Cautiva del griego

Autor: EllaLovesVampis
Género: + 18
Fecha Creación: 30/06/2013
Fecha Actualización: 30/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 8
Comentarios: 6
Visitas: 43874
Capítulos: 11

Bella siempre había intentado no pensar en la noche de pasión que había pasado con Edward Cullen.Entonces, ella no era más que una muchacha tímida y rellenita y él un magnate griego, para el que ella sólo había sido una más.Lo que no sabía era que Bella se había quedado seaba lo que era suyo: su pequeño y a Bella y el único modo de conseguirlo era casándose.

AVISO:Adaptación de la novela con el mismo nombre de la autora Lynne Graham.(publicada también en FF.net por mi)

 

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Capítulo 1: Capítulo 1

Al aparecer la limusina, una oleada de expectación recorrió los corrillos de personas trajeadas que se congregaban en las escaleras de la iglesia. Un momento antes se habían detenido allí mismo dos coches cargados de hombres corpulentos, con gafas oscuras y walkie-talkies, que se habían desplegado para acordonar la zona. A una señal del equipo de seguridad, el chofer se acercó a la puerta del ocupante del vehículo y entonces los murmullos se acrecentaron y todos alzaron las cabezas con ojos llenos de curiosidad.

En cuanto Edward Cullen puso el pie en la acera se convirtió en centro de todas las miradas: Era un magnate griego de la cabeza a los pies. Medía un metro noventa, era increíblemente apuesto y llevaba con atractiva elegancia un abrigo de cachemira negro y un traje de diseño exclusivo, pero toda aquella sofisticación iba siempre acompañada de una gélida reserva y una indolencia que acababa por enervar a los demás. Nacido en el seno de una de las familias más ricas del mundo y de unos progenitores cuyo hedonismo era conocido, Edward se había granjeado desde muy temprana edad la reputación de vividor, pero nadie recordaba ningún Cullen que hubiese mostrado semejante capacidad para los negocios.

Era archimillonario, el ídolo de oro del clan Cullen y tan temido como adulado.

Todos se preguntaban si acudiría al funeral. Después de todo, se acababan de cumplir dos años desde el accidente que había costado la vida a Jessica Stanley por conducir drogada. Aunque por entonces Jessica no salía con Edward, había mantenido con él una relación intermitente desde que él estaba en la universidad. La madre de Jessica, Lauren, se adelantó rápidamente para saludar al invitado más importante, ya que la presencia de Edward Cullen convertía aquel evento en todo un acontecimiento social. Pero el millonario griego redujo las cortesías a la mínima expresión porque los Stanley eran para él prácticamente unos desconocidos: ni los había tratado, ni había deseado hacerlo en vida de Jessica, ni le apetecían sus adulaciones.

Irónicamente, la única persona que él había esperado saludar en la iglesia, la única relación que conservaba del entorno familiar de los Stanley todavía no se había presentado: la prima de Jessica, Bella Swan. Edward rechazó un asiento en el primer banco y escogió un lugar más discreto. Enseguida se preguntó qué hacía él allí, dado que Jessica detestaba aquellos convencionalismos. Ella disfrutaba enormemente de su fama como modelo y mujer díscola, sólo vivía para ser observada y admirada y seguramente le habría gustado llamar mucho más la atención. Se había esforzado mucho por agradarle, pero su adicción a las drogas provocó que él dejase de interesarse por ella y acabase por sacarla de su vida. Asistir a su funeral le había provocado un conflicto interior con terribles secuelas. Pero el pasado, pasado estaba y, junto con el arrepentimiento, ambos constituían lugares jamás frecuentados por Edward.

Bella aparcó con cuidado su viejo coche. Llegaba tarde y llevaba muchísima prisa. Rápidamente recolocó el retrovisor y, con un cepillo en una mano y una horquilla entre los dientes, intentó arreglarse el pelo. Aquel cabello castaño largo hasta los hombros, recién lavado y todavía húmedo, se mostraba rebelde, así que al ver que sus dedos impacientes acababan por romper la horquilla, estuvo a punto de echarse a llorar debido a la frustración. Soltó el cepillo e intentó alisarse frenéticamente el pelo mientras intentaba salir del coche. Desde el momento en que se levantó por la mañana, todo le había salido mal. O quizá la lista interminable de desastres se remontaba a la noche anterior, cuando su tía Lauren la llamó para decirle con tono meloso que entendía perfectamente que le resultase demasiado duro asistir al funeral.

Bella hizo una mueca de dolor y apretó los dientes al oírla, pero no le contestó. En los últimos dieciocho meses, sus parientes le habían dejado claro que, en cuanto a ellos concernía, era una persona non grata. Y aquello le había dolido, ya que seguía apreciando los nexos familiares que había dejado atrás. Aun así, entendía sus reservas, porque ella nunca había encajado en el molde de la familia Stanley y además se había saltado las normas de aceptación.

Su tía y su tío valoraban mucho la belleza, el dinero y el estatus social. Las apariencias eran tremendamente importantes para ellos y, sin embargo, desde que ella quedó huérfana a los once años, el hermano de su madre había ofrecido a su sobrina un hogar en el que crecer junto a sus tres hijos. En aquel ambiente en que las apariencias contaban tanto, ella había tenido que aprender a pasar desapercibida en casa de los Stanley, quedando siempre en segundo plano para que su falta de belleza, estatura o gracilidad no fuesen censuradas o causa de enfado. Aquellos años habrían sido muy tristes de no ser por la alegría innata de Jessica, y aunque Jessica y ella no tenían absolutamente nada en común, se sentía muy apegada a aquella prima tres años mayor que ella.

Ésa era la razón por la que había decidido que nada detendría su necesidad sincera de asistir al funeral y rendirle un último homenaje. Nada, se recordó obstinadamente, ni siquiera la poderosa turbación que se había apoderado de ella, aquel desasosiego que la exasperaba. Habían pasado más de dos años. No tenía por qué seguir mostrándose tan sensible, ya que en él no había ni un ápice de sensibilidad.

Alzó la cabeza y sus ojos marrones adoptaron una actitud combativa. Tenía veintisiete años, se había doctorado y trabajaba como tutora en el departamento de Historia Antigua de la universidad. Era una persona inteligente, sensata y práctica. Le gustaban los hombres, pero sólo como amigos o compañeros de trabajo, porque había llegado a la conclusión de que a menor distancia se convertían en algo demasiado complicado. Había logrado superar el terrible trauma y el sufrimiento que para ella había supuesto la repentina muerte de Jessica. Amaba la vida que llevaba, le gustaba mucho. ¿Por qué iba a importarle lo que él pensase? Seguramente ni siquiera había vuelto a acordarse de ella.

Con aquel estado de ánimo, subió las escaleras de la iglesia y se sentó en el primer asiento libre que encontró en la parte de atrás. Se concentró en la misa, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, pero un escalofrío le recorrió la espalda erizándole el vello y sonrojándole las mejillas. Él estaba allí. No sabía cómo, pero tenía la certeza de que estaba allí, y no pudiendo contenerse más alzó la vista y lo localizó varias filas más adelante al otro lado del pasillo. La altura y complexión de los Cullen era inconfundible, al igual que la postura arrogante de su cabeza y el hecho de que al menos tres mujeres tremendamente atractivas se las habían ingeniado para sentarse lo más cerca posible de él. Aquello le pareció gracioso. Era increíblemente guapo, absolutamente indomable y un afamado mujeriego capaz de cautivar al sexo opuesto hasta llevarlo por el mal camino. Sin duda las mujeres que lo rondaban no tardarían en intentar abordarle antes de que acabase la ceremonia.

De pronto, Edward se giró para buscarla y sus ojos verdes brillantes ejercieron sobre ella el mismo efecto que el impacto de una bala. No sabía si mirarle o esquivar su mirada. La había pillado desprevenida y mirando cuando ella habría dado cualquier cosa por aparentar ignorarlo por completo. Bella se quedó helada. Como un pez colgando de un anzuelo, se sintió completamente atrapada. Haciendo acopio de autocontrol y entereza, lo saludó con una pequeña e inexpresiva inclinación de cabeza y volvió a concentrarse en el librito de ceremonias que le temblaba en las manos. Respiró hondo para tranquilizarse, luchando contra la corriente de recuerdos que amenazaban con desarmarla.

La rubia glamurosa que se deslizó por el banco a su lado llegó en el momento oportuno. Era Irina, una chica que había trabajado en la misma agencia de modelos que Jessica. Obviando el hecho de que estaba hablando el sacerdote, Irina se estuvo quejando largo y tendido del atasco que la había hecho retrasarse y luego sacó un espejito para arreglarse el peinado.

—¿Me vas a presentar a Edward Cullen? —le dijo Irina en un aparte mientras se retocaba los labios—. Quiero decir, tú lo conoces de toda la vida.

Bella siguió centrando su atención en la ceremonia. No podía creer que una vez más una mujer intentara utilizarla para conocer a Edward y rechazó rápidamente la idea de que alguien los considerase amigos en algún momento.

—Pero no de la forma que piensas.

—Ya, por entonces eras como la asistenta de Jessica o algo así, pero seguro que todavía se acuerda de ti. ¿Tienes idea de lo extraordinario que es eso? ¡Muy pocos pueden afirmar haber tenido algo que ver con Edward Cullen!

Bella no contestó. Sentía un nudo de histeria en la garganta y ella no era una mujer dada a ese tipo de ataques. Resultaba irónico que sólo pudiese pensar en Jessica, quien entregó su corazón a un hombre que nunca se preocupó por darle la estabilidad que tanto necesitaba. A veces le había resultado muy duro hacer la vista gorda, mantenerse al margen de la vida de su prima y presenciar cada uno de sus errores. Y descubrir que ella podía ser igual de estúpida había sido tan humillante que no estaba dispuesta a olvidar la lección.

Irina, ignorando la indirecta de que lo suyo sería callarse, añadió:

—Creo que, si me lo presentases, parecería algo más casual que planeado.

¿Casual? Irina llevaba un traje rosa chicle tan corto y ajustado que apenas podía sentarse y su tocado de plumas era tan exagerado que más bien hubiese sido apropiado para una boda.

—Por favor… por favor… por favor… En persona resulta tan tentador… —canturreó suplicante al oído de Bella.

«Y un auténtico canalla», pensó Bella, sorprendiéndose ante ese pensamiento suyo en una iglesia y en ocasión tan solemne. Se ruborizó avergonzada, apartando de su mente aquella reflexión tan tormentosa y amarga.

A Edward le divirtió el frío saludo de Bella. Era la única mujer que jamás se había dejado impresionar por él y reconoció que aquél había sido un reto al que no había podido resistirse. Se entretuvo en observarla indolente con sus ojos claros apreciando cuánto había cambiado. Bella estaba más delgada, lo que realzaba el volumen de su pecho y la curva voluptuosa de sus caderas. Su cabello se había vuelto cobrizo, iluminado por un rayo de luz que atravesaba las vidrieras, y realzaba su piel cremosa y el grosor de sus labios. No era una mujer hermosa, ni siquiera era guapa, pero por alguna razón siempre había logrado captar su atención; sólo que esa vez comprendió por qué la observaba: le rodeaba el halo sensual y vibrante de un melocotón madurado al sol. Se preguntó si sería él quien había despertado en ella aquella feminidad consciente y, seguidamente, si podría volver a seducirla. Regodeándose en su contemplación y con aquellos planes en la cabeza, su deseo por ella alcanzó la fuerza de un volcán.

Al finalizar la ceremonia, Bella sintió el deseo irrefrenable de abandonar la iglesia tan discretamente como había entrado en ella. Esa necesidad se tornó aún más perentoria cuando observó que su tía y sus primas hacían su aparición en el pasillo, dispuestas a interceptar a Edward antes de que pudiera marcharse. Por desgracia, Irina le cortaba el paso.

—¿A qué viene tanta prisa? —siseó Irina al ver que Bella intentaba abrirse paso esquivándola—. Edward ha estado mirando hacia aquí y ya me ha visto. Es tan poco lo que te pido…

—Una chica tan guapa como tú no necesita presentación alguna —le susurró Bella completamente desesperada.

Irina se rió, componiéndose. Sacudiendo sus bucles dorados, salió pavoneándose al pasillo como un misil teledirigido listo a impactar en el blanco. Aprovechando que era unos centímetros más alta, Bella se escondió tras ella para salir de allí como alma que lleva el diablo.

Aquello de evitar así a Edward estaba fatal, pero, ¿y qué? Consciente de que su tía no estaba dispuesta a reconocerla como miembro de la familia, Bella sabía que era su obligación tratar de pasar desapercibida. Pero, con las prisas, tropezó con un fotógrafo que esperaba en la puerta y, preguntándose por qué balbuceaba una disculpa cuando era él quien la había avasallado, se frotó el hombro dolorido y se apresuró a regresar al aparcamiento.

Haciendo caso omiso de los numerosos intentos por captar su atención, Edward se encaminó al pórtico de la iglesia. Le extrañaba mucho el modo y la velocidad con que había huido su presa, porque Bella era una persona que guardaba mucho las formas. Esperaba que ella, por educación, estuviese rondando por la puerta para hablar con él, pero ni siquiera se había detenido a saludar a los Stanley. Mientras su equipo de seguridad evitaba que los periodistas al acecho le sacaran fotos, vio cómo Bella se dirigía a un pequeño coche rojo. Para ser una mujer menuda, se movía con bastante rapidez. Se preguntó si sería la única mujer en el mundo que le rehuía y, exasperado, hizo una inclinación de cabeza para convocar a Alec, su jefe de seguridad, al que dio una orden concisa.

Lauren Stanley, seguida de cerca por sus dos hijas, irrumpió sin aliento a su lado y Edward le expresó cortésmente sus condolencias antes de murmurar con voz profunda:

—¿Por qué se ha ido Bella tan deprisa?

—¿Bella? —la mujer abrió los ojos sorprendida repitiendo su nombre como si nunca hubiese sabido de su sobrina.

—Seguramente se fue corriendo a cuidar de su hijo —opinó la más alta y rubia de las hermanas, no sin cierta sorna.

Aunque los rasgos bronceados de Edward no exteriorizaron ni un ápice de sorpresa, aquella afirmación irreflexiva le dejó totalmente asombrado. ¿Bella tenía un hijo? ¿Un hijo? ¿Desde cuándo? ¿Y de quién?

Lauren Stanley frunció la boca en una estudiada mueca de aversión.

—Mucho me temo que es madre soltera.

—Y encima la abandonaron —dijo su hija, sonriendo ampliamente a Edward.

—Típico —dijo su hermana con una risita, con una mirada de embeleso en sus ojos azules—. ¡Una chica tan lista y va y comete el mayor de los errores!

Cinco minutos después de abandonar la iglesia, Bella salió de la carretera para quitarse la chaqueta negra. Se sentía muy acalorada: los nervios siempre le provocaban aquella reacción. Involuntariamente, le asaltaba la imagen de Edward y la forma en que la había mirado en la iglesia. Era increíblemente guapo. ¿Qué esperaba? Él tenía sólo treinta y un años. Durante un instante, se dejó llevar por sus sentimientos y se asió con tal fuerza al volante que los nudillos se le pusieron blancos. Entonces, lenta e intencionadamente, aflojó las manos. Se negó a admitir cualquier reacción emocional por su parte y se centró en enfadarse por su reflexión estúpida y trivial sobre la belleza de Edward. Después de todo, ¿no había superado ya con creces aquellos pensamientos infantiles?

Su mente se rebeló, reavivando dolorosos pensamientos, pero decidió devolverlos literalmente a lo más recóndito de su cerebro. Cerró de un portazo el equivalente a una puerta de acero imaginaria ante reflexiones que removían sentimientos que no estaba dispuesta a desenterrar. Volvió a abrocharse el cinturón y se dispuso a recoger a su hijo.

Victoria Sutherland, la amiga que cuidaba del niño, vivía en una casita próxima a la suya. Era una viuda de unos cuarenta años, delgada, de melena larga y pelirroja, que había sido profesora y estaba preparando un curso de postgrado a media jornada. Cuando Bella irrumpió por la puerta trasera, levantó la vista, sorprendida.

—¡Santo Dios, no te esperaba tan pronto!

Anthony soltó su puzzle y atravesó como un rayo la cocina para recibir a su madre. Era un niño encantador de dieciséis meses, con el pelo cobrizo y rebelde y los ojos verdes. La calidez y energía de su carácter se hizo evidente en su sonrisa y en la alegría con que correspondió al abrazo de su madre. Bella se sumergió en el olor familiar que desprendía su piel, envuelta en una inmensa oleada de amor. Cuando nació Anthony, comprendió plenamente la intensidad del cariño de una madre por sus hijos. Le había costado muchísimo reincorporarse al trabajo, aunque fuese a media jornada, porque había disfrutado mucho del año de baja maternal que solicitó para estar con él, así que nunca pasaba más de dos horas alejada de Anthony sin echarlo de menos. El niño se había convertido en el centro de su vida.

Todavía asombrada por la rapidez con que Bella había regresado, Victoria frunció el ceño:

—Creía que tus tíos habían organizado un bufé para después del funeral.

Bella le resumió el contenido de la conversación que había mantenido con su tía la noche anterior.

—Pero por Dios, ¿cómo puede Lauren Stanley excluirte de esa forma? —exclamó Victoria defendiendo irritada a la joven porque, como amiga suya, sabía lo mucho que los Stanley le debían a Bella, que había cuidado de Jessica mientras «la familia ejemplar» había eludido el comportamiento cada vez más escandaloso de su hija.

—Bueno, manché mi reputación al tener a Anthony y no puedo decir que no se me advirtiera de las consecuencias —respondió Bella con irónica resignación.

—Cuando tu tía te pidió que abortases porque consideraba tu embarazo una vergüenza a los ojos de la gente, traspasó el umbral de sus atribuciones. Ya le habías dicho que querías tener el niño y no eras ni mucho menos una adolescente irresponsable —recordó Victoria a la joven—. ¡Y en cuanto a que te sugiriese que no podrías sobrellevarlo, tengo que decir que eres la mejor madre que conozco!

Bella la miró compungida.

—Supongo que mi tía me aconsejó de buena fe. Y para ser justos, cuando Lauren era joven, tener un hijo fuera del matrimonio era una desgracia.

—¿Por qué eres tan magnánima? ¡Esa mujer te trató siempre como a un pariente pobre en la época victoriana!

—No fue tan terrible. A mis tíos les costaba entender mis aspiraciones académicas —Bella le quitó importancia con un ademán—. Yo era el bicho raro de la familia, era muy distinta a mis primos.

—Te presionaron mucho para que te ajustases a sus exigencias.

—Pero más a Jessica —declaró Bella, pensando en su frágil prima, tan necesitada de aprobación y admiración que no había podido soportar equivocarse o que la rechazaran.

Anthony se retorció para bajar del regazo de su madre e ir a investigar la llegada del cartero. Era un niño inquieto, rebosante de curiosidad por el mundo que le rodeaba. Mientras Victoria se iba a la puerta para recibir un paquete, Bella recogió toda la parafernalia que conlleva trasladar a un niño de una casa a otra.

—¿No te quedas a tomar un café? —le preguntó Victoria a su vuelta.

—Lo siento, me encantaría, pero tengo mil cosas que hacer —se ruborizó un poco porque en realidad podía haberse quedado media hora más. Pero volver a ver a Edward la había alterado y ansiaba la seguridad que le proporcionaba estar en su propia casa. Tomó en brazos a Anthony para llevarlo al coche, que estaba aparcado en la parte de atrás.

Su hijo era grande para su edad y cargar con él empezaba a costarle trabajo. Lo colocó en su asiento y él metió los brazos en las correas, en un arranque de independencia que ya le había costado más de un enfado con su madre.

—Anthony, pórtate bien —le dijo con determinación.

Dejó caer el labio inferior, protestando al ver que ella se empeñaba en abrocharle el cinturón de seguridad. Quería hacerlo solo, pero su madre no estaba dispuesta a darle la oportunidad de aprender a usarlo a su antojo porque Anthony había aprendido muy pronto a andar y era muy diestro a la hora de escaparse de las sillas, los cochecitos y los parques.

Bella volvió a la carretera y redujo la velocidad para rebasar un coche plateado que estaba aparcado a un lado. No era un buen sitio para detenerse y le sorprendió que estuviese allí. Unos cien metros más adelante, tomó el sinuoso sendero flanqueado por árboles que llevaba a la que en otro tiempo fue la casa de sus padres. Había heredado aquella granja al morir su padre, pero estuvo alquilada durante muchos años y, al quedar libre la propiedad, todo el mundo esperaba que ella la vendiese e invirtiera ese dinero en un apartamento en la ciudad. Pero al descubrir que estaba embarazada, su vida se había puesto patas arriba. Tras ver de nuevo la casa en que durante tan breve periodo había disfrutado del amor y la atención de sus padres, empezó a pensar que para criar sola a un niño necesitaba cambiar su forma y ritmo de vida. Tenía que abandonar sus días de adicción al trabajo y hacer espacio en su apretada agenda para atender a las necesidades del bebé.

Ignorando los comentarios sobre lo vieja y aislada que estaba la casa, poco a poco la había ido acondicionando. La granja estaba en un valle apartado cercano tanto a Londres como a Oxford y ella pensaba que le ofrecía lo mejor de ambos mundos. El hecho de tener tan cerca a una amiga como Victoria había sido definitivo en su decisión antes incluso de que ella se ofreciera a ocuparse de Anthony mientras estuviese en el trabajo.

—¡Jacob… Jacob… Jacob! —canturreó Anthony, escurriéndose como una anguila y empujando la puerta en cuanto Bella la abrió.

Jacob, que era un perro lobo extremadamente tímido, estaba escondido bajo la mesa como de costumbre. Cuando estuvo seguro de que Anthony y Bella venían solos, salió con dificultad de debajo de la mesa debido a su gran tamaño y recibió a su familia con bullicioso entusiasmo. El niño y el perro rodaron por el suelo y entonces Anthony se levantó:

—¡Jacob… arriba! —le ordenó como si hubiese nacido para ello.

Durante una décima de segundo, un recuerdo paralizó a Bella: Edward siete años antes, preguntándole cuándo pensaba recoger sus camisas, que estaban tiradas por el suelo. Había utilizado el mismo tono autoritario y expectante, pero no había tenido éxito alguno porque, aunque Edward resultaba intimidante, Bella nunca se había mostrado tan ansiosa por agradar como Jacob. En seguida, le vino otra imagen: Edward tan desbordado e indignado ante la idea de que alguien sugiriese que no podía vivir sin sirvientes que había colocado una tetera eléctrica sobre el fuego.

El grito de dolor de su hijo saco a Bella de aquella ensoñación. Anthony se había caído y se había golpeado la cabeza contra el frigorífico. El cansancio le hacía torpe. Bella lo levantó en brazos y le frotó la cabeza con lástima. Empapado en lágrimas, la miró furioso con sus ojos verdes. Tenía un carácter y una voluntad fuertes como un volcán.

—Lo sé, lo sé —le susurró suavemente, acunándolo hasta tranquilizarlo y ver que cerraba los ojos.

Lo llevó escaleras arriba hasta la habitación luminosa y alegre que ella había decorado con mimo e ilusión. Le quitó los zapatos y la chaqueta y lo metió en la cuna con susurros tranquilizadores. Él se quedó dormido al instante, aunque ella sabía que no se mantendría por mucho tiempo en posición horizontal. Dormido parecía angelical y pacífico, pero despierto era imposible adjudicarle alguno de esos dos adjetivos. Lo contempló por unos minutos, buscándole sin querer un parecido que le impactaba enormemente porque ese mismo día había vuelto a ver a su padre. Se preguntó si su hijo era la única cosa decente que Edward Cullen había hecho jamás. Le costó mucho volver a controlar sus pensamientos.

Acompañada por Jacob, Bella entró en la soleada habitación que utilizaba como estudio y se puso a corregir los trabajos que tenía pendientes. Pasado un tiempo, Jacob ladró y empezó a empujarle el brazo gimiendo ansioso, y diez segundos después de aquel aviso, oyó el sonido de un coche y empujó la silla hacia atrás. Al llegar al vestíbulo se dio cuenta de que venían además otros vehículos y frunció el ceño extrañada, porque no solía recibir muchas visitas y éstas nunca venían en coche.

Miró por la ventana y se quedó paralizada por la consternación al ver que una reluciente limusina le tapaba la vista del jardín y el campo que se extendía ante ella. ¿Quién podía ser sino Edward Cullen? En seguida reaccionó y corrió al salón a recoger los juguetes que había tirados por la alfombra. Los guardó en la caja de los juguetes y empujó ésta con la velocidad del rayo hasta esconderla detrás del sofá. El timbre sonó justo antes de que se incorporase. Se echó un vistazo en el espejo y al ver el miedo en sus ojos marrones y su extrema palidez se frotó las mejillas para devolverles el color mientras el pánico la hacía pensar a toda velocidad. ¿Qué demonios hacía allí Edward? ¿Cómo había averiguado dónde vivía? ¿Y por qué razón querría saberlo? El timbre volvió a sonar, estridente y amenazante. Recordaba muy bien la impaciencia de los Cullen.

Empujada por un mal presentimiento, Bella abrió la puerta.

—Sorpresa… sorpresa… —Edward arrastró suavemente las palabras.

Desconcertada por la suavidad de aquel saludo, Bella se quedó inmóvil, reacción que él aprovechó para atravesar el umbral. Ella se volvió a mirarlo mientras su mano caía del pomo de la puerta. Por primera vez después de aquel pequeño vistazo en la iglesia, podía permitirse contemplarlo de cerca. Su traje y su abrigo eran de un corte impecable, y él los llevaba con una elegancia admirable. Su altura y complexión intimidaban por sí solas, pero para las mujeres eran sus facciones y el verde esmeralda de sus ojos bellos y profundos lo que causaba mayor impresión, a pesar de que esos ojos eran tan peligrosamente directos e hirientes como un rayo láser. Ella sintió como un pulso diminuto comenzaba a latir a toda velocidad en su garganta impidiéndole hablar.

—¿Qué fue de aquel desayuno? —susurró Edward con suave sorna.

Una oleada carmesí tiñó la palidez de Bella en un contraste tan fuerte como el de la sangre sobre la nieve. Una sacudida le recorrió el cuerpo al comprobar que él había logrado derribar el muro de contención que ella había construido para que no afloraran los recuerdos de la noche del funeral de Jessica, justo dos años antes. Resistiéndose, apartó la mirada, avergonzada y tensa al no poder creer que él se hubiera atrevido a asestarle aquel golpe. Pero, ¿había algo que Edward no se atreviese a hacer? La última vez que se habían mirado a los ojos se habían encontrado mucho más cerca. Él la había despertado y le había dicho en un murmullo terriblemente frío y autoritario:

—Prepárame el desayuno mientras me ducho.

Al acordarse, sintió vértigo y se le revolvió estómago como si hubiese bajado demasiado rápido en un ascensor. Habría hecho cualquier cosa con tal de olvidar la burla cruel de aquella mañana. Para cuando él salió de la ducha, ella se había marchado. Había enterrado su error tan profundamente como había podido, sin confiárselo a nadie, y de hecho había decidido llevarse aquel secreto a la tumba. Se avergonzaba de todo lo que había pasado aquella noche y era muy consciente de que Edward no había sentido ni de lejos algo parecido a la vergüenza o la turbación. Le consternaba descubrir que incluso después de dos años sus barreras de protección seguían resultando irrisorias. Tanto que él todavía podía hacerle daño pensó con abatimiento.

—Preferiría no hablar de eso —dijo Bella fríamente volviendo a la realidad.

Irritado ante aquella respuesta tan remilgada, Edward abrió de golpe la puerta principal con mano autoritaria y entró en la casa. A Bella no le había cambiado el gusto: si le hubiesen mostrado fotos del interior de aquella casa, enseguida se habría dado cuenta de que era la de ella. La habitación estaba llena de macetas, libros apilados y telas florales desvaídas. Nada parecía pegar con nada, pero aun así había conseguido otorgarle una sorprendente sensación de elegancia y estilo.

—¿Y de por qué saliste hoy corriendo de la iglesia? —preguntó Edward en un tono suave como la seda pero infinitamente más perturbador.

Sintiéndose atrapada, pero dispuesta a no reaccionar de forma exagerada, Bella fijó la vista en su elegante corbata de seda gris.

—No salí corriendo, sencillamente llevaba prisa.

—Pero no te pega nada ignorar el ritual social de estos eventos —censuró Edward con suavidad—. Y además, experimenté otra novedad. Eres la única mujer que huye de mí.

—Quizá sea porque te conozco mejor que las demás —Bella deseó taparse la boca horrorizada por dejar escapar aquella respuesta. Estaba furiosa consigo misma, porque con una única y estúpida frase había traicionado el miedo, la rabia, la amargura y el odio que habría preferido ocultarle.

Capítulo 2: Capítulo 2

 


 


 
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