When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 12: Clair de lune

Era testaruda. Lo había demostrado a lo largo de mi vida y desde luego no pensaba dar mi brazo a torcer. No, si Edward ya no estaba en este mundo.

A pesar de todo, el doctor Cullen parecía estar hecho de una pasta casi tan dura como la mía y se negó en rotundo a abandonarme en los brazos de la muerte.

No tenía constancia de cuánto tiempo llevaba en aquel estado. Solamente era consciente que la casa, exceptuando el doctor y yo, estaba completamente vacía.

Mi madre y Phil no estaban dispuestos a permanecer en el mismo lugar donde una moribunda les podría contagiar. En mi estado de semiinconsciencia, logré captar escasos trozos de la conversación —o discusión, según el tono de voz que el doctor Cullen estaba empleando con mi madre y mi padrastro— y ésta no auguraba nada bueno.

— ¿Pretende dejar a mi hija en casa?—inquirió mi madre indignada—. Para su enfermedad están los hospitales. Pero aquí hay dos personas más sin contar con los criados. Lo que propone usted es un exterminio de nuestra familia, doctor.

—El estado de la señorita Swan es tan grave, que un traslado podría ocasionar un fatal desenlace. Aun así, los hospitales, no son ninguna garantía de que su hija sane. Al contrario. Yo no he visto morir más gente que en un hospital.

— ¡Eso no son más que sandeces, doctor!—la voz de Phil sonaba airada y temblorosa ante la idea de contagiarse de gripe por culpa de su hijastra—. De siempre se ha dicho que los fuertes son los que sobreviven y los débiles los que mueren. Si mi hijastra muere, significara que no era lo bastante fuerte para esta vida.

—Si no le mueve la compasión hacia otro ser humano, que además es su hijastra, señor Dwyer—la suave voz del doctor sonaba siniestra. Me imaginaba la cara de Phil al estar oyendo aquel reproche con esa voz tan lúgubre de alguien, que el consideraría muy inferior a él en la escala social—, hágalo porque un cadáver no es muy rentable. Si Isabella muere, no podrá casarse y tendrá que pagar todos los gastos de un funeral.

—Phil—mi madre intento razonar con él—, el doctor tiene razón. Será mejor que nos vayamos a otro sitio hasta que Isabella mejore.

—Podéis iros a mi casa hasta entonces—se ofreció Elizabeth, gentil y desinteresadamente, ante la supuesta desgracia que estaba sufriendo mi madre.

Pero Reneé no pareció interpretarlo como un gesto de compasión, ya que el ofrecimiento de Elizabeth le sentó fatal para su ego.

—Espero que la señora Masen no piense que estoy tan necesitada como para aceptar la hospitalidad que me ofrece, cuando tengo dinero suficiente para pagarme un hotel, ¿o usted cree que no lo tengo?—le increpó duramente.

—Yo sólo quería hacer lo que pensaba que era lo mejor—se disculpó ésta, para después volver a increpar a mi madre, con voz dura—. Pero tanto como si se va a casa de una amiga, o va a derrochar el dinero, yéndose a un hotel, tiene que tomar una decisión rápida y dejar al doctor trabajar en paz.

Reneé no se lo pensó dos veces y subió a su cuarto, haciendo un ruido estrepitoso, para preparar su equipaje y el de Phil para irse unos cuantos días. Por el arrastrar de las maletas supuse que intentarían quedarse el mayor tiempo posible lejos de aquella casa.

El doctor Cullen, una vez se aseguró que Reneé y Phil se habían ido, intentó convencer a Elizabeth para que se fuese a su casa.

—Quiero serle de ayuda—protestó ésta—. Ella es como mi hija para mí y no puedo perderla, por favor…

—Elizabeth—si pudiese sentir algo, me hubiese sorprendido que el doctor Cullen llamase a Elizabeth por su nombre de pila, en lugar del acostumbrado "señora Masen". Parecía estar hablando más con una amiga de toda la vida, en lugar que con una distinguida señora de alta sociedad—. La mejor ayuda que usted me puede ofrecer es que se vaya a su casa. Me dificultaría el trabajo si usted también enfermase. Lo mejor que puede hacer, es quedarse en casa cuidando de esta señora—supuse que se refería a la señora Pott—. Por desgracia, no va a ser nada fácil.

— ¿Cómo lo ve?—inquirió con una voz que no admitía falacias.

—No me gusta nada cómo evoluciona la gripe en la señorita Swan—le dijo sin tapujos.

—Comprendo—la oí musitar sin demasiada convención.

Hubo un momento en que la casa se quedó en completo silencio, hasta que Elizabeth volvió a hablar.

—Si las cosas se precipitasen, haría lo mismo que hizo la otra vez, ¿verdad?—su ansiosa voz parecía una súplica.

Se volvió a producir un silencio pesado antes de oír la voz del doctor, angustiada por las dudas.

—Me temo que esto ya no es sólo incumbencia nuestra—replicó—. La decisión ya no está en nuestras manos.

— ¿Cómo está?—preguntó con congoja en la voz, como si la respuesta que le tuviese que dar fuese de vital importancia para ella.

—Está intentando asimilar las cosas. Recuerde que no llega a los tres meses. Prácticamente es un recién nacido y tiene que acostumbrarse al mundo que le rodea muy rápido… y cuando ha llegado aquí, enterarse que el señor Masen ha fallecido y aún no sabe lo de la señorita Swan…—se interrumpió para tomar aire, pero Elizabeth habló primero.

—No puedo verle, ¿verdad?

—Lo siento—musitó el doctor, entendiendo la negativa. Supuse que estarían hablando de un paciente del doctor, aunque no acababa de comprender que tendría que ver ese paciente conmigo y con el señor Masen. Y porque Elizabeth estaba tan interesada en él.

Me pregunté, si dada la situación en lo que estaba, realmente me importaba.

—Si no lograse—la voz de Elizabeth temblaba. Supuse que ya se estaba resignando a lo peor.

—Siempre intentaré salvarla por los métodos humanos—parecía impertérrito—. Si no…

"Métodos humanos", aunque para mí ya era demasiado tarde para comprender de lo que realmente estaban hablando. Supuse que se trataría de la indiferencia propia de los moribundos ante los asuntos de los que todavía estaban aferrados a la vida.

Pero si tan segura estaba de lo que quería, ¿por qué seguía en este mundo?

Ignoraba cuanto tiempo llevaba luchando, pero yo no me iba a rendir. Conseguiría lo que me proponía y sólo descansaría cuando notase que el gélido aliento de la muerte estuviese a escasos centímetros de mí.

Y a pesar de ser tan obstinada, el doctor Cullen demostró ser un rival digno de mi testarudez.

No importaba que sus ojos estuviesen increíblemente oscuros, su tez increíblemente pálida, sus ojeras tatuadas en sus ojos más purpúreas y sobre todo, si aceptaba con resignación la indiferencia con que mi cuerpo respondía a sus tratamientos y cuidados. Estaba seguro que iba a ganar. Como si tuviese un arma sobrenatural, imbatible.

Por lo tanto no le importaba en absoluto que yo no diese muestras de responder a los medicamentos, que vomitase en sus brazos o que empezase a convulsionarme cuando me daban las crisis de fiebre y él me sujetase en su regazo.

Incluso intenté utilizar lo peor de mí misma y, reuniendo fuerzas de flaqueza, abrí los ojos y le miré duramente:

—Usted le dejo morir—le acusé con la voz ronca y áspera, a causa de la fiebre—. Usted prometió salvarlo y no lo hizo—sabía que no tenía razón y que estaba siendo increíblemente cruel, pero necesitaba ganar esta batalla—. No me salvara a mí, si no pudo salvar a Edward—con estas últimas palabras, las fuerzas me abandonaron y después de una sesión de sollozos y lágrimas inútiles, volví a caer en la inconsciencia, después de escuchar el veredicto del doctor:

—Sé lo que pretende, señorita Swan y me temo que no lo va a conseguir—su voz sonaba dura, fría, segura y consistente.

Intenté no llorar al oír mi sentencia que me condenaba a vivir.

.

.

.

La oscuridad se había adueñado de la casa cuando volví a abrir los ojos. Miré a la silla que solía ocupar el doctor. Estaba vacía. Supuse que estaría hablando con su mujer o estaría haciendo algo en otra habitación.

La sed hacía que mi garganta ardiese y al llevarme el vaso a mi boca, descubrí que estaba vacío. Con las fuerzas que me quedaban, intenté levantar la jarra. Su ligereza me indicó que estaba vacía.

La sequedad me irritaba y, por primera vez en mucho tiempo, di la orden mental de disponer a mis agarrotados músculos para que empezasen a caminar y logré levantarme de la cama y ponerme en pie. Lo de caminar, fue más difícil, por lo que decidí utilizar como apoyo todas las estructuras sólidas que encontraba a mi alcance.

Me exasperaba la lentitud con la que bajaba las escaleras, pero no podía pedir a mi cuerpo más esfuerzos. A duras penas, llegué al comedor y me disponía a llegar a la cocina, cuando repentinamente de la nada surgieron unas notas de piano que me hicieron parar en seco. Tuve que concentrarme más de cinco segundos y enseguida comprendí que la combinación de notas musicales, interpretaban el "Claro de luna", de Debussy. Su favorita.

Mi curiosidad había vencido a la sed y no pude evitar ir al comedor a echar un vistazo. Lo más seguro que se tratase del doctor Cullen, pero reconocería esa manera de acariciar las teclas del piano en cualquier parte. El rayo de luna que se filtraba en la ventana del comedor, dibujó una figura junto al piano. Y por primera vez en meses, mi corazón volvió a latir en mi pecho.

— ¡Edward!—no había notado cuan ronca estaba mi voz hasta que empecé a hablar en voz alta. Esperaba que me hubiese oído.

La persona, que estaba en el piano, no cambio de postura, pero supe que me había escuchado, ya que "Claro de luna" ya no sonaba. Intenté vencer las distancias que había entre nosotros, pero algo muy interior, me indicó que me quedase donde estaba. No comprendía aquel miedo irracional hacia la persona que más había amado en el mundo.

—Edward…—musité, con la voz temblorosa.

Esta vez la figura se volvió hacia mi dirección y me quedé petrificada ante el escrutinio de su mirada. Aquel ser podría haber tomado el cuerpo de Edward, tener la sonrisa de Edward —aunque definir como aquella mueca cruel y sardónica como sonrisa, era demasiado irónico— y una belleza más salvaje y espectacular que la que había poseído Edward cuando estaba vivo; pero pondría la mano en el fuego y no me quemaría, al jurar que aquella criatura no era Edward. O por lo menos no el Edward que yo amaba.

— ¿Eres tú?—inquirí intimidada ante la indagación a la que me tenia sometida, fijando en mí sus ojos rojos inyectados en sangre. Su sonrisa se incrementó, dándole un aire de un incubo, destinado a enviarme al infierno con él. Levantó la mano y con un dedo me hizo señas para que me acercase a él.

—Confía en mí—ronroneó con voz inocente… inocentemente seductora. Definitivamente era Edward. Muy cambiado, pero era él. ¿Cómo evitar la tentación, si yo misma estaba deseando acudir a sus brazos para asegurarme que lo anterior sólo había sido un mal sueño?

Mi enfermedad quedó atrás y todas mis tristezas se desvanecieron. Recuperé las fuerzas y corrí, sin pensármelo, a sus brazos.

Me hice un poco de daño al chocar con su duro cuerpo y al abrazarle con todas mis fuerzas, sentí un frío estremecedor. Lo achaqué a que había estado enferma, por lo que debía tener el cuerpo descompensado.

—No vuelvas a alejarte de mí—le amenacé mientras le estrechaba más fuerte y me impregnaba con su delicioso aroma procedente de su piel.

—Nunca más—sonaba a una promesa—. He venido a hacerte parte de mí.

Feliz, como nunca lo había sido en mucho tiempo, apoyé mi mejilla en su hombro y cerré los ojos para dejarme llevar por las emociones que me embargaban.

—Llévame contigo—le supliqué mientras volvía a caer en aquel estado de semiinconsciencia.

Sólo pude notar como me cogía en volandas y me sentaba en su regazo. Con cuidado, me apartó el pelo de la cara y algo, muy frío, me acarició el cuello haciendo que se me pusiese la piel de gallina, para después sentir en cada fibra de mi ser como su aliento me quemaba cada tramo de mi dermis.

Un tirante de mi camisón se deslizó por mi brazo y comprendí que Edward me lo había retirado para tener mayor campo que abarcar.

—Tengo frío—hice un amago de protesta, replegándome levemente.

— ¡Shhh!—me hizo callar tenuemente—. Pronto dejaras de tener frío—me prometió.

—Tengo sueño—volví a protestar—. ¡Quiero dormir!

—Pronto…—sus labios rodearon mi cuello haciendo reavivar algo en mí que, por un tiempo, pensé que había muerto.

Súbitamente, noté el cuerpo de Edward vibrar y de su garganta surgió un gruñido, más similar al de un animal salvaje que al de un humano. No fui capaz de abrir los ojos, pero no me hacía falta para saber, que estaba furioso.

— ¿Cómo has entrado aquí?—otra voz, semejante a un rugido, se dirigió a Edward.

— ¡Esto no es asunto tuyo, Carlisle!—su voz era gutural e increíblemente inhumana. Le tenía miedo.

— ¡Suéltala!—le ordenó el doctor Cullen… aunque parecía más una súplica.

Edward me apretó más fuerte y sentí un dolor agudo en mis muñecas.

— ¡Es mía!—chilló con voz increíblemente posesiva—. ¡Su sangre me llama a mí! ¡La quiero!—en su voz no había rastro de su anterior dulzura. Sólo me pareció increíblemente lasciva. No, aquel no era Edward. No quise abrir los ojos para no enfrentarme a la realidad.

—Por, favor—la voz de Carlisle Cullen se volvió suplicante.

Como respuesta, el espectro con forma de Edward intensificó el gruñido y me apretó más fuerte las muñecas. De mi garganta salió un intento de gemido doloroso.

—Una vez la amaste—soltó repentinamente con voz tenue y calmada, como último recurso—. Llévate ese amor contigo y déjala vivir. Le debes eso. Ella no tiene porque morir y tú no dejarías de arrepentirte por todo lo que te queda de… existencia.

Quien me sujetaba no replicó pero parecía que iba a ceder, ya que me sujetaba con menos violencia. Un sollozo surgió de mi garganta y aquello pareció el desencadenante para que me retirase de sus brazos y me depositase en los de Carlisle, delicadamente, como si fuese la muñeca de porcelana más delicada del mundo. Después de sentir una pequeña brisa, que me hizo temblar de frío, abrí los ojos y no había nadie. Sólo Carlisle Cullen me sujetaba.

—Doctor…—musite con la garganta dolorida.

—Shhh—me hizo callar con su dulzura característica—. Todo va bien—me susurraba al oído con voz musical, mientras me mesaba el cabello.

—Edward estaba ahí—con las escasas fuerzas que me quedaba, señalé el piano.

—Me temo que has tenido un episodio de sonambulismo. Lo has soñado todo—me explicó como una niña pequeña.

Moví la cabeza con exasperación.

—Era muy real—me negué a creer que todo era producto de mi imaginación. Había sentido su aroma a escasos milímetros de mi cuerpo. No se atrevería a decirme que aquello lo había soñado.

—La mente nos juega malas pasadas, Isabella—me tuteó—. Tienes muy reciente su muerte y es una herida muy reciente. Pero no puedes abrírtela más. El amor que os tuvisteis existió y eso es lo que debe quedar. Lo demás sólo servirá para herirte. Debes hacerte a la idea que Edward Anthony Masen ya no está en el mundo de los vivos. Cuanto antes lo superes, antes podrás reorganizar tu vida. Por favor, no te aferres a algo que ya no puede ser. Él no querría eso.

Mis lágrimas salieron como un grifo roto y no pude reprimir los sollozos. El doctor Cullen me sujetaba cada vez que sufría una pequeña convulsión. Me tuvo en su regazo hasta que mi pequeño ataque de histeria llego a su fin.

—No reprimas nada y verás como pronto estarás mejor—me prometió mientras me llevaba a la cama, me tumbaba en ella y me tapaba, para luego mesarme los cabellos e irse.

Me dispuse a dormir cuando, al alzar la mano, vi unas marcas malváceas en mis muñecas. Tenían forma de dedos largos y esbeltos.

.

.

.

En mi duermevela, no conseguía entrar en calor por mucho que me tapase con las sabanas y la colcha. Era como si en el ambiente se hubiera impuesto el frío y ni siquiera el fuego de la chimenea lograse disiparlo. Contraje el pie para adentro y aun así, mi cuerpo se convulsionaba en tiritonas incontrolables. Ignorando la incomodidad que éste me producía, cerré los ojos para volver a hundirme en el mundo de los sueños, donde todo era perfecto. Tal vez fuese el producto de mi estado de duermevela, pero me pareció que la sombra que proyectaba la luna se movía de manera sutil. Por un momento, me sentí observada y comprendí que no estaba sola en la habitación. Pensé que era el doctor Cullen, por lo que no me molesté en abrir los ojos. Pero algo muy interno, me decía que no era así. Me sentía como una tonta, pero aun así, me atreví a pronunciar su nombre.

—Edward—musité débilmente.

Como era lógico, el silencio me dio la respuesta. A pesar de todo, no me rendí y le volví a nombrar otra vez. Y en mis sueños, él me contesto.

—Esto no es lo que me habías prometido, Bella. Hicimos un trato y no lo estás cumpliendo—aquella era la voz por la que yo recorrería océanos de tiempo por volver a oírla.

Por un momento, sentí que la rabia me quemaba el pecho. Era un fuego demasiado interno para tratarse de la fiebre.

¡Que él me reprochase a mí que no cumpliera las promesas!

—Yo no puedo cumplir algo que había prometido a un mentiroso—las lágrimas ya no me salían por el dolor, sino por la ira que me invadía en aquel momento.

— ¡Isabella Marie Swan, escúchame!—parecía furioso. Eso le solía pasar cuando me ponía cabezota con él y quería llevar la razón a toda costa—. ¡Deja de regodearte en tu dolor y abre un poco más tu mente! Yo sí he cumplido mi promesa. Te dije que volvería a ti, aunque mi corazón dejase de latir… y lo he hecho.

Crispé los puños con rabia, desgarrando las sabanas que me rodeaban. ¿Se estaba burlando de mí?

—Convertirte en fantasma no era parte del trato, Edward—le repliqué con el tono más sarcástico que podía emplear.

Una carcajada surgió de la nada. Pero aquello no daba la impresión de ser una carcajada feliz. Parecía más amarga e histriónica.

—Espero que nunca llegues a comprender el alcance de mi promesa hacia ti, Bella. Es mucho peor que ser un fantasma. Los fantasmas alguna vez podrán tener un descanso, pero lo mío es una condena para toda la eternidad… Aunque lo volvería hacer una y otra vez sólo por ti.

No entendía nada de lo que me estaba intentando decir. Posiblemente fuese fruto del delirio a causa de la fiebre. Me sentía mal y no sólo a causa de las nauseas.

—No has vuelto a mí—le reproché con un susurro de voz. La única que me quedaba.

Se creó un silencio muy pesado en la atmósfera de la habitación. Podría coger, perfectamente, las tijeras y cortar el ambiente. Desde luego yo no iba a dar mi brazo a torcer y me negué a romper el silencio. Si iba a decir algo de lo que tuviese que lamentar el resto de mi vida, mejor estar callada.

La sombra de lo que había sido Edward fue quien acabó rompiendo la tensión.

—Aún no puedo volver a ti como tal, Bella—parecía que estaba sollozando. Aquello me agarrotó el pecho de la impresión. Jamás había oído ese sonido en la voz de Edward y era lo más triste que podía haber en este mundo—. Tú tienes que cumplir tu promesa. Tienes que ser feliz con lo que quieras hacer en tu vida. Libre y feliz… y posiblemente algún día… yo pueda irte a buscar. Pero ahora me es imposible… no sin hacerte daño y eso jamás me lo perdonaría. Tú eres lo único que me da cordura en esta situación. Por lo tanto necesito que tu estés bien para estar bien. Necesito que vivas por mí, lo que yo ya no podré vivir.

Asentí, a pesar de lo que me iba a costar a cumplir esa promesa. Por mucho que odiase esa parte del trato, tendría que vivir por los dos.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen sobre el trágico final de Romeo y Julieta y su burla hacia ellos. Y tenía razón. Si yo moría, todo el amor que había sentido por Edward, se iría conmigo. Yo no podría permitir eso. Si yo existía en este mundo, la historia de amor con Edward tendría sentido. Por lo tanto, cumpliría mi parte del trato. Yo viviría. Era mi parte del trato. Pero me encargaría que el cumpliese la suya.

—Edward, ven a buscarme—era más una orden que una súplica—. Sólo así podré cumplir la parte del trato… si sé que después, tú vendrás a por mí, todo se hará más soportable.

Pensé que me pondría algún impedimento, pero al oírle suspirar tenuemente, comprendí que estaba cediendo.

—Está bien—susurró—. Volveré a buscarte cuando las estrellas sean azules.

—Edward…—sollocé.

—Shhh—susurró como si me estuviese arrullando con sus palabras—. Todo saldrá bien. Saldrás adelante y todo esto sólo será un mal sueño—noté como algo muy frío rozaba mis pómulos, tan ligero como las alas de un colibrí en vuelo, me limpiaba las lágrimas—. Duérmete, mi vida y ya verás como a la mañana siguiente todo estará más claro.

Poco a poco me fue venciendo el agotamiento y las fuerzas empezaron a abandonarme. Pero antes de que las aguas del sueño me reclamasen en su regazo, para hundirme en ellas, necesitaba que Edward supiese una cosa y que su alma descansase en paz.

—Te voy a amar siempre—le juré—. Hasta el día en que me muera.

—Te voy a amar más allá de los límites de la muerte—me contestó con voz cada vez más ausente a causa de mi somnolencia. Lo único que pude distinguir fue una nana que recordé como la que nos cantaba Elizabeth para dormir.

.

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Cuando quise abrir los ojos, me encontré con la luz gris plomiza del amanecer penetrando en mis ojos. Me hizo daño hasta que logré acostumbrarme a ella y por la ventana, vi pequeños copos de nieve cayendo. Eso me hizo darme cuenta de todo el tiempo que llevaba inconsciente.

—Creo que hoy hace un esplendido día para quedarse en la cama—una voz musical me sacó de mis cavilaciones. Me volví hacia la dirección de donde procedía la voz y me encontré a un doctor Cullen con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Me tuve que fijar en su rostro para darme cuenta de lo mal que lo tuvo que haber pasado conmigo. Estaba mucho más pálido de lo habitual, me pareció que sus ojos se habían oscurecido hasta convertirse en dos grandes trozos de carbón y, sobre todo, sus ojeras se habían incrementado hasta adquirir un color negruzco. Estaba extenuado pero felizmente aliviado. Aun así, me pareció increíblemente arrebatador. Como un ángel guardián.

—No ha cambiado nada—susurré con un hilo de voz—. Sigue estando tan guapo como siempre.

Se limitó a reírse suavemente mientras me tomaba el pulso y medía mi temperatura. Se relajó considerablemente, al comprobar que todo estaba bien. Después se puso profesional conmigo.

—Ha estado diez días convaleciente, señorita Swan y en algún momento incluso…—se mordió el labio como si le resultase doloroso el decírmelo—. Lo siento… he visto a demasiada gente morir de gripe en la guerra y poder salvar a alguien… aunque sólo haya sido una persona es algo que me conmueve. Me siento más competente.

Me compadecí de él y de su sufrimiento, a pesar de todo.

—Ha debido ser muy duro—me dolía la garganta al hablar—. Y seguramente habrá hecho todo lo que ha podido para salvar a toda esa gente. Pero estaba en una guerra y allí las condiciones jugaban en su contra.

—Ha habido enfermos que han muerto que estaban en mejores condiciones que usted, señorita Swan—me replicó—. Se trataban de jóvenes soldados bastante fuertes. Ellos murieron y usted, que estaba peor que ellos, ha sobrevivido. Eso me indica toda la fuerza de su carácter. Nada ni nadie le dicen lo que tiene que hacer—parecía admirado por eso. A pocos hombres les agradaba eso en el carácter de una mujer. Empezaba a comprender porque Edward lo había idolatrado tanto. Era uno de los mejores hombres que había conocido.

Volvió a sonreírme y me dio una bandeja.

—Creo que ya va siendo hora de que recupere fuerzas—abrió la bandeja y descubrí un plato de sopa de arroz muy calentito—. Creo que hoy nos limitaremos a la sopa y líquidos. Mañana ya probaremos con algo sólido. Como no hay nadie en la cocina, yo mismo me he encargado de hacer la sopa—parecía un niño pequeño orgulloso de una gran proeza.

Sonreí a regañadientes mientras miraba con asco la sopa. Olía que echaba para atrás. Pero por no preocupar al doctor Cullen, tomé una cucharada y me la llevé a la boca. Reprimí el impulso de escupir. Su sabor era aún peor que su olor. Estaba increíblemente salada y el arroz duro. Casi me rompí un diente al intentar masticarlo.

Si no hubiera sido por el esfuerzo sobrehumano por mantenerme con vida, pensaría que el doctor Cullen intentaba envenenarme.

Afortunadamente, alguien llamó a la puerta y pude dejar de tomarme la sopa con la excusa de atender al invitado. Pronto se abrió la puerta y visualicé a una Elizabeth, pálida y ojerosa por falta de sueño, pero bastante sonriente en cuanto me vio comiendo la sopa.

El doctor Cullen la invitó a entrar con una sonrisa.

—Ya ha pasado lo peor—le anunció con satisfacción mientras Elizabeth acudía a mi regazo para comprobar si lo que decía era cierto. Después me abrazó con fuerza, acariciándome el pelo.

—No vuelvas a asustarme de esta manera, nunca más—casi me gruñó, mientras me apretaba con fuerza como si me quisiera retener con ella.

—Lo siento—mi voz sonaba arrepentida y en ese momento me sentí estúpida por lo que había estado a punto de sucederme. Había estado a punto de suicidarme sutilmente y comprendí que Edward, estuviese donde estuviese, no me lo hubiese perdonado jamás. Me sentí cobarde y, por un momento, me alegré de poder vivir, aunque tendría que llevar en mi pecho un enorme agujero para siempre. Aquella herida nunca acabaría por cerrarse del todo.

—Está fuera de peligro—le confirmó el doctor Cullen, con su deslumbrante sonrisa—. Sólo necesita una semana de reposo y como nueva—después se puso serio y sus ojos adquirieron un brillo especial—. Lo otro, me temo, que es cuestión de tiempo… para que todas las heridas se curen—susurró con pena al ver cómo me tapaba el pecho con mis manos. Elizabeth evitó mirarme como si estuviese ocultando algo.

Se creó una atmósfera de silencio engorroso que nadie rompió.

Repentinamente oí el sonido de la puerta abriéndose y en cuanto escuché su voz estridente, supe enseguida de quien se trataba.

—Reneé, coge inmediatamente ese abrigo de pieles y vámonos de aquí—la voz de Phil indicaba que quería estar en cualquier parte menos aquí.

—Querido, me da miedo entrar en mi cuarto. La habitación de Isabella está muy cerca y no quiero contagiarme de gripe.

— ¡Maldita cría!—me injurió Phil—. A dos semanas de navidad y yo sin poder entrar en mi casa porque no se le ocurre otra cosa que enfermar. Primero no se casa y después nos desalojan de nuestra casa. Tu hija no deja de darme disgustos.

Sin fuerzas para enfadarme, hice un intento de parecer molesta, apoyando mi cabeza sobre la almohada y suspirando levemente. Elizabeth se apretó los labios con fuerza y miró aprensiva al doctor Cullen, que simulaba una sonrisa, adquiriendo la cara de un auténtico profesional.

—Mi deber es informar a la señora Dwyer que su hija se ha recuperado—su voz era metódica y profesional.

—Lo que menos necesita Isabella son las estupideces del señor y la señora Dwyer—era la primera vez que oía a Elizabeth referirse de esta forma a mi madre y Phil. Debía estar muy harta de su comportamiento grosero e infantil.

El doctor Cullen volvió a simular una sonrisa y se acercó a mí, con la intención de examinarme. Con su mano fría como la nieve que estaba cayendo, me tomó la temperatura y el pulso.

— ¡Uhm!—se mordió el labio—. Creo que la señorita Swan va a necesitar una semana más de reposo. El peligro de contagio aún es posible y por el bien de los señores Dwyer, será mejor que vuelvan al hotel. Creo que es el único tiempo que puedo ganar para que sea creíble—me guiñó un ojo.

—Gracias, Carlisle—susurró Elizabeth mientras me arropaba. Me pareció muy extraño el grado de complicidad que había llegado a tener Elizabeth con el doctor Cullen. Si no fuese por el amor que sabía que sentía el doctor hacia su mujer y todo lo que había sentido Elizabeth por su marido, pensaría que la relación entre ellos era increíblemente íntima.

—Todo sea por la salud de mi paciente—sonrió antes de salir por la puerta para hablar con mi madre.

Elizabeth vio la sopa y no pudo reprimir un gesto de asco. Después se rió tenuemente.

—Creo que Carlisle te salva de una gripe para que luego cojas una gastroenteritis. ¿No se te habrá ocurrido probarlo?

Asentí con la cabeza con gesto de asco.

—Pobre Carlisle—se rió con fuerzas—. No te preocupes, cariño. Voy a intentar mejorar esto—se fue dejándome sola.

Me recosté para volver a dormir un rato y, al apoyarme en las muñecas, di un respingo debido al dolor. Me las volví a mirar y vi que las marcas de éstas, habían adquirido un extraño color violáceo y estaban más difuminadas. Pero se parecían demasiado a unos dedos para que se tratasen de unos sencillos golpes. Eran como si los sueños que hubiese tenido, eran más reales de lo que me habían parecido.

Le quité importancia y cerré los ojos para intentar dormir un poco. Pero el intento se frustró, porque alguien apareció por la puerta y encendió las luces.

— ¡Isabella, mi niña!—exclamó mi madre aparentemente compungida—. ¡Ya me ha contado el doctor Cullen lo mal que lo has pasado! ¡Mi pobre pequeña! ¡He estado todo este tiempo sufriendo por ti!—hizo el gesto de besarme pero sus labios no llegaron a rozar mi frente. Reprimí las arcadas que me producía el olor a champagne que su aliento emitía. En el fondo me alegraba de verla, aunque fuera por el simple hecho de que aquello significase que iba a vivir. Sonreí ante sus tonterías, porque no tenía demasiadas fuerzas para pelearme con ella.

Siguió acariciándome el rostro con demasiado entusiasmo hasta que Phil entró en la habitación con Elizabeth y el doctor Cullen.

— ¡Pero si está hecha un asco!—la cara de Phil se descompuso al observar la palidez de mi piel y mis ojeras—. ¿Y usted dice que está mejorando?—inquirió airado al doctor Cullen.

Reneé asintió a las palabras de su marido, dándole la razón.

— ¿Podrá hacer algo por ella?—parecía desesperada, como si nunca más fuese a recuperar mi aspecto físico de antaño—. Parece un fantasma y con este aspecto me espantará a todos los pretendientes y no se casará nunca.

—Tenga paciencia, señora Dwyer—la voz del doctor sonaba dura, mientras que Elizabeth agachaba la cabeza—. Su hija ha estado al borde de la muerte durante diez días, a parte que hace apenas un mes perdió a su prometido. Necesita tiempo y reposo para asimilar todo lo acontecido en estos meses. Y no es que sea de mi incumbencia, pero creo que es de muy mal gusto hablar de bodas cuando la madre de su anterior prometido está delante de usted.

—Tiene razón, doctor Cullen—intervino Phil, muy airado—- No es de su incumbencia. Por lo tanto cure a la cría y lárguese a su casa.

—Si no es capaz de tratar con una persona de tú a tú, señor Dwyer, por lo menos trate al doctor con el respeto que su categoría de médico le otorga—Elizabeth respondió por mí con un tono muy duro, muy poco característico de ella—. El doctor Cullen ha venido a su casa, prácticamente recién llegado a Chicago, después de vivir la peor experiencia que un hombre puede vivir y se ha quedado con Isabella diez días sin pisar su propia casa ni poder ver a su mujer ni a sus hijos. Creo que por eso, no sólo se merece su respeto, si no también, su gratitud.

—Señora Masen—el doctor Cullen trató de calmarla—, creo que lo ha entendido. ¿Por qué no baja a la cocina con la señora Pott y se hace una tila?—le sugirió para calmar a una Elizabeth con los ojos inyectados en sangre y dispuesta a lanzarse al cuello de Phil y Reneé. A regañadientes, salió del cuarto, intentando no dar un portazo al salir.

—Bueno, ya que tan generosamente ha acudido a cuidar a mi hijastra, por lo menos haga bien su trabajo y cuide más de su aspecto—me señaló Phil con cara de repugnancia—. Las mujeres son como las vacas, los hombres sólo pueden sacar provecho de las que están hermosas y dan buena leche. Las flacas, deberían ir directamente al matadero.

—No me esperaba un comentario más ingenioso de usted, señor Dwyer—la voz del doctor sonaba educada pero también fría y cortante—. Y si me hace el favor de seguir abusando de su hospitalidad, me gustaría poder quedarme la semana de recuperación de su hijastra. Quiero hacer mi trabajo bien. Isabella necesita reposo y descanso, por lo que les agradecería que si se van a quedar, no molesten. Aunque lo más recomendable sería que se fuesen. Aún puede haber riesgo de contagio.

—Usted cuídemela bien, doctor—le exigió Reneé, mientras me daba un pellizco en las mejillas—. Necesito que se ponga guapa lo antes posible.

—Soy médico, no esteticista, señora Dwyer, pero haré lo que esté en mi mano para que su hija mejore su aspecto—me miró lastimosamente—. La verdad que está muy pálida y necesita engordar un poco—me guiñó un ojo—. Seguro que la señora Pott se encargará de hacerle unos deliciosos pastelitos. Creo que mis experimentos con la cocina no han resultado muy satisfactorios—se rascó la cabeza, levemente avergonzado—. Por lo que será mejor que yo me encargue de su salud. Admito, señorita Swan, ha tenido mucho valor atreviéndose a probar mis experimentos.

— ¿Tendremos que estar una semana más en el hotel?—refunfuñó Phil—. Espero que merezca la pena. Pero que sepa usted—señaló al doctor Cullen—, que todo lo que me he gastado en el hotel, se lo quitaré a usted de su sueldo. Y tiene suerte de que sea tan generoso y no le mande la factura a su casa.

—Me conmueve su generosidad, señor Dwyer. No se preocupe, por aprecio a la señora Masen y a su hijo, estoy cuidando a la señorita Swan gratis. Además, lo estoy haciendo fuera del hospital. No iba a permanecer en Chicago mucho más tiempo. La verdad que me hubiese ido con mi familia nada más llegar a los Estados Unidos, pero la señorita Swan me necesitaba y estimo bastante a la familia Masen para hacerles este favor.

Se me hizo un nudo en el estómago cuando oí al doctor Cullen que después de curarme, se irían de Chicago. No podría soportar la despedida de un hombre tan bueno como él en una ciudad de hipócritas. Y eso era mucho decir para una ciudad que tenía un millón de habitantes. Además, me imaginaba que fue la última persona que estuvo al lado de Edward y posiblemente fuese él quien le cogiese de la mano, mientras Edward exhalaba su último aliento. Mi padre me contó una vez, que cuando una persona moría a tu lado, tú cogías un trozo de su alma, para que aquella persona pudiese seguir viviendo, en parte, gracias a ti. No me imaginaba mejor persona que el doctor Cullen para llevar la carga de vivir todo lo que a Edward se le había negado.

Me estaba pensando volver a recaer para retenerle a mi lado.

—Me parece estupendo que sea usted tan razonable, doctor Cullen—Phil se estaba poniendo el abrigo para disponerse a marcharse y agarró a Reneé para poder irse cuanto antes. Parecía que le habían metido en el infierno y deseaba salir de allí a toda prisa—. Pero de la caridad no se come. Me pregunto cómo dará de comer a su mujer y sus hijos, si se dedica a trabajar por amor al arte.

—No creo que le guste saber cómo nos alimentamos mi familia y yo, señor Dwyer—le replicó con una sonrisa deslumbrante, enseñándole los dientes. En aquel momento, un escalofrío recorrió mi espalda.

Phil se quedó parado de la impresión y, por un momento, fue incapaz de articular palabra, mientras el doctor Cullen se dedicó a recoger sus cosas en el maletín y a sacar frascos de medicamentos, que no me dieron muy buena impresión, pero debería tomar para recuperarme del todo.

—Reneé, vámonos de aquí—le apremió, agarrándola por la cintura y obligándola a salir sin despedirse siquiera.

Respiré relajada cuando se fueron y el doctor Cullen me dedicó una sonrisa aliviada.

—Aunque parezca mentira, me parezco más a mi padre—me defendí por la pésima opinión que pudiese tener de mí el doctor al conocer a mi familia.

—Lo sé. Me lo ha dicho la señora Masen—me tranquilizó—. Hace tiempo, un monje austriaco definió las teorías de la genética y en ellas defendía que el alelo dominante era el que se expresaba. Por lo tanto pienso, que su padre fue un hombre muy especial.

—Y todos los hombres especiales se van de mi vida—murmuré, mientras una lágrima recorría mi mejilla.

Me miró con tristeza y se sentó en el regazo de mi cama, para apoyar sus manos en mis hombros.

—No puedes rendirte ahora, por favor—me suplicó—. Nunca sabrás lo que te deparará la vida, Isabella. Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana. Todo tiene solución—cuando alguien llamó a la puerta, el doctor Cullen desvió su atención sobre mí, para ver entrar a Elizabeth, sonriente, con una bandeja.

—Creo que se lo merece después de la sopa—me abrió la bandeja, dejando entrever una deliciosa tarta de chocolate. No me había dado cuenta de lo hambrienta que estaba, hasta que me sonaron las tripas y me empezaron a doler a consecuencia de la inanición a la que había estado sometida.

—Tiene muy buena pinta—corroboró el doctor Cullen—. Por lo tanto te levanto la dieta de sólo líquidos. Después de todo, te lo has ganado.

Elizabeth partió un trozo grande de tarta, no sin antes trocearlo en pequeños trozos para que pudiese comérmelo sin complicaciones y me lo dio, junto con una taza de té.

Después se partió uno para ella, con su taza de té correspondiente, para sentarse a mi lado junto al doctor.

Al tomar mi sorbo de té, que me asentó el estómago y me reconfortó del todo, observé que el doctor Cullen no comía nada. Fruncí el ceño, porque me extrañó.

— ¿Le ocurre algo, señorita Swan?—inquirió preocupado.

—Usted no come.

—No tengo hambre—me pareció una excusa muy pobre.

—No le he visto comer y está muy pálido. Seguro que tiene que tener hambre. Además es lo mínimo que puedo hacer para recompensar todo lo que ha hecho por mí—insistí.

—Isabella—Elizabeth intentó excusar al doctor—. Creo que al doctor no le gusta la tarta. Además te ha ayudado encantado.

—Ya—musité, agachando la cabeza. Me sentí algo estúpida.

El doctor Cullen suspiró levemente y miró la tarta con cierta aprensión. Sonriendo, cortó un trozo y se sirvió. Elizabeth no pudo disimular un gesto de sorpresa, como si lo que hiciese el doctor fuese una proeza y se reprimió una carcajada, al ver como éste se metía un trozo de tarta en la boca y simulaba que le estaba encantando. Me pregunté qué clase de broma privada me estaba perdiendo entre los dos.

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Estuvimos hablando, animadamente, hasta muy tarde y en algún momento, el doctor Cullen decidió que yo tenía que volver a dormir para descansar.

—Si me necesitáis, estaré en la habitación de en frente—nos informó a Elizabeth y a mi—. No os preocupéis por creer que me despertáis—parecía que aquello iba con segundas.

Elizabeth volvió a colocarme las sabanas y después de mesarme el pelo y asegurarse de que me iba a dormir, salió para hablar con el doctor Cullen.

Como volvía a estar en mi estado de duermevela, apenas capté alguna palabra suelta de su conversación. Sólo pude notar el tono de pena en la voz de Elizabeth cuando el doctor Cullen mencionó algo de su próximo destino en Denali.

—Alaska está muy lejos y hace mucho frío—la voz de Elizabeth era un amago de protesta.

—Por ahora es lo mejor, Elizabeth—la tranquilizó—. Mis hijos, Esme y yo cuidaremos de él. Además intentaremos ponernos en contacto… aunque a mis superiores no les haga mucha gracia el asunto. Comprenda Elizabeth que ya he roto las reglas y…

—Lo sé—parecía resignada—. A tito Aro no le gusta que alguien como yo se entrometa en vuestros asuntos. Intentaré calmar a Isabella como pueda, pero no estoy de acuerdo en esto.

—La decisión no es nuestra y él se ha negado en rotundo a que yo actuase. No puedo hacer nada si ellos dos no están de acuerdo. Y no me atrevo a actuar por voluntad propia. No quiero desestabilizarle más de lo que ya está.

— ¡Qué cabezota es!—oí refunfuñar a Elizabeth.

—Entrará en razón—la convenció Carlisle.

—Espero que entre en razón cuando no sea demasiado tarde y no la pierda…

A pesar de lo interesante que me estaba resultando la conversación, ya que yo estaba casi segura que Elizabeth y el doctor Cullen me estaban ocultando algo, el sueño me venció y me sumergí en él. Por primera vez en mucho tiempo, no tuve pesadillas, o por lo menos no las recordé.

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— ¡Señorita Swan!—la exaltada voz de la señora Pott me despertó. Al abrir los ojos, descubrí la luz plomiza del cielo y comprendí que sería otro día nublado en Chicago.

Hice un esfuerzo para girarme y enfrentarme a la señora Pott. Apacigüé un grito de sorpresa al ver que su cuerpo estaba tapado por un enorme ramo, exclusivamente, rosas blancas. El corazón me dio un vuelco al verlo y los recuerdos vinieron a mí, azotándome como un ariete.

—Creo que algún admirador suyo se preocupa por usted—me hizo un gesto de complicidad dándome el ramo—. Voy a traerle un jarrón con agua para que no se marchiten.

Las observé un buen rato, deleitándome en su fragancia y maravillándome de su perfección. No tenía la más mínima idea de quién podía habérmelas enviado, cuando jugueteando con ellas, me encontré un sobrecillo. Con más ansiedad, de lo que quería admití, lo abrí.

Mis recuerdos me estaban jugando una mala pasada. No podría haber otra explicación. Esa era la letra que más amaba en el mundo. ¿Quién podría ser tan cruel para querer estar jugando conmigo de esta manera? Pero era tan real. Hubiese puesto la mano en el fuego con seguridad. Era su letra y su promesa.

"Volveré a ti cuando las estrellas se vuelvan azules".

Capítulo 11: Heavy on my heart Capítulo 13: Winter

 
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