Amante mediterráneo (+18)

Autor: EllaLovesVampis
Género: Romance
Fecha Creación: 26/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 9
Comentarios: 9
Visitas: 31384
Capítulos: 13

 

 

Edward Anthony Cullen conocía muy bien a las cazafortunas, por eso cuando conoció a la hermosa Isabella Swan en aquella isla griega, decidió no decirle quién era él realmente. Después de todo, lo único que deseaba era acostarse con ella cuanto antes y cuantas veces fuera posible.

AVISO:Adaptación de libro con el mismo titulo de la autora Maggie Cox.

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Capítulo 12: Capítulo 12

—¿Qué me aconsejarías que hiciera ahora, Angela? —preguntó Isabella en voz alta, mientras metía con abatimiento su ropa en la maleta abierta que tenía sobre la cama—; me siento como si hubiera agotado mis opciones en ambos sentidos. Sé que mamá y papá me perdonarán, pero... ¿lo hará Edward?

Deslizó la mano por la camisa blanca de lino que había sacado del armario, la apretó contra su cuerpo y cerró los ojos con angustia; ¿por qué tendría que perdonarla? Había visto el dolor y el remordimiento en el rostro de él cuando lo había bombardeado con sus recriminaciones, pero aquel día la furia había hecho que ella se mostrara inflexible. Había pensado lo peor de él cuando habían hablado de un posible embarazo, y después de que pasaran veinticuatro horas sin saber nada de él, iba a irse sin despedirse siquiera. Estaba huyendo, porque no podría soportar que volvieran a herirla.

¿Por eso las personas a las que quería le ocultaban la verdad?, ¿porque sabían que en el fondo era una cobarde?

¿Qué había sido de la promesa que se había hecho al llegar a la isla, de descubrir su espíritu aventurero a toda costa? Se había arriesgado lo suficiente para enamorarse de un atractivo desconocido, y el resultado había sido desastroso; tenía una herida en el corazón que probablemente nunca llegaría a curarse del todo. No tenía sentido quedarse allí como una tonta desesperada, con la esperanza de que Edward quisiera arreglar las cosas y tener una relación a largo plazo con ella.

Isabella sabía que parte de la culpa era suya, que se había precipitado al llegar a una conclusión completamente errónea; había juzgado a Edward en función de las acciones pasadas de otro hombre muy diferente, y lo había condenado. Se había sentido demasiado identificada con el abandono y el dolor que su madre biológica debía de haber sentido cuando su amante la mandó a abortar a Inglaterra, y se había convencido a sí misma de que Edward actuaría de la misma forma despiadada que su padre... si realmente Eleazar lo era.

Mientras seguía preparando la maleta, se dijo que Edward se alegraría de que se fuera; lo que iba a ser sólo una simple aventura durante las vacaciones para él, se había convertido en una complicación que seguramente no quería en su vida.

Lo único que podía hacer ella en tales circunstancias era marcharse con dignidad y no molestarlo más, aunque no volver a verlo fuera como ser sentenciada a una cadena perpetua de soledad.

Se preguntó cómo podría dejar atrás un trozo de su alma que no volvería a recuperar jamás.

Aquella mañana, el calor era especialmente intenso en la hermosa isla griega. Isabella se quitó por un momento el sombrero blanco de paja que llevaba, y se pasó la palma de la mano con cansancio por la frente cubierta de sudor; estaba haciendo cola con la maleta y la bolsa de viaje para embarcar en un transbordador que acababa de atracar, que la llevaría al puerto donde tomaría un autobús hasta el aeropuerto de Atenas. El calor implacable era asfixiante y opresivo; había dormido muy poco la noche anterior, y estaba un poco mareada...

No vio al hombre en camiseta y vaqueros que se abría paso entre el gentío que esperaba para subir al transbordador; lo único que notó fueron los puntos negros que empezaron a aparecer ante sus ojos. Escasos segundos después se desplomó, y sólo se libró de golpearse la cabeza en el suelo porque alguien la agarró a tiempo; de pronto, se encontró apretada de forma protectora contra un cálido y duro pecho.

—¡Bella!

Aquella urgente exclamación fue seguida por unas apresuradas palabras en griego; aturdida, notó el brillo del sol contra los párpados, y volvió a escuchar aquella voz pidiendo ayuda. La recorrió una oleada de felicidad al darse cuenta de quién se trataba.

—¿Alguien tiene agua?

Cuando alguien le dio una pequeña botella de plástico, Edward levantó a Isabella en brazos y la llevó hasta una de las tabernas que salpicaban la acera. Un hombre mayor griego se apresuró a apartar una silla, y observó con seriedad mientras él la sentaba cuidadosamente; cuando ella se llevó una mano a la cabeza mientras intentaba orientarse, él le puso la botella de agua en los labios y le dijo que bebiera.

La sensación del frío líquido deslizándose por su garganta la sacudió y la calmó al mismo tiempo, y la ayudó a recuperar la estabilidad. Mientras su cabeza iba despejándose poco a poco, consiguió centrarse en los hermosos ojos verdes de Edward; él estaba de cuclillas frente a ella, y la miraba con tanta preocupación, que Isabella no pudo evitar la embriagadora oleada de esperanza que inundó su corazón.

—¿Qué estás haciendo tú aquí?

En vez de contestar a su pregunta, Edward la contempló con expresión solemne, como si no estuviera seguro de si ella conseguiría mantenerse consciente sin su ayuda; recorrió lentamente sus brazos desnudos con las manos de arriba abajo, como si la estuviera explorando, y al fin preguntó:

—¿Cómo te sientes?, ¿por qué estabas bajo el sol, con el calor que hace?

—Estaba esperando para subir al transbordador.

Isabella se mordió el labio inferior, incapaz de entender sus propias acciones en aquel momento. Lo único que sabía era que amaba a aquel hombre profundamente, con una intensidad abrumadora y casi dolorosa que hacía que la sangre corriera por sus venas como un torrente salvaje.

—¿Por qué?, ¿ibas volver a Inglaterra sin despedirte siquiera de mí?

Edward la sobresaltó un poco al ponerse de pie con impaciencia, pero él se limitó a tomar otra silla y ponerla frente a ella; cuando se sentó, sus rodillas prácticamente se tocaban. Con un suspiro, tomó sus manos entre las suyas pensativamente, con ternura, y dijo:

—¿Significo tan poco para ti?, ¿acaso consideras que nuestro tiempo juntos ha sido algo sin importancia?

—¡No!, ¡todo lo contrario!

—Entonces, ¿por qué te vas? ¡Y sin decírmelo tan siquiera!

—Porque... porque me porté tan mal contigo la última vez que nos vimos, que pensé que no querrías volver a verme.

Isabella intentó con todas sus fuerzas sonreír, pero el gesto acabó siendo una mueca de disculpa. Edward siguió sosteniendo sus manos, y bajó la mirada hacia ellas mientras acariciaba suavemente sus nudillos con el pulgar.

—Y yo me porté tan bien contigo, que desconfié de ti a la primera oportunidad, ¿verdad?

Al recordar cómo la había agarrado en medio de la calle, furioso tras verla con Eleazar, Edward maldijo entre dientes. En aquel momento había empezado a darse cuenta de lo mucho que aquella mujer significaba para él, pero en vez de intentar averiguar la verdad, había preferido creer que lo iba a traicionar con otro hombre, como había hecho Irina.

Pero Isabella era completamente diferente a su difunta esposa; ella era una persona honesta, íntegra y muchas cosas más, y sería un auténtico necio si la dejaba escapar.

Levantó los ojos, y cuando sus miradas se encontraron tragó convulsivamente antes de poder empezar a hablar.

—Jamás te pediría que abortaras si te quedaras embarazada —dijo, y acarició su mejilla con ternura.

El contacto fue increíblemente suave, como el roce de un hilo de araña flotando en el aire, y ella sintió que una punzada de doloroso anhelo por él le atravesaba el corazón.

—Ya lo sé —dijo, encogiéndose ligeramente de hombros mientras lograba esbozar una sonrisa—. De todos modos, es verdad que estoy tomando la pildora, así que no tienes... no tenemos que preocuparnos. Soy cauta por naturaleza, y no suelo dejar las cosas al azar; bueno, al menos no solía hacerlo, pero estoy esforzándome por cambiar.

—Si descubrieras que estás embarazada con nuestro hijo, Bella... lo cierto es que no me sentiría consternado, sino increíblemente feliz.

Edward la soltó y apretó las palmas de las manos contra sus propios muslos, mientras dejaba que volvieran los recuerdos; deliberadamente, aquella vez no se permitió apartarlos de su mente por el dolor que le causaban.

—Te conté que había estado casado, y que mi mujer había muerto, ¿verdad? —esperó a ver la confirmación en los ojos de Isabella, y continuó—: el matrimonio fue un desastre. Irina... ella era... por desgracia, le resultaba difícil conformarse con un solo hombre.

Cuando Edward se detuvo durante unos segundos, Isabella recordó que él le había dicho que había sido engañado por una experta; al parecer, iba a saber por fin lo que había pasado.

—Yo era consciente de que me había embaucado, pero parte de la culpa había sido mía, ya que permití que su belleza y sus falsas declaraciones de amor me engañaran. Me había casado con aquella mujer para bien o para mal, y no podía tomarme mi compromiso a la ligera. Cuando me aseguró que quería otra oportunidad para conseguir que nuestro matrimonio funcionara, parecía tan sincera que accedí; se quedó embarazada, y aunque yo sabía que no llegaríamos a envejecer juntos, tuve la esperanza de que, si ambos nos esforzábamos, el niño nos uniría un poco. Pensé que al menos podríamos rescatar algo bueno de nuestra desastrosa unión. Por desgracia, después de nuestras últimas vacaciones aquí en la isla, Irina sufrió un aborto natural, y tanto el niño como ella murieron.

Isabella inhaló con fuerza, atónita, y el profundo dolor que vio en aquellos ojos verdes que tanto amaba la conmovió tanto, que estuvo a punto de volver a marearse. Tenía que intentar consolarlo.

—Oh, Edward, lo siento mucho. Debes de haber sufrido tanto...

Le puso una mano en la rodilla sobre la suave tela de los ajustados vaqueros, y de inmediato notó el calor de su firme cuerpo masculino; se sintió culpable y se apresuró a apartarse, porque no podía ofrecerle consuelo de la forma que deseaba en un sitio público. Ya había atraído bastante la atención por aquel día al desmayarse en la cola del transbordador.

Edward también se había sentido inmediatamente afectado por aquel breve contacto; una ardiente ola de deseo lo había golpeado y había incendiado su entrepierna, pero aunque necesitaba desesperadamente estar a solas con Isabella, había dos cuestiones más que tenía que sacar a la luz antes de dar rienda suelta a su pasión.

—No te conté toda la verdad sobre mi trabajo cuando nos conocimos, porque debido a mi posición tengo que ser cauto con las mujeres que muestran interés en mí, y ya he cometido un error catastrófico en el pasado. Por eso, no me resulta nada fácil confiar en las intenciones de una mujer al conocerla; mi familia es muy conocida en estas islas, así como el hecho de que somos muy ricos.

Edward sonrió, y al ver los dos hoyuelos que se formaron en su rostro, Isabella sintió que por sus venas fluía cálida miel en vez de sangre.

—Me resultaba muy gratificante fingir que era sólo un fotógrafo desconocido de vacaciones en la islã —continuó él—; sobre todo cuando el destino intervino y conocí a la mujer más hermosa, por fuera y por dentro, que había conocido en mi vida.

Isabella lo miró con todo el amor que sentía por él brillando en sus ojos, y apenas podía permanecer quieta por la energía efervescente que hacía palpitar su cuerpo.

—¿Cómo sabías que estaba en el puerto? —le preguntó.

Insegura, lanzó una mirada hacia la hilera de pasajeros que subían ya al transbordador, y vio agradecida que alguna persona atenta había apartado su equipaje y lo había dejado donde ella pudiera verlo, con su sombrero encima.

Edward la vio mirar hacia el transbordador con una expresión que él creyó que era de inquietud, y sintió que se le encogía el corazón de temor.

—Fui a verte al hotel, y me dijeron que te habías ido. No pude venir ayer, porque tuve que ir a Atenas por negocios.

Decidió que le explicaría más tarde la difícil relación que había mantenido durante años con su padre y que había culminado en su desastroso matrimonio con Irina, pero aquél no era el momento. Lo único que importaba era convencerla de que se quedara, de que no se fuera a Inglaterra.

—Al parecer, he llegado justo a tiempo. ¿Aún estás decidida a subir a ese transbordador?

Isabella apartó un mechón de pelo sedoso y se lo puso detrás de la oreja, pero lo ignoró cuando se resistió a su confinamiento y volvió de inmediato a caer atractivamente sobre su rostro; se pasó la mano por la falda del vestido con nerviosismo, y su rostro adoptó una expresión pensativa, casi absorta.

—Adoro esta isla —murmuró con suavidad—; me va a resultar muy difícil volver a casa y dejar este lugar... dejarte a ti, Edward.

—Entonces, no te vayas, Bella. Quédate conmigo.

—Pero...

—No me refiero a que te quedes sólo hasta el fin de tus vacaciones, estoy hablando de mucho más tiempo.

—¿Qué es lo que estás diciendo exactamente? —preguntó Isabella.

Edward se puso de pie y alargó la mano para ayudarla a levantarse, y ella levantó la mirada hacia él, sorprendida.

—Estoy diciendo que quiero que te quedes en Grecia y que te cases conmigo.

—¿Que me case contigo?

Ella pareció quedarse estupefacta, pero Edward no sabía si su sorpresa significaba que estaba horrorizada o feliz.

—¿Te parece una idea tan descabellada?

Al ver que él fruncía el ceño en un gesto angustiado, Isabella se apresuró a tranquilizarlo.

—¡Claro que no me parece descabellada! Sólo estoy... estoy abrumada, nada más.

—Mientras corría enloquecido desde el hotel para impedir que tomaras el transbordador, me di cuenta de que casarme contigo es lo único que deseo, lo único que puede hacerme feliz.

Edward la iba atrayendo hacia su cuerpo mientras hablaba, pero ella le puso una mano en el pecho para detenerlo cuando los labios masculinos empezaron a descender tentadoramente sobre los suyos.

—Edward, no tienes que pedirme que me case contigo para conseguir que me quede, me quedaría de todas formas si tú quisieras.

Aquello lo detuvo en seco, y por un momento se la quedó mirando con gran seriedad, mientras prácticamente la devoraba con su brillante mirada.

—Eso es todo lo que necesito saber. La verdad es que creo que capturaste mi corazón desde el primer momento en que te vi, contemplando el cuadro de Marie en la galería; había tanto fuego y pasión en tus ojos... ¿cómo habría podido resistirme? Así que ya lo ves, no voy a conformarme con nada que no sea convertirte en mi esposa.

Edward estaba casi aterrorizado al sentir tanta felicidad; justo cuando prácticamente se había resignado a permanecer soltero toda su vida, porque no soportaba la idea de que volvieran a traicionarlo, se había enamorado de Isabella. Era una mujer que realmente lo amaba por sí mismo, no por su dinero o su posición social, ni para satisfacer sus ambiciones; compartía sus intereses y sus pasiones, y él quería envejecer a su lado. Además, estaba seguro de que sería una madre maravillosa con los hijos que tuvieran la fortuna de concebir.

Se había sentido aterrorizado cuando había llegado al hotel y la rígida recepcionista le había dicho que la «señorita Swan» se había ido de regreso a Inglaterra, y le agradeció a Dios que le hubiera permitido alcanzarla a tiempo.

—De acuerdo —dijo entonces Isabella.

Suspiró contra el pecho masculino, inhalando su aroma como si fuera oxígeno puro, tan eufórica y feliz que casi le daba vueltas la cabeza, aunque aquella vez no tenía la más mínima intención de desmayarse. Quería estar con los pies firmemente plantados en el suelo cuando le dijera las palabras que se arremolinaban dentro de ella, impacientes por brotar de sus labios.

—Me casaré contigo, Edward. Me casaré contigo, porque si no lo hago, sé que pasaría el resto de mi vida sintiéndome desdichada, como si me faltara una parte esencial de mí misma.

—Entonces, será mejor que celebremos la ceremonia cuanto antes, para asegurarnos de que no te suceda tal cosa —bromeó él, levantando ligeramente la cabeza de Isabella con un dedo bajo su barbilla.

La sonrisa de ella se desvaneció al ver aquel rostro tan atractivo y la mirada de devoción desnuda que brillaba en los ojos veres; acarició su mandíbula, fascinada por su firmeza, y disfrutó del cálido placer de saber que ella podía tomarse aquellas libertades. Al cabo de unos segundos, pudo decir:

—Me parece bien. Pero antes quiero dejar claro que nunca te seré infiel, que nunca te haré daño deliberadamente, y que te querría igual de apasionadamente, con todo mi corazón, si fueras pobre. Además, tengo mi propio dinero; antes de marcharme, vendí mi negocio, y... bueno, no es que valiera una fortuna, pero tengo mis ahorros. Cuando llame a casa, puedo preguntar si... —se detuvo, parpadeó con perplejidad y le preguntó con inquietud—: ¿por qué me miras así?

Edward acarició su ceño fruncido, y la miró con una gran sonrisa en los labios.

—No me había dado cuenta de que hablabas tanto.

Isabella se sonrojó y se tensó un poco en sus brazos, un poco tímida de pronto. Edawrd le apartó el pelo de la frente, y le murmuró unas tiernas palabras en griego al oído; su sonrisa se ensanchó cuando la vio sonrojarse aún más.

—¿Qué significa lo que me has dicho? —preguntó Isabella con voz suave; adoraba el sonido de aquel idioma en los labios de él, le resultaba increíblemente sexy.

—Significa que si dejas de hablar un momento, podré besarte...

—No suelo hablar tanto —explicó ella, y le temblaron las piernas al ver la mirada posesiva y hambrienta de él—; sólo lo hago cuando estoy realmente emocionada... y feliz —añadió, y sus ojos oscuros se posaron con descarado deseo en la boca de él.

—¿Bella?

—¿Qué?

—Sería fantástico que te callaras ahora mismo.

—Vale.

Los labios de él cubrieron los suyos, a plena vista de la gente que subía al transbordador y de los sonrientes clientes de la taberna, y las palabras desaparecieron de la cabeza de Isabella como hojas arrastradas por una fiera ráfaga de viento.

Cuando finalmente Edward levantó la cabeza, Isabella deseó que el mundo entero pudiera experimentar una felicidad tan completa como la que ella sentía en aquel momento.

Capítulo 11: Capítulo 11 Capítulo 13: Capítulo 13

 
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