Amante mediterráneo (+18)

Autor: EllaLovesVampis
Género: Romance
Fecha Creación: 26/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 9
Comentarios: 9
Visitas: 31376
Capítulos: 13

 

 

Edward Anthony Cullen conocía muy bien a las cazafortunas, por eso cuando conoció a la hermosa Isabella Swan en aquella isla griega, decidió no decirle quién era él realmente. Después de todo, lo único que deseaba era acostarse con ella cuanto antes y cuantas veces fuera posible.

AVISO:Adaptación de libro con el mismo titulo de la autora Maggie Cox.

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Capítulo 2: Capítulo 2

—¿Cómo eliges a los modelos para tus fotografías? —preguntó Isabella, antes de comer una aceituna que había seleccionado de su plato de ensalada típica de la zona.

Estaban sentados en una taberna en lo alto de una colina, con la chispeante iridiscencia del mar como un fantástico telón de fondo; dos transbordadores con pasajeros se cruzaban en la distancia, dejando un rastro espumoso a su paso.

Edward permaneció pensativo unos segundos, y aunque sus cautivadores ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol, Isabella podía sentir la intensidad del escrutinio de su mirada; era como si él estuviera haciéndole en silencio las preguntas más íntimas que un hombre podía plantearle a una mujer.

—La señora de la fotografía posó para mí por casualidad —contestó Edward, encogiéndose de hombros, mientras tomaba un poco de pan y lo dejaba en su plato.

La mirada de Isabella se vio atraída de inmediato hacia aquellas manos bronceadas de uñas perfectamente cuidadas; eran unas manos de artista, pero no ajenas al trabajo duro.

—Había estado viajando por algunas de las islas más pequeñas, y llevaba mi cámara. Un día me perdí mientras paseaba, así que me detuve en una casita para pedir que me orientaran; era la casa de Marie, la mujer del retrato. Me ofreció la poca comida que tenía, y me contó su historia; cuando acabamos de comer, mostró curiosidad por la cámara, y me preguntó si quería hacerle una foto. Yo le dije que por supuesto que sí, y el resultado lo has visto en la galería.

Marie lo había conmovido profundamente con su amabilidad y su humildad. La había conocido tan sólo tres meses después de la muerte de Irina; había sentido la necesidad de estar un tiempo solo, de encontrar el significado de un mundo que ya no entendía, así que había dejado el negocio en manos de personas de su confianza, y se había ido de viaje. La familia entera de Marie había muerto por enfermedad... su marido, su hijo, su hija... pero ella no sentía amargura, ya que estaba plenamente convencida de que volverían a reunirse todos tras su muerte.

Edward había estado a punto de suplicarle a Dios que cumpliera el deseo de aquella mujer, aunque no albergaba las mismas esperanzas de reunirse con el hijo que él había perdido. Aquél era un milagro en el que le costaba demasiado creer, sobre todo porque era probable que no se lo mereciera. Nunca había conseguido desprenderse de la sensación de que quizás estaba siendo castigado, porque había sido incapaz de perdonar de corazón la infidelidad de Irina.

Al regresar a casa y revelar la fotografía, se había dado cuenta de que había capturado algo muy especial; el retrato había generado tanto interés, que había recibido infinidad de ofertas de compra, pero había preferido dárselo a su amigo Jasper Withlock para que lo expusiera en su galería de arte.

—¿Eres un fotógrafo profesional?

—Sí, la fotografía es una de mis ocupaciones.

Edward no tenía ninguna intención de confesarle a aquella atractiva mujer que la mayor parte de sus ingresos provenían de su trabajo en la empresa familiar que dirigía, y que ascendían a millones de dólares por año. Era mejor que ella pensara que era un simple fotógrafo; así podrían disfrutar libremente de aquel encuentro, sin el lastre que suponía su apellido familiar.

—¿Exhibes tu trabajo en otros sitios? —preguntó ella con interés, mientras tomaba otra aceituna de su ensalada.

Edward se quedó absorto al verla masticar la jugosa aceituna negra; cuando ella sacó el hueso con el índice y el pulgar, su boca formó una «O» que a él le resultó muy sexy; una acción tan normal no debería resultarle tan seductora, pero la ardiente tensión en su entrepierna era innegable, y la contempló con una creciente fascinación que no podía sofocar.

—Aún no, pero tengo un proyecto para organizar una pequeña exposición en Atenas con un amigo.

Aunque estaba diciendo la verdad, Edward omitió añadir que la exposición tendría lugar en una de las galerías de arte más importantes de la ciudad, y que el amigo en cuestión era uno de los fotógrafos más prestigiosos del mundo. Sin embargo, no había habido ningún trato de favor por su posición social; algunas de sus obras habían llamado la atención del hombre, cuando las había visto publicadas en una revista de moda.

—Bueno, espero que te vaya bien. Si tus otras fotografías se parecen a la que he visto, estoy segura de que vas a tener un éxito aplastante.

Isabella sonrió, mostrando unos dientes perfectos, y él no dudó ni por un momento que se los lavaba tres veces al día; se había dado cuenta de que era una persona muy pulcra, que controlaba hasta el más mínimo detalle... y sin embargo, sabía intuitivamente que ella tenía un fuego interior similar al suyo propio. Era imposible que alguien capaz de conmoverse e inspirarse de forma tan espontánea como ella careciera de pasión.

Bajo el tórrido sol, Edward se sumió en una ensoñación irresistiblemente erótica, mientras imaginaba cómo le gustaría hacer que el deseo que aquella mujer guardaba en su interior estallara en llamas. Al darse cuenta de la dirección de sus pensamientos, no sintió culpabilidad ninguna; después de todo, no estaba buscando una pareja a largo plazo.

Emocionalmente estaba vacío, no le quedaba nada que ofrecer en ese aspecto a ninguna mujer; en esos días, sólo tenía una utilidad para las mujeres atractivas que persistían en intentar captar su atención. Y aunque Isabella no estaba intentando seducirlo abiertamente como otras hacían, le había dicho que no tenía ningún compromiso; era posible que albergara alguna esperanza secreta de tener una aventura amorosa durante las vacaciones. Él no podía ofrecerle amor, pero la idea de una aventura era más que atrayente.

Decidido a saber algo más de ella, dijo:

—Gracias. Pero he hablado de mí sin parar, y sigo sin saber nada de ti. ¿Qué te trae a nuestra pequeña isla?

Ella no le contestó de inmediato; aunque era una pregunta relativamente simple, parecía resultarle extremadamente difícil encontrar una respuesta.

—He venido porque necesitaba un descanso... cambiar de aires.

—¿Y has venido sola?

—No quise venir con nadie, porque necesitaba estar sola para pensar.

—Eso suena muy serio; supongo que tienes que tomar algunas decisiones importantes, ¿no? ¿O me estoy metiendo en asuntos demasiado personales?

Aunque era así, cuando él se quitó las gafas de sol y la contempló con aquellos penetrantes ojos color esmeralda, Isabella no tuvo ni el valor ni el deseo de desairarlo; además, aunque fuera algo demasiado «personal», quizás le resultara más fácil desahogarse con un desconocido, alguien a quien no volvería a ver cuando se marchara de la isla.

Finalmente, decidió dar un pequeño paso; le revelaría a aquel hombre parte de lo que sentía, aunque no demasiado.

—Supongo que es cierto que tengo que tomar algunas decisiones importantes; me han pasado algunas cosas... bastante duras, que me han obligado a ello. Pero en cierto modo, parece como si tanto lo sucedido como la forma en que me ha afectado fuera algo predestinado. Hasta hace poco, no había sufrido nunca una tragedia personal, y creo que tenía que aprender una lección, sin importar lo dolorosa que fuera, para cambiar mi forma de vida.

Isabella calló y no añadió nada durante un largo momento, y al ver la agonía que ella no pudo acabar de ocultar, brillando en sus ojos oscuros, Edward sintió curiosidad por saber lo que le había pasado. Finalmente, ella respiró hondo y sonrió, intentando aligerar el ambiente.

—Aunque es más fácil pensar en cambiar algo que hacerlo en la práctica, ¿verdad?

—Si uno lo desea realmente... —Edward se encogió de hombros, y añadió— creo que está claro que lo que te ha pasado ya te ha cambiado, y que eres muy valiente al aceptarlo con tanta filosofía. Hay muchas personas que saben que tienen que realizar cambios, pero que no lo hacen, ni siquiera cuando se los empuja a ello. Es demasiado fácil pretender que no ha pasado nada, mantenernos en nuestra zona de seguridad, ¿no crees?

Era tan fácil hablar con él... su voz profunda parecía arrullarla y darle una extraña sensación de seguridad que no había experimentado con nadie más; además, era la primera vez que alguien le decía que era valiente. Cerró la boca, intensamente consciente de la silenciosa pero poderosa corriente de emoción que inundaba su corazón.

—¿Isabella?—dijo él, y tomó una de sus manos.

Cuando su firme y cálida piel la tocó, ella sintió como si la hubieran marcado con un hierro al rojo vivo, y por un momento el impactante deseo que la inundó impidió que dijera una sola palabra.

—No soy nada valiente —dijo al fin, mientras se iba tranquilizando al contemplar cómo aquella mano masculina sostenía posesivamente la suya—. Durante toda mi vida he sido todo lo contrario; siempre me he portado con cautela, sin arriesgarme. Mis padres quisieron protegerme de todo, y me temo que yo se lo permití.

—Pero ahora te estás liberando, ¿verdad? Eres como una hermosa mariposa, emergiendo de la crisálida.

Sus palabras la emocionaron tanto, que Isabella apartó su mano y se la frotó suavemente, mientras se mordía su tembloroso labio inferior para evitar ponerse en evidencia y echarse a llorar. Tenía que cambiar de tema, hablar de algo menos personal.

—Este lugar es muy hermoso, ¿has vivido siempre aquí? —dijo, decidida a desviar la conversación a un cauce más neutral y seguro.

Edward no respondió de inmediato, sino que se la quedó mirando como si conociera la fuerza de sus emociones, como si entendiera perfectamente lo que sentía y fuera un espíritu afín. Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, Isabella fue incapaz de apartar la mirada de él.

—No vivo aquí, sólo vengo de vez en cuando —dijo él al fin— Tengo una casa en la isla, y cuando necesito escaparme por un tiempo, vengo aquí. Vivo en Atenas. Pero estoy de acuerdo contigo, es un lugar muy hermoso, perfecto para refugiarse en él cuando uno tiene mucho en qué pensar sobre su vida—su tono contenía un leve matiz de humor, pero estaba completamente exento de burla.

—¿Tú también estás aquí para reflexionar? —le preguntó ella, sintiéndose al borde de un precipicio que clamaba para que se lanzara al vacío.

Con dedos temblorosos, tomó un sorbo del vino blanco que Edward había pedido para acompañar la comida, y se sorprendió al ver que él apretaba ligeramente la mandíbula, como si su pregunta lo hubiera molestado.

—No, estoy aquí en una especie de vacaciones de trabajo.

—¿Haciendo fotografías?

—Bella...

—¿Qué?

Isabella se sobresaltó al oír el repentino tono autoritario en la voz masculina, y levantó la vista de golpe; sus ojos ansiosos se dieron de lleno contra su penetrante mirada verde, como una frágil polilla chocando contra la peligrosa pero atrayente luz de una bombilla.

—Aunque es muy halagador que una mujer quiera que hable de mí mismo, me interesa mucho más saber cosas de ti que contestar tus amables preguntas sobre mi vida.

Edward estaba hablando completamente en serio, sobre todo después de tomar su mano y sentir que su cuerpo entero ardía de deseo. Poco más de una hora antes se había sentido enfadado y desolado, hastiado de su propia compañía taciturna, pero incapaz de soportar la de nadie más; sin embargo, después de pasar un breve espacio de tiempo en compañía de aquella dulce y sexy mujer, una vitalidad que no había sentido en meses corría por sus venas.

—Si no te importa, no quiero hablar de mi —dijo ella—; sólo quiero estar aquí sentada, disfrutando del sol y de tu compañía, y olvidarme de mis problemas por un rato. ¿Te parece bien?

Edward no podía pensar en nada que le apeteciera más, aparte de llevársela a la cama y entrelazar sus cuerpos durante el resto de la tarde en su dormitorio.

—No me pides demasiado, me encanta estar aquí, sentado contigo —él levantó su vaso en un brindis silencioso, y añadió:— he tenido mucha suerte de haberte conocido, Bella; pensaba que hoy sería un día como cualquier otro, pero estaba equivocado.

Isabella sintió que su rostro irradiaba un calor capaz de rivalizar con el sol, y lo miró sintiendo una extraña mezcla burbujeante de placer y alarma; deliberadamente, se volvió para contemplar el magnífico paisaje, mientras pedía en silencio la ayuda divina para evitar sucumbir a las fascinantes cualidades de aquel hombre tan especial y atractivo.

Edward no pudo resistir la tentación de invitarla a cenar, negándose a plantearse si era prudente por su parte; apenas podía contener su impaciencia por volver a verla mientras la esperaba en el restaurante, sentado en una de las mejores mesas de la terraza, con una vista privilegiada del mar en calma y de la puesta de sol.

Al verla en la entrada hablando con un joven camarero, su corazón dio un extraño vuelco; aunque se interponían entre ellos varias mesas, notó el murmullo de interés y admiración que estaba generando su presencia, y sintió una pequeña, pero casi violenta, sensación en la parte baja del vientre. Era una mezcla de celos y de orgullo porque ella lo acompañaba aquella noche, y esperó con impaciencia creciente a que ella fuera hacia él.

Isabella vestía un sencillo vestido rojo y blanco de algodón que enfatizaba deliciosamente sus senos, sus caderas y sus muslos antes de caer con un elegante vuelo justo por debajo de sus rodillas. Estaba increíble con su oscuro cabello cayendo como un río reluciente por su espalda, y al contemplarla y sentir que lo golpeaba una poderosa oleada de deseo, Edward supo que no olvidaría fácilmente aquella imagen.

Se levantó cuando ella llegó a la mesa, y el camarero retiró cortésmente la silla para que ella se sentara, sonrojándose ligeramente. Edward supuso que quizás se sentía un poco avergonzado por haber hablado con tanta naturalidad con la acompañante de alguien tan influyente como él. Tras agradecer al joven que hubiera conducido a su invitada a la mesa, Edward esperó a que ella se sentara antes de hablar.

—Me alegra mucho que hayas podido venir —le dijo, mirándola con expresión posesiva.

—¿Llego tarde? —preguntó ella con ansiedad, mientras comprobaba su reloj de pulsera con consternación—; hacía una tarde tan agradable, que he salido a dar un paseo.

—No, no te preocupes, yo he venido pronto; de hecho, has llegado justo a tiempo de presenciar una espectacular puesta de sol.

Ambos se volvieron para contemplar el resplandeciente astro suspendido sobre la línea del mar, y cómo su intensa luz anaranjada surcaba el agua. Isabella suspiró, y al oír aquel leve sonido increíblemente sensual, la sonrisa se desvaneció de los labios de Edward. De pronto, se sintió cautivado al ver su inocente pero apasionada respuesta a uno de los espectáculos más maravillosos de la naturaleza.

—¿No se te conmueve el alma? —preguntó ella con los ojos muy abiertos, al volver brevemente la vista hacia él.

Irina no había prestado la menor atención a una puesta de sol en su vida; Edward dudaba que ella se hubiera llegado a plantear alguna vez si tenía alma, y desde luego, no se había interesado por la de él. Las palabras de Isabella le impactaron profundamente, y con voz ronca contestó:

—Sí. Sin importar cuántas veces tenga la suerte de poder contemplar una puesta de sol, su belleza siempre me conmueve.

Sintiendo una llamarada de calor en el pecho, Isabella pensó que él tenía una voz hermosa; oírla era como sumergirse en un aromático baño caliente. De hecho, era una de las experiencias sensoriales más deliciosas que hubiera tenido jamás... perfecta para una seducción.

La tentadora idea escapó a su característico autocontrol, y por unos segundos, Isabella la saboreó; sin embargo, la fría lógica no tardó en aparecer, y se recordó que no había aceptado cenar con él con la esperanza de que la sedujera. Había oído hablar de lo desastrosos que podían llegar a ser los romances de vacaciones, aunque nunca había tenido uno; sin embargo, un hombre tan carismático y atractivo como él seguramente había tenido bastantes, y debía de considerarlos placeres pasajeros que podía olvidar con facilidad. Ni siquiera sabía si estaba casado.

Aquella idea la horrorizó; aunque él era encantador y casi irresistible, ella nunca podría plantearse siquiera tener una aventura con un hombre casado.

—¿Qué quieres comer? —le preguntó él.

La sensual y provocativa cadencia de su voz la arrancó de sus pensamientos, y tomó el menú que él le ofrecía; sin embargo, tras echar una rápida ojeada, Isabella volvió la vista hacia él y empezó a decir:

—Por favor, no te ofendas, pero... —se detuvo en seco, sin saber cómo seguir.

¿Cómo podía plantear una cuestión tan poco sutil de forma educada? La expresión relajada de él no se alteró, pero sus ojos parecieron ponerse más alerta; Isabella sintió que un estremecimiento de aprensión y nerviosismo le recorría la espalda, y tragó con fuerza antes de decir:

—Me preguntaste si estaba casada o tenía novio... bueno, ¿te importaría que te haga la misma pregun...?

—Mi esposa murió.

Su voz era tan sombría y adusta como un pozo profundo y oscuro, un lugar en el que ella no osaría mirar por miedo a encontrar algo amenazador y peligroso al acecho. Edward no se molestó en ocultar lo poco que le había gustado su pregunta, y la miró con expresión gélida. De repente, pareció como si la persona por la que Isabella había sentido una atracción tan inmediata se hubiera desvanecido, y su lugar lo hubiera ocupado un desconocido frío e inaccesible.

—Ahora que eso ha quedado claro, y sabes que no estoy intentando involucrarte en una sórdida aventura ilícita, quizás quieras decirme lo que te apetece comer.

Isabella sintió la garganta tan seca, que lanzó una mirada anhelante a la jarra de agua que había en la mesa entre ellos, como pidiéndole que levitara y acudiera a rescatarla.

—No he querido ofenderte, Edward.

De repente, Isabella se sintió completamente desconcertada al ver que él esbozaba una sonrisa; en una de sus bronceadas mejillas apareció un hoyuelo mientras decía:

—Claro que no. El asunto está zanjado, olvídalo; concentrémonos en disfrutar de la velada.

Isabella deseó saber lo que le había pasado a su esposa, cómo había muerto y cuándo había sido; había vislumbrado una sombra de dolor en los ojos de él, antes de que su expresión se parapetara tras aquella gélida barrera, y era obvio que debía de haberla amado profundamente. Pero estaba igualmente claro que aquel tema era tabú, así que se obligó a mirar el menú; sin embargo, él la sorprendió al decir con suavidad:

—No era mi intención ofenderte.

—No lo has hecho.

Isabella esbozó una sonrisa forzada, aunque no pudo apartar la mirada con la rapidez que hubiera querido, para ocultar su malestar.

—No me mientas, Bella —dijo Edward de inmediato—. Tus ojos reflejan lo que piensas, y no estoy ciego.

Capítulo 1: Capítulo 1 Capítulo 3: Capítulo 3

 
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