espectáculo con indiferencia. Había pasado tanto tiempo contemplando sus tragicomedias, que ahora sus desgracias no me conmovían en absoluto. Era terrible que una hija llegase a pensar eso de su madre y su padrastro, pero demasiados años de carencia de cariño materno me habían endurecido.
Cuando mi madre parecía que se había recuperado, decidí dar mi veredicto.
—Desde el momento en que yo decidí convertirme en la señora McCarty—empezaba a sonarme mejor el apellido. Podría deberse a las circunstancias. Realmente era malvada. Estaba saboreando esta situación—, esta casa y todo lo que hay en ella, me pertenecen por herencia. Así me lo dijo mi padre al hacer el testamento. Por lo que en este instante, si yo lo decido, esta noche estaréis durmiendo en un callejón. O incluso, podréis ir la cárcel, porque estoy en mi pleno derecho a denunciaros por malversar la fortuna que mi padre me dejó y que mi madre tenía el deber de custodiar hasta que yo me casase—Reneé y Phil empezaron a temblar. Respiré y dejé una prolongación de cinco minutos para agobiarles un poco más—. Pero no lo voy a hacer. He decidido ser generosa y, no sólo no os voy a denunciar, sino que estoy dispuesta a dejaros que viváis en esta casa. Estáis en la ruina y no creo que tengáis suficiente dinero como para compraros una casa nueva. No pienso echaros a la calle. Si no podéis manteneros en esta casa, siempre tendréis la opción de alquilarla e iros a vivir a un sitio con una renta más asequible. Porque al contrario que tú y que Phil, yo sí recuerdo que eres mi madre y no puedo dejarte en la estacada, a pesar de todo el mal que me has hecho. Lo único que te voy a pedir es que me dejes partir de esta casa ahora mismo y a partir de este momento, dejaré de existir para vosotros. Al igual que vosotros para mí. No intentéis localizarme, porque en lugar de tener noticias mías, las tendréis de mi abogado. No sé si vosotros os olvidareis de mí, pero os puedo asegurar que en cuanto salga de aquí, yo sí lo haré. Mandaré a recoger mis cosas—después de decir eso, estaba dispuesta a girarme para irme hacia la puerta de entrada, pero Emmett me agarró del brazo y me lo impidió.
—Creo que tus padres aún no nos han dado su bendición—su sonrisa maliciosa se reflejó en el brillo de sus ojos castaños—. Creo que ellos aún te deben un regalo de bodas.
Aquello no le hizo demasiada gracia a Phil.
— ¡Nos ha condenado a la indigencia y quiere que la demos la enhorabuena!—exclamó furioso.
—Phil—suplicó Reneé, agarrándole del brazo.
— ¡Calla!—la empujó.
—Puede que yo sea un aventurero, no se lo niego. Puede que yo no sea el ejemplo de fidelidad más absoluta que exista. Pero si de algo puedo sentirme orgulloso, a parte de mi medio millón de dólares en el banco, es de conocer a los contactos adecuados para las ocasiones como ésta. Los milagros de las chicas de "Mummy Louise". En fin, que me voy por las ramas. En una de esas noches locas, se puede conocer a tanta gente… entre otros a un prestamista cuyo negocio está en el Downstreet de Chicago… un par de copas y es capaz de soplarme la lista de clientes que ha tenido… y su nombre salió en esa conversación, señor Dwyer. Me contó que le había vendido unas joyas de increíble valor y que al final de todo se las dejo por veinticinco mil dólares…
— ¿Veinticinco mil dólares?—interrumpí a Emmett, dirigiéndome a Phil—. Me dijisteis que habían costado cinco mil dólares que habíais dado a Newton. ¿Dónde está el resto del dinero?
—Lo tienen los acreedores—Phil tragó saliva al ver a Emmett poniéndose en posición de ataque.
Emmett siguió contando.
—También conocí a un tal señor Smith… un tipo encantador, si no le buscas las cosquillas y eres cumplidor con la palabra que se le da. Creo que por un casual, también mencionó su nombre. Por lo que me dijo, creo que está usted en un aprieto, señor Dwyer, porque, al parecer, le debe usted cinco mil dólares. Tiene suerte que aún no sepa donde vive usted. Imagínese que yo me vaya de copas un día y se me escape su dirección debido a la borrachera que tenga…—se tapó la boca, haciéndose el inocente—. Esta buena señora—señaló a Reneé—, no podrá ser complacida en los ámbitos más íntimos de su matrimonio—hizo una mueca de fingido horror.
—Le iba a pagar. Tengo el dinero aquí…—las rodillas de Phil empezaron a temblar—. Sólo necesito pagar a dos o tres acreedores más…—parecía a punto del llanto.
— ¿Cuánto tiene por casualidad?—preguntó Emmett, aparentando no sentir interés por aquello.
—Aun tengo cinco mil dólares—musitó a punto de llorar como un niño pequeño.
—Pues vamos a hacer una cosa—le sugirió Emmett—. Yo hablaré con el señor Smith y de alguna manera, conseguiré que le perdone su deuda—Phil parecía esperanzado por aquello—. A cambio de que le dé una parte del dinero de sus joyas a mi esposa—le miré anonadada. Era lo que menos me podría esperar. Era mejor de lo que podía soñar. Aunque estaba dispuesta a pagar ese dinero y más por memorizar para siempre la cara de desconcierto y furia de Phil—. Ella perdonará el resto.
— ¿Y si me niego?—Phil intentó sacar un amago de dignidad, que irónicamente me pareció patético.
Emmett venció la distancia entre los dos y agarrándole por el cuello de la camisa, le levantó varios centímetros del suelo.
—Pues no hará falta esperar al señor Smith para que yo le haga su trabajo y le parta las piernas—le enseñó los dientes—. ¿Queda claro…, papá?
— ¡Ay!—gimió Reneé—. ¡Vais a mancharme las alfombras de sangre!
Phil acabó cediendo y, al ser depositado de nuevo en el suelo, sacó de su chaqueta un fajo de billetes y me los tiró de mala gana. Jamás me había sentido tan eufórica.
Después de la humillación, Phil se volvió a mi madre y empezó a increparla.
— ¡Te advertí que te libraras de tu mocosa!—le echó en cara a ésta—. ¡Mira lo que nos ha liado! Espero que por lo menos tu cerebro te llegue para abrirte de piernas y finjas los orgasmos como haces conmigo. Porque para ser puta de categoría, se te ha pasado el arroz, vieja arpía.
—Aquí el único que no vale ni para proxeneta, eres tú. Y si mi figura se ha estropeado, es porque he dado los mejores años de mi vida a un auténtico parásito. Yo te he dado todo y tú lo único que has hecho es chuparme la sangre y el dinero.
— ¡Zorra!
— ¡Cabrón!
Los insultos llegaron a mayores y al compartir una mirada con Emmett, comprendí que ya era hora de salir de esta casa para siempre.
Eché un vistazo nostálgico por tener que dejar la casa de mis abuelos y mi padre a esos dos individuos y me agarré del brazo de Emmett para salir de allí y saborear en mi paladar el sabor de la libertad.
Los insultos fueron sustituidos por lanzamientos de objetos de cristal y cerámica.
— ¡Qué bonito es el amor!—repuse irónica al oír colisionar un objeto de cristal en el suelo.
—Pues yo no quiero saber cómo reaccionaran cuando venga el acreedor a partirle las piernas y se enteren de la trola de las copas y las putas que le he contado—confesó Emmett con aires inocentes mientras nos dirigíamos al coche donde Elizabeth nos estaba esperando con una sonrisa de bienvenida.
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Era mi tercer plato de tarta de fresas que me comía. No me había dado cuenta de cuánto había echado de menos mi postre favorito hasta que la señora Pott me la preparó por motivo de la celebración por mi adquirida libertad. Me sentía casi feliz. Era un sentimiento extraño que no había albergado desde la muerte de Edward. Ahora, comiendo tarta y sentada en la mesa con Elizabeth, Emmett, Ángela y Ben Crowley y la señora Pott, era capaz de esbozar una sonrisa sincera y reírme con ganas de las cosas.
— ¿Así que te vas a Paris?—me preguntó Ángela, bastante sorprendida y admirada por mi decisión—. Aquello debe ser muy bonito. Me gustaría ir algún día a Paris.
—Siempre podéis venir a visitarme—les invité.
—Teníamos que haber ido en nuestra luna de miel. Pero ahora andamos un poco escasos de dinero con todos los gastos que nos requiere un nuevo hogar—se lamentó Ben.
—No te preocupes, Ben—le consoló Elizabeth—. Cuando Edward y yo nos casamos, nuestra situación económica también era precaria y no nos pudimos permitir irnos de viaje de novios hasta casi diez años después. Recuerdo que fuimos a Venecia.
— ¿Le gustó Venecia?—preguntó Ángela con ojos soñadores.
Elizabeth frunció el ceño, algo enfadada.
—Bueno… teniendo en cuenta que yo quería tener una luna de miel con mi marido a solas, pero éste decía que iba a echar de menos a su hijo y que si no lo veía en vacaciones, ya no le vería hasta el curso que viene, tuve que cargar con dos niños en los quince días que estuvimos. Entre el padre y el hijo me volvieron loca. Entre que hicieron una apuesta para ver quién de los dos mataba más palomas a pedradas en la plaza de San Marcos y luego por las mañanas, al padre de la criatura no se le ocurría otra que darle café sólo por las mañanas y por la noches, una copa de vino… ¡Como si Edward necesitase algo para estimularle a hacer travesuras…! Estuve las dos semanas gritándoles y pegándoles collejas para que se comportasen… pero cuando se pusieron a escupir al agua mientras dábamos un paseo en góndola, estuve a punto de arrojarles al río Po. En el hotel ya nos conocían como los "yankies" y nos temían cada vez que nos veían. Cuando volvimos a New York me pasé una semana sin hablar con ellos y les grité que nunca más iría de viaje con ellos. Pero, después de todo me enviaron un ramo de flores con una tarjeta, diciéndome lo mucho que lo sentían. Nunca me podía enfadar con ellos en serio…—el rostro de Elizabeth se enrojeció debido a la emoción de los recuerdos. Supuse que nos unía a las dos el mismo dolor por la pérdida de un ser amado, sólo que el golpe para ella había sido el doble de impactante. Ya era suficientemente duro perder a tu alma gemela y herir tu interior de manera desgarradora. Pero perder a un hijo era algo antinatural. Como echar sal a una herida y mantenerla abierta en carne viva.
Pero al contrario de lo que me podría llegar a imaginar, los ojos de Elizabeth reaccionaban al dolor cuando se hablaba de su difunto marido. Sin embargo, con Edward era diferente. Tal vez la gente no notaba la sutil diferencia entre los gestos y los guiños de Elizabeth cuando se hablaba de su marido o de su hijo. Pero, yo que la conocía más profundamente, podía distinguir por sus expresiones, la forma de morderse el labio, la manera de crispar sus dedos en la falda y el ritmo de su respiración, la ambigua discrepancia entre la pena más desgarrada, a la dulce nostalgia. Cuando hablaba de mi Edward, su tono no era de congoja, si no de esperanza. No como si su hijo hubiese muerto, si no que estaba haciendo un largo viaje y volvería algún día. Mi interior me decía que aquello se trataba de algo más que una simple defensa en contra del dolor.
Miré a Elizabeth detenidamente para intentar descifrar parte de su enigma, pero su impasible rostro sólo estaba concentrado en comerse el trozo de tarta y hablar con Ángela.
—Aunque, señora Crowley, siempre podríamos ir a Paris para visitar a la señorita Swan… esto, a la señora McCarty—continuó hablando Elizabeth, corrigiéndose por el lapsus de llamarme por mi apellido de soltera. Al igual que yo, ella tampoco se acostumbraba del todo a mi nuevo estado civil, ni mucho menos a mi apellido—. Aunque tendrá que ser dentro de dos años. Me temo que voy a estar muy ocupada preparando mi examen para ser juez.
Emmett silbó admirativo.
—Miedo me da, señora Masen—fingió asustarse—. Menos mal que yo para entonces estaré muy lejos de Chicago.
— ¿Qué vas a hacer ahora, Emmett?—pregunté realmente interesada. Me daba pena tener que separarme de él tan pronto.
— ¿Vas a volver a Memphis o a New York?—le preguntó Elizabeth.
Emmett esbozó una enorme sonrisa.
—No. Voy a hacer el negocio más importante de mi vida y para eso voy a tener que irme hasta Juneau—explicó con entusiasmo sus planes.
Se me atragantó un trozo de tarta y Elizabeth le echó una mirada inquisitiva. Ángela y Ben parecían no creerse lo que estaban oyendo.
— ¿Se puede saber qué clase de negocios te traes en Alaska?—le preguntó Elizabeth con una ligera alteración en la voz—. Ahí no hay más que rusos, hielo, osos polares y pingüinos.
—Cuando llegué pregunté en el hospital por el doctor Cullen—pegué un leve respingo de la silla al oír el apellido de aquel misterioso y atractivo personaje, mientras que Elizabeth simuló bajar los ojos a su taza de café, mientras un leve temblor en los dedos la hacían más vulnerable a sus emociones— y me dijeron que se había trasladado a algún lugar de Alaska, pero no me supieron decir dónde. Empezaré por viajar hasta Juneau y a partir de entonces empezaré a buscar.
— ¿Por qué buscas al doctor Cullen, Emmett? ¿Acaso estás enfermo? ¿O tienes algún negocio con él?—no podría imaginarme que el doctor hiciese alguna especie de trato con Emmett o que le debiese dinero. No me parecía el típico hombre que dejase a deber nada.
— ¡Oh, no! En realidad el doctor no me interesa en absoluto. Tal vez si tuviese un par de melones y no mease de pie, podría haberme fijado en él. Para las mujeres, os puede resultar tan seductor, pero yo soy un hombre de pelo en pecho y como que esas cosas…—hizo un gesto de repelús—. El que entendía de eso era el pequeño Eddie.
— ¡Emmett!—le regañó Elizabeth—. ¡Ya está bien de meterse con mi hijo!
—Pero si Eddie era un gran hombre. Aunque tuviese ese pequeño defecto, usted le iba a querer igual, señora Masen. Al igual que Isabella, ¿verdad?—me guiñó un ojo mientras me contenía la lengua para no contarle a Emmett como había descubierto que él estaba equivocado respecto a esa faceta de Edward. A decir verdad, muy equivocado.
Me tapé la cara con una servilleta para que no se me notase como estaba enrojeciendo.
—Es que a Eddie le tenía que tirar el pescado más que la carne—continuó Emmett— porque yo hubiera tenido una prometida como la que él tenía…, bueno a lo mejor con más volumen de pecho… y creo que no hubieses llegado virgen al matrimonio, Isabella.
Me empecé a reír como una histérica para disimular todo el estupor que me estaba recorriendo el cuerpo. Por suerte, Elizabeth acudió en mi ayuda.
— ¿Te crees que todos los hombres son una panda de rufianes como tú, Emmett? Además, es de muy mala educación hablar de la virtud de una dama delante de ella y de otras personas. Puede llevar a equívocos.
—No se preocupe, señora Masen. Nunca he dudado de la virtud y el buen decoro de la señora McCarty—repuso Ángela. Le sonreí debido a la ternura que me inspiraba su inocencia.
—Emmett, hazme el favor de explicar que es lo que quieres de Carlisl…, esto… del doctor Cullen y que es lo que te llevas entre manos—Elizabeth desvió de nuevo el tema para evitar indagar más profundamente. Me preguntaba hasta que punto sabría lo que llegué a pasar con Edward.
—Es que…—Emmett empezó a juguetear nervioso con los dedos—, tengo una cuestión que arreglar con él. Me gustaría saber si en un futuro no muy lejano… pues le podría llamar… papá.
Aquello hizo que Elizabeth y yo nos volviésemos a atragantar con el café. ¿Sería posible que Emmett estuviese enamorado de verdad y se decidiera a sentar la cabeza de una vez? Apenas recordaba a la hija del doctor Cullen, pero sí tenía un vago concepto de su belleza irreal y única. También me situé en el momento en la que ella me fue a ver para darle una carta de negativa a Emmett. Nunca entendí cual era el inconveniente. Emmett podría ser irreverente y vulgar en algunas ocasiones, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por las personas que quería. Además tenía una posición suficientemente holgada para poder tratarla como una reina. Esperaba que el doctor Cullen fuese razonable, viese las ventajas de aquel enlace y permitiese a su hija aceptar a Emmett como marido. Esperaba que no pusiese muchos reparos en que su futuro yerno estuviera divorciado.
—No me puedo creer que estés enamorado, Emmett—le felicité. En el fondo, esperaba que ella fuese mejor esposa de lo que iba a ser yo.
—Creo que se merece ser feliz, señor McCarty—le animó Ben.
—Muy feliz—remarcó la señora Pott.
Elizabeth no parecía tan eufórica como nosotros y no se unió al regocijo general. Se limitó a bajar la mirada, fijándola en el plato. La observé morderse sutilmente el labio. Era el mismo gesto que hacía Edward cuando veía que algo no iba bien. ¿Qué sabía ella sobre el doctor Cullen y su familia? Parecía que sobre ese asunto estuviese atada a una especie de juramento hipocrático. Aun así, yo fui la única que reparó en ella.
—Bueno, no podemos vender la piel del oso antes de haberla matado—Emmett estaba tan rojo como una grana—. Primero tengo que ir a buscarla y encontrarla. Pero aunque me tenga que barrer toda Alaska, volveré con ella.
—Pero Alaska es territorio extranjero y además es tan inhóspito. Me pregunto cómo se las apañará—la voz de Ángela sonaba preocupada. Si no conociera el carácter indómito de Emmett, que le hizo sobrevivir a la guerra en condiciones más que precarias, yo también estaría preocupada. Pronto, Emmett nos devolvió la confianza con su habitual alegría.
— ¡Bah!—no le dio importancia—. Yo no me preocuparía demasiado. Mientras haya osos, alcohol y putas, yo me las iré apañando.
—Emmett—puse los ojos en blanco. Nunca cambiaría—, pensé que estaba enamorado de la señorita Hale. No creo que a ella le hiciese muy feliz que usted esté con otras mujeres que no sean ella.
— ¡Jo!—empezó a hacer pucheros—. Con algo tendré que entretenerme mientras sigo con la búsqueda de mi Rachel.
— ¿Rachel?—pregunté con escepticismo. No era el nombre que me venía a la cabeza para aquella enfermera.
—En realidad cuando la vi por primera vez, no la estaba escuchando demasiado. Más bien me estaba fijando en sus encantos más evidentes a la vista. Pero me fijé que en el bolsillo de su bata llevaba la inicial de su nombre y luego el apellido Hale. El bolsillo estaba en un lugar estratégico. Como nunca llegué a averiguar el nombre de mi dulce Artemisa pues la decidí llamar Rachel. Rachel era la prostituta con la que me acosté para desvirgarme y como también era rubia y estaba muy bien dotada, pues me recordó a ella. Además tiene toda la pinta de llamarse Rachel, ¿no creéis?
—Espero que nunca le expliques la historia de Rachel a la señorita Hale, si quieres tener alguna posibilidad con ella—Elizabeth decidió hablar. Tenía una sonrisa burlona, pero en sus ojos había un brillo inescrutable en los ojos. Al sentir una punzada en mi pecho, la dejé de mirar para juguetear con un trozo de tarta. Cuando volví a fijar mi vista en ella, su sonrisa había desaparecido.
»Emmett, ya te lo dije una vez que a lo mejor la señorita Hale no era lo más conveniente para ti. No lo digo por quitarte la ilusión. Sabes que te quiero y deseo lo mejor para ti, por eso estoy obligada a decirte esto. No creo que sea lo que tú estás buscando. El doctor Cullen y su familia no son muy… accesibles—la palabra "accesible" no era precisamente la que estaba buscando. Era una más fuerte. Un sexto sentido me decía que Elizabeth y el doctor estaban unidos por alguna especie de secreto muy comprometedor.
»No tengo nada en contra del doctor Cullen—siguió explicando ésta mientras Emmett la miraba anonadado—. Es más, nunca encontraré a nadie con unas cualidades tan excepcionales como las de él… Creo que nunca tendré vida suficiente para agradecerle lo que ha hecho por mí—por el rabillo del ojo me localizó con sus penetrantes ojos verdes—. Estoy en deuda con él… eternamente. Pero hay cosas de él…—se atascó levemente…—. Es mejor que mantengas las distancias con ellos… puede que si descubrieses una mínima parte de lo que esconde, te pensarías mejor las cosas.
La miré fijamente, mientras ésta seguía hablando con Emmett. ¿Qué era lo que sabía? Pero ella parecía ignorarme. Su atención estaba concentrada en algún lugar. Tenía la impresión que me estaba evitando.
— ¿Qué es lo peor que te puedas imaginar de la señorita Hale, Emmett?—no era una pregunta muy inocente.
Emmett abrió los ojos exageradamente.
— ¡Ay, Dios mío!—exclamó aterrado—. ¡Qué mala suerte! ¡Seguro que la tiene más gorda que la mía y todo!—se llevó las manos a la cabeza—. ¿Por qué esa obra maestra de la naturaleza es lo que es? Aunque me preguntó como habrá conseguido tener esa delantera que tiene. Su padre es cirujano, pero no creo que haga milagros…
— ¡Emmett, ella es una mujer!—le tranquilizó Elizabeth en ese sentido.
— ¡Ah, bueno!—se llevó una mano al corazón—. Mientras no sea eso, lo demás no importa.
—Tú mismo—se rindió Elizabeth. Decidió cambiar de tema y se volvió hacia mí—. Cariño, voy a darte mi regalo de bodas—se dirigió hacia la cómoda y sacó de un cajón unos papeles. Me los dio ante mi estupefacción—. Dentro de tres días a las diez de la mañana tienes que estar en New York para coger el barco que te lleve a Ruan y después cogerás un tren hasta Paris. Creo que no es el mejor regalo de bodas, pero las circunstancias son las circunstancias—suspiró, pesarosa. Ambas sabíamos cuales eran las circunstancias ideales.
—Es el mejor regalo que me habéis podido hacer—mi pasaporte a la libertad. Sonreí con ganas.
—Entonces eso significa que sólo te faltan dos días para irte—me avisó Ángela.
—Sí—asentí.
Era algo extraño, pero a pesar de que tu universo interior se paralizase por el dolor, el mundo que te rodeaba, cambiaba. Aunque mi corazón se hubiera detenido para mí, este aun se acompasaba con el tic tac del reloj de Elizabeth. En definitiva, el mundo seguía girando, aunque el dolor por la destrucción de mi propio mundo, me hubiese cegado. Dos días y ya no volvería a ver más el lago Michigan. Dos días más y adiós a Chicago y a todo mi oasis al que yo creía el mundo. La realidad venía a por mí y yo le echaría cara. Aunque en mis maletas, además de la ropa, siempre llevaría los pequeños fragmentos de todas las cosas buenas que las personas a las que apreciaba me iban dando.
Me sentía menos infeliz que unos meses atrás y estaba en perfectas condiciones de cumplir mi promesa a Edward.
—No soy muy dada a los discursos…—se me anudaban las palabras en la garganta—por lo tanto sólo diré que éstos van a ser los dos mejores días en mucho tiempo y de no haber sido por vosotros…—no pude continuar porque las lágrimas se empezaban a salir y, como me temía, empecé a sollozar.
—Lo sabemos—Elizabeth me arropó en sus brazos como si fuese un bebe y empezó a mecerme.
—Nosotros también te echaremos de menos—confirmó Emmett—. Y más te vale que no llores más porque, si no, me harás llorar a mí y aunque no os lo creáis, yo soy muy sensible con estas cosas. Por lo tanto sólo me queda, alzar las tazas de café y brindar por Isabella Marie McCarty, la mejor esposa de la que me voy a divorciar… aunque si tuviese más delantera, no te creas que te iba a soltar tan a la ligera—alzó la taza—. ¡Por Isabella! ¡Para que tenga todo lo que se merece y no se nos vuelva una snob europea!
— ¡Por Isabella!—le imitamos los demás y brindamos a mi salud.
— ¡Por el pequeño Eddie!—volvió a alzar la taza—. ¡Para que cuando haya llegado al cielo, se haya cambiado a la acera normal y no se dedique a seguir las faldas de los angelitos hasta que Isabella se vuelva a reunir con él! ¡Joder, que para él setenta u ochenta años de espera sólo serán un paseo!
— ¡Emmett, que mi hijo no es… era gay!—protestó Elizabeth de nuevo.
— ¡Por la madre de la criatura! ¡Porque es la madre que nunca quise tener, ya que hubiese preferido que se hubiese ido conmigo a la cama de haber tenido diez años menos!
Aquello hizo que Emmett se ganase una colleja por parte de Elizabeth. Me sentí con fuerzas para reírme de todo.
Entonces recordé que tenía algo pendiente con Emmett. Subí un momento a mi habitación —mi cuarto siempre que había venido a dormir a aquella casa— y de mi joyero, cogí una cajita. Aquello era una de las pocas cosas que Reneé y Phil no habían vendido. Abrí la caja y sonreí al ver mi anillo de hojas de esmeralda y brillantes. Perfecto para la verdadera mujer de Emmett. Bajé de nuevo al comedor y se lo entregué.
—Perteneció a mi abuela. Quiero que tu esposa, tu verdadera esposa, lo lleve como anillo de compromiso. Éste es mi regalo de bodas para ti. Ojalá pudiese darte más. Te lo mereces, Emmett. Espero de todo corazón que sea tu pequeña Artemisa.
Emmett empezó a darle vueltas con admiración. Una lágrima surcó su rostro. Se la limpió rápidamente.
— ¡Por eso me gustan tan poco las despedidas!—se sorbió los mocos—. ¡Sacan mi lado más tierno!—sin darme cuenta, ya me había estrechado entre sus brazos y volvió a estampar sus labios con los míos. Sólo me soltó cuando empezó a detectar signos de asfixia en mí.
Respiré varias veces antes de poder volver a hablar. Emmett parecía un niño con zapatos nuevos.
— ¡Jo, esto es el complemento ideal para mi preciosa Roberta! Roberta fue la prostituta con la que yo me acosté después de Rachel. También rubia con buenas dotes—nos explicó mientras poníamos los ojos en blanco. Nunca cambiaría. Esperaba que su aventura con su diosa de la caza particular acabase bien.
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No hacía otra cosa que dar vueltas en la cama. Había sido un día demasiado largo. Entre la boda, la despedida de mis padres, la merienda para celebrar el acontecimiento, hacer las maletas y prepararme mentalmente para decir adiós, me tendrían que haber dejado totalmente agotada. Aún así no podía reconciliar el sueño. Volví a cerrar los ojos y me concentré en una masa de agua azul con tonos violáceos, teñida por las tonalidades de la noche. El lago Michigan. Una luz se me encendió y comprendí lo que me faltaba para poder irme sin llevar ningún lastre a mi nueva vida.
Cuando me levanté, sentí el frío procedente del suelo de mármol en mis pies. Rápidamente, me puse mis zapatillas y abrí el armario para coger mi abrigo. Me topé con una funda blanca y mi curiosidad hizo que la abriese.
Suspiré con melancolía cuando ante mis ojos apareció mi vestido de novia. Era irónico. Si todo hubiera salido como era debido, en aquel instante, hubiera estado discutiendo con Edward como refrenar el entusiasmo de Elizabeth con la boda e intentar disminuir los gastos de pequeños detalles como el banquete y las flores. Y estaría mentalizándome ante la idea de ponerme el vestido y, que a consecuencia de ello, no me saldría urticaria debido a mi alergia mental al matrimonio.
Las tres pequeñas gotas de sangre me devolvieron a la realidad. En aquel momento, hubiera dado cualquier cosa por verme vestida con el traje en el reflejo de sus ojos. Y como estímulo respuesta, una sonrisa hubiera aparecido en sus labios. Una sonrisa que hubiera derribado todos los muros de mis miedos más internos y me hubiera dado valor para atravesar ese altar de su mano y decir "Sí, quiero". Y mi pánico al matrimonio hubiera sido una simple anécdota.
Pero como decían los cuentos, los hechizos de las hadas sólo duraban hasta medianoche. Yo me tenía que preparar para una noche muy larga.
Cogí el abrigo y me dispuse a salir de aquella casa.
Hice el menor ruido posible para no despertar a Elizabeth y al personal del servicio. Emmett no había llegado a casa aún. Se había ido a celebrar su nuevo estado civil a la casa de "Mummy Louise". Elizabeth le había pedido que regresase a las once y que pudiese mantenerse sobre sus pies. El reloj marcaba la una.
Cerré la puerta con el mayor sigilo posible y me dirigí hacia la parte trasera del jardín donde empezaba el camino que me llevaría hasta mi lugar. Allí, por cinco minutos, los deseos se cumplían.
Eran mediados de febrero y me tuve que respaldar varias veces con el abrigo para protegerme del frío. Aun quedaban resquicios de la última nevada.
Al llegar comprobé que, aunque aquel prado a las orillas del lago sólo tuviese colores blancos y negros, algo había cambiado desde la última vez que estuve. La naturaleza aún seguía muerta y enterrada bajo la nieve, pero bajo ésta había indicios de florecer una nueva vida en sustitución de la antigua. El lago estaba cubierto por una fina capa de hielo. Eso indicaba, que al cabo de un par de meses, el lago volvería a la normalidad.
Retiré la nieve y el barro de un tronco y me senté sobre él. Los recuerdos aún me dolían y las emociones, aunque atemperadas, eran intensas. Sin embargo, la desesperación y la pena más desgarradora que habían sido mis sentimientos más intensos en aquellos primeros meses, había sido sustituida por la nostalgia. Ésta me hizo volver a sacar los recuerdos más felices de mi infancia… y los que no eran mi infancia. Pero aquí también aprendí a escuchar una y mil veces la palabra "adiós". Ellos siempre me dijeron que volverían, pero la palabra "adiós" tenía el significado de "nunca". Esta vez, no la escucharía yo.
Como era ya nuestro ritual, cogí una piedra y la lancé al lago. Esperé a que ésta rompiese el hielo y se hundiese en las profundidades. Me levanté y me dispuse a irme.
—Adiós, Edward—esta vez me tocaba decir "adiós" a mí.
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