A pesar de mi insistencia, no pude negarme a bajar a comer cuando Daisy Pott me anunció que la comida estaba lista. De todas formas, daba igual las artimañas que utilizase Reneé, yo jamás accedería a casarme con ese vil de Newton. Con ese propósito en mente, me fui a sentar al salón cuando la mesa estaba servida.
—Vaya, querida—Reneé se fijo en mí en cuanto me senté—, has decidido deleitarnos con tu presencia en esta sala. Y yo pensando que teníamos que llamar al médico para que te diese de comer a la fuerza. Lo admito, querida, eres más razonable de lo que quieres hacernos ver.
—No he cambiado de parecer con el asunto de los Newton, madre—le puse sobre aviso—. Pero me parece absurdo morirme de hambre por él. No se merece tal honor.
Reneé se negó a entrar en mi juego y empezó a tomarse la sopa sin decir una palabra.
Philip leía el periódico —gesto que me pareció muy grosero—, sin hacernos caso y de vez en cuando, comentaba noticias sobre la guerra, me ponía muy nerviosa e insultaba a los países europeos.
—Ya están como ratas pidiendo armamento, dinero y ayuda a nosotros—se quejó—. Encima nuestro señor presidente está pensando en el reclutamiento obligatorio de todo ciudadano americano. Van a bajar la mayoría de edad a dieciocho años. Si me toca ir a la guerra, lo tendré que hacer con mocosos de esa edad. Esos niños no saben disparar un arma. No sé como saldré de esta.
"Seguramente no tendré tal suerte de que te llamen para alistarte en el ejército".
No me gustaba que hablasen de ese tema y menos a la hora de la comida. La sopa me estaba sentando muy mal al estómago.
— Querida, ¿qué vestido te vas a poner esta noche?—me preguntó Reneé para cambiar de tema. Ella también se ponía nerviosa con las noticias de la guerra.
—El rosa de encaje—le contesté sin muchas ganas.
Esta noche tocaba cena con los Stanley y, lo que menos me apetecía, era oír a la señora Stanley hablar sobre los chismes de alguno de nuestros vecinos o ver a su hija —la estridente, falsa y superficial Jessica— pavoneándose sobre como conquistaba a los hombres en los bailes o que Tyler Crowley le había agarrado la mano y que se sentía cohibida y desafiante por gesto tan osado. La noche de la cena de los Weber la había oído decir a su amiga Lauren Mallory que yo había hecho cosas pecaminosas con un flautista del conservatorio. ¡Menuda víbora!
Lo único que había hecho era mirarle para ver si seguía el ritmo de la pieza musical que estábamos interpretando. Si por ella fuera, estaría en actitudes poco virtuosas con la mayoría del conservatorio. Era muy criticada por ello, ya que Ángela Weber y yo éramos las únicas mujeres que había en el conservatorio. Pero nadie hablaría mal de la hija del reverendo Weber.
— ¿El rosa de encaje?—preguntó incrédula—. ¿Por qué no te pones el azul de seda que te regaló tu padre de Paris?—me sugirió—. Estás muy guapa con él.
Si me pedía que me pusiese ese vestido, algo estaba tramando. Desconfié de ella.
—Para ir a cenar con los Stanley no necesito ir demasiado recatada, ¿no cree?—intentaba averiguar qué era lo que planeaba.
Me miró turbada.
— ¿No te lo había dicho, Isabella?—me preguntó como si hubiera cometido un error enorme—. No vamos a cenar con la familia Stanley. Los Masen nos han invitado a cenar a su casa.
Aquello era inesperado.
— ¿Los Masen?—estaba estupefacta. Si eran los Masen que yo me imaginaba, eso significaba…
—Pensé que te había dicho que los Masen se han mudado de New York aquí y hace dos días que están en la ciudad—no se creía que yo no lo supiese—. De todas formas, me había hecho la idea que la señora Masen te habría informado de ello. Como os escribís tanto—me dijo con reproche.
Ahora que me acordaba, la última carta que me mandó en enero me decía que tenía una sorpresa para mí. Seguramente se refería a eso.
—He oído hablar de los Masen—Phil dejó el periódico e intervino en la conversación—. Pero nunca los he llegado a conocer personalmente.
—La señora Masen es una amiga de la familia de mi anterior esposo—le explicó Reneé.
—Si es amiga de tu anterior marido, ¿por qué nos invita a cenar a nosotros?—preguntó Phil disgustado, ya que no quería saber nada que tuviese relación con mi padre. Ahí me incluía yo.
—También es la madrina de Isabella.
—Interesante—murmuró Phil con un tono que indicaba que no estaba interesado.
—La verdad es que ni ella ni yo nos llevamos muy bien. Ella me consideraba demasiado superficial y vulgar y yo la consideraba estirada y soberbia. Ella no es nadie para criticarme, ahora que son unos excéntricos nuevos ricos, seguro que ella engañará a su marido, como hacemos las demás.
—Los nuevos ricos son los peores—corroboró Phil—. ¿Su marido tiene oficio?
—Es abogado.
— No hay nada peor que una persona que ha conseguido su riqueza por un oficio—bufó Phil—. Son los últimos en llegar y ya se creen con derecho a dictarnos nuestras leyes. Se creen que su cabeza pasea más alta que la de los demás. El problema de Chicago que se está llenando de nuevos ricos como los Masen.
"Por lo menos ganan su dinero con el sudor de su frente y no como tú, parasito", pensé enfadada.
—La muy petulante seguramente irá pavoneándose de marido y de fortuna, restregando a los demás lo virtuosa que es—repuso Reneé irónica—. ¡Menuda falsa! Alguien tendría que recordarle el escándalo que produjo al casarse con su marido.
Tendría que recordar a Reneé, que sin el "escándalo" de la señora Masen, ella no hubiera sido nunca la señora de Charles Swan, ni hubiera tenido la posición que tenía ahora.
De pequeño, la familia de mi padre era vecino de los Bennet, una de las familias más antiguas de la ciudad y por lo tanto más acaudaladas y con más influencias. Éstos tenían una hija, Elizabeth Bennet, a la que mi padre había visto nacer. Con el paso del tiempo y el acercamiento de ambas familias, mi padre y Elizabeth se hicieron tan amigos que todo el mundo pensaba que eran hermanos.
Sus familias estaban tan unidas que, cuando Elizabeth llegó a la edad de dieciséis años, pensaron en fortalecer esa unión, por medio de un matrimonio. Pero, por aquel entonces, Elizabeth se había fijado en un joven, inteligente, prometedor pero humilde abogado, Edward Masen y se negó en rotundo a casarse con mi padre. Su familia montó en cólera y la amenazaron con desheredarla si no se casaba con el hombre que habían elegido para ella.
Pero Elizabeth decidió jugársela. Vendió sus joyas y se escapó de casa para luego casarse casi en secreto con Edward Masen. Todas las puertas de la sociedad se les cerraron de golpe. Sólo mi padre, que realmente era el que más afectado tenía que estar, les apoyó, primero, siendo el testigo de la boda y después, ayudándoles económicamente, ya que los comienzos de Edward Masen para poder ejercer la abogacía fueron duros.
Las circunstancias se le complicaron cuando nació el hijo de Elizabeth y Edward, al que llamaron Edward también por ser el nombre de moda y mi padre se encargó que Edward fuera educado conmigo y Elizabeth pidió ser mi madrina, prometiendo que cuando las circunstancias fuesen mejores, se haría cargo de mí como era debido.
Me acordaba que jugaba mucho con Edward y con Jacob.
Una vez estábamos en el bosque que había detrás de su casa, donde había un pequeño trozo del lago Michigan y nos solíamos bañar los tres. Aún no me explicaba cómo nos las ingeniamos Edward y yo para engañar al pobre Jacob para que nos diera la ropa, Edward le atase a la rama de un árbol quedando colgado de ella y después nos fuésemos sin reparar en él, hasta que Billy fue en su busca, ya por la noche. Cuando llegamos a casa de Edward, echamos la ropa de Jacob al fuego.
¡Qué crueles podíamos llegar a ser los niños!
Cuando Edward tenía siete años y yo seis, contrataron a su padre para un prestigioso buffet de abogados en New York y se tuvieron que mudar, pero no por ello perdieron el contacto ni con mi padre ni conmigo. Todas las navidades, pascuas de primavera y veranos, tenía regalos de su parte y me escribía numerosas cartas explicándome como la suerte les había sonreído y que su marido ganaba muchísimo dinero.
"Edward manda muchos recuerdos para ti", me escribía encantada de cómo había cambiado el rumbo de las cosas y yo les escribía contándoles cómo iban mis progresos con el violín y como extrañaba a mi padre cuando se iba.
Cuando papá les contó que se iba a combatir a la guerra europea, Elizabeth se lo intentó quitar de la cabeza, alegando que no se le había perdido nada en Europa y que aquello era una locura. Pero no hubo manera.
Cuando se fue mi padre, recordaba que sus cartas fueron constantes para saber cómo me encontraba, hasta el día fatídico.
Por un tiempo, dejé de recibir cartas de ellos hasta seis meses después de la muerte de mi padre, en donde Elizabeth me escribió una carta diciéndome que me mudara a New York con ellos.
"Mi marido, Edward y yo te recibiremos con los brazos abiertos. Ya tenemos la habitación para ti y hemos hablado con el conservatorio de New York para apuntarte en él".
Pero Reneé se negó en redondo, alegando su amor maternal y que me necesitaba mucho para superar la muerte de su marido, para un mes después casarse con Phil. Elizabeth escribió incluso a Reneé para que me dejase marchar con ellos, pero ésta dio la callada por respuesta.
No por ello, dejó Elizabeth de escribirme y colmarme de atenciones hasta hacía muy poco. Me alegraba que ella y su familia se mudaran definitivamente a Chicago, ya que por mucho que hubiesen ganado en New York, sentían nostalgia por su ciudad natal y me prometieron que cuando Edward ganase suficiente dinero volverían a Chicago.
—Me acuerdo que tenía un hijo—continuó Reneé hablando—. Jugaba mucho con Isabella. Creo recordar que se llamaba Edmund.
—Edward—le corregí.
—Eso… Edward.
— ¿Tienen un hijo?—parecía que a Phil si le interesaba eso—. ¿Qué edad tiene?
—Un año más que Isabella—recordó Reneé.
—Eso es perfecto. A ver si el niño es tonto y conseguimos que se fije en tu hija y se la empaquetamos.
"No te vas a librar tan fácilmente de mi, estúpido".
—A la que hay que engañar es a la víbora de su madre— Reneé torció el labio al mencionar a Elizabeth.
Sin tomar el postre, decidí subir a mi cuarto a descansar un poco antes de que me vistieran para volver a ver a los Masen.
¿Les encontraría tan cambiados como ellos me encontrarían a mí?
.
.
.
Nos alejábamos de la zona del North Michigan para adentrarnos al South Michigan y llegar a las afueras de la ciudad delimitando casi con el campo. Allí seguían teniendo su casa los Masen, ya que por nostalgia, habían vuelto a comprar su antigua casa reconstruyéndola a su gusto.
Desde el coche que nos transportaba, miraba la ciudad en todo su esplendor y me fijaba de manera absorta en los nuevos edificios que estaban construyendo. Chicago se estaba preparando para entrar en la modernidad de los tiempos. Aunque no había nada viejo en ella.
Mi padre me contaba que los edificios más antiguos, eran los de principios del siglo diecinueve, los que se construyeron con el nacimiento de Chicago como ciudad y que quedaron destruidos con el gran incendio producido en 1871.
A partir de entonces poco quedaba del antiguo Chicago. El siglo veinte se había asentado en la ciudad.
Cuando pasamos por el palacio de justicia vimos a un grupo de mujeres manifestándose por el sufragio femenino. Armaban tal escándalo que la policía tuvo que intervenir para que se calmasen.
Reneé me cerró la ventanilla para que no mirase.
—Es poco instructivo para ti, querida—me aconsejó—. No quiero que se te llenen la cabeza de pájaros.
—Pues ya lo que le faltaba—se quejó Phil—. Ya tenemos problemas con ella por el tema del conservatorio, para que ahora se una a un grupo de frívolas anticonformistas que necesitan que sus maridos les peguen una buena paliza. ¡Pero de qué se quejan! Si tenéis el papel más fácil en la sociedad.
Enfadada, volví a abrir la ventana.
—Estaba viendo el paisaje—le comenté sarcástica—. No creo que por ver la ciudad, las ideas sufragistas me vengan por el aire fresco.
La verdad que no me gustaba el método que tenían las sufragistas de pedir el voto, pero en una cosa sí tenían razón. Si nosotras, que éramos quien administrábamos la casa, educábamos a los hijos y sobre todo, quien aportábamos la honorabilidad a los hombres, ¿no teníamos derecho a decidir el destino de nuestro país?
Oí como una de ellas gritaba:
—Si nosotras parimos a los futuros soldados que este gobierno totalitarista nos arrancan de nuestros brazos y los mandan a morir lejos de la patria… ¿por qué no tenemos derecho a decidir su futuro también? ¡Viva el voto femenino!
— ¡Que se calle la arpía!—siseó Phil irritado—. Y que su marido venga a partirle la cara. ¿No sabe que lo mejor que le puede pasar a su hijo es que le llamen para combatir en la guerra europea? Eso es el heroísmo.
—Esta mujer hace que las demás, que somos honorable, quedemos a la altura del betún—confirmó Reneé.
Me negué a comentar nada más sobre el tema, porque llevaría todas las de perder. Pero pensé que el grito de la mujer sonaba más a un desgarro de su corazón por el destino de su hijo, que a un verdadero derecho de una mujer por su libertad. Nuestra existencia estaba atada a los hombres. Al igual que ellos a la de nosotras. Supuse que algún día la comprendería mejor. El día que tuviese un bebé en mis brazos. Aunque veía que ese día no llegaría para alguien como yo.
Y antes de salir de mis pensamientos, ya estábamos en casa de los Masen, ya que el coche paró en seco.
Cuando bajé del coche, me fijé en la casa. Era de las casas más antiguas de la ciudad de Chicago, ya que debería datar de casi mediados del siglo pasado, y a pesar de eso, tenía un aire atemporal y muy elegante. No era una casa muy grande y eso le daba un aire muy acogedor. Tenía sólo dos pisos, era rectangular y bien proporcionada. Estaba pintada de blanco y dándole un toque muy luminoso.
El jardín era grande y rectangular. Estaba muy bien cuidado y en el centro había un gran sauce. El resto estaba plantado con rosas blancas y rosas y en el centro de éste había una sencilla fuente, donde crecían un gran número de margaritas mezclado con una hierba aromática, que por el olor que impregnaba mis aletas de la nariz, supuse que se trataba de hierbabuena. Aquello me trajo muchos recuerdos.
Me fijé que al final de éste y en una esquina había un balancín de color blanco y negro.
Cuando fijé la vista al porche de la casa, me di cuenta que Edward y Elizabeth Masen estaban esperándonos. Me parecieron un decorado de aquella casa, ya que su hermosura concordaba con el resto del entorno. Parecía que el tiempo no había pasado por ellos, ya que de lo poco que me acordaba, mi mente había vislumbrado una imagen similar a la que estaba viendo ahora.
Edward Masen me recordó un poco a los héroes que describía Lord Byron. Era muy alto y tenía la figura muy gallarda. Su pelo era rubio desgreñado y su rostro estaba iluminado por unos grandes ojos azules. Su rostro transmitía fuerza y energía. Lo podía percibir por su nariz recta y perfilada, sus labios finos y largos y su mentón fuerte. Sujetaba con su fuerte mano la de su mujer, Elizabeth, que parecía amortiguar la fuerza que transmitía su marido por su suavidad.
Era alta y el vestido escotado de color crema y levemente ajustado hasta el tobillo, remarcaba su figura esbelta y el color rosado de su piel.
Su rostro era de una delicadeza insoportable remarcado por su extraño color broncíneo de pelo ondulado recogido por un extraño y sencillo peinado basado en unos tirabuzones que no se veían muy rebuscados, por lo que debían ser naturales. Sus ojos grandes y de forma almendrada iluminaban su cara debido al color verde luminoso de éstos, y me recordaban a un prado después de un día de tormenta, siendo su luminosidad mitigada por sus largas pestañas. Su nariz era larga y bien perfilada y sus labios simétricos siempre dibujaban una sonrisa, como si fuese su estado natural.
Al verlos juntos y representando la felicidad conyugal, sentí una punzada de envidia.
Elizabeth se separó de su marido para dirigirse a mí y poner sus hermosas y largas manos sobre los hombros.
—Isabella—me saludó con verdadero entusiasmo y una sonrisa muy amplia—. ¡Cómo has crecido! ¡Estás muy guapa!—eso me lo decía por cortesía aunque pareciese sincera—. Te pareces a tu padre.
—Gracias, señora Masen—no sabía que contestarla.
—Sabes que me puedes llamar Elizabeth—sonrió ampliamente—. Tú tienes ese privilegio.
Me soltó para que pudiese ir a saludar a su marido, que me apretó la mano sus modales educados.
—Me voy a New York dejando una criatura que volvía loca a su padre y a mi hijo y la veo convertida en toda una mujer—me guiñó un ojo divertido—. ¿Cuántos hombres han caído ya a tus pies, jovencita?
Me ruboricé ante su comentario.
Mi madre cortó la escena con sus estridentes gritos.
— ¡Elianor!—saludó mi madre a Elizabeth confundiéndose de nombre para mi vergüenza—. ¡Cuánto tiempo aunque para usted parece que no ha pasado!— fue a darla dos besos que me recordó a los de Judas—. Está usted deslumbrante. ¿Cómo lo hace?
—No hago nada en especial, señora Dwyer—Elizabeth no se confundió con el nuevo apellido de mi madre—. Simplemente llevo una vida relajada y tranquila. Pero no hablemos de mí. Usted también está deslumbrante—su tono empezaba a enfriarse—. El matrimonio le ha sentado bien.
— ¡Oh, Elianor!—exclamó histriónica mi madre—. ¡No sabe la felicidad que reporta encontrar el amor por segunda vez! Todo un bálsamo, después de la herida que dejó el pobre Charles en mi corazón.
Elizabeth hizo como si sonriese, pero en realidad su sonrisa se quedó congelada en su rostro y le costaba ser educada.
—Me alegro de que por fin haya encontrado el amor. Es una experiencia única, se lo aseguro—su tono cordial empezaba a ser cortante y frío—. Espero que Isabella encuentre el amor para que la herida que su padre le dejó se cicatrice. Ella es la que ha sufrido con todo esto.
—Sé cuanto quería a mi marido, Elianor—repuso Reneé—. Pero tampoco le debía querer como marido, si usted que fue su prometida no se quiso casar con él.
Aquello fue un golpe muy bajo y, si no hubiera sido por la presencia de testigos, le hubiera dicho a mi madre unas cuantas palabras de pésimo gusto. Pero Elizabeth la cortó enseguida.
—Charles Swan era el mejor de los hombres—su sonrisa desapareció de su rostro y sus ojos verdes se oscurecieron pareciendo esmeraldas—. No se hubiera merecido una mujer como yo que no le hubiese valorado como marido. El pobre Charles ha tenido muy mala suerte con las mujeres.
—Liz— le llamó la atención su marido enérgicamente pero con modales exquisitos.
Como no quería meterme en una guerra dialéctica, fui una maleducada y me metí dentro de la casa sin pedir permiso.
Aunque en el fondo aquella era ya casi mi casa, porque los primeros años de mi infancia, los pasé prácticamente en el pequeño, soleado y acogedor salón que ahora atravesaba y que apenas había cambiado, a pesar de ser un poco más ostentoso.
Una suave música me orientó hacia una pequeña sala, donde lo ocupaba un piano de cola color caoba y estilo siglo diecinueve.
Y tocando el piano y de espaldas a mí, había un hombre muy joven totalmente absorto y concentrado en lo que estaba tocando.
Lo poco que recordaba de él, que cuando era un niño tenía el pelo rubio desgreñado al igual que su padre. Su forma de pelo apenas había cambiado; su color, sí, ya que se había oscurecido con el paso del tiempo y había adquirido totalmente el color de su madre. Aquel era Edward.
No me atreví a interrumpirle, ya que rompería la magia de la música. Por lo tanto, me quedé totalmente quieta oyéndole tocar y podría haberme quedado horas y horas si no hubiera sido porque iba retrocediendo y, por el camino, tropecé con una mesilla tirando un jarrón que se hizo añicos al chocar con el suelo.
Avergonzada, me dispuse para recogerlo pero una risa que rompió la música me interrumpió en mi acción.
—Ya no me acordaba que mi madre tenía que ir todas las semanas a la tienda de antigüedades para comprar un jarrón nuevo—una voz ronca y varonil sonaba muy divertida—. Ese jarrón tenía el record de haber durado diez años. Una lástima.
Miré al chico que me había dicho eso y me quedé anonadada con la boca abierta como una estúpida.
En los casi diez años que no lo veía, había cambiado muchísimo y convertido en un muchacho realmente guapo.
Tenía los mismos rasgos varoniles que su padre suavizado por los de su madre. La cara era idéntica a la de su padre sólo que los ojos verdes de Elizabeth, le daban una luz muy diferente al rostro. Aunque estaba sentado, percibía que era alto y aún le faltaba por crecer un poco más. Apuntaba maneras y, aunque no estuviese tan bien formado como su padre y algo desgarbado, estaba en camino de convertirse en un hombre muy apuesto.
— ¿Te acuerdas de mí?—le pregunté tímidamente con ilusión.
Enseguida se encargó de romperme las ilusiones.
—No—repuso burlón—. Yo me acuerdo de una niña gritona y maleducada bastante torpe. Y ahora me encuentro con un junco de chica muy sosa y bastante torpe.
Fruncí el ceño, enfadada.
"Estúpido engreído", pensé decepcionada.
—Edward, a parte de un granuja y muy maleducado—su padre entraba en la salita junto con su madre, mi madre y Phil—, eres un completo mentiroso. ¡Menudos modales te he enseñado!
Edward sonrió a su padre con una burla.
— ¡Jovencito!—le regañó—. No te creas que con esa sonrisa me vayas a ablandar. Conozco esa sonrisa. Yo la inventé.
—Vamos, Edward—le riñó Elizabeth divertida—, ¿cómo no te vas a acordar de Isabella? Con la de veces que habéis jugado juntos. Aún me acuerdo cuando os ibais a bañar al lago y regresabais juntitos de la mano y totalmente desnudos. Teníais tres y cuatro años y erais tan inocentes.
Yo bajé la cabeza consciente que se me estaba subiendo la sangre y me estaba poniendo roja. Edward miró para arriba también avergonzado y musitó algo.
—Creo que en ese mismo instante perdí toda la que me quedaba.
— ¿Nos vamos a cenar?—sugirió Elizabeth riéndose hacia el salón con su marido y Reneé y Phil detrás de ellos—. Edward, sé un caballero y coge del brazo a Isabella.
Edward me ofreció el brazo a regañadientes y por no ofender a Elizabeth, accedí.
|