Chicago, 1917.
No estaba recibiendo a la primavera como ella se merecía. Estábamos a principios de abril y los rayos del sol se reflejaban en el lago Michigan dándole un color azul mucho más nítido mientras, cada dos por tres, pasaba algún barco de mercancías que rompía el silencio de la mañana.
Los almendros estaban en flor y los pétalos de éstas se expandían suavemente por el aire. El clima se había entibiado tenuemente después del frío invierno que había durado casi seis meses. La ciudad había resucitado y las calles estaban concurridas de gente.
Pero a pesar de la alegría que desprendía la ciudad de Chicago, yo no la compartía del todo.
Estaba disgustada porque me estaba costando meterme más de lo que normal en la música. La primavera de Vivaldi no tenía que resultarme tan difícil, desde pequeña me había acostumbrado a tocarla, y podría hacerlo con los ojos cerrados.
Pero aquella maldita mañana de abril, a pesar de ser de mis favoritas, nada era como tendría que ser.
Parecía que la varilla pesaba más en mis manos y me costaba enormes esfuerzos introducirla en las cuerdas.
Por supuesto, di por imposible conseguir un sonido coherente del resultado de su unión.
Incluso Jacob me miraba con comprensiva extrañeza sin decir nada. Normalmente se expandía en una salva de aplausos por muy mal que lo hiciese. Por lo tanto su silencio sólo era indicativo que aquello era un desastre.
Desesperada dejé el violín y lo deposité suavemente encima de la cama mientras me echaba mi cabello para atrás.
"Maldito Phil, maldita Reneé y maldito Mike Newton", le maldije mentalmente.
El origen de mi poca inspiración musical era la bronca que había tenido con Reneé — o como la llamaba en presencia de extraños y amistades, madre—, por la cena de anoche con los Weber, donde Mike Newton, hijo de uno de los mayores comerciantes de ropa y productos textiles de Chicago ya con extensiones de sus tiendas en otros lugares de Estados Unidos y una de las familias más ricas de Chicago, me había propuesto matrimonio.
—Nunca tendrás otra oportunidad como ésta—me aseguró petulante—. Considérate afortunada de que hayas sido la primera a la que se lo haya pedido y que se haya fijado en ti. Los Stanley están al acecho de una oportunidad como la tuya.
Tanta soberbia me puso de los nervios y con modales, no muy buenos, tenía que admitirlo.
—Newton, lo siento. No he cumplido aún los dieciséis años y creo que usted me merece como yo le merezco. No planteo mi vida sentada en su casa, con cinco hijos petulantes y de una educación que brilla por su ausencia. Y además, tengo mis planes para el futuro y el matrimonio no entra en ellos, y si entrase, usted sería la última persona que se enterase de mi decisión.
Por supuesto Reneé entró en cólera y se disculpó con la familia Newton, argumentando que su propuesta de matrimonio me había desconcertado por inesperada, pero que me diera un par de días, para que me lo pensase y yo aceptaría más que encantada.
Pero al llegar a casa me puse como una fiera y amenacé a Reneé con todo tipo de subterfugios para no obligarme a casarme con ese vil de Mike Newton.
—Si firmas cualquier clase de compromiso con esa familia, te juro por Dios que me iré de casa, venderé todas mis joyas y me dedicaré a vivir de mi música.
Ese era mi gran sueño. Poder tocar algún día el violín y el violoncello en alguna de las grandes orquestas del mundo, como la de Nueva York y la misma Chicago.
— ¿Te estás oyendo, Isabella?— me chilló Reneé incrédula ante lo que acababa de decir—. ¿Vivir como una bohemia de la música? No sabes lo que estás diciendo. La sociedad está estructurada y si está así será por algo. Los hombres tienen que trabajar y hacer su fortuna y las mujeres les deben ayudar, quedándose en casa sin armar escándalo y dándoles hijos. Nos ha tocado el papel más fácil en la sociedad y tú te quejas de vicio, muchacha ingrata. No sabes los privilegios que tienes, y lo único que tienes que hacer, es seguir unos patrones de conducta propios de nuestra clase.
Mi padrastro intervino en la conversación.
—Tenías que haber nacido en una familia de clase obrera, cuyas hijas trabajan catorce horas en una fábrica, entonces ya verías. Ese matrimonio es una ganga para ti. No te creas que te vayan a llover las ofertas de matrimonio así porque así. No eres mucho más especial que todas las señoritas ricas de esta ciudad. Eres bonita pero no hermosa. Y la inteligencia en una mujer, sólo la perjudica. Una mujer que piensa tendría que ser mandada al psiquiátrico.
Aquello fue la gota que colmó el vaso.
—A ti nadie te ha dado vela en este entierro, señor Dwyer.
Me negaba a llamar padre a Phil. Ese título siempre pertenecería a una persona cuyo cuerpo descansaba en una tumba del cementerio Pere-Lachaise en Paris, ya que los franceses por los que luchó en la gran guerra europea, se negaron a devolver su cuerpo a su patria y su viuda tampoco hizo demasiados esfuerzos por pedir su repatriación, por lo que le rindieron homenaje en un país extranjero, mientras que el suyo propio le esperaba en vano y su hija de trece años le lloraba sin poderle ver por última vez.
—Un respeto a tu padrastro— le defendió Reneé—. El problema aquí es tu actitud—hizo el teatral gesto de llevarse las manos a la cabeza—. ¿Cómo puedes decir que vas a vivir de tu música? Eso es tan bohemio y tan vulgar. Si Beethoven, que era un hombre, tuvo dificultades para vivir así, tú que eres una mujer nadie te tomará en serio. A tu padre, que Dios le tenga en su gloria, le costó muchos disgustos tu estúpida idea de entrar en el conservatorio. Y él lo hizo por ti. Debería bastarte eso, Isabella. No quiero que las lenguas viperinas de la ciudad murmuren contra mí por culpa de los caprichos de mi hija. No quiero que nadie me diga que mi hija es una cualquiera.
Me crucé de brazos y la increpé duramente.
— ¿Cual es la diferencia entre que te critiquen por lo que haga yo y lo que hagas tú?— le pregunté retóricamente—. Te recuerdo, madre, que hasta ahora a ti no te ha importado demasiado tu reputación cuando en vida de padre, tú te ibas todas las noches de fiesta y había días que no aparecías por casa porque te quedabas en casa de alguno de tus amantes, mientras padre y yo te esperábamos en casa. Y ahora, ¿te preocupas por mi reputación? Lo malo no es que estuvieses con tus amantes y tus fiestas, lo peor de todo es tu hipocresía ante el mundo, tu querer guardar las apariencias.
Por supuesto, por tal atrevimiento, me gané un buen bofetón en la cara por parte de Reneé.
—No te atrevas a darme lecciones de ética, niña—me reprochó furiosa—. Ahora vete a tu cuarto—no hacía falta que me repitiese esa orden porque estaba gustosa de cumplirla—. Y piensa en la propuesta de matrimonio de los Newton y no salgas de ahí hasta que te oiga decir un sí, ¿te queda claro?
La di la espalda para subir las escaleras, furiosa.
— ¡Entonces me moriré de hambre!—la amenacé—. ¡Porque jamás me casaré con Newton!—llegué a mi cuarto cerrando la puerta con furia y me metí en la cama sin querer ver a nadie.
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Como la musa no estaba conmigo, me abstraje mirando por la ventana el paisaje urbanístico del puente de la calle principal, concurrida de gente mientras los almendros soltaban hojas. La vista del lago era privilegiada desde aquí.
El reflejo de la ventana me devolvió la imagen de una muchacha de casi dieciséis años alta y demasiado delgada para el gusto de la época, ya que al contrario de mi madre, que era increíblemente voluminosa y muy hermosa, yo apenas tenía curvas.
La muchacha del reflejo de la ventana tenía el pelo castaño muy oscuro, con reflejos rojizos, muy largo y liso, lo cual era muy fastidioso ya que ahora se llevaba el pelo ondulado y tenía que estar horas con las tenacillas y los rulos para conseguir un resultado escasamente satisfactorio. El rostro tenía forma de corazón, unos ojos marrones oscuros grandes y, levemente, almendrados adornados por unas largas pestañas y unos labios asimétricos, ya que el labio inferior era más ancho y carnoso que el superior. Lo único bonito de esa muchacha era su piel blanca, ya que entraba dentro de los cánones de la época.
Había heredado demasiados rasgos de mi padre, el Capitán Charles Swan, un héroe de guerra y padre amantísimo, y por una parte me hubiera gustado haber tenido más rasgos de mi madre, aunque si eso significaba heredar su superficialidad y su escaso interés por la cultura, me quedaba como estaba.
El año 1898 fue un año crítico para el joven teniente Swan, en primer lugar destacó como héroe en la guerra contra España por la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y recibió la máxima condecoración a manos del presidente Mckinley, y, a finales de ese año y después de un fugaz noviazgo, se casó con una joven de buena familia, de la cual cayó rendido a sus pies, por su belleza y su elegancia, mi madre.
Mi padre aportaba el honor y la inteligencia y mi madre la belleza y la alegría de vivir. Lo que parecía cualidades perfectas para triunfar en un matrimonio, se convirtió en un arma para matar la felicidad conyugal.
Para su desgracia, mi padre era un hombre demasiado inteligente para las banalidades de mi madre y aunque lo intentó con todas sus fuerzas, el trece de septiembre de 1901, el día de mi nacimiento, todo se precipitó y las grietas que habían ido surgiendo rompieron el espejismo de tan falsa felicidad y el amor que pudiese sentir mi padre por ella se truncó en una fría indiferencia.
Aun así, mi padre era todo un caballero y se negó a hacerle pasar el vergonzoso tramite del divorcio a Reneé, por lo que siguieron casados sólo de nombre, ya que mi padre permitió a mi madre llevar su vida independiente, mientras no fuese demasiado escandalosa. A partir de ahí, los caminos se tergiversaron. Mi madre se dedicó a su vida de fiestas y amantes y mi padre, cuando no le llamaban por ninguna guerra, dedicó toda su atención, única y exclusiva, a mí. Me convertí en su eje principal y se encargó personalmente de mi educación, ya que yo suponía que no quería otra versión de Reneé.
De él heredé mi pasión por la literatura, que empezó a nacer en mí cuando me regaló a los tres años mis primeros libros, que fueron la Ilíada y la Odisea de Homero, y me los leía cada noche, hasta que yo tuviese suficiente edad para poderlo hacer por mí misma.
A esos primeros libros se fueron sumando unos cuantos de autores tan diversos como: Jane Austen, las hermanas Brönte, Oscar Wilde, Edgard Allan Poe, James Joyce, los clásicos griegos y latinos, Shakespeare, Bram Stoker y así, hasta conseguir mi pequeña colección de novelas. Y sobre todo, me inculcó su amor eterno hacia la música.
Me contó que de pequeño le gustaba mucho el violín y que sus padres se lo compraron, pero no le pagaron las clases para tocarlo.
—No cometeré el mismo error contigo—me aseguró.
Y se gastó una pequeña fortuna en formarme en el arte de tocar el violín.
Insistió tanto que el violín se convirtió en una extensión más de mi cuerpo.
A los siete años cuando entré por primera vez al conservatorio de música de Chicago, vi a un violonchelista. Me pareció muy guapo, pero, posiblemente, sería su aire místico del mundo al que el grave y melancólico sonido del violoncello le transportaba. El caso que aquel muchacho, que apenas me miraba, se convirtió en mi primer amor humano.
A padre le hizo mucha gracia eso, pero me compró un violoncello y me pagó las clases. A los diez años podía tocar el violín y el violoncello, indistintamente.
El enamoramiento del violonchelista me duró unos meses en cuanto le vi besándose con la violinista y después se borró de mi mente, como una huella en la nieve. El amor por el violoncello sería eterno.
En 1914 estalló en Europa una gran guerra, y aunque Estados Unidos se mantuvo neutral al principio, mandó soldados para ayudar a sus aliados. Mi padre fue destinado a Paris.
Me prometió escribirme todos los días antes de despedirse de mí en la estación, mientras que yo seguía al tren que le llevaba a New York para después enfrentarse a su destino en Europa, con lágrimas en los ojos.
Cumplió su promesa y todos los días recibía una carta de él contándome todas las cosas buenas que le ocurrían. Las cosas malas ya me enteraba yo por los periódicos. En mi primera carta, me envió una pulsera de brillantes con formas de flores a juego con unos pendientes. La pulsera empezó a formar parte de mi muñeca.
Después de muchos meses, las cartas dejaron de llegar, pero a pesar de eso, iba todos los días a ver el correo. Nada llegaba.
Estuve esperando durante meses una señal, mientras que una corazonada me dijo que todo era inútil. Decidí ignorarla.
Una mañana de invierno de 1915 recibí una carta, pero no del Capitán Charle Swan, sino del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, me informaba que los alemanes habían bombardeado un hospital de un pueblo francés cerca de Paris, mientras mi padre y un grupo de soldados estadounidenses evacuaban a enfermos y heridos. No hubo supervivientes.
En su carta daba el pésame a la viuda y a la hija y se deshizo en elogios con la heroica conducta de mi padre.
Pero a mí no me consoló en absoluto. Mi padre había muerto y mi infantil mundo se había ido con él.
Su aparentemente inconsolable viuda, le lloró y le guardó luto seis meses, para luego casarse a los siete meses con un desconocido Philip Dwyer, del que nadie sabía realmente a lo que se dedicaba en la vida.
Me dejó una considerable herencia, un millón de dólares en el banco, y se las ingenió de tal manera para que ese dinero no llegase a manos de mi madre, todas las joyas de su madre y sobre todo, una herida en mi corazón que aún hoy, no acababa de cicatrizar.
— ¿Señorita Swan?—la voz de Jacob me sacó de mis ensoñaciones y me volví a mirar su rostro exótico y aniñado—, ¿se encuentra usted bien? No está tan inspirada como otros días. No quiero decir que lo esté haciendo mal…
—Pero tampoco lo estoy haciendo bien, ¿verdad, Jacob?—le corté mientras él asentía tímidamente, ya que por alguna extraña razón odiaba contradecirme.
Al principio pensaba que era por sentirse inferior a mí por nuestra distinta posición social, pero después descubrí que yo le amedrentaba un poco. Nunca lo entendí del todo. No era una persona que tuviese un carácter demasiado dominante pero si le dijese a Jacob que se tirase a un pozo, él lo haría.
— Es que ayer la cena no fue todo lo bien. Newton es un estúpido.
Me miró comprensivo.
— Creo que es un buen día para plantar rosales— cambió de tema al ver que yo no estaba del mejor humor para hablar—. Ya los he encargado. Espero que sean rosas blancas. Son sus favoritas.
Sonreí ante el tema tan banal que había escogido para quitarme preocupaciones.
Seguramente no entendería mis actitudes, ya que él había sido educado para seguir las normas de la sociedad, pero por respeto a mí, se callaba. No entendía del todo su veneración hacia mí como si fuese una diosa.
Jacob Black había estado perteneciendo a nuestra casa desde que yo tenía uso de razón, ya que su padre William —al que nosotros llamábamos Billy—, un hombre de origen indio, cuyo pueblo era los Quileutes originarios de un pueblo que pertenecía al estado de Washington, había estado de hacendado de mi padre desde antes que yo naciese. Nada escapaba al ojo de Billy y, a pesar de ser un hombre poco instruido, culturalmente hablando, tenía una cabeza privilegiada para los números y cuentas más complejas y para la organización de una casa.
Por eso, y por la gran amistad que les unía, mi padre le confiaba el cuidado de la casa cuando él estaba lejos.
Si mi madre no lo había despedido cuando mi padre murió, era porque le necesitaba para que llevase las cuentas.
Jacob nació en mi casa, donde Billy y su mujer Sarah tenían una habitación en el sótano, al igual que sus dos hermanas Rebecca y Rachel, unos años mayores que yo.
Era casi un año más pequeño que yo, ya que en julio cumpliría los quince años y yo en septiembre los dieciséis, y su existencia había estado ligada a mí, y sobre todo, después de la muerte de su madre y de los matrimonios de sus hermanas.
Era lo más parecido a un hermano pequeño que podía haber tenido y él me recompensaba mis esfuerzos por darle una educación más sofisticada que la que su padre le había proporcionado, ya que Billy pensaba que para plantar árboles y flores y hacer las chapuzas del hogar no necesitaba saber quién era Shakespeare o quien había pintado la capilla Sextina. Pero yo no lo consideraba suficiente y le estaba enseñando a leer y escribir.
Lo cual me recordaba que teníamos trabajo pendiente.
Me puse seria con él y, por la expresión de su rostro, averigüé que ya sabía lo que estaba tramando y no le gustó demasiado.
—Señor Black—mi voz adquirió tono de institutriz severa—, tenemos que proseguir con nuestra tarea. Una cosa es el trabajo y otra el placer. Para lo segundo ya habrá tiempo. Pero ahora tiene que ponerse a realizar sus tareas.
Jacob abrió el libro de malos modos y resopló resignado. No le gustaba nada leer y nuestro progreso era lento, a pesar de saber que tenía una mente despierta y que era un auténtico manitas. Su inteligencia no la aplicaba al estudio.
— ¿Hagamos un trato?—le intenté dulcificar la "tortura"—. Tú lees un par de párrafos y yo después tocaré la pieza de violín que tú quieras.
Se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—Trato hecho.
Abrió su Biblia, ya que Billy era un hombre muy religioso y sólo accedió a que enseñase a leer a su hijo si lo hacía con la Biblia, y me senté en frente de él.
Había abierto la pagina por el evangelio de San Lucas que hablaba de una mujer pecadora que había lavado los pies a Jesús con sus lágrimas y éste, asombrado por su actitud y devoción, le perdonó todos sus pecados, ante la mirada asombrada del fariseo que le había invitado a comer.
Jacob empezó a balbucear.
—C—o—m—e—n—z—ó a y—o—o—o…
—No, Jacob— le corregí pacientemente—. Se dice "llorar". Si no lo sabes, deletrea la palabra.
— "Y"…
—No confundas, el sonido de dos "l" es como la "Y". Inténtalo de nuevo…
— "L", "l"…
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Las cuerdas de mi violín junto con la varilla recrearon el Canon de Pachebel, una de las primeras piezas musicales que aprendí a tocar con el violín y una de las favoritas de mi padre y de Jacob, que nunca se cansaba de oírme tocarla.
Y por un instante de tiempo, todo se desvaneció. Mike Newton, mi madre, Philip Dwyer e, incluso, Jacob pasaron a formar parte de un pequeño rincón de mi mente del que ahora ya no me ocupaba.
Los almendros en flor y el lago Michigan eran lo único que me rodeaban. Definitivamente la primavera había llegado a Chicago.
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