When the stars go blue

Autor: bloodymaggie81
Género: Romance
Fecha Creación: 27/02/2013
Fecha Actualización: 28/02/2013
Finalizado: SI
Votos: 5
Comentarios: 2
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Capítulos: 30

Prólogo.

 

Cuando esa bala me atravesó el corazón, supe que todo se iba a desvanecer. Que iba a morir.

La verdad es que no me importaba demasiado, a pesar de que mi vida, físicamente hablando, había sido corta.

Pero se trataba de pura y simple supervivencia.

Hacía cinco años que yo andaba por el mundo de los hombres como una sombra. Una autómata. Prácticamente un fantasma.

Si seguía existiendo, era para que una parte de mi único y verdadero amor siguiese conmigo a pesar que la gripe española decidiese llevárselo consigo.

Posiblemente ese ser misericordioso, que los predicadores llamaban Dios, había decidido llamarlo junto a él, para adornar ese lugar con su belleza.

Y yo le maldecía una y otra vez por ello.

Sabía que me condenaría, pero después de recibir sus cálidos besos, llenarme mi mente con el sonido de su dulce voz y sentir en las yemas de mis dedos el ardor de su cuerpo desnudo, me había vuelto avariciosa y sólo le quería para mí. Me pertenecía a mí.

Recordé las palabras de Elizabeth Masen cuando se burlaba de "Romeo y Julieta" y de su muerte por amor.

"Eligieron el camino más fácil y el más cobarde", se mofaba. "Morir por amor es muy sencillo y poco heroico. El verdadero valor se demuestra viviendo por amor. Si uno de los dos muere, el otro debe seguir viviendo para que la historia perdure. El amor sobrevive si hay alguien que pueda contarlo. Se debe vivir por amor, no morir por él".

Y yo lo había cumplido. Si había cumplido esa condena era para que él no dejase de existir. Que una parte, por muy pequeña que fuera, tenía que vivir. El amor se hubiera extinguido si yo hubiera decidido desaparecer.

Pero aquello fue demasiado y aunque yo no había elegido morir en aquel lugar y momento, casi lo agradecí.

Llevaba demasiado peso en mi alma. Vivir por dos era agotador. Podía considerarse que había cumplido mi parte. Estaba en paz con el destino. Ahora sólo quería reunirme por él.

En mi agonía esperaba que el mismo Dios, del que acabe renegando, me devolviese a su lado. Así me demostraría si era tan misericordioso como decían los predicadores.

Todo se volvió oscuridad, mientras el olor a sangre desaparecía de mi mente y mi cuerpo se abandonaba al frío.

Pero esa no era la oscuridad que yo quería. No había estrellas azules. No estaba en el lago Michigan, con la cabeza apoyada en su suave hombro después de haberle sentido por unos instantes como una parte de mí, mientras sentía su entrecortada respiración sobre mi pelo.

"¿Por qué las estrellas son azules?", recordaba que le pregunté mientras le acariciaba el pecho.

"Porque son las estrellas más cercanas a nosotros y las que más luz arrojan", me respondió lacónicamente.

"Eso no lo puedes saber", le reproché.

"Yo, sí lo sé", me replicó con burlón cariño.

"¿Como me lo demuestras?", le reté. "¿Cómo sabes que las estrellas están tan cerca de nosotros que las podemos rozar con las puntas de los dedos?"

"Porque ahora mismo estoy tocando una". Me rozó la nariz con un dedo mientras volvía a atraer sus labios a los míos.

Si me estaba muriendo, ¿por qué se me hacía tan larga la agonía? No me sentía atada a este mundo.

Quería ser arrancada de él, ya.

De repente alguien escuchó mi suplica y supe que ya había llegado la hora. Pero, incluso con la buena voluntad de abandonar esta existencia, dolía demasiado dejarlo.

Una sensación parecida a clavarme un cristal en el cuello empezó a surgir y pronto sentí como pequeños cristales que me cortaban por dentro se expandían por el cuello cubriendo toda su longitud, mientras que por todas mis venas y arterias, un río de lava hacía su recorrido. Aquello tenía que ser el infierno. No había otra explicación posible.

Una parte de mí intentó rebelarse y emití un grito agónico que pareció que me rompía mis cuerdas vocales.

Pero al sentir que algo suave y gélido, aunque cada vez menos ya que mi piel se iba quedando helada a medida que la vida se me escapaba de mi cuerpo, apretándome suavemente los labios y el sonido de una voz suave y musical rota por la angustia, comprendí que esa deidad era más benévola de lo que me había imaginado.

—Bella, mi vida—enseguida supe de quien se trataba ya que él sólo me llamaba "Bella" además con esa dulzura—. Sé que duele, pero tienes que aguantar un poco más. Hazlo por mí.

Por él estaba atravesando el centro del infierno que se convertiría en mi paraíso, si me permitían quedarme con él.

—Carlisle—suplicó la voz de mi ángel muy angustiada—, dime si he hecho algo mal. Su piel… está… ¡Está azul! ¡Esto no debería estar pasando!

Un respingo de vida saltó en mi pecho y el pánico se adueño de mí, a pesar de mis juramentos eternos de no vivir en un mundo donde él no estaba. Verle tan alterado no era buena señal. ¿No me iba a ir con él? ¿Qué clase de pecado había cometido para no ser digna de estar en su presencia?

Intenté levantar la mano para asegurarme que en toda esta quimérica pesadilla, donde el dolor se quedaba estacando en mi cuello y mis pulmones se quemaban por la ausencia de aire, él estaba a mí lado. Pero las fuerzas me abandonaban y mi brazo era atraído hacia el suelo como si de un imán se tratase.

Temblaba mientras el sudor frío no aliviaba mi malestar. Algo no marchaba bien.

Una voz parecida a la de Edward lo confirmaba:

—Ha perdido demasiada sangre y el corazón bombea demasiado despacio la ponzoña… Si no hacemos algo pronto, no completará el proceso…

— ¡Pues no voy a quedar de brazos cruzados viendo como su vida se me escapa entre mis dedos!—gritó. Mala señal. Edward sólo gritaba cuando la situación le desbordaba.

Si él no podía hacer nada, toda mi fortaleza se vendría abajo y me dejaría llevar… Solo quería dormir…

— ¡Carlisle!—volvió a romper el silencio con un gruñido gutural, roto por la furia, la impotencia y el dolor—. ¡No puedes fallarme! Lo que estoy haciendo es lo más egoísta que voy a hacer en toda la eternidad. Pero si ella…, le habré arrebatado su alma y dejará de existir… ¡No me puedes decir que no hay solución!

"Por favor, Edward. No te rindas", supliqué. Esperaba que me pudiese entender aunque mi lengua, pegada al paladar, fue incapaz de articular ningún sonido.

Finalmente, la persona que él llamaba Carlisle le dio la respuesta que esperaba:

—Le diré a Alice que vaya a buscar a Elizabeth. Es la única que puede ayudar a Bella… Sólo espero que el corazón de Bella aguante un poco más…—no escuché más mientras mis parpados se mantenía cerrados pesadamente.

Algo suave y de temperatura indefinida, ya que mi cuerpo estaba invadido por el frío, me aprisionó con fuerza los dedos. Pero la voz no acompañaba a la fuerza de éstos. Era baja, suave y suplicante:

—Mi vida, demuestra que eres la mujer fuerte que has sido y haz que este corazón lata con toda la fuerza que te sea posible. Será breve, lo juro.

Hice un amago de suspiro mientras notaba como mi corazón, de manera autómata e independiente a mí, bombeaba mi pecho con una fuerza atroz.

Quizás sí lo conseguiría.

—Dormir…—musité.

—Pronto—me prometió.

—Dormir…—repetí en un susurro. Las escasas fuerzas que me quedaban, mi corazón las había cogido.

Pronto, el sonido de su voz fue la única realidad a la que acogerme:

"Una hermosa princesa miraba todas las noches las estrellas, mientras esperaba impasible como los oráculos le imponían el destino de que tenía que morir debajo de las mandíbulas de un horrendo monstruos, que los dioses habían enviado para castigar la vanidad de su madre, y salvar así su país. Inexorable. Pero ella rezaba todas las noches bajo la luz azulada de las estrellas, para que un príncipe la rescatase y se la llevase muy lejos…"

 

 

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Capítulo 11: Heavy on my heart

Bajé como una autómata las escaleras de mi casa al ritmo de "Claro de luna". Su favorita. Las señales estaban claras. Me estaba llamando para llevarme con él. Las noticias que había recibido, hacia casi un mes, de su muerte eran erróneas. Él no había fallecido de gripe española, su cuerpo no había sido incinerado con carácter de urgencia para evitar la expansión de la pandemia y sus cenizas no habían sido dispersadas al viento en una tierra que nos era hostil. Sencillamente, Edward no había muerto ya que él nunca me mentiría. Me prometió volver y lo había cumplido como el caballero que era.

La casa estaba en la más absoluta penumbra y sólo los rayos de luna iluminaban el piano y al pianista que interpretaba esa maravillosa pieza musical. Sólo él podría hacerlo de aquella manera. Delicada y pasional. Sólo un verdadero músico sabría tocar un instrumento con la misma delicadeza que un amante utilizaría para tocar el cuerpo de su amada mientras hacían el amor. Aquello era la música y eso sería lo que uniría mi alma a la de Edward.

No pude contar el número de latidos de mi corazón en mi pecho al estar a unos centímetros de su presencia. Odiaba tener que romper la atmósfera creada por la melodía, pero el deseo que invadía mi cuerpo, que Edward me abrazase y me meciese en mis brazos para asegurarme que todo había sido un mal sueño, era muy superior a todo lo demás.

Por primera vez en ese horrible mes mis labios dibujaron una sonrisa y mi voz se alzó unas octavas.

¡Edward!todas las penas se desvanecieron en el mismo instante en que pronuncié su nombre y éste se dispuso a darse la vuelta para enfrentarse a mí.

Pero mi alegría se fue a los pies en cuanto fijó sus ojos rojos en los míos y pensé que en aquel momento me estaba petrificando con la mirada.

No reconocí nada humano en aquella sombra pálida, ojerosa y siniestra que representaba la figura que más había amado en este mundo.

Edward, ¿dónde has estado?musité para que la voz no se me quedase pegada a la garganta por el susto.

Se levantó y me dio la espalda, dispuesto a marcharse, ignorando que le ponía la mano en su gélido hombro para evitar que se fuera de mi vida.

La dureza de sus rasgos acabó con todo amago de esperanza que quedaba en mi interior y derrotada, me abracé a sus rodillas, aunque sabía que de un leve movimiento, podría librarse de mí.

Nunca, másme replicó sin un atisbo de piedad en su ruda voz.

Y después de apartarme de su cuerpo, se dirigió hacia un rayo de luna, donde su hermoso cuerpo se fundió con ellos hasta desvanecerse ignorando mi abrazo, que quedó reducido a polvo.

Estaba tan acostumbrada a mis pesadillas, que ya no me levantaba gritando o llorando cada vez que me despertaban, pero eran la única ventana por donde mi subconsciente se podía escapar y expandir libremente lo que mi mente racional se negaba a aceptar.

Con rabia, me acaricié las sienes con mis dedos y ordené a mi subconsciente que se callase. Después miré hacia la ventana y vi que el crepúsculo anunciaría pronto el amanecer plomizo. Hoy sería un día nublado y las nubes estaban cargadas de lluvia. El cielo emitía las lágrimas que se habían acabado por secar en mis ojos.

.

.

.

Troceaba con la cucharilla el pastel de fresas con nata, que la señora Pott había hecho especialmente para mimarme.

Supuse que había visto lo mismo que los espejos reflejaban. Mi apariencia externa me mostraba que mi rostro se había vuelto cetrino, sin un color destacable en él, excepto por las ojeras malváceas —fruto del insomnio que era la otra alternativa a las pesadillas—  debajo de mis apagados ojos de color casi negro. Ni siquiera el color castaño de mi cabello resaltaba nada de mi rostro, ya que se había quedado apagado y sin vida. No me extrañaría que tuviese alguna cana prematura. Y aquello sólo era la punta del iceberg de los cambios que debían haberse producido en mi interior. La señora Pott sólo podía hacerse una idea de mi estado interior, ya que yo sólo me limitaba a ocupar espacio físico. Elizabeth no había dejado de mirarme como si me fuese a romper desde que se celebró el funeral, preocupándose más por mi propio dolor que por el suyo. Parecía inquieta por el motivo de que en un momento dado, las emociones que contenía en un dique interno, se desbordasen y acabase explotando del todo. Pero me mantuve entera. Rota pero entera. Phil me felicitó por demostrar cómo se comportaba una verdadera dama en esa clase de eventos. Odiaba las sesiones de llantos y rabietas y se temía que mi encaprichamiento por el niño guapo de los Masen —como él le denominaba a Edward— le diese verdaderos quebramientos de cabeza. Pero yo había demostrado estar muy por encima de sus expectativas y me auguraba un futuro prometedor con algún marido rico. Estaba tan absorta en reprimir mis emociones que no me molesté en evocar ese aterrador futuro en donde un hombre —que no fuera Edward— me poseyese todas las noches y le diese un hijo —que no tendría el pelo cobrizo, los ojos verdes ni una sonrisa pícara en la comisura de sus labios— cada año. No pensaba en el mañana. Ni siquiera pensaba. Sólo me limitaba a dejar escapar los días sin ningún interés hacia el exterior.

A veces me preguntaba porque seguía aguantando la pantomima ante la sociedad y no escogía el camino más fácil. Phil no se hubiera dado por aludido cuando hubiese cogido su cuchilla de afeitar y su fría hoja, apretando mis venas, hubieran liberado mi sangre al exterior al igual que mi alma y mis sufrimientos hubiesen quedado atrás.

Decir que temía el castigo divino que se aplicaba a una suicida, era absurdo. Pero el pensar que Elizabeth me necesitaba y Edward me había hecho jurar que cuidaría de ella, me imponía más respeto que todo lo que me pudiesen decir los sacerdotes sobre los pecados y el infierno que me esperaría por no cumplir la voluntad de Dios y quitarme la vida sin el permiso divino.

Sólo de imaginarme, cogiendo la cuchilla, mi mente evocaba la imagen de su pelo cobrizo pegado a su rostro, sus ojos verdes —duros como esmeraldas— despedazándome con la mirada, su hermosísimo rostro desfigurado por la rabia y sus labios desdeñosos dedicándome el epíteto de "cobarde", la idea perdía intensidad y atractivo y me limitaba a matar poco a poco mi alma. Era más agónico que la muerte física, pero por lo menos nadie me podría acusar de hacer nada escandaloso y me escaparía de la realidad. Me limitaría a ser un cuerpo sin alma.

Como ya era costumbre, ignoraba los comentarios de Reneé y Phil sobre el final de la gran guerra. ¿Qué me importaba a mí que las potencias centrales europeas habían sido masacradas por los países aliados? ¿Qué nuestro Gran país había sido el gran beneficiado con la desintegración de Europa y ahora éramos la primera potencia del mundo? ¿Qué el mítico imperio Austrohúngaro desapareciese de la historia para siempre? ¿Qué Alemania, la gran perdedora, proclamase la republica? ¿Qué el imperio turco se desvaneciese quedando en la nada? ¿Qué unos "rojos hijos de puta" —tal como denominaba Phil a los miembros del partido comunista en Rusia— hubiesen derrocado al zar y se hubiesen declarado la guerra civil para saber si un individuo llamado Lenin u otro llamado Troski, llegaban al poder? O sencillamente, ¿qué me importaba que el gobierno ocultase cuántos muertos —los rumores apuntaban a millones— habían causado esta estúpida guerra junto a la gripe española y sólo diese buenas noticias de nuestra grandiosa intervención y recibiese con los brazos abiertos a nuestros padres, hijos, maridos y hermanos, que habían combatido por la honra de nuestra gran nación?

Si mi mundo interior se había quedado en tinieblas debido a la ausencia de la luz de mi vida, poco me importaba que lo que me rodeaba saltase en pedazos.

—Señorita Swan—me regañó la señora Pott al ir a recoger mi plato y distraerme de mi ejercicio de despedazar la tarta que no había probado—. No ha probado bocado. Me he pasado toda la mañana en la cocina para hacerle su tarta favorita y así me lo paga.

—Lo siento—musité con la voz ronca y por inercia hacia el estimulo—. Pero estoy llena y no puedo más. Siento las molestias que he causado.

—Si con un trozo de pan, media menestra y un vaso de agua, está llena…—refunfuñó, llevándose los platos y evité mirarle a los ojos para no sentir una pequeña punzada de culpabilidad por no responder a sus cuidados.

—Con eso del luto la tiene usted demasiado mimada—le replicó Phil—. Llevamos un mes con la tontería y lo único que conseguimos concediendo todos los caprichos a la niña es que se acostumbre a lo bueno. Aunque he aprendido la lección y la próxima vez me pondré de luto por la muerte de mi gato para que usted me prepare esa tarta de almendra tan deliciosa.

Por el rabillo del ojo, me pareció percibir un gesto duro de la señora Pott hacia Phil y se mordió el labio para evitar contestarle y salir de aquella casa con cajas destempladas.

Por primera vez en lo que llevábamos de mes, fui capaz de mirar a Phil con rabia. Al fin y al cabo era una emoción, pero no me podía creer que comparase la muerte de una persona —intentaba evitar su nombre— con la de un estúpido animal. Sabía que no se compadecería del dolor que yo pudiese sentir, pero ignoraba que careciese de la más mínima ética para lamentar el fallecimiento de un semejante y más si había estado a punto de convertirse en su "yerno". Aunque si era sincera, qué me podría esperar de la misma persona que se había declarado avergonzado de llamar a un "nena" sin cojones de no salir a combate ni disparar a los malditos alemanes y quedarse en enfermería cuidando heridos para luego una gripe de nada le mande a la tumba, hijo suyo.

"Mucho hablar de los demás, pero tú fingiste una bronquitis crónica para no ser llamado", pensé furiosa por la hipocresía de Phil cuando se pavoneaba ante la clase alta de Chicago sobre lo indignado que estaba por no haber podido ir y la lección que hubiera dado a todos esos niñatos con metralletas. Lo peor era que los demás le reían la gracia.

Posiblemente, yo estaría a su altura, pero lloraría más por la muerte de una rata de alcantarilla, que por la de mi padrastro.

—Querido—Reneé llamó la atención de Phil—, esta tarde, el señor y la señora Newton nos han invitado a la fiesta que se celebra por la próxima llegada de su hijo a casa y el mes que viene otorgaran la medalla de honor a todos los héroes de guerra, incluidos los fallecidos a título póstumo. Incluso se celebrara un funeral de estado por todos aquellos estadounidenses que participaron en la guerra. ¿No me digas que es un acontecimiento importante?

—Me parece increíble que nuestro gobierno caiga tan bajo de conceder medallas póstumas a los cobardes que se quedaron en la enfermería haciendo trabajos de mujer y luego por un resfriado se los lleve al otro mundo—criticó Phil, lanzando una clara indirecta sobre mí. Le fastidió bastante que yo no replicase. Pensó que mi debilidad era una lucha pasiva para romperle los nervios.

—Lo que tenemos que hacer ahora es buscar un héroe de guerra para Isabella y que con un poco de suerte la considere lo bastante bonita para celebrar una gran boda y reinvertir lo que he perdido con ésta—Reneé dio vueltas en el café con la cucharilla—. Isabella, cariño—se dirigió a mí. No me molesté en mirarla, aunque parecía no darse por aludida. En el fondo estaba feliz que no protestase por nada—, más vale que te eches una buena siesta y luego vayas a preparar un vestido bonito. Los Newton nos están esperando.

—Pero… señora Dwyer—protestó la señora Pott por mí, anonadada—, la señorita Swan aun está de luto por la muerte de su prometido y lo más recomendable para ella, sería que se quedase en casa descansando. Ha sufrido ya…

—Señora Pott—le regañó Phil—, le pago por hacer las labores de la casa, no por dar opiniones. ¡Gracias a Dios, aún no hay sufragio para las de vuestro género! Así que haga el favor de cerrar la boca e irse a la cocina a fregar los cacharros, que para eso servís las mujeres solteronas y sin un centavo.

Ésta se marchó airada soltando mil improperios contra "su señor" y argumentando que todo el dinero del mundo no daría a los burros modales. Después dio un sonoro portazo que sacó a Phil de sus casillas.

— ¡Como rompa algo, saldrá de su bolsillo!—le amenazó—. Estúpida, amargada. Darme a mí lecciones de cómo poner en cintura a una mocosa.

—Isabella—Reneé parecía ajena al enfado de su marido—, sube a tu cuarto y ve a dormir. Después maquíllate, ¡por Dios!—reprimió un gesto de horror al verme la cara—. Parecerte a una heroína de tus estúpidas novelas románicas—Reneé confundía el estilo de las catedrales con las novelas pero entendí a la perfección que se refería a las novelas góticas—, no nos ayudara mucho para encontrarte un marido. Así que pon algo de tu parte y ponte medio decente. Nadie querrá una esposa que refleje mala salud.

—En ese aspecto las mujeres sois como las yeguas—soltó Phil—. Las purasangre son las que sirven para la procreación. Las enfermas y débiles se deben sacrificar de un tiro en la cabeza.

Ante la expresión de Phil, me fui a mi cuarto —más bien me arrastré hasta llegar a él— y me metí en la cama. Aunque no me iba a torturar de nuevo con pesadillas y me dediqué a hurgarme más mi herida y evocar los recuerdos de los días más felices de mi vida. Aquellos que no iban a volver.

.

.

.

Volví a mi tarea de trocear una tarta de almendra mientras me sentaba en el poyete de una ventana, mirando sin ver realmente el jardín de los Newton. Estaba tan desarraigada del mundo que el murmullo de una gran multitud de gente reunida en el gran salón de los Newton para celebrar que muy pronto su querido hijo, Mike, volvería a casa y le otorgarían una medalla al merito —de matar alemanes, algo que me parecía patético— y sería tratado como un héroe, me parecía simplemente un pequeño ruido molesto. Ni siquiera me sentía con fuerzas para burlarme de Jessica, que se las prometía muy felices, pavoneando de supuesto prometido ante la mirada envenenada y corroída por la envidia que le lanzaba mi madre. Afortunadamente, un mes era suficiente tiempo para que la gente se olvidase de una pobre viuda que había recibido la noticia de la muerte de su único hijo en la guerra el mismo día que se celebraba el velatorio de su marido y de una prometida que se había quedado en las puertas de la iglesia pero para celebrar el funeral de aquel que debería haber sido su esposo y lo peor del caso es que ni siquiera había un cuerpo para enterrar en esa tumba que se había colocado al lado de su padre. Puro atrezo.

Por fingir interés, miré levemente a Elizabeth, la cual estaba hablando tranquila con Ángela. A pesar de sus ojeras y su pálida cara, no había signos de dolor ni en su rostro ni en su voz, que sonaba tan tranquila y confiada como siempre. Me preguntaba si era su forma de soportar la pena, pero la notaba extraña y distante desde el funeral de Edward, como si todo ello no fuera con ella y estuviese representando un papel de madre afligida que se resquebrajaría de un momento a otro. Sólo podía sacar en conclusión, que se sentía incómoda en aquel lugar y si estaba soportando todo esto, era para estar conmigo.

Cuando fijó sus preocupados ojos verdes en mí, el corazón me rozó la herida abierta en mi pecho y fui incapaz de mantener mi mirada en la suya, por lo que volví a fijarme en los detalles de la ventana por distraerme. No podía mirar a Elizabeth sin recordar lo mucho que ésta se parecía a Edward. Era horrible no poder estar con una persona sin que todas las heridas se me empezasen a abrir debido a la nostalgia.

Cuando oí el ruido de un trueno, anunciando tormenta, el dique se rompió y en mi mente se empezaron a agolpar toda clase de recuerdos.

Recordaba estarme tapando con la manta hasta la cabeza para protegerme del ruido de los truenos que la tormenta que estaba llegando a la ciudad, producía.

Repentinamente noté como alguien se apretaba a mí con fuerza y unos pequeños brazos me rodeaban la cintura. Pegué un leve respingo y al darme la vuelta comprendí que se trataba de un pequeño Jacob de cuatro años de edad, que estaba más aterrado que yo con la tormenta y se aferraba a mí para que le protegiese.

Jacoble acariciaba sus manitas—, no debes tener miedo de la tormenta—le consolaba aunque yo estaba más asustada que él.

¡Bah! —oía bufar a un Edward de seis años, de pelo rubito y carita angelical, que estaba a mi lado derecho de la cama—, ese no tiene miedo a la tormenta. Lo tiene todo planeado para que tú sientas lastima por él y pueda meterte mano—dicho esto se dirigió a Jake de malos modos—. Más vale que aproveches, chucho. Porque no vas a tener más oportunidades.

—Eso no es verdad—lloriqueaba Jake lastimosamente—. Yo nunca haría eso a Bella.

¡Eh! —protestó Edward—. Ese nombre sólo me está permitido usarlo a mí. Tú la deberás llamar señorita Swan como todo el mundo y para referirte a mí, me pondrás el titulo de amo y señor de tu miserable vida, ¿entendido?

¡Edward! —le regañé por tratar así al pobre Jacob.

¡Lo exagera todo! —protestó dándose la vuelta y dándome la espalda—. Y ahora dejadme dormir, que no hacéis más que dar la lata, renacuajos.

—Eres un niño malo—gimoteó Jacob—. Y mi padre cuenta que a los niños como tú, los fríos se les aparecen en las noches de tormenta y después de beberse su sangre, se llevan su alma al infierno para unirse a ellos y salir en las noches oscuras y expiando sus pecados, bebiéndose la sangre de otros niños.

¡Jake! —le reñí—. Esas cosas no se dicen—toqué madera por los malos presentimientos que aquellos cuentos de Billy me producían.

Pensé que Edward se burlaría de las supersticiones de Jacob. Pero al mirarle vi que su cara inocente se había tornado por una cara sombría y tétrica. ¿Se habría tomado en serio los cuentos de Billy?

—Jacob Black, ¿has sido tú un niño bueno? —le preguntó con voz lúgubre.

Éste tragó saliva y se empezó a retirar de mi lado, para irse al borde de la cama hasta casi estar en el filo.

—Sí—balbuceó.

—Yo no lo creo—repuso Edward inalterable—. ¿Sabes porque lo sé?

—No—repuso éste en tono inocente.

La voz de Edward se convirtió en monocorde y lenta.

—Porque yo soy… un frío… y he venido a por… ¡TU ALMA! —un relámpago le iluminó la cara cuando le enseñó los dientes a Jacob y éste asustado por la impresión, empezó a gritar y a llorar a pleno pulmón.

—Perrito guardián, perrito guardián—le llamó Edward en su tono de voz de siempre y poniendo los ojos en blanco—. Ha sido una broma.

— ¡Jake! —le espeté dándole una patada que hizo que se cayese al suelo y se pusiese histérico del todo. En el sitio que ocupaba antes había una enorme mancha húmeda. Cuando vi mojado el pantalón de su pijama, lo comprendí.

— ¡Eres un marrano, Jacob Black! —le recriminé con cara de asco.

— ¡La próxima vez que hagas esas cochinadas, te pondré una correa y te sacaré fuera dejándote atado a un árbol! ¡Entonces vendrá un frío y te arrancara el pajarito! —le amenazó Edward mientras hacía que Jacob berrease más fuerte sin poder hacer nada por hacerle callar.

Pensé que se iba a quedar afónico hasta que alguien abrió la puerta y la angelical figura de Elizabeth con su hermoso pelo broncíneo hasta la cintura y su camisón blanco, iluminó con un candil la habitación.

¿Se puede saber qué hacéis que aún no estáis dormidos a estas horas y no dejáis dormir a nadie? —preguntó levemente molesta y yo me acurruqué entre mis piernas porque no me gustaba que aquel ángel se enfadase.

Como respuesta, Jacob empezó a llorar intensamente y Elizabeth, dejando el candil en la mesilla de noche, acudió donde estaba él y con maternal cariño le cogió en sus brazos y le meció hasta que se tranquilizó.

¡Estás calado, cielo! —exclamó al ver los pantalones mojados de Jacob—. Hay que cambiarte—le cogió de nuevo entre sus brazos y se levantaba para llevárselo a su cuarto lanzándonos una mirada furibunda—. Esta noche dormirás conmigo y así me cuentas lo que estos dos demonios te han hecho.

¡Han sido malos conmigo! —nos señaló mientras empezaba a simular un sollozo que ocultaba una sonrisa de satisfacción por recibir nuestro castigo—. Me han pegado y me han dicho que voy a irme al infierno!

¡Eso es falso, chucho acusica! —gritó Edward, furioso.

¡Edward, te has quedado sin postre para mañana! —le castigó Elizabeth.

¡Eso no es justo! —defendí a Edward.

¡Tú también, Isabella! —se volvió a mí, enfadada. Edward me rodeó el hombro con el brazo en señal de consuelo.

Elizabeth se dirigió hacia la puerta acariciando el cabello de Jacob y cantándole una nana mientras nos ordenaba que nos durmiésemos sin armar jaleo. Cogió el candil y sin desearnos buenas noches, cerró la puerta. Lo último que vi fue una sonrisa de satisfacción de Jake.

Oí refunfuñar a Edward y colocando las sabanas, me hizo un hueco a su lado.

—Aunque lo disimules, tienes miedo a la tormenta—se hizo el valiente conmigo.

—Yo no tengo miedo—fruncí el ceño. Pero cuando un relámpago cruzó el cielo, iluminando la habitación, me acurruqué al lado de Edward.

Éste sin decirme nada, me puso el edredón encima y me atrajo hacia su cuerpo.

—Aprovéchate, que no siempre vas a tener oportunidad de abrazar al chico más guapo de Chicago—me guiñó un ojo petulante.

Le pegué un puñetazo en su brazo.

¡Eres un chulo! —le repliqué.

Me sacó la lengua.

Para rabiar, hice algo que odiaba con todas sus fuerzas. Acerqué mis labios a su mejilla y le di un pequeño beso.

Me reí al imaginarme su expresión de asco. Pero su rostro se volvió muy serio y, lentamente, se acercó a mí y sin pensárselo dos veces junto sus labios con los míos. Sólo fue un instante, pero recordaba como el calor de su beso, me desvaneció todos mis miedos y quedó grabado a fuego en mi memoria para siempre aquellos cinco segundos inolvidables.

Se separó lentamente de mí y después de perdernos en nuestras miradas, se echó a reír, sacándome la lengua de nuevo.

—No puedo darte un beso con lengua porque eso es una cochinada que sólo hacen los mayores.

—No es justo—refunfuñé.

—Te prometo que cuando seas mayor, te daré un beso con lengua… aunque, serás una de tantas en las conquistas de Edward Anthony Masen.

— ¿Me lo prometes?—pregunté, frunciendo el ceño.

Como respuesta, cruzó su dedo meñique con el mío y lo mantuvo hasta que nos dormimos.

Un relámpago me devolvió al mundo real y observé que poco o nada había cambiado el salón de los Newton. Aquello estaba igual de atestado de gente y seguían hablando de los mismos temas intranscendentales.

Me sentía mareada y pensé que dar una vuelta y tomar aire fresco me vendría bien, por lo que hice un esfuerzo de levantarme y me dirigí hacia la puerta.

Una mano se posó en mi hombro y al girarme me topé con la angustiada mirada de Elizabeth.

Hice un amago de sonreírle para tranquilizarla.

—Sólo voy a dar un paseo y ahora vuelvo—le aseguré.

—Pero si va a llover de un momento a otro…—protestó—. Además hace mucho frío para ir así, cielo.

—Sólo será un momento. Necesito aire fresco. No me moveré mucho de aquí—sin darle tiempo a replicar, abrí la puerta y salí de aquella jaula de grillos.

El aire frío me obligó a protegerme mi cuerpo con los brazos y éste hacía estragos sobre mí, cortándome la piel de la cara como miles de cristales pequeños. Las primeras gotas de lluvia que cayeron, se empezaban a confundir con las lágrimas de mis ojos.

No necesitaba pensar mucho el camino que estaba recorriendo. No llevaba la cuenta de cuantas veces lo había recorrido en mi vida. Prácticamente era el primer sitio que conocía desde que tenía uso de razón, incluso más que mi amado conservatorio.

Mis botas se hundían en el barro, provocado por la lluvia, mientras el dobladillo del vestido se ensuciaba tanto, que sólo pude distinguir en él, un extraño color marrón verdoso.

El agua de la lluvia se me colaba por los ojos, mezclándose con mis lágrimas, me hacían de persiana ante la senda que estaba recorriendo. Me tuve que para un par de veces para descansar, pero jamás pensé en desistir. Tenía que despedirme correctamente. Si era verdad que al final teníamos alma, seguramente la de Edward no se encontraría en un país lejano, y que hasta entonces habría sido enemigo nuestro, si no que habría recorrido océanos de espacio y tiempo para poder regresar al lugar donde más feliz y despreocupado había estado, y el fantasma de la guerra y la gripe sólo era un personaje oscuro sacado de un cuento de terror.

Con ese pensamiento en mi cabeza, seguí caminando hasta llegar a ese hermoso prado, a las orillas del lago, donde pasábamos nuestra niñez.

El desencanto al ver un lugar lleno de fango, donde antes la naturaleza había impuesto su dominio y el suelo verde lleno de flores blancas, azules, amarillas y violetas era la alfombra más hermosa que nunca había visto, me hizo flaquear las rodillas y, sin importarme demasiado mancharme del todo, acabé derrumbándome. La misma naturaleza estaba llorando a Edward. Incluso el lago, antaño azul como el espejo del cielo, había teñido sus aguas en señal de luto. No reconocía nada de aquel lugar donde había pasado mis mejores momentos, gracias a Jacob y a Edward. Y ahora, incluso, el ambiente les extrañaba. Y yo les había perdido a los dos.

Pero nunca creí que no podía haber nada más doloroso que perder la niñez despreocupada, que representaba Jacob —a pesar de todo el daño que me había hecho, extrañaba esa etapa de mi vida que él había llenado con su amistad y sonrisa sincera hasta que el tiempo hizo estragos en nosotros, separándonos. A pesar de todo, yo no podría guardarle rencor—, hasta que la luz de mi vida había sido apagada, demasiado pronto, dejándome en la más absoluta oscuridad.

Al ver este prado, más propio de los cuentos de terror, comprendí que Edward no estaría aquí.

Empezaba a dudar en las palabras de los predicadores, donde aseguraban que existía una vida después de la muerte y evoqué las palabras que una vez me dijo mi padre sobre que la muerte real de una persona sólo se producía si las personas, que les habían amado en vida, les relegaban al olvido. Aquello era más razonable que todos los sermones y supuse que la verdadera muerte de Edward sólo se produciría cuando yo exhalase mi último suspiro —la idea de olvidarle, me era inconcebible— y mi corazón dejase de latir.

Le necesitaba tanto. Por lo cual, decidí abrir más la ulcerante herida en mi pecho y, como si me estuviese hurgando en ella con un cuchillo afilado y helado, abrí la caja de Pandora de mi mente, y rebusqué entre mis recuerdos alguno de los miles que intentaban salir del encierro y al final, mientras me tumbaba en el suelo boca abajo y luchaba por que el aire me llegase a los pulmones, la lluvia calaba mis huesos y por arte de magia, se convirtió en gotas de agua cálidas que llenaban mi piel y mi interior de una extraña vitalidad…

El agua de la ducha empapaba mi cuerpo, a la vez que mis dedos empezaban a memorizar cada tramo de la piel de su vientre —suave y resbaladiza, debido al agua—  provocándole en más de una ocasión que Edward se estremeciese de risa, debido al cosquilleo que le estaba provocando la combinación del agua caliente en su cuerpo junto a mis dedos, intentando recoger las pequeñas gotas que se quedaban impregnadas a su cuerpo y mi risa, pegada a su nuca.

—Bella—intentó fingir que aquello le molestaba, sin conseguirlo realmente, para no hacerle demorar más aquello que parecía inexorable—, dentro de dos minutos me van a cortar el agua caliente—hizo un amago de protesta, pero cuando mis dedos empezaron hacer círculos sobre su pecho, se reprimió un gemido de placer, para después volver a reírse y yo memorizase mi pieza de música favorita en mi mente para prepararme física y mentalmente, a nuestra, ya muy larga, separación. Movió la cabeza divertido—. No debía haberte dejado meterte conmigo en la ducha. Me vas a provocar que coja una gripe por tu culpa—le di una colleja para que no dijese esas cosas. La amenaza de la gripe española deambulaba por el aire y me estremecí al oírle decir eso. Se quejó levemente, pero después siguió metiéndose conmigo—o me vas a hacer perder el tren y no podré irme—aquello no lo dijo tan alegremente. Su voz se acabó convirtiendo en una súplica—. No me queda otro remedio. Lo sabes.

Intenté quitarme de encima la pena que me embargaba, por la media hora que nos quedaba juntos.

—Yo no hubiera entrado, si cierta persona no hubiera dejado la puerta abierta—hice un mohín de enfado—. Eso es una indirecta muy específica, señor Masen.

Intuí mi sonrisa torcida favorita dibujada en la comisura de sus labios y lamenté perdérmela.

Pasé mis brazos, rodeándole la cintura, y apoyé mi rostro en su ancha espalda. Suspiré, y al hacerlo, él me imitó.

—Vuelve a mí, vuelve a mí, vuelve a mí…—musité en su piel mientras buscaba su mano y estreché mis dedos contra los suyos.

—Te lo he prometido—su voz emanaba seguridad y compromiso—. Te he jurado que volvería a ti, aunque mi corazón no me latiese en mi pecho.

»Como caballero que soy, cumpliré con la parte de mi pacto contigo. He puesto mi alma en él.

Como respuesta, me limité a posar mis labios en su hombro.

—Tú a cambio, me tendrás que prometer algo—me pilló por sorpresa tenerle enfrente de mí, mirándome fijamente a los ojos. Yo le devolví la mirada, porque el ver como su pelo se le pegaba al rostro, adquiriendo matices increíblemente brillantes de aleación de oro con bronce y su cuerpo, emanando vigor y juventud, era como un imán y si no me concentraba por contener mis impulsos, le volvería a hacer el amor allí mismo, mientras el vaho formado por el vapor de agua nos rodeaba.

—Dime—de contesté reflexionando muy bien, para no atarme a una promesa que no pudiese cumplir.

—Si yo tardase algo más de la cuenta en volver…—se mordió el labio, e intuí lo que realmente quería decir. Pensé que me caería del disgusto de sólo pensar en aquello—. ¡Por favor, no te asustes! Si yo tardase en volver, me gustaría saber que vas a poder continuar con tu vida y vas a ser feliz.

— ¡No me puedes pedir que me case con otro hombre que no seas tú!—exclamé horrorizada—. Eso… no puedo cumplirlo… yo no…

—No te estoy diciendo que te tengas que casar—puso un dedo en mis labios para sellármelos—. Sé perfectamente que odias el matrimonio, y si has accedido a casarte conmigo, ha sido porque me amas de verdad—apretó más el labio cuando vio que lo iba a abrir como señal de protesta. No podía entender como podría conocerme tan bien y saber ese mínimo detalle—. Lo único que implica esta promesa es, que pase lo que pase, quiero que seas feliz haciendo lo que tú desees sin que nada ni nadie te lo impida… ya sea sola… o acompañada—ese matiz no le agrado tanto—. Bella…—me susurró al oído—, prométemelo.

—Te lo prometo—musité, para luego sonreírle con picardía—. Pero como tu promesa sigue en pie, el año que viene, firmaré ese papel y haré la comedia en la iglesia con un hermoso traje blanco, ante la sociedad de Chicago y después de llenar la panza a los gorrones de los invitados, te ataré en la cama y no saldrás de ella en una semana—puso los ojos en blanco al oírme—. Y te advierto que no será para dormir—le avisé.

Él se rió y estrechándome entre sus brazos, me levantó unos centímetros hasta quedar a su altura. Para ayudarle, le pasé mis brazos por su cuello.

Acercó sus labios a los míos y musitó:

—Ya que estamos de promesas, voy a cumplir una promesa que te hice a los seis años. ¿Te acuerdas de nuestro primer beso?—asentí—. Entonces tendrás que recordar que te dije que cuando fueras mayor, te daría un beso con lengua. Sigo pensando que eres una cría—para confirmarlo, le saqué la lengua—pero como no sé cuanto tiempo tardaré en volver a verte, no puedo quedarme con las ganas… ni dejarte a ti con ellas—su tono era inconcebiblemente seductor.

—También dijiste que yo sería una del montón—su aliento quemaba mis labios.

—Tú siempre has sido y serás la única en mi mundo—y sin nada más que añadir, juntó sus labios con los míos y me besó con una violencia muy impropia de él. Le devolví el beso con la misma furia con que lo recibía. Mi lengua fue acariciada por la punta de la suya, y las oleadas de placer inundaron mi cuerpo, haciendo que lo juntara más hacia el suyo…

Una furia repentina invadió mi cuerpo y, cogiendo una piedra, descargué toda mi ira, frustración y tristeza lanzándola contra el lago. Éste permaneció inmutable ante mi desesperación y se tragó la piedra como si nada.

— ¡Así es como Edward Anthony Masen cumple sus promesas!—grité, desgarrándome la garganta—. ¡Eres un maldito mentiroso! ¿Tanto costaba mantener nuestra parte del trato? ¡Te odio! ¡Te odio… porque me has condenado a amarte siempre!—mi dique de emociones contenidas se rompió y empecé a sollozar lastimosamente. Me tuve que meter el puño en la boca para amortiguar la violencia de mi temblor, producido por mis sollozos. Me volví a tumbar en el suelo y mientras deseaba que la lluvia, que se había vuelto tan densa como una cortina, me ahogase en aquel momento.

Me refugié en mis brazos mientras intentaba llegar a la casa de los Newton. No es que quisiera volver a entrar en aquella jaula dorada, pero era necesario volver allí, aunque fuese para no preocupar a la pobre Elizabeth y, por supuesto, para secarme en la chimenea. Continuar en la calle con la que estaba cayendo, era lo más parecido a un suicidio.

La criada que me abrió la puerta me miró con malos modos, como si trajese a aquella casa algo contagioso. Pronto comprendí que se trataba de mi ropa mojada y por ello tendría que volver a limpiar el suelo.

Si tuviese capacidad de sentir, lo habría lamentado por ella.

Estaba tan abstraída, intentándome lamer mi herida, cuando miré hacia el salón, me sorprendió que todo el mundo estuviese en silencio, mirándome atónitos. Di un leve paso hacia atrás al sentirme acorralada por sus miradas inquisitivas.

"¡Pobre chica!", me pareció oír un comentario de compasión hacia mi persona.

Miré a los presentes en aquel salón sin verlos realmente, aunque pronto mi vista destacó a tres personas que se quedaron enfrente de mí.

Phil me miraba con repugnancia, como si hubiera salido de un estercolero. Elizabeth me lanzó una mirada asustada, como si estuviese viendo a una criatura salida del Averno y ésta estuviese a punto de quebrarse.

Mi madre se puso las manos en la cabeza.

— ¡Isabella!—gritó horrorizada al verme de esta guisa—. ¿Cómo puedes presentarte de esta guisa en una casa de gente tan distinguida? ¡Dios, como sigas mojando el suelo, le vas a estropear la alfombra a los Newton!

Cuando fui incapaz de oírla, comprendí que estaba sufriendo un leve mareo y mis piernas temblaban tanto, que al final intuí que me iba cayendo a un agujero más y más profundo.

No percibí el frío tacto del suelo sobre la piel de mi cara y al abrir los ojos me encontré que Elizabeth y Ángela me sujetaban cada una de un brazo.

—Isabella, ¿estás bien?—moví la cabeza para no asustarla más de lo que estaba.

Un roce cálido pasó por mi mejilla y al volver mi vista hacia la dirección donde se había producido éste, me topé de pleno con unos intensos ojos verdes que me miraban con ansiedad. Me mordí el labio con fuerza para no soltar ningún sollozo delante de toda esa gente. Casi podía sentir en mi paladar el sabor de mi sangre.

—Estás empapada. Nos vamos a casa o cogerás una pulmonía—apremió, ayudándome a levantarme y cogiéndome de la cintura para que pudiese andar.

A lo lejos oí un molesto siseo procedente toda aquella gente. Me apreté las sienes con los dedos para que éstas desapareciesen. Me dolía la cabeza y tenía unos horribles calambres en todos mis músculos. Los temblores convulsionaban mi cuerpo y agradecí el calor procedente del coche cuando Elizabeth me metió en él.

— ¡Shhh!—siseó para tranquilizarme—. No puedes seguir como estás. No tienes que hacerte la fuerte. Si tienes que derrumbarte y llorar, hazlo y luego levántate.

—Estoy cansada—cerré los ojos y suspire. Noté que mi voz era un leve susurro.

—Pronto estaremos en casa y podrás meterte en tu cama—me prometió con ansiedad en la voz.

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Me limitaba a aovillarme, abrazándome las piernas, en la bañera, mientras la señora Pott y Elizabeth me frotaban la espalda y el pelo. No tenía suficientes fuerzas para replicar a la señora Pott, que me regañaba por haberme expuesto a la lluvia de esta manera y que lo único que conseguiría, sería ponerme enferma. Elizabeth se limitaba a tranquilizarla mientras me tendía la toalla y me secaba con ella.

Con otra toalla caliente, debido al contacto que había tenido con la estufa, me secó el pelo hasta que a ella le pareció que estaba lo suficientemente seco para ponerme el camisón.

No se separó de mi lado hasta que no me vio meterme en la cama y cerrar los ojos.

—Mañana estaré aquí—me prometió—. Ya verás como te encuentras mejor. Duérmete—acarició las palabras mientras me alisaba el pelo y me tapaba hasta las orejas.

Dejarme sola no fue una buena idea. Pronto mi cerebro se puso a trabajar y evocó cruelmente los momentos más felices de mi vida cuando Edward estaba a mi lado. Repentinamente una masa de agua de color azul, idéntico a las tonalidades azuladas que tomaba el lago Michigan en los días de verano, se extendió hacia mis pies y me lancé a su adentros. Me hundí en ella y no salí a la superficie.

Mi consciencia pugnaba por salir de las aguas, donde se hundía cada vez más y, de vez en cuando, me llegaban atisbos de la realidad. O por lo menos del mundo físico. No podía calcular cuánto tiempo llevaba sumida en el seno de esas aguas tan tranquilizadoras, pero el simple hecho de recuperar la consciencia, me aterraba.

No quería oír la estridente voz de mi madre, quejándose de mi mala salud y mi exceso de mimo, por haber cogido un sencillo resfriado.

—Eso le pasa por irse a juguetear bajo la lluvia—le oía refunfuñar a lo lejos.

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Debía llevar en ese estado de semiinconsciencia más tiempo de lo que habían imaginado que duraba un simple enfriamiento, ya que durante un par de días, me pareció oír al doctor Gerandy deambular por mi cuarto y hacer alguna maniobra en mi brazo.

El chasqueo de su lengua no era una señal muy halagadora.

—Tú, no—oía la voz de Elizabeth suplicar, rota por la congoja. Pero estaba muy, muy lejana.

Ya no tenía miedo a lo que pudiese haber más allá de todo lo que había conocido como vida. Mi hilo había sido corto, pero había conocido el motor de mi existencia y mucha gente no había llegado a sentir lo que yo había experimentado, viviendo más tiempo que yo.

Lo que no entendía era porque todavía estaba aquí. Yo ya estaba preparada para partir a mi último viaje.

Así se lo iba a decir al doctor Gerandy cuando la puerta se volvió a abrir.

Emití un leve gruñido, que debido a mi debilidad me rajó la garganta, para que entendiese que sus servicios no eran necesarios.

Me ignoró y cuando me tomó el pulso, comprendí que el doctor Gerandy no tenía las manos tan frías. Yo conocía esa sensación.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, y sabiendo que la luz me haría daño, abrí levemente los ojos y no pude evitar sonreír. No me sorprendí demasiado. Si me estaba muriendo, era justo que un ángel me fuese a buscar. Hubiera preferido ver a Edward como última cara de ver en este mundo, pero aquel ser sobrenatural de cabellos dorados, belleza serena y arrebatadora, ojos oscurecidos por una tristeza interna y una sonrisa, dirigida exclusivamente a mí, tampoco estaba nada mal.

—Incluso en estos momentos, usted sigue siendo guapo—susurré lánguidamente.

Su risa era como una melodía para mí.

—No pienso perderte a ti—se desvaneció su sonrisa y se juró más a si mismo que a mí—. Tengo que hablar con tus padres y la señora Masen, pero muy pronto volveré a estar contigo—me apretó la mano en señal de pacto hacia mi persona. No le oí salir de mi cuarto, pero sí hablar con Reneé, Phil y Elizabeth.

A pesar de su tono tranquilo, el diagnostico de mi enfermedad no debía ser muy esperanzador, ya que Elizabeth reprimió un grito de angustia y Reneé demostró lo buena actriz que era y montó un número con sollozos incluidos.

—He visto morir a demasiada gente de esto antes y durante la guerra. Por eso puedo decir que el caso de su hija no es tan grave como los otros. Tiene muchas más posibilidades de salvarse de la gripe española…

"Gripe española", me sentí mucho más tranquila cuando supe que era lo que me iba a llevar de nuevo a los brazos de Edward. Estaba segura que no sobreviviría. Si Edward, que era mil veces más fuerte y enérgico que yo, no lo había logrado, yo no lo haría.

—No lo conseguirá—desafié al doctor Cullen cuando éste volvió a mi lado. Sabía a lo que me refería.

—Eso ya lo veremos—me cogió el guante del desafío.

 

 

Capítulo 10: The end of love Capítulo 12: Clair de lune

 
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